Publicado

2011-05-01

Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar

Palabras clave:

B. Barry, liberalismo, multiculturalismo, Estado de Bienestar (es)

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Autores/as

  • Nicole Selamé G.
  • Luis Villavicencio M.
Se examina si las políticas de la diferencia son compatibles con las políticas de redistribución que caracterizan el Estado de Bienestar. Se muestra cómo Brian Barry construye una versión caricaturizada del multiculturalismo, y se indaga si la dicotomía entre liberalismo y multiculturalismo admite alguna conciliación. Para terminar, se revisa la pertinencia y potencia de la tesis que postula la compatibilidad entre multiculturalismo y el Estado de Bienestar.

LIBERALISMO, MULTICULTURALISMO Y ESTADO DE BIENESTAR*

Liberalism, Multiculturalism, and the Welfare State

 

NICOLE SELAMÉ G.
Universidad de Valparaíso - Chile
nselameg@gmail.com

LUIS VILLAVICENCIO M.
Universidad de Valparaíso - Chile
Universidad Diego Portales - Santiago, Chile
luis.villavicencio@uv.cl


Artículo recibido: 14 de julio de 2010; aceptado: 30 de agosto de 2010.


Resumen

Se examina si las políticas de la diferencia son compatibles con las políticas de redistribución que caracterizan el Estado de Bienestar. Se muestra cómo Brian Barry construye una versión caricaturizada del multiculturalismo, y se indaga si la dicotomía entre liberalismo y multiculturalismo admite alguna conciliación. Para terminar, se revisa la pertinencia y potencia de la tesis que postula la compatibilidad entre multiculturalismo y el Estado de Bienestar.

Palabras clave: B. Barry, liberalismo, multiculturalismo, Estado de Bienestar.


Abstract:

This article examines whether the politics of difference is consistent with the politics of redistribution that characterizes the welfare state. The paper also explains why Brian Barry's version of multiculturalism is a caricature, and inquires whether the dichotomy between liberalism and multiculturalism allows for any conciliation. Finally, it revises the pertinence and relevance of the thesis that upholds the compatibility between multiculturalism and the welfare state.

Keywords: B. Barry, liberalism, multiculturalism, welfare state.


Introducción

Para el liberalismo igualitario, las políticas multiculturalistas no serían una vía correcta para terminar con las desigualdades. La razón fundamental es que no consideran como referente las desventajas de las personas en cuanto a oportunidades o recursos, sino la pertenencia a un determinado grupo. Cuando se culturizan las identidades de grupo, se dejan de lado los problemas comunes, como la pobreza, el desempleo, la deficiencia educacional, la desnutrición, la precariedad habitacional, etc. Así, por ejemplo, Brian Barry -el autor liberal igualitario que se ha ocupado expresamente de responder de manera sistemática al multiculturalismo en su obra Culture and Equality- plantea que, frente al hecho irrefutable de la diversidad, la estrategia correcta es la privatización como la mejor forma de garantizar la igualdad de oportunidades. En este sentido, Barry considera que es positivo que el liberalismo sea ciego a la diferencia, ya que los liberales no buscan erradicar las formas de vida tradicional, ni reclamar contra la permanencia de las culturas ancestrales, sino simplemente oponerse a la coerción respecto de los que no comparten estos objetivos (cf. Barry 2002a 66). No están a favor ni en contra de la asimilación, sino que simplemente creen que la cantidad justa de ella es la que se da en un marco de instituciones equitativas.1

Los multiculturalistas, por su parte, señalan que este modelo de ciudadanía igualitaria, al comprender derechos universales, se olvida de las diferencias de género, raza o clase y, por lo tanto, no es adecuado en el contexto de un mundo culturalmente diverso como el actual. Lo que sostienen los multiculturalistas es que la diferencia no debe ser asimilada o excluida -que es lo que haría el liberalismo-, y para evitarlo deben existir derechos especiales por grupos, otorgados en razón de las características culturales que los distingan. Luego la justicia social no debe definirse echando mano, exclusivamente, a reglas ciegas a la diferencia, sino recurriendo también al trato diferenciado como una especificación del principio de igualdad, entendido de una forma más inclusiva, que permite a la mayoría de la sociedad mostrarse más proclive a conceder determinadas excepciones al trato igualitario, respetando así activamente la diferencia y la diversidad cultural.

En las líneas que siguen reflexionaremos sobre si las tesis liberales igualitarias y los postulados multiculturalistas realmente son irreconciliables. En particular, revisaremos si las políticas de la diferencia, que se alientan desde las filas multiculturalistas, son compatibles o, por el contrario, se oponen a las políticas de redistribución que caracterizan al Estado de Bienestar que propugna el liberalismo igualitario.Para ello, en primer lugar, mostraremos que B. Barry se inventa para sí una versión caricaturizada del multiculturalismo. En segundo lugar, indagaremos si la dicotomía entre liberalismo y multiculturalismo admite alguna conciliación que nos permita defender la idea de que una concepción del liberalismo igualitario que malinterprete la diversidad cultural puede constituirse en una forma de opresión que, más que fortalecer el Estado de Bienestar, lo debilite significativamente. Para terminar, ofreceremos algunas conclusiones encaminadas a mostrar la compatibilidad entre el multiculturalismo y el Estado de Bienestar.

1. Dibujando a un enemigo imaginario

Los tiempos no están para candor, y si a alguno de nuestros contemporáneos le falta conciencia de guerra, de carencia o de deshumanización, es porque la liviandad de los integrados2 es aún más potente que la bomba atómica. Por eso -aunque sin caer en la paranoia que nos enfrenta a los espíritus3-, se hace necesario desconfiar del discurso, y sobre todo del llamado discurso liberal, que muchas veces deshonra su nombre por otras lealtades. Y en este mismo sentido hay que desconfiar de Barry. Él hace su tarea: construye un modelo y luego lo destruye razonadamente, con críticas que parecen obvias y con un alto poder de convencimiento. Claro que no deja en su lugar el vacío, sino la exaltación copiosa de su liberalismo igualitario.

Partamos señalando que el trabajo de Barry tiene una gran ventaja: es tan permeable que invita a la crítica y abre la reflexión. Si bien Glazer señala que "hoy somos todos multiculturalistas" (14) y Kymlicka afirma la muerte de la oposición liberal al multiculturalismo (cf. 2001 39-45),4 lo cierto es que el panorama no es tan simple. Ni los liberales se han convertido ni la oposición ha muerto. Menos aún los multiculturalistas se han puesto de acuerdo. Por eso, Culture and Equality actúa de plataforma en el debate, provocando, malentendiendo, reduciendo.5

El discurso de Barry es desafortunado: sus maneras son agresivas y arrogantes, y su análisis poco profundo y selectivo. Más que una respuesta seria a una corriente de pensamiento, parece un berrinche adoctrinado frente a algo que no le gusta. Como señala James Tully, Barry prefiere caricaturizar y polemizar a argumentar filosóficamente (cf. 2002). Y no es de sorprender si comienza su libro extrañado de que el multiculturalismo no haya caído "por su propia debilidad intelectual" (Barry 2002a 6), lo que explica por la alta efectividad de la manipulación de las élites que se benefician de sus políticas, no obstante la falta de adhesión popular.

Barry no se detiene a analizar el fenómeno del multiculturalismo, sino que se conforma con trabajar sobre la caricatura que él mismo ha construido: se pone en pie de guerra contra un enemigo imaginado. Dirige sus dardos contra un multiculturalismo homogéneo, esencialista y antidemocrático, que fundamenta mediante lecturas tendenciosas de quienes escriben sobre el tema, sacando citas de contexto e independizándolas de sus autores, llegando incluso a hacerlas decir lo que ellos expresamente niegan.6 Entonces, ¿cuál es este mul ticulturalismo que Barry erige? No realiza una sistematización, pero sí afirma categóricamente tres características que a nuestro juicio son falsas: uno, que es un pensamiento uniforme y homogéneo; dos, que concibe a las minorías culturales de una manera esencialista; y, tres, que sus mecanismos y efectos son contrarios a los principios democráticos. Estas equivocaciones se encuentran relacionadas y se siguen unas a otras. En la medida en que Barry piensa que todo multiculturalismo considera la cultura como un núcleo inalterable y cerrado que debe preservarse a costa de todo lo demás, entiende que las medidas que lo aseguran no nacen de la voluntad popular, sino de un grupo reducido que concentra y distribuye el poder. En lo que sigue intentaremos analizar estos errores.

Homogeneidad

Barry caracteriza el multiculturalismo como heredero ingrato de la contra-Ilustración y representante actual de la barbarie (2002a). Como señala Parekh, su rechazo es "irregular, ambiguo y finalmente poco convincente" (2006 349), pues se refiere a él como una corriente homogénea de pensamiento, en circunstancias en que no lo son: no posee fundadores ni textos canónicos, y como corriente política y exploración teórica no tiene aún treinta años. No es posible ni tiene sentido hablar de un multiculturalismo, pues son múltiples sus fuentes y manifestaciones. Existe el multiculturalismo liberal y el conservador, el marxista y el socialista, e, incluso, el racista; el multiculturalismo indio, europeo y el americano. Todos son distintos. Más aún, dentro de estas corrientes los multiculturalistas pueden diferir: los hay universalistas, particularistas, individualistas, comunitaristas e indiferentes a estas distinciones (cf. Parekh 2006).

