Publicado

2011-01-01

Del intraducible lenguaje teatral

Descargas

Autores/as

  • Vladimir Just Universidad Carlos IV
Históricamente, el teatro ha empleado una doble estrategia frente a la competencia de nuevos medios de comunicación como el cine, la televisión, el vídeo, etc.: 1) la incorporación funcional de los nuevos elementos técnicos en su propia poética y 2) el retorno al núcleo insustituible de su modo de ser e intraducible por el lenguaje de otros medios, particularmente al diálogo bidireccional entre el escenario y la sala. En la investigación de este doble lenguaje del teatro, las categorías comunicacionales y semióticas corrientes pueden ser insuficientes para dar cuenta de la esencia de dicha intraducibilidad, descrita diversamente como aura (W. Benjamin), rubato (J. Šafařík) u ostensión (I. Osolsobě).

DEL INTRADUCIBLE LENGUAJE TEATRAL*

THE UNTRANSLATABLE LANGUAGE OF THEATER

Vladimír Just
Universidad Carlos Iv – Praga
vjust@email.cz


Históricamente, el teatro ha empleado una doble estrategia frente a la competencia de nuevos medios de comunicación como el cine, la televisión, el vídeo, etc.: 1) la incorporación funcional de los nuevos elementos técnicos en su propia poética y 2) el retorno al núcleo insustituible de su modo de ser e intraducible por el lenguaje de otros medios, particularmente al diálogo bidireccional entre el escenario y la sala. En la investigación de este doble lenguaje del teatro, las categorías comunicacionales y semióticas corrientes pueden ser insuficientes para dar cuenta de la esencia de dicha intraducibilidad, descrita diversamente como aura (W. Benjamin), rubato (J. Šafařík) u ostensión (I. Osolsobě).

Palabras clave: aura, Walter Benjamin; Commedia dell´arte; Ivo Osolsobě; Laterna magika; lenguaje teatral; ostensión; rubato; Václav Havel.

Theater has historically employed a double strategy against the competition of new media such as the cinema, television, video etc.: 1) functional incorporation of the new technical elements in its own poetics, and 2) return to the irreplaceable core of its being, which cannot be translated into the language of other media, particularly to the bidirectional dialogue between the stage and the auditorium. The research of this untranslatable double language of theater cannot rely on the usual communicational and semiotic categories, since they may miss the essence of that untranslatability, which has been variously described as aura (W. Benjamin), rubato (J. Šafařík) or ostension (I. Osolsobě).

Keywords: aura, Walter Benjamin; Commedia dell´arte; Ivo Osolsobě; Laterna magika; ostension; rubato; theatrical language; Václav Havel.


Lo que vivifica y humaniza el cuerpo de la marioneta, la física del escenario, es la metafísica del auditorio. En las raíces nutricias del arte está la remembranza del hombre de su origen divino, la intuición del templo.

Josef Šafařík, Hrady skutečné a povětrné

Cuando se trata de un tipo de conocimiento que no se puede alcanzar por métodos normalizados y reproducibles porque un papel importante corresponde al talento, la individualidad y, románticamente dicho, la genialidad, no es posible establecer y generalizar los procedimientos para su consecución. La producción de tal conocimiento se asemeja al trabajo artesanal individualizado [...]. Tan pronto como todo brilla y refulge, todo está dominado por videoclips, monitores y computadores portátiles y todo transcurre en el espíritu de la multimedialidad totalizada y el afán por una plasmación gráfica, es mejor dejar de escuchar. La hegemonía de la técnica no sólo se sobrepone a la palabra; ni siquiera admite verdaderos pensamientos.

Konrad Paul Liessmann, Theorie der Unbildung

I

El teatro es un género artístico que tan sólo en Europa posee una tradición continua de más de dos mil quinientos años, y en los rituales religiosos de algunas culturas de Asia o África tiene raíces aún más antiguas. A pesar de ello, al teatro, como modo de contemplación y apropiación del mundo, se le ha negado muy frecuentemente el derecho a la existencia1. Así mismo, siempre que aparecía en la historia de la cultura algún medio de comunicación nuevo y revolucionario (imprenta, fotografía, cine, radio, televisión, video, Internet o resolución en tercera dimensión), usualmente se hacían doblar las campanas justo por el “anciano”, “arcaico” teatro, como un género obsoleto de comunicación artística, como una antigualla sentimental para los neófobos y excéntricos, que pronto sería relegado a una tienda de viejo o, en el mejor de los casos, a un museo.

Sin embargo, lo mismo se le vaticinó nada menos que a la pintura después de la invención de la fotografía, a la fotografía luego de la invención del cine o al libro tras la llegada de la Internet, mientras que siglos antes se temió, para variar, que el libro acabaría con la catedral y, más antiguamente aún, que el alfabeto acabaría con los cuadros. Empero, como señalara el “profeta” de los nuevos medios de comunicación Marshall McLuhan y luego uno de sus legisladores semiótico-críticos Umberto Eco, con la invención y difusión de un medio nuevo, el antiguo generalmente no desaparece, sino que sigue existiendo y prosperando al lado del medio nuevo, aunque con una función modificada. Con la invención de la rueda, la gente no rechazó la marcha ni la carrera; con la introducción del transporte motorizado, no descartó la equitación como un medio de locomoción más rápido que la marcha o la carrera. Por el contrario, sólo entonces redescubrió y desarrolló nuevas posibilidades estéticas, sociales o deportivas de la marcha, la carrera o la equitación. “El automóvil es más rápido que la bicicleta, pero los automóviles no hicieron que las bicicletas se volvieran obsoletas” (Eco 2000, 3).

Es más, la invención de un medio competidor obliga siempre al medio “viejo” a una autorreflexión provechosa, cuyo resultado es la búsqueda, el redescubrimiento y el perfeccionamiento de sus características específicas, de algo en que ese medio es irremplazable e insustituible. Por ejemplo, no es casualidad que el auge súbito y casi explosivo de la pintura moderna y la rápida sucesión de diversos ismos en el último tercio del siglo XIX —desde el impresionismo, fauvismo, expresionismo y cubismo hasta la abstracción geométrica o estructural, el op-art o “art-brutismo”— sólo aparece después de la invención de la fotografía, que había tomado de la pintura muchas de las anteriores funciones tradicionales del realismo figurativo, desde el retrato y la naturaleza muerta hasta la pintura paisajística. De igual manera, cada medio de expresión nuevo, aún inexperto —que en su tiempo de “enfermedades de la infancia” adopta acríticamente los recursos del medio antiguo—, suele buscar su especificidad y encarar su propia autorreflexión. Por ejemplo, el cine se valió inicialmente de los recursos actorales del teatro, recurriendo a la sentimentalidad del melodrama, el pathos del drama histórico o la sobreactuación en lo grotesco escénico, hasta que llegó a entender que “el mayor efecto se alcanza en el cine cuando se actúa lo menos posible” (Arnheim 1932, citado por Benjamin 1963, 30).

A su vez, el medio expresivo anterior puede retroalimentarse del nuevo. Los ejemplos son numerosísimos.

[También en la] pintura moderna hay toda una tradición que no podría existir sin el modelo fotográfico; recordemos, por ejemplo, el hiperrealismo: el ojo del pintor ve la realidad a través del ojo fotográfico. Ciertamente, la llegada del cine o de las historietas eximió a la literatura de algunas tareas narrativas que tradicionalmente debía cumplir; sin embargo, si existe algo así como literatura posmoderna, es precisamente porque fue influida en gran medida por las historietas y el cine. Por la misma razón, hoy ya no necesito un retrato pesado pintado por un artista modesto, y en su lugar puedo enviarle a mi amada una fotografía brillante y fiel; pero este cambio de la función social de la pintura no hizo que la pintura se tornara obsoleta, sólo que los retratos pintados actuales no cumplen la misma función práctica de fijar la semblanza de una persona (lo que una fotografía hace mejor y más económicamente), sino de celebrar a personajes famosos, de modo que el encargo, la compra y la exhibición de tales retratos adquiere connotaciones aristocráticas. Esto significa que en la historia de la cultura nunca ha sucedido que una cosa simplemente acabara con otra. Una cosa ha cambiado profundamente a otra. (Eco 2000, 3)

¿Cómo ha sido entonces el caso del teatro?

