Publicado

2011-01-01

La actuación y los Estudios Literarios

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  • Karina Mauro Universidad de Buenos Aires
La perspectiva tradicional de aplicación de los estudios literarios al teatro ha consistido en el análisis del texto dramático como punto de partida, lo que ha promovido la consideración de la actuación como su representación. Esta perspectiva presenta inconvenientes que derivan en la indefinición teórica, artística y técnica de la actuación. El presente trabajo se propone analizar la pertinencia de los estudios literarios en la investigación sobre la Actuación a partir del análisis de los conceptos de representación y mimesis aristotélica y de los problemas que acarrea la aplicación de estos conceptos en el análisis de la acción del actor en escena.

LA ACTUACIÓN Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS*

ACTING AND LITERARY STUDIES

Karina Mauro
Universidad de Buenos Aires – Argentina
karinamauro@hotmail.com


La perspectiva tradicional de aplicación de los estudios literarios al teatro ha consistido en el análisis del texto dramático como punto de partida, lo que ha promovido la consideración de la actuación como su representación. Esta perspectiva presenta inconvenientes que derivan en la indefinición teórica, artística y técnica de la actuación. El presente trabajo se propone analizar la pertinencia de los estudios literarios en la investigación sobre la Actuación a partir del análisis de los conceptos de representación y mimesis aristotélica y de los problemas que acarrea la aplicación de estos conceptos en el análisis de la acción del actor en escena.

Palabras clave: acción; Actuación; cuerpo; estudios literarios; representación; teatro.

The traditional view of application of literary studies at the theater has been the analysis of the dramatic text as a starting point, promoting the consideration of the performance as their representation. This view presents problems arising in the undefined theoretical, artistic and technical performance. This paper will analyze the relevance of literary studies in the research on the performance, based on an analysis of the concepts of representation and Aristotelian mimesis, and the problems leading to the implementation of them in the analysis of the action of the actor on stage.

Keywords: Acting; action; body; literary studies; representation; theater.


Este trabajo parte de la identificación de un problema surgido en la zona fronteriza entre los estudios teatrales y los estudios literarios. Concretamente, nos proponemos analizar la pertinencia de éstos en la investigación sobre la actuación como fenómeno específico. Consideramos que la perspectiva tradicional (y hegemónica) con la que se han aplicado los estudios literarios al teatro ha consistido en el análisis del texto dramático como punto de partida del hecho escénico, lo que ha redundado en la consideración de la actuación como representación de aquél. No obstante, esta perspectiva presenta inconvenientes que derivan en la prolongada indefinición teórica y técnica de la actuación como objeto autónomo de apreciación y de indagación.

A continuación, analizaremos los alcances de estas concepciones y profundizaremos en sus implicaciones en la actuación. En primer lugar, nos centraremos en el concepto de representación, con el fin de identificar qué noción se privilegia en los análisis consignados. En segundo lugar, examinaremos cómo esta noción se pone en juego en la mimesis aristotélica, matriz teórica de la que parte la concepción canónica del hecho teatral. Por último, estableceremos los problemas que acarrea la aplicación de los parámetros anteriormente consignados en el análisis de la acción del actor en escena.

La noción de representación

Siguiendo a Louis Marin, Chartier (1996) distingue dos dimensiones de la noción de representación: la transitiva y la reflexiva. La representación de carácter transitivo constituye la sustitución de algo ausente por una imagen o elemento nuevo, por lo que éste se vuelve transparente en favor de aquello que refiere. El carácter reflexivo, en cambio, consiste en la autorrepresentación del nuevo elemento y la manifestación de su presencia, mediante la cual el referente y su signo son la misma cosa. Si bien Chartier afirma que toda enunciación se presenta a sí misma representando algo, por lo que ambas dimensiones coexisten, reconoce que aquello que denomina como “las modalidades de la ‘preparación’ para comprender los principios de la representación” (90) pueden provocar que se priorice la función sustitutiva en detrimento de la reflexiva.

En efecto, en la caracterización tradicional del arte teatral en Occidente ha prevalecido la dimensión transitiva de la representación, concebida como la referencia a una idea o sentido que se halla ausente de la situación escénica y es sustituido en y a través de ésta. La dialéctica ausencia/sustitución no está dada sólo por una diferencia espacio temporal, por la cual el sentido es ofrecido por una instancia externa al hecho escénico, ya sea previamente, es decir, en cuanto guía (texto dramático, intenciones del autor, indicaciones del director, etc.), o atribuido posteriormente como significado. El carácter transitivo de la representación teatral supone también la heterogeneidad del referente respecto del elemento que lo sustituye, pues el primero consiste en una formulación discursiva que se aplica a aquello que acontece en escena, cuyo carácter no es discursivo, o que no lo es ni exclusiva ni prioritariamente1.

Por otra parte, la transitividad hacia el referente requiere, además, de un trabajo de borrado de la enunciación, que dote de verosimilitud al enunciado2. Mediante dicha enunciación, la representación se halla en correspondencia con las pautas culturales, históricas y genéricas a las que pertenece, y garantiza así la transitividad hacia el referente. La inverosimilitud, por el contrario, actuará como una inscripción del proceso de la enunciación en el enunciado (González Requena 1987), enfatizando su reflexividad.

Consideramos que la transitividad de la representación teatral resulta afectada por la actuación debido al carácter de la acción actoral como acontecimiento. La particularidad proviene de su cualidad de acción realizada; es decir, es inmanente (por cuanto es inherente a sí misma, sin referencia a algo externo) e indeterminada (por cuanto se da en el aquí y ahora de su ejecución), lo cual cuestiona la totalidad del hecho escénico entendido como una composición previa y controlable. En efecto, el sujeto, entendido como ser corpóreo (Merleau Ponty 1975), es el elemento perturbador por antonomasia de la verosimilitud del enunciado escénico, debido a que su desempeño, en el aquí y ahora del hecho teatral, introduce elementos ajenos o diversos respecto del referente, lo que enfatiza el carácter reflexivo de la representación.

Esto implica que tanto las nociones de representación (limitando el concepto a la transitividad) o de interpretación de un personaje, que han caracterizado la tarea del actor en el enfoque tradicional, derivan de la reflexividad que reviste la acción del actor en escena, y constituyen intentos de resolución de su inverosimilitud y de su carácter disruptivo de la transparencia hacia el referente. La solución ha consistido, por lo tanto, en postular a la acción actoral como la sustitución de la acción del personaje en cuanto construcción discursiva creada por el dramaturgo. El sentido representado, heterogéneo y extemporáneo a la actuación, es erigido así como la justificación última de la acción del actor.

La actuación a la luz de la teoría de la mimesis

A continuación, situaremos el origen de estos postulados en la concepción platónico-aristotélica de la mimesis.

Gadamer (1977) sostiene que la filosofía griega surge de la constatación del hiato existente entre el nombre y su portador. La veracidad de la palabra es puesta en duda, dado que no logra representar al ser de manera completa, entre otras cosas, porque así como puede otorgarse el nombre, también puede cambiarse. La solución platónica consistió en elevar por sobre la palabra un cosmos de ideas inmutables, independientes del lenguaje o de las apariencias. Sin embargo, al persistir como necesaria instancia mediadora, la palabra continuó planteando la duda acerca de su estatuto como signo derivado de la pura convención o como signo que contiene algo de imagen. Al respecto, Deleuze (1969) agrega que la Teoría de las Ideas parte de la voluntad de seleccionar y escoger, con el fin de producir la diferencia entre el original y la copia. No obstante, además de la diferencia queda planteada una jerarquía mediante la cual el original se constituye en el motivo o la legitimación de la copia y, simétricamente, esta última sólo es tolerada como subordinada a aquél. Queda planteado, así, el problema de la mimesis.

Si bien no hay en Platón y Aristóteles una definición del arte estéticamente separado, éste podría definirse como técnica mimética (Estiú 1982), entendida como el conjunto de principios y normas a seguir para producir apariencias o imágenes. La técnica mimética puede producir apariencias irreales de carácter eikástico, es decir, que éstas sean portadoras de veracidad al tener una referencia de carácter exterior y heterogéneo. Por ello, se convierten o en representación o copia de la idea que les da origen (Ricoeur 2004), o adquieren un carácter fantasmático, dado que se basan en el puro simulacro sin referencia veraz a nada exterior. Platón (1977) considera, por tanto, que existe una mimética informada, poseedora de un conocimiento sobre el modelo que imita, y una doxomimética, apoyada en la opinión y sin conocimiento del modelo evocado. Dentro de esta última, Platón reconoce a simuladores cándidos o ingenuos, que creen saber lo que en realidad ignoran y a lo que sólo tienen acceso por inspiración divina, o simuladores astutos, que disfrazan su ignorancia voluntariamente con el fin de embaucar, ubicando allí al sofista, quien “más que una inspiración verdadera, tiene la técnica que le sirve para simular la inspiración” (Estiú 1982, 24-25). Tanto la mimética informada como la producida por inspiración divina son de carácter eikástico, es decir, representan con veracidad, mientras que los simuladores astutos sólo producen imágenes fantasmáticas, es decir, puros simulacros sin referencia a las ideas bellas o verdaderas. En la separación entre sujetos inspirados que producen apariencias eikásticas y sujetos que poseen técnicas para simular es donde se ubica la problemática del actor.