Sólo a modo de ejemplo podemos dar cuenta de la clasificación (no exhaustiva) realizada por Kymlicka y Banting de los distintos autores en cuanto al objetivo que opera como sostenedor normativo del multiculturalismo (cf. 2006 9). Algunos consideran que debe ser la creación de las condiciones para una ética habermasiana de diálogo intercultural (cf. Benhabib) o una contestación democrática inclusiva (cf. W illiams). O tros a rgumentan que el fundamento del multiculturalismo debe ser el 'derecho a la cultura' (cf. Tamir; M argalit & Harbeltal), mientras que hay quienes piensan que el sostén ideológico debe ser el impedimento de la crueldad (cf. Levy); o la necesidad de los individuos de reconocimiento de sus identidades auténticas (cf. Taylor), o la condición previa para su autonomía individual (cf. Kymlicka 1995), o el concepto de tolerancia (cf. Kukathas). Detrás de todas estas ideas se encuentran enraizados fuertes principios de democracia y libertad, y la idea de los derechos culturales como parte de la revolución moderna de los derechos humanos -y no una moda, como señala Barry-,7 que se fundan en la lucha contra el colonialismo, la segregación racial, la marginalización de ciertas castas y las jerarquías étnicas o culturales. Y sobre este núcleo compartido se levantan teorías independientes que operan de formas diferentes y promueven políticas distintas, respecto de las cuales Barry muestra indiferencia.

Parece extraño que Barry no distinga diferentes corrientes de multiculturalismo, y se refiera a él como un movimiento único cuando ataca distintas formas de multiculturalismo muy disímiles e incluso incompatibles entre sí.8 Como señala Judith Squires: "Culture and Equality es un libro polémico […] [que] sirve como advertencia contra los peores excesos del multiculturalismo y como una atrincherada defensa del liberalismo igualitario, […] pero al que se le escapa una consideración más matizada de la compleja colección de asuntos debatidos por los teóricos del multiculturalismo" (2002 114-115).

En palabras de Parekh, lo que ocurre es que Barry ignora casi totalmente los aspectos positivos y creativos del multiculturalismo, lo patologiza y lo reduce a ciertas discusiones sobre prácticas horribles y simplistas, presentándolo como una grave amenaza a la democracia y a la sociedad occidental (cf. 2006 251).

Tanto es el desconcierto de Barry, que en su análisis ni siquiera distingue entre multiculturalismo como ideología y multiculturalismo como política.9 Como señala David Miller (2006), multiculturalismo es un término vago que a veces es utilizado incluso en un sentido puramente descriptivo para referirse al hecho de la diversidad (entendiendo por tal la coexistencia dentro de una comunidad política de distintos grupos religiosos, étnicos o raciales, cuyos miembros ven sus características culturales como parte de su identidad). Pero lo cierto es que este uso puede llevar a confusión, por lo que es mejor hablar a este respecto de diversidad cultural o diferencia cultural. Sin embargo, existen también otros significados del término usados comúnmente, que son los que Barry desconoce. Multiculturalismo puede ser utilizado en un sentido normativo, en referencia a una ideología que otorga valor positivo a la diversidad cultural, busca el igual reconocimiento de los grupos culturales y llama al Estado a apoyar a estos grupos en variadas formas. Esta ideología puede manifestarse heterogéneamente y en distintos grados; así, podrá ser más fuerte o más débil en atención al nivel de compromiso con la diversidad y la radicalidad de sus demandas. Pero el término también da cuenta del conjunto de políticas que se crean para ayudar a las minorías culturales material o simbólicamente, lo que es algo distinto (cf. Miller 2006 323-338).

¿Tiene esto alguna importancia? Siguiendo el análisis de Miller, es relevante distinguir el multiculturalismo como ideología del multiculturalismo como política pública, por dos motivos: uno, que a pesar de que los dos fenómenos se encuentran relacionados causalmente hasta un cierto punto, su vínculo no es tan estrecho y puede ocurrir que un país, que ideológicamente rechace el multiculturalismo, mantenga políticas para promoverlo en su agenda pública, o viceversa.10 La segunda razón es que la mayoría de los críticos se enfoca en su ataque en el aspecto ideológico, alegando que, una sociedad en que la gente se piense primariamente como perteneciente a grupos identitarios separados y se relacione con el Estado a través de ese prisma, no puede ser una sociedad que mantenga políticas igualitarias. Como sostiene Miller, la mayoría de los críticos del multiculturalismo no está en contra de la acción afirmativa, exenciones para las minorías de las normas generales o educación bilingüe, sino que les preocupa que se genere una cultura política que dé más valor a estos asuntos que a los problemas comunes de base económica relativos a la redistribución de recursos escasos. Barry, sin hacer distinción, arremete contra ambos aspectos, considerando que las fuerzas que informan el multiculturalismo -a su entender, relativismo cultural y una sobreculturización de los seres humanos- "son filosóficamente débiles y antropológicamente infundadas, […] y que sus recomendaciones políticas hacen más daño que bien, especialmente a los miembros más vulnerables de la sociedad que son a los que deberían ayudar" (2002b 205).

Esencialismo

Este aspecto nos permite comprender por qué Barry considera que el multiculturalismo es esencialista. Al entender que las fuerzas que lo informan son el relativismo cultural y la sobreculturización de las personas, opone el fenómeno a la tradición ilustrada universalista. Para Barry, la situación es clara: el multiculturalismo se ha alejado de la Ilustración, pues cree que esta se olvida de las desigualdades de género, raza y clase, al proponerse establecer una ciudadanía igual para todos (2002a 9-17). Los multiculturalistas serían, entonces, los herederos contemporáneos de los críticos de la Revolución Francesa, quienes "no tienen objeciones de principios en cuanto a formar una masa de anomalías y tratamientos especiales para acomodar minorías culturales, pues saben que el trato uniforme es el enemigo del privilegio" (Barry 2002a 10).11 Barry cree que lo que diferencia al liberalismo del multiculturalismo es que el primero acepta la posibilidad de que existan tratamientos especiales para grupos desaventajados, pero sólo en la medida que este tratamiento especial tenga por objetivo terminar con la desventaja que lo hace necesario. En cambio, el multiculturalismo busca garantizar derechos especiales a los grupos basados en sus atributos especiales, los que se necesitan permanentemente; de ahí que se considere algo malo si el grupo deja de precisarlos, pues se entiende que se ha asimilado a un grupo más grande o más poderoso.

La actitud de Barry encuadra, como señala Tully (2002), en lo que Michel Foucault llamó chantaje de la Ilustración, esto es, desacreditar -o, más bien, desechar- la teoría de un adversario calificándola de contraria a la Ilustración. Así, Barry realiza una falsa caracterización de los argumentos de Tully y de Iris Marion Young (y luego los extrapola a todo el multiculturalismo), atribuyéndoles el presupuesto ideológico de que los grupos culturales son comunidades cuasi-biológicas, "internamente homogéneas, claramente delimitadas, mutuamente exclusivas y mantenedoras de intereses específicos determinados", lo que calza de manera exacta con el esencialismo anti-ilustrado y la idea de pureza racial de la nueva derecha (Barry 2002a 11). Para explicar este concepto, Barry se vale de la imagen de las culturas como bolas de billar -autocontenidas e independientes-, en circunstancias que ambos autores critican y rechazan expresamente, manifestando en sus teorías la idea de las culturas como comunidades porosas y variables, en permanente interacción y negociación las unas con las otras.12

En otras palabras, Barry polariza el conflicto al indicar que los multiculturalistas son anti-ilustrados defensores del particularismo y relativismo, mientras que él es un ilustrado defensor del universalismo y del no relativismo.13 Sin embargo, el asunto no es tan simple. Como sostiene Tully (2002), la tercera generación de derechos culturales universales, que protege a las minorías de la tiranía de las mayorías democráticas, también deriva de la Ilustración. Lo que sucede es que Barry entiende mal esta tercera generación de derechos, como si fueran particulares, especiales o exenciones. En el mismo sentido, Barry cree que los motivos para el reconocimiento público de prácticas culturales razonables son siempre particulares y relativistas. Se escuda en que la expresión es parte de mi cultura no es argumento suficiente, sin detenerse a escuchar las razones que dan los sostenedores del multiculturalismo.14

Judith Squires (2002) se refiere a este punto de una manera más suave. Señala que si bien la mayoría de los multiculturalistas rechaza el modelo esencialista de las identidades de grupo, es un error común confundir una política de la identidad esencialista con una política de la diversidad constructivista. Sin embargo, ambas son bastante distintas: la primera cree en una esencia verdadera e irreductible que no cambia, mientras que la segunda se opone a esto, considerando que la esencia es una construcción histórica y no algo dado naturalmente. Ambas versiones sostienen proyectos políticos diferentes, uno esencialista -estableciendo para sus miembros los derechos, el reconocimiento y los privilegios que los grupos dominantes buscan monopolizar-, y el otro constructivista -buscando la deconstrucción de los supuestos y demandas que se relacionan con que la identidad tiene una esencia intrínseca, y la comprensión de que las identidades responden siempre a construcciones sociales, contextual y necesariamente constituidas a través de la exclusión-. El problema es que en la práctica política es difícil desentrañarlas. De todos modos, los que defienden la política de la diversidad buscan distanciarse lo más posible del esencialismo, mientras que los defensores de la política de la identidad lo invocan de manera consciente. Squires cree que la distinción entre política de la diversidad y política de la identidad es importante, porque "permite que aceptemos el rechazo de Barry de las políticas de la identidad, defendiendo al mismo tiempo las demandas de reconocimiento de las diferencias que emergen de la perspectiva de las políticas de la diversidad" (Squires 116).