II

Pese a los pronósticos de los pesimistas, el teatro ha sobrevivido sano y salvo al advenimiento de todas las nuevas tecnologías y nuevos modos de creación de imágenes artísticas. Ha resistido la dura competencia, ha pasado por milenarias oleadas de cambios tempestuosos impuestos a través de los medios de comunicación dominantes de las más diversas culturas, en diferentes partes del mundo2. Ha sobrevivido a la cultura de las imágenes rituales que se crearon con el fin de explicar la realidad a los iletrados, pero con el tiempo sólo la fueron encubriendo; ha sobrevivido también a la cultura de los textos que debían explicar dichas imágenes a los letrados, pero, igualmente, terminaron encubriendo y oscureciéndolos con la exégesis unilateral y dogmática (por ejemplo, el cristianismo en los tiempos de la Inquisición, el estalinismo, el maoísmo y, en gran medida, el hitlerismo fueron culturas del libro típicamente “oscurecedoras” o, más precisamente, culturas de un libro único).

El teatro ha asistido a todas estas épocas. No siempre, por cierto, ha estado en el centro mismo de la atención; las fuentes del teatro no siempre establecían la base de la mitología y de la literatura nacional como en la antigua India (nombremos la colección de “ditirambos indios” Rgveda o Rgvedasanhita y el antiguo manual sánscrito de arte teatral llamado Natyashastra). Y no siempre ha cumplido a cabalidad la función central del ágora, desde el texto hasta la fiesta ritualizada con asistencia de toda la comunidad, como en la Grecia de la Antigüedad, donde a través del teatro la comunidad se planteaba a sí misma las cuestiones elementales morales, políticas y religiosas de la época, y las resolvía en forma de las grandes tragedias y comedias en honor al dios Dionisio (los interrogantes planteados por ellos los seguimos resolviendo hoy en día, pues de lo contrario no representaríamos una y otra vez dichas obras teatrales). El teatro no siempre tuvo un papel tan destacado como en el Siglo de Oro español, la Inglaterra isabelina, la Francia absolutista de Luis XIV o el Weimar de Goethe y Schiller cien años más tarde. No siempre las obras teatrales han contribuido a derrocar un régimen absolutista, como tuvo la suerte de lograrlo Beaumarchais con sus Bodas de Fígaro en vísperas de la Revolución Francesa. O como cuando, doscientos años más tarde, durante la llamada Revolución de Terciopelo en la Checoslovaquia totalitaria, nació del teatro la principal fuerza de oposición que derrocó el régimen sin violencia y eligió como presidente del país a su líder natural, el autor dramático Václav Havel. Sin embargo, ya sea que el teatro jugara un papel mayor (como en los casos nombrados) o mucho menor (por ejemplo, en los primeros siglos cristianos o en la alta Edad Media, cuando la teatralidad parecía que se estuviera trasladando a otras formas externas de la vida social), su función en la comunidad siempre estuvo de una u otra manera presente.

En lugar de seguir citando más ejemplos acerca de la mayor o menor importancia del teatro, pasemos a la cuestión fundamental: ¿cómo ha cambiado el teatro con la introducción de las nuevas tecnologías en la historia cultural de la humanidad, cómo ha reaccionado a ellas, cómo se ha visto obligado a buscar algo que sea exclusivamente suyo, algo que ya no sea traducible a otro medio? Y ¿qué es en realidad lo que podríamos llamar lo unum necessarium del teatro, lo único indispensable, en que el teatro no puede ser reemplazado y sustituido?

III

En principio, el teatro ha reaccionado siempre con una doble estrategia: a) adaptación (incorporación funcional de las tecnologías más recientes en sus propios recursos expresivos, en su poética), y b) retorno a las raíces, al núcleo inalienable de su existencia, renovación de su modo de ser como creación humana.

Los logros técnicos del Renacimiento, como la invención revolucionaria de la perspectiva (así como las máquinas voladoras “leonardianas” y otros mecanismos escénicos, los juegos pirotécnicos, los efectos de humo y sombras, los espejos, las maravillas del tipo de la camera obscura, etc.) fueron apropiados y aprovechados por el teatro con gran presteza ya en los siglos XVI y XVII, cuando, al lado de los dramas, las pastorales, las mascaradas y el ballet en gran estilo, apareció un género sintético musical y dramático, la ópera, que empezó a difundirse desde las cortes y las mansiones aristocráticas italianas a toda Europa. La ópera —lo mismo que el gran drama histórico o mitológico— no habría podido originarse sin las magníficas posibilidades tecnológicas que le proporcionó la llamada escenografía ilusiva, sin aquellas orgías de efectos y trucos mágicos, cuyo furore deslumbrante culmina en la cultura palaciega y cortesana de la primera mitad del siglo XVIII. Aquí estamos, podría decirse, en el primer nivel de la adaptación del lenguaje teatral al lenguaje de otros medios de la época. Pero, ¡atención!, durante todo el período del que venimos hablando (siglos XVI-XVIII), al lado de aquellos espectáculos opulentos plásticos o musicales con los más diversos aspectos del “teatro de las maravillas” renacentista y barroco3, Europa estuvo dominada por una poética escénica original completamente diferente, surgida también en la Italia del siglo XVI, una poética que ninguna de las disciplinas contiguas puede arrebatarle al teatro: la Commedia dell´arte. La buena vieja comedia improvisada de tipos, o bien de “máscaras” permanentes o inmutables (derivadas de la cultura del carnaval).

Es verdad que la Commedia dell´arte también se nutrió del descubrimiento del escenario con perspectiva (decorados estables de una calle, casa, corte, alcoba), del contraste cómico o fantasioso entre la perspectiva cambiante del personaje (máscara) y la perspectiva inmutable del decorado (fondo neutro de la mayoría de las escenas). También aprovechó en ocasiones trucos escenográficos, efectos estrafalarios y elementos fantásticos (sobre todo cuando parodiaba algún género culto cortesano, como la ópera, el drama mitológico o el teatro pastoril). Sin embargo, también podía prescindir muy bien de cualquier ilusión escenográfica sin perder nada de su unicidad y sin cambiar ni un ápice su poética. La Commedia dell´arte podía representarse en cualquier parte, en el exterior lo mismo que en el interior, en un palacio, en un teatro clásico o en una plaza pública —básicamente, en cualquier lugar elevado junto al cual se pudieran congregar (generalmente por tres costados) los espectadores—. La razón de ello es que esta forma teatral no derivaba su unicidad ni de la literatura ni de la música o las artes plásticas u otro género artístico, sino, únicamente, del teatro. Entre los capítulos significativos del teatro mundial, la Commedia dell´arte fue aparentemente la primera forma —y por mucho tiempo la última— que integró la preferencia permanente por el actor, su participación autorial y su improvisación en un sistema firme como componentes creativos fundamentales. “Es una clase de teatro”, señala Jean-Louis Barrault, “que eleva al actor hasta la cumbre de su propia personalidad. Es un arte que demuestra que la libertad está donde está el saber. Un tonto no puede improvisar durante mucho tiempo” (Barrault 1955, citado por Kratochvíl 1973, 243).

Lo paradójico es que, si bien la Commedia dell´arte no fue un derivado de la literatura ni de las artes plásticas, las únicas noticias sobre su existencia y aspecto nos han llegado a través de la literatura y las artes plásticas (guiones, reminiscencias literarias o pinturas y grabados italianos y franceses de la época). Aunque algunos de sus tipos (Dottore, Arlecchino, Scapino, Sganarelle, Mirandolina, Truffaldino, Scaramuccia) ingresaron en la “gran” literatura o la ópera, lo esencial de la Commedia dell´arte no fue marcado o registrado por estos géneros. La razón es que aquella propiedad con que la Commedia dell´arte encantó durante dos siglos a Europa e inspiró todavía a los románticos del siglo XIX4 y, particularmente, a varias vanguardias del siglo XX5, permanece en un principio que ni la literatura ni ningún otro medio puede traducir. Se trata de un acto (inter-acto) de transmisión de dos energías espirituales, transformadas en un lenguaje sensible; un acto de mutua confrontación, consonancia y potenciación (sinergia), donde, a partir de dos componentes constituyentes del teatro como género (actor y espectador presentes aquí y ahora en la génesis de la obra), surge un tercer ente, que no estuvo ayer y no estará mañana: la representación teatral.