La poética es la técnica mimética mediante la cual el poeta produce una imitación que tiene como referente una acción o praxis bella, poseedora de orden, simetría, medida, etc. Platón establece que el poeta y el músico pueden ser atraídos por la fuerza divina y, bajo el enthusiasmos provocado por ésta, producir obras que, a su vez, la transmitan. El estado de irracionalidad o fuera de sí permite situar estas obras en un plano diferente al de la producción meramente técnica, por lo que los poetas inspirados tienen una jerarquía más alta que aquellos que crean racionalmente. El rapsoda o actor posee una técnica mimética propia de su profesión, pero no puede acceder directamente a la inspiración divina, sino a través de la obra creada por el poeta, es decir, a través de la palabra. Esto le plantea un doble carácter, dado que su técnica le permite imitar acciones bellas o verdaderas que emanan de la palabra poética (apariencias eikásticas), pero también simular la inspiración (produciendo apariencias fantasmáticas), por lo que participa de la caracterización del sofista: “Recuérdese el pasaje en que Ion simula estar arrebatado por el texto que interpreta, mientras que en realidad estudia con cuidado vigilante las reacciones del público” (Estiú 1982, 24-25). Como consecuencia, Platón expulsa al rapsoda del Estado en República.

Rancière considera que el principal conflicto que plantea el mimético en el pensamiento platónico es su carácter doble, dado que es un trabajador que hace dos cosas a la vez:

En el tercer libro de la República, el mimético es condenado ya no simplemente por la falsedad y por el carácter pernicioso de las imágenes que propone, sino según un principio de división del trabajo que ha servido ya para excluir a los artesanos de todo espacio político común: el mimético es, por definición, un ser doble. Hace dos cosas a la vez […] el mimético da al principio ‘privado’ del trabajo una escena pública. (Rancière 2009)

Si el mundo griego establece una oposición entre la actividad fabricadora propia de la oscuridad del mundo privado y la visibilidad de lo público, la dualidad del mimético consiste en exhibir públicamente su trabajo. Rancière considera que, al expulsarlo del Estado, Platón condena al mimético tanto por hacer simulacros, como por unir ambos espacios, dado que al hacerlo expone la dualidad del mundo: “Desde el punto de vista platónico, el escenario del teatro, que es a la vez el espacio de una actividad pública y el lugar de exhibición de los ‘fantasmas’, perturba la división de identidades, actividades y espacios” (Rancière 2009).

¿Qué implicaciones tienen estas consideraciones en el caso del actor? ¿En qué medida el actor se relaciona con la “perturbación de la división de identidades” que plantea Rancière? El carácter doble de la actuación no radica en la exhibición pública de un objeto fabricado en el espacio privado, como sucede con otras actividades miméticas, sino en la posibilidad de imitar acciones frente a otros. El actor no pretende confundirse con lo que representa, sino que usufructúa del hecho de no ser y de que ese no ser, esa distancia o hiato, se perciba, por lo que su tarea se sostiene en la dualidad por la cual su acción refiere a aquella que sustituye, pero a su vez se mantiene fuera de la representación como presencia de sí. Esto implica que el actor puede llevar adelante públicamente acciones que no podrán serles atribuidas como sujeto. Por lo tanto, aun cuando más tarde Platón acepte al rapsoda en el Fedro, se mantendrá, sin embargo, la conflictiva condición del actor como un sujeto que ostenta la posibilidad de realizar públicamente acciones bajas o réprobas con la misma veracidad que las altas o bellas, sin que le sean atribuidas. La acción del actor posee la misma veracidad en ambos casos, representando como reales las cosas que no lo son o que no lo deberían ser. Esto es observado por Platón, cuando asegura que si aquél que representara fuera un hombre juicioso,

en el caso de que el personaje sea inferior al varón que lo representa, éste no querrá actuar con veracidad, salvo las pocas veces que el personaje lleve a cabo alguna acción valerosa; y pese a esto, sentirá vergüenza de ponerse en la piel de semejantes hombres, puesto que además no tiene práctica alguna en las acciones que representa. (Platón 1963, iii, 393 b-396 e)

Sin embargo, el actor no sólo no abjura de realizar una acción réproba, sino que, además, no se avergüenza de demostrar públicamente la práctica con que puede realizarla, reflejada en la veracidad con la que la hace. La tarea del actor pareciera así poder separarse de cualquier fundamento legitimador. Pero, si la acción realizada es réproba, ¿a quién se le atribuye? ¿Cómo es posible tolerar a un sujeto que no aborrece de ejecutar una acción réproba? ¿Cómo concebir un sujeto que realiza una acción réproba sin ser réprobo a su vez? En definitiva, ¿cómo puede un sujeto llevar adelante públicamente una acción sin un motivo veraz que la legitime? La acción del actor expone así el simulacro que puede percibirse en toda acción real, en todo sentido establecido. La supuesta falsedad del actor es percibida como la denuncia de la falsedad de todo lo verdadero, que queda así relativizado. Ésa es la cualidad doble del actor. Por lo tanto, si el actor puede realizar acciones de manera superficial, desprendidas de una profundidad que las motive y las explique, no sólo será imperioso restringir dicha posibilidad, sometiendo a la actuación a un referente que la legitime (la obra del poeta), sino que habrá que mediatizar de algún modo la relación del sujeto con su propia acción en escena.

Estos problemas hallan solución en la obra de Aristóteles, quien subordina la mimesis al mito, elevando su objeto (es decir, el “qué” de la acción) sobre otros componentes (Ricoeur 1995). Así, las entidades ejecutantes (“quién”) quedan sometidas a la trama. Aristóteles (1979) plantea un sentido amplio de mimesis, en cuanto reproducción, representación, imitación, expresión o recreación de un objeto o praxis. Así, afirma que el poeta puede representar las cosas como fueron, como se dice que fueron o como deberían ser. La garantía de orden y belleza de su obra estará dada por el mito. La trama o acción narrada es lo más importante de la tragedia, dado su carácter unitario, “porque ocurre, poco más o menos, lo que en la pintura, donde si uno aplicara los más hermosos colores en una mezcla arbitraria causaría menos placer que dibujando una imagen” (Aristóteles 1979, capítulo vi, ii, 1450a-1450b). Así, la construcción que un poeta hace de una trama que conforme una totalidad de sentido es la garantía de orden que legitima la acción del actor, por lo que ésta debe producirse en su seno:

Para ver si una determinada palabra o una determinada acción de un personaje está bien o no, no conviene examinarla considerando tan sólo la acción o la palabra en sí mismas, considerando si por sí solas son distinguidas o bajas; hay que tener en cuenta también el personaje que habla u obra y a quién se dirige cuando obra y habla, a favor de quién lo hace, por qué motivos, si es, por ejemplo, para lograr un bien mayor o es para evitar un mayor mal. (Aristóteles 1979, capítulo xxv, ii, 1461a)

Es así como el actor puede representar acciones bajas, siempre y cuando la totalidad de sentido lo justifique. De este modo, la acción del actor queda subsumida dentro de un orden. El actor griego, además de estar desprovisto de todo atributo personal3, supeditaba sus acciones a una línea de conducta definida a través de la palabra del poeta. Aristóteles afirma que el carácter está supeditado a la acción, a representar, y ésta a la forma de pensar, definida como la capacidad para formular lo que es lícito y adecuado en los discursos4.

En su análisis de la Poética, Ricoeur afirma que “mientras que la mimesis platónica aleja la obra de arte bastante del modelo ideal, que es su fundamento último, la de Aristóteles sólo tiene un punto de distanciamiento: el hacer humano, las artes de composición” (Ricoeur 1995, 85). La función mimética queda así ligada a la composición de la trama, por lo que no se imita la acción, sino que se la recrea. Ricoeur afirma que la producción de una ficción bien compuesta es, por lo tanto, un proceso activo de representación, mediante el cual la obra logra situarse entre la irracionalidad del acontecimiento y la racionalidad del sentido inteligible y repetible. El acontecimiento es convertido en acción narrativa (red conceptual que posee fines, motivos, agentes, circunstancias y resultados) y pasa a constituir el “qué” de la representación. La función mimética o fuerza referencial de la ficción narrativa

consiste en que el acto narrativo aplica la grilla de una ficción reglamentada a lo “diverso” de la acción humana. Entre lo que podría ser una lógica de los posibles narrativos y lo diverso empírico de la acción, la ficción narrativa intercala su esquematismo de la acción humana. (Ricoeur 1982, 104)

La narratividad determina, articula y clarifica la experiencia, describiendo un campo menos conocido a través de uno ficticio, pero más conocido. La puesta en intriga supone la selección y combinación de acontecimientos con el fin de mostrar concordante la discordancia. Ricoeur (1995) establece, entonces, que la mimesis posee tres momentos: la selección (o prefiguración), la combinación (o configuración) y la lectura. La selección implica la existencia de un paradigma anterior a la composición poética. Es en dicho paradigma que encuentran su sitio las acciones bajas o nobles según una escala de valores, por lo que no pueden ser éticamente neutras.

