Ciencia Política
2389-7481
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v18n36.101961

Recibido: 2 de abril de 2022; Aceptado: 9 de septiembre de 2023

De la guerra justa a la guerra jurídica: colonialidad epistémica y violencia cínica

From Just War to Lawfare: Epistemic Coloniality and Cynical Violence

D. Berisso,

Universidad de Buenos AiresArgentina

Resumen

El texto aborda un tema de alcance jurídico y geopolítico desde una perspectiva filosófica. Describe histórica y analíticamente el pasaje que va, desde lo que la tradición antigua y moderna denominó “guerra justa”, a la vigencia de lo que actualmente se denomina “guerra jurídica” (lawfare). La estructura del trabajo parte de la relación entre el derecho y la fuerza, para lo cual se apela a un análisis basado en la óptica de la ética de la alteridad (Levinas) y la deconstrucción (Derrida). A partir de esta caracterización se define “colonialidad” y se despliegan los modos antiguos y modernos de colonialidad, a los que se considera “epistémicos” por estar relacionados con una “verdad” de origen que actúa como fin último de las acciones. Estos modelos conforman un paradigma moderno-colonial que parte de la Conquista de América. Luego se despliega el modelo cínico que, asociado a la Guerra de Irak (entre otras), según se pretende demostrar en el presente artículo, difiere del modelo epistémico. En este nuevo entorno la verdad ética está empleada como mero medio de una estrategia política.

Palabras clave: cinismo, colonialidad, derecho, ética, fuerza, ley, modernidad.

Abstract

The text addresses a topic of legal and geopolitical scope from a philosophical perspecti-ve. It describes historically and analytically the passage that goes from what ancient and mo-dern tradition called “just war” to the validity of what is currently called “legal war” (lawfare). The structure of the work is based on the relationship between law and force, for which an analysis based on the optics of the ethics of otherness (Levinas) and deconstruction (Derrida) is used. From this characterization, “coloniality” is defined and ancient and modern modes of coloniality are deployed, which are considered “epistemic” because they are related to a “truth” of origin that acts as the ultimate goal of actions. These models make up a modern-co-lonial paradigm that starts from the Conquest of America. Then the cynical model is deplo-yed, associated with the Iraq War (among others), which, as this article aims to demonstrate, differs from the epistemic model. In this new environment, ethical truth is used as a mere means of a political strategy.

Palabras clave: Coloniality, Cynicism, Ethics, Force, Law, Modernity, Right.

1. Introducción y delimitación del campo teórico

El presente es un trabajo reflexivo en el cual la perspectiva ético-política cumple un rol decisivo. La utilización de términos tales como modernidad o colonialidad revela un interés más puntual y, por lo tanto, conceptual, que la intención exegética y/o repositora de una tradición determinada del pensamiento contemporáneo. La idea del texto es que, dando por sentado la persistencia de aquello que –incluso más allá del marco teórico moder-nidad-colonialidad– puede observarse como dependencia cultural o intelectual, una cosa es el sometimiento ideológico y político al primado del “Norte” basado en criterios epistémicos, y otra muy distinta es esa misma posición colonial apoyada en fundamentos cínicos.

Considero que la aclaración acerca de la perspectiva ética es necesaria, ya que los términos conjugados en el título pueden alentar la expectativa de un ensayo exclusivamente circunscrito a las áreas del derecho o de la ciencia política. Así, en aras de subrayar la enunciada perspectiva, y teniendo en cuenta el marco de las instituciones jurídicas que –quié-rase o no– constituyen nuestra facticidad normativa, es preciso destacar ciertas notas distintivas del sentido ético del término justicia. Además, se procura elucidar el carácter contrafáctico de la filosofía práctica en contraste con el sentido estrictamente empírico del derecho positivo. Y se trata de hacerlo desde las matrices mismas del corpus occidental, sin que esto suponga la intención de darle a dichas formas una centralidad exclusiva o excluyente. En este contexto, entre muchas demarcaciones posibles, es oportuno reeditar la caracterización que hace Risieri Frondizi de ambas esferas deónticas (Frondizi, 1992), distinción que este prestigioso autor efectúa con simpleza y profundidad; relación a menudo olvidada o, peor aún, distorsionada.

Más allá de la familiaridad que pueda haber entre las distintas formas de legislar o de valorar las acciones, pueden considerarse cuatro diferencias fundamentales entre ética y derecho. La primera de ellas es que el orden jurídico es convencional, a lo cual puede agregarse su carácter geopolítico, es decir, limitado a un territorio específico, comunidad o nación (Frondizi, 1992, p. 26). La ética, en cambio, siempre oficia de ius naturale con respecto a la ley positiva. Esto es, aun bajo la hipótesis de que toda norma es fruto de la creación humana, la ética presume de ser el logro de una creatividad mucho más originaria; tarea que hundiría sus raíces en un nivel más primigenio o apriorístico y menos ligado a los resultados consensuales o a las contingencias históricas. De ahí que la ética, tal como acierta en puntualizar Frondizi, sea mucho más estable y duradera –aun sorteando el carácter sustancial que muchos le asignan–, mientras que las normas jurídicas varían fácilmente de un país a otro o en el mismo país a través del tiempo (Frondizi, 1992, p. 26). Con respecto al derecho, la ética exhibe una tendencia a la estabilidad y un déficit de variabilidad.

De lo señalado se deriva una segunda diferencia: la aplicabilidad del derecho a los residentes de un determinado país, mientras que la ética presume de ser un código universal, esto es, aplicable dondequiera que uno vaya (Frondizi, 1992, p. 27). Nótese que, por más de que la historia se haya encargado de derrumbar esas ínfulas babélicas, el relativismo ético sigue siendo algo mucho más problemático –y hasta paradójico– que el jurídico. Aun cuando se diga que “cada cultura tiene su ética” y que “deberíamos evitar planteamientos eurocéntricos”, pareciera que esto se dice siempre en nombre de algún buen vivir general –una ética– que en secreto bendice la dignidad paritaria de las distintas bondades y condena lo “etnocéntrico”, más allá de que sea eurocentrado o centrado en cualquier otra civilización o cultura. La ética exhibe, entonces, abundancia de alcance y déficit de precisión.

La tercera diferencia remite al tipo de sanción. El derecho, en tanto regulación material de las acciones, siempre cuenta con una “fuerza” que, en mayor o menor medida, excede los límites que se esperan de la razón. De ahí que hablar de “derecho del más fuerte” no represente una contradicción, ya que una ley o un conjunto de leyes pueden basarse en la violencia de quien la impone. Ahora bien, más allá de que se pueda asociar la ética (moral) a un origen arbitrario y despótico –tal como lo hace Nietzsche–, el concepto de ética siempre ofrece más resistencia que el de derecho a dicha asociación. Y aún sosteniendo ya no la injusticia sino la perfectibilidad del derecho positivo, pareciera que el sustento de todo reformismo, es decir, la contraparte ideal capaz de actualizar, modificar o impugnar ciertas normas, es la ética. A pesar de la sospecha deconstructiva que pueda alzarse sobre uno y otro nivel, la ficción constitutiva de todo orden social es que hay un marco regulativo tangible y una ética en la cual este reposa. Por lo tanto, la ética tiene, con respecto al derecho, una fortaleza y un punto débil. Su majestad reside en que oficia de soporte epistémico de toda ley con pretensión de legitimidad. Su fragilidad es que, por la índole de su rigor, carece del vigor político con el que cuenta el derecho. La ética exhibe así abundancia de fundamenta-ción y sensible déficit de aplicación.

La cuarta y última diferencia es de central importancia: se trata del establecimiento claro de la norma en el caso del derecho, mientras que en el orden moral hay cierta equivocidad en cuanto a tiempos y códigos (Frondizi, 1992, p. 27). Más que las opacidades y las trampas que propicia toda legalidad, y tal vez en relación directa con su eventual manipulación, el derecho exhibe una fachada de facilidad de la cual la ética carece; solo bastaría con conocer enunciados de leyes, observar pruebas, oír testimonios y cumplir con procedimientos objetivamente establecidos. La ética es menos terminante, más interactiva, más reacia a las lógicas salomónicas de buenos y malos. Suele anteponer el gesto dialógico y hermenéutico de la comprensión por sobre el ritual violento y punitivo de la condena. Por eso, nuevamente se percibe una prodigalidad y una impotencia con respecto al derecho. La virtud consiste en que su espíritu conversador da lugar a encuentros interhumanos sin instintos de clausuras ni reprimendas paranoicas. El defecto es que ese contacto ético, por su misma laxitud, puede postergar y hasta impedir el castigo de quienes se refugian en la comprensión para dar curso a su impunidad. En suma, abundancia de dialogismo y déficit de decisión o sentencia.

