Ciencia Política
2389-7481
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/XXXX

Presentación

Resumen

Eventos sociales que hoy tienden a recordarse como universitarios… tanto por los sujetos como sus repertorios de acción, sus debates y alcances en la vida política del país… Implica[n] reconocer las soluciones de continuidad de dichos procesos, y nuestro lugar en ellos, nuestras formas de desear y soñar un futuro alternativo.

Hernán Darío Correa (2022)

Un proemio necesario

Este número 33 de la revista Ciencia Política aparece con cierta tardanza, pero con compensaciones coyunturales. Está dedicado a recordar con lente analítica y plural los nuevos movimientos estudiantiles y universitarios que se desencadenaron a raíz de las protestas vividas a partir del 25 y 26 de febrero de 1971, con epicentro en la Universidad del Valle, ad portas de celebrar en Cali los Juegos Panamericanos.

El curso de estos acontecimientos transformará las protestas de la periferia en una crisis de representación ampliada de una república autoritaria de diseño institucional centralista, cuando el veto de un candidato a la decanatura de Ciencias Económicas y Humanas se tradujo en un gran paro estudiantil que llevó al establecimiento del Programa Mínimo de Lucha. Con él se obtuvo el cogobierno democrático de las universidades, el rechazo a la injerencia indebida y sin control en el rumbo de la educación superior por parte del gobierno de los Estados Unidos, la potencia hemisférica que propuso el Plan Atcon y la Alianza para el Progreso, pilares de la estrategia geopolítica contrainsurgente para el Cono Sur, cuyos principales laboratorios fueron Colombia y Chile.

Las compensaciones coyunturales, después de cincuenta y un años de aquel movimiento de juventudes universitarias que labraban otra hegemonía cultural con su disputa, están definidas por una novedad indiscutible en la conducción de la sociedad política. Ni más ni menos, es el primer triunfo electoral indiscutido de la oposición política en Colombia en unas muy reñidas elecciones, por una diferencia superior a 712000 votos.1

La fórmula presidencial ganadora, Gustavo Petro y Francia Márquez, con el proyecto del Pacto Histórico, colocan a una tercera fuerza, plural en el ajedrez de las grandes decisiones nacionales, dándole identidad constitucional y legal a una fórmula que no solo cuestiona el modelo imperante de desarrollo económico y social, sujeto a la lógica depredadora del extractivismo, sino que mira a la educación pública universitaria sin pensarla más como un problema de orden público al que hay que atender con técnicas represivas y contenciosas.

Cumplido más de medio siglo, en el año 2022, se anuncia la potencialidad de un gran viraje en la educación superior, la cenicienta de los gobiernos junto con la pobreza y la desigualdad endémicas. En lugar de usar el monopolio de la violencia para reprimir los tropeles consuetudinarios a través del Escuadrón Móvil Antimotín - Esmad, que afianza la onda larga, el ciclo de las universidades de la guerra, aparece un nuevo gobierno dispuesto a darle curso y concurso a la paz completa como impronta extendida a una nueva vida universitaria incluyente y bien financiada.

Porque el Sistema Universitario Estatal (SUE) resiente de décadas de abandono presupuestal, que solo palió en parte en fecha reciente un paro cívico nacional. La presencia organizada, diversa y firme del estudiantado en el año 2019, fue el angustioso colofón de resistencia a la contrarreforma neoliberal de la educación superior en el año 2011. Forzó un rescate incidental del colapso a un sinnúmero de universidades públicas, empezando por la Universidad Nacional. La interlocución con el respaldo de las movilizaciones produjo que el presidente Iván Duque aumentara la partida que había concertado para la educación universitaria con los rectores del sistema estatal.

Con todo, persiste y se amplía el acceso restringido y privilegiado a los campus, más los altos y crecientes costos de acceso a los posgrados en la educación pública estatal. Se agrava año tras año con el parasitismo de las universidades de garaje, convertidas en negocios disfrazados e irresponsables, que en todo caso alimentan su mediocridad con la demanda insatisfecha. Engordan el porvenir de la ilusión de mejorar las condiciones de vida de los sectores medios, que acceden a esta precaria formación profesional endeudándose más. Sumadas a lo primero, están las dolamas de la escasez y mala remuneración del profesorado de planta, ya por demás casi igualado en número por los profesores ocasionales, y estos afectados en sus derechos por la precariedad laboral, la persecución sindical y las pocas garantías de mejora en su formación disciplinar y profesional.