Parekh (2006), en el otro extremo, es más severo. Señala que las críticas de Barry son débiles e infundadas; muchos multiculturalistas, incluyéndose, no creen que las culturas sean entes cerrados que no están sujetos a revisión y alteración de sus contenidos. Discrepan fuertemente de la teoría de Barry de que la cultura tenga una importancia marginal y que la naturaleza humana sea suficiente para explicar el comportamiento humano. Pareciera, en realidad, que el esencialista es Barry cuando apela a una naturaleza radical presente en todos los seres humanos de la que derivan intereses comunes que no pueden ser alterados a costa de la cultura. Para Barry, esta naturaleza puede conocerse observando la forma como las personas toman sus decisiones día a día, la que da cuenta de las condiciones que constituyen "el grado mínimo de una vida humana aceptable" (Barry 2002a 285). Sin embargo, basta una mirada un poco más atenta para poder ver que las personas reaccionan de manera distinta frente a las mismas situaciones, y que la naturaleza humana no es suficiente para explicarlo. Esta, como sostiene Parekh:

Nunca se presenta en su forma natural, y está ineludiblemente moldeada y estructurada por la cultura. Esto último destaca ciertos aspectos de la naturaleza humana en vez de otros, les da cierta orientación y desarrolla su personalidad de manera particular; es en este importante sentido en que los seres humanos están insertos culturalmente y experimentan sus vidas dentro de un marco cultural. (2006 349-350)

Lo anterior no significa que las personas queden fijas en su cultura, sino solamente que no se puede atender a sus necesidades como si vivieran en un vacío.15 Los seres humanos pueden revisar sus culturas y modificarlas, y precisamente por eso es que es importante el diálogo con las otras.

Es justamente porque cada cultura tiene sus limitaciones, que los multiculturalistas consideran la diversidad cultural como un bien moral vital; y argumentan que los seres humanos necesitan no sólo una rica y consistente cultura en donde desarrollarse, sino también acceso a las demás. […] A través de un diálogo comprensivo con otras culturas, comenzamos a apreciar las fortalezas y límites de la nuestra, tomamos conciencia respecto a qué es aquello que la distingue, así como también aquello que comparte con las demás, y tenemos la oportunidad de enriquecernos a través de un préstamo juicioso de sus características más atractivas. (Parekh 2006 350)

Al hablar de diálogo, Parekh no lo hace sólo en un sentido verbal, sino también conductual, pues entiende que se articula no solamente a través de argumentos, sino también por una fusión inconsciente de sensibilidades. De este modo, ocurre no sólo entre filósofos y escritores, sino también en los encuentros diarios entre personas comunes.

Elitismo

A nivel político, este diálogo se convierte en más democracia y no en menos, como sostiene Barry. Para él, las políticas multiculturalistas están fuera del alcance de la gente y son manejadas por pequeños grupos de interés -como jueces y burócratas de la educación-, quienes las imponen a las personas comunes. De acuerdo con su teoría, las manipulaciones tras bambalinas de los agentes de poder del multiculturalismo tendrían un fuerte contenido antimayoritario, obviamente inconsistente con los principios de un Estado democrático (Barry 2002a 299-305).16 Barry no fundamenta empíricamente sus dichos, ni da cuenta del porqué de su afirmación.17 Es más, su propio pensamiento en Culture and Equality se construye a partir de una premisa básica antidemocrática: que la política es un juego de suma cero, en que existe una cierta cantidad de capital político que debe distribuirse en los distintos problemas. Así, Barry cree que si entra al debate público un determinado tema, necesariamente sale otro en la misma medida; y por eso le preocupa que la discusión sobre las políticas multiculturalistas pueda menoscabar la discusión sobre las políticas de redistribución.

Creemos, por el contrario, que lo importante es que la gente se agencie políticamente y se constituya democráticamente a través del diálogo y la acción. Como el propio Barry afirma, no existen prácticas ni instituciones sociales sacrosantas que se autovaliden, sino que todas deben estar sujetas a constante crítica y revisión. Y esto incluye a las liberales que, como sostiene Parekh, se corresponden con un modo de vida históricamente contingente e inserto en una cultura particular, que también debe someterse al escrutinio público (cf. 2006 361-362). Es por esta razón que Parekh (cf. 2000; 2006; 2008) da tanta importancia al diálogo intercultural y hace de él un principio activante de la sociedad multicultural. La idea es que se produzcan intercambios culturales y fusiones en todos los niveles, para lo cual son necesarias políticas y estructuras institucionales que faciliten un papel activo del Estado. El multiculturalismo busca, de este modo, crear las condiciones para que ninguna comunidad se sienta marginada, presionada o atemorizada al entrar en la dinámica dialógica, pues sólo así existirá la confianza y voluntad para generar la exposición y fluidez que se precisa.

Como señalan los defensores de la democracia deliberativa, la misma idea de democracia lleva inserta la noción de que al ejercerla no sólo se elige, sino que se manufactura el bien común (cf. Squires 127-129). No hay verdadero poder donde no existe creación. El poder democrático no está, como podría creer Barry, en escoger qué opciones de la canasta tomamos, sino en crear nuestra propia canasta. "[…] [L]a idea de democracia gira en torno a la transformación, más que a la agregación de preferencias" (id. 127), y su impulso está en que los individuos modifiquen sus percepciones durante el proceso de decisión, al entrar en abierta discusión con otros. Si bien justicia y democracia no son lo mismo, la última es necesaria para la primera, pues otorga legitimidad al proceso y permite que los grupos oprimidos no se sientan como elementos pasivos, sino como actores con capacidad de influir en la generación de los derechos y políticas que los afectarán. Ya que Barry está preocupado por la igualdad de oportunidades, debería tener presente que la inclusividad es clave, pues sólo en la medida que las personas puedan participar equitativamente en el proceso de generación de las normas, podrá existir un tratamiento igualitario.18

Tully también se refiere al problema y distingue dos dimensiones del multiculturalismo: la primera es la democrática -que comprende las normas, procedimientos e instituciones por medio de las cuales los ciudadanos intercambian razones públicas relativas a sus demandas de reconocimiento público y la justa forma de alojamiento de las diferencias-, y la segunda es la que busca la apropiada creación de las nuevas normas, una vez que el procedimiento democrático ha sido exitoso. Señala que Barry demuestra la debilidad de sus críticas al ignorar cuatro rasgos fundamentales del multiculturalismo democrático. En primer lugar, nada es más fiel a la Ilustración que el ideal democrático de que las leyes deben descansar en el acuerdo de los ciudadanos a través del intercambio de razones públicas entre ciudadanos libres e iguales. En segundo lugar, el intercambio de razones sobre la impugnación de una ley de reconocimiento tiene lugar de acuerdo con los principios universales de reciprocidad. En tercer lugar, la adquisición de reconocimiento público de las diferencias identitarias consiste en mostrar qué puede ser bueno para ciudadanos libres e iguales en general por medio del intercambio de razones en distintos foros. Y, en cuarto lugar, sostener este ideal democrático requiere apertura mutua, respeto por las diferentes visiones y voluntad de descubrir y revisar la parcialidad no reflexiva de nuestras propias visiones (cf. Tully 108-111). Para Tully:

La estabilidad y sentimiento de pertenencia se engendran en sociedades multiculturales y multinacionales cuando se sostienen los cuatro rasgos del ideal democrático, esto es, al asegurar que los ciudadanos sean siempre libres de poner a prueba sus propias normas de reconocimiento, y que otros deban escuchar, responder y negociar las condiciones de alojamiento de las diferencias en el tiempo. (110)

2. ¿Multiculturalismo vs. liberalismo?

La iniquidad puede tomar muchas formas, y la opresión es la peor de ellas. Someter a una persona, pueblo o nación por medio de vejámenes, humillaciones o la tiranía -a veces tan sutiles como devastadoras-, elimina el núcleo de dignidad del género humano, aquello que nos hace merecedores no de algo, sino de todo. La opresión nos quita el aire, nos desarma en ambos sentidos de la palabra: se lleva nuestras armas y nuestra forma, dejándonos en un vacío molde que nos conforma e informa; dicho de otro modo, nos normaliza. La opresión es la cara oscura del poder y su expresión más pura. Si existe algo así como la finalidad estatal, su primer deber debe ser reducirla a su mínima expresión.19 Pero como el Estado no es sino poder, se genera una paradoja: ¿se puede desapoderar el poder? Probablemente no, pero al menos se puede limitar, y una de las vías para hacerlo es evitando la replicación osmótica del modelo dominante.

Barry piensa que la mejor forma de lidiar con este tema es sustraer al Estado de los problemas que genera la diversidad, privatizando la diferencia. En la medida en que el Estado se mantenga neutral, podrán florecer libremente los distintos modos de vida que quepan dentro del marco garantista establecido por los principios liberales, y las fuerzas políticas podrán orientarse a la resolución de los problemas verdaderamente importantes: los que se relacionan con la redistribución de recursos escasos. Una vez resueltos estos, las demandas de reconocimiento serán mínimas, pues las personas estarán en condiciones de autogestionar su propio modo de vida y desarrollarse en él, sin vulnerar derechos fundamentales.