Con el apoyo general que brindan estas distinciones, en lo que sigue se analizará la relación de la ética con la política, el derecho y la factici-dad cultural a través de la revisión reflexiva de paradigmas epistémicos coloniales y neocoloniales. Se observará cierta mutación en la continuidad de los mismos de acuerdo con el fenómeno que aquí se denomina “modernidad/colonialidad cínica”. El sustento ético específico que se utilizará en el desarrollo de las siguientes reflexiones es la ética de la alteridad de Emmanuel Levinas (Levinas, 2002), y también se apelará a la diferencia entre derecho y justicia que se extrae de los planteamientos de Jacques Derrida (Derrida, 2008). Las alusiones a procesos históricos concretos –en especial a la Guerra de Irak– se mantendrán en el nivel de la conjetura filosófica, al margen de las pruebas jurídicas que puedan avalar la sospecha de este planteo.

2. Lo epistémico y la fuerza de la ley

Las cuatro características apuntadas darían cuenta de un privilegio epistémico de la ética por sobre el derecho, aunque el derecho goce de una ventaja política sobre la ética, ya que es el canal indispensable para la institucionalización de su ciencia. Ya la teoría platónica muestra cómo la justicia en sí no puede consistir en el deleite de su pura contemplación, dado que esta necesita de su realización mundana, algo que no puede darse sin la fuerza. Es decir, la antelación de la verdad ética, con respecto al vigor del brazo ejecutor, de ningún modo implica que lo primero pueda prescindir de lo segundo. Existe una arraigada concepción de la legitimidad según la cual hay una verdad que es la esencia de la “espada”, cuyo vigor hace efectivo el cumplimiento de la ley. El problema del desprecio, con que ingenuamente se apunta contra la cuota de rigor que reclama toda justicia, ha sido encarado por Pascal, quien se ha preocupado de no ser injusto con las razones de la fuerza (Derrida, 2008).

Parece ser, entonces, que la relación ética-derecho reside en el hecho de que existe una verdad a la cual no le alcanza con ser verdad: debe cumplirse o realizarse en el mundo, y para ello debe ser impuesta (enfor-ced). Con respecto a esta alusión a “forzar”, Derrida confiesa su encanto por la expresión –enforce the Law– del inglés: “En el principio de la justicia habría habido lógos”, expresa, y continúa: “lo que no está en contradicción con otro íncipit que dijera: ‘En el principio habrá habido fuerza’” (Derrida, 2008, p. 136).

El citado autor vuelve a los célebres pensées de Pascal y escoge un fragmento obligado en este caso: “Il est juste que ce qui est juste soit suivi, il est nécessaire que ce qui est le plus fort soit suivi [Es justo que lo que es justo sea seguido. Es necesario que lo que es más fuerte sea seguido]” (Derrida, 2008, p. 136)1. La justicia, por tanto, es el “texto” que le da sentido a la fuerza, de ahí que toda fuerza que quiera justificarse debe tener un texto previo o tendrá que inventarse un pretexto.

Con base a las consideraciones acerca de la relación entre verdad y fuerza, aquí se sostiene: i) la distinción entre “fuerza” y violencia originaria, dado que dicha violencia implica siempre un estrago en el nivel más profundo de las relaciones humanas. Ella expresa la negación homicida o la reducción del otro en tanto otro, tal como plantea Levinas (Levinas, 2002)2. ii) Que una cosa es partir de una creencia para desde allí, a causa del dogmatismo o del fanatismo que esa creencia promueve, obrar “legalmente” de forma sádica o perversa en contra del otro, y otra cosa es reducir al otro por acción u omisión e inventarse a posterio-ri una “verdad” para legitimar la acción. En el primer caso habría una “verdad previa” (pre-verdad), por ideológica o falsa que resulte desde la perspectiva de un recto juicio o ideal de vida buena. En el segundo caso estaríamos ante una “posverdad”, pues se trataría de una invención ad hoc para justificar un acto de dominio. iii) Puede considerarse que en la primera opción predomina una violencia epistémica, debido a que se basa en el primado fundamentalista3 de un sentido común o una doctrina, mientras que en la segunda variante impera una violencia cínica, dado el hecho de que hay bastante consciencia en el actor cínico de que lo más importante es el goce o la conveniencia personal para los cuales se está fingiendo o inventando la creencia. Esto, por supuesto, de ningún modo significa que no haya cinismo en la violencia epistémica y que no exista algún tipo de basamento epistémico en el ejercicio de la violencia cínica. Aquí solo se ensaya la distinción entre escenarios o prácticas donde ha predominado una variante y los devenires históricos donde se prioriza e intensifica la otra. iv) Hay estudios de raigambre geocultu-ral o geopolítica donde, si bien se exhibe una respetable consideración por los aspectos éticos de la dominación y adjetivación acorde a dicha perspectiva, no se percibe un interés orientado especialmente hacia la ética o la filosofía práctica. Suele pasar, por ejemplo, que en muchos textos de teoría decolonial se repita una secuencia que va de la dominación a la modernidad-colonialidad y de la modernidad-colonialidad a la dominación, planteándose un círculo lógico en torno a la definición del mal, donde toda negación del otro parece quedar reducida a contextos geopolíticos como el de la Conquista. Una especie de aporía historicista.

Hay otros estudios, como los del referido Levinas (Levinas, 2002), donde la insistencia en la prioridad de la ética del cara-a-cara puede resultar abstractiva para las relaciones históricas. Una especie de aporía eticis-ta. Acá, empero, estamos mucho más cerca de este último enfoque, aun con las advertencias del caso. Es por eso que, como aporte específico del análisis ético de los procesos de dominación, me detengo en la diferencia entre una violencia epistémica y una violencia cínica, hecho que en otros casos pasa desapercibido como una misma y única violencia. v) La crítica de la violencia epistémica no destruye necesariamente –no debería cancelar en todos los casos– la episteme desde la cual se eleva la violencia. Por lo que, aun cuando muchas prácticas racistas hayan derivado de planteos de Aristóteles o Kant, esto no derriba la validez del legado de los citados autores en su integridad.

3. La deconstrucción como aliada de la (des)colonialidad

Tómese la siguiente caracterización de Castro Gómez y Grosfoguel con respecto a la distinción entre lo colonial y la colonialidad, y en referencia al uso que a partir de las elaboraciones de Aníbal Quijano se viene haciendo de dichos términos:

[Se] usa la noción de colonialidad y no la de colonialismo por dos razones principales: en primer lugar, para llamar la atención sobre las continuidades históricas entre los tiempos coloniales y los mal llamados tiempos “poscoloniales”; y, en segundo lugar, para señalar que las relaciones coloniales de poder no se limitan solo al dominio económico-político y jurídico-administrativo de los centros sobre las periferias, sino que poseen también una dimensión epistémica, es decir, una dimensión cultural. (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 19)

Esto significa que, en el marco de esta consideración de dominio “epistémico” o “cultural”, la relación verdad-fuerza puede plantearse de un modo al que –fieles a los planteos decoloniales– podríamos denominar: colonialidad epistémica. Según ello, habría un lógos que impone por la fuerza su autoridad simbólica, esto es, domina culturalmente a otros lógos. Así, el conquistador partiría del convencimiento de que su ciencia es la auténtica episteme y, por lo tanto, sostendría el imaginario de que todos los demás lógos no son más que meros mythos, expresiones de la ignorancia o la barbarie. A su vez, dicha ideología de la superioridad del ideal del colono sería asumida, reproducida y continuada en el tiempo por el sujeto colonizado.

No obstante, la filosofía europea y algunos paradigmas propios de la crisis de la modernidad tienen la posibilidad de derribar estos supuestos epistémicos sobre la base de la posible deconstrucción de todo lógos y/o nómos que quiera imponerse como saber esencial, pues toda episteme y su nómos, es decir, toda ley, se respalda en cierta fuerza oculta y dicha constitución hace de todo derecho una realidad susceptible de deconstrucción.

La hipótesis de la fuerza como elemento subyacente a la ley, es decir, la virtual vis colonizadora de toda norma o estatuto, tiene lugar en ese occidente de la sospecha: el occidente pretendidamente excéntrico de todo centro que exhibe un antecedente explícito en los ensayos de Montaigne y es la base de la interpretación que luego retomará Nietzsche con su genealogía (Nietzsche, 1995) y, por esa vía, los pensadores postestructuralistas.