En consecuencia, la acción narrativa tiene un lugar específico en el ordenamiento paradigmático. Su combinación hace que las acciones narrativas se compongan en sintagma. La relación entre acciones bajas o nobles establecerá entonces episodios controlados por la trama y no encadenados al azar. De este modo, la catarsis estará supeditada a la capacidad de lectura, es decir, a la posibilidad de comprensión de dicho encadenamiento. La trama deberá respetar los imperativos de concordancia (que consiste en el pasaje de la gratuidad de la sucesión de eventos, a la lógica causa/efecto), plenitud (que supone a la coherencia como conexión interna), totalidad (es decir, que contenga principio, medio y fin), progresión (conforme a la ausencia de azar y a la exigencia de dirección hacia la conclusión) y extensión (contorno y límite) apropiadas: “Componer la trama es ya hacer surgir lo inteligible de lo accidental, lo universal de lo singular, lo necesario o lo verosímil de lo episódico” (Ricoeur 1995, 96).

La trama constituye entonces una unidad cerrada que legitima y justifica todo elemento presente en el hecho teatral, volviéndolo verosímil. Simétricamente, aquello que no guarda relación con ella será desechado, en la medida en que se torne “incomprensible” o inverosímil (en relación con el paradigma previo, es decir, en concordancia con el contexto cultural). Esto supone la jerarquía de la palabra, a través del texto dramático, por sobre el “espectáculo”, entendido como “cosa seductora pero muy ajena al arte y la menos propia de la poética, pues la fuerza de la tragedia existe también sin representación y sin actores” (Aristóteles 1979, capítulo vi, ii, 1450b).

En cuanto escritura, la trama implica un ejercicio de poder en el que el sujeto de la misma se convierte en dueño. El trabajador, en cambio, será aquél que use una herramienta distinta al lenguaje (De Certeau 2007). La trama impone en el hecho teatral la preponderancia de lo que De Certeau denomina una lógica de acción estratégica, que consiste en el “cálculo de relaciones de fuerzas que se vuelve posible a partir del momento en que un sujeto de voluntad y de poder es susceptible de aislarse de un ‘ambiente’” (2007, xlix). Esto implica que la trama circunscribe a la escena como un lugar propio, a través de un orden en el que los elementos presentes se distribuyen en relaciones de coexistencia, excluyendo la posibilidad de que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Esto provee una estructura estable que hace posible la existencia de una posición de retirada, distancia y previsión, que se da a sí misma un proyecto global y totalizador. La disposición estratégica que el arte teatral recibe del imperio de la trama constituye lo que Derrida (1967) denomina una escena teológica, pues primero responde a un logos que no pertenece al lugar teatral, pero que lo gobierna a distancia:

La escena es teológica en tanto que su estructura comporta, siguiendo a toda la tradición, los elementos siguientes: un autor-creador que, ausente y desde lejos, armado con un texto, vigila, reúne y dirige el tiempo o el sentido de la representación, dejando que ésta lo represente en lo que se llama el contenido de sus pensamientos, de sus intenciones y de sus ideas. Representar por medio de los representantes, directores o actores, intérpretes sometidos que representan personajes que, en primer lugar mediante lo que dicen, representan más o menos directamente el pensamiento del “creador”. (Derrida 1967, 322)

A través de la hegemonía de la trama, la mimesis aristotélica establece así la preponderancia de la dimensión transitiva de la representación. Esto se extenderá a lo largo de la historia del teatro occidental y ejercerá una poderosa influencia en la actuación, sumiéndola en la heteronomía. La acción actoral procederá de la acción narrativa, como esquema a seguir que le será brindado al actor a través de la figura del personaje en cuanto instancia mediadora entre la trama y el actor. Esto garantiza la hegemonía de transitividad de la representación al subordinar la acción actoral a la estrategia prevista por el dramaturgo, con lo cual se reduce así su inverosimilitud y reflexividad.

Ricoeur (1995) afirma que la obra de arte presupone una totalidad implícita en el reconocimiento de las partes. En el teatro, la trama es la totalidad discursiva compuesta por el poeta y refrendada por el director. La acción narrativa constituye el “qué” de la representación, al cual los caracteres deben subordinarse. Según Aristóteles, cada carácter debe ser considerado como parte del todo pero, a su vez, como figura autónoma que posee una línea de conducta con coherencia entre la palabra y la acción. Por lo tanto, el personaje es una entidad literaria, que posee todos los requisitos de la unidad (proporción interna, ritmo propio, lógica particular, etc.), pero que participa y contribuye a la unidad mayor. En tanto, el “quién” de la acción narrativa es una parte emanada de la trama, por lo que está construida en función de la estrategia inherente a ésta.

En su diccionario, Patrice Pavis define al personaje como una entidad psicológica y moral semejante a los hombres, similitud que promueve la identificación del espectador (Pavis 1983, 334-336). Luego agrega que el personaje es un elemento estructural que organiza el relato y la fábula, merced a una fórmula de comportamiento básico: el abandono de un entorno no conflictivo para penetrar en territorio extranjero. Notemos que el personaje se define entonces como una parte o fragmento emanado de una totalidad de sentido. La categoría de personaje participa de las peripecias del conflicto o la fábula narrada, por lo que debe estar en una relación de cooperación con las otras entidades similares, para lograr el respeto y la concreción del sentido total de la obra.

Algo similar concluye Abirached (1994) en su estudio sobre la evolución del personaje en el teatro occidental, cuando afirma que el lenguaje dramático distribuye la emoción entre los diferentes personajes en una rítmica general. El personaje es entonces un concepto, una figura que se recorta del fondo a partir de ciertas semejanzas elegidas en detrimento de otros aspectos, que se perciben como diferencias. Por lo tanto, no se refiere sólo a la unidad psicológica del realismo, sino a cualquier elemento que sirva para constituir unidad: un ritmo, un conjunto de movimientos, etc. La condición del personaje no está dada por su contenido sino por su funcionamiento. Abirached agrega que el personaje debe poseer estabilidad y coherencia, y su comportamiento debe obedecer a una cadena de causalidades, una lógica establecida por el orden que el autor introduce en lo real. Es decir, la verosimilitud del personaje se hallará garantizada tanto si su elaboración está orientada hacia la evocación de la organización psicofísica de una persona real en circunstancias reales, como si lo está hacia la creación de comportamientos más artificiosos, siempre que se respete la estructura mayor, que es la de la obra.

A lo largo de la historia del teatro occidental, las sucesivas preceptivas poéticas5 han planteado discusiones acerca de la correcta interpretación de la Poética en lo referente a las unidades aristotélicas, pero no en cuanto a la subordinación de los caracteres a la acción. La constante exigencia de decoro y verosimilitud que contienen estas poéticas ha promovido la dependencia del personaje de las costumbres, el vocabulario, la clase y la edad a representar, pero también de la emoción a suscitar, por lo que se insta al autor a evitar lo superfluo y a ser austero y sencillo en la construcción de éstos. Es significativo que estas normativas estén dirigidas exclusivamente a los autores. En efecto, se refieren a la composición de la trama, razón por la cual los actores no son mencionados. Conforme avanza la época, los criterios de verosimilitud y decoro cederán paso a la propugnación de la razón como principio rector (pretendidamente universal) en la composición de las obras teatrales, de cara a privilegiar la utilidad política, social y ética del teatro. Las unidades aristotélicas serán justificadas mediante criterios racionales (se instará a la eliminación del azar y a la preponderancia de la lógica causa/ efecto), así como se profundizará en la concepción del personaje como ejemplo moral para ofrecer al público.

No obstante, la llegada de lo que Szondi (1994) denomina drama moderno constituye un cambio notable en el teatro occidental, a partir del cual el personaje pasa a ocupar el lugar central como fundamento de la verosimilitud, y por ende, de la transitividad de la representación. Szondi establece que el drama comporta la eliminación de todo vestigio de enunciación en el hecho teatral, lo que implica el total borramiento del “sujeto de la forma épica” o “yo épico”, presentes en la epopeya o la novela. El autor plantea que, surgido en el Renacimiento como expresión del hombre vuelto a sí mismo luego del derrumbe de la cosmovisión medieval, el drama constituye una expresión artística donde él mismo se confirma y refleja. Para ello, se invisibiliza todo procedimiento de construcción, por lo que el diálogo en cuanto coloquio interpersonal se establece como una dialéctica cerrada, no conoce nada fuera de sí. En el drama el autor está ausente, no interviene porque ha hecho cesión de la palabra. Como consecuencia, el personaje adquiere una importancia inusitada.

Szondi afirma que los sujetos del drama son, entonces, proyecciones del sujeto histórico, por lo que los personajes no presentan distancia alguna respecto del público. El carácter, que actúa y siente de acuerdo con las circunstancias (ilusionismo por el cual el drama no se presenta como la exposición secundaria de algo primigenio), es el representante del autor y del espectador, quien ve reflejada en aquél una imagen de sí mismo. La verosimilitud estará dada por la ilusión referencial, que supone al realismo y sus procedimientos, mediante los cuales se produce la sensación de que la historia es desarrollada por los personajes y no producida por un enunciador externo6. De este modo, la representación se vuelve transparente hacia su referente, simulando su carácter construido, en tanto que el presente deviene pasado sólo porque genera una transformación, participando de la lógica causa/efecto como productora de sentido.