Creemos, sin embargo, que no todos los problemas pueden reconducirse a la redistribución de los recursos. El liberalismo igualitario de Barry, antes que una respuesta, puede ser una forma de opresión, y las políticas multiculturalistas, por su parte, pueden fortalecer el Estado de Bienestar, pues no se oponen a las políticas de redistribución, sino que las complementan. Entonces, las preguntas que nos formulamos son: ¿puede un liberal igualitario ser multiculturalista?, ¿son compatibles el multiculturalismo y el Estado de Bienestar?

¿Puede un liberal igualitario ser multiculturalista?20

Una primera aproximación al problema nos da una respuesta negativa. La crítica fundamental de Barry al multiculturalismo es fuerte: se trata de una doctrina injusta. Y no es raro, si al fin y al cabo la discusión no es nada distinto del debate -antiguo ya- sobre qué es la justicia. Para Barry, sinónimo de imparcialidad; para los multiculturalistas no está tan claro, pero algo distinto y más inclusivo. La justicia de Barry es ciega a las diferencias y se traduce en un escenario que otorgue una misma canasta de opciones a cada persona, sin especial atención a ninguna característica en particular. La decisión justa (o la norma) es para Barry la misma de todos los sujetos, por distintos que sean. Esto se comprende por la tradición iusfilosófica que lo precede: en la medida que esta entiende que los principios de justicia se deciden desde la posición original rawlsiana, cubiertos por el velo de ignorancia, deja de lado toda concepción del bien y toda mirada particular en la elección y aplicación de tales principios.21 Así, pareciera que la teoría de Barry se vuelve irreconciliable con las teorías multiculturalistas en atención a la siguiente pregunta: ¿desde dónde decidimos? Para Barry, desde una posición originaria, que hace que todos busquemos la satisfacción de necesidades básicas y universales, y elijamos lo mismo en las mismas circunstancias (vivir antes que morir, estar sanos antes que enfermos, alimentados antes que desnutridos, etc.). Para los multiculturalistas, desde nuestra propia identidad, la que se ve atravesada por la cultura.22

A pesar de esta aparente oposición, creemos que un liberal igualitario sí puede ser multiculturalista; claro está, siempre y cuando no piense como Barry, quien incluso arriesga sus credenciales de igualitario. Este considera que multiculturalismo y liberalismo son doctrinas incompatibles, y que cualquier intento por reconciliarlas termina por menoscabar la primera, pues el multiculturalismo rechaza las tres premisas básicas del liberalismo igualitario, esto es, que existe una naturaleza humana universal de la que derivan intereses comunes, que no existen instituciones ni prácticas que se autovaliden, y que el Estado debe tratar a todos los individuos de la misma forma (Parekh 2006 347). Parekh, por el contrario, cree que el multiculturalismo, o algunas de sus vertientes, sí son compatibles con la teoría liberal. Resiste el esencialismo doctrinal, y señala que no hay que asumir que existe una sola y verdadera forma de ser liberal. Afirma que la consistencia que busca darle Barry al liberalismo se transforma en una especie de fundamentalismo intolerante, susceptible de las mismas críticas que él realiza a las políticas de la identidad. Parekh señala que:

[E]s necesario romper con esta obsesión con la identidad doctrinal, y retener nuestra libertad para explorar y experimentar. En vez de hablar de liberalismo, […] debemos desfragmentarlo en los principios liberales o valores, para permanecer libres de aceptar algunos, pero no todos, y combinarlos con aquéllos que provienen de otras fuentes. Los valores liberales se encuentran insertos y se nutren de una cultura par ticular o forma de comprender y organizar la vida humana. Es por esta razón que acogen ciertas preocupaciones sociales y proyectos, llevan la cultura consigo adonde sea que vayan, y toman diferentes formas dependiendo de cómo ello los transforma y a su vez estos transforman a la cultura local. Tal como la visión liberal de la vida, otras formas de vida […] contienen visiones valiosas de la inmensa complejidad y diversidad de esta y encarnan valores admirables. Debemos llevar estos entendimientos y valores a un diálogo creativo y crítico con la visión liberal de la vida, y abrir las posibilidades de nuevos sistemas de pensamiento más relajados respecto de la identidad, cruzar las fronteras doctrinarias con soltura y confianza, y resistir las rotulaciones. (2006 369)

Susan Mendus resuelve la pregunta desde otra perspectiva, oponiendo las posiciones de Barry y Parekh. Para ella, lo que ocurre es que ambos autores tratan de enfrentarse a la diversidad cultural desde el liberalismo igualitario, pero con concepciones de la justicia distintas. Por una parte, Barry cree que la justicia significa igualdad de oportunidades, y que esta igualdad es un estado de cosas objetivo; por la otra, Parekh piensa que la oportunidad requiere de una cierta disposición subjetiva, arraigada culturalmente.23 Mendus considera que el hecho de que alguien tenga o no una oportunidad depende de los costos asociados a la actividad en cuestión, y cree que la disputa de si la oportunidad es o no subjetiva descansa, a su turno, en la disputa respecto del estatus de la religión y las creencias culturales. Así, la gran diferencia que separa el pensamiento de ambos autores es que Barry considera que la cultura es un asunto respecto del cual los agentes deciden -características de las personas elegidas libre y voluntariamente-, mientras que Parekh piensa que es algo que tiene que ver con la suerte o el azar -elementos constitutivos del sentido individual de identidad-. En una analogía simplista, podríamos decir que para Barry la cultura es similar a un gusto caro24, y para Parekh a una discapacidad física.

De este modo, lo que plantea Mendus es que, en principio, un liberal igualitario podría ser multiculturalista, siempre y cuando considere que la religión y las costumbres caen en el lado de la suerte, y no en el de las opciones. El problema es que esto supone, evidentemente, que seamos capaces de trazar una línea preinstitucional y clara entre lo que corresponde a la suerte y lo que corresponde a nuestras decisiones voluntarias, lo que no es nada simple. De hecho, la gran crítica de Mendus a Barry es que, al establecer esa distinción, en vez de (o junto con) atacar al multiculturalismo, socava las propias bases de su liberalismo igualitario, volviéndose opresivo.25 Mendus lleva a cabo su reflexión analizando el porqué los igualitaristas creen que existe la dicotomía suerte-decisión y realiza las siguientes consideraciones.

En primer lugar, observa que las intuiciones acerca de lo que cuenta como azar y como decisión varían dramáticamente respecto del autor de que se trate, lo que explica que Barry y Parekh -ambos partiendo de visiones que serían en algún sentido igualitaristas- puedan estar en posiciones antagónicas. Concluye que las intuiciones en conflicto "están ellas mismas informadas por creencias morales y políticas, en vez de ser informaciones usadas en la construcción de dichos sistemas de creencias", y afirma que, "[i]ncluso entre igualitarios, la distinción entre azar y decisión parece seguirse, antes que preceder, de compromisos morales y políticos" (Mendus 37). En segundo lugar, sostiene que, al establecer la línea divisoria en cuestión, los igualitaristas -además de fragmentarse en luchas internas- pierden fuerza crítica respecto del libertarianismo (id. 37-39). Mendus señala que la protesta igualitaria no es ni debería ser simplemente que está mal el no querer compensar o mitigar los efectos de la mala suerte (como señalan libertarios como Nozick). Lo que deberían sostener es que en realidad no se trata de suerte, sino del resultado del funcionamiento de instituciones políticas injustas. En este sentido, Mendus llega a la tercera y más importante consideración: que, al poner énfasis en la dicotomía suerte-decisión, los igualitaristas dejan de lado su principal tarea, a saber, no sencillamente contraatacar los efectos de la suerte, sino remover la opresión social.26 Si pensamos que la opresión se distingue de la suerte precisamente porque la primera es siempre socialmente impuesta, a diferencia de la segunda que es inherentemente inculpable y fortuita, vemos cómo el planteamiento de Barry en términos de igualitarismo-suerte mina las bases del liberalismo igualitario, al generar una esfera de irresponsabilidad social respecto de los problemas de los que busca hacerse cargo.

El igualitarismo que se ocupa de la suerte no complementa, sino que se opone al que se ocupa de la opresión. Al establecer la línea divisoria suerte-decisión, configuramos como pregunta central si la religión y la cultura son elegidas o dadas, y perdemos de vista el problema realmente importante: si el compromiso religioso o cultural puede oponerse a nuestra capacidad para tener una vida plena, o si lo que entendemos por vida plena es en parte una función del compromiso cultural y religioso (Mendus 2002).27 Para Barry, la cultura y la religión pueden constituir un obstáculo para alcanzar una vida buena, y por eso propone un marco de instituciones liberales que, en un plano neutral, garantice el desarrollo de las distintas formas de vida con resguardo de ciertos valores (liberales) universales e inquebrantables. Como Barry cree que el núcleo de la vida buena está más allá de toda creencia o práctica religiosa o cultural, estima que lo más sensato es resguardarlo, aunque limite nuestro desarrollo identitario. Sin embargo, lo cierto es que nada asegura que esta protección liberal sea efectivamente neutral. Por el contrario, creemos que, al evitar que el Estado reconozca públicamente, fomente o apoye otras culturas, lo que hace es privilegiar la reproducción de la cultura dominante y desequilibrar el circuito de poder.28 Simon Caney señala que una teoría de la justicia distributiva debe necesariamente operar sobre una visión de los intereses primarios de las personas, para determinar qué constituye un beneficio y qué una carga. Si pensamos que la tarea del Estado es distribuir diferentes oportunidades, usará como criterio de selección -para optar entre ellas- que sirvan a intereses primarios valiosos. Pero ¿qué intereses primarios defiende Barry y por cuáles razones (Caney 90-98)? Sin muchas explicaciones ni fundamentos, Barry aboga exclusivamente por los valores liberales occidentales.

