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2012-07-01

Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía

Palabras clave:

autobiografía, relato, testimonio, intimidad, ficción, subjetividad. (es)

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Autores/as

  • Carlos Surghi Universidad Nacional de Córdoba
El presente trabajo analiza las figuraciones autobiográficas del escritor Thomas Bernhard a través de sus Relatos autobiográficos. Para ello, apunta a señalar de qué modo, en dichos textos, diversas experiencias son narradas como formas de autoconocimiento. Los relatos fueron publicados entre 1976 y 1982, periodo que aparece en la vida de Bernhard como un instante de reflexión, recogimiento e intimidad que busca dar cuenta del pasado como instancia formadora del artista. Sin embargo, la preponderancia literaria de cada relato relaciona de un modo evidente las aparentes confesiones del escritor con los espacios, las circunstancias y los personajes tematizados en sus ficciones. Así, la escritura autobiográfica inicialmente testimonial termina siendo en realidad una invención biográfica.

VISITA A THOMAS BERNHARD: INVENCIÓN Y AUTOBIOGRAFÍA

VISITING THOMAS BERNHARD: INVENTION AND AUTOBIOGRAPHY

 

Carlos Surghi
Universidad Nacional de Córdoba CONICET - Argentina
carlossurghi@yahoo.com.ar

Artículo de reflexión.
Recibido: 27/08/12; aceptado: 22/10/12


El presente trabajo analiza las figuraciones autobiográficas del escritor Thomas Bernhard a través de sus Relatos autobiográficos. Para ello, apunta a señalar de qué modo, en dichos textos, diversas experiencias son narradas como formas de autoconocimiento. Los relatos fueron publicados entre 1976 y 1982, periodo que aparece en la vida de Bernhard como un instante de reflexión, recogimiento e intimidad que busca dar cuenta del pasado como instancia formadora del artista. Sin embargo, la preponderancia literaria de cada relato relaciona de un modo evidente las aparentes confesiones del escritor con los espacios, las circunstancias y los personajes tematizados en sus ficciones. Así, la escritura autobiográfica inicialmente testimonial termina siendo en realidad una invención biográfica.

Palabras clave: autobiografía; relato; testimonio; intimidad; ficción; subjetividad.


This paper analyzes the autobiographical configurations of the writer Thomas Bernhard through his Autobiographical Stories. Thus, our reading aims to show how, in these texts, different experiences are narrated as forms of self-knowledge. The tales were published between 1976 and 1982; this period appears in the life of our writer as a moment of reflection, contemplation and intimacy which seeks to explain the past as a formative element for every artist. However, the literary dimension which each story assumes establishes obvious connections between the writer's apparent confessions and the spaces, circumstances and characters evoked throughout his fiction. Thus, purportedly testimonial autobiographical writing ends up being really a biographical invention.

Keywords: autobiography, narrative, testimony, intimacy, fiction, subjectivity.


Yo mismo pude esconder siempre mi desgracia bajo la superficie, pude hacerla invisible.

Thomas Bernhard, El origen, 24

Los pasos perdidos del escritor

LO MÁS EXTRAÑO QUE PUEDE ocurrirnos al leer cualquier texto es visitar la intimidad que todo escritor lleva dentro de sí. Pero tal vez el tiempo de la literatura -la felicidad de sus momentos, ciertas respuestas a preguntas que vienen sin saber por qué- sea solo eso: una suerte de inmersión en la oscuridad del cuarto propio, una visita inesperada a los papeles perdidos del día a día, una contemplación morbosa del hundimiento que la obra le pide a quien se cree destinado a ella. Ocurre que en las alturas de la distancia que lo protege detrás de la ficción, en el anonimato practicado como una manía solitaria en la que no hay nada más que las propias experiencias, o hasta en la exhibición bochornosa de cada una de esas máscaras que se reducen a una sola, hay una abierta intranquilidad en el escritor por aquello que no debería dejar ver, por lo imposible de averiguar, por lo que el lector nunca debería intuir como cierto: que todo se trata de una voz débil, indiferente y al mismo tiempo sin un más allá del tiempo que le toca vivir.

¿Sobrevivirá en sus papeles transformando esa debilidad en fortaleza? ¿Podrá ser más literatura al ser menos hombre entre los hombres y convertirse así en una poderosa forma que dicta su capricho sobre el mundo? La literatura es una y otra vez el resultado de ese escritor fantasma que, sin poder escapar de sí mismo, termina transformándose en la imagen de una huida. Ahora bien, ¿hacia dónde?, ¿en busca de qué?, ¿escapando de quién? Una presunción un tanto desacreditada -la literatura es más que las circunstancias subjetivas de un momento- se ha encargado de hacernos creer que la escritura tiene que ver poco con la preocupación, un tanto fantasmal, de negar y al mismo tiempo desear el limbo del anonimato. Si nos atenemos a esta reducción, que justifica la existencia de un pensamiento académico excluido de las urgencias que hacen posible la literatura, las historias, los episodios, la ejecución precisa de un diálogo o la visión de un mundo que se cristaliza en las palabras nos entregarían una clara imagen de la literatura como un ejercicio de estilo que, paradójicamente, negaría lo que más importa al estilo: la voz que habla, la experiencia malograda, la obra imperfecta, es decir: el destino de todo escritor que tiende a desaparecer1.