Aquí y ahora asistimos—a un año de cumplirse el medio siglo de la interrumpida democratización de la educación pública superior—al culmine del periplo de la exclusión de la oposición política. Un proceso de luchas democráticas subalternas que desembocaron en la experiencia de la asamblea constituyente, donde la Alianza Democrática M-19 le dio carta de identidad a la oposición al bipartidismo decimonónico gracias a la votación obtenida con la presencia activa y deliberante de la guerrilla que hizo dejación de armas.2 Claro está, la oposición política antes existía negada y perseguida. A pesar de haber obtenido en la elección de los delegatarios la segunda mayor votación, tuvieron que pasar 16 años para que el Congreso aprobara y expidiera el hoy vigente estatuto de la oposición como exigencia de lo pactado en los acuerdos de paz de La Habana, Cartagena y Bogotá.

Esta tercera fuerza sociohistórica, con personería ciudadana plena, está conectada y anima las diferentes etapas del proceso de los movimientos estudiantiles y universitarios. De modo significativo, de manera directa e indirecta. Estos movimientos, que recordamos en el presente número de la revista Ciencia Política, están presentes en el accionar de las mujeres, las minorías, los pobres, los campesinos, los maestros, los jóvenes—como parte de ellos siempre los estudiantes—, que como grupo social subalterno son levadura transversal de todos los anteriores sectores y clases subalternas en la participación, más allá de las cooptaciones y el transformismo.

La nueva juventud tiene presencia indiscutible, propositiva y creativa en esa conjunción plural de fuerzas y necesidades que a partir del 7 de agosto gobernará a Colombia, con una coalición política en el poder legislativo que, de ser posible, articulará las mayorías. Tienen el compromiso histórico de posibilitar la aprobación de las reformas urgentes que la pandemia y el estallido social de 2021 en conjunto descubrieron.

A la vista interna y del mundo quedaron las dimensiones abismales de la exclusión, la segregación, la intolerancia y la desigualdad que padece el país. Estas lacras son el caldo de cultivo del ciclo interrumpido de protestas, donde los estudiantes son catalizadores y portavoces que fuerzan el necesario desenlace, ojalá democrático y no catastrófico, de la crisis de hegemonía actual.

El estudiantado universitario y secundario de hoy coronó la crisis de representación marcada por el resultado último de las elecciones de 1970, y la urgente necesidad de desmontar la república de las armas como el modelo recurrente de gobernabilidad autoritaria que el Frente Nacional entronizó después de la primera década de guerra social desde arriba. Este desenlace, que se concretó el 19 de junio pasado, no ocurrió de la noche a la mañana, sino que tuvo un largo y tortuoso proceso de incubación, y en él, sin duda, los jóvenes estudiantes y las universidades en las que se forman han sido un termómetro vivo, beligerante, indicativo de las demandas democráticas insatisfechas. Las que en términos de larga duración se remontan, en la historia nacional, al final de la primera mitad del siglo pasado.

El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un egresado de la Universidad Nacional, fue la escisión traumática que cerró y abrió un ciclo de luchas sociales, políticas y culturales que no habían tenido cabal satisfacción, porque no abolieron los privilegios heredados de la premodernidad, donde tierra, salud, vivienda y saber siguen siendo un privilegio. En su conjunto, a contracorriente, tales demandas integraban un precipitado democrático de características revolucionarias porque la oligarquía centenarista, sus sucesores y, sobre todo, la traición de los intelectuales tradicionales, que la servían en el gobierno y administración de la sociedad política, las resistieron y combatieron durante muchos años. Desde entonces acudieron al expediente de prolongar la lucha de clases con cinismo, y la guerra social endémica librada en contra del país nacional en la que por necesidad y bisoñez estuvo, a la vez, entrampada la insurgencia subalterna.

La juventud y las reformas intelectuales y educativas

El poder de los movimientos se pone de manifiesto cuando los ciudadanos corrientes unen sus fuerzas para enfrentar a las élites y a sus antagonistas sociales.

Las juventudes que podían ingresar a la universidad durante el siglo veinte dieron pasos tambaleantes hacia una modernidad tardía y contrahecha. Empezaron por escuchar las voces y cantos de la generación de “los nuevos”, que interpeló a la nación centenarista al despuntar el siglo XX. En particular, esta generación díscola se familiarizó, divulgó y discutió en sus tertulias de café y en las aulas, con tono liberal, la más de las veces, aunque hubo figuras disidentes, las tesis del Manifiesto liminar de Córdoba de 1918.