La línea de la “fuerza fundante” aporta un desvío fundamental a la cosmovisión epistémica o esencialista: se trata del señalamiento del “origen místico del derecho” (Benjamin, 1995); el derecho entendido como “operación” previa a toda verdad, esto es, como violencia performativa fundante. Puesto en palabras de Derrida:

[…] la operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia perfor-mativa y por tanto interpretativa que no es justa o injusta, y que ninguna justicia ni derecho previo y anteriormente fundante, ninguna fundación preexistente, podría garantizar, contradecir o invalidar por definición. Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a la performatividad del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante […]. Es lo que yo propongo denominar aquí lo místico. (Derrida, 2008, p. 139)

Sin embargo, esta condición que apunta al trasfondo arbitrario de toda justicia fáctica, tal como lo describe Derrida, es justamente la estructura que permite afirmar que todo derecho –toda ley– es esencialmente deconstruible (Derrida, 2008, p. 140). Y, continúa Derrida, en una dirección claramente opuesta a la ingenuidad epistémica tanto como – ya lo veremos– a la falsedad cínica: “Que el derecho sea deconstruible no es una desgracia. Podemos ver ahí la oportunidad política de todo progreso histórico” (Derrida, 2008, p. 140).

Es justamente la percepción del carácter místico del derecho, es decir, el nacimiento de Law a partir de su enforce, que puede desmontarse toda pretensión de validez in-condicionada, dando paso a lo fundamental de este planteamiento: la distinción entre justicia y derecho4. Derrida insistirá en que la justicia no es deconstruible, sino –que es– la deconstruc-ción misma de toda pretensión esencialista o epistémica que pretenda ponerse como texto previo al uso de la fuerza. Y si todo texto jurídico es el resultado de una violencia original, entonces la deconstrucción es –sin más– justicia: develamiento de lo arbitrario de toda configuración de verdad.

Ahora bien, la deconstrucción derrideana del paradigma epistémico genera obvios lazos de solidaridad con el desmontaje decolonial de la colonialidad epistémica. Si, como se dijo más arriba, el ego conquistador –y sus aliados locales– se ha impuesto como “civilización”, quitándole al dominado el derecho a ser lógos y reduciendo sus principios sapienciales a la condición de mero mythos, ahora la deconstrucción, con su devela-miento del origen mítico de toda ley, aporta un capital considerable a la desactivación del relato civilización-barbarie.

Pese a esto, la deconstrucción no se detiene a considerar especialmente la diferencia entre una fuerza velada para quien la asume, en nombre de una convicción que cree verdadera, y otra fuerza que se inventa ad hoc una verdad (posverdad) para poder dominar sin mayores problemas.

Eso sí, la modernidad/colonialidad epistémica se motoriza de acuerdo con la fórmula que enuncia Sloterdijk como distintivo de una cultura moderno-capitalista (Sloterdijk, 2007), donde el pasaje de la sustancia al sujeto no disimula un continuum esencialista: “saber es poder”. Habría que entender poder, en este caso, como aquello que “puedo”, no solo en el sentido de que “está permitido”, sino también en el de aquello que, en el fondo, se impone como obligación derivada de una verdad que le ofrece soporte: la subjetividad trascendental. “Saber es poder” porque si no se conoce bien cuál es el derecho con el que naturalmente se cuenta, el poder puede tornase arbitrario, caprichoso, pre-potente. ¿Qué es acaso la prepotencia sino una potencia anterior o pre-poder con el que intentamos anticiparnos a la razón? El concepto esencialista o epistémico de saberes previos que legitimarían actos de fuerza, posesión o resistencia violenta es la base de lo que aquí me referiré con el término de guerra justa (Iustum Bellum)5.

La pretendida guerra justa se da cuando el Búho de Minerva, desde su abstracción, bendice el fusil que trabaja para su realización, cuando la guerra es la carta privilegiada de una lectura de la naturaleza supues-tamente adecuada, esto es, debidamente informada. El hecho de que la Lex Naturae no sea lo contrario de la arbitrariedad, sino que surja de una decisión emanada del poder, es decir, de “violencia mítica” o “violencia divina”, es un hallazgo cuyo planteo más claro habría que agradecer a Walter Benjamin. Son conocidas las referencias de este autor a la “violencia creadora de derecho” o al derecho como “inmediata manifestación de violencia” (Benjamin, 1995, p. 7). De este modo, el tránsito de la colonialidad epistémica a la colonialidad cínica es el mismo que se da de la violencia veritativamente respaldada a la arbitrariedad solapada detrás de un derecho utilizado como potencial misil, esto es: se asiste al movimiento que vira de la afirmación esencialista de una “guerra justa” al primado cínico de la guerra jurídica (lawfare).

El extractivismo epistémico

El concepto de Grosfoguel de extractivismo epistémico parece alcanzar el nudo de lo que aquí estamos expresando cuando decimos “violencia cínica” (Grosfoguel, 2016, p. 138). "(..) sin embargo, este autor, con motivaciones mucho más geopolíticas que de filosofía práctica (...)", pasa por alto la diferencia entre la modalidad cínica que asume la violencia tar-domoderna y la modalidad epistémica previa basada en convicciones no exentas, claro está, de dogmatismo, prepotencia y crueldad.

En referencia al llamado extractivismo ontológico (Grosfoguel, 2016, p. 138) me permito, ahora sí con Levinas, interrogar acerca de si la ontología no es, en su pureza y sin preludios éticos, una forma per se extractivis-ta. Digamos, al pasar, que si la pregunta por el ser niega la escucha de la alteridad, en esa negación –por vía negativa– ya se le está extrayendo sentido al otro. Es claro que Grosfoguel no atiende, ni tendría porqué atender, a este asunto abstractamente ético, dado que su interés es acentuar la negación de un alter particular en un contexto geopolítico concreto. Pero que Grosfoguel no atienda a ese tema no quiere decir que no sea un asunto atendible desde una motivación teórica más general y menos contextualista.

El concepto de extractivismo está ligado al de saqueo y es claramente un significante del campo semántico de la guerra y de la conquista. Es por ello que Grosfoguel acude a Guynas para hacer las aclaraciones pertinentes en cuanto a una posible utilización indiscriminada del término (Grosfoguel, 2016, p. 125), pues Guynas refiere el uso científico y exclusivo de la expresión a un tipo de extracción de los recursos naturales de manera depredadora sobre el medio ambiente y las riquezas del contexto explotado. De modo que el concepto mismo de extractivismo parece ser extraído y llevado al campo de las ciencias sociales, operación que Grosfoguel defiende dada la continuidad de sentido entre las economías de enclave (Cardoso y Faletto, 1969) y el nivel de la depredación y la opresión en el campo simbólico entre la dominación económica y la dominación cultural. En el texto de Grosfoguel hay, por lo tanto, una feliz ampliación del concepto de extractivismo y una acentuada recurrencia a valoraciones críticas del extractivismo desde un lugar de enunciación ético-político. Pero podríamos preguntarnos: ¿está el cinismo implícito en el concepto de extractivismo, de modo tal que hablar de extractivismo ontológico o de extractivismo epistémico resulta ser la referencia indirecta a una forma de colonialidad marcadamente cínica?

Grosfoguel apunta contra la extracción violenta de sentido y de conocimiento –de ser y de conocer– que operan los procesos de colonialidad (del ser y del saber). La lógica actitudinal del extrativista es egocéntrica: “mientras me beneficie a mí, no me importan las consecuencias sobre los otros seres vivos (humanos y no humanos)” (Grosfoguel, 2016, p. 138). Surgen de aquí dos interrogantes: ¿el “mientras me beneficie a mí” es lo mismo en el siglo XVI que en los siglos XX o XXI? ¿Tendrá sentido introducirse en una posible diferencia cualitativa al interior de dicha lógica del beneficio egocéntrico?

La sentencia de Grosfoguel de que el egocentrismo es propio de una subjetividad “asociada al colonialismo y al patriarcado”, es decir, al “interés egoísta del hombre masculino colonizador” (Grosfoguel, 2016, p. 138), es algo que revela el escaso interés del autor en ingresar a un nivel más problemático y profundo de la ética, pues desnuda al tiempo una actitud beligerante que no es censurable como tal, pero que requiere de evidentes ligerezas y recurrentes renuncias reflexivas. Dichas expresiones pueden nutrir el género –bastante occidental por cierto– del “manifiesto”, pero parecen más encaminadas a despertar pasiones culturales y políticas militantes que a promover actitudes pensantes en el campo del valor, del carácter y de las acciones humanas. De este modo, Grosfoguel termina reduciendo la problemática del mal a la intriga de la colonialidad, y el meollo general del egocentrismo queda diluido en las aguas del “occi-dentalocentrismo” o el androcentrismo (Grosfoguel, 2016, p. 139). Es de considerarse que esto es válido en el marco de un proyecto cuya apuesta central no es la ética sino un planteo geocultural o geopolítico específico. Pero –sin entrar aquí en polémica con las afirmaciones teóricas y militantes de Grosfoguel–, ¿se podrá hacer un aporte desde una perspectiva más centrada en la ética? ¿Será igual la violencia epistémica que la violencia cínica?