Thomas Bernhard es un caso singular de esta huida emprendida por el escritor fantasma. La prohibición de reeditar durante ochenta años su obra en Austria una vez muerto, su negativa a dar entrevistas y sus escándalos políticos que lo prefiguraban como un autor de culto han contribuido a concebir su escritura como una aventura en la cual se crea la propia vida luego de que la literatura se ha encargado de destruirla. Radical en sus apreciaciones culturales sobre un mundo que se empecina en disimular los trastornos que lo desencantan, fóbico a las excesivas atenciones tributadas por los intelectuales que pretenden alimentar una esperanza incierta, cuando no iconoclasta ante la apreciación de la literatura como un arte en el que es imposible pensar más allá de la soledad, la muerte o el fracaso, el autor de Helada ha elaborado, desde el comienzo de su carrera literaria, un testamento cifrado en la afirmación paradójica que nos confiesa que lo biográfico solo puede ser cierto si previamente es un último acto novelesco.

Una invención sobre el vacío

Una de las principales dificultades de su narrativa, que en realidad es la prueba de su fehaciente virtuosismo, radica en que las novelas de nuestro autor carecen de argumentos2. Para Bernhard, la acción no es más que una contemplación del infierno que aqueja a sus personajes. Así, una obra en construcción -como en el caso de su novela -, un informe médico de los estragos de la enfermedad -como Helada- y una minuciosa descripción de lo que el arte ya no puede decir -como El malogrado- bastan para dar a entender que la literatura es el lenguaje más apropiado para hablar del padecimiento humano en el que el mundo se resuelve tras las últimas fronteras de la vida.

En verdad, los paisajes mentales en los cuales se internan sus personajes parecen estar ahí para hablarnos de cierta escuela del dolor que condiciona el aprendizaje emprendido hacia la única certeza que el arte otorga: el fracaso. Ahora bien, ¿qué es lo que hace sospechar que en esta invención fabulosa todo tiene su correlato inmediato en la existencia de quien escribe? El mismo Bernhard, falsamente reacio a que lo visitemos como esa celebridad que habla de lo que otros no pueden hablar, se ha encargado de obligarnos a leer sus novelas como veladas alusiones a esa vida privada, excluida de la literatura pero presente como lo único que nos pertenece. Aunque también se ha encargado de que una y otra vez, tras la dificultad de su seducción, lo entendamos como alguien que está condenado a inventar su propia existencia, que solo será posible cuando la muerte lo gane para siempre.

Entre 1976 y 1982, la publicación de sus relatos autobiográficos -El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño3- parecía acercarnos una confesión ordenada de quien, hasta el momento, había evitado este ejercicio de exposición subjetiva detrás de un silencio inapelable, que intuíamos interrumpido por lo que su extraña obra le debía a una vida prácticamente desconocida. Indefectiblemente, Bernhard había hablado de él mismo, salvo que de otro modo, exagerándolo todo, pues la ficción literaria le resultaba mucho más cercana que la confesión abierta. Sin embargo, lo más asombroso de esta última palabra es que la vida de Bernhard no sirve como una clave de lectura del texto ni se justifica en él. Los recuerdos, los padecimientos y la soledad de nuestro autor tan solo buscan inventar a Thomas Bernhard de una vez y para siempre; pues la literatura, siempre expuesta a las necesidades de la vida y dispuesta a disolverlas en la medida de sus posibilidades, se ha vuelto una última oportunidad para convencernos de que existir es aceptar ese fracaso, más aun si intentamos hablar de nosotros mismos y solo nos queda la traición de inventarnos al querer ser verdaderos.

Lo paradójico de la invención de Bernhard es la respuesta que ha tenido en virtud de la supuesta distancia que pretendía marcar; tanto es así que el desprecio, la actitud hiriente e insidiosa frente a la estupidez, tanto para consigo mismo como para con los otros, ha generado una manía que parece salida de sus argumentos novelescos. La propia vida se ha vuelto una escena similar a las inventadas para sus personajes, que en determinado momento deciden aislarse del mundo porque este les resulta insoportable. De este modo, cualquier declaración de Bernhard sobre su propia vida muchas veces parece un extracto novelesco en el cual él es uno de sus tantos personajes:

Apenas puedo seguir viviendo en Ohlsdorf, mi lugar de residencia. Los atropellos por todas partes se me hacen insoportables. Por lo demás, las alabanzas son tan siniestras, falsas, hipócritas y egoístas como los insultos. Se da el caso, que la gente, si no abro en seguida la puerta, se enfada y me rompe los cristales. Primero llaman, después pican, después gritan, y acaban rompiéndome las ventanas. Después se oye el rugido de un motor que se aleja. Porque fui lo suficientemente estúpido, hace veintidós años, de dar mi dirección, ahora ya no puedo seguir viviendo en Ohlsdorf. La gente se sube al muro que rodea mi casa. Cuando por la mañana bajo hasta el portal, ya hay gente encaramada. Dicen que quieren hablar conmigo. O, los fines de semana, la gente va a ver al escritor, como antes iban al parque a ver los monos. Esto es más divertido. Se acercan hasta Ohlsdorf y asedian mi casa. Yo los observo escondido detrás de las cortinas como un preso o como un loco. (Hoffmann 1991, 16)

¿Qué vida podría inventar el adulto que ya ha perdido de vista al niño que fue cuando intenta buscar en sí mismo la posibilidad de esa invención? Si la escritura de Bernhard tiene algo claro es que está ahí para hablarnos de una ética de la supervivencia. Una y otra vez vemos cómo la opción del suicidio es desplazada por la felicidad de la escritura, cómo a las sucesivas crisis les sigue la narración de lo más personal de una experiencia, que tiene que ver básicamente con ser un escritor. Lo biográfico no se reduce, entonces, a ser la última palabra escrita por necesidad o, menos aún, para convencerse de que efectivamente algo se podría salvar en ella; más bien Bernhard escribe sobre sí mismo para corroborar, de un modo sorprendente e irritante, que toda experiencia solo es posible como una falsificación.

