Publicado

2014-01-01

El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182

Palabras clave:

B. Spinoza, conatus, ética, ontología, teoría política (es)

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Autores/as

  • Vicente Serrano Marín Instituto de Filosofía. Universidad Austral de Chile

Se analizan los más tradicionales aspectos vinculados a la teoría política spinozista, la teoría del contrato y la crítica de la religión, en estrecha relación con la Ética y con el tratamiento de las relaciones entre afectos e imaginación, que se considera como el núcleo de su pensamiento político. Se interpreta así la idea de conatus desde una doble dimensión, política y ontológica, cuya articulación con las otras categorías recogidas en la Ética, especialmente con relación a los afectos, ofrece una alternativa al pensamiento de la omnipotencia, dominante en la mayor parte de las filosofías de la modernidad.

doi:10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182

EL PAPEL DE LOS AFECTOS EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE SPINOZA*

THE ROLE OF AFFECTS IN THE POLITICAL THOUGHT OF SPINOZA

O PAPEL DOS AFETOS NO PENSAMENTO POLÍTICO DE SPINOZA

VICENTE SERRANO
Universidad Austral de Chile
vicente.serrano.marin@gmail.com

Artículo recibido: 11 de marzo del 2012; aceptado: 27 de abril del 2012.


Resumen

Se analizan los más tradicionales aspectos vinculados a la teoría política spinozista, la teoría del contrato y la crítica de la religión, en estrecha relación con la Ética y con el tratamiento de las relaciones entre afectos e imaginación, que se considera como el núcleo de su pensamiento político. Se interpreta así la idea de conatus desde una doble dimensión, política y ontológica, cuya articulación con las otras categorías recogidas en la Ética, especialmente con relación a los afectos, ofrece una alternativa al pensamiento de la omnipotencia, dominante en la mayor parte de las filosofías de la modernidad.

Palabras clave: B. Spinoza, ética, ontología, conatus, teoría política.


Abstract

The article analyzes the most traditional aspects of Spinoza's political theory, the theory of the contract and the critique of religion, in close relation with the Ethics and the handling of the relations between affects and the imagination, considered to be the core of his political thought. Thus, the idea of conatus is interpreted from the dual perspective of politics and ontology, whose articulation with other categories included in the Ethics, particularly that of affects, offers an alternative to the idea of omnipotence that prevails in most modern philosophies.

Keywords: B. Spinoza, ethics, ontology, conatus, political theory.


Resumo

Neste artigo, analisam-se os mais tradicionais aspectos vinculados à teoria política spinozista, a teoria do contrato e da crítica da religião, na estreita relação com a Ética e com o tratamento das relações entre afetos e imaginação, que se considera como o núcleo de seu pensamento político. Interpreta-se assim a ideia de conatus a partir de uma dupla dimensão, política e ontológica, cuja articulação com as outras categorias reunidas na Ética, especialmente a respeito dos afetos, oferece uma alternativa ao pensamento da onipotência, dominante na maior parte das filosofias da modernidade.

Palavras-chave: B. Spinoza, ética, ontologia, conatus, teoria política.


Introducción

Una parte de las tradiciones interpretativas de Spinoza y de su concepción política parece no haber puesto suficiente énfasis en la estrecha vinculación que hay entre la Ética (E) y el pensamiento tradicionalmente considerado como político en la obra del judíode Ámsterdam. En contraste con esas tradiciones, pretendemos aquí establecer una estrecha relación entre la ética y la política en la teoría de Spinoza,1 especialmente a partir del tratamiento de los afectos, con el objetivo de ver en qué sentido su pensamiento ilumina algunos aspectos de la teoría política actual. A tal fin, nos permitiremos agrupar convencionalmente algunas de las consideraciones al pensamiento político de Spinoza que comparten esa desconexión fundamental entre la ética y la política, o bien enfocan esa relación de manera deficiente o distorsionada. La primera de las tendencias que consideraremos, que se manifiesta ya desde la recepción inicial de su obra, tiende a enfatizar la cuestión de las interpretaciones de las Escrituras y del problema de la religión en sus relaciones con el Estado. Se centra, sobre todo, en la condición atea de la obra, muy vinculada a la recepción del Tratado teológico-político (TTP) y del Tratado político (TP). Esa lectura de Spinoza se evidencia ya en vida del filósofo e incluso antes de que se publicara la Ética. En una segunda tendencia, cabría reunir las lecturas en torno a su interpretación de la teoría del contrato y del concepto del Estado moderno desde el punto de vista del liberalismo, si bien este, como veremos, no se desvincula del todo de la cuestión de la crítica de las Escrituras, pues a partir de ella se articula la inserción de la obra de Spinoza en la tradición liberal, lo que se pone especialmente de manifiesto de manera ejemplar en la aproximación crítica del liberalismo de Leo Strauss (2007). Finalmente, resulta fácilmente identificable un tercer grupo que, a partir de la década de los sesenta del siglo XX, reivindica el pensamiento de Spinoza en un intento de revitalización del marxismo y que se centra, sobre todo, en lo que se denomina una lectura materialista, en la cual se otorga un lugar privilegiado a la noción de multitudo, a la que se le asigna un papel decisivo.

La primera de estas tradiciones arranca, como decíamos, de los efectos iniciales que la obra de Spinoza tiene en el contexto de la Ilustración europea. En ese marco, se configura la imagen tópica del Spinoza ateo,2 el maledictus, enemigo de la religión,3 del perro muerto, según la expresión habitual y que queda consolidada en el diccionario de Bayle.4 Estas primeras lecturas comparten precisamente la tendencia a no considerar el carácter nuclear de la ontología de Spinoza en su pensamiento político, la cual es, a su vez, inseparable de su Ética, que sin embargo no se conoce bien ni se atiende en su totalidad, más allá del hecho de que su concepto de divinidad es considerado ateo y su sistema panteísta. Los autores de esta tendencia se guían más por ese prejuicio de ateísmo, una especie de imagen tópica que se instala con fuerza a lo largo de las décadas finales del siglo XVII y se consolida claramente en el XVIII. En ese sentido, la figura de Spinoza como enemigo de la religión es a la vez la de un peligroso ateo y, en consecuencia, la recepción de su obra va asociada, a medida que avanza el proceso de Ilustración, con los pensadores antiilustrados, que luego pueden considerarse ya reaccionarios. Ese proceso encuentra su momento culminante en la llamada polémica del panteísmo (cf. Moreau 1996 419-420), que tiene lugar en Alemania en la década de los ochenta del siglo XVIII, y en la que intervienen importantísimas figuras del panorama filosófico como Mendelssohn, Kant o Jacobi; esta polémica todavía se prolonga en lo que se conoce como polémica del ateísmo, cuyo resultado fue la expulsión de Fichte de Jena. De algún modo, en esas décadas queda ya fijado el canon del papel atribuido a Spinoza tras la Revolución francesa.

Precisamente, la cuestión del ateísmo es la que mejor explica la lectura que podríamos llamar liberal de Spinoza, pues en una Europa cuyo mapa y configuración modernas fueron marcadas por las guerras de religión, la pregunta por el ateísmo o las interpretaciones de la divinidad se convierte también en un tema decisivo en el contexto de las luchas entre facciones y en la persecución de la libertad religiosa y de conciencia, que es uno de los motores de nuevas concepciones de la organización política que culmina en los Estados liberales. En ese sentido, Spinoza se convirtió en estandarte para combatir el Antiguo Régimen y el viejo criptospinozismo, que estuvo oculto y latente a lo largo del siglo XVIII y que afloró muy vinculado al pensamiento que genéricamente podemos llamar liberal (cf. Winkle 1988).5 En esta tradición, la atención sobre su obra se enfoca especialmente en su teoría del Estado, tal como se recoge en el Tratado teológico-político y en el Tratado político, y especialmente en su concepción democrática; a causa de este giro interpretativo, la teoría del Estado desarrollada por Spinoza se consolida como un paradigma del pensamiento liberal clásico. Esta segunda tradición, por lo demás heterogénea, técnicamente más poderosa y centrada en el núcleo del pensamiento estrictamente político del spinozismo que la primera, llega de hecho hasta nuestros días (cf. Smith 1979). Aunque, desde luego, el papel de la religión sigue siendo relevante en ella, este pasa a un segundo plano, precisamente al vincularse a la cuestión de la libertad de conciencia y al articularse con el pensamiento liberal. Los trabajos sobre ese "Spinoza liberal", cuyas raíces se hunden en el siglo XVIII, proliferan luego ya en un momento muy avanzado de desarrollo de los Estados liberales e incluso hasta su crisis; esta etapa se consolida definitivamente a partir de la existencia de una ciencia política constituida como tal y es posible gracias a la edición de la obra de Spinoza en los años veinte (1924) por parte de Gebhardt. Un ejemplo de extraordinaria importancia en este sentido es la aproximación crítica de Leo Strauss, quien, en el complejo contexto de la Alemania de los años veinte y pese a la profundidad y agudeza que le es habitual, separaba abiertamente la metafísica spinoziana contenida en la Ética -que considera una síntesis de lo moderno y lo premoderno, y en cierto modo conservadora, pues "intenta restablecer la concepción tradicional de la contemplación" (cf. 2007 345)- de su posición política, la del "primer filósofo que sería demócrata tanto como liberal" (id. 346).