El personaje adquiere características como entidad biográfica ficticia, provista de vida pasada y presente, de rasgos físicos y psicológicos precisos, emanadas del texto dramático, y que suplantan al sistema de roles o papeles fijos del período anterior (Marinis 2005). Su acción estará dada por la participación en la dialéctica intersubjetiva del diálogo, con el fin de arribar a la síntesis. Aunque Szondi afirma que el siglo xx marca el cuestionamiento del drama y de la dialéctica intersubjetiva como principio constructivo, a partir de propuestas dramatúrgicas que reintroducen elementos épicos, la figura del personaje como unidad continuará vigente. Si, como afirmamos anteriormente, la caracterización biográfico-psicológica puede ser reemplazada por cualquier otro elemento unificador (una partitura de movimientos, un ritmo o un conjunto de parlamentos agrupados en torno a un nombre propio), debemos reconocer que el personaje, en cuanto entidad derivada de la trama, no ha sido invalidado.

A partir de lo analizado hasta aquí, podemos afirmar que la dimensión transitiva de la representación es priorizada a través de la subordinación al sentido formulado como trama. En este contexto, el personaje se convierte en la guía y legitimación última de la actuación. El actor accede al “qué” de la representación a través del personaje, en el cual se ordena la cadena de medios en una estrategia que determina un “desde” estable para arribar a un “hacia” planificado. La actuación se subordina a la representación de esta formulación discursiva articulada previamente y, por lo tanto, heterogénea y exterior a su tarea específica. Ésta constituirá la legitimación de su acción en escena: el actor realiza acciones según las indicaciones del personaje.

Dos problemas surgen para el actor. Por un lado, uno de índole técnica, derivado del imperativo de planificación de la acción en escena, que significa representar un sentido previo. Esto trae aparejado el aislamiento de las circunstancias en las que el actor realiza su tarea, a favor del respeto a un esquema discursivo. En efecto, sólo pueden planificarse las acciones que tienen nombre, coherencia, principio, medio y fin, es decir, todas las características de las que carece la acción efectiva en cuanto acontecimiento. Por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, esto exige que el actor, como subordinado al personaje, se irrealice como sujeto en aquél7. De este modo, si la acción actoral se vuelve transparente en favor de la acción narrativa que representa, el sujeto que la lleva adelante es borrado como singularidad. En este sentido, Pavis afirma que los actores

valen por su significado y no por el referente (cuerpo del actor x) […] sólo tienen interés en un conjunto significante y en relación a otros signos, otros personajes, otras situaciones, escenas, etc. […] el actor no es más que un soporte físico que vale para algo que no es él mismo. (Pavis 1983, 380)

Dado que las características de la acción en escena como acontecimiento impiden que la acción actoral se invisibilice por completo en la acción narrativa, el actor emerge como un elemento disruptivo, aquel componente del hecho teatral que parece no poder someterse al imperio de la trama por completo. En tanto interprete a un personaje, la acción del actor no es atribuible a su persona (el sujeto se irrealiza en aquello que representa). No obstante, todo aquello que no pueda ser subsumido a la trama, que no pueda adjudicarse al personaje (permaneciendo como presencia de sí por su carácter reflexivo), será entonces atribuido al actor (en cuanto sujeto) en forma negativa.

La acción actoral

A continuación profundizaremos en las dificultades que ostenta el planteo transitivo de la representación en su aplicación a la acción actoral. La hipótesis de la que partimos es la de la inexistencia de características particulares e intrínsecas que distingan a la acción actoral (efectuada por un actor en escena), de la acción cotidiana (ejecutada por un sujeto cualquiera fuera de la escena).

En primer lugar, analizaremos las dificultades de la consideración de la acción actoral como sustitución de la acción narrativa (Ricoeur 2000). La subordinación a la representación le confiere a la acción en escena la función de sustituir la acción narrativa cuyo agente (“quién”) es el personaje. Al llevar a cabo las acciones del personaje, el actor lo representa. Sin embargo, esta afirmación se ve dificultada por el carácter efectivo de la acción actoral. Esto se evidencia en la atribución parcial o selectiva de la acción al sujeto actor: dado que la acción representada nunca logra borrar del todo a la acción en escena, se produce la adjudicación de todos los aspectos considerados disruptivos de la trama a la persona del actor, lo que ha ocasionado las sostenidas reprimendas que los dramaturgos y, posteriormente, los directores y críticos, le han dirigido al actor a lo largo de la historia del teatro occidental. No obstante, esto constituye una reacción que, lejos de resolver el problema, lo agudiza: ¿por qué la acción del actor parece no someterse del todo a la transitividad de la representación?

La dimensión transitiva de la representación pone en juego tres factores: un algo exterior, un nuevo objeto y la distancia que los separa a ambos (González Requena 1987). La transitividad reposa en la sustitución que el nuevo objeto realiza de aquello que está ausente y, por lo tanto, referido. Esta dimensión procuraría religar (o volver a unir) aquello que se halla separado: “allá donde se da separación entre a y b (el nihil), debe también haber siempre vínculo entre a y b” (Lyotard 1981, 95). Dado que todo funciona sobre una ausencia, lo único real es el nuevo objeto que ocupa su lugar. No hay confusión con lo evocado y, más aún, es necesario que no la haya para que la representación tenga lugar. Sin embargo, la distancia entre el nuevo objeto y lo referido puede borrarse, lo que deriva en la aparente inexistencia del primero. El predominio de la transitividad sobre otros aspectos de la relación entre el elemento presente y el ausente determina que la realidad del nuevo objeto resulte invisibilizada en la función sustitutiva. Así, el nuevo objeto no es tomado afirmativamente, sino en función de lo que no es y que, por lo tanto, reemplaza. La sustitución afirma la ausencia, al tiempo que aniquila al objeto que se encuentra en su lugar.

Ahora bien, examinemos cómo funciona esta relación en un objeto artístico. Tomemos por caso una pintura figurativa: Naturaleza muerta con cesta de frutas, de Paul Cézanne. La obra representa a la cesta, las frutas, la mesa y la vajilla, pero no es ni una cesta, ni una fruta, y ni la mesa ni la vajilla están presentes en el cuadro. Existe en este caso una representación de carácter transitivo, por la cual el cuadro (objeto real) sustituye a los objetos enumerados (ausencia). No hay ningún elemento o rasgo en la pintura que sea compartido con los objetos referidos: es decir, cualquier relación, incluso la de semejanza visual, es arbitraria y establecida por convención (Eco 1982). La separación o hiato respecto del elemento sustituido, que debe ser religada a través del signo y su adecuada lectura, está determinada por aquello que constituye la dimensión reflexiva de la representación, por cuanto el cuadro Naturaleza muerta con cesta de frutas se presenta a sí mismo como obra pictórica. Podemos decir, entonces, que la distancia de la que depende la dimensión transitiva de la representación se origina en la materialidad del nuevo objeto, cuya presencia impide asimilar cualquiera de sus elementos (tela, óleo, pincelada, etc.) con la ausencia sustituida. Si bien el espectador podría detenerse solamente en la sustitución ejercida por la obra, que se vuelve así transparente hacia los objetos representados, nunca podría afirmar que la obra pictórica no está presente, es decir, que es lo que representa. Si lo representa, es a fuerza de no serlo.

Pero, ¿qué sucede cuando trasladamos este planteo a la acción realizada por un actor durante su actuación? Pongamos por caso a un actor que camina en el escenario. En los términos de la explicación tradicional de la actuación, se sostiene la dimensión transitiva del desempeño actoral mediante la cual dicha caminata sustituye a la caminata del personaje. No obstante, consideramos que esta afirmación se sostiene en la reunión de dos momentos que es necesario distinguir. En primer lugar, el texto dramático o la indicación escénica, de naturaleza lingüística, señala, mediante un concepto, que el personaje “camina”: en los términos de la mimesis aristotélica, la composición de la trama permite configurar una serie de eventos y/o movimientos inconexos en una acción narrativa con coherencia, sentido y principio, medio y fin, en este caso “caminar”, cuyo “quién” es el personaje. Hasta aquí, la representación no difiere de lo expuesto en el caso de la obra pictórica. El concepto “caminar” sustituye a una acción imaginaria.

Es en un segundo momento, y sobre la base de dicho concepto, que el actor realiza la acción y, efectivamente, camina. Ahora bien, ¿a partir de qué parámetros se establece la sustitución de la acción narrativa por la acción actoral? ¿Cuál es la ausencia sobre la que se articula la acción o que la acción sustituye? Tal como en Naturaleza muerta con cesta de frutas, podemos afirmar que lo único real es el nuevo objeto: la caminata del actor en el escenario. La acción actoral, como acción realizada, se presenta a sí misma como tal. Pero, a diferencia del ejemplo pictórico, el carácter reflexivo de la acción ejecutada por el actor es idéntico a aquello que debe sustituir por carácter transitivo. Más precisamente, es aquello que no es lo que debe sustituir: una acción efectiva. ¿Qué es entonces lo que diferencia a esa caminata de otra efectuada por el sujeto en su vida cotidiana? ¿Por qué características intrínsecas a esa acción podemos afirmar que se trata de la sustitución o materialización de otra acción, ausente o irrealizada? ¿Dichas características difieren de las de una caminata “sin referencia”? ¿En qué aspectos?