Con la indolencia propia de quien sobrevive al infierno en vida, a bombardeos durante el fin de la Segunda Guerra Mundial, a reclusiones en hospitales públicos o a pérdidas irreparables, como el suicidio de su primera mujer, nuestro autor se inmiscuye en una suerte de forma literaria que nos obliga a creer en la predisposición por la verdad que toda confesión debe tener para ser aceptada. Sin embargo, y he aquí lo más importante, en la autobiografía, la verdad de Bernhard es su traición a la verdad; es más, su interés es saber que cuenta con la falsedad de quien desesperadamente intenta ocultar el fracaso, pero que al hacerlo, indudablemente, solo puede fracasar.

Ahora bien, quien escribe no fracasa por carencia de medios, por equivocaciones o por parálisis de espíritu frente a la presunta verdad de la época que por desgracia le ha tocado testificar. En realidad, fracasa simplemente porque todo está destinado a esa resolución. Todo intento de escribir sobre los avatares de quien pierde en ellos la propia vida no es más que un "intento de comunicar la verdad" (Bernhard 2009, 18). Pero este intento es igual a la imposibilidad del narrador, que sabe que todo es un fracaso, que su aventura debe aceptarse como un esfuerzo sin frutos, como algo que nada torcerá, y que por ello es un trabajo inútil: "Tendríamos que ver la existencia como el estado de cosas que queremos describir, pero, por mucho que nos esforcemos, no vemos jamás, por lo que hemos descrito, el estado de cosas" (29).

Como podemos apreciar, en la escritura de la propia experiencia, solo al mentirnos Bernhard nos es sincero; solo cuando la literatura le enseña al mundo su procedimiento parece ser más verdadera la experiencia intransmisible. Así, escribir sobre una época, sobre lo que en ella puede haber resultado cierto para el escritor que la observa en una fingida distancia, "es una acumulación de cientos y miles y millones de falsificaciones y falseamientos, que al que los describe y escribe le son familiares todos como verdades" (39). Además, son verdades en las que "la memoria se atiene exactamente a los acontecimientos y se atiene a la cronología exacta, pero lo que resulta es algo muy distinto de lo que fue realmente" (34). Tal vez a esta especie de apología de la impunidad de la escritura solo falta atribuirle un aspecto secreto en su funcionamiento: no se trata de recuerdos que permitan a un individuo hablar de las circunstancias que lo trascienden, por el contrario, se trata de mis recuerdos, tan inútiles y tan profundamente válidos como inciertos. Por último, esos recuerdos son una invención sobre el vacío, son la más clara prueba de que el pasado se puede inventar cuando se trata de la propia vida.

Falso testigo

¿Qué han sido, entonces, la guerra, la muerte de su madre y el descubrimiento de los hombres en la miseria que los define para siempre sino excusas de una soledad hecha de palabras, y por cierto, de mentiras insustituibles? En estos hechos puntuales de la vida de Bernhard, se forma el carácter del escritor, adquiere una conciencia a la que nada se le podrá privar; también gracias a estos hechos aparece la condición propia del escritor que debe sobrevivir y que para hacerlo debe escribir, que debe fabular una invención negativa que lo lleve a aceptar la escritura en toda su dimensión, aun cuando acepte que en ella verdad y mentira sean una misma cosa. Es por eso que, decepcionado por lo que ya no puede eludirse, Bernhard nos es brutalmente sincero:

Durante toda mi vida he querido decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se transporta a través de mí como verdad. (45)

Por cierto -y al margen de sentirnos decepcionados por quien debía mostrarnos lo que sabíamos imposible de ver-, en este último párrafo, lo que parece un juego de palabras, una distancia sorteada por los acercamientos de una prosa que avanza y mientras tanto define, reordena y acomoda el tiempo pasado sobre el vacío en el que se debate por volverse o no creíble, no es más que una ilusión propia del ritmo encadenado en las palabras. Este ritmo, acaso como última forma, como simple reflejo de lo que dice y no puede decir, es en sí lo que aguarda en cada página, en cada acontecimiento que despierta la atención de quien escribe sin posibilidad más cierta que la de dejarse llevar por acontecimientos sin tiempo ni lugar. Esos acontecimientos, que solo siguen el vano movimiento del recuerdo, que no evocan una perdida, que no celebran la dicha de un sobreviviente, sino que llaman a los fantasmas que el escritor no puede dejar de lado, resultan tan ciertos como increíbles, porque en ellos lo que menos importa es la verdad. Así, lo que singulariza la escritura de nuestro autor es esa especie de marcada sinceridad: a los hechos reales de la propia vida solo puede nombrarlos la falsedad de la escritura.

Aun así, antes que la falsedad de toda verdad, lo que moviliza a Bernhard en sus ficciones y en sus relatos autobiográficos -que deberíamos llamar "movimientos espectrales"- es la profundidad del odio. Tanto el niño sin padre que debe resguardarse en la tutela sentimental de su abuelo o el tuberculoso que comparte esa aguda visión del mundo otorgada por la enfermedad, como el melancólico que en determinado momento debe optar por la salida de ese círculo, solo pueden odiar para volver ciertas cada una de las formas que asumen; y solo pueden odiar como acaso la literatura -ya sea en un ensueño o en una pesadilla- pueda exagerar la realidad porque esta no merece el alcance de su fracaso.