Finalmente, la tercera tradición que queremos mencionar es la que podemos llamar marxista, que se articula, sobre todo, a partir de una interpretación materialista y que llega hasta fechas muy recientes, pues puede encontrarse reelaborada en obras como Imperio (Hardt & Negri 2000).6 Esta tradición, en donde la interpretación de la noción spinoziana de multitudo pretende tener un papel decisivo en la acción política, es de extraordinario vigor aún en nuestros días, y se caracteriza por desplazar el centro del pensamiento político de Spinoza de las concepciones liberales; no solo no considera ya centrales las cuestiones teológicas, como hacía la primera tradición, sino que prescinde también del rol primordial asignado al Estado como hace la segunda, si bien coincide con las otras dos al enfatizar, ahora apologéticamente y en un sentido revolucionario, esa imagen tópica de su condición de ateo materialista. Su objetivo es descubrir en Spinoza la posibilidad de revitalizar el marxismo y la tradición marxista, intentando alejarlo del hegelianismo, tal como propone ya Althusser: "nosotros hemos dado el rodeo por Spinoza para ver un poco más claro en el rodeo de Marx por Hegel" (195). Emblemática fue en ese sentido la obra de Toni Negri, La anomalía salvaje (1993),7 en la que sitúa el pensamiento político de Spinoza en el plano de la producción y en la posibilidad misma de pensar la revolución de las masas. Este pensamiento, tras las transformaciones y la crisis del marxismo, se ha reconvertido y, como decíamos, ha encontrado su núcleo sobre todo en la noción de multitudo.

Pero nuestro objetivo no es abordar aquí el desarrollo detallado de cada una de esas lecturas de Spinoza, ni tampoco hacer un recorrido por la historiografía en torno a él; si hemos mencionado estos aspectos, es solamente por reunirlos polémicamente en aquello que comparten más allá de sus aparentes distancias, en ocasiones insalvables.8 Lo que comparten, como enunciamos al comienzo, es precisamente una considerable desatención, a veces disimulada,9 de la Ética; es decir, nada menos que hacia lo que sin duda constituye las premisas tanto de su pensamiento teológico-político como aquel acerca del Estado, o en su caso, de la cuestión -en nuestra opinión extemporánea y artificiosamente implantada-, de un supuesto Spinoza revolucionario. En cierta medida, cabría afirmar que esa desconexión entre la Ética y los tratados políticos de Spinoza, en torno a la cual hemos agrupado de manera convencional cada una de las corrientes mencionadas, es característica de lecturas vinculadas a una concepción ideológica y contrasta abiertamente, entonces, con lecturas que podríamos llamar más neutras. Así, por ejemplo, la magnífica obra de Jonathan Israel es un notable y relativamente reciente ejemplo de este último tipo de lecturas. Precisamente, en la exposición de las diferencias entre Spinoza y Hobbes, con especial atención a la definición de libertad en cada uno de ellos -y por tanto en relación a la clave del pensamiento político de ambos-, Israel afirma:

La base fundamental del pensamiento político de Spinoza se encuentra expuesta de la manera más completa en la parte IV de la Ética, donde caracteriza la esclavitud mucho más como condición interna de la mente, o sumisión mental, que como resultado de constricciones externas. (2001 259)

Por el contrario, las tres tradiciones que se mencionaron no solo comparten una desatención o una consideración insuficiente de laÉtica, sino también el hecho de tener al Estado como referente fundamental de la cuestión política, si bien de maneras diversas. Para la primera tradición, la cuestión del Estado se vincula a la legitimidad de la teología como su fundamento, mientras que, para la segunda, la cuestión misma de la fundamentación del orden político moderno remite al Estado, y para la tercera, acorde con las pretensiones marxistas, apunta al desbordamiento del Estado mediante la apelación a una voluntad colectiva revolucionaria capaz de superarlo. De distintos modos, pues, el discurso en torno a lo político se ha articulado, en todas ellas, al Estado, ya sea críticamente o apologéticamente frente a Spinoza. Y aunque hay que reconocer que si bien en esas tres tradiciones la Ética no es del todo despreciable, lo cierto es que en ellas falta una articulación del pensamiento profundo de la Ética con la dimensión del Spinoza considerado político, que es justamente lo que proponemos aquí. A este respecto, cabe señalar que la Ética en la primera de las tradiciones está presente, pero el interés se centra sobre todo en la cuestión del ateísmo y el panteísmo, mientras que en la tradición materialista, en efecto, ha ido avanzando en una progresiva atención a la Ética o incluso una centralidad dada a la ontología allí contenida, pero siempre leída desde una posición política previa. En este sentido, se destacan por su valor interpretativo del conjunto de la obra de Spinoza así como por su profundidad, la obra de Balibar y la de Matheron. En todas ellas, en efecto, la Ética sí tiene un papel importante, pero siempre subordinada a una concepción política previa de los propios comentaristas que acaba por deformarla, pues se mantiene la idea de ver en Spinoza un precursor de Marx o en Marx un continuador de Spinoza, por tanto en la senda iniciada por Althusser.10

Spinoza y la nueva teoría política

Este elemento común que nos ha permitido agrupar las tres tradiciones se podría expresar también considerando, en los términos en los que lo hace el pensador español Javier Roiz, impulsor en el ámbito de habla hispana de la nueva teoría política, que estas aproximaciones tienen una dimensión gótica o que son aproximaciones al pensamiento spinozista desde lo gótico. Roiz utiliza el término para expresar un modo de acercarse a lo político que tendría, entre otros, los siguientes rasgos: la concepción de la vida como una guerra, la idea del conocimiento como poder, el énfasis en el Estado como principal elemento en torno al cual pensar lo político y, finalmente, la separación entre lo público y lo privado, separación que se considerara como ajena a lo político.11 Precisamente, sobre todo, estos dos últimos aspectos serán los que impiden una consideración adecuada y suficiente de la ética en la aproximación a la política de Spinoza. Pues, aunque en apariencia la obra de Spinoza se articula en torno a lo más característico de esa tradición que Javier Roiz llama gótica, al pensar el Estado moderno, al acudir a la geometría como ciencia máxima o al articular la ontología en torno a la noción de poder, lo cierto es que son muchos los aspectos esenciales en los que Spinoza se aparta de esa aproximación gótica, como trataremos de mostrar en lo que sigue. Spinoza vive en una época en la que, por seguir con la expresión de Javier Roiz, lo gótico se impone como tal, por lo que Spinoza se expresa en el lenguaje de la época, del mismo modo que expresa su pensamiento de forma geométrica, siguiendo las formas y las categorías que dominan el panorama del pensamiento europeo desde Descartes. De hecho, su pensamiento, más allá de esas apariencias y ropajes externos -que en parte son tributo a su tiempo y en parte son el modo más adecuado para apartarse de él- escapa en lo decisivo tanto de la prioridad dada al Estado y de la de la obsesión por el poder, como de la escisión entre lo público y lo privado y, evidentemente, también del supuesto predominio de lo racional y de la vigilancia mediante el principio de identidad,12 que sería otro de los rasgos mediante los que Javier Roiz caracteriza el pensamiento vigilante de lo que denomina el mundo gótico.