Consideremos nuevamente el argumento tradicional mediante el cual se entiende la acción actoral. En gran medida, las posturas históricas que definen a la actuación como interpretación han recurrido a la atribución de la acción actoral al personaje, dado que se entiende que ésta no se origina en el actor, quien no tiene motivaciones para efectuarla: la acción viene indicada por el texto y el actor se limita a leerla, a comprender intelectualmente qué debe hacer (a veces requiere la ayuda del director para ello) y, posteriormente, esa idea de la que se apropia es traducida en movimientos corporales. Por consiguiente, la acción actoral difiere de la real en que las motivaciones que la originan no son verdaderas. Por otro lado, la acción no correspondería al actor porque la idea que la motiva es anterior y exterior a la ejecución, por lo que la acción que se representa en escena es la traducción material de un contenido previo que no corresponde a la actuación en sentido estricto, aun cuando dicho contenido haya sido ideado por el propio actor en otro momento. Es decir, la acción narrativa es una acción en potencia que posee, por constituir su motivación o legitimación, una jerarquía superior a la ejecución en una acción efectiva.

Esto es lo que se expresa en el dualismo cartesiano y es lo que está en la base de conceptos tales como el de actuación semántica, propuesto por Patrice Pavis (1994). En él se incluyen indistintamente la capacidad mimética y emotiva del actor. Según esta perspectiva, la acción actoral puede referirse a la acción del personaje, tanto como el sentimiento del actor en escena refiere por semejanza a una emoción conceptualmente definida (tristeza, llanto, risa), que también podría identificarse en la realidad. Un sentimiento verdaderamente motivado es sustituido por un sentimiento técnicamente producido que refiere a aquél. Pavis contrapone la actuación semántica a la actuación deíctica, en la cual se muestra la presencia pura, lo que constituye una dimensión reflexiva de la actuación, que se produciría cuando el actor realiza acciones reales en el escenario en calidad de sujeto y no en calidad de personaje, es decir, respondiendo a una motivación propia por exhibirse. En esta tipología, sin embargo, permanece sin explicar en qué aspectos inmanentes radica la diferencia entre las acciones realizadas a partir de una motivación real y las acciones que ilustran o materializan una idea aportada previamente. Por otra parte, los motivos son imperceptibles en la acción, e incluso pueden permanecer indeterminados para el propio actor.

La teoría teatral contemporánea, cuyo cimiento inicial se halla en la semiótica estructural y el modelo literario, sostiene que la especificidad de lo teatral se funda en la denegación. Fernando de Toro (1987) afirma que la denegación produce un enunciado doble y simultáneo, mediante el cual todo elemento presente en escena adquiere una dimensión bifacética: es teatro y, por lo tanto, no es realidad. Por consiguiente, “todo en el teatro resulta ser entonces afirmación de una existencia real y material y al mismo tiempo denegación que anula todo lo real” (9). La función esencial del concepto de denegación es la de producir el desdoblamiento del enunciado escénico. Mediante dicho desdoblamiento, todo aquello que esté en escena se sustraerá de la realidad, al enunciarse como teatro. De este modo, por el solo hecho de ser colocado en un escenario, cualquier objeto conserva algunos de sus atributos (por ejemplo, los materiales), mediante los cuales su reflexividad se mantiene, pero pierde otros, como la funcionalidad: una silla puesta en un escenario cambia la función de ser un objeto para sentarse, para representar a una silla en la que el actor/personaje se sienta, o un trono en el que el actor/rey se instala, o una montaña que se asciende, etc. La silla conserva sus características en cuanto objeto, pero no será utilizada como tal en lo cotidiano, dado que forma parte de la escenografía teatral y su función es la de representar.

Aún más, dado que el grado de denegación determina el grado de teatralidad (Toro 1987), habrá hechos escénicos más teatrales que otros. Esto nos pone de cara al concepto de verosimilitud, que entendemos como un trabajo de “borrado” del sujeto de la enunciación y de todo trabajo de escritura. Así, cuanto más verosímil resulte el enunciado, se generará una impresión de menor grado de teatralidad. No obstante, y contrariamente a lo que podría suponerse, será necesaria, en este caso, una denegación mayor, dado que los términos de la dupla (“soy teatro” / “no soy realidad”) son más difusos. Éste sería el caso de la silla utilizada en escena como asiento, ya que la diferencia entre la silla como objeto en lo cotidiano y la silla en el ámbito de la representación es más ambigua, por lo cual será necesario un mayor esfuerzo para el desdoblamiento del enunciado escénico.

Por el contrario, la inverosimilitud facilita la denegación, aspecto que se percibe como mayor grado de teatralidad y resulta en la apreciación de algunos géneros como más teatrales que otros (Feral 2003). De regreso a nuestro ejemplo, si la silla fuera utilizada para representar un trono, nos hallaríamos en un género más teatral que en el caso anterior (aunque menos que en el de la silla utilizada para representar una montaña). No obstante, la denegación se produciría más fácilmente, pues tendríamos más dificultades para confundir a la silla con un trono, pero no tantas como las que acarrearía creer que es una montaña.

Este proceso se produce siempre en relación con las coordenadas de un género o período histórico, que funcionan como modelo, y no con las de “la realidad”. El género o período histórico es aquello de lo que depende la denegación, dado que funciona como fondo sobre el cual puede producirse el desdoblamiento que trae aparejado cada manifestación particular de lo teatral. Sin dicho contexto, el desdoblamiento (la denegación y, por lo tanto, la teatralidad de un hecho escénico) no sería posible. La denegación depende de la conceptualización del elemento o enunciado a denegar, es decir, del vínculo establecido con el discurso que lo delimita como tal.

En el caso del actor, la denegación es más compleja porque, para ser percibido como personaje (Hamlet, quien muere trágicamente hacia el final de la obra) y no como persona (un sujeto que es asesinado en un instante impredecible), es necesario seguir viéndolo siempre como actor. De modo tal que Hamlet es el resultado de un desdoblamiento que nos indica que, si bien el sujeto es real, dado que está actuando, lo que hace no es real8. Por otra parte, en virtud del concepto de denegación, según el cual hay géneros más teatrales que otros, podría afirmarse también que hay actores “más teatrales” que otros. De esta suposición proviene la confusión entre actuación realista y ausencia de artificio o menor teatralidad, que puede observarse en apreciaciones tales como que el cuerpo del actor naturalista es más espontáneo que el de un actor de la Commedia dell’arte. Así será más fácil percibir a la actuación y evitar la confusión con la realidad si el grado de teatralidad es mayor, es decir, si el actor realiza acciones inverosímiles, dado que si la acción actoral se asemeja mucho a la acción real, ambas podrían confundirse.

No obstante, esta idea general respecto de la denegación en la actuación presenta dificultades en su profundización. Más precisamente, ¿cómo opera la denegación en relación con las acciones que el actor realiza en escena? Extrapolando lo afirmado anteriormente, una acción realizada en escena no sería real. Podría establecerse, por lo tanto, una diferenciación entre la acción real y la acción actoral. Pero, ¿qué alcance tiene esta afirmación? Específicamente, ¿en qué difieren ambos tipos de acciones? ¿Podemos sostener que la acción actoral no es real porque no se ha hecho efectiva?

Para argumentar la teatralidad de la acción sobre la base de la denegación, debemos precisar, en primera instancia, a qué acciones nos estamos refiriendo. De regreso a nuestro ejemplo, si un actor camina por el escenario, debemos reconocer que dicha caminata se ha hecho efectiva. Pero, si un actor muere en escena, será necesario comprender que dicha muerte no ha sido tal. Nos encontramos, entonces, con que el concepto de denegación así caracterizado se manifiesta demasiado laxo o inexacto, dado que en toda actuación habrá acciones que será necesario denegar (el actor no murió) y otras que no podrán denegarse (el actor realmente caminó por el escenario).

Con el objeto de precisar entonces la especificidad de lo teatral, en la última década han surgido otras explicaciones teóricas que profundizan en la noción de teatralidad como mirada que desdobla. Cornago (2005) define a la teatralidad como la cualidad que una mirada le otorga a una persona que se exhibe consciente de ser mirada, mientras tiene lugar un juego de engaño o fingimiento. Por lo tanto, se trataría de una acción que se exhibe como real, dado que posee todos sus atributos, pero que se denuncia como falsa. Dicha denuncia implica que el engaño o el fingimiento deben hacerse visibles, porque si no, no habría teatralidad alguna. Cornago brinda un ejemplo: si bien el travesti es aquel que finge ser mujer, debe haber algo que permita que la verdad oculta (que es un hombre) se intuya. Si esto no sucediera, no habría travestismo. La mirada es la que se halla desdoblada: ve el producto y también ve el fingimiento.

¿Cómo opera esto en relación con la acción? Volvamos una vez más a nuestro actor caminando por el escenario. Si entendemos el concepto “caminar” como “andar o ir de un lugar a otro dando pasos”9, debemos decir que el actor ha caminado. Sería extraño plantear en este caso que, como sabemos que no lo ha hecho como sujeto en lo cotidiano, la caminata no ha tenido lugar. Si entendemos, en cambio, que “caminar” significa “dirigirse hacia un lugar o meta”10, tendremos entonces dos acciones diferentes: si bien Clitemnestra ingresa a palacio para matar a Agamenón, la actriz finge esta acción, mientras en realidad se dirige tras bambalinas11.