Como notara ya hace setenta y cinco años el analista alemán de la crisis del arte en la “edad de la reproducibilidad técnica”, Walter Benjamin, lo anterior es justamente lo que diferencia al teatro, desde su germen, del cine y otras re-producciones públicas de obras creadas de antemano y fijadas técnicamente. Benjamin llamó este fenómeno aura y constató su intransferibilidad, especialmente para el hombre en el cine:

El aura depende de su hic et nunc. No se puede reproducir. El aura que irradia de Macbeth en escena es percibida por el público necesariamente como un aura que envuelve al actor en este papel. En cambio, la particularidad de la toma en el estudio de cine consiste en que en lugar del público coloca los aparatos. Al desaparecer el público, desaparece el aura que envuelve al protagonista, y con ella la del personaje representado. (Benjamin 1963, 29)

Esta transmisión bilateral y recíprocamente multiplicadora del potencial energético de dos sujetos para generar imágenes, irradiada de un cuerpo vivo a otro cuerpo vivo6, tiene desde luego un carácter eminentemente sígnico. Los dos sujetos del diálogo se comunican el uno con el otro mediante un milenario código lingüístico convenido (el lenguaje de imágenes escénicas y el lenguaje de reacciones de los espectadores), es decir, mediante signos. Como todo signo, éstos también producen significados; pero son significados que apenas se están produciendo y enseguida se corrigen, válidos tan sólo “aquí y ahora”. Tal parece que hasta no verse asediado por los nuevos medios de comunicación, el teatro moderno (y posmoderno) no se diera cuenta, en una reacción de autopreservación, de su olvidada ventaja comparativa; a saber, que este “aquí y ahora” es lo que ofrece y tematiza el sentido y el “mensaje” (dicho anticuadamente) de la performance teatral:

Mientras que el actor clásico reúne en sí el genio de la encarnación (lo consideramos Hamlet) y el genio de la alocución (asegura la conexión directa hacia el público), en el teatro de los últimos años [...] la capacidad de encarnación cede en favor de la calidad del perfomer que comunica mediante su individualidad única e idiosincrásica. Con ello la actividad del actor se desplaza hacia la autodeixis, hacia el tema de su presencia [...]. En el teatro contemporáneo ya no se considera primariamente el espacio como denotatum de un espacio ficticio, ni el tiempo se considera primariamente denotatum de un tiempo ficticio, sino que se presenta y autoexhibe aquel “aquí” y “ahora”. (Lehmann 2005, 57)

Ésta es, digamos, la mirada desde el otro lado del proscenio, desde el punto de vista del actor. De manera menos erudita, y basándose en otro aspecto, Václav Havel aborda el mismo fenómeno del “aquí y ahora”. Habla desde un lado muy diferente del proscenio: habla desde el lugar de supervisor temporal de sala, de un dramaturgo de teatro de vanguardia y de un autor que vigila minuciosamente su texto, cuyos significados, incluido el significado del acto de nombrar el mal social, ya no están, sin embargo, en su poder ni tampoco en el poder de la dirección escénica; apenas están aconteciendo en el público, a cuyas interpretaciones transformadoras permanecen abiertos:

En el auditorio todo es realmente diferente de estar en casa sentado en una poltrona. Un sinnúmero de veces en el Teatro de la Balaustrada [Divadlo na Zábradlí, Praga] vi mis obras en función de supervisor temporal de las representaciones, y tuve la ocasión de estudiar detalladamente las reacciones del público. Y cada vez me daba cuenta de las dimensiones tan diferentes que adquiere todo allí. Si lees una obra teatral en la que se nombra el mal, fácilmente sólo puedes deprimirte; pero si ves la misma obra en el teatro, en esa atmósfera de entendimiento mutuo, tienes de repente una sensación muy distinta. Hasta la verdad más dura, si es pronunciada en voz alta y delante de todos, se convierte de pronto en algo liberador. En una ambivalencia bella y propia tan sólo del teatro, su horror se une con algo completamente nuevo, desconocido por la lectura: con la alegría (vivida colectivamente y sólo colectivamente experimentada) de que “por fin se dijo, se destapó”, de que la verdad ha sido articulada en voz alta y en público. Nótese que en la ambivalencia de esta experiencia está lo que desde tiempos inmemoriales está ligado al teatro: la catarsis. (Havel et ál. 2010, 163-164)

Siendo esto así, resulta secundario para nosotros si esa sinergia o transmisión de dos energías que producen signos y significados se realiza a través de una cosa, animada por el teatro. Por ejemplo, por medio de una marioneta, animada en ese momento por un actor vivo y presente (que saca una gama inagotable de significados del contraste entre el material inerte y su presencia viva). O por medio de una máscara, bajo la cual también percibimos, con base en el contraste o la consonancia, un cuerpo humano concreto, un temperamento humano y un alma7.

Un asunto muy diferente es si el código sígnico a través del cual se conduce el diálogo de dos energías se realiza con base en las capacidades externamente imitadoras o internamente enunciadoras del habla, del canto, de la mímica, de la gesticulación o de la acrobacia. Dicho en términos semióticos, si el diálogo transcurre, usando la clasificación de Peirce, sobre la base de tal o cual iconicidad sígnica (todas las formas más o menos realistas de la representación actoral y escenográfica y de dirección escénica), o si tiene un carácter de índice (todos los ismos posrealistas, basados más en la expresión que en la mimesis), o, eventualmente, de símbolo (el uso de marionetas y los medios cinéticos del teatro moderno o alternativo, el teatro abierto o total, el ballet no figurativo, sin argumento, el happening, lo grotesco dadaísta o surrealista, etc.). Mucho más importante es que esta transmisión de energías que se potencian mutuamente no puede ser sustituida por ningún otro género artístico existente y por ninguna tecnología de la comunicación hasta hoy inventada, incluidas las maravillas holográficas de las tecnologías en tercera dimensión.

IV

Sobre los signos producidos por el escenario se han escrito millones de páginas, a menudo contradictorias (del taller de las más diversas escuelas psicológicas, sociológicas, estructuralistas, semióticas o antropológicas), que desbordan todas las bibliotecas y archivos teatrales del mundo. Se ha escrito mucho menos, pese a numerosas y valiosas investigaciones en sociología del público, sobre el lenguaje sígnico de la sala. Desde el punto de vista teórico, se presupone y reconoce, casi automáticamente, que el público también participa en la creación de la representación teatral; pero, más allá de este reconocimiento, muy pocos se ocupan de su aporte artístico. Repasemos, pues, para empezar, un par de verdades elementales, fijándonos en las posibilidades más básicas de la competencia lingüística teatral del público8. ¿Qué medios de comunicación y qué conjunto de signos (langue) ofrece la representación teatral a espectadores teatralmente competentes para sus actos de habla (parole)?

En el teatro que nos interesa, es decir, en un teatro que usa sólo su propia habla auténtica, el lenguaje de las reacciones de los espectadores incluye claramente la risa, con sus diferentes géneros, subgéneros y matices significativos, desde las risas individuales, socialmente aglutinantes y reforzadoras de la comunidad, hasta las risas demoledoras de algún tabú (lingüístico, de etiqueta social, erótico, etc.), o eventualmente venenosas, iracundas, satíricas, socialmente críticas o subversivas (todas estas risas se escuchaban en los años sesenta en la sala del teatro Na Zábradlí de Havel). Y, hablando de la risa, no podemos pasar por alto su opuesto emotivo, el llanto. En el teatro, generalmente, no hay ningún sollozar masivo, acústicamente expresivo, como en los funerales gitanos; con frecuencia son reacciones mucho más introvertidas, pero dotadas de una capacidad semiótica comunicativa nada despreciable. El solo hecho de que filas enteras de espectadores traten de reprimir las lágrimas o empiecen a entresacar como en cadena sus pañuelos es un mensaje suficientemente legible sobre el estado emocional del público.