Ya en los lineamientos introductorios del presente texto hemos advertido, entre otras dificultades, el problema de precisión y variabilidad contextual de la ética en comparación con el derecho (Frondizi, 1992). Lo mismo podría decirse de la ética con respecto a la facticidad cultural en general y, por lo tanto, con aquella facticidad situada en la trama de la Conquista y sus “continuidades históricas”. No es para oponernos al factum perverso de dichas continuidades, sino para pensar más en términos contrafácticos que fácticos, tal como lo requiere una aquilatada tradición de estudios éticos que no debería descartarse sin más bajo la carátula ligera e indiscriminada de “eurocentrismo”. Empero, es comprensible que una intentio decolonial, por respetables razones de enfoque –y por qué no, de activismo intelectual–, se especialice en una vulnerabilidad limitada a un campo de análisis específico.

Grosfoguel se acerca al concepto de lo aquí denominado violencia o colonialidad cínica cuando trae a cuento que, en América y en general en el mundo neocolonizado, se han puesto en práctica procedimientos de “consulta previa” a las comunidades ante el posible impacto negativo de proyectos nacionales o particulares que afectan sus derechos históricos. Esto implica que se está reconociendo al otro como sujeto de derecho y, por ende, se está pasando de un criterio monocultural de verdad a otro multicultural. Sin embargo, la cosa dista de ser así. Grosfoguel refiere cómo las transnacionales compran con dinero a los líderes de los pueblos y, dando el ejemplo de lo que sucede en Colombia, muestra que la “consulta previa” reconocida por ley solo se pone en práctica cuando las comunidades colaboran con los proyectos extractivistas (Grosfoguel, 2016, p. 130); cuando los pueblos resisten, entonces aparecen los paramilitares. Nótese que el cambio de paradigma o de criterio de verdad no importa en absoluto y solo se esgrime como posverdad en el caso de que previamente se cuente con la aceptación del proyecto extractivista. Se trata claramente de un extractivismo no solo económico, pues se cuenta con la participación del dominado a través de la cooptación de voluntades y la apropiación de símbolos. Es económico y cultural, pero fundamentalmente es cínico, ya que la ley es una herramienta al servicio de una violencia a la cual no le importa si existe o no una verdad previa a sus intereses de dominio. El mismo Grosfoguel utiliza el significante cinismo al expresar: “de manera cínica y perversa se declara nula la consulta previa”. No obstante, el autor no se detiene a distinguir matices ni formas de subjetividad o enunciación al interior de esta lógica: “Esta práctica de violencia, muerte y descaro genocida se ha instituido a nivel planetario […] pero desde 1942 está con nosotros” (Grosfoguel, 2016, p. 130). A Grosfoguel no parece interesarle inmiscuirse en los contrastes ético-políticos del continuum que va del siglo XVI al siglo XXI, como si el hecho de distinguir matices en las formas de dominación debilitara la resistencia o introdujera sutilezas inconducentes. De este modo, el extractivismo es juzgado como igual, aun en las distintas configuraciones de su despliegue histórico:

[el extractivismo] es una forma de fascismo descarado que va del “cris-tianízate o te mato” del siglo XVI, hasta el “civilízate o te mato” del siglo XIX, el “desarróllate o te mato” del siglo XX y el “democratízate o te mato” del siglo XXI. (Grosfoguel, 2011, citado en Grosfoguel, 2016, p. 130).

El aporte que se quiere hacer aquí es que entre el “desarróllate” y el “democratízate” se ha introducido una forma cínica de colonialidad que parece depender de otra sentencia: “participa del paradigma que quieras, sea cristiano, ilustrado, europeo o indiano, pero eso sí, no pongas obstáculos a mi dominio”. De ahí que la violencia cínica adopte un perfil epistémicamente generoso y conviva con el multiculturalismo, hecho impensable en las viejas épocas de violencia epistémica directa y reducción de la diferencia a la carátula de herejía. Es notable que hay algo de epis-témico en esta nueva forma: la convicción de fondo de que, mientras se domine, poco importan las convicciones de fondo.

Según Maldonado Torres –siguiendo la misma línea de Grosfoguel– la colonialidad representa un sistema que genera explotación, expropiación, violación y muerte, todos significantes que justifican su focalización bajo el calificativo de “un mundo de la guerra permanente” (Maldonado Torres, 2019, p. 21). El autor parece referirse a un cambio en términos de una “totalización de la guerra”, característica del mundo actual6. Reconoce así la diferencia estructural con tiempos anteriores: “de guerra con justificaciones precisas en contextos de la noción de ‘guerra justa’” (Maldonado Torres, 2008, 2019), pero no ahonda en la posible diferencia entre el carácter epistémico y el carácter cínico de dichas “justificaciones”. Al igual que Grosfoguel, y en consonancia con los discursos más conspicuos del espectro modernidad-colonialidad, el centro de interés reside en resaltar la continuidad que va del siglo XVI al siglo XXI, haciendo eje –de forma reiterativa, por cierto– en las calamidades de la colonialidad en todas las manifestaciones de la cultura. De esta manera, el tránsito de una guerra justa al dominio del lawfare o guerra jurídica no es de gran interés, pues de lo que se trata es de la consideración de la modernidad en bloque como “una condición de guerra permanente”. Aun así, más de un elemento de la llamada “Ilustración” podría servir de denuncia ante el modo cínico del presente, oportunidad que se ve seriamente acotada ante discursos que se repiten en una incansable acometida contra la modernidad tomada in totum.

4. El ego conqueror y la violencia epistémica

Entre quienes llevaron a cabo la Conquista de América, atribuyendo “justicia” a sus actos invasivos, había, sin duda, una base de crueldad y de cinismo en la profundidad de sus creencias esencialistas. No obstante, en el fondo, el Credo in Deum de carácter teológico manejaba los hilos de las acciones: era este el núcleo sapiencial que daba sustento a la aventura guerrera. El saber se tenía por natural: theología naturalis. Tal como se viene argumentando, la colonialidad epistémica resulta así una empresa de la órbita del principio “saber es poder”. La guerra es inconcebible7 como causa sui; solo se legitima como medio para hacer valer un derecho derivado del Dei Verbum o “doctrina genuina de la revelación”, es decir, del supremo saber.

La tantas veces denunciada prioridad oculta del ego conqueror (yo conquisto) por sobre el ego cogito cartesiano (Dussel, 1994) en el trascurso del siglo XVI, recién empieza a hacerse consciente hacia fines del siglo XIX con los llamados “filósofos de la sospecha”. Ni los representantes del ego evangelizador ni los racionalistas del ego cogito tenían consciencia clara de la voluntad de poder que acechaba desde su saber8.

Es de destacarse, en coincidencia con Pagden (Pagden, 1982, p. 7), el importante papel desempeñado por el sacerdote Francisco de Victoria como una figura destacada dentro de la actividad académica vinculada al Consejo del Rey. Según este análisis, el carácter ecuménico per se de la religión católica revelaba el derecho natural de “hospitalidad” que se debe tributar a todo ser humano. Frente a esta evidencia epistémica, el maltrato recibido por los españoles de parte de los nativos americanos traslucía la “barbarie” de estos pueblos y convertía los actos de conquista en una suerte de “violencia legítima”. La argumentación propuesta por de Vitoria, partía de un motivo claramente epistémico: un enunciado de validez universal que convertía la fuerza del invasor en “legítima defensa propia” (Grosso, 2015, p. 4). Ahora bien, dicho planteo, en apariencia cínico, no era sino un derivado de la creencia en la justicia de las leyes emanadas de Dios que, por tratarse de tales, debían ser aprendidas y acatadas por todos los pueblos del planeta sin resistencia alguna.