Para mostrar lo que afirmamos, proponemos entrar en la obra de Spinoza mediante un umbral de acceso que anula inmediatamente esa apariencia superficial, y que es también, además de su discrepancia fundamental frente al Descartes fundador de lo moderno, un elemento decisivo en su ontología y, por tanto, la premisa de su pensamiento político. Ese elemento se asienta precisa y directamente sobre la más profunda unidad pensable entre cuerpo y alma. La separación cartesiana entre alma y cuerpo es mucho más que la separación de la vieja tradición platónica que veía en el cuerpo una especie de vehículo del alma. En el caso de Descartes, esa interpretación se puede considerar, a su vez, como un síntoma y una expresión del gesto característicamente moderno, como la expresión del poder emergente del sujeto, que tendrá también sus efectos en la fundamentación de lo político. En efecto, la ontología cartesiana, que pasa por ser fundadora de la modernidad, lo es en el acto mismo de constituir la llamada subjetividad moderna como principio, y somete la naturaleza a la mera condición pasiva de una res extensa, subyugada ante el poder del pensamiento como res cogitans, que sería la versión cartesiana de la fórmula baconiana saber es poder y que somete las demás dimensiones de lo humano. Ciertamente, la metafísica cartesiana, una vez fundado el yo, atribuye la perfección al Dios garante que surge en su interior como una idea innata, cuya existencia demuestra mediante el argumento ontológico.13 Pero si, como ocurre en el empirismo, se asume esa instancia subjetiva como fundante, pero a la vez se cuestiona la validez de las ideas innatas y, por tanto, la posibilidad de alcanzar la existencia de un Dios garante de la existencia del mundo exterior, entonces la subjetividad es la única fuerza que permanece en el proceso secularizador.

Por ello, y a pesar de sus indudables diferencias con arreglo a los criterios que clasifican a los filósofos de la modernidad en empiristas y racionalistas, lo que cabría denominar como la matriz hobbesiana de lo político arranca precisamente de ese universo, de esa subjetividad que, una vez desprovista del Dios garante, queda ya plenamente secularizada. Pues en efecto, en una subjetividad sin Dios, como sería la del empirismo, la figura del yo moderno se aproximaría más la metáfora del genio maligno, que Descartes usa de modo pasajero para abandonarla después, una vez demostrada la veracidad de lo divino. Es sabido que el rasgo principal de esa figura tiene mucho que ver con el debate en torno al nominalismo y a la posibilidad de un Dios no sometido a las leyes de la lógica (cf. Descartes XXV-XXX), que sería la máxima expresión de la omnipotencia, aunque en el caso del genio maligno, carente de la perfección divina. En este sentido, Dieter Henrich interpreta la obra de Hobbes como el más señalado representante de la modernidad propiamente dicha, incluso por encima de Descartes, al considerar que su obra constituye la base antropológica de lo moderno, que consistiría en la dialéctica entre el peligro de la destrucción y la lucha por la conservación (cf. 1974 1). Creemos que cabe reconducir a esta estructura básica, a su vez, el concepto de omnipotencia usado por la nueva teoría política a partir de Voegelin.14 Y también, que esa dimensión apunta hacia lo que Strauss nos recuerda en el pensamiento político de Hobbes: el hombre justo y el hombre no justo compartirían eso que, desde la teoría política, interpretamos aquí como principio de omnipotencia, estrechamente vinculado a la falta de un principio moral objetivo; es decir, que comparten el querer adquirir todo y subyugar a todos por todos los medios y se diferencian solo en el motivo que les guía en cada caso: la preservación en el del hombre justo y la gloria en el del injusto (cf. Strauss 1963 18-23). Por lo demás, el propio Hobbes no solo atribuye la omnipotencia al Estado,15 sino que enseña que "la razón es impotente contra la pasión, pero puede volverse omnipotente si colabora con la pasión más poderosa" (Strauss 1953 201).

Es bien sabido que Spinoza, al apartarse de manera notoria de la separación cartesiana entre alma y cuerpo, determina un rasgo esencial del conjunto de su obra, un rasgo que en ocasiones se descuida al abordar su pensamiento político. A este respecto y al margen de otras consideraciones que no podemos abordar aquí y que caen fuera de nuestro foco de interés ahora, esa divergencia fundamental entre Spinoza y Descartes tiene dos consecuencias decisivas. En primer lugar, al negar la separación entre alma y cuerpo, niega la operación epistemológica mediante la que Descartes instala la escisión típicamente moderna. Toda la obra de Spinoza es en realidad un canto a la finitud, y en esa medida se distancia de la omnipotencia,16 que sería el fundamento del pensamiento político gótico, en los términos en los que lo describe Javier Roíz desde la teoría política. La correlación spinoziana entre cuerpo y alma, entre pensamiento y extensión, para expresarlo en el lenguaje cartesiano, desata la raíz vigilante del pensamiento cartesiano, encargado de controlar la extensión, que es el nombre vigilante y predador dado a partir de ahí a la naturaleza, en su obsesión constitutiva por someterla desde el pensamiento. El pensamiento deja de ser en Spinoza esa fuerza vigilante, cifra del poder, para pasar a ser un modo de expresión de los afectos, un modo de expresión de la finitud perfectamente equiparable a la del cuerpo. El problema político no es ya entonces, sin más, solamente el de organizar la propia supervivencia a partir de la confrontación de los deseos que constituyen amenazas recíprocas. El problema político en el planteamiento spinoziano no se queda en esa radical diferencia entre lo externo y lo interno, sino que la dimensión ontológica de los afectos se convierte también en el lugar teórico donde se expresa la unión profunda entre el cuerpo y el alma, entre lo interior y lo exterior; para Spinoza, el gobierno de lo uno no es posible sin el gobierno de lo otro, porque de hecho son lo mismo. El problema político es, a la vez, un problema ontológico y ético fundamental en Spinoza, que tendría que ver, según la hipótesis que proponemos, con lo que podríamos llamar el gobierno de los afectos.17 De manera que la cuestión del poder está ya situada inmediatamente en lo que Javier Roiz llama foro interno (2008 311 y ss.).

Spinoza frente a Hobbes

Es en esa reunión de lo ético, lo ontológico y lo político donde aparece la teoría del contrato de Spinoza, cuya diferencia fundamental respecto de la de Hobbes reside precisamente en lo que define el derecho de cada individuo.18 Donde Hobbes nos dice que en el estado de naturaleza cada individuo tiene derecho a todo lo que quiere (cf. 1994 106), Spinoza nos dice, en cambio, que tiene derecho a todo lo que puede (cf. TP II 4). Y en esa diferencia se juega todo. Porque si la cuestión del poder es la clave del pensamiento político, está claro que solo se puede resolver en un ámbito interno e independiente del contrato en el caso de Spinoza, mientras que en el caso de Hobbes esa cuestión se traslada únicamente al ámbito que llamaríamos externo, en el que se determina mediante el artificio del Estado. Lo que nos dice del ámbito interno en el capítulo XIV del Leviatán es que el individuo tiene el poder de usar de su derecho como quiera, y por tanto separa la cuestión del poder de la pregunta ética acerca de cómo ha de usar su deseo, es decir, del gobierno interior del individuo que es dejado a su suerte, dictada únicamente por su deseo. Obviamente no pretendemos afirmar con ello que no exista una ética en Hobbes, sino más bien que, en su pensamiento ético, el límite al deseo y al egoísmo solo viene dado por el temor y la amenaza, respecto de los cuales la respuesta racional sería precisamente el contrato. Por lo demás, aunque en Spinoza hay también un principio egoísta basado en el deseo y en la utilidad (cf. E II P18, esc.), el momento racional que orienta el deseo no se basa únicamente en el miedo19 ni se reduce solo al momento contractual, sino que se articula en el ámbito de la ética y es, de hecho, lo que da sentido a la ética misma. De ahí se sigue una definición muy diferente de la felicidad para ambos, pues mientras para Hobbes consiste en "un continuo progresar de los deseos de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para lograr otro ulterior" (Hobbes 1994 79), para Spinoza la felicidad se articula en el cultivo del afecto de la alegría y en lo que llama el tercer grado de conocimiento, a cuyo logro está dedicada la Ética. De ahí que, aunque parta, como Hobbes, del deseo, la definición del estado de naturaleza en Spinoza, para quien el individuo tiene derecho a aquello que puede, contenga implícita en esa noción de poder toda su metafísica, que, como sabemos, es también una ética, es decir, una teoría del gobierno interior del sujeto y en el que el adecuado gobierno de los afectos determina que la máxima potencia se dé solo allí donde el sujeto se reconoce limitado en su propio poder. Otra cosa es que el Estado, como agrupación de la multitud, permita ampliar ese poder frente a la naturaleza y, a la vez, proteger y preservar el poder, empezando por el de conservación del individuo frente a otros (cf. Spinoza TP II 15). Pero sin esa metafísica, la diferencia entre el querer y el poder hubiera sido irrelevante, y las cosas serían entonces como en Hobbes, para quien en principio poder y querer se identifican inicialmente. En Hobbes rige la omnipotencia, considerada en el sentido mencionado, y es ella la que obliga al contrato mediante el que finalmente la transfiere al Estado. Por ello, en el estado de naturaleza, deseo y poder se pueden considerar como intercambiables. En Spinoza, el contrato, aunque un momento esencial, no es el todo de lo político, sino que en su propia constitución como contrato juega ya una dimensión ética,20 lo que Deleuze llama la organización de los encuentros (cf. 1996 253).