Y, desde luego, está el aplauso. Aquí vale el principio básico de la teoría de la información: el mensaje porta tanta más información cuanto menos es esperado en el contexto dado. Por lo tanto, en el teatro siempre porta más información el aplauso con la escena abierta, es decir, en la mitad y no al final de la pieza, del diálogo o monólogo o del aria. Este aplauso introduce en la representación un efecto de extrañamiento artístico no planeado, es extracción de un significado oculto del texto (que se le escapó al censor así como al “lector de la poltrona” de Havel) y llamada de atención sobre la significación del subtexto, que de otra manera pasaría inadvertido. A veces esta clase de aplauso (lo mismo que la risa) tiene un carácter de énfasis irónico, o bien de ruptura del contexto acostumbrado; pero siempre es una iluminación de la situación comunicativa desde un ángulo inesperado y, por ende, un acto de un reconocimiento súbito, una denominación pública de la situación (volvemos al ejemplo de Havel), tanto dentro del teatro como fuera de él (en la sociedad). El opuesto del aplauso es (o suele considerarse) el chiflido. Aquí entra en el juego un recurso soberano —o, si se quiere, tropo poético— del extrañamiento artístico. Al igual que la risa y el aplauso, el chiflido en el teatro puede tener, además del significado original negativo, un significado invertido: puede expresar asentimiento, mientras que el aplauso puede ser señal irónica de protesta.

Cabe mencionar, asimismo, diversos ruidos e interferencias, que pertenecen como una redundancia necesaria a todo tipo de comunicación. En el teatro sucede que si estos ruidos, emitidos por el organismo vivo del público que reacciona, adquieren cierta intensidad (carraspeo, suspiros, susurros, interjecciones mordaces, miradas al reloj o al teléfono celular, lectura o incluso envío de mensajes de texto, el espectador que no se soporta en su asiento o hasta abandona la sala), pueden portar también significados con un valor agregado. Los ruidos son señal externa de los estados de ánimo del público: pérdida de motivación, de concentración y de contacto, intranquilidad emocional, desazón, disipación, todo lo que podemos resumir bajo el denominador común del enemigo capital del teatro: el aburrimiento.

Incluso el didáctico Bertolt Brecht sabía, por la práctica, por qué repetía hasta la saciedad, en el Pequeño órganon para el teatro y en otras partes, que el teatro de un siglo científico lo puede todo, absolutamente todo, excepto una cosa: aburrir.

El opuesto del ruido es otro de los signos indispensables del lenguaje de las reacciones del público: el silencio. Sin embargo, el silencio no es sólo un opuesto mecánico del ruido, ni tampoco una condición necesaria de la percepción pública de una obra artística (como en un concierto de música clásica). El silencio del público teatral en un teatro resonante es un silencio vivo, elocuente, diciente y variable: a veces contemplativo y concentrado, otras veces gélido, premonitorio y hasta amenazador (“calma antes de la tormenta”); en algunas ocasiones es embarazoso y perplejo, en otras, amable y tierno, hasta cariñoso y lleno de empatía; y, también, existe un silencio que alborota y clama. Hay silencios en el teatro que saben retumbar. Si de repente doscientas, seiscientas o mil diferentes individualidades reunidas en un espacio se unen espontáneamente, al mismo tiempo, en el signo acústico absolutamente concentrado del silencio (que se escucharía caer un alfiler), entonces quien haya estado parado alguna vez en un escenario (como lo hizo el autor del presente escrito durante veinte años) confirmará que se trata, paradójicamente, de una señal sumamente explosiva por parte del público. Una señal que no es posible ignorar, por sus consecuencias de largo alcance para el tempo-ritmo de la representación y del trabajo actoral individual.

Así como un vinicultor experto sabe distinguir por el solo olor y color decenas de matices de diversas especies de vino, y con sus órganos sensoriales adiestrados reconoce la cantidad de sus múltiples estratos de sabores y tonos, así también un actor experto (performer) sabe “degustar” diferentes silencios y ruidos y otras señales del público, y ajusta automáticamente su disposición momentánea y el tempo-ritmo de su trabajo de acuerdo con lo que percibe. “Eso lo vivimos en [el teatro] Reduta”, recuerda en sus text-appeals9 vanguar distas el fundador del movimiento checo de las pequeñas escenas de los años sesenta, Ivan Vyskočil, actor, autor y docente:

[...] se levantaban las manos como si la gente pidiera la palabra, los espectadores hacían a veces gestos de aprobación, como diciendo que así querían tener la obra. Otras veces eran gestos de rechazo: eso no lo debieron incluir ustedes, yo lo quitaría. En un momento dado un espectador cambia de posición en su asiento, se inclina hacia adelante o se para, como si quisiera ver mejor. [...] En otros momentos de confianza se pone cómodo, se relaja, disfruta [...] Por algunas representaciones exitosas en Reduta sé cuánta actividad física desarrolla durante una función un espectador así, y en qué medida es un partícipe que no tiene texto. [...] Pero quieras o no quieras, a las sugerencias de este partícipe les harás caso en el escenario. Esto quiere decir que en este nivel gestual realizarás [...] un diálogo. (Vyskočil 1969, 18)

Lo anterior no significa querer congraciarse con el público; es tan sólo una búsqueda humilde de un código común mediante el cual nosotros en el escenario y ustedes en la sala (o viceversa) estaremos hoy, aquí y ahora comunicándonos unos con otros. El conocimiento del lenguaje es un presupuesto indispensable del diálogo, de la conversación. El hecho de que el actor-performer sepa descifrar con certeza este lenguaje sígnico finamente matizado del público —con sus diferentes fonemas y morfemas, el lenguaje que el público emite hacia el escenario— significa ni más ni menos que el artista teatral percibe y reconoce al público como un interlocutor igual para el diálogo, sin considerar este axioma como un frase vacía. El actor respeta el hecho de que no sólo él en la escena, sino también el espectador en la sala es un artista, pues él también llega al teatro (seguimos teniendo en mente un teatro vivo) dotado de la capacidad de fantasía, de proyección interior de imágenes y de su expresión exterior por medios acústicos y mímicos. Escuchar a un espectador así significa no sólo no buscar congraciarse con él, sino, por el contrario, plantearle exigencias: reconocer no sólo en la teoría sino también en la práctica que “ser espectador teatral es a su manera un arte exigente [...] arte de saber mirar”. Porque, siempre en palabras del Néstor de la teatrología alemana, “fracasar pueden no sólo los actores sino también los espectadores, cuando no dominan su ‘papel’” (Lazarowicz 2005, 24). Según su colega más joven,

ninguna otra forma artística exige tanto de la condición momentánea física y psíquica del receptor como el teatro. Un público “cansado” que no está “sintonizado” hace daño a la actuación en el escenario, mientras que un público “vivo” les exige a los actores y contribuye a su rendimiento. [...] La producción y la recepción vienen a ser una sola cosa en el teatro, no se suceden en el tiempo, sino que transcurren simultáneamente. (Brauneck 1991, 25-27)

Dijimos antes que el lenguaje escénico del teatro, particularmente en su mainstream (es decir, en los registros tradicionales, clásicos y realistas), suele tener un aspecto icónico (menos frecuentemente indicial o simbólico). Por el contrario, en el caso de la sala, el primer tipo, icónico, que es el principal (si seguimos con la tipología de signos peirceana), está del todo descartado. El espectador no “imita la naturaleza”; lo que hace en el teatro es de una vez transformarla, terminar de crearla y corregirla con sus reacciones sensorialmente perceptibles, con las cuales traduce al exterior sus sensaciones interiores. Aquí se trata principalmente del índice (relación de causa y efecto, estado interior y su expresión) o, a veces, de signos con cierto carácter simbólico (una parte por el todo), pero nunca de signos icónicos.

Sin embargo, hay una diferencia más de fondo. Mientras que el instrumento y el objetivo de la acción del actor no son —si aceptamos la paradoja intencionalmente agudizada de Denis Diderot— sus propias emociones (emociones reales, experimentadas “aquí y ahora”), sino las emociones del público, y a ellas y sólo a ellas se dirigen todos los signos creados por el actor, en el otro lado del proscenio es lo contrario. Aquí se trata de emociones reales, auténticas, genuinas (si excluimos los comportamientos escenificados de antemano, por ejemplo, de barras contratadas), y sólo posteriormente de su exteriorización y comunicación mediante el mencionado lenguaje sígnico. Si para los actores en el escenario vale la máxima de que el fin (las emociones del público) justifica los medios, para el público, los medios (el lenguaje teatral, ofrecido para el diálogo) justifican el fin; es decir, o bien los medios producen la emoción (y reacción) correspondiente, o no la producen. La sala, que por lo menos en la edad moderna se ha visto limitada en su libertad por filas y asientos ordenados y otras restricciones técnicas, está luego más libre en sus reacciones.