El famoso Debate de Valladolid en el siglo XVI podría dejar la impresión de que se trató de una discusión entre un humanista serio, Bartolomé de las Casas, versus un polemista canalla, Ginés de Sepúlveda, que buscaba defender lo indefendible para satisfacer intereses políticos que cierto sector de la Iglesia tenía en común con la Corona Española. Sin embargo, lo que a la luz del momento histórico resulta convincente es que ambos profesaban la creencia en un saber universal que derivaba en un poder protector en un caso, frente a un poder avasallador en el otro. La discusión no era entre saber y poder. Era una puja entre saberes diferentes en el marco de un fondo epistémico compartido, de los cuales derivaban prácticas jurídicas y políticas contrapuestas. El carácter humanitario e incluyente del indio por parte del Obispo Bartolomé de las Casas (1485-1566), frente a la prédica cerrada e inferiorizante propia del teólogo imperial Ginés de Sepúlveda (1490-1573), no alcanza a eclipsar el sentido común entre ambos. Como puede ser leído en el trabajo de Aguerre, había un trasfondo epistémico que marcaba el terreno estructural sobre el que se desarrolló dicha discusión. Dice la autora:

Las justificaciones filosóficas sobre la Conquista que tienen lugar en el debate adjudicaban a la cultura dominante, considerada superior y con validez universal, una función civilizatoria y humanizante. En aquellas se revela un modo histórico-filosófico de construcción de la universalidad cuyas implicancias prácticas se sintetizaron en el establecimiento de estructuras de dominación. (Aguerre, 2016, p. 101)

Es cierto, puede que se tratara de un “modo histórico de construcción de la universalidad”, pero los actores no eran conscientes de la historicidad de esa construcción. No se pensaban a sí mismos como inventando saber a partir de intereses puramente estratégicos. De ser así, hubiesen sido argumentantes cínicos que parodiaban una “universalidad” adrede, priorizando ocultamente la satisfacción de sus posiciones coyunturales. Esto último, sin embargo, es ya incompatible con el credo católico desde su mismo nombre, y más aún en una época en la que los nombres no habían sufrido la crisis de la pérdida de referencia. Como también acierta en señalar Aguerre, hay en la palabra catolicismo una etimología bastante explícita con respecto a la fundamentación del uso de la fuerza (Iustum Bellum) en defensa de un supuesto derecho de alcance universal:

Las raíces de la pretensión universalista de la autoridad católica se revelan en la etimología misma del término, que deriva del griego katholikós, compuesto por el prefijo kata: ‘sobre’, y el adjetivo holos: ‘todo’, conjunción que indica “a través de todo”, es decir, ‘universal’. (Aguerre, 2016, p. 103).

La ciencia de Dios, característica del dominio cultural que la Iglesia ejerció en el medioevo, será luego derivada al sujeto con el proyecto cartesiano del ego cogito. Que ambas ocultasen al ego conquiro, cual comando oculto de sus acciones, no implica que los actores estuvieran utilizando el derecho de forma consciente para justificar la guerra. La opción presentada en el “Requerimiento” por el letrado Real Juan López de Palacios Rubios constituye una muestra cabal de la violencia episté-mica que se está describiendo. Según el citado documento, los indios tenían la opción de la “servidumbre natural”, fundada en la atribución “de un grado de inferioridad o barbarie a los americanos” (Aguerre, 2016, p. 103), o bien la “esclavitud legal”, que es una forma de referirse a la guerra justa, consistente en el uso de la violencia y la –percibida como legítima– reducción del indio a la condición de esclavo. Aguerre relata que De las Casas y Juan de Quevedo discutieron la Ley de Servidumbre Natural de los Indios y que finalmente en 1537 el Papa Paulo III, con la Bula Sublimis Deus, proclamó la libertad y la racionalidad de los americanos (Aguerre, 2016, p. 107). Debe entenderse que el paso de la “naturalidad de la servidumbre” a la posterior “naturalidad de la razón” –revelada por Dios a Paulo III– describe un trayecto ideológico de importantísimas consecuencias políticas (Aguerre, 2016, p. 107). Sin embargo, ese trayecto se realiza en el marco de una continuidad epistémica: hay un Dios de una cultura –europeo-católica– que decide quién es racional y quién no lo es y, una vez “sustituido” ese Dios por la Razón, es la misma cultura, ahora europeo-ilustrada, la que decide quién tiene o carece de juicio, esto es, quién forma o no forma parte de la “humanidad”.

A la modernidad europeo-católica y luego europeo-ilustrada le corresponde el estatuto esencialista de la pre-verdad. La violencia cínica, en cambio, se asienta en una disponibilidad a la posverdad, es decir, a la justicia o a la verdad tomadas como armas de guerra. Dicha posverdad, no obstante, debe ser comprendida de acuerdo con algunas advertencias. En primer lugar, no se trata de una lógica según la cual los sujetos “posveraces” se confiesan públicamente como tales, dado que, si así fuera, no serían cínicos sino intelectuales que, en la línea de Nietzsche, estarían reconociendo la contingencia o la “invención” de toda verdad. En segundo lugar, tampoco se trata de “posverdades teóricas”, sino más bien de “posverdades operativas” en el marco estratégico-político, tendientes a endiosar o demonizar, exaltar o cancelar, a determinado personaje, grupo social o comunidad. Por último, el hecho de que la falta ético-jurídica sea el producto de una “invención” no quiere decir que la falta no exista. Si existe, tanto mejor, dado que resulta mucho más fácil inventarla y usarla para provecho del ego acusador.

Tanto en el mundo antiguo como en el moderno de los siglos XVI hasta mediados del siglo XX, se creyó –de variadas formas– en un “gran orden del Ser” (Taylor, 1994). El cinismo, empero, se exhibe como una marcada decadencia de la creencia en la superioridad gnoseológica y moral del dominador. En un contexto cínico huelga el recurso de fondo a una condición antropológica “superior” a la hora de ejercer el dominio sobre otro. El presupuesto fascista de la prioridad esencial de una casta es ahora sustituido por uno mucho más económico y hasta de apariencia generosa: todos somos potencialmente iguales, sin embargo, “esto es lo que hay” (Sloterdijk, 2007). La cruda realidad nos dicta que no se pueden borrar de un plumazo los inmensos nichos de pobreza y marginación que la historia ha generado a través de los siglos. Un Sepúlveda cínico se las rebuscaría para disentir lo menos posible con Bartolomé De las Casas, procurando que –en definitiva y más allá de todo credo– se materialice la hipótesis más restrictiva, porque resulta imposible hacer lo contrario. Y también, “por qué no” podría haber un modo de “inclusión” de los indios que implique una forma algo más decorosa de explotación y menosprecio. La mentalidad cínica desarrolla un verdadero arte dedicado a la exclusión “inteligente” del otro. Y llega a sorprendernos con brillantes resultados en la difícil tarea de sacarse los residuos fascistas y patriarcales de encima.

5. La modernidad epistémica y su variante cínica

La guerra justa ha comprendido tanto el ius ad bellum como el ius in bellum, esto es, tanto la legitimidad de la guerra misma como la legitimidad de las acciones emprendidas en la guerra (Arbeláez Herrera, 2012, p. 275). Detrás del término guerra justa, tal como se viene argumentando, está la reivindicación de un derecho que se considera derivado de una condición natural. Basta conocerlo y tener las fuerzas suficientes para exigirlo; de ahí que se trate de un asunto epistémico en primer lugar, y luego estratégico. Por ejemplo, ya en la incipiente modernidad, Hugo Grocio (1583-1645), en Sobre el derecho a la guerra y la paz (1625), hace referencia a un derecho natural del hombre a la guerra. Según Grocio, en coincidencia con Thomas Hobbes, la guerra es justa si se hace como medio para la paz. Ya no se está ante la revelación de una sabiduría de Dios, propia de la prédica evangelizadora, sino en los albores de una ciencia nueva que concibe al hombre como átomo racional y egoísta, cuya finalidad natural es pactar y preservar la convivencia pacífica.

La teoría de la guerra justa como medio para la paz es socia de una concepción jurídica más amplia que incluye la “legítima defensa” ante la agresión externa. Tiene como basamento ético el derecho natural del hombre a la vida y a la integridad física, derecho humano que limita tanto el poder de los individuos entre sí como el poder de los estados frente a ellos. Con respecto a la progresiva “humanización de la guerra” en términos de ius in bellum conocemos la Convención de Ginebra de 1864 y la conferencia que da lugar al Tribunal de la Haya (1907). Hacia fines del siglo XIX, conforme a criterios epistémicos humanistas, se empieza a tratar de establecer restricciones a los actos bélicos con normativas internacionales referidas al tratamiento de los heridos, la protección del personal médico, el no ataque a las poblaciones civiles, la prohibición de gases tóxicos, etc.

Con la aparición de la ONU en 1945 se refuerza el concepto de guerra justa solo para casos de “legítima defensa”. Pero, ¿qué se entiende por “legítima defensa”? El despliegue de un orden colonial que buscó imponer la religión católica ya dio sus frutos; ahora los valores del mundo antiguo son resignificados y readaptados en el marco de otro imaginario de “totalidad”, digamos, más en línea con lo que hoy se entiende como “colonialidad”. Esta nueva modernidad-colonialidad representa el modelo epistémico de aquello que se debe salvaguardar a los efectos de que la defensa resulte legítima. Ya se vio que para Grocio o Hobbes había que abogar por una paz a la medida del sujeto liberal europeo. La ONU no agrega demasiado. Se trata de la defensa de la soberanía, la integridad territorial y la independencia política (Arbeláez Herrera, 2012, p. 281). Nótese que la unidad de esos tres conceptos, absolutamente seculares, responde a una cosmovisión que ya no es religiosa, pero que sigue siendo epistémica. Se trata de conocer lo que en verdad –de manera epistémica– merece ser defendido y, en definitiva, ese universo comprende las constituciones y los derechos de las naciones liberales europeas.