Al igual que toda autobiografía, los relatos de Bernhard entretejen las aspiraciones artísticas de un joven que evoluciona a través de la música, la pintura y la literatura. Y el jovencito de esas aventuras es susceptible de adoptar estas formas de arte como fugas, figuraciones personales o simples ejercicios impuestos por un deseo totalmente ajeno. Sin embargo, las experiencias sensibles que podrían apartarlo del mundo se ven reducidas ante la condición del hombre, que se transformará para este personaje en la verdadera experiencia formadora. Ser un hombre entre otros hombres antes que un músico o un pintor huyendo de los hombres es la dirección única para orientar la propia existencia. Ya sea lejos de los hombres en la identificación o el padecimiento del dolor, o rodeado por los malabarismos de quienes deben sobrevivir entre sus semejantes, lo humano es la experiencia que explica el carácter negativo del hombre, la reticencia a no querer ser uno más y la necesidad de tener que ser uno entre todos para poder sobrevivir. Además, vivir en la Austria nacional-socialista y católica es algo así como encarnar el mal desde los primeros momentos: contemplar la destrucción de la sociedad indiferente es en verdad asistir a la necesidad del crimen como acto elemental; pero ser uno más entre los hombres es apenas asistir a la forma del testigo que se verá forzado a hablar. He aquí por qué este testigo del horror completa su formación abandonando la importancia de las otras artes, pues él puede entregar la última palabra que a la vez es la primera por escuchar.

Por cierto, Bernhard no es un buen testigo de su época: el amor por ella procede del momento en el cual todo lo que ella fue agoniza a punto de desmoronarse; es más, el presente de nuestro autor es un volver a vivir lo que ya nadie quiere recordar, es un constante estado de vergüenza inducido por la crueldad que nos recuerda la ausencia del bien y nos sitúa como parte de ella. Por lo tanto, cualquier visión que nos ofrezca se encontrará teñida del pesimismo propio de quien no ve más allá del desánimo.

Así, el desánimo es lo único cercano para que esta bête noir se vuelva interesante a nuestra lectura, para que su escritura pueda dialogar en algún punto con nuestra soledad. Bernhard, convencido por el entusiasmo del desánimo, inicia su viaje sentimental a las sensaciones de la juventud, no para traernos el recuerdo de impresiones a primera vista, sino más bien para enseñarnos que nada hay más allá del individuo acongojado que transita la vida sorteando las catástrofes con las que se encuentra. La escritura de estos recuerdos parecería afrontar entonces dos urgencias inmediatas que son producto de lo único que el escritor puede hacer frente a toda catástrofe: escribir en busca de sí mismo. La primera tiene que ver con el adulto que piensa como niño y que en ese mismo acto sustrae al niño del pasado aniquilándolo en el presente. Al querer comunicarnos sus padecimientos, Bernhard no tiene más remedio que comunicar su renuncia al niño que jamás volverá a encontrar:

Anoto o incluso sólo esbozo o indico sólo cómo sentía entonces, no cómo pienso hoy, porque el sentimiento de entonces fue distinto de mi pensamiento de hoy, y la dificultad es, en estas notas e indicaciones, convertir el sentimiento de entonces y el pensamiento de ahora en notas e indicaciones que correspondan a los hechos de entonces. (75)

Sin poder ir más allá de esta renuncia impuesta a la infancia, no deja de ser extraña la obstinación por querer hablar una y otra vez de ese fantasma que ya parece no poder delinearse claramente. He aquí la segunda urgencia a la que nuestro autor responde cuando su escritura se orienta sobre la sombra que él mismo proyecta:

No hay nada más difícil, pero tampoco más útil, que describirse a sí mismo. Hay que ponerse a prueba, darse órdenes a sí mismo y situarse en el lugar exacto. A eso estoy siempre dispuesto, porque me describo siempre, y no describo mis actos sino mi ser. (80)

Es como si el mismo individuo, en un preciso instante y bajo un mismo hecho, preso y absuelto por similares sentimientos, fuese a la vez opaco y transparente en el único reflejo que lo ilumina. Ser testigo, entonces, es la sensación de contemplar lo que llega a su final, es asistir al mundo como quien despide aquello que pudo ver y sentir en la infancia. Pero también es una suerte de prosa objetiva, que habla sobre el vacío de todo lo posible donde ni siquiera la identidad propia es cierta; y es justamente ese vacío el que le otorga a su vida el carácter dramático que lo lleva a interrogarla.

El artista malogrado

Si poco sabemos de las relaciones afectivas que Bernhard establece con el arte es porque estas poco importan para los años y los hechos que efectivamente se quieren evocar. Tal vez lo que sí importe es el ambiente en el que se lleva adelante ese vínculo. Más allá de una descripción pormenorizada de las lecciones de violín y canto que alientan el suspenso ante la idea del suicidio dentro de una habitación llena de zapatos pertenecientes a los alumnos del internado, o de la lectura de partituras compradas especialmente por su abuelo para hacer más llevaderos los días del internado para tuberculosos, en ese concierto de voces rotas por la enfermedad, poco y nada sabemos respecto a qué siente el joven Bernhard ante esas formas sensibles de administrar el tiempo. Y es porque en esos años y en esos hechos hay una experiencia más poderosa que la que puede otorgar el arte. En todo caso, hay algo más significativo que desempolvar las escenas de iniciación del futuro escritor. Si los recuerdos, las sensaciones del comienzo y las primeras impresiones son fundamentales para cualquier individuo, porque son el río subterráneo que impulsa cada acto, en Bernhard ese movimiento está situado en su primer desvío hacia un callejón sin salida y poco iluminado.