Pero la institución universitaria siguió refractaria a las reformas más urgentes, económicas, sociales, culturales y políticas, en las que el pensamiento liberal y el socialista llevaban la batuta en materia de libertades, acceso y gobierno democrático de la educación superior. La Universidad Libre fue un ejemplo prometedor de tales intentos, cuando retomó la posta de la experiencia de la Universidad Republicana (1891),3 después de la Convención de Ibagué de 1922.

En Colombia, con todo, la vocería de la reforma en la educación pública superior estuvo en cabeza de un intelectual y publicista excepcional, Germán Arciniegas, un liberal de arrestos socializantes. Él, con su revista Universidad, fue publicista incansable al divulgar el nuevo credo laico de la reforma educativa, hasta que encontró eco en el programa legislativo de la Revolución en Marcha de López, “El Viejo”.

La reforma educativa tuvo como centro de irradiación a la Ciudad Blanca, el búho que fue desde los años treinta la sede principal de la Universidad Nacional con los trazos geniales de Leopoldo Rother (1894-1978), discípulo de la Bauhaus, y quien dio continuidad a las orientaciones del pedagogo Fritz Karsen de la misión alemana.

El breve periplo de la Revolución en Marcha, con vocería fugaz de las oposiciones de cuño socialista y comunista y sus intelectuales,4 quedó sepultado pronto en sangre, desarraigo e inenarrable violencia. Lo cerró sin sutura la paz bipartidista y excluyente, no democrática, del Frente Nacional. La intelectualidad inconforme y la juventud rebelde cuestionaron de diferentes maneras—después de contribuir a la caída del general dictador, Gustavo Rojas Pinilla, con fama de “pacificador”—al nuevo régimen consociacional,5 la coalición liberal-conservadora, que acordó la élite gobernante que conducida por Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, ofrecía orden y paz en la nación, para recomponer así el bloque de poder y sellar de manera urgente la grieta de la institucionalidad autoritaria fundada en 1886.

El contrafuerte al orden recién reformado fue la generación del Frente Nacional, en resistencia a una paz que no dio nunca cumplimiento al presupuesto acordado para la educación (el cual, en cambio, sí se despilfarró en la hoguera de la guerra interna), acorazada mediante el estado de sitio para gobernar la llamada “república de las armas”, denominación que le dio el abogado Gustavo Gallón en la revista Controversia. Es cuando la Universidad Nacional en Bogotá se convierte en el yunque de las nuevas protestas estudiantiles y universitarias de las siguientes cuatro décadas que, por supuesto, tienen también acentos internacionales de resultas del ciclo de guerras anticoloniales y antiimperialistas.

La visita proselitista intempestiva del candidato presidencial Carlos Lleras Restrepo, él mismo un egresado, sufrió insultos, agresión y retención en la Ciudad Blanca, evento que se convirtió en el clímax de un desencuentro entre la intelectualidad tradicional dominante y la nueva generación rebelde de ímpetu democrático revolucionario. Al candidato lo rescató una intervención de la fuerza pública ordenada por el presidente Guillermo León Valencia. Así se hizo trizas el mito de la autonomía universitaria, y la violencia pisó la Ciudad Blanca, involucrándola en la guerra interna. En paralelo avanzó el proyecto de reforma universitaria liderada por un médico humanista, el rector conservador José Félix Patiño, egresado con honores de la Universidad de Yale.

Él implementó el proyecto de la departamentalización, la construcción de infraestructura y el gobierno corporativo en cabeza de un consejo superior, que seguía en parte el molde diseñado por Rudolph Atcon, experto de la Universidad de Berkeley. Era Colombia era un país piloto de la Alianza para el Progreso, y los planes recibieron financiación través de las fundaciones Ford, Rockefeller, Kellog’s y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Se impuso la modernización educativa con la implementación del año básico, la dotación instrumental y de laboratorios, y los intercambios científicos y las asesorías, con cargas específicas para las entidades receptoras.

Sin embargo, la reforma Patiño ponía en cuestión la autonomía universitaria en el espíritu del Frente Nacional, porque la representación de profesores y estudiantes era minoritaria en su estructura de gobierno, sin posibilidad de incidencia efectiva en la política pública en curso por la vía de la representación liberal.

América Latina, en simultánea, experimentaba vientos revolucionarios. El triunfo del Movimiento 26 de Julio, liderado por Fidel Castro y Ernesto Guevara, derrocó la dictadura de Fulgencio Batista y declaró como socialista a la Revolución cubana, en plena Guerra Fría y a 90 millas de La Florida. En Colombia crecía el descontento político interno y la protesta subalterna en demanda de urgentes reformas sociales, económicas y políticas que señalaban las estrecheces del Frente Nacional.