El “realismo” que plantea que los estados no están sujetos a ninguna pauta moral (Arbeláez Herrera, 2012, p. 282) es el marco teórico de la modernidad-colonialidad cínica. Empero, un teórico realista no es un cínico, sino alguien que describe como de hecho se procede. Decir que las políticas se ajustan a decisiones estratégicas de los centros de poder es decir lo que verdaderamente ocurre. Sin embargo, el capitalismo cínico encubre este crudo decisionismo con un barniz moralizante y, además, hace gala de basar sus estrategias en evaluaciones éticamente sustentables.

En cuanto a la crueldad de los hechos puros y la inocencia del pacifismo extremo, hay teorías de la “violencia legítima” que renuevan esa mezcla de lucidez y resignación ante ciertos males concebidos como necesarios. Frente a ello, encontramos una serie de filósofos liberales de nuevo cuño hacia fines de los años 70, como John Rawls o Michael Walzer, empeñados en confrontar esta visión con positivismos y/o realismos que parten desde depuradas versiones de una ética entendida como base filosófica del derecho positivo. ¿Será posible, entonces, combatir al cinismo desde estas matrices?

Un mundo plagado de acciones violentas estaría demandando un concepto de guerra justa que, desde un marco regulativo ideal, pueda legitimar ciertas expectativas de reacción ante los ataques a las libertades. En respuesta a esta necesidad, en un contexto todavía marcado por la Guerra de Vietnam, Michael Walzer publica Guerras justas e injustas en 1977. Las teorías de Walzer no se apartan demasiado del abecé liberal al respecto: la ética moderna supone personas que afirman derechos en el marco de una relación colectiva, es decir, individuos que, como tales, deben pactar para poder desarrollar su vida en común. Esto implica que deben limitarse y compatibilizar sus libertades naturales a los efectos de organizar su convivencia pacífica. Los individuos pactan y se organizan en Estados; de este modo la agresión de un Estado a otro, en definitiva, atenta contra los principios básicos de dicha convivencia: atenta contra la ética. Y como los estados “amparan la vida” (Walzer, 2001, p. 93), de esto se desprende que la violación de la soberanía y de la integridad territorial son actos éticamente injustos (Arbeláez Herrera, 2012, p. 284) que, como tales, dan lugar a la guerra justa o de “legítima defensa” por parte de los Estados agredidos (Walzer, 2001, p. 101). Se trata así de una legitimidad basada en el principio de la autodefensa.

Más recientemente, en un escenario conmocionado aún por el impacto del atentado contra las Torres Gemelas en 2001, Walzer publica Reflexiones sobre la guerra (2004). En este nuevo texto el autor defiende la intervención de un Estado en otro por causa justa o “razones humanitarias”, que aquí traduzco por ‘razones éticas’. Dicho en palabras de Walzer:

[…] la no intervención no es una regla moral absoluta. [Hay ocasiones donde se debe intervenir] si lo que está sucediendo en un determinado lugar no se puede tolerar. [Por lo tanto, la intervención] es moralmente necesaria cada vez que la crueldad y el sufrimiento son extremos y ninguna fuerza local parece ponerles fin. (Walzer, 2004, p. 87)

Sobre la base de esta definición, como muestra Arbeláez Herrera, el filósofo defiende la intervención de la OTAN en Afganistán, donde había “terroristas” disfrutando los derechos de la soberanía (Arbeláez Herrera, 2012, p. 285). Pese a lo cual, el derecho de intervención no se extiende a la Guerra de Irak, considerada “injusta”, pues se pudo haber “presionado” para obtener el desarme de Irak con medidas “que no fueran una guerra a gran escala” (Walzer, 2001, p. 51, citado en Arbeláez Herrera, 2012, p. 286). Acá se asume la sospecha de que el “desarme” es un reclamo ingenuo que omite la consciente –y cínica– invención de la existencia de armas de destrucción masiva a los efectos de justificar una práctica invasiva.

Detrás de las reflexiones filosóficas aquí expuestas habita la firme creencia en principios humanitarios o éticos que actúan como criterio epistémico en una renovada formulación del axioma según el cual el saber debe traducirse en un hacer. Primero hay que conocer, luego observar lo que pasa a la luz de principios y, finalmente, tomar una decisión política: intervención o no. Lo que sucede con el silogismo cínico es que la fórmula se invierte9. No importa la verdad acerca de si hay o no armas de destrucción masiva: se inventa que hay para justificar la intervención. Siendo esto así, se percibe a las claras la diferencia con el criterio episté-mico que justificaba la guerra en tiempos de la Conquista o de la moder-nidad-colonialidad. La lógica epistémica implicaba el uso de la guerra en beneficio de la realización de un derecho; la lógica cínica usa el derecho en beneficio de la realización de una guerra. De todos modos, la utilización del derecho como arma de guerra no puede ser públicamente justificada, dado que la exposición pública del sentido más profundo de la operación estorbaría su puesta en práctica. Por lo tanto, la coloniali-dad-modernidad cínica reviste tres características. En primer lugar, no hay “falsa consciencia” acerca de los hechos. En segundo lugar, se apela al derecho –o a la ética– para encubrir una relación de fuerza. En tercer lugar, se difunde públicamente que el uso de la fuerza fue necesario para hacer respetar el derecho.

Nótese que Walzer, como cualquier filósofo o teólogo que defienda el derecho natural, queda bastante mal parado ante la racionalidad cínica. Esta se burla del a priori epistémico de toda filosofía, ciencia o religión. Mientras los filósofos buscan respaldar argumentativamente las razones de la fuerza apelando a la razón, los conquistadores cínicos disfrutan el uso de una razón hecha a medida para justificar a posteriori acciones que son, prima facie, de fuerza. Cabe aclarar, sin embargo, que la prioridad de la fuerza no era así en los tiempos del debate de Valladolid; tampoco en los del cogito cartesiano y sus inmediatos desenlaces.

6. ¿Los medios inventan fines que los justifican? Conclusión

Desde el comienzo de este texto hemos tratado de puntualizar el sentido estrictamente ético-político del mismo, en aras de lo cual se han anticipado una serie de demarcaciones válidas no solo para distinguir la ética del derecho, sino para puntualizar la relativa abstracción de la ética con respecto a toda facticidad, incluida la facticidad cultural. Consideramos que la ética queda eximida de su reducción a un contexto histórico específico, sea este el del descubrimiento/encubrimiento de América o el de cualquier otro hecho de la historia. Basamos esta consideración en planteos como los de Levinas, para quien la no-escucha es siempre una especie de “encubrimiento” de la alteridad, que puede comprenderse más allá de sus rostros específicos y de sus múltiples encarnaciones empíricas. La no-escucha es violencia, y lo aquí aportado es que, de entre las muchas variables del fenómeno “violencia”, pueden extraerse dos formas paradigmáticas que, sin que una desplace totalmente a la otra, adquieren protagonismo en una alternancia que va de un paradigma epistémico-esencialista a una forma fundamentalmente cínica.

Hemos aludido, a su vez, a la Conquista de América y a la Guerra de Irak como formas representativas de violencia epistémica y violencia cínica respectivamente, (sin ánimo de reducir dicho par de casos) la potencial cantidad de ejemplos que la historia ponga a disposición del investigador. Tampoco se trata de sustancializar la diferencia y caer en la ingenuidad de que no hay nada de cinismo en la convicción dogmática y nada de dogmatismo en la estrategia cínica. En lo que a lo largo de este trabajo se ha denominado “epistémico” predomina la expresión sádica de una verdad a priori (Conquista), mientras que en el segundo paradigma se acentúa el predominio cínico de una verdad a posteriori (Guerra de Irak).

No se ha hecho mención aquí a “personas cínicas” como referencia insultante a este o aquel personaje público. Se trata del señalamiento de una lógica donde el factor “verdad” es usado para un objetivo de fuerza, mientras que públicamente se profesa lo contrario. Podría considerarse –aunque, como se dijo, puedan tomarse otros ejemplos10– que el modelo de la Guerra de Irak es el reverso cínico de la Conquista de América como expresión de la violencia epistémica. Este último tendría el carácter del uso de la conquista para hacer valer un derecho establecido por Dios, que era a la vez verdad (veritas) y Señor (dominus). La acción contra Irak, en cambio, revestiría la forma del uso del derecho para hacer valer una conquista llevada a cabo por un dominio humano o poder anterior a toda verdad.