Concluida la guerra, superados los abusos del nacionalismo y el fanatismo de la brutalidad, nuestro jovencito bueno para nada decide acertadamente, cuando sale al mundo, que "quería ir en la dirección opuesta, no sólo en otra dirección, sino sólo en la opuesta" (122). Aquí la dirección opuesta no representa únicamente las afueras de Salzburgo, adonde marcha detrás de un primer trabajo en el desolado panorama de la posguerra. La dirección opuesta sirve para abandonar la vida normal hasta hundirse en "la antesala del infierno". Convivir, entonces, con los extremos de la sociedad austriaca, con las "manchas" y las "lacras" de esa sociedad, con seres condenados a una espera interminable o con las sombras de la propia condición humana es lo que da sentido a la educación sentimental de los primeros años. Se trata, en rigor de verdad, de un cuadro de ultratumba mucho más atractivo que los festivales de música o las celebraciones a la memoria de Mozart, ciertamente más aceptables para el espíritu centroeuropeo que nuestro autor detesta. Una vez más, Bernhard interpreta, desde el pasado, la música que nadie quiere oír en el presente. Una vez más, prefiere las disonancias y sus estridencias antes que las melodías y su armonía. Por ello, Bernhard se conmueve ante lo que proviene del fondo de la oscuridad, como un reflejo de lo más íntimo o del trastorno que no puede olvidar en ese cuadro infernal que, desde el pasado, se superpone a la insípida postal del presente, descrito de la siguiente manera:

Para todas aquellas gentes no había salvación, y yo las veía perecer día tras día, viejos y jóvenes, tenían enfermedades de las que no había oído hablar jamás y que eran todas enfermedades mortales, y habían cometido crímenes que son los crímenes más horribles. La mayoría nacía en harapos y moría en harapos. Su traje, durante toda la vida, era el mono de mecánico. Hacían niños, en su locura, y mataban a esos niños en su embrutecimiento avanzado, como consecuencia de su desesperación latente. Muchos días no respiraba más que el olor de los que, en el poblado de Scherzhauserfeld, se pudrían en carne viva. (125)

Estas lecciones, en las que se busca "la mayor realidad posible" o lo que Bernhard llama "la realidad absoluta", que la atención está pronta a capturar para otorgar el espacio y el clima a sus novelas, ahora se convierten en la principal enseñanza de un mundo desconocido y excitante. Este mundo es el único posible para nuestro autor, un mundo que, como tal y para existir más allá de sí, le debe todo a la escritura y al momento en el que el autor elije qué recordar y qué no, pues no todo recuerdo puede encarnar el poder de lo narrativo.

Renuncia al pasado

La atención exasperada y meditativa de un alma extraña es lo que puebla los cinco relatos autobiográficos de una vida que se caracterizó por el mayor extremo de la reclusión a la cual una sensibilidad artística puede llegar. Sin embargo, lo que a simple vista sería una acongojada forma de aceptar el aislamiento, se puede entender como un espejo en el cual se ven los detalles que hacen posible la escritura.

Siguiendo el hilo de la novela familiar, llena de tensiones y mundos disímiles, el pequeño Bernhard de las afueras de Salzburgo o de las obstinadas clases de canto sigue los pasos del abuelo, que durante años escribe una novela inconclusa, o los saltos al vacío de los artistas de sus futuras novelas, quienes una y otra vez fracasan ante aquello que los supera. La mirada del recuerdo trae consigo una larga atención puesta en el hundimiento en el que cae cualquier intento de otorgarle una palabra al mundo. Como círculos concéntricos, las imágenes de la infancia son principalmente reflejos de los límites del mundo, un mundo en el cual "nos pasamos toda la vida explorándonos y llegamos una y otra vez hasta los límites de nuestros medios intelectuales, y renunciamos" (136). Y aquí habría que señalar que la imposibilidad del relato autobiográfico, aquello que le otorga su singular desagrado con el cual se niega su aspiración literaria, es justamente esa transparencia de la renuncia, la cercanía de su fracaso, que lo hace ser algo más que posibilidades ficcionales de la literatura.

Así, las ensoñaciones de quien recuerda, el afán de quien atiende a lo perdido, no pueden ser más que intimidad, no pueden ser más que invención de una manía. Esta manía se repite en cada novela, como una obstinación, para marcar la relación entre el afán intelectual y su renuncia. Con solo echar un vistazo a las novelas de Bernhard, se comprueba cómo esta reiteración ha sido una obsesión a lo largo de su obra. Por ejemplo, en Helada, un pasante de medicina anota día a día el progresivo hundimiento de un pintor que ya ha dejado atrás cualquier tipo de vida en comunidad; en Trastorno, las visitas de un médico y su hijo a los enfermos del valle son el pretexto para describir en detalle las verdaderas enfermedades morales y sociales que parecen superadas por el príncipe Saurau, que vive en su castillo por encima de los demás pobladores del valle, pero está inmerso en la más profunda locura; en El malogrado, un estudiante de piano fracasa en su deseo de volverse artista al estar justamente en contacto con la genialidad, que hace más evidente sus limitaciones. La obra más representativa tal vez sea La calera, en la que nuestro autor aborda el tema de la futilidad intelectual a través del personaje de Konrad, un verdadero demente que emprende un estudio sobre el oído humano experimentando con su mujer, postrada en una silla de ruedas, a quien atormenta sin cesar repitiéndole sílabas, palabras o frases que debe comentar, y que llega a asesinarla, porque en verdad comprueba que su obra es imposible de escribir aunque esté desde el primer día, palabra por palabra, escrita en su cabeza. A través de estas historias, Bernhard demuestra la imposibilidad de dar cuenta del mundo, el desvanecimiento de toda experiencia ante el aislamiento del artista, que, en vez de reproducir las formas de ese mundo, las inventa de una vez y para siempre, como si se tratara de visiones intransferibles que nacen con su escritura y mueren con ella.