Ian Shapiro sostiene que la meta de todo gobierno debe ser limitar la posibilidad de dominación, minimizando su interferencia en la consecución de los fines superordinados de las personas (cf. Shapiro 179). El modelo de Barry hace todo lo contrario, pues fortalece el poder de las mayorías sobre las minorías y respalda las atribuciones del Estado sobre la vida de las personas, al establecer un único ideal de vida buena al que los demás deben adecuarse. En palabras de Parekh, busca que se cumpla el papel homogeneizante del Estado moderno, esperando que todos los ciudadanos se definan del mismo modo y se relacionen de igual manera entre sí y el Estado. El problema es que, en una sociedad multiétnica y multinacional, puede generar inestabilidad o secesión, y -según hemos señalado- convertirse en un instrumento de injusticia y opresión (cf. Parekh 2000 16).

¿Minan las políticas multiculturalistas el Estado de Bienestar?29

Formulado de otro modo, lo que buscamos preguntar es si las políticas multiculturalistas producen efectos negativos en relación a las políticas de redistribución. Para Barry, la respuesta es obvia: puesto que cree que la política es un juego de suma cero, cualquier asunto que pase a formar parte activa de la agenda pública divertirá los esfuerzos que debieran destinarse a la redistribución. Pensamos, sin embargo, que además de no existir fundamento empírico para tal afirmación respecto de las políticas de reconocimiento, es necesario previamente cuestionar el planteamiento mismo de la pregunta. ¿Tiene sentido oponer dos presupuestos tan importantes para la justicia como la redistribución de los recursos escasos y el reconocimiento de las diferencias? ¿No forman ambos parte de la idea de dignidad humana? ¿Puede, en todo caso, disociarse uno de otro? Pareciera que el asunto es más complejo de lo que ha planteado Barry, y no se trata simplemente de solucionar todos los problemas sociales por medio de una repartición más equitativa de las riquezas. El que la redistribución sea necesaria no la hace suficiente.

Como sostiene Kymlicka (2002 327-376), si bien es posible distinguir las políticas de reconocimiento de las de redistribución para fines analíticos, lo cierto es que en la vida real se encuentran entrelazadas y muchas veces es imposible separarlas. Desde un punto de vista teórico, podemos entender estas demandas, si atendemos al posicionamiento de las personas en determinadas jerarquías. En la medida que las luchas se desaten por las iniquidades que se producen en relación a la forma como las personas se vinculan con el mercado y los medios de producción, hablaremos de políticas de redistribución (jerarquía económica). Si se trata de una reacción frente a un tratamiento vejatorio, humillante o estereotipador, nos referiremos a las políticas de reconocimiento (jerarquía del estatus). Lo común es que quienes sean inferiores en una de las jerarquías lo sean también en la otra, pero esto no significa que pueda reducirse una a la otra. Kymlicka nos provee de ejemplos que prueban lo anterior: casos de grupos económicamente bien posicionados, pero culturalmente estigmatizados, como los gays, ciertos inmigrantes y ciertos grupos religiosos; y, a la inversa, casos de grupos que gozan de una posición privilegiada en la jerarquía del estatus, pero que se encuentran en desventaja económica, como la clase trabajadora masculina en la mayoría de las democracias occidentales.

De este modo, nos parece que en vez de plantear el tema en términos excluyentes, en el sentido que se debe optar entre una u otra política, lo que debería hacerse es redefinir el debate sobre la justicia, para lograr una teoría que integre tanto el reconocimiento como la redistribución. Como afirma Parekh:

El que exista igualdad económica no significa que esta por sí misma genere respeto por la diversidad […]. Una sociedad igualitaria probablemente insista en una sola y correcta forma de llevar una vida buena. […] La injusticia no sólo se produce cuando los individuos son explotados, manipulados, o cuando se les niegan las condiciones materiales básicas de una vida buena, sino también cuando se les niega la oportunidad de hablar por sí mismos, modelar y expresar libremente sus identidades. […] La opresión y la desigualdad pueden tomar muchas formas, la económica es sólo una de ellas. Aquellos que se avocan a la redistribución, se concentran sólo en una de ellas, aquellos que se enfocan en el reconocimiento, en otras. (2006 365-366)

Creemos que Barry debió al menos dar razones convincentes, por ser su planteamiento tan tajante respecto de los efectos perniciosos del multiculturalismo sobre el Estado de Bienestar, y por haberle otorgado primacía a la jerarquía económica por sobre la jerarquía del estatus. El peso de la prueba ya no recae en quienes piensan que la ciudadanía-igual-para-todos genera desigualdades respecto de los grupos minoritarios, sino en aquellos que, como Barry, sostienen que dicha ciudadanía es suficiente para resguardar la equidad.30 Sin perjuicio de lo anterior, señalaremos, siguiendo a Will Kymlicka y Keith Banting (2006), tres argumentos que demuestran, tras una investigación empírica, que las políticas que sustenta el multiculturalismo no erosionan el Estado de Bienestar, sino que pueden llegar a fortalecerlo.

Para estos autores, el debate acerca del impacto que tienen las políticas multiculturalistas puede, en realidad, ser separado en dos (cf. Kymlicka y Banting 49). Por una parte, hay quienes temen que la diversidad etnolingüística o racial por sí misma debilite el Estado de Bienestar al dificultar la generación de sentimientos de confianza y solidaridad entre las líneas étnicas y raciales (hipótesis de la heterogeneidad/redistribución). Y, por la otra, hay quienes creen que la adopción de políticas multiculturalistas para reconocer y acomodar grupos étnicos genera dinámicas políticas que inadvertidamente minan el Estado de Bienestar de las democracias occidentales (hipótesis del reconocimiento/redistribución). Sin embargo, ambos cuestionamientos se encuentran conectados, y lo común es que quienes sostienen una de las hipótesis sostengan también la otra, a pesar de que no existan fundamentos empíricos para ello. A la luz de una investigación que utiliza análisis estadísticos transnacionales respecto de las políticas de la diversidad, de las actitudes públicas y del Estado de Bienestar, y casos de estudio del vínculo entre reconocimiento y redistribución en determinados países (entre los años 1988 y 2000), Kymlicka y Banting llegan a tres conclusiones que dan cuenta de que no existe una relación de causalidad entre las políticas multiculturalistas y el menoscabo del Estado de Bienestar (cf. id. 10-45).

En primer lugar, se refieren al efecto de desplazamiento o exclusión (crowding-out effect). Según la mayoría de los críticos del multiculturalismo, incluyendo a Barry, las medidas multiculturalistas hacen que se distraigan el dinero, la fuerza, el tiempo y los demás recursos que debieran destinarse a la redistribución, hacia las prácticas destinadas a fomentar el reconocimiento. Desde su punto de vista, si la gente que hoy se ocupa del multiculturalismo se dedicara a la redistribución, bastante más sencilla sería la resolución de los problemas sociales. Sin embargo, creemos, de acuerdo con lo planteado por Kymlicka y Banting, que esto no es así.

La afirmación de los críticos de que el multiculturalismo quita fuerzas al Estado de Bienestar se fundamenta en la creencia -gratuita- de que existe una masa de gente dispuesta a actuar en defensa de este organismo, pero que se ve distraída por el multiculturalismo. De hecho, vemos que eso no es efectivo; y baste para ello con mirar al ciudadano medio. Si la gente ha dejado de participar activamente o ha disminuido su actuación en pos de la redistribución, es mayoritariamente porque ha perdido la esperanza en el Estado de Bienestar. La pasividad de la izquierda no tiene que ver con el multiculturalismo, sino con sus propios fracasos. En este sentido, las políticas multiculturalistas tienden a significar más un avance en el agenciamiento político-ciudadano que un retroceso, y permiten que las personas puedan volver a mezclarse en política sintiendo que es posible hacer una diferencia. Desde este punto de vista, "el real desafío es que la gente se involucre en política […]. Una vez que se encuentran involucrados, y tienen este sentido de eficiencia política, estarán abiertos a apoyar también otras demandas progresistas" (Kymlicka y Banting 2006 16).

En segundo lugar, dan cuenta del efecto corrosivo (corroding effect) del multiculturalismo, señalando que existe otra línea de pensamiento que sugiere que las políticas multiculturalistas debilitan la redistribución, al erosionar la confianza y solidaridad entre los ciudadanos.31 Según este punto de vista, el error del multiculturalismo está en realzar lo que diferencia a las personas en vez de lo que las hace iguales.32 De este modo, la gente que históricamente apoyaba el Estado de Bienestar, porque sentía que ayudaba a alguien como él mismo, con una identidad común y un mismo sentido de pertenencia, deja de hacerlo, ya que considera que ahora se trata de un otro. Una versión más matizada de esta corriente señala que el problema del reconocimiento de los subgrupos surge, en parte, por la necesaria mirada retrospectiva que este conlleva. El reconocimiento de las minorías lleva por lo general consigo el reconocimiento de una historia de dominación, estigmatización y exclusión, lo que genera una serie de quejas y desconfianzas recíprocas. Otra versión sostiene que es más probable que se resienta la solidaridad en aquellos casos en que existen instituciones separadas, pues de este modo se generan universos paralelos que restringen el entendimiento mutuo y hacen más difícil la cooperación (cf. Barry 2002a 88).