El hilo simbólico que une la Conquista de América con la Guerra de Irak es elocuente como metáfora de la guerra en general. Sabemos que la palabra guerra (pólemos), desde Heráclito en adelante, tiene muchos usos y sentidos. Que el derecho sea usado como armamento de guerra a escala internacional o nacional, inventado faltas, delitos y corrupciones (lawfare)11, como se dijo, no significa necesariamente que las faltas no existan. Significa que si se quisiera condenar –por ejemplo– a Robin Hood, porque lo que en verdad molesta es su gesto justiciero (beneficiar al pobre), el hecho real de que este haya robado vendría “como anillo al dedo” a la operación cínica.

Entonces, modernidad cínica sí; pero ¿por qué hablar también de “colonialidad”? Analicemos esto a la luz de un párrafo de Mignolo:

[…] hay una tendencia general a entender el pensamiento construido a partir de la historia y la experiencia europea como si estuviera des-localizado. Estos sutiles deslices pueden ser de graves consecuencias: en el siglo XVIII muchos intelectuales de la Ilustración condenaron la esclavitud, pero ninguno de ellos dejó de pensar que el negro africano era un ser humano inferior. (Mignolo, 2007a, p. 33)

Si un cínico realizara un rápido mapeo de sus inclinaciones y pensamientos tal vez llegaría a la siguiente conclusión: “las cosas cambiaron, ya no estamos en el siglo XVI ni en el XIX. La verdad es que el negro no es inferior, ni la mujer, y los pobres tampoco lo son. ¡Qué lástima! La historia de la humanidad –entiéndase mejor: la estupidez humana– los ha condenado a quedarse al margen del poder y los grandes negocios. Es difícil y casi imposible, a la brevedad, solucionar este problema de la relativa postergación de ciertos grupos sociales. Aun así, confiamos en que todos aquellos seres emprendedores, sean del color, el sexo o de la religión que sean, se irán incorporando al sistema de beneficios y oportunidades”.

Quedará en duda si el cínico cree o no en la inferioridad de la mujer, el negro o el pobre, pero si es que cree, cree muchísimo menos de lo que podría creer un intelectual en los tiempos de la Ilustración o a mediados del siglo XX. Pese a ello, este dominio altamente frívolo y desprejuiciado conserva un potentísimo entorno principista de signo colonial y epis-témico, propio de ese imaginario eurocéntrico que se constituye en la obsesión crítica de Mignolo. Por eso no solo he hablado aquí de “cinismo”, sino que hice referencia a una modernidad-colonialidad cínica. Es decir, el cinismo cuenta con un residuo geocultural recalcitrante que lo refuerza y anima. No obstante, lo que aquí se sostiene es que el núcleo de la dominación global hoy gravita en la posición cínica mucho más que en la convicción epistémica. Esto es, el dominador “sabe” o intuye que el otro no es inferior y, por eso mismo, hasta puede gozar mucho más el hecho de que esté en una posición de desventaja.

El tránsito de la colonialidad epistémica a la colonialidad cínica es el paso que va de la conquista del otro, en nombre de un supuesto derecho existente, a la parodia jurídica montada para invadir o neutralizar al otro. O mejor dicho: el epistémico conquista rezando y creyendo que descubre, mientras el cínico conquista interviniendo y creando lo que dice descubrir. La intervención no es estética sino cínica, es decir, se trata de una operación donde la verdad ética es usada; de ahí que su ars inveniendi consista en crear la falta en el otro para penetrar, cambiando las cosas en favor de un renovado ego conqueror. Pero el inventor no se desnuda como tal, aparece siempre disfrazado de descubridor: se han descubierto documentos, se han descubierto pruebas que comprometen, se han descubierto sobornos, armas letales, etc. Por lo tanto, en el marco de la lógica cínica, tanto en las relaciones internacionales como en las (intra)nacionales, la ética y el derecho constituyen un pre-texto deónti-co que es usado en beneficio de la autoafirmación política de un sector.

Daniel Carlos Berisso

Doctor en Filosofía de la Universidad de Buenos aires (UBA), docente auxiliar regular de la Cátedra de Filosofía de la Educación y de la Cátedra de Filosofía de la Cultura e Intercultura de la UBA. Investigador del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IICE) de la misma Facultad. Profesor asociado de Fundamentos de Filosofía y Ética en la Universidad de Ciencias Sociales y Empresariales (UCES). Titular de Filosofía de la Educación para la carrera de Filosofía y Profesor asociado de Fundamentos de Filosofía y Aspectos Éticos y Legales del Ejercicio de la Profesión para la carrera de Psicología en UCES . Profesor Titular de Filosofía en la Universidad de Palermo. Docente de la Maestría en Estudios Culturales de América Latina (UBA); de la Maestría en Educación de la Universidad de Quilmes y de la Diplomatura en Docencia Universitaria de la UNTREF. Titular de Seminarios de grado y postgrado en la UBA y Universidad de Lanús (UNLA). Director del Proyecto UBACyT: “La dimensión ético-política de las prácticas educativas: cuidado de sí y cuidado del otro en los procesos de transmisión del saber” (UBA). Autor de cinco libros sobre Filosofía de la Educación y de numerosos artículos en libros y revistas especializadas en Ética, Filosofía y Derechos Humanos.