Lo paradójico es que, de tanto ahondar en la existencia, la existencia misma termina siendo lo que falta; termina siendo lo que se debe inventar por sobre todo aquello que ya ha desaparecido. Poco importa, entonces, al relato autobiográfico la verdad, pues él está ahí para hacer hablar al escritor sobre el final de una última partida:

Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo habría inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguridad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más inseguro, que no tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como existencia remanente, aunque siempre renovada y, en cualquier caso, ininterrumpida, y hoy me resulta todo bastante indiferente, en esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en cualquier caso, mi última partida. (139)

Aun así, lo que tenemos ante nosotros no es un testamento, sino más bien la poética de una invención biográfica, que por momentos hace que la propia vida de Bernhard, tan celosamente guardada como secreto hasta la edición de sus Relatos autobiográficos, se parezca demasiado a sus ficciones. En todo caso, la literatura como tutela de la experiencia no es más que una forma de ganar para sí el mundo, aun cuando este solo sea posible en la singularidad de quien afirma que por fuera de sus años nada puede seguir siendo cierto.

Enfermedades imaginarias

Debemos hacer una observación aparte sobre el tema de la enfermedad en esta serie de invenciones del recuerdo, pues supone el punto máximo de la preparación de nuestro escritor. Postrado en una cama junto a otros desgraciados, sin otra opción más que volverse sumamente receptivo a los estragos de la decadencia, lo que aquí le importa es ese recorrido que hace de la distinción del enfermo una preparación para la vida. Como Marcel Proust o Thomas Mann, pacientes y fabuladores de las posibilidades de la enfermedad, quienes supieron hacerse fuertes dentro de ella, Bernhard pertenece a esa tradición de artistas que paradójicamente en lo más inerte, en lo desencantado y perdido, o en lo que ya parece extinto para siempre, saben encontrar el poder de lo vital. La frase misma de Bernhard, entrecortada y llena de vueltas, orientada a reiterar lo mismo como una insistencia o como una recaída para comenzar nuevamente, parece ser producto de una visión afectada del mundo. Es decir, nada hay en ella que no pertenezca a otro ritmo vital, a una fuerza sobrehumana producto del extremo trabajo, como cuando acaso respirar es parte de ese esfuerzo sobrehumano que le otorga a todas las cosas que nos rodean su perecedera y última forma.

Así, reiterando los pasos de su abuelo enfermo, siguiendo esa delgada línea de instantes en los cuales todo está a punto de extinguirse, Bernhard se sitúa para dar lugar a su visión más aguda en lo que denomina "un circulo de pensamiento", que en verdad es todo "círculo de sufrimiento" (210). En ese círculo propio de la internación reservado a quien ha sido separado de la realidad -entre alientos que se cortan repentinamente a su lado marcando la presencia de la muerte, junto a la voz de su abuelo que le dice "el enfermo es un clarividente, para nadie es más clara la imagen del mundo" (208)- surge justamente un mundo que lo devuelve a la realidad, pues según el joven Bernhard "en ese círculo de pensar alcanzamos lo que afuera jamás podríamos alcanzar: la conciencia de nosotros mismos y la conciencia de todo lo que existe" (206).

Contradiciendo a Pascal, citado en el comienzo de este nuevo episodio de su memoria, que señala que ante la muerte, la miseria y la ignorancia los hombres han imaginado una felicidad a base de no pensar en ellas, la escritura del recuerdo se orienta precisamente hacia aquello que no se podría pensar: la omnipotencia de la muerte. ¿A qué responde esta obstinación? En cierto sentido, a la clarividencia analítica que parte de la propia experiencia, cuando lo oculto aquí y allá se hace presente de un modo cierto y perdurable como lo es amanecer cada día en la habitación de un hospital para entregarse nuevamente a esa desgastante incertidumbre de tal vez ya no volver a despertar. Bernhard entiende esto como una visión de la muerte sin morir, es decir un padecimiento encubierto que solo unos pocos pueden develar al ultimar cada instante de lucidez:

Al fin y al cabo, son los menos a quienes se concede una muerte sin morir. Morimos a partir del instante en que nacemos, pero sólo decimos que morimos cuando hemos llegado al final de ese proceso, y a veces ese final se prolonga aún un tiempo horriblemente largo. Calificamos de morir la fase final del proceso de ir muriendo durante toda nuestra vida (216).

Pero también este fatalismo y esta finitud responden a la necesaria e impostergable muerte de los otros, que supone un nacimiento, apresurado y violento, a cierto vacío en el cual reconocerse. Así, el hilo que a la sombra han venido tejiendo el nieto y el abuelo finalmente se corta en una convalecencia en común. Como si dos espejos se reflejaran vacíos hacia el infinito en el extremo de una y otra cama, y uno de ellos, oscurecido para siempre, obligara al otro a buscar las imágenes que lo circundan para poblar su superficie, así se puede apreciar este acontecimiento en los días de reclusión: como una larga noche que se inicia para siempre. Sin embargo, parecería no haber tiempo para la congoja, pues sobre esa muerte se proyecta la fábula del niño protegido que se ha perdido para siempre y la autofiguración del escritor que una y otra vez se abandona y se continúa en las páginas de estos relatos, cual hitos de la educación sentimental que debe sortear los obstáculos y las vicisitudes de la muerte:

La escuela de mi abuelo, a la que, puedo decir, había ido desde que nací, se había cerrado con su muerte. Al morir súbitamente, él había puesto fin a sus lecciones. Había sido una escuela elemental, y finalmente una universidad. Ahora tenía yo, ésa era mi impresión, unos cimientos sobre los que podía levantarse mi porvenir. Mi primera existencia había terminado; había comenzado la segunda. (216)