En ese sentido, la tradición que se relaciona con Hobbes estaría errada en su lectura de Spinoza o tendría una comprensión incompleta de él; en ella sería preciso incluir a Hegel (cf. Leo Strauss 1963 122), por consiguiente también a la tradición supuestamente marxista e incluso aquellas que, como la de Althusser, pretende descubrir un marxismo no hegeliano. En el caso de Hegel, porque su lectura de la modernidad reproduce, en la versión de la dialéctica entre señorío y servidumbre, la misma comprensión de la vida entendida como guerra de todos contra todos. En cuanto a los supuestos marxismos no hegelianos, porque su visión sigue estructurada en términos de lucha de clases revolucionaria, y entonces permanece a pesar de todo en el hegelianismo, pero ahora no tanto por su matriz de ortodoxia, supuestamente dialéctica en estrictos términos de Hegel, sino por aquello que en él es hobbesiano (y en consecuencia, ambos góticos, en los términos de Javier Roiz). Es decir, por su característica obsesión con arreglo a la cual la vida es guerra permanente. Este rasgo es más notorio y visible en Hobbes, pero es igualmente característico en Hegel, y no solo porque la dialéctica del amo y el esclavo sea su verdadero mito, como indirectamente afirmaba Strauss, sino porque tal vez tenga razón Voegelin al afirmar que el sistema hegeliano es en realidad un edificio mágico guiado por la obsesión en torno al poder (cf. 2010).

Poder, deseo y producción en Spinoza

Pero además de su importancia en cuanto a las diferencias entre Hobbes y Spinoza, la cuestión de las relaciones de poder y deseo es también decisiva para deslindar aquellas interpretaciones de Spinoza que sí toman en cuenta su ontología y su ética como política, pero que, a pesar de ello, acaban cayendo en la misma tendencia con arreglo a la cual la filosofía de Spinoza queda subsumida en lo que Javier Roiz llama el pensamiento gótico. Este sería el caso, desde luego, de algunas de las obras que ya hemos mencionado como pertenecientes a la tradición marxista francesa (Balibar; Matheron), y también de una de las interpretaciones de Spinoza que más impacto ha tenido en las últimas décadas, que en principio es ajena tanto a la tradición llamada reaccionaria, como a la liberal y a la marxista. Me refiero a la lectura que Gilles Deleuze propone de Spinoza. Precisamente en su primera aproximación a Spinoza, traducida al español como Spinoza y el problema de la expresión, se ocupa Deleuze directamente de la definición del derecho en Spinoza y la pone, como es habitual, en relación con Hobbes, en quien nos dice que se inspira (cf. 250). Señala a este respecto las cuatro tesis fundamentales que en ese ámbito habría formulado Hobbes contra la teología natural, que sería la deuda de Spinoza con Hobbes, y acepta entonces la identificación entre deseo y poder en ambos como lo propio del estado de naturaleza. Ciertamente, una vez señalada esa deuda, Deleuze se centra en lo que llama la diferencia ética, territorio que sería ya exclusivo y propio de Spinoza y el verdadero fundamento del contrato en Spinoza: el modo de organizar los encuentros entre individuos a fin de obtener la mayor utilidad (cf. Deleuze 253). Pero en ese minucioso análisis de Deleuze no se cuestiona esa equivalencia entre deseo y poder, es decir, la equiparación entre las definiciones que tanto de Hobbes como Spinoza dan de la noción de derecho en el estado de naturaleza.

Tal vez una posible interpretación de esta lectura de Deleuze se ilumine precisamente desde su tesis general acerca del deseo, una de las nociones clave de su pensamiento y de su propuesta política, a partir de la cual polemiza con la tradición que llega hasta Freud y Lacan. Para Deleuze, esa tradición entiende el deseo como carencia, frente a lo cual él postula, en cambio, una aproximación que lo entiende como producción (cf. Deleuze & Guattari 31), en lo que coincide, por cierto, con la lectura de Negri, para quien la anomalía de Spinoza estaría precisamente en haber construido una ontología desde el punto de vista de la producción (cf. 1993 367). En ese sentido, el deseo debe considerarse lo mismo que poder y posibilidad. Al eliminar esa dimensión carente del deseo, este y el poder vienen a ser lo mismo, entendidos como producción. Aunque hay otros aspectos en esa definición deleuziana, la cuestión de la carencia es especialmente relevante, pues a partir de ella es posible establecer la equivalencia entre deseo y poder o, lo que es lo mismo, entre Hobbes y Spinoza respecto de la definición del derecho anterior al contrato.

El problema de las relaciones entre derecho, poder y deseo en Spinoza está lejos de estar resuelto en la dirección de una identidad, como ocurre en Hobbes entre deseo y derecho. La situación de las dificultades que genera la fluctuación de Spinoza en el uso de los términos se complica con su rechazo de la teleología y de las causas finales y con su afirmación del carácter necesario de la realidad. Porque, en efecto, desde ahí parece imposible comprender las acciones a partir del modelo de las teorías de la acción racional, que presuponen siempre la acción con arreglo a fines.21 En efecto, ese rechazo de las causas finales dificulta enormemente la comprensión de la acción humana y puede inducir además a interpretar que el mero deseo implica la ejecución. La clave del problema está en interpretar lo enunciado en las proposiciones 6 a la 12 de la parte III de la Ética, en particular la definición del conatus, en relación con las otras partes, especialmente la I, la IV y la V; así mismo, con las obras políticas, especialmente con el Tratado político. Planteado en términos generales, no hay duda de que esa equiparación entre poder y deseo es absoluta en Dios. Pero no está tan claro que sea así en los modos finitos pensantes que son los humanos, en los que, precisamente, puede aumentar o disminuir en función del conocimiento adecuado o inadecuado, razón por la cual en ellos ese deseo se llama conatus y se define entonces como esfuerzo, mientras que el poder, en el modo finito, no es sin más el mero esfuerzo, sino el esfuerzo entendido a la vez como acción y virtud mediante el conocimiento adecuado. En la Ética IV 20 dem., después de definir una vez más el esfuerzo como esencia del alma humana, acorde, por tanto, una vez más con la definición contenida en la Proposición 9 de la parte III, Spinoza establece una diferencia clave entre el esfuerzo y la consecución del mismo: "cuanto más se esfuerza cada cual por conservar su ser, y cuanto más lo consigue, tanto más dotado de virtud está". De este modo, el deseo, como esencia humana, se desdobla en función del conocimiento adecuado o inadecuado, en poder o impotencia. O por decirlo de otro modo, el esfuerzo de cada cual por perseverar en su ser puede triunfar o frustrarse en función del conocimiento adecuado o inadecuado y generar entonces mayor o menor potencia, es decir, mayor o menor perfección. El apetito o deseo, es decir, el esfuerzo por perseverar en el ser, acompañado de un conocimiento inadecuado, genera impotencia. Como señala Eugenio Fernández, el deseo se desdobla en acción y pasión, de manera que el esfuerzo más operativo es el conocimiento adecuado (cf. 1992 150). Ese esfuerzo operativo lo llama Spinoza poder en la parte V de la Ética, y es distinto entonces del simple deseo. En efecto, esa aparente equiparación entre poder y deseo queda definitivamente aclarada, y con ello, la diferencia entre el conatus y el poder del alma, al que Spinoza llama libertad, cuando en la parte V de la Ética, bajo el título general del poder del entendimiento, pretende mostrar "cuanto más poderoso es el sabio que el ignaro". Si tenemos en cuenta que en la Ética III 9 dem. ha equiparado al sabio y al ignorante, en cuanto al conatus, es evidente que desde esa definición del poder no cabe tal identidad simple entre esfuerzo y poder. Por lo demás, y en plena coherencia con ello, en TP II 11 afirma:

Más aún, dado que el poder humano debe ser valorado, no tanto por la robustez del cuerpo cuanto por la fortaleza del alma, se sigue que son autónomos en sumo grado quienes poseen el grado máximo de inteligencia y más se guían por ella. Por eso mismo llamo libre, sin restricción alguna, al hombre en cuanto se guía por la razón; porque, en cuanto así lo hace, es determinado a obrar por causas que pueden ser adecuadamente comprendidas por su sola naturaleza, aunque estas le determinen necesariamente a obrar. Pues la libertad (como hemos mostrado en el §7 de este capítulo) no suprime, sino que presupone la necesidad de actuar.

En este contexto, puede ser iluminadora una distinción presente en Spinoza y ajena a la obra de Hobbes, que Toni Negri ha enfatizado en provecho de su lectura política de Spinoza (cf. 1993; 2000). Se trata de la diferencia entre las nociones la potentia y potestas y de su interacción. La potestas haría referencia a la capacidad de hacer o no hacer a partir de la potencia, y por tanto, en el ámbito humano, inevitablemente también a la incapacidad. Solo en sentido figurado se la puede aplicar a Dios, en cuya potencia infinita no cabe pensar una incapacidad. De hecho, Spinoza la usa referida a Dios para denunciar concepciones antropoformizantes de la divinidad (cf. E I 3, esc.). La potencia en cambio es una noción ontológica, aplicable con propiedad tanto a Dios como a los modos finitos, es decir, que define tanto la esencia infinita de Dios como la esencia finita del alma humana. Una diferencia fundamental entre ambas es que la potencia, aunque admite grados cuantitativos como capacidad de obrar, no se puede dejar de poseer porque es la esencia misma de lo humano (cf. E IV 20, esc.), pero no así la capacidad de actuar y producir a partir de esa potencia, es decir, de vivir conforme a la razón, si bien en virtud de ella determina una mayor o menor potencia. En general, cuando aparece el término potestas en la Ética tiene casi invariablemente ese sentido de capacidad de hacer o no hacer, a diferencia de la potencia. Así, por ejemplo, en la Ética IV 33, esc., habla de la potestad humana de conocer a Dios y de gozar del supremo bien, y es obvio que el hombre puede o no hacerlo, y de hecho tanto la Ética misma, como las obras políticas, parten de la premisa de que los hombres no viven siempre conforme a la razón. Por lo mismo, en E V 10 dem., afirma: "tenemos la potestad de ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden del entendimiento". También, en el capítulo 32 del Apéndice de la parte IV aparecen mencionadas ambas nociones, en un contexto en el que la potestad humana, en cuanto limitada como capacidad, aparece a su vez como derivada de la finitud propia de la potencia humana: "la potencia humana es sumamente limitada, [...] por ello no tenemos potestad absoluta de amoldar las cosa exteriores a nuestra conveniencia". En distintos lugares del Tratado político se vincula de nuevo y directamente el término a la capacidad de hacer y al uso de la razón (cf. TP II 6; TP II 8). Ahí, de hecho, el término potestas aparece una vez más junto al de conatus, ambos claramente diferenciados entre sí y respecto de la potencia: "Concluimos, pues, que no está en potestad de cualquier hombre usar siempre de la razón ni hallarse en la cumbre de la libertad humana, y que, no obstante, cada uno se esfuerza siempre cuanto puede en conservar su ser" (TP II 8). Pero justamente una capacidad de hacer o no hacer es lo que se llama derecho en el plano jurídico, y de ahí que sea el término potestad y no el de potencia o poder el que emplee Spinoza, tanto en la Ética (cf. E IV 37 esc. 2) como en las obras políticas, para designar la capacidad de legislar y el poder político, cuya expresión máxima es la de Supremas Potestades. Coherente con todo ello, Spinoza afirma:

[A]sí como en el estado natural (por el § 11 del capítulo anterior) el hombre más poderoso es aquel que se guía por la razón, así también es más poderosa y más autónoma aquella sociedad que es fundada y regida por la razón. Pues el derecho de la sociedad se determina por el poder de la multitud que se rige como por una sola mente. Ahora bien, esta unión mental no podría ser concebida, por motivo alguno, sino porque la sociedad busca, ante todo, aquello que la sana razón enseña ser útil a todos los hombres. (TP III 7)

A partir de ahí, la definición spinoziana del derecho relativa al estado de naturaleza, con arreglo a la cual "tienen derecho a tanto cuanto pueden", ha de entenderse entonces bajo la presuposición de que ya existe una coordinación entre ética y política, es decir, entre potencia y potestas, en los términos que hemos señalado. Por el contrario, la definición de Hobbes, al faltar la dimensión ontológica de potencia y su dimensión ética, vinculada en Spinoza al conocimiento adecuado, únicamente puede combinar la idea de conatus, entendido como puro deseo de autoconservación, y la de potestas, entendida como derecho. De ahí que su formulación sea distinta: tienen derecho a todo cuanto quieren. El poder al que se refiere Spinoza no es ya entonces el poder ilimitado de una potestas descoordinada de la potentia, no es el conatus entendido como desconectado de la condición finita de su titular, como lo sería en Hobbes, quien, a pesar de ser consciente de la finitud humana, reconoce que el deseo en el estado de naturaleza da derecho a todas las cosas (cf. Hobbes 1994 106). Todo el sistema de la Ética debe ser incorporado ahí como una teoría del gobierno interior que ilumina la teoría del contrato y el pensamiento político de Spinoza. La ciencia y el aparente rigor geométrico con el que Spinoza presenta su obra dejan su lugar a un concepto de la razón, cuyo sentido es en realidad la constante capacidad de reconocer los límites, de articular los recuerdos a fin de evitar las ideas inadecuadas que los acompañan, de gestionar el fondo de imágenes que entretejen la vida afectiva (cf. E III 12). A su vez, es esta sede de la vida política en el foro interno, lo que deja abierto un amplio terreno para la retórica interpretada en los términos en que la recupera Javier Roiz a partir de las mejores tradiciones mediterráneas, de las que, por lo demás, procede el propio Spinoza.

Pues bien, por volver ya al hilo principal de nuestra argumentación, creemos que esas diferencias no son tenidas en cuenta por Deleuze al transferir la producción de la sustancia infinita al conatus del modo finito, al que se le aplica una abstracción desconectada de esa condición finita que define al modo. Efectivamente, en las definiciones de Dios, poder y deseo, de potestas y potencia, se identifican en su condición infinita,22 pero no así en la definición del ser del modo finito, pues el poder al que se refiere Spinoza en relación con el modo finito es otro bien distinto y se define como resultado de su Ética, mediante el complejo juego de la combinatoria de los afectos: es el deseo afectado propio del modo finito que es cada cual, es decir, del individuo. Teniendo en cuenta que Dios, como sustancia única, esa una potencia infinita y es su misma esencia (cf. E I 11 esc.; E I prop. 34); en Dios se daría, en efecto, esa coincidencia entre potestas y potencia, pues al ser ambos infinitos en Dios, que es la totalidad y la sustancia única, no cabe pensar incapacidad ni carencia alguna, y es ahí donde la producción resulta pensable. Ahora bien, precisamente porque la esencia de Dios es potencia infinita y porque en él coinciden potencia y potestas, no cabe hablar propiamente de conatus para referirse a Dios. Definido el conatus como el esfuerzo por perseverar en el ser y a la vez como esencia (cf. E III prop. 7), lo es solo del modo finito, pues solo él ve amenazada su existencia y no cabe predicar tal cosa en Dios, que existe eterna y necesariamente y se expresa de infinitos modos. Ahora bien, en la medida en que el conatus, como esencia del modo finito, es expresión de la esencia infinita de Dios, es también una parte de la potencia infinita de Dios (cf. E IV 4 dem.) y, en esa medida, es afirmación y potencia. Pero a la vez, en tanto que parte, es negación (cf. id. I 8 esc. 1). Esa doble dimensión convierte al conatus en una tensión constante entre su condición finita y la condición infinita de la que participa, a la que expresa como potencia y de la que tiene conciencia (cf. E II 23). El conatus se puede definir como esa tensión. El esfuerzo es el deseo humano, que define al conatus; por ello, cabe considerarlo a la vez como el poder que, en efecto, es y como la impotencia en tanto que no es. Es decir, precisamente las dos dimensiones de las que dan cuenta respectivamente las partes IV y V de la Ética. En la medida en que tiene ideas adecuadas, el conatus tiene éxito en su condición de potencia, se reconoce en la potencia que es y aumenta su poder; en la medida en que las tiene inadecuadas, ignora su propia condición de potencia y disminuye su propio poder.