El filósofo checo Josef Šafařík utiliza a menudo la metáfora del teatro para describir el actual constructo racional, postiluminista del mundo: “La vida tiene la dimensión de la profundidad del mar, que el sol mismo apenas alcanza a iluminar en una capa delgada de la superficie. Reduzcamos la vida a esta superficie iluminada o iluminable, y de golpe estamos en un mundo iluminista: la edad oscura de las catedrales se encendió convirtiéndose en la edad del teatro” (Šafařík 2008, 139). No es, sin embargo, como podría parecer, una metáfora premonitoria contra la superficialidad, sino más bien plurisignificante. Inspirado, al igual que nosotros, en la paradoja de Diderot, el filósofo ve la única esperanza del mundo desolado y por completo teatralizado en el público, y, expresamente, en el público teatral:

Denis Diderot apenas pudo sospechar que al negarle al hombre sentimental una existencia auténtica en el escenario del teatro, anticipaba el tiempo que le negaría al hombre en general una existencia auténtica en el escenario del mundo. No podía saber que todo el carácter humano del teatro consistirá finalmente en que puede ofrecerle al ser humano un refugio en el auditorio, pero que el teatro del mundo carece de auditorio y por eso está dotado de clínicas neurológicas, establecimientos para enfermos mentales, incluso psiquiatría pediátrica. Donde el mundo del teatro tiene el auditorio, el teatro del mundo tiene, summa summarum, el cementerio. (Šafařík 2008, 9-10)

Precisamente en el público capaz aún de sentimientos espontáneos, de una proyección imaginativa y de distanciamiento crítico, ve el filósofo uno de los pocos reductos de libertad en el mundo globalizado:

Porque si el actor es la mecánica del personaje, el espectador es su vida y su alma. El actor procura las lágrimas, pero es el espectador quien llora; el actor exhibe la técnica del amor, pero es el espectador quien ama. Diderot, en el teatro y la ciencia, en el mundo, le dan todas las opciones a aquél, mientras que a éste le atribuyen la “ debilidad de los órganos”. Pero ¡ay del teatro, ay del arte donde el espectador sólo mira, y ay del espectador mismo! [...] Quien contempla el mundo sólo con sus ojos mortales no ve en verdad nada. El ideal del director de escena puede ser el actor como un maniquí preciso, una marioneta mecánica: su éxito depende del espectador, de si éste le inspira o no vida a la marioneta. (Šafařík 2008, 140)

Y como si confirmara nuestra tesis del carácter icónico del escenario e indicial o simbólico de la sala, el filósofo afirma en la frase siguiente: “El escenario aporta la imagen, la superficie; la sala la humaniza con la dimensión interior. Si la máscara es para el actor un papel, para el espectador es encarnación” (140).

V

Sin embargo, los signos y su tipología por sí solos no son suficientes para nuestras reflexiones. Como en todo diálogo verdadero, no se puede tratar de una mera “casa de cambio de imágenes preparadas de antemano”, y mucho menos de una “casa de cambio de respuestas preparadas de antemano”, tal como las conocemos de las formas tal vez más decadentes del teatro actual, a saber, los debates políticos televisados. Dicho con Peter Brook, si no ha de tratarse de un “teatro cadavérico”, es decir, de un teatro-museo, la representación tiene que buscar también algún aspecto de la situación no conocido con anterioridad, que emergerá de la confrontación de energías durante el diálogo y del que ninguno de los participantes tuvo conocimiento previo. En la representación teatral no se trata sólo de semiosis, proceso cognitivo sígnico entre el significado, el significante y el usuario del signo, es decir, un acto de comunicación, reconocimiento y lectura del significado; se trata de algo mucho más esencial: del propio compartir o “estar juntos” auténtico, no mediado por un tercero.

La representación teatral no es sólo un instrumento del conocimiento, sino también —y posiblemente de una manera más esencial— un modo de ser. En la representación no se trata sólo de comunicar, sino de compartir una verdad (Etlík 1999, 11). El compartir como una manera de ser. Ya nos lo indicó la observación de Havel sobre el público del Teatro de la Balaustrada: el teatro no es sólo verificación, comprobación de los significados, sino también su vivencia mutua. No busca sólo tener la verdad, sino estar en ella. En el teatro no nos movemos necesariamente, como siguen afirmando los estructuralistas y semióticos de todos los colores, sólo en el campo de la epistemología (informática, semiótica), sino también en el de la ontología (Etlík 1999, 3). “El artista [en ambos lados del proscenio] necesita libertad, no para hacer lo que quiere, sino para ser quien es. [...] El criterio del artista es habitar el mundo, hacerlo habitable, el criterio del técnico es la capacidad de conquistar el mundo, hacerlo consumible” (Šafařík 2008, 64). Gracias a que el teatro —a diferencia de otros géneros artísticos— tiene como parte integrante el auditorio y “permite a la persona un distanciamiento de su propia imagen, es realmente contrario y opuesto a la ciencia, que no le permite al hombre salirse de su imagen. El mundo de la civilización científico-técnica es la física del escenario sin la metafísica del auditorio” (Šafařík 2008,141). Así el teatro, según Šafařík, se distingue de la tecnociencia por una manera de comunicación fundamentalmente distinta: a diferencia de Sócrates, que “hacía entrar al hombre en su estudio”, el científico contemporáneo conoce el mundo, la vida y al ser humano como si él mismo no existiera, pero como si su conocimiento tuviera existencia real (“la imagen existe sin que exista su autor”; Šafařík 2008, 133). Esto no es posible en el teatro, pues todo teatro vivo basa su existencia completa justamente en la presencia humana; el ser humano es para el teatro la conditio sine qua non.

Todo esto se puede describir muy bien con la ayuda de la terminología y del modo de pensar el teatro que desde hace varios decenios viene aplicando en la teatrología otro pensador checo y —paradójicamente— semiótico, Ivo Osolsobě. Este investigador halló la clave para romper la “tiranía del signo”, dominante en la semiótica mundial: su concepto clave se denomina ostensión. Es un “modo asígnico de comunicación”, una “definición mediante la cosa designada misma. [...] La ostensión es una clase de comunicación en la cual sirve como mensaje la realidad comunicada misma. La realidad es su propia mediadora, es tan ‘elocuente’ que da testimonio de sí misma” (Osolsobě 2002, 17-20). La situación comunicativa básica en la ostensión es la “situación del original presente”, no del “modelo” de la realidad. La situación del original presente es también el “aura” de Benjamin, y es analógica a la situación que H. T. Lehmann llama presencialidad del teatro, en la que la personalidad misma del actor/ performer “aquí y ahora” es para el espectador un factor y un tema más esencial que aquello que el actor comunica al espectador mediante un modelo (signo). Y también más esencial que el “personaje dramático” en el cual se encarna el actor para el espectador. Una situación en la que él mismo, el actor/performer, y no Hamlet, aparece a los ojos del espectador como si fuese ese “personaje dramático”.

Según Ivo Osolsobě, toda comunicación humana (lenguaje), y, con más veras, una comunicación (un compartir) en razón de 1:1 (el llamado modelo token: token practicado en el teatro) posee, además de sus funciones sígnicas polisémicas (“el teatro como comunicación de comunicaciones sobre la comunicación”), un aspecto ostensivo, lamentablemente pocas veces estudiado. Este aspecto puede tener también la horma de diversas destrezas físicas o, por el contrario, imperfecciones, ruido, irregularidades y otras anomalías de personalidad auténticas. Añadamos que, aparte de algunas producciones musicales improvisadas, por ejemplo, las del jazz, el territorio propio de la ostensión es justamente el teatro que llamamos de autor. Es un teatro que pone al actor en la cúspide de su personalidad (desde la Commedia dell´arte hasta el teatro de vanguardia, nuevo o posdramático). En estas formas el aspecto de personalidad en la comunicación (la “situación del original presente”) incluso prevalece.