Frente a estas afirmaciones, Kymlicka y Banting señalan un argumento similar al expresado ante la crítica precedente: que, al desarrollar sus motivos, los críticos asumen que con anterioridad a la implementación de las políticas multiculturalistas existían altos niveles de solidaridad y confianza interétnica, y se olvidan que la historia de Occidente está marcada por políticas asimilacionistas y de exclusión, precisamente porque no existía dicha confianza y solidaridad. "Los grupos dominantes se sentían asustados frente a las minorías, y/o superiores a ellas, y/o simplemente indiferentes respecto de su bienestar, así que intentaban asimilarlas, excluirlas, explotarlas o quitarles su poder. Esto, a su turno, llevó a las minorías a desconfiar del grupo dominante" (Kymlicka y Banting 2006 17). De este modo, podemos ver que las políticas multiculturalistas no son la causa original de la desconfianza, sino medidas que se toman a consecuencia de ella, de manera que los grupos mayoritarios no teman o desprecien a las minorías, y estas últimas confíen en la sociedad. El reconocimiento de las injusticias cometidas actúa como afirmación del deber público de combatirlas en el futuro.

Por último, los autores se refieren a una tercera línea de pensamiento que sugiere que el multiculturalismo produce un diagnóstico equivocado respecto de los problemas sociales (misdiagnosis effect). Consideran, como lo hace Barry, que esta corriente culturiza los problemas, esto es, que encuentra en la base de toda desventaja la falta de reconocimiento cultural, en circunstancias donde la cultura no es ni la pregunta ni la respuesta al tema en cuestión. Los críticos señalan que, de este modo, las medidas que se toman no generan beneficios para los desaventajados, o lo hacen en una medida muy baja, pues se pierden de vista o se malentienden las causas reales de los problemas. Kymlicka y Banting distinguen dos formas en las que esta crítica se presenta. Por una parte, hay quienes reclaman que el énfasis en la diversidad cultural ha desplazado la atención sobre la raza, dejando de lado los problemas característicos de determinados grupos como, por ejemplo, los afroamericanos. Y, por otra parte, una segunda versión señala que la atención especial en la cultura ha hecho desatender las diferencias que se fundan en la clase, y de esta forma se han hecho menos frecuentes las alianzas entre distintos grupos étnicos para defender sus intereses comunes. Al centrarse únicamente en las diferencias étnicas y culturales, se dejan de lado los problemas económicos comunes, como son la deficiencia educacional, la falta de acceso al mercado laboral, las condiciones indignas de trabajo, los sueldos de hambre, etc. Lo principal de esta crítica no apunta simplemente a los recursos que se distraen (como en el efecto de desplazamiento o exclusión), sino a la distorsión en la comprensión de la gente sobre las causas de las iniquidades.

Nos parece que esta crítica tendría pleno sentido si el multiculturalismo efectivamente tomara como causa única de los problemas la falta de reconocimiento cultural de las minorías.33 Sin embargo, no es así; no ignora otras causas ni minimiza su importancia, sino que simplemente agrega al debate público otra fuente de desigualdades. Kymlicka y Banting señalan una posible razón por la cual podría pensarse que considerar la cultura como raíz de injusticias anula otros factores como la clase y la raza: si las personas tuvieran un sentido de justicia limitado, entonces, al dar relevancia a un determinado tipo de injusticia, necesariamente deberían desestimar otro. Pensamos, por el contrario, que lo más probable es que el sentido de justicia se vaya desarrollando, y las personas incrementen su sensibilidad frente a diversas circunstancias, a medida que tomen conocimiento de ellas.

Para evitar diagnósticos equivocados, lo importante es que la gente evite […] presupuestos dogmáticos. Como la relevancia de ciertos tipos de desventajas difieren entre los distintos grupos, y a través del tiempo, es importante que la gente tenga la mente abierta respecto de esto, y esté dispuesta a considerar las demandas y evidencias tal como sean presentadas por los distintos grupos. […] ¿Alienta [el multiculturalismo] a la gente a asumir que las desigualdades culturales son el verdadero problema, sin examinar la evidencia de los casos particulares? ¿O, en vez de eso, generan las políticas multiculturalistas el espacio para un debate abierto sobre su relativa importancia? (Kymlicka & Banting 20)

Los autores sostienen que tanto en la teoría como en la práctica las políticas multiculturalistas han contribuido al debate. Al rechazar la teoría monocausal de la historia de las desigualdades, contravienen la idea de que las desventajas puedan reducirse a una sola injusticia, y permiten así una visión menos sesgada de los problemas sociales. Creemos que ampliar el espectro de entendimiento no reduce las luchas sociales, sino que las fortalece.

3. Conclusión

En las páginas precedentes hemos sometido a crítica la tesis defendida por Barry de que una lectura correcta del liberalismo igualitario debería llevarnos, necesariamente, a rechazar las políticas de la diferencia por su supuesta incompatibilidad con las políticas de redistribución. Ese antagonismo se sustentaría en el dudoso beneficio que conllevan las políticas de la diferencia al rechazar las políticas de la solidaridad, fundamentales para alcanzar los fines que pretenden lograr las reglas del tratamiento igualitario. A estas alturas, un ejemplo del propio autor resulta muy esclarecedor para comprender el alcance de su postura: el poder de veto sobre las políticas públicas que tienen ciertas minorías étnicas o nacionales se traduce, paradojalmente, en un bloqueo que perpetúa el statu quo. Dado que los que tienen ese derecho son, por lo general, los grupos desaventajados y oprimidos, tener la potestad de veto los habilita tan sólo para evitar los cambios perjudiciales para sus intereses. Una meta demasiado modesta y además costosa, sentencia Barry, para tanto alboroto multiculturalista. Costosa, porque la tendencia endémica del multiculturalismo de asumir que los atributos culturales son los rasgos distintivos de todos los grupos lleva al error de considerar que cualquier injusticia que enfrenta el grupo se relaciona con esos atributos, bloqueando las políticas de la redistribución en áreas tan relevantes como la educación, el trabajo digno, la salud, la vivienda, etc. Al final de cuentas, el multiculturalismo haría que la persecución de su agenda haga más difícil alcanzar las políticas igualitarias, al menos en dos modos: "como mínimo, desvía la oferta política lejos de las metas universalistas. Pero un más serio problema es que ese multiculturalismo puede fácilmente destruir las condiciones para articular una coalición transversal a favor de la nivelación de oportunidades y recursos" (Barry 2002a 325).

Creemos que Barry no está en lo cierto por varias razones que hemos expuesto a lo largo del trabajo, y que ahora queremos resumir brevemente. En primer lugar, la expresión multiculturalismo puede ser utilizada normativamente para aludir a una ideología que mira con buenos ojos la diversidad cultural, buscando el igual reconocimiento de los grupos culturales por parte del Estado. En ese sentido, el multiculturalismo podrá ser más o menos intenso, dependiendo de la radicalidad de sus demandas, pero lo decisivo es que, en sus formas más moderadas34, rechazaría un modelo esencialista de las identidades de grupo que permitiría desestimar las políticas de la identidad distinguiéndolas de las políticas de la diversidad, aun cuando estas últimas sean perfectamente compatibles con las políticas de redistribución (Squires 2002). Por otra parte, el término multiculturalismo también se refiere al conjunto de políticas públicas que se institucionalizan con la finalidad de ayudar a las minorías culturales material o simbólicamente. Reparar en esta distinción es relevante, porque puede suceder que un Estado rechace la ideología del multiculturalismo, pero mantenga políticas públicas que busquen beneficiar o igualar a dichas minorías (Miller 2006).

En segundo lugar, apoyándonos en la comparación que Mendus hace entre la postura de Barry y la de Parekh, podemos suscribir la idea de que un liberal igualitario podría ser multiculturalista, siempre y cuando considere que la identidad cultural no es un asunto respecto del cual los agentes morales decidan voluntariamente, sino que tie ne que ver con el modo en que el azar condiciona culturalmente la configuración de la identidad individual. El problema es que lo anterior presupone, obviamente, que podamos trazar una línea preinstitucional y precisa entre lo que es consecuencia de la suerte y lo que procede de nuestras decisiones autónomas, lo que está muy lejos de ser algo pacífico. Pero, a mayor abundamiento, continúa Mendus, al establecer una línea divisoria suerte-decisión erigimos como pregunta central la cuestión de si la religión y la cultura son elegidas o dadas, y perdemos de vista el problema realmente importante: si el compromiso religioso o cultural puede obstaculizar nuestra capacidad para tener una vida plena. Al enfatizar la dicotomía suerte-decisión, los igualitaristas -liberales o multiculturalistas- se esfuerzan exclusivamente en contraatacar los efectos de la suerte, omitiendo la remoción de la opresión social. Dicho de otra manera, creemos que no todos los problemas pueden ser reconducidos a una política de redistribución de recursos. Por eso mismo, el liberalismo igualitario (o alguna forma de multiculturalismo de la suerte) puede encubrir situaciones de opresión, y las políticas multiculturalistas -entendidas como aquellas que van más allá de los problemas de redistribución- pueden fortalecer el Estado de Bienestar, puesto que no se oponen a las políticas de redistribución, sino que las complementan.