Pero esa tensión no cabe aplicarla a la sustancia infinita. Y por ello, en efecto, no cabe considerar el deseo infinito en términos de carencia; solo es posible entenderlo, como hace Deleuze, como producción. Poder, deseo, potencia y producción son indistinguibles en Dios. Y sin embargo, para Deleuze, el modelo de la producción sigue siendo el modelo para el deseo humano entendido como conatus. La clave de esa lectura deleuziana está precisamente en el modo de entender la potencia. Deleuze estructura las diferencias entre potencia e impotencia, que hemos tratado de explicar mediante los distintos sentidos de deseo, potestas, conatus, poder y potencia, remitiendo todas ellas a una sola noción de potencia, que se identifica con el conatus y con el deseo y también con el poder: la capacidad o poder, "aptitudo o potestas" de ser afectada (cf. 87), que en el caso de Dios es infinita, y en el caso de los modos, finita. La única diferencia que establece Deleuze está en el hecho de que esa capacidad de ser afectado lo es siempre de afecciones activas en Dios, mientras que en el modo finito humano puede ser activa o pasiva, desdoblándose así respectivamente en incrementos o disminuciones de la potencia de obrar en función de las pasiones. A partir de ahí, Deleuze concluye una nueva tríada que "significa la necesidad, para esta substancia existente, de producir una infinidad de cosas. Y no se contenta con hacernos pasar a los modos, se aplica o se comunica a ellos" (89). De este modo, el conatus, es decir, el deseo humano, conserva, en efecto, la apariencia de ser idéntico al poder, y resulta explicable como producción. Ahora bien, la definición de la potencia como capacidad de ser afectado resulta problemática cuando se aplica a la definición del deseo como producción, que es el objetivo de Deleuze. Porque si bien se puede afirmar que en Dios esa capacidad de ser afectado lo sería infinitamente, en cuanto que produce infinitamente las afecciones como modos, en el caso de los seres finitos, al ser modos, las afecciones que reciben no son nunca su producción, sino que son por definición externas a los modos y por ello, propiamente, ni siquiera son afecciones, al menos en el sentido en que los modos y los atributos lo son de la sustancia. En efecto, las afecciones definidas, en ese sentido, como producciones, lo son únicamente respecto de algo que puede ser causa de ellas (cf. E I def. 1), es decir, respecto de la sustancia. O, como dice el mismo Deleuze, la producción propiamente dicha se da desde el punto de vista de la natura naturans, cuyo equivalente desde el punto de vista de la natura naturata sería entonces la expresión (cf. 91). Por esa razón, la potencia productiva es en realidad la que viene determinada por aquel conatus activo, es decir, aquel en el que el modo finito humano se aproxima a la condición de causa de sus propias afecciones, lo que ocurre mediante un conocimiento adecuado en el que aparece como causa de las mismas (cf. E III def. 1). Por tanto, una vez más el conatus aparece desdoblado, de manera que el deseo, en efecto, se acerca al modelo de producción en las afecciones activas, cuando se acompaña de conocimiento adecuado conforme al tercer grado de conocimiento, pero no en las pasivas, cuando falta ese conocimiento adecuado, sin que eso exija entonces interpretar la falta o la carencia como algo positivo desde el punto de vista de Dios. De hecho, a esa falta, que se da en el seno del conatus pasivo se le puede aplicar, por analogía, la misma explicación que Spinoza da del mal, del que se ocupa en las cartas XIX y XX. Así, en la carta XIX, afirma Spinoza: "Ahora bien, es cierto que la privación no es algo positivo, sino que solo se denomina tal respecto a nuestro entendimiento y no respecto al entendimiento de Dios" (1988a 169). Es decir, no hay tal carencia para la sustancia, sino que es vivida como tal en la imaginación del modo finito pensante, es decir, "respecto a nuestro entendimiento y no respecto del entendimiento de Dios".23

La misma conclusión se obtiene si observamos el modelo de producción desde el punto de vista de la noción de causa sui, puesto que la definición de producción solo cabe atribuirla a la causa, y de manera eminente a la causa sui. Deleuze se pregunta al comienzo del capítulo VI de Spinoza y el problema de la expresión: "¿por qué Dios produce?" (91). Y la respuesta la da él mismo al afirmar que está vinculada a su condición de causa sui (cf. id. 97), que a su vez Deleuze expresa como univocidad. Y él mismo explica que desde esa univocidad entendida como causa sui, que lo es a su vez de la producción, se hace imposible la idea de un Dios con entendimiento y voluntad. Ahora bien, la noción de deseo como producción, que tan brillantemente explica Deleuze y que es irreprochable en la medida en que permanezca circunscrita al ámbito de la infinitud, no puede trasladarse a la noción de deseo humano. Y sin embargo, es de esta última de la que se ocupa el psicoanálisis, tanto en Freud como en Lacan, y a cuyo concepto de carencia trata Deleuze de responder con la noción de deseo como producción. Por tanto, en ese ámbito del modo finito, hay que considerar la noción de deseo, la de producción y la de carencia, y si bien es cierto que tanto en Dios como en el individuo humano la potencia es la esencia misma, lo cierto es que, por definición, el individuo no puede todo, aunque pueda imaginar que sí lo puede, como hemos visto que de hecho hace el individuo hobbesiano, que "lo quiere todo y por todos los medios".24 De hecho, se puede afirmar que, paradójicamente, para Spinoza puede más aquel humano que reconoce la condición finita de su propio deseo, pues tiene un conocimiento más adecuado que el que cree que puede alcanzar todas las cosas que imagina, pues "el alma está tanto más sujeta a tantas más pasiones cuantas más ideas inadecuadas tiene" (E III 1 cor.) Y la más inadecuada de todas sería precisamente aquella en la que el modo no quisiera reconocerse como tal y pretendiera adecuar su esencia deseante a la de la sustancia, a la de Dios, pues carecería de la idea adecuada de la máxima potencia y de su relación con ella. Podría decirse, entonces, que esa distancia entre poder y deseo se establece precisamente entre la teoría de Hobbes y la de Spinoza, en lo que respecta al derecho. En definitiva, al trasladar al deseo humano el modelo de producción del deseo divino, Deleuze asume de modo subrepticio el modelo de la omnipotencia y cae de lleno en la definición de lo gótico descrita por Javier Roiz.

Modernidad e inmanencia

Para terminar, quedaría, sin embargo, un aspecto por considerar en ese diálogo con los postulados de la nueva teoría política representada por la obra de Javier Roiz, desde cuyo marco teórico se propone la presente lectura de la obra de Spinoza. La inmanencia es el problema al que nos referimos y que, en todo caso, solo podemos por ahora dejar aquí indicado, puesto que requiere de un análisis más detenido. Dos de los autores que aparecen en la reconstrucción que se viene haciendo de la teoría política y que constituyen además referencias de una teoría política que fuera capaz de no caer en las trampas del concepto gótico de la política son Strauss y Voegelin. Ambos coinciden precisamente en criticar la ciencia política moderna por su instalación en la inmanencia, algo que constituye uno de los temas explícitos de la crítica de Strauss a Spinoza como autor típicamente moderno y tal vez su principal crítica al judío de Ámsterdam (cf. Ferreira 2010; Visentin 2001). A su vez, para Voegelin lo más relevante del pensamiento político moderno, en términos de omnipotencia, se vincularía precisamente con el acto de abandonar ese plano de transcendencia (2004), y al hacerlo, habría hecho descender la omnipotencia desde el locus transcendente que él habría asignado a la tradición judía (cf. Roiz 2008 158-59).