Si nos atenemos a la segunda acepción del término caminar, se habrán producido dos acciones diferentes: la narrativa (que se ha fingido) y la concreta (que se ha realizado). Dado que conocemos la convención teatral, sabemos que la acción narrativa no ha tenido lugar y que sólo ha sucedido el andar del actor, pero que debemos ver que allí donde la actriz ha caminado tras bambalinas, el personaje ha entrado a palacio. ¿Diremos entonces que la teatralidad se ubica en el coeficiente positivo resultante de restarle a la entrada del personaje a palacio la salida de escena de la actriz? ¿Y qué constituiría o a quién se le atribuiría el resultado negativo de dicha operación, el resto, lo que sobra?

La distinción planteada resulta endeble. Pero consideremos ahora la acción narrativa “Laertes mata a Hamlet”. Mientras el actor realiza una serie de movimientos con la espada, Laertes asesina a Hamlet. Sabemos que hay algo allí que el actor no ha hecho: matar. Pero mediante la denegación, vemos que sí lo ha hecho. No obstante, para ver algo que no ha sucedido, hemos tenido que dejar de ver lo que sí sucedió: todo lo que el actor efectivamente hizo. Ha habido en ese hacer infinidad de movimientos, ritmos, actitudes, gestos, formas, que exceden o que no están contenidos en la acción narrativa “Laertes mata a Hamlet”. ¿Qué sucede con esa multitud de eventos que no pueden ser conceptualizados? ¿No han sucedido? ¿Han pasado automáticamente a ser atributos secundarios del personaje (dado que en la mimesis, tal como la plantea Aristóteles, la acción narrativa es más importante que el carácter), y, por lo tanto, no son ya del actor? ¿Dónde se ubica o cómo se explica ese “resto” entre la acción narrativa, que en su enunciación bien se vale por sí misma, y lo que el actor hace, acción real que es lo específico del teatro?

Una vez más, observamos que lo específico de la acción actoral deriva de la conceptualización de la misma, de su vínculo con el discurso que la delimita. La mirada que desdobla, no ve el producto y también el fingimiento, tal como lo plantea Cornago. Por el contrario, el producto se ve y el fingimiento se “conoce”. Y a tal punto el saber condiciona la percepción, que deja de ver lo sucedido para ver lo que se sabe que sucedió.

Feral (2003), por su parte, propone que la teatralidad descansa sobre una mirada que postula un espacio separado de lo cotidiano, lo que produce una partición de la realidad. Se trata de un espacio potencial que hace manifiesta la mimesis, merced a la construcción de un marco o distancia con la cotidianeidad, dado que si lo visto estuviera ubicado en ella, quedaría fuera de todo acto de representación. Si bien Feral busca alejar a la teatralidad de la dicotomía realidad/ficción, vinculándola a la generación de una “espacialidad otra” respecto de lo cotidiano, la afirmación de una ausencia de representación (es decir, de la mera presentación) en lo no teatral plantea algunas dificultades. Éstas se evidencian en la descripción del encuadre teatral como propiciador de una doble dinámica, que permite transgresiones al tiempo que prohíbe cosas.

Se trata de la generación de un tiempo suspendido y reversible que se inscribe en lo que Feral (2003) denomina ley de exclusión o imposibilidad del no retorno. En lo que respecta a la acción, y según esta perspectiva, la teatralidad radica en la generación de un marco que distingue un exterior cotidiano, donde las acciones son realizadas efectivamente (razón por la cual no pueden ser deshechas) y un interior en el que el tiempo es reversible, es decir, en el que las acciones tienen vuelta atrás o no son reales.

Esto puede suceder por dos motivos: por una acción actoral, pero que no tenga consecuencias en lo real o por una acción actoral que no se realice por completo, lo cual nos pone nuevamente frente al problema de su conceptualización. Porque si bien podemos decir que cuando un personaje entra a palacio y luego el actor permanece tras bambalinas, su acción de dirigirse a palacio no tiene una consecuencia en lo real, la acción de andar sí la tiene, porque el actor efectivamente se ha desplazado, de modo que dicha caminata no puede simplemente deshacerse. Del mismo modo, cuando Laertes mata a Hamlet, la acción del actor se sometería a la ley de imposibilidad del no retorno, por lo que su espada no tendrá filo y los golpes no serán certeros; además de no matar, el actor también procurará no lastimar a su compañero. Esto se basa en la premisa de que allí donde el espectador perciba que hay una acción violenta que se ha realizado efectivamente, dejará de ver teatralidad para ver realidad, es decir, lo sucedido pasará a formar parte de su espacio cotidiano. Sin embargo, otra vez nos encontramos frente al hecho de que el actor ha movido su espada. Dicho movimiento ha sido efectuado en realidad y de manera completa, no a medias.

La ley de imposibilidad de no retorno tiene un efecto retroactivo e indica: esto que hemos visto no sucedió. Pero, el sentido atribuido (el actor busca que se comprenda que Laertes mata a Hamlet) es aquello que puede entenderse de la lectura del texto sin necesidad de la acción del actor. Sólo si nos limitamos a ver que Laertes mató a Hamlet, y dado que no lo mató, podemos decir que la acción puede deshacerse y volver atrás. Pero ¿hemos visto eso realmente o le hemos atribuido ese sentido a lo que vimos, que es, en sí mismo, otra cosa? Que Laertes mate a Hamlet es una acción que no sucede y que no podemos hallar en otro sitio más que en el texto dramático.

Como resultado, la única acción que puede deshacerse es aquella que nunca ha ocurrido. Lo que hemos visto es a un actor mover una espada y esa acción ha sido efectiva y completa. ¿Podemos decir que realmente esa acción tiene retorno y que el actor no ha movido la espada? Debemos entonces decir que hay acciones completas y acciones incompletas. Mover la espada es una acción completa y efectiva, matar, no. Pero ¿acaso el teatro debe dividirse entre acciones completas e incompletas?

Supongamos una obra realizada íntegramente con acciones completas y efectivas que no refieren, por lo tanto, a otra cosa más que a sí mismas. ¿Podremos afirmar que no se trata de teatro sino de realidad? Usualmente, un personaje le dispara a otro en escena: la bala no es real, el disparo no es real, el actor no tiene motivaciones reales para disparar y, si bien el personaje muere, el actor que ha fingido morir retorna alegremente a su casa y, por lo tanto, los espectadores también. Pero tomemos un caso extremo, en el que realmente se realice en el escenario una acción “sin retorno”, por ejemplo, Shoot, la performance realizada por Chris Burden en 1971, que consistió en un disparo real al brazo del artista. La acción ha sido realizada efectivamente y es completa, no hay retorno posible, al punto que Burden debió ser hospitalizado. Sin embargo, lo perturbador de la experiencia es que ninguno de los asistentes creía que allí le estuvieran haciendo daño a alguien, aunque el disparo hubiera sido real.

¿Qué es aquello que “mediatizaba” dicha experiencia, al punto que los espectadores no impidiesen el disparo o huyeran por temor a ser agredidos? ¿Qué es lo que provocó que el sujeto que efectuó el disparo lo hiciera sin reservas y que Burden se sometiera a ello sin problemas? No se trata de un rasgo de la acción, por el cual ésta pueda ser considerada como no real, ficticia o no efectiva. Tampoco hay algo en ella que pudiera considerarse representación de otra cosa ausente. La constitución del hiato no consiste aquí en una acción remedada, defectuosa o incompleta, sino en el enunciado “esto es arte” esgrimido por Burden y compartido por los concurrentes, lo cual bastó para que todos justificaran y se justificaran a sí mismos el hecho, adoptando conductas que serían totalmente diferentes y hasta opuestas de no existir dicha declaración. Este enunciado no era un hecho contundente que partía de la naturaleza incontestable de la acción, dado que, si bien era compartida por los presentes, no lo era por otras personas. Esto se demuestra en el hecho de que la performance no fue comunicada a la policía, ante la cual se esgrimió otro argumento.

El caso analizado demuestra que la diferencia entre balas reales o falsas es impertinente para hablar de representación/presentación o de verdad/falsedad, dado que estos conceptos se hallan delimitados por la relación entre enunciados y no por el contenido de la acción en sí. Tampoco sería pertinente plantear que es fuera del arte donde las cosas pueden simplemente “presentarse”, dado que las motivaciones supuestamente reales para llevar adelante una acción y los medios por los cuales hacerlo también dependen de la mediación del lenguaje. Por ejemplo, ¿si el disparo hubiera sido una presentación hubiera respondido a motivos reales en lugar de artísticos? ¿Pero qué son los “motivos reales”? ¿Acaso no hay mediatización alguna en el hecho de que si alguien quiere hacerle daño a otra persona, sepa que, entre otras cosas, puede comprar un arma, cargarla, apuntar y tirar? Aun si planteáramos la ausencia de motivos en la realidad, deberíamos establecer un sentido, por ejemplo, la locura, que supla dicha ausencia con un nuevo sentido. Por lo tanto, todas las explicaciones son el resultado de la conceptualización de la acción realizada, la cual es cambiante, contingente y externa al acontecimiento en sí, características que no se diferencian de las de la acción en el ámbito cotidiano, que también debe ser conceptualizada para ser comprendida.