Sin embargo, si pensamos esto aún más a fondo, llegaremos a la conclusión de que en todo teatro vivo el aspecto ostensivo está también en el comportamiento y la apariencia del público; es decir, no sólo en las reacciones típicas del público trasfundidas en signos comunicativos (véase atrás), sino en sus diferentes manifestaciones y efusiones espontáneas, “crudas”, “despelucadas”, desviaciones del modo estándar de conducta o vestimenta, incluido el papel no despreciable de azares imprevisibles. Todo teatro vivo con un público que reacciona vivamente, participando en la creación y compartiendo, se convierte en un espacio humanamente habitado, en el cual también el espectador crea la “situación del original presente” y no del “modelo” de la realidad, comportándose con autenticidad, sin la mediación del papel como un “original”. Está allí, como dijéramos, en “representación de sí mismo” y no de otros (si no cumple funciones extraartísticas en el teatro, por ejemplo de censor, estadístico, sociólogo o bombero, o eventualmente de agente secreto o “sabueso” en los regímenes dictatoriales).

VI

Josef Šafařík examinó el fenómeno al que le estamos dando vueltas desde el punto de vista del ritmo, usando una denominación que tomó prestada de la terminología musical, rubato. Irregularidad en la regularidad. El tempo rubato es un ritmo libre y vital, un ritmo de libertad. El rubato es así mismo el opuesto del ritmo mecánico de la máquina, cuya ambición es la precisión y la producción en serie. Sin embargo, la gente ha perdido ya la costumbre de tratar con originales, prefiriendo los prefabricados más fácilmente accesibles, asibles y comprensibles. Deslumbrados con las posibilidades de la ciencia y la tecnología, en lugar de inspirarnos con el ritmo de la naturaleza, al menos en el arte (y, especialmente, en el teatro), pensamos en el ritmo de la fábrica. Pero el rubato es siempre un ritmo del original, no de la copia (modelo). Es un ritmo que varía de un caso a otro, es individual, con muchas desviaciones leves, ruidos, errores; porque, tal como sucede en la naturaleza, en la sociedad tampoco existen dos ejemplares humanos totalmente idénticos:

En un roble nacen miles de hojas, pero ni siquiera dos de ellas son exactamente idénticas, y tampoco encontramos dos hojas exactamente iguales en todo el bosque. [...] Desde el punto de vista de la fábrica, la naturaleza trabaja con descuido, imprecisión, falta de economía. Si sus productos pasaran por un control de calidad, se encontraría que no produce sino piezas defectuosas, desperfectos. En el régimen económico de la fábrica, la naturaleza viva es derroche y arbitrariedad sin fin. (Šafařík 2008, 58-59)

La representación teatral no es esencialmente otra cosa que un encuentro, una confrontación o una fructífera cohabitación de dos originales presentes, cada uno de los cuales —el que está en la sala y el que está en el escenario— trabaja en un régimen lingüístico y sígnico diferente, pero en un solo ritmo: en el ritmo del rubato. El fruto y el sentido de este encuentro y cohabitación es la representación teatral. Sin embargo, a menudo parece que el teatro no fuera consciente de esta posibilidad única del rubato (aura, ostensión, original presente). Como si se avergonzara de cualquier clase de irregularidades, sombras, ruidos y olores individuales, que siempre participan en la creación de una escritura individual intraducible. Desde el germen, el teatro trata de aplicar un maquillaje universal para encubrir, perfumar o hasta eliminar todo lo asimétrico, superfluo, atípico, desliñado, atravesado y, por ende, humano. Para este encubrimiento púdico del cuerpo individual imperfecto utiliza diversas hojas de parra, cada vez más precisas e ingeniosas. El ideal es una “máquina para el éxito” bien manejable, universalmente transportable, compatible, intercambiable y, sobre todo, universalmente comprensible (porque no es el inglés, sino la banalidad, el lenguaje global de la actualidad), por lo general en forma de musical, construida con una precisión milimétrica y custodiada por el copyright. Y acompañada, como toda máquina o aparato, de instrucciones de uso: estimado cliente, has comprado un producto que “hizo” en Broadway 1000 funciones: sigue entonces nuestras instrucciones y el éxito llegará, en tu país, en Grecia, en Vladivostok o en Vancouver. Pero llegará sólo si cumples exactamente las mismas condiciones: tienes que actuar con vestuarios milimétricamente iguales y usando la escenografía y coreografía prescritas, incluso tienes que cantar en la misma tonalidad; de lo contrario, tendrás que solicitar una excepción a la agencia. En su anhelo legítimo de impecabilidad y perfección, el teatro (y no sólo los musicales y el teatro comercial) se esfuerza en realidad por negar su esencia: negar el ritmo de rubato en nombre de una precisión maquinal.

Aquí se insinúa una pregunta herética: ¿qué otra cosa son, en el mundo entero, desde Los Ángeles pasando por Praga hasta Tokyo, las celebradas, maquinalmente precisas puestas en escena de dramas y óperas del norteamericano Robert Wilson, por su formación arquitecto y pintor, en las cuales un maravilloso diseñador lumínico usualmente vence a la escritura individual del autor dramático, al compositor y al actor?10. En sus imponentes, deslumbrantes montajes, ¿no es la figura humana en últimas sólo un componente que se mueve mecánicamente dentro de la totalidad del diseño lumínico y del panóptico maquinalmente puesto en movimiento? No nos apresuremos a dar una respuesta unívoca, pues con ello ignoraríamos un hecho fundamental: que aquella cualidad maquinal, por lo general, no se logra cabalmente ni en los montajes más precisos de Wilson y, a menudo, alguna ostensión o algún rubato, ya sea voluntarios o involuntarios, de las personalidades individuales actorales y cantantes terminan por rasgar la camisa de fuerza, o, por lo menos, emprenden con ella una lucha fructífera que resulta emocionante para el público. Por fortuna, incluso este mago de la precisión buscó muchas veces en el pasado el encanto de los ritmos irregulares, por ejemplo, desacelerados, y, muchas veces, ha tratado también de conseguir un “vocabulario motor” individualizado, particularmente en el trabajo con personas discapacitadas física y psíquicamente. Aun así, puede suceder que la precisión maquinal, sobre todo de las puestas en escena lumínicas tardías de Wilson, se traslade al público, cuyas reacciones mecánicas suelen limitarse entonces a un silencio concentrado —como en el circo antes del número culminante del acróbata— y luego el ¡Oooh! colectivo seguido de un estallido de aplauso entusiasta: ¡la magia resultó, hurra!, ¡qué bello es, como si no fuera siquiera un escenario, sino una caja de música magnificada!

Y nuevamente una pregunta herética: ¿qué otra cosa que una negación magnífica de la dimensión individual humana del teatro y de su rubato son otros proyectos famosos de los últimos decenios, como la gigante epopeya teatral Las siete corrientes del río Ota de Robert Lepage, en la cual el director trabajó en los años 1994-1997 con su grupo, típicamente, llamado Ex machina? Con la ayuda de la tecnología audiovisual más moderna, el proyecto

cruzaba entre Hiroshima y Nueva York, Terezín [Theresienstadt] y Amsterdam, el nazismo y la actualidad, refrescando la memoria histórica entre los Estados Unidos, el Japón y Alemania. Todo el tiempo cambiaban caleidoscópicamente los estilos y sobre todo los medios, actuación realista de cámara, bunraku y kabuki, estética fílmica de Hollywood y juego de sombras; el repertorio amplio, desde el videoclip hasta el teatro tradicional, dio la posibilidad a los diversos medios de convertirse, con ayuda de la narración fílmica, en una fantasía histórica y onírica. (Lehmann 2007, 275)

Por último, otro ejemplo herético: ¿qué otra cosa fue el proyecto praguense de Alfréd Radok, la otrora célebre Laterna Magika, que encantó al mundo, en la Exposición Mundial de 1958, en Bruselas, con una combinación de teatro, música y cine o, dicho de otra manera, con un paralelismo multimedia de la acción escénica y las proyecciones en pantalla; o la posterior combinación similar de teatro y cine en el llamado Kinoautomat en la Expo 1967 en Montréal? Estas dos atracciones teatrales unánimemente celebradas en su tiempo, que duplican, triplican o hasta decuplican la figura humana viva, combinando la acción escénica con la acción en un sistema de pantallas de cine, despertaron algunas dudas aisladas en el momento de su mayor gloria. Ya en los años sesenta leemos en Josef Šafařík dudas herejes, no tanto sobre la ingeniosidad tecnológica como sobre la sustitución del arte por atracciones técnicas y sobre nuestro embelesamiento con los “trástulos” electrónicos:

Ni nos damos cuenta de que finalmente más que al arte rendimos homenaje a la perfección de la técnica, la precisión de la reproducción, la sofisticación de los aparatos, la elegancia del reproductor, al teclado de botones relucientes y lucecitas mágicas. [...] Un cuarteto de aficionados entusiastas de un pueblo de provincia en los viejos tiempos, que tocaban por las noches para sí mismos a su Haydn o Mozart, tenía mucha más cultura que todas las actuales fábricas de cultura juntas. (Šafařík 2008, 81)

VII

Resumamos: desde el Renacimiento hasta el presente, el teatro, en un afán perfectamente legítimo por mantener el paso con las revoluciones tecnológicas, se ha adaptado, a veces, en detrimento suyo, al régimen de la fábrica más que al de la naturaleza.