Más allá del hecho nada despreciable de que el propio Spinoza es parte de esa tradición judía, de que haya sido expulsado de la sinagoga y de que además pertenezca a la tradición española -entre otros lugares de origen, se baraja el municipio burgalés de Espinosa de los Monteros (cf. Domínguez 1994 12)-,25 la cuestión de la inmanencia parece, en efecto, uno de los rasgos determinantes y más llamativos de su pensamiento, y es con seguridad el que le ha granjeado la condición de maledictus, a la que me refería más arriba. Sin embargo, planteada en términos de la teoría política, es decir, más allá de los sistemas de creencias o de los intereses concretos, la cuestión posee en Spinoza una peculiaridad. Funcionalmente, al menos, creemos que es posible pensar que el pensamiento de la inmanencia de Spinoza, tal como está presentado en su sistema, es perfectamente capaz de asumir el mismo rol que le asignaba Voegelin a la transcendencia en la tradición judía, a saber, el de excluir la omnipotencia del universo político humano. La definición de Dios y de causa sui, y la de sustancia, que abren la Ética constituyen, en efecto, las premisas de una concepción inmanente, y en ese sentido, opuesta al cristianismo y al judaísmo. Sin embargo, y esto es lo importante, no avalan un pensamiento de la omnipotencia. De hecho, el sistema de Spinoza es el único que, sin acudir a un Dios transcendente en el seno de la modernidad, a diferencia, por ejemplo, de Leibniz, es capaz de pensar la finitud del sujeto, una especie de paradójica transcendencia inmanente, en la medida en que la omnipotencia está alojada únicamente en la totalidad y no en los modos, como hemos visto. En realidad, el poder del que hablábamos más arriba como opuesto al deseo -o más bien como distinto al deseo, de un modo finito, de un individuo- encuentra su máxima expresión cuando, actualizando lo que Spinoza llama amor intelectual a Dios, el individuo se reconoce como parte de esa totalidad y participa de ella. O dicho de otra manera, el máximo de poder y, por tanto, de alegría que un individuo puede alcanzar se da precisamente reconociendo su limitación. Por el contrario, la máxima tristeza y el mínimo de poder que un individuo puede alcanzar se daría precisamente allí donde el individuo tendría una idea inadecuada de sí mismo, donde quisiera suplantar el todo y por tanto sería incapaz de reconocer esa totalidad y de reconocer su propio límite: el pensamiento de la omnipotencia es ya en Spinoza el pensamiento de la máxima impotencia. En ese sentido la concepción de idolatría, propia de lo gótico, está dada precisamente en todas aquellas representaciones que en el mundo moderno y contemporáneo acostumbran al ciudadano a pensarse a sí mismo como omnipotente, que lo apartan entonces de ese gobierno del foro interno, en cuyo interior se introducen representaciones mediante las que el poder se articula desbaratando la vida del ciudadano, representaciones que, desde luego, encajarían bien en el viejo concepto de ideología o en lo que, en el apéndice de la primera parte de la Ética, Spinoza denomina asilo de ignorancia.


* El presente artículo forma parte del proyecto FFI2010-15578 FISO "Los primeros pasos de laicismo: Spinoza y Bayle", dirigido por Marta García Alonso (UNED - España).

1 Distintos análisis en lengua española en torno a esas relaciones entre ética y política pueden encontrarse en la obra colectiva El gobierno de los afectos en Baruj Spinoza, editada por Eugenio Fernández y María Luisa de la Cámara (2007). En particular, en las contribuciones de Javier Peña, P.-F. Moreau, Diogo Pires Aurélio, Luciano Espinosa o J.M Blanco Echauri. Igualmente, se ocupan de esa temática algunos de los trabajos contenidos en Spinoza's Ethics. A collective Commentary, editado por Hampe, Renz y Schnepf (2011), en particular atañe directamente a la cuestión también el trabajo de P.-F. Moreau, así como el de Wahlter Manfred y el de Thomas Cook, dedicado a la noción de conatus.

2 En la carta 42 de la Correspondencia, de 1671, que Spinoza recibe indirectamente, hay una clara acusación de ateísmo a la que responde en estos términos (cf. 1988a 271 y ss.): "¿Acaso, me pregunto, vacía de contenido toda religión aquel que afirma que hay que conocer a Dios como el sumo bien y que hay que amarlo, como tal, con libertad de espíritu; que en esto solo consiste nuestra suma felicidad y nuestra suma libertad; que, además, el premio de la virtud es la virtud misma y que el castigo de la necedad y de la impotencia es la misma necedad; y, finalmente, que cada uno debe amar a su prójimo y obedecer los mandatos de la suprema autoridad?" (id. 287).

3 Sobre esa recepción hay mucha literatura. Entre otras obras, además de las ya clásicas de Hermann Timm (1974) y Silvain Zac (1989), puede encontrarse una muy buena visión panorámica en español en Jimena Solé (2011).

4 Pierre Bayle, a través del artículo más largo de su Diccionario Histórico y Crítico de 1697, de enorme difusión en la Europa ilustrada, consolidó una inmensa influencia frente al pensamiento de Spinoza.

5 Una obra que reúne en sus análisis todos estos aspectos es la de Smith (1997). Allí se afirma, por ejemplo, que: "Spinoza did not use the term 'liberal' to describe his system of politics [...] But if to be a liberal means to have a lively sense of the autonomy and dignity of the individual [...] then Spinoza can be described as a liberal" (XIV).

6 En la tercera parte de esta obra se articula, a partir de la noción de multitudo, la condición de posibilidad de una acción que evoca el viejo discurso revolucionario en la era posterior a la Guerra Fría y en lo que durante un tiempo se llamó nuevo orden mundial coetáneo del proceso globalizador.

7 Precisamente, una de las críticas que se le hizo a esa obra es la misma que hemos mencionado nosotros al comienzo, como nota común a la mayor parte de las aproximaciones al pensamiento político de Spinoza, a saber, no tener en consideración de manera suficiente y adecuada la Ética. Ante la crítica que a ese respecto recibió de Étienne Balibar, con el que por lo demás compartía la concepción marxista, años más tarde Negri responde en otra obra sobre Spinoza, en la que, admitiendo parcialmente esa deficiencia, sin embargo se ratifica en su proyecto de lectura, en el que hace del concepto de multitudo la noción nuclear de su lectura de Spinoza. (cf. 2000 72).

8 Aunque no siempre lo son. Llama la atención, por ejemplo, que Negri argumente la supuesta desconexión entre la Ética y el pensamiento político en Spinoza de manera análoga a como lo hace Leo Strauss, pues ambos autores coinciden en la consideración de la metafísica de Spinoza como neoplatónica (cf. Strauss 2007 346; Negri 1993 48).

9 Es el caso de Negri, que explicita su pretensión de hacer una lectura política de la metafísica de Spinoza, pero que se trata de un desideratum cuyas expectativas en parte quedan distorsionadas, pese a los brillantes análisis incluso de la dimensión ética de lo político, precisamente porque su lectura metafísica depende de una concepción supuestamente marxista previa, que deforma y fuerza el pensamiento de Spinoza y convierte a su metafísica en una realidad al servicio de esas nociones políticas previas.

10 Muy reveladora a este respecto es la entrevista realizada por Laurent Bove y Pierre-François Moreau, el gran especialista francés sobre Spinoza, a Alexandre Matheron, donde este llega a afirmar, en relación con una de las piezas claves de la Ética, el tercer grado de conocimiento, o amor intelectual a Dios, que este es el modelo de la vida militante (cf. Matheron 2000).

11 Resumo de este modo, sin pretensiones de exhaustividad, algunas de las principales nociones, especialmente aplicables a nuestro análisis aquí, de lo que el lector puede encontrar en al obra de Javier Roiz, entre otros lugares en El experimento moderno (1992), El gen democrático (1996) y en Sociedad vigilante y mundo judío en la concepción del Estado (2008).