Estimamos, por consiguiente, que lo teatral implica una dimensión de desdoblamiento, pero que es inadecuado establecerla sobre la base de la noción de representación transitiva o en la distinción entre acción real y acción actoral. Consideramos, por el contrario, que no existen características intrínsecas que permitan una diferenciación entre ambas, dado que tanto las acciones de la vida cotidiana como las actorales dependen de la mediación de una instancia externa que permite conceptualizarlas como tales: el lenguaje. En efecto, la acción real se encuentra mediatizada, y, por consiguiente, desdoblada por el lenguaje, por cuanto también es posible identificar en ella una dimensión transitiva y una dimensión reflexiva. Afirmamos entonces que la acción actoral no difiere de la acción real.

La acción en situación de actuación

¿Cuál es entonces la especificidad de la acción actoral? Consideramos que se trata de la acción de un sujeto que se halla posicionado en un contexto espacio-temporal determinado por el lenguaje, al que denominaremos “situación de actuación”. Esta afirmación presenta dos aspectos a analizar: por un lado, la atribución de la acción en escena al sujeto, quien permite dotar de unidad a la actuación en cuanto fenómeno artístico susceptible de ser percibido y valorado estéticamente. Por otra parte, la circunscripción de una situación espacio-temporal en la que el sujeto, como ser encarnado (Merleau Ponty 1975), se posiciona para llevar a cabo dicha acción ante la mirada de otro sujeto.

La consideración de la acción en escena no sólo supone la adjudicación de un papel prioritario del actor en el hecho teatral, sino que procura considerar a la actuación como una obra de arte atribuible a un sujeto. Regresemos a nuestro ejemplo inicial, la obra pictórica. Teníamos allí la presencia de un objeto nuevo, que se encontraba en lugar de una ausencia. La obra, como realidad material, afirma su propia presencia como objeto producido por un hacer, es decir, por la acción artística de un sujeto. El hacer del pintor consiste en la producción de un nuevo objeto, exterior a dicha acción y cuya realidad efectiva establece una distancia con la ausencia que evoca y, por lo tanto, reemplaza. Pero en este caso, la acción artística del pintor no coincide con el objeto. El objeto ha emanado de ella, pero le sobrevive en forma independiente. ¿Qué sucede en el caso de la acción artística del actor? ¿Cuáles son las implicancias que tiene en la acción, la observación tantas veces realizada: que en la actuación, sujeto, soporte y obra coinciden? ¿Cómo se produce la acción artística del actor?

Tomemos la definición de obra de arte brindada por Gadamer (1996), quien afirma que la unidad de la obra radica en su identidad hermenéutica, la cual emana y se refiere a sí misma, y no proviene de un sentido exterior que la delimita. Para ello, invoca el ejemplo de la improvisación musical como caso extremo, dado su carácter de acontecimiento efímero y no discursivo. Gadamer estima que aquello que permite subsumir la acción del artista en el concepto improvisación no viene dado por una instancia exterior, sino que emana del hecho o “es referido en su mismidad” (Gadamer 1996, 68). Es lo que expresa cuando afirma que “para nosotros, algo ‘está’ ahí” (68). Eso que está ahí es la obra identificada en cuanto acción artística susceptible de ser valorada o juzgada, y, por lo tanto, diferenciada del simple movimiento, pero también de una acción con otro fin.

No podemos negar que la actuación, aun como interpretación en el seno de la representación, es y ha sido históricamente susceptible de juicio estético. Aunque sólo sea respecto de la atribución de adecuación o inadecuación de la acción del actor al sentido a representar, constituye una unidad o posee identidad hermenéutica. Ahora bien, dada su inexistencia en el acontecimiento escénico como situación espacio temporal, no es la acción a representar la unidad sometida a valoración en este juicio. En todo caso, la acción narrativa o el personaje será la medida invocada para dicha valoración. Aquello que se examina, se valora o, simplemente, se percibe, es la acción del sujeto en la escena, es decir, la acción atribuida a un actor en particular. Si podemos juzgar que Laertes mató a Hamlet, es sólo porque podemos atribuir la multiplicidad de eventos y movimientos presentes en escena como realizados por cada uno de los actores que los representan en particular.

El sujeto realiza acciones en escena en cuanto tal y no en cuanto personaje; aspecto que la interpretación intenta reducir a su mínima expresión y que el carácter transitivo de la representación se obstina en desechar por considerarlo un “error” o desvío. Para comprender la acción del actor es necesario desentrañar, en primer lugar, las condiciones de su acción en escena en cuanto sujeto. En contraposición a la acción narrativa, que presupone orden y coherencia, la delimitación de principio, medio y fin, la posibilidad de ser concebida, enunciada, pensada, planificada, y de entenderla y abarcarla intelectualmente (Ricoeur 2000), la acción del actor en escena es lanzada y no terminada. Es un acontecimiento y su supeditación al esquema de la acción a representar no lo contiene. Al igual que en lo cotidiano, la acción en escena implica devenir. Hay, por lo tanto, un riesgo inherente a la acción actoral. Este riesgo, que no posee la acción narrativa y que la supeditación de la acción escénica a la misma no reduce, se halla siempre presente en la acción actoral tanto como en la acción cotidiana, y es lo que distingue al teatro, la danza y la ejecución musical de otras artes. Dicho riesgo implica exactamente lo contrario a lo propuesto por la ley de imposibilidad de no retorno, es decir, establece la posibilidad siempre latente de que algo realmente suceda.

Ricoeur establece un vínculo con su noción de acción narrativa y afirma que la iniciativa es una réplica de la práctica a la especulación y a sus obstáculos (2000). Se trata de un presente vivo, activo, operante, que replica al presente visto, considerado, contemplado y reflexionado. La acción se desarrolla en el instante, es decir, se da en cuanto irrupción y ruptura. El presente es incidencia y acontecimiento puro. En él, el sujeto no puede ser a la vez observador y agente, por lo que el hacer implica necesariamente que la realidad devenga parcialidad y no totalidad abarcable racionalmente. Dado que es realizada por el sujeto, la acción del actor, al igual que la acción cotidiana, no puede sustraerse del aquí y ahora, del instante en el que irrumpe, en el que se produce.

Creemos que es pertinente considerar al actor como sujeto situado, para lo cual introduciremos algunos aspectos de la Fenomenología de la percepción, de Maurice Merleau Ponty (1975). Merleau Ponty establece una ruptura con el dualismo cartesiano. Parte de la premisa husserliana del ser-en-el-mundo, es decir, de la rigurosa bilateralidad entre el mundo y el sujeto, por la cual el cuerpo no puede ser pensado como objeto que se posee, sino como posición desde la cual el mundo es vivido. Es por ello que el cuerpo no puede darse como exterioridad, ni a la mirada ni a la conciencia del sujeto. El sujeto es su cuerpo, en cuanto límite que da lugar, y en consecuencia, que pone en situación. Sólo como situado, es decir, en relación con un mundo que no se posee como totalidad cognoscible, sino como contexto para una posición determinada y parcial, el sujeto es del mundo, posee un mundo, se da un mundo. La percepción del cuerpo y la percepción de la situación son una sola cosa, dado que el cuerpo no es más que dicha situación en cuanto realizada y efectiva.

Esta concepción del sujeto imposibilita pensar la acción como ejecución de una idea previa o externa. La condición de la espacialidad y la experiencia fija al sujeto en un medio contextual y su inherencia al mundo, es decir, la presencia sin distancia al mundo y al cuerpo. No es posible pensar una acción que se emprende de manera aislada o suspendida del medio contextual para responder exclusivamente a imperativos conceptuales, es decir, para el sujeto no es posible realizar acciones sin estar situado. En este sentido, la libertad del sujeto no es concebible por fuera de la situación, pues ésta es la existencia y no hay libertad sino en su flujo: “nunca hay pues determinismo, ni jamás opción absoluta, nunca soy una cosa ni una conciencia desnuda” (Merleau Ponty 1975, 462). Los movimientos se experimentan como resultado de la situación, pero no necesariamente están precedidos ni acompañados por ideas o pensamientos, y por ello es posible afirmar que la motricidad posee ya el poder de dar sentido. Cada movimiento tiene lugar en un medio contextual que es determinado por el movimiento mismo, dado que encierra ya una referencia al mundo, pero no como representación, sino como medio hacia el que el sujeto se proyecta. Mover el cuerpo es apuntar hacia dicho medio, responderle, por lo que no puede concebirse que un movimiento primero sea representado y luego meramente ejecutado.

Donde el dualismo inherente a la noción de interpretación propone una comprensión intelectual previa (traducida posteriormente en movimientos adecuados —intervalo menos pronunciado en una acción real, pero acentuado en la ficción—), la fenomenología plantea a cualquier acción desde la estricta vinculación del sujeto con la situación en la que se halla posicionado. En este contexto el saber como conocimiento es sustituido en intención de hacer. El cuerpo comprende, sin que ello signifique subsumir un dato sensible bajo una idea. Es en este sentido que puede afirmarse que el contexto arranca la acción del sujeto.