Traducción propia.
Levinas toma distancia de la metafísica, es decir, de la ontología de raigambre aristotélica del ente en tanto ente, en dirección de un primado filosófico de la ética que es “escucha” del otro en tanto otro. Este giro ético expresa una nueva forma de entender la metafísica como “deseo metafísico” (désir métaphysique) que tiende a la alteridad como a lo “totalmente otro” (Levinas, 2002, p. 57). La reducción del otro a lo mismo pone a la metafísica esencialista tradicional, e incluso a la ontología de la existencia de Heidegger, del lado de la lógica del poder y de la guerra que “convierte a la moral en irrisoria”, dado que el “estado de guerra suspende la moral” (Levinas, 2022, p. 47). Ahora bien, estas afirmaciones que señalan el trasfondo cínico de toda guerra no quitan que al interior de dicha violencia pueda distinguirse entre una dirección epis-témica esencialista y otra dirección donde el cinismo se libera bastante del a priori veritativo anterior.
El concepto de violencia epistémica en relación a la concepción esencialista de un dominador que pretende imponer su verdad en los procesos de dominación colonial fue acuñado por la filósofa india Gayatri Spivak (Spivak, 1985, p. 225). Luego, el concepto fue retomado en el marco de los estudios decoloniales por diversos autores latinoamericanos. En dicha dirección deconstructiva de los discursos esencialistas eurocentrados es que se expresa Castro Gómez, articulando el problema a la “invención” del otro (Castro-Gómez, 2000).
Nótese que aquí Derrida está volviendo –a su modo– a las diferencias entre ética y derecho apuntadas por Risieri Frondizi, que parecen tener un carácter perenne en la consideración de este tema (Frondizi, 1992). El derecho tiene a la fuerza en su origen, por lo tanto, puede deconstruirse; ahora bien, si la deconstrucción también tiene a la fuerza, y no a una ética más allá de toda fuerza, el derecho se vuelve tiránico y se realiza de modo despótico, o se realiza de modo cínico.
Aquí tomo de Arbeláez Herrera esta importante nota que integra referencias contextuales precisas a la delimitación conceptual de guerra justa. De acuerdo con la autora: “Las raíces de la configuración de la noción de guerra justa deben buscarse en la cultura bíblica hebraica y en la Roma Clásica. Se trata de un producto que fue resultado de una correlación de elementos que fueron apareciendo en la teología cristiana, en las leyes canónicas, en los códigos de caballería y en las ideas de ius na-turale ius gentium. El escritor romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) es quizás el primer autor en postular alguna idea de justicia en la guerra, al argumentar que las guerras legítimas deben ser abiertamente declaradas, abrigar una causa justa y ser conducidas de manera justa […]. Sin embargo, la noción de guerra justa apareció como un cuerpo coherente de pensamiento durante la Edad Media a través de los escritos de los teólogos San Agustín de Hipona (354-430) y, mucho más adelante, Santo Tomás de Aquino (1225-1274)” (Arbeláez Herrera, 2012, p. 275). Esta cita muestra la manera en que Cicerón, desde su estoicismo, puede hablar de guerra justa partiendo de un a priori que describe la posesión de una sabiduría natural, concepto que luego se desarrolla en Agustín y Tomás como derivado de una filosofía primera basada en la revelación cristiana.
Hay que reconocer que Maldonado Torres, al igual que la mayoría de los filósofos de la liberación o del espectro decolonial, da gran importancia a los planteos éticos más abstractos y, en especial, a la ética del otro en tanto otro de Levinas. Cuando Maldonado, por ejemplo, se refiere a la falta de resistencia ontológica del damné –concepto empleado por Frantz Fanon para referirse a los “condenados de la tierra”– dice que damné expresa “la subjetividad” y que “esta visión de la subjetividad, fundamentalmente generosa y receptiva, ha sido articulada y defendida con mayor rigor por Emmanuel Levinas” (Maldonado, 2019, p. 23). El hecho de que los estudios decoloniales partan de supuestos éticos más generales para centrar su interés en escenarios más geopolítico o geoculturales no quita rigor, sino que reclama el complemento de estudios más puros del lado de una ética filosófica. Por supuesto que en la negación del otro siempre hay cinismo. El tema es la distinción entre el estatuto de un a priori esencialista, de autoridad indiscutida, frente al dominio exclusivamente reverente ante “verdades” que le convienen. La idea del cambio hacia una lógica del poder de base cínica, y no epistémica, refuerza un dato que es observable en la fun-damentación actual de las operaciones de dominio. Y es que ya no es necesario contar con el apoyo de autoridades máximas del pensamiento como Aristóteles o Tomás de Aquino; incluso las figuras más conspicuas del universo estelar de la Filosofía están en contra de la fuerza planetaria más identificable con la violencia cínica: el orden neoliberal.
La guerra que como tal es inconcebible sin una verdad que la legitime, pasa a ser perfectamente concebible en la modernidad cínica: se vuelve concebible aunque impresentable.
El concepto general de invención de América, que Mignolo toma de Edmundo O’Gorman para apuntar a la arbitrariedad y a la relación de poder (invención) subyacente a un mal llamado “descubrimiento” (Mignolo, 2007b), no impide que se efectúe la distinción que es eje del presente ensayo. Aquí se considera la diferencia entre una “invención” no consciente de sí y apoyada en ciertas creencias y evaluaciones fuertes (variable epistémica), y otra invención deliberada y resuelta, aunque disfrazada de hallazgo empírico o de cruzada humanista (variable cínica). Para ahondar en la relación entre “invención del otro” y “violencia epistémica” desde una perspectiva decolonial se recomienda el artículo de Castro Gómez (Castro-Gómez, 2000).
A diferencia del silogismo práctico aristotélico cuya premisa mayor parte de un principio práctico o fin universalmente válido, el silogismo cínico parte de una finalidad particular y se procura un valor universal ad hoc que sirva a esos fines particulares. La formulación podría esquematizarse del siguiente modo. Premisa mayor: siempre que queramos “hacer la guerra” contra determinado “objetivo” esta debe ser públicamente justificada. Premisa menor: solo la ética o el derecho pueden justificar una guerra. Conclusión: hay que encontrar (como sea) la forma de iure que pueda justificar la destrucción de facto que nos proponemos realizar.
La aclaración de que pueden tomarse otros ejemplos sirve para evitar una posible confusión. Ella consistiría en interpretar que aquí se está poniendo a uno y otro ejemplo –Conquista de América y Guerra de Irak– como arquetipos respectivos de colonialidad epistémica y colonialidad cínica, formas excluyentes de otras manifestaciones. En realidad, se trata de dos modelos ejemplares, de uno y otro tipo de colonialidad, y son la opción teórica de la presente propuesta. No obstante, en el contexto general de las guerras de finales del siglo XX y principios del XXI pueden hallarse otros ejemplos de lo que aquí se considera cínico. También en persecuciones intraeuropeas, como la caza de brujas o el asedio a los herejes, pueden observarse modelos de discriminación y exterminio que –más allá de sus ingredientes cínicos– descansan sobre raíces epistémicas ligadas a saberes y convicciones dogmáticas.
“Guerra jurídica” (lawfare) es una palabra inglesa construida con base a la contracción gramatical de las palabras “ley” (law) y “guerra” (warfare). Se usa para describir el uso ilegítimo del derecho con la intención de dañar a un oponente político a escala local o internacional. En este último caso el término guerra jurídica se refiere al uso del derecho internacional como pretexto para iniciar una intervención en un determinado país. Se considera que el término fue acuñado por Charles Dunlap en un ensayo para el Harvard's Carr Center. Allí se define guerra jurídica como “el uso de la ley como arma de guerra” (Dunlap, 2001, p. 4) No obstante, John Carlson y Neville Yeomans han utilizado previamente este concepto para referirse a un cambio sustancial donde la búsqueda de la verdad ha sido sustituida por la “guerra en los tribunales” (2013).

Referencias

  1. Aguerre, L. (2016). Hacia una universalidad intercultural. Desafíos histórico-filosóficos para una perspectiva ético-política nuestroamericana [Tesis doctoral, Universidad de Buenos Aires]. Repositorio institucional de la Universidad de Buenos Aires. http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/4372 [URL] 🠔
  2. Arbeláez Herrera, A. M. (2012). La noción de la guerra justa. Algunos planteamientos actuales. Analecta Política, 1(2), 273-290. 🠔
  3. Benjamin, W. (1995). Para una crítica de la violencia (Trad. H. Murena). Leviatán. 🠔
  4. Cardoso, F. y Faletto, E. (1969). Dependencia y desarrollo en América Latina. Siglo XXI. 🠔
  5. Carlson, J. and Yeomans, N. (2013). Whither Goeth the Law - Humanity or Barbarity. Laceweb. http://www.laceweb.org.au/whi.htm [URL] 🠔
  6. Castro-Gómez, S. (2000). Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro. En E. Lander (Ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (pp. 145-163). CLACSO. 🠔
  7. Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R. (Eds.). (2007). Prólogo. En El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (pp. 9-25). Siglo del Hombre Editores, Universidad Central y Pontificia Universidad Javeriana. 🠔
  8. Derrida, J. (2008). Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad”. Técnos. 🠔
  9. Dunlap, Ch. (2001). Law and Military Interventions: Preserving Humanitarian Values in 21st Century Conflicts [Paper Presentation]. Humanitarian Challenges in Military Intervention Conference, Washington D.C., United States of America. https://people.duke.edu/~pfeaver/dunlap.pdf [URL] 🠔
  10. Dussel, E. (1994). 1942. El encubrimiento del otro: hacia un origen del “mito de la modernidad”. Plural Editores y UMSA. 🠔
  11. Frondizi, R. (1992). Introducción a los problemas fundamentales del hombre. Fondo de Cultura Económica. 🠔
  12. Grosfoguel, R. (2011). Decolonizing Post-Colonial Studies and Paradigms of Political-Economy: Transmodernity, Decolonial Thinking and Global Coloniality. Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso-Hispanic World, 1(1), 1-37. https://doi.org/10.5070/T411000004 [URL] 🠔
  13. Grosfoguel, R. (2016). “Del ‘extractivismo económico’ al ‘extractivismo epistémico’ y al ‘extractivismo ontológico’: una forma destructiva de conocer, ser y estar en el mundo”. Tabula Rasa, 24,123-143. https://doi.org/10.25058/20112742.60 [URL] 🠔
  14. Grosso, J. (2015). Hospitalidad excesiva, semiopraxis crítica y justicia poscolonial. En A. Haber y N. Shepred (Eds.), After Ethics. Ancestral Voices and Post-Disciplinary Worlds in Archeology (pp. 1-36). Springer Press. 🠔
  15. Levinas, E. (2002). Totalidad e infinito. Ediciones Sígueme Salamanca. 🠔
  16. Maldonado-Torres, N. (2008). Against War: Views from the Underside of Modernity. Duke University Press. https://doi.org/10.1215/9780822388999 [URL] 🠔
  17. Maldonado Torres, N. (2019). El giro estético decolonial frente a la guerra perpetua. En M. L. Bustos (Ed.), Diálogos desde el campo emergente de los estudios artísticos (pp. 17-24). Universidad Distrital Francisco José de Caldas. 🠔
  18. Mignolo, W. (2007a). El pensamiento decolonial: desprendimiento y apertura. Un manifiesto. En S. Castro-Gómez y R. Grosfoguel (Eds.), El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (pp. 25-47). Siglo 🠔
  19. Mignolo, W. (2007b). La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial. Gedisa. del Hombre Editores, Universidad Central y Pontificia Universidad Javeriana. 🠔
  20. Nietzsche, F. (1995). Genealogía de la moral. Alianza Editorial S.A. 🠔
  21. Pagden, A. (1982). The Fall of Natural Man. The American Indian and the Origins of Comparative Ethnology. Cambridge University Press. 🠔
  22. Sloterdijk, P. (2007). Crítica de la razón cínica (Trad. M. A. Vega). Siruela. 🠔
  23. Spivak, G. (1985). The Rani of Sirmur: An Essay in Reading the Archives. History and Theory, 24(3), 247-272. https://doi.org/10.2307/2505169 [URL] 🠔
  24. Taylor, Ch. (1994). La ética de la autenticidad. Paidós. 🠔
  25. Walzer, M. (2001). Guerras justas e injustas: un razonamiento moral con ejemplos históricos. Paidós. 🠔
  26. Walzer, M. (2004). Reflexiones sobre la guerra. Paidós. 🠔