12 "Por primera vez la teoría política actual se rebela contra dos imposiciones dictatoriales que han mantenido su predominio desde el siglo trece. Una es la ya mencionada despolitización del gobierno de cada uno y otra es la afirmación axiomática del principio de identidad. Esto quiere decir que una cosa o es A o no es A; y que algo está aquí o allí; pero que ni se puede ser dos cosas al mismo tiempo ni estar en dos sitios a la vez. La teoría política del siglo veintiuno empieza a comprender que estos principios, que solo son vigentes para el estado de vigilia del ser humano, han sido extendidos universalmente a una sociedad vigilante" (Roiz 2009 9).

13 Un argumento del que también se sirve Spinoza, pero desde una aproximación metodológica discrepante de la cartesiana, de la que se derivará que ese Dios se configure finalmente como Deus sive Natura. Esa discrepancia metodológica fundamental con Descartes está explicitada ya con claridad en el Tratado de la reforma del entendimiento, en el que desecha tanto la duda como el yo cartesiano. Para Spinoza, el punto de partida no puede ser el cogito, sino la idea misma de Dios, lo que determina una diferencia esencial respecto del Dios cartesiano, e impide la característica escisión cartesiana entre sujeto-objeto (cf. 1988b § 34).

14 En distintas obras, Voegelin centra su análisis de la nueva teoría política en su propuesta de que el mundo moderno habría trasladado el pensamiento de la omnipotencia que el mundo judío había situado en la divinidad, lo que llama el locus divino, al universo político humano. Combinando esa idea con la de del rechazo moderno de la inmanencia, Voegelin intenta desarrollar una nueva ciencia de la política, título de su principal obra en este campo. En la medida en que el presente texto intenta situar a Spinoza en el marco de esa nueva teoría política y señalar su posible papel en ella, se hará un uso de esa noción de omnipotencia en relación al pensamiento de Spinoza y de manera polémica con el planteamiento de Voegelin y los teóricos de esa nueva teoría política. Un panorama ordenado al respecto, con un detallado análisis de las obras del propio Voegelin, Strauss, Arendt y Wolin se puede encontrar en Alonso Rocafort (2010).

15 De hecho, el problema del mal tan característico de la antropología hobbesiana se vincula a la soberbia, que ya en San Agustín solo se sujetaba al Dios omnipotente, estructura que Hobbes traslada ahora al Estado en un mundo secularizado.

16 Remo Bodei ha hecho notar que Spinoza "se dirige a sus reacios lectores como para invitarlos a renunciar a aquello que aparece ya como un delirio de omnipotencia y de separación" (1995 43), afirmando que, de hecho, su filosofía se dirige contra los que Bodei llama partidarios de la filosofía de la omnipotencia del querer.

17 Remitimos de nuevo a las obras ya mencionadas de P. F. Moreau y Luciano Spinoza en E. Fernández y M. L. de la Cámara (cf. 2007 27-30; 81-92).

18 Para otras diferencias y similitudes entre Spinoza y Hobbes remitimos, además de a la obra ya mencionada de J. Israel, a Remo Bodei, así como a Lazzeri o a Matheron (1998).

19 De hecho, en el Tratado político, Spinoza recoge una fórmula que parece tomada de Hobbes y de la idea de la guerra de todos contra todos hobbesiana (cf. TP II 14), pero su realismo, asumiendo que los hombres no pueden gobernarse por la razón, y su rechazo del utopismo en política (cf. id. I 1), se combinan con el esfuerzo por introducir una dimensión ética en el interior del Estado. A este respecto, como nos recuerda Bodei, creemos que acertadamente, que "el objetivo filosófico más inmediato de la crítica spinoziana a la utilización política de las pasiones es la función del miedo en Hobbes" (63).

20 En ese sentido hay que recordar que para Spinoza incluso en el estado de naturaleza puede más el que es más racional (cf. TP III 7; II 11), y que, refiriéndose al gobierno del Estado, nos dice que no es lo mismo cultivar la tierra que cultivarla bien (cf. id. V 1). De ahí se deriva una diferencia decisiva frente a Hobbes, a saber, la conveniencia de que las supremas potestades actúen racionalmente (cf. id. IV 4; III 7) y el hecho de que el fin del Estado mismo sea la libertad (cf. TTP XVI), lo que finalmente determina que para Spinoza el mejor Estado sea el estado democrático, a cuya organización y exposición está dedicado en realidad el Tratado político.

21 Un agudo análisis sobre esas dificultades puede encontrarse en Bennet (1983; 1984 243-244), quien, en diálogo con Parkinson y a partir del rechazo manifiesto de Spinoza de la teleología y de las acciones con arreglo a fines (cf. E III 9 dem.), que son el presupuesto de toda acción para las teorías de la acción racional, y de su definición del deseo como la esencia de lo humano, parece concluir una incoherencia lógica en la obra de Spinoza en su rechazo de la teleología. Creemos que, sin embargo, más allá del "error" denunciado por Bennet es preciso tener en cuenta la diferencia entre, por un lado, el punto de vista humano, atravesado inevitablemente por la imaginación, que es el territorio de la teleología (cf. E I Apéndice), y por otro el de la naturaleza o Dios, que "no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana [...] sino que se rige por infinitamente otras" (TP II 8).

22 Deleuze afirma en ese sentido: "Dios tiene pues un poder de ser afectado de una infinidad de maneras, potestas que corresponden a su potencia o potentia. Ese poder es necesariamente colmado, pero no puede serlo por las afecciones que vendrían de otra cosa aparte de Dios; por lo tanto, Dios produce necesariamente y activamente una infinidad de cosas que lo afectan de una infinidad de maneras" (96).

23 En el Prefacio de la parte IV de la Ética, nos recuerda Spinoza que los conceptos de bien y mal no aluden "a nada positivo de las cosas consideradas en sí mismas, ni son otra cosa que modos de pensar". Y en el Apéndice de la parte I, al que remite Spinoza desde ese Prefacio, las considera, junto a otras nociones, como meros modos de imaginar.

24 En ese sentido, la definición de la soberbia, la pasión dominante en la antropología de Hobbes, es la que parece más cercana a la idea de un sujeto que lo deseara todo, razón por la cual genera la mayor de las impotencias. En la Ética, en efecto, la considera un delirio en el que hombre "cree que puede realizar todas las cosas que alcanza con la imaginación" (IV 37 esc.).

25 Así lo nos lo recuerda Atilano Domínguez a partir de la sugerencia hecha en su día por Carl Gebhardt. Por lo demás, es sabido que estudió en su infancia en la escuela española, que su defensa de la Sinagoga la hizo en español y que el núcleo de su biblioteca estaba constituido por libros españoles.


Bibliografía

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Marín, V. S. «El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza». Ideas y Valores, vol. 63, n.º 154, enero de 2014, pp. 31-57, doi:10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182.

ACM

[1]
Marín, V.S. 2014. El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza. Ideas y Valores. 63, 154 (ene. 2014), 31–57. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182.

ACS

(1)
Marín, V. S. El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza. Ideas Valores 2014, 63, 31-57.

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Marín, V. S. (2014). El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza. Ideas y Valores, 63(154), 31–57. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182

ABNT

MARÍN, V. S. El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza. Ideas y Valores, [S. l.], v. 63, n. 154, p. 31–57, 2014. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/28182. Acesso em: 25 abr. 2024.

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Marín, Vicente Serrano. 2014. «El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza». Ideas Y Valores 63 (154):31-57. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182.

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Marín, V. S. (2014) «El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza», Ideas y Valores, 63(154), pp. 31–57. doi: 10.15446/ideasyvalores.v63n154.28182.

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[1]
V. S. Marín, «El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza», Ideas Valores, vol. 63, n.º 154, pp. 31–57, ene. 2014.

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Marín, Vicente Serrano. «El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza». Ideas y Valores 63, no. 154 (enero 1, 2014): 31–57. Accedido abril 25, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/28182.

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Marín VS. El papel de los afectos en el pensamiento político de Spinoza. Ideas Valores [Internet]. 1 de enero de 2014 [citado 25 de abril de 2024];63(154):31-57. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/28182

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