Pero no conviene generalizar. No todos los usos de tecnologías nuevas en el teatro representan automáticamente una amenaza a su esencia intraducible o un alejamiento de ella. Por el contrario, en ocasiones, las nuevas tecnologías pueden ayudar al teatro a acercarse a esa esencia y ampliar y profundizar inusualmente sus posibilidades en este sentido. Todo es cuestión de la medida y la relación entre los medios (la técnica) y los objetivos (la escala humana 1:1).

En su Teatro posdramático, H. T. Lehmann aduce el ejemplo, hoy muy frecuente, del uso funcional de la videocámara. “Cuando en el teatro Het Zuidelik Toneel presentaban Calígula, según Camus bajo la dirección escénica de Ivo van Hove (1995-1996), grababan simultáneamente la acción en el escenario colosal y la proyectaban en dimensiones colosales. En ese mismo grupo trabajaron de manera similar Fausto (1998). Jugaban con el tema de la cercanía y la distancia del público y el actor” (Lehmann 2007, 274). Hace poco evalué en forma parecida el Thalia Theater de Hamburgo por su adaptación escénica de Kafka (América, 2009) dirigida por Bastion Kraft, una de las mejores que he visto. El actor, Philips Hochmair, aprisionado por los cuatro costados en un espacio transparente claustrofóbicamente estrecho, no sólo logró plasmar muy gráficamente al personaje central de Karl Rossman y una decena de otras figuras, sino que alcanzó a manejar una videocámara con la cual proyectaba al mismo tiempo microdetalles de su rostro, otras partes de su cuerpo y algunos objetos sobre una pantalla grande ubicada encima de esa prisión transparente claustrofóbica. Así multiplicó y humanizó su retrato con otros planos, dibujados en vivo ante nuestra mirada “aquí y ahora” —literalmente, en transmisión directa—, y enriqueció su trabajo con matices gráficos insospechados, los cuales, sin la técnica, habrían quedado ocultos. Fue una representación que el actor terminaba de crear in situ con la participación abundante del público. La técnica no se interponía entre el actor y el espectador, no creaba interferencias; por el contrario, subrayaba el “aura” del actor y multiplicaba la sensación del “original presente”. ¿No es acaso otra prueba de la intraducibilidad?

Además, ¿qué habría sido la célebre Laterna Magika y el famoso Kinoautomat sin la figura central del moderador de toda la acción (Presentadora en Laterna Magika, Hombre, narrador y protagonista de la historia fílmica en el Kinoautomat), que aportaba cierta escala humana a ese despliegue en gran formato de los adelantos de la tecnología de la imagen? No por casualidad el personaje clave en las pantallas de proyección del “músico multiplicado” en el primer programa de Laterna Magika fue el compositor popular, actor cómico de sus propias obras y hombre de muchas profesiones, Jiří Šlitr (fundador de una de las escenas más populares de la historia teatral checa, el teatro Semafor), cuyo rubato actoral consistía en una especie de inactuación, un modo peculiar, tieso, de expresión escénica, con una mímica inmóvil que recordaba a Buster Keaton (en su artículo “Teatro como vivencia”, Jaroslav Etlík notó que ese tipo de actuación era sólo parcialmente captable por la óptica estructural-semiótica). Así mismo, no por casualidad el eje y el narrador del posterior Kinoautomat fue Miroslav Horníček, un actor con extraordinaria capacidad de improvisación, autor dramático y novelista, uno de los representantes más típicos de la actuación autorial. Como si la sola elección de estos dos originales presentes, dotados en su dicción y su mímica de un peculiar rubato personal, ofreciera en medio del ritmo mecánico “de fábrica”, un islote de irregularidad dentro de la regularidad, sin el cual ese espectáculo tal vez pertenecería más bien a una feria popular que a un teatro.

En el actual paisaje electrónico de los medios de comunicación, también el teatro (tanto el explícito, regular, como el implícito y oculto, por ejemplo, en la política) es parte de un sistema más amplio de relaciones, que en cierta medida las programa a la vez que es programado por ellas. Por mucho que oponga resistencia, está incluso expuesto a una acción intensificada de las maquinarias de mercadeo y publicidad, de los aparatos políticos y económicos que lo acomodan a su imagen. Estos aparatos tienen algo en común: desplazan al ser humano individual de la esfera del ser y lo despojan del “aura” y del rubato, lo que los convierte en un ser reproducible y automatizado:

Los aparatos se inventaron para funcionar de manera automática, independientemente de intervenciones humanas futuras. Ése es el propósito con el que se produjeron: que el ser humano fuera excluido de ellos. Y dicho propósito se ha logrado doblemente. Mientras el ser humano se ve cada vez más excluido, los programas de los aparatos, esos juegos combinatorios obtusos, absorben más y más elementos; combinan cada vez más velozmente, superando la capacidad humana de penetrar en ellos y controlarlos. (Flusser 1994, 66)

Los aparatos —incluidos los sociales, burocráticos, científicos y culturales, los aparatos de diferentes festivales, muestras, concursos, campañas de publicidad, valoraciones, comités de financiación, en fin, incluida toda la hipertrófica industria cultural de hoy— tienden a funcionar independientemente, de manera automática, por separado del fin para el que fueron creados. “Su único objetivo es preservarse a sí mismos y perfeccionarse”, al tiempo que programan al usuario para “una conducta mágica y funcionalista, que debe ser automática” (Flusser 1994, 66). Esto significa, entre otras cosas, tratar de convertir a los creadores y los receptores de obras artísticas, incluyendo el teatro, en funcionarios previamente programados de tal o cual aparato mediático. De manera que el teatro, pese a sus tradiciones milenarias, también está expuesto al peligro constante de convertirse en un aparato así entre los aparatos, y de pagar caro su anhelo de mecanización, normalización, producción fiable en serie. A esto se puede oponer una sola cosa: aquella dimensión humana intraducible que es capaz de verter, dentro del engranaje del funcionamiento suave del aparato, un poco de arena fina de crítica, distanciamiento, ironía, juego, juicio propio, imprevisibilidad:

Primero, es posible ganarle al aparato, porque es obtuso. Segundo, es posible introducir de contrabando en su programa designios humanos, con los cuales no se contó en su construcción. Tercero, es posible obligar el aparato a producir cosas y situaciones imprevistas e improbables. Cuarto, podemos despreciar el aparato y sus productos. [...] En breve: la libertad es una estrategia para subordinar el azar y la necesidad al designio humano. La libertad es jugar contra el aparato.
(Flusser 1994, 71-72)

El autor de estas líneas se refería inicialmente a la cámara fotográfica, pero generalizó sus observaciones a toda clase de aparatos, sobre todo los sociales. Así mismo, el autor del epígrafe sobre el “trabajo artesanal individualizado” que precede este artículo, Konrad Paul Liessmann, tenía en mente los aparatos obtusos de la incultura que programan y cuantifican nuestra educación y ciencia, de tal modo que hoy día no pasarían por el cernido de las acreditaciones y evaluaciones ni Kant o Einstein, porque trabajaban “artesanalmente” y no en equipo, no sabían financiar sus investigaciones con fuentes externas y no tenían un índice apropiado de citaciones ni suficiente rating e impact factor. Nada nos impide, sin embargo, buscar para las palabras de estos dos pensadores una validez duradera justamente en el teatro, un lugar típico de la “producción artesanal” individual de imágenes, contraria a la megaproducción en serie de imágenes prefabricadas de las fábricas mediáticas circundantes, mucho más potentes e influyentes. En otras palabras: nada nos impide que busquemos aprender en el teatro —uno de los últimos espacios de una toma libre de decisiones, de encuentro y de una cohabitación no programada— a encontrar lo que es intraducible a otros medios y así jugar contra los aparatos. Nada nos impide aprender cómo ganarles a todos los demás aparatos mediáticos que nos privan día tras día de nuestra “aura” personal y nuestro rubato personal. Incluidos aquellos que funcionan dentro de nosotros mismos.