En tercer lugar, como plantea Kymlicka (2002 327-376), si bien es posible distinguir conceptualmente las políticas de la diferencia de las de redistribución, la verdad es que en la vida real aparecen mezcladas y suele ser difícil separarlas. Pero más importante todavía es que no

[E]s difícil imaginar una sociedad en la cual las desigualdades económicas y otras sean reducidas drásticamente o incluso eliminadas, pero que tengan una visión degradante de mujeres, minorías étnicas, culturales y religiosas, homosexuales y otros. Después de todo, la igualdad económica no genera por sí misma respeto por la diversidad […] Una sociedad igualitaria podría insistir en una sola y correcta forma de llevar una vida buena. Sus miembros disidentes gozan de igualdad social y económica, pero no de la igualdad para definir y afirmar su identidad. Están destinados a sentirse oprimidos, en el sentido en que se les deniega el respeto público igualitario y la libertad de autodeterminación [...] La injusticia no sólo se produce cuando los individuos son explotados, manipulados o cuando se les niegan las condiciones materiales básicas para una vida buena; sino también cuando se les niega la oportunidad de hablar en sus propias voces, modelar y expresar libremente sus identidades […] La opresión y la desigualdad pueden tomar muchas formas, la económica es sólo una de ellas. Aquellos que se avocan a la redistribución, se concentran en una de ellas, aquellos que se enfocan en el reconocimiento, en otras. (Parekh 2006 366 y 367)

De este modo, nos parece que el camino a seguir no debe plantearse en los términos de escoger entre una u otra política, sino redefinir las políticas públicas de modo tal que armonicen el paradigma redistributivo con el paradigma del reconocimiento.

Para terminar, quisiéramos volver al inicio: ¿es efectivo que las políticas multiculturalistas debilitan la redistribución de recursos erosionando la confianza y la solidaridad entre los ciudadanos? La única respuesta plausible es negativa. Los críticos del multiculturalismo olvidan que, mucho antes de la implementación de políticas de la diferencia, existían en los Estados modernos altos niveles de asimilación y exclusión. Luego las políticas multiculturalistas no son la causa de la desconfianza y la falta de solidaridad, sino medidas que se han tomado a consecuencia de ellas, de manera que los grupos mayoritarios no teman o desprecien a las minorías, y estas últimas confíen en la sociedad (Kymlicka y Banting 2006). El reconocimiento de todas las fuentes de dominación y opresión, incluidas por cierto las iniquidades étnico-culturales, no puede sino contribuir significativamente a la reducción de las injusticias y al fortalecimiento del Estado de Bienestar.


* Este artículo forma parte del proyecto de investigación n.º 11080006, financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDECYT - Chile), titulado "Identidad y autonomía en sociedades multiculturales. Bases para una propuesta conciliatoria". Agradecemos la colaboración, en la preparación del presente trabajo, de la tesista asociada al proyecto, Marcela Rey González, licenciada en Derecho de la Universidad de Valparaíso.

1 Nos concentraremos en las críticas al planteamiento de Barry. Para una presentación más amplia, véase Villavicencio.

2 En su libro Apocalípticos e integrados, Umberto Eco distingue dos tipos de actitudes frente a la cultura de masas: la de los apocalípticos, que ven en ella la anticultura, y la de los integrados, que piensan que estamos viviendo una fabulosa generalización en el ámbito de la cultura. Los integrados son la cara optimista del problema, pues creen que hoy todos los bienes culturales están a disposición de todo el mundo, "haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información" (Eco 30). Creemos, por el contrario, que es (en parte) una de las desagradables consecuencias del liberalismo asimilacionista.

3 Según la RAE, la palabra paranoia tiene su etimología en los términos griegos pará (contra) y nóos (espíritu). Tiene sentido relacionar el origen de esta palabra con las consecuencias de quien la padece.

4 Frente a la afirmación de Kymlicka de que existe un consenso respecto al liberalismo cultural, y que la discusión se produce en cuanto a cómo implementarlo y desarrollarlo, Barry señala que lo que ocurre no es que no exista oposición, sino que quienes escriben acerca del tema son siempre multiculturalistas, y por eso parecen estar de acuerdo. Lo que intenta hacer en Culture and Equality es criticar el multiculturalismo desde el interior de la filosofía política, pues piensa que hasta el momento no se ha hecho (Barry 2002a 6).

5 Un claro ejemplo de la serie de respuestas que provocó el ataque de Barry al multiculturalismo se encuentra en Multiculturalism Reconsidered (2002).

6 Un caso ilustrativo es la lectura que hace Barry de la postura de Iris Marion Young (1997 48-53). No podemos extendernos más aquí en la teoría de Young, pero nos parece de toda justicia apuntar algunos puntos centrales de su teoría. El eje que articula todo el planteamiento de esta autora es un nuevo concepto de opresión: "[…] la opresión designa las desventajas e injusticias que sufre alguna gente no porque un poder tiránico la coaccione, sino por las prácticas cotidianas de una bien intencionada sociedad liberal […] La opresión así entendida es estructural y no tanto el resultado de las elecciones o políticas de unas pocas personas" (Young 2000 74-75). Ahora bien, la opresión no sólo afecta a los individuos, sino a los grupos en que estos se insertan, entendiendo por tal "un colectivo de personas que se diferencia de al menos otro grupo a través de formas culturales, prácticas y modos de vida [que los constituyen aunque pueden trascender o apartarse de la identidad grupal]" (id. 77). Existen diversas clases de opresión (explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y violencia). Para los efectos de esta apretada síntesis, baste ofrecer como ejemplo la explotación de género que Young grafica así: "No ha sido difícil para las feministas demostrar que la opresión de las mujeres consiste, en parte, en una transferencia, sistemática y no recíproca de poderes de las mujeres a los hombres. La opresión de las mujeres no consiste meramente en una desigualdad de estatus, poder y riqueza resultante de la práctica por la cual los hombres han excluido a las mujeres de las actividades privilegiadas. La libertad, poder, estatus y autorrealización de los hombres es posible precisamente porque las mujeres trabajan para ellos. La explotación de género tiene dos aspectos: la transferencia a los hombres de los frutos del trabajo material y la transferencia a los hombres de las energías sexuales y de crianza" (id. 89). Luego, la autora sostiene que las injusticias producto de la explotación no se terminarán por medio de la redistribución de bienes, puesto que mientras no se modifiquen las prácticas institucionalizadas y las relaciones estructurales, los procesos de transferencia volverán a crear una desigual distribución de beneficios con el tiempo. "Hacer justicia donde hay explotación requiere reorganizar las instituciones y las prácticas de toma de decisiones, modificar la división del trabajo, y tomar medidas similares para el cambio institucional, estructural y cultural" (id. 93). Para un análisis de esa lectura tergiversada de Young, véase Kelly (65-74): Barry presenta parcialmente la posición de la autora, dejando de lado como base de constitución de los grupos la experiencia común, lo que genera problemas a la hora de explicar ciertos grupos culturales, como, por ejemplo, los británicos.

7 "Por extraño que parezca para los académicos repudiar la Ilustración, vale la pena notar lo popular que se ha vuelto el deporte de 'golpear' a la Ilustración en los últimos años. Especialmente entre los académicos pop y los periodistas que los siguen, se ha vuelto un lugar común que algo que ellos llaman 'proyecto ilustrado' ha 'pasado de moda'" (Barry 2002a 9).

8 Esto parece aún más extraño si consideramos que toda su construcción teórica se nutre del liberalismo, postura que se alimenta de la tradición analítica.

9 Recordemos, no obstante, que Barry sí distingue el nivel descriptivo del multiculturalismo del prescriptivo, alegando que los sostenedores de las políticas de la diferencia dan un papel corrupto al término, pasando del hecho a la norma sin problemas. Véase Barry (2002a 23).

10 Para una mejor ilustración acerca de las dimensiones prácticas e históricas de este fenómeno, véase Kymlicka y Banting (177-221) en relación a los casos de Holanda y Alemania.

11 Barry argumenta que, de este modo, la retórica antiliberal de ciertos multiculturalistas no sería incongeniable con la derecha reaccionaria. Sugiere como exponentes de esta retórica a Iris Marion Young y James Tully (Barry 2002a 11).

12 Véase nota 6.

13 Como representantes de la Ilustración, Barry menciona autores como Locke, John Stuart Mill, en cierta medida Marx, el temprano Rawls y, por supuesto, él mismo. Alzando las banderas de la contra-Ilustración, Burke, de Maistre, Hegel, Herder, el último Rawls, Walzer, Scruton, Kymlicka, Taylor, Young y Parekh, entre otros (cf. Parekh 2002 133).

14 Para una respuesta a esta afirmación, véase Tully (105-108).

15 Para un análisis profundo acerca de cómo se relaciona la cultura con la constitución de la identidad de las personas, véase Parekh (2008 8-30).

16 "Que las políticas multiculturalistas se sigan consiguiendo a pesar del alto grado de hostilidad pública existente contra ellas, es un notable tributo a la efectividad de las elites que están comprometidas con ella" (Barry 2002a 299).

17 De hecho, el análisis estadístico hecho por Kymlicka y Banting prueba lo contrario. La tesis de Barry se sostiene principalmente en que las democracias occidentales rechazan el liberalismo cultural por lo que pasa con los inmigrantes, pero se olvida de dos contraejemplos claros: las minorías nacionales y los indígenas. Véase (Kymlicka y Banting 8, 97-104).