Ahora bien, una situación se define por no ser la totalidad del ser. Debe establecerse una distancia entre el hombre y aquello que reclama su atención, para que éste no permanezca encerrado en un medio determinado. Por lo tanto, situación es lo contrario a totalidad, por cuanto aquélla es contingente y cambiante. La posición implica así un punto de ceguera, lo que determinará su movilidad. Si bien hay momentos en que el cuerpo se entrega sin reservas a la acción que el medio le reclama, esto sólo sucede de manera intermitente. El sujeto nunca queda perdido en el acto, dado que siempre puede cambiar de situación. Merleau Ponty equipara esta ceguera o falta de totalidad con la oscuridad necesaria para la claridad del espectáculo y que, además, define a un elemento como situado, es decir, recortado del todo indeterminado.

Esto sucede con lo que Merleau Ponty denomina contexto objetivo, es decir, una situación imaginaria que se recorta, que no se confunde con la realidad: “el hombre normal y el comediante no toman por reales las situaciones imaginarias, al contrario, separan su cuerpo real de su situación vital para hacerlo respirar, hablar y, de ser necesario, llorar en lo imaginario” (Merleau Ponty 1975, 121,122). El sujeto tiene la capacidad de situar su cuerpo en lo virtual y no permanecer encerrado en lo actual. Lo posible adquiere así, sin dejar de ser posible, actualidad. El cuerpo que ejecuta un movimiento en una situación no real hace un movimiento que se convierte en su fin, por lo que logra romper su inserción en el mundo dado y dibujar en torno a sí una situación ficticia. Si bien desarrolla su propio fondo o contexto, dicho movimiento no posee menos realidad o una ejecución imperfecta o incompleta respecto de un movimiento situado en otro contexto. Representar un papel es, para Merleau Ponty, situarse en una situación imaginaria, deleitarse con el cambio de medio contextual, ponerse en situación.

Hay, por lo tanto, una negatividad implicada en la delimitación de cada situación, que deslinda o distancia a cada situación del resto, aunque en ella las acciones sean tan reales como en otro contexto: respirar, hablar, llorar no son remedos de la acción, sino acciones en sí mismas y, como tales, resultantes del medio en el que el sujeto se halla inmerso. Así, Merleau Ponty contrapone la situación virtual a la situación vital, pero no las acciones que tienen lugar en cada medio y que se experimentan como resultado de la situación. El cuerpo se halla retirado pero no irrealizado, por lo que continúa siendo el cuerpo que habla, respira y llora.

Por consiguiente, definimos a la situación en la que el sujeto está posicionado y a partir de la cual realiza acciones actorales como situación de actuación. Ésta es una situación imaginaria en la que las acciones son reales. La situación de actuación es una parcialidad en la que el sujeto se ubica, lo cual le impide reducir la totalidad de su existencia a la actualidad de su actuación. No obstante, esta definición de situación como disrupción en un continuo se aplica tanto para el ámbito de lo cotidiano como el de aquello que por su virtualidad difiere de él. ¿Qué es aquello que distingue a la situación de actuación de otra situación cualquiera? Postulamos que lo que la distingue es el hecho de que las acciones realizadas por el sujeto posicionado en ella son idénticas a una acción cotidiana, pero no tienen otra función ni motivación que producirse ante la mirada de otro sujeto. En consecuencia, ni el sentido ni el referente representado sostienen a la acción actoral como justificación por los resultados didácticos, éticos o morales de esta. Como corolario, agregaremos que es necesaria la participación de dos sujetos en la situación de actuación: aquel que acciona y aquel que observa dicho accionar12.

De la definición de situación de actuación propuesta surge la especificidad de la actuación como obra de arte. Mientras que en otras disciplinas la acción artística produce un objeto tangible cuya contemplación posterior por parte de un espectador no es imprescindible para la definición de la obra de arte como tal, la acción actoral se soporta por su sola ejecución, por lo que el único fundamento que la justifica es ser mirada o contemplada. Sin embargo, a pesar de compartir esta característica con las otras artes denominadas interpretativas (como la danza, la ejecución instrumental o el canto13), la diferencia de la actuación radica en que la acción actoral no difiere de la acción cotidiana.

Conclusiones

En el presente artículo hemos analizado las dificultades de aplicar los estudios literarios basados en la noción de representación —en su carácter transitivo— al hecho teatral y, fundamentalmente, a la actuación como acción del sujeto en escena. El personaje es una estrategia narrativa (Certeau 2007) por la cual se construye anticipadamente una totalización de la acción escénica desde un punto de vista racional. Se trata de un plan que indica previamente el punto de partida y la conclusión de la actuación, por lo que la cristaliza y la cierra en un resultado (generalmente, el sentido a representar). Esta posición totalizadora supone una perspectiva externa, propia de un observador. El planteo de la actuación desde esta perspectiva implica una concepción dualista, en la cual el sujeto comprende racionalmente lo que debe hacer y luego lo ejecuta materialmente. No es extraño que todo imperativo de este tipo fracase irremediablemente, testimonio de lo cual son las constantes reprimendas al actor registradas a lo largo de diversos períodos históricos. Tal como hemos afirmado, la acción actoral constituye, en cuanto hacer, una parcialidad, pues el actor que la lleva a cabo es agente y no observador. Esto hace que en la situación de actuación, como en toda situación, la acción no pueda ser predecible, por lo que sólo puede tener significado cuando ha concluido. Consideramos, por lo tanto, que la acción actoral no es el resultado de la sustitución, representación o interpretación de algo previo, sino el origen de la actuación como fenómeno específico.


1 Aun considerado a partir de sus elementos discursivos —los parlamentos—, desde esta perspectiva el acontecimiento escénico también funciona como sustitución de un sentido general de la obra como totalidad discursiva exterior, de la que cada diálogo o monólogo constituye sólo una porción incompleta y supeditada al resto.

2 Roland Barthes afirma que “el Padre es el hablador: el que tiene los discursos fuera del hacer, separado de toda producción; el Padre es el Hombre de los Enunciados, por eso nada es más transgresivo que sorprender al Padre en estado de enunciación […]. El que muestra, el que enuncia, el que muestra la enunciación, no es más el Padre” (citado por Kebrat-Orecchioni 1997, 54).

3 Su voz, rostro y aspecto físico se hallaba deformado o disimulado por su vestuario.

4 No obstante, reconoce la existencia de mitos que no están construidos atendiendo a la verosimilitud o necesidad, a los que denomina “episódicos” por tener hechos desligados de la trama. Estima que éstos son obra de malos poetas o de buenos poetas que “atienden de preferencia a los actores” (Aristóteles 1979, capítulo ix, 1451b), señalando la tendencia disruptiva del actor con respecto a cualquier orden que intente imponérsele.

5 Horacio (Ars poética, 14 a.C.), Lope de Vega (El arte nuevo de hacer comedias, 1609), Molière (Prefacio a Tartufo, 1669), Boileau (Arte poética, 1674), Racine (Prefacio a Fedra, 1677), Voltaire (Carta al Padre Poreé, 1730 y Discurso sobre la tragedia, 1731), Lessing (La dramaturgia de Hamburgo, 1769), Schiller (Prefacio a Los Bandidos, 1781 y Sobre el arte dramático, 1792).

6 Barthes denuncia como irrealista la pretendida objetividad del realismo, mediante la cual los hechos se relatan a sí mismos, por lo que el quebrantamiento de sus certezas implica la relativización de la verdad del decir (Barthes 1974).

7 Abirached (1994) defiende esta posición al sostener que el personaje es un ser de palabras que preexiste al actor y que posee una disposición a materializarse. El actor, por lo tanto, da cuerpo al personaje, lo encarna, desencarnándose él mismo.

8 De esto deriva la idea de espectador ingenuo, virtualidad consistente en que, si no se está informado de la convención de la representación, no puede efectuarse la denegación, pues podría confundir al nuevo objeto con el objeto invocado y creer que verdaderamente el actor murió (éste es un aspecto específico del teatro del que están exentas otras artes).

9 Diccionario de la Real Academia Española de Letras, xxii edición, s.v. “caminar”.

10 Otra de las acepciones que brinda dicha edición del Diccionario de la Real Academia Española de Letras.

11 Porque sería inverosímil que manifestara que entra al palacio y se quedara en escena. No obstante, como la verosimilitud depende de las convenciones estéticas, en una obra contemporánea, el personaje bien podría manifestar que se retira y el actor no moverse en absoluto.

12 Consideramos que no sería oportuno, sin embargo, equiparar la noción de situación de actuación con la de convivio (Dubatti 2005). Mientras el convivio supone “la reunión, el encuentro de un grupo de hombres y mujeres en un centro territorial, en un punto del espacio y del tiempo” (Dubatti 2005, 73), en la que actores, público y técnicos participan colectivamente, la situación de actuación se circunscribe a la relación uno a uno entre el sujeto actor y el sujeto espectador.

13 Hemos profundizado en las relaciones entre la actuación y la noción de interpretación en Mauro 2010.


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MAURO, K. La actuación y los Estudios Literarios. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 13, n. 1, 2011. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23652. Acesso em: 28 mar. 2024.

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