1 Por ejemplo, por los diversos concilios eclesiásticos del primer milenio cristiano, luego por las prohibiciones puritanas en los países protestantes o en la época moderna por las prohibiciones de los regímenes totalitarios o de los países musulmanes.

2 Desde el culto y, de allí, la cultura de una variedad de dioses, la cultura de templos y catedrales, hasta la actual cultura superficial de celebridades dedicada al culto de las deidades modernas de la política, el deporte o la industria del espectáculo, culto rendido a diario en nuestra aldea global frente a millones de altares privados en forma de pantallas y monitores domésticos.

3 Espectáculos que podríamos llamar en un caso “cuadros móviles” y en el otro “música con vestuario”, con lo cual queremos expresar que si bien sus aportes pertenecen, gracias a la creación regular de personajes dramáticos, a la historia del teatro, igualmente, o con mayor razón, pertenecen a la historia de las artes plásticas o de la música.

4 E. T. A. Hoffmann, Théophile Gautier, Jean Gaspard Deburau y su teatro Funambules.

5 Los teatros de Tairov, Mejerchold y Vajtangov de Moscú, el teatro de Reinhardt de Berlín y Salzburgo, el teatro y escuela de Jacques Copeau o de los hermanos Fratellini, el Piccolo Teatro de Strehler de Milán, el Teatro Liberado [Osvobozené divadlo] de Praga, el Teatro en la Cuerda [Divadlo na provázku] de Brno, entre otros.

6 Uso el singular porque el medio del teatro es capaz de unificar también al público en forma de un organismo vivo que reacciona, una criatura con muchas cabezas, pero un solo corazón.

7 Así funciona también nuestro ejemplo de la Commedia dell´arte, cuyos personajes cómicos —en oposición a los graves— estaban enmascarados, aunque generalmente sólo hasta la mitad de la cara, en vista del papel dominante de los parlamentos improvisados; pero, debajo de la máscara, y a menudo en contraste con ella, era sólo el ser humano quien creaba los significados vivos. Una individualidad irrepetible, que en lugares como Italia o Francia adaptó el tipo universal a su imagen: así, el cómico concreto Angelo Beolco se identifica con Ruzzante y el cómico concreto Giovanni Battista Andreini con Lelio, y no con el tipo general de Zanni (Sirviente); de manera similar, Giuseppe Bianconelli es identificado con Doménico, no con el tipo general de Arlecchino, etc.

8 Posibilidades que no tienen que cumplirse siempre, en cualquier teatro y en cualquier representación. Así como hay actores, autores dramáticos y directores de escena indispuestos, así también conocemos un público indispuesto; es decir, espectadores parcial o totalmente analfabetas desde el punto de vista de la formación lingüística teatral.

9 Nombre inventado por Vyskočil, por analogía con sexappeal, para referirse a pequeñas piezas atractivas compuestas por canciones, cuentos y escenas breves, que empezó a presentar en 1957 con Jiří Suchý en el Teatro Reduta.

10 Médeia, 1981; Hamletmaschine, 1986; Doctor Faustus Lights the Lights, 1994; Ópera de los mendigos [Havel], 2007; Katia Kabanova, 2008; El caso Makropulos, 2010, entre otras.


Obras citadas

Arnheim, Rudolf. 1932. Film als Kunst. Berlín: Ernst Rowohlt. Barrault, Jean Louis. 1955. “Préface”. En Pierre-Louis Ducharte. La

Commedie dell´arte et ses enfants. París: Éditions des Arts et Industrie. Benjamin, Walter. 1963. Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen

Reproduzierbarkeit. Frankfurt am Main: Suhrkamp.

Brauneck, Manfred. 1991. “Theater, Spiel und Ernst: Ein Diskurs zur theoretischen Grundlegung der Theaterästetik”. En Manfred Brauneck. Theater im 20. Jahrhundert: Programmschriften Stilperioden, Reformmodelle, 15-36. Reinbek bei Hamburg: Rowolt Taschenbuch Verlag.

Eco, Umberto. 2000. “From Internet to Gutenberg”. Conferencia presentada en The Italian Academy for Advanced Studies in America, noviembre 12, 1996, http://www.blesok.com.mk/tekst.asp?lang=eng&tekst=232 (consultado el 12 abril 2011).

Flusser, Vilém. (1983) 1994. Für eine Philosophie der Fotografie. Praga: Hynek.

Havel, Ivan M., Martin Palouš, Zdeněk Neubauer, Radim Palouš y Pavel Bratinka. 2010. Faustování s Havlem. Úvahy o archetypu Fausta nad evropskými kulturními dějinami a nad Havlovou hrou Pokoušení. [Faustíadas con Havel: Reflexiones sobre la historia cultural europea y la obra La tentación de Václav Havel]. Praga: Knihovna Václava Havla [Editorial Biblioteca de Václav Havel].

Kratochvíl, Karel. 1973. Komedie dell´arte doma i za hranicemi. Praga: Divadelní ústav.

Lazarowicz, Klaus. 2005. “Triadická koluze”. En Souřadnice a kontexty divadla. Praga: Divadelní ústav. Trad. “Triadische Kollusion”, en Klaus Lazarowicz, Gespielte Welt: Eine Einführung in die Theaterwissenschaft an ausgewählten Beispielen. Frankfurt am Main: Peter Lang, 1997.

Lehmann, Hans-Thies. 2005. Prézentnost divadla [La presencialidad del teatro]. En Souřadnice a kontexty divadla. Antologie současné německé divadelní teorie, ed. J. Roubal. Praga: Divadelní ústav. Traducción al checo de Die Gegenwart des Theaters. En Transformationen: Theater der neunziger Jahre, 13-26, eds. E. Fischer-Lichte, D. Kolesch, Ch. Weiler. Berlín: Theater der Zeit, 1999.

Lehmann, Hans-Thies. 2007. Postdramatické divadlo. Bratislava: Divadelní ústav. Traducción al eslovaco de Postdramatisches Theater. Frankfurt am Main: Verlag des Autoren, 1999.

Liessmann, Konrad Paul. 2006. Theorie der Unbildung. Die Irrtümer der Wissensgesellschaft. Viena: Paul Zsolnay Verlag.

Osolsobě, Ivo. 2002. Ostenze, hra, jazyk [Ostensión, juego, lenguaje]. Brno: Host.

Šafařík, Josef. 2008. Hrady skutečné a povětrné. Praga: Dauphin. Vyskočil, Ivan. 1969. Rozhovor s Ivanem Vyskočilem [Entrevista con Ivan Vyskočil]. Divadlo 21, diciembre: 18.

Cómo citar

APA

Just, V. (2011). Del intraducible lenguaje teatral. Literatura: teoría, historia, crítica, 13(1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643

ACM

[1]
Just, V. 2011. Del intraducible lenguaje teatral. Literatura: teoría, historia, crítica. 13, 1 (ene. 2011).

ACS

(1)
Just, V. Del intraducible lenguaje teatral. Lit. Teor. Hist. Crít. 2011, 13.

ABNT

JUST, V. Del intraducible lenguaje teatral. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 13, n. 1, 2011. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643. Acesso em: 19 abr. 2024.

Chicago

Just, Vladimir. 2011. «Del intraducible lenguaje teatral». Literatura: Teoría, Historia, crítica 13 (1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643.

Harvard

Just, V. (2011) «Del intraducible lenguaje teatral», Literatura: teoría, historia, crítica, 13(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643 (Accedido: 19 abril 2024).

IEEE

[1]
V. Just, «Del intraducible lenguaje teatral», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 13, n.º 1, ene. 2011.

MLA

Just, V. «Del intraducible lenguaje teatral». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 13, n.º 1, enero de 2011, https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643.

Turabian

Just, Vladimir. «Del intraducible lenguaje teatral». Literatura: teoría, historia, crítica 13, no. 1 (enero 1, 2011). Accedido abril 19, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643.

Vancouver

1.
Just V. Del intraducible lenguaje teatral. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de enero de 2011 [citado 19 de abril de 2024];13(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23643

Descargar cita

Visitas a la página del resumen del artículo

322

Descargas

Los datos de descargas todavía no están disponibles.