18 ¿Es la representación de los grupos que proponen las políticas de la diferencia un buen mecanismo de inclusividad en la deliberación democrática? Para distintas respuestas, véase Kymlicka (1995; 2002), Parekh (2000; 2006; 2008), Kenny.

19 "La asimetría crea una jerarquía y, aunque las relaciones sociales jerárquicas muchas veces pueden ser justificadas desde mi punto de vista, el peligro es que pueden enmascarar o degenerar en sistemas de dominación que deben ser tomados seriamente" (Shapiro 179).

20 Esta pregunta es planteada por Susan Mendus en respuesta a Barry (cf. Mendus).

21 Véase Barry (1995).

22 Barry caricaturiza la posición multiculturalista a través de una historia contada por Martha Nussbaum, quien relata que un antropólogo francés lamentaba en una conferencia que se hubiese erradicado la viruela en India, pues esto significó que cesara el culto de Sittala Devi, la divinidad a quien se rezaba para contrarrestar dicha enfermedad. Según Barry, para el antropólogo, el que la vacuna fuera más eficiente que el dios significaba un ejemplo de la intolerancia occidental a la diferencia. La objeción que se le hizo fue que es mejor estar vivo que muerto, y sano que enfermo, a lo que el antropólogo contestó que esas eran las típicas oposiciones binarias del esencialismo occidental (Barry 2002a 284-285).

23 Para una crítica al concepto de oportunidad, véase Miller (2002 51) y Kelly (64-65).

24 No podemos profundizar aquí en la tesis de Barry. Baste con señalar que, respecto de los gustos caros, es posible reconocer, en general, dos posiciones. Una que, siguiendo a Scanlon, considera ilegítimo entregar mayores recursos a quienes, debido a sus gustos, hacen una mayor demanda de ayuda social. "El hecho de que alguien esté dispuesto a renunciar a una dieta decente con el fin de construir un monumento para su dios, no significa que su petición de ayuda a los otros para llevar a cabo su proyecto tenga la misma fuerza que una petición de ayuda para obtener suficiente alimento, aun suponiendo que los sacrificios que se exige de los otros fueran los mismos" (Scanlon 655-669). En la misma línea, Rawls estima que la base de la idea de responsabilidad supone que cada persona se haga cargo de sus propios fines. Los individuos, en cuanto personas morales, tienen algún papel en la formación y cultivo de sus fines y preferencias últimas. Es parte normal de nuestra condición humana adaptarnos y superar las preferencias impuestas por nuestra crianza (cf. Rawls). Pero ¿cómo evitar la confusión entre un gusto caro y una necesidad cara? Para Amartya Sen, este es el principal problema de la teoría de Rawls, que no presta atención a la diversidad humana. Las personas son muy distintas en sus necesidades, por lo que no podemos entregar los mismos recursos, por ejemplo, a los discapacitados o a las mujeres (cf. Sen 197-220). Dworkin, por su parte, hace una crucial distinción entre la personalidad de un individuo, entendida en un sentido amplio como su carácter, convicciones, preferencias, gustos y ambiciones, y, en segundo lugar, sus recursos personales, relacionados con su salud, fuerza, talentos y otros. Una comunidad política debe tener como meta mitigar las diferencias de recursos personales entre los individuos (por ejemplo, ayudar a quienes son discapacitados), pero no debe compensar a las personas por sus diferencias en personalidad (cf. Dworkin). Con todo, ¿cómo responder al complejo caso de los cuidadores de personas vulnerables, como las mujeres y demás sujetos que voluntariamente deciden realizar actividades de cuidado? Autores como Cohen o Rakowski estiman que no debieran tener derecho a compensación económica alguna, pues "por importante y valiosa que nos pueda parecer una determinada causa, y por muy admirable que nos parezca quien la realiza, la justicia no favorece ningún credo o aspiración o estilo de vida particular al que se le deba proporcionar más recursos u oportunidades" (Rakowski). De igual forma, estima Cohen, no tiene derecho a compensación aquella persona que "decide olvidarse de su propio bienestar por devoción a algún ideal que requiere, de alguna manera, 'auto negación'" (Cohen 9-29). El problema de esta filosofía del autointerés que desalienta a las personas a ocuparse de los demás y a elegir obligaciones de cuidado es, evidentemente, que se trata de normas que no pueden universalizarse, pues parte de la vida es que todos pasemos largos periodos bajo el cuidado de alguien. Son normas, concluye Elizabeth Anderson, que intentan presentar las funciones de cuidado como "elecciones desviadas", universalizando normas andróginas que mantendrán a las mujeres subordinadas y estigmatizadas al realizar una labor que la sociedad considera que no merece compensación (Anderson 287-337).

25 En relación a esto, es relevante tomar en consideración lo señalado por Kelly: "La inclusión social es importante, si no queremos que los grupos sean sujetos de discriminación sistemática sobre la base de sus decisiones y el ejercicio de la libertad de asociación. Otra vez, el punto no es que las decisiones y el ejercicio de la libertad de asociación no pueda tener consecuencias; esas consecuencias importan, si de ellas resulta que algunos grupos sufran desigualdades significativas por un tiempo, lo que a su vez genere diferencias de estatus" (77).

26 Young define la dominación como límites impuestos basados en la institucionalidad respecto de la autodeterminación de los individuos, y la opresión como obstáculos para su autodesarrollo (véase nota 6). Para una clara explicación de la postura de Young, véase Kenny (129-140).

27 Para una interesante aproximación al tema, véase Parekh (2008).

28 Si bien el reconocimiento es generalmente señalado como la antítesis de la neutralidad liberal, existe una nueva tendencia que, antes que presumirlos como opuestos, busca la sinergia entre ambos conceptos. Este argumento postula que la democracia, y no la justicia, es el mayor valor político iluminado por el reconocimiento. Dentro de estos autores encontramos a James Tully, quien considera al reconocimiento -en las palabras de Kenny- una de las condiciones necesarias para un diálogo democrático genuino que habilite a los ciudadanos a entenderse entre sí más plenamente, de manera que se genere un mayor "capital de reconocimiento" (Kenny 148-149).

29 Para un profundo desarrollo del tema, véase Kymlicka & Banting.

30 Como sostiene Kymlicka, el vínculo entre los derechos ciudadanos comunes y la integración nacional está hoy siendo atacado. Muchos grupos (negros, mujeres, minorías indígenas, religiosas, étnicas, etc.) todavía se sienten marginados o estigmatizados. Estos derechos, creados para el ciudadano normal, no se acomodan a las necesidades de otros grupos y por ello solicitan una ciudadanía diferenciada. Las personas deben ser integradas no sólo como individuos, sino también a través de su grupo. Estos grupos demandan formas específicas de ciudadanía, ya sea porque rechazan la idea de una cultura nacional común (quebequenses, catalanes, flamencos y algunos pueblos indígenas), ya sea porque creen que es la mejor forma de integrarse (gays y algunas minorías religiosas) (cf. Kymlicka 2002).

31 Para una respuesta a esta afirmación, véase Crepaz y Kymlicka (2002) en relación al proceso de formación de naciones.

32 Esta crítica es especialmente considerada por Barry, quien señala que "[e]l espectro que hoy acecha a Europa es uno de estridente nacionalismo, autoproclamación étnica y la exaltación de lo que divide a las personas a costa de lo que las une" (2002a 3).

33 Históricamente, el caso paradigmático en este sentido es el marxismo, comprometido ideológicamente con la idea de que sólo existe una desigualdad real, mientras que todos los demás factores serían meramente epifenoménicos y desaparecerían con la abolición de las clases (cf. Kymlicka y Banting 20-21).

34 Pensamos, por ejemplo, en Parekh (2006 367-372), quien -si desea ser consecuente- debería aplicar al propio multiculturalismo su tesis de que, junto a la visión liberal de la vida, existen otras concepciones que contienen visiones valorables de la inmensa complejidad y diversidad de la existencia, encarnadas en valores, prima facie, estimables, y que deben abrirse a un diálogo creativo y a nuevos sistemas de pensamiento, cruzando las fronteras doctrinarias con soltura y confianza, resistiendo rotulaciones esencialistas. La cuestión clave es percatarse de que esa actitud es sólo compatible con lo que Baumeister llama multiculturalismo tenue (thin multiculturalism), en oposición a un multiculturalismo denso (thick multiculturalism) de carácter esencialista (cf. Baumeister 58).


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Selamé G., N., y L. Villavicencio M. «Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar». Ideas y Valores, vol. 60, n.º 146, mayo de 2011, pp. 111-40, https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/36752.

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Selamé G., N. y Villavicencio M., L. 2011. Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar. Ideas y Valores. 60, 146 (may 2011), 111–140.

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Selamé G., N. y Villavicencio M., L. (2011). Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar. Ideas y Valores, 60(146), 111–140. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/36752

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SELAMÉ G., N.; VILLAVICENCIO M., L. Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar. Ideas y Valores, [S. l.], v. 60, n. 146, p. 111–140, 2011. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/36752. Acesso em: 29 mar. 2024.

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Selamé G., N. y Villavicencio M., L. (2011) «Liberalismo, multiculturalismo y estado de bienestar», Ideas y Valores, 60(146), pp. 111–140. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/36752 (Accedido: 29 marzo 2024).

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