Como podemos apreciar, el abuelo muerto no deja jamás un vacío en la existencia del nieto y nunca deja de acompañar al escritor que lo busca; por el contrario, pareciera que con su ausencia ese fantasma llenara la existencia de cada una de esas figuras. Bernhard nos repite una y otra vez que es posible recordar, dado que una pérdida insustituible abre una serie de imágenes, sensaciones y días por reencontrar. Evocado una y otra vez, como el alcance cierto del mundo que el joven escritor lleva adentro de sí, el abuelo Johannes Freumbichler es el extremo de la imagen hacia la que se orienta la experiencia que trama el recuerdo. Las palabras lo reencuentran aquí y allá, no solo como una presencia tutelar consagrada a formar el perfil de un niño que parece no tener a nadie en el mundo, sino también como el fantasma de la escritura que alienta El valle de las siete granjas, manuscrito inconcluso de mil quinientas páginas proyectado en tres partes escrito por su nieto. Este fantasma, en el recuerdo de Bernhard, vuelve al presente de la siguiente manera:

Yo lo oía a las tres de la mañana en su habitación emprender la lucha con lo imposible, con la total falta de esperanzas del oficio de escribir, yo lo seguía, con la atención de un nieto sensible y cariñoso, todavía no familiarizado con todas las crueles inutilidades y faltas de esperanzas, los ruidos, la nueva superación del miedo a la muerte y la lucha desesperada, reanudada una y otra vez, de aquel ser al que quería más que a ningún otro y que quería terminar su llamada obra maestra. (221)

De este modo, quienes rodean al pequeño escritor en ciernes surgen ante él en todo su esplendor cuando desaparecen de su vista, cuando la escritura debe ir a buscarlos a esos momentos que se experimentaron como definitivos y finales. Tal vez por esto su sinceridad pueda ser entendida como cínica y melodramática, pues las únicas presencias sentimentales en la vida de Bernhard solo aparecen en la habitación del enfermo, en las consideraciones convalecientes, o en las palabras que traen a la vida los rostros queridos del pasado:

Aquí, en la habitación de morir, yo había podido tener de repente la relación estrecha y cariñosa con mi madre que tan dolorosamente había echado en falta durante los dieciocho años anteriores. La enfermedad tenía el poder de acercarnos y de unirnos otra vez después de un periodo tan largo de separación [...]. (230)

Un retrato macabro para el final

Paradójicamente, aquello que los sentimientos separan, la muerte y la enfermedad vuelven a reunirlo. Pero este mecanismo de vacíos que se tornan plenos de ilusión en una forma escrita a la distancia de todo lo sucedido, es siempre el revés del egotismo desenfadado. Repasando esta invención del recuerdo, esta suerte de autobiografía de Bernhard, vemos que ni la guerra, con todas sus calamidades, ni la muerte, como una tentación al alcance de la voluntad, y menos aún la enfermedad y su visión transparente del padecimiento impostergable, logran ser más importantes que la propia historia que se cuenta. Y es que ¿de qué otra cosa podría hablar la voz que despliega una y otra serie de recuerdos provenientes del pasado, que se vuelven insustanciales en el mismo instante de la narración, salvo para el interés obsesivo de quien una y otra vez los reitera a la espera de que le devuelvan algo atinente a su propia historia de vida?

La autobiografía de Bernhard no vale tanto por lo que cuenta respecto a detalles del artista, angustias irresueltas de un hombre solitario o manías irremplazables de una conciencia creadora, sino por aquello que nunca podrá resolver, lo que siempre lleva consigo como una necesidad de volver a contarlo todo de nuevo. Igual que en el mito de Sísifo, para Bernhard las alturas de su invención biográfica no lo salvan de volver una y otra vez a la ignorancia respecto a él mismo, desde la cual una vez partió en el viaje emprendido por su escritura. Ni el fracaso ni la falsedad son, desde ya, eficaces al momento de inventar una posibilidad de vida para lo que ya está perdido. Es entonces cuando el relato pone en evidencia sus requerimientos: la autenticidad sin límites y a la vez la simulación de esa autenticidad a través de una ficción que pertenece a la manía del escritor. Como respuesta al primer requerimiento, todo parece acortar la distancia entre la vida y la escritura, como si ni la falsedad ni el fracaso pudiese quitarse de encima la carga con la cual avanzan tras los años:

¿Cómo era todo aquello realmente, me pregunté, cronológicamente?, y desempaqueté otra vez todo lo empaquetado y bien atado, poco a poco [...] la guerra y sus consecuencias, la enfermedad de mi abuelo, la muerte de mi abuelo, mi enfermedad, la enfermedad de mi madre [...] y lo volví a empaquetar todo y lo volví a atar. Pero no podía abandonar aquel paquete bien atado, tenía que llevármelo otra vez. Todavía hoy lo llevo y a veces lo abro y lo deshago, para volver a hacerlo y atarlo. Luego no sé más que antes. Nunca lo sabré, eso es lo que me oprime. Y cuando deshago además ese paquete ante testigos [...] no siento vergüenza ni la más mínima. Si sintiera vergüenza, por pequeña que fuera, no podría escribir en absoluto, sólo el desvergonzado escribe, sólo el desvergonzado es capaz de hacer y deshacer frases y, sencillamente, soltarlas, sólo el más desvergonzado es auténtico. (257)

Sin embargo, la autenticidad del desvergonzado no desanda la valija de recuerdos con los cuales este atraviesa el tiempo de una vida. También se requiere contar con la predisposición imaginaria del escritor, que a esa autenticidad irreverente le inventa una lógica especial para apoderarse de la realidad soportando aquello que se ignora y aquello que oprime:

El teatro que inauguré con cuatro o con cinco y con seis años de edad para toda la vida es ya un escenario encaprichado con cientos de miles de personajes, las presentaciones han mejorado desde la fecha del estreno, se han cambiado los accesorios, los comediantes que no comprenden la comedia que se representa son despedidos, así ha sido siempre. Cada uno de estos personajes soy yo, todos esos accesorios soy yo, el director soy yo. ¿Y el público? Podemos ampliar el escenario hasta el infinito, o reducirlo al cajón de vistas de nuestra propia mente. Es buena cosa que hayamos tenido siempre una forma irónica de considerar las cosas, por serio que hay sido siempre todo para nosotros. Nosotros soy yo. (289)

Como ya lo afirmara Shakespeare, los balbuceos de un idiota son todo lo que podemos escuchar en medio de la tempestad que repite el sonido de la furia. En este caso, la palabra de Bernhard, su experiencia y su afección, a fuerza de querer mostrarlo todo, han sabido volverse invisibles cuando ya todo lo posible de contar perdía el encanto de una pesadilla. Sin embargo, extrañamente leemos en ella el sueño común de un escritor que, queriendo ser invisible, no pudo desaparecer del todo.


1 Paradójicamente, la desaparición del escritor como autor de todo relato coincide con la creciente exposición de la intimidad como "autofiguración biográfica", según lo expresado por José Amícola en su libro Autobiografía como autofiguración (2007). Al mismo tiempo hay que destacar que dicho borramiento de la figura de autor coincide también con la "exhibición de la intimidad a través del yo en el espacio público", como lo señala Paula Sibilia en su libro La intimidad como espectáculo (2008).

2 En realidad deberíamos afirmar que los argumentos de Bernhard, a fuerza de insistencia, se han reducido a una fórmula sucinta. Por lo general, los alcances de su narrativa pueden visualizarse como excursiones de una obsesión alrededor de un hecho puntual, que se ve desplazado por los recorridos de la prosa que el autor despliega gracias a imágenes, recuerdos, impresiones subjetivas y descripciones pormenorizadas que el ritmo y la música entretejen una y otra vez como movimientos que vuelven al punto de partida de un viaje sin retorno. Sin embargo, detrás de los pasos de esta danza macabra que se baila en un cuarto cerrado, su invención alcanza a lamentar por la condición deleznable de lo humano. Solo así, siendo nada, los argumentos de Bernhard pueden nombrar la locura, el desequilibrio producto del esfuerzo intelectual, la orientación al desastre y las limitaciones del hombre, lo inútil de todo intento por transmitir el alcance y la profundidad de esta parálisis que obsesiona y moviliza.

3 Actualmente estos relatos se han publicado bajo el título Relatos autobiográficos.


Obras citadas

Amícola, José. 2007. Autobiografía como autofiguración. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

Bernhard, Thomas. 2009. Relatos autobiográficos. Barcelona: Anagrama.

Hoffmann, Kurt. 1991. Conversaciones con Thomas Bernhard. Barcelona: Anagrama.

Sibilia, Paula. 2008. La intimidad como espectáculo. México: Fondo de Cultura Económico.

Bibliografía

Baqués, Lorena. 2007. Experiencia, lenguaje y comunicación en Thomas Bernhard. Buenos Aires: Prometeo.

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Bernhard, Thomas. 1985b. El malogrado. Madrid: Alfaguara.

Bernhard, Thomas. 1985c. Helada. Madrid: Alianza Editorial.

Bernhard, Thomas. 1987. Amras. Madrid: Alianza Editorial.

Bernhard, Thomas. 1988. El sobrino de Wittgenstein. Barcelona: Anagrama.

Bernhard, Thomas. 1989. Hormigón. Madrid: Alfaguara.

Bernhard, Thomas. 1990. Maestros antiguos. Madrid: Alianza Editorial.

Bernhard, Thomas. 1992. En las alturas. Barcelona: Anagrama.

Bernhard, Thomas. 1992. Extinción. Madrid: Alfaguara.

Bernhard, Thomas. 1997. Un joven escritor. Madrid: Alianza Editorial.

Sáenz, Miguel. 2004. Thomas Bernhard: una biografía. Madrid: Siruela.

Steiner, George. 1973. Extraterritorial: ensayos sobre la literatura y la revolución lingüística. Barcelona: Barral Editores.

Steiner, George. 1994. Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona: Editorial Gedisa.

Steiner, George. 1997. Pasión intacta: ensayos (1978-1995). Madrid: Ediciones Siruela.

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Surghi, C. (2012). Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía. Literatura: teoría, historia, crítica, 14(2). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141

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[1]
Surghi, C. 2012. Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía. Literatura: teoría, historia, crítica. 14, 2 (jul. 2012).

ACS

(1)
Surghi, C. Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía. Lit. Teor. Hist. Crít. 2012, 14.

ABNT

SURGHI, C. Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 14, n. 2, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141. Acesso em: 19 abr. 2024.

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Surghi, Carlos. 2012. «Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía». Literatura: Teoría, Historia, crítica 14 (2). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141.

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Surghi, C. (2012) «Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía», Literatura: teoría, historia, crítica, 14(2). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141 (Accedido: 19 abril 2024).

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C. Surghi, «Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 14, n.º 2, jul. 2012.

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Surghi, C. «Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 14, n.º 2, julio de 2012, https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141.

Turabian

Surghi, Carlos. «Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía». Literatura: teoría, historia, crítica 14, no. 2 (julio 1, 2012). Accedido abril 19, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141.

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1.
Surghi C. Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de julio de 2012 [citado 19 de abril de 2024];14(2). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/37141

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