Pronto el régimen imperante en la década de los sesenta tuvo un doble cuestionamiento de las élites gobernantes, bajo dos liderazgos, un conservador, Jorge Leyva, y un liberal, Alfonso López Michelsen, delfín de un expresidente reformista, quien al regreso de su exilio en México creó el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Ambos compitieron contra la alternancia y perdieron contra el candidato oficial. López ganó el respaldo de la intelectualidad joven que, con los comunistas, dirigían el movimiento estudiantil. La lucha incluyó ejercicios de doble militancia, que pronto nutrieron de cuadros a las nacientes guerrillas. López retornó al redil bipartidista, cooptado como gobernador de un nuevo departamento, Cesar, y canciller de Carlos Lleras Restrepo, tercer gobernante del Frente Nacional.

Pero hubo un tercero en discordia, el general pacificador, Gustavo Rojas Pinilla, que repitió en parte, aumentada, la experiencia de otro general golpista, José María Melo, y se presentó como el candidato de la Alianza Nacional Popular (Anapo) a la elección presidencial de 1970. Tal fue el contexto para el conflicto universitario más grande y duradero de la lucha estudiantil y universitaria en Colombia, que se tradujo en el Programa Mínimo de los Estudiantes, programa que obró, después del chasco electoral bipartidista, como la despedida anticipada que dio la juventud universitaria al autoritarismo dictatorial civil que rechazaba la copresencia de una oposición real, la existencia de una tercera fuerza política popular plural, de carne y espíritu diferentes.

Al mismo tiempo, dicha rebelión intelectual y política expresó una quiebra política de masa de la hegemonía cultural que amalgamó por varios siglos formas de liberalismo decimonónico y religiosidad colonialista con el sigilo antirreformista de la intelectualidad tradicional, que obró como clave de bóveda de la hegemonía dominante en el control del aparato educativo privado y público.6

Este acontecimiento inusitado desencadenó la tempestad democrática en el primer semestre de 1971. Cubrió con su ola reformadora al país y, en particular, a los espacios universitarios, parte de la enseñanza tecnológica y la escuela secundaria. La diáspora universitaria llevó a las casas del país la “buena nueva”. Era la cuarta y última presidencia frentenacionalista, y la parte política más radical del movimiento—a cuya cabeza estuvieron la Juventud Patriótica (JUPA), el Bloque socialista y la Plaga con piquetes anarquistas—denuncia como fraudulenta la elección de Misael Pastrana Borrero para el periodo 1970-1974, y exige un cambio de ruta tan-to para el país como para la universidad, impactada por la guerra interna.

Aunque no se judicializó el llamado robo de las elecciones, en su lugar sí se inició una creciente crisis de representación del régimen político. El ariete que golpea al establecimiento represivo, que combate también al sindicalismo obrero y a los usuarios campesinos, lo serán las masas estudiantiles que, movilizadas, corean también la solidaridad antiimperialista con los pueblos del mundo, la “solidaridad combativa” con el Che (ícono planetario asesinado en Bolivia) y con las Revoluciones cubana y vietnamita.

Las protestas populares y estudiantiles se tomaron la calle por unas horas al conocer la derrota del candidato Gustavo Rojas Pinilla, hasta que se impuso el orden marcial del toque de queda y la protesta inicial se diluyó con la conciliación del candidato, quien pactó con el régimen el transformismo de una vacía revolución pasiva, esto es, ayuna de reformas para los sectores populares. Aquellas protestas volvieron a ganar momentum y se extendieron hasta 1974.

Un año después, el 25 y el 26 de febrero de 1971, estalla el descontento universitario en una capital de provincia, Cali, en la sede de la gobernación. El foco del conflicto fue la ciudad de Cali, cuando el establecimiento preparaba también la celebración de los Juegos Panamericanos de 1971. Había una huelga estudiantil, producto del veto a Bernardo García para decano de la División de Ciencias Sociales y Económicas en la UniValle, que tenía el respaldo mayoritario de estudiantes y profesores. El rector Alfonso Ocampo Londoño impuso al ingeniero Julio Mendoza Durán.

Se decretó entonces un paro local en la asamblea del Consejo Estudiantil, con la solidaridad del colegio de bachillerato Santa Librada y la Universidad Santiago de Cali. Se cita al primer Encuentro Nacional de Estudiantes en apoyo y viene casi en simultánea una jornada nacional. El 25 de febrero de 1971 se produjo la toma pacífica de la central Plaza de Cayzedo. La multitud se dirigió a la Plazoleta San Francisco; el comité de paro solicitó entrevistarse con el gobernador Marino Rengifo Salcedo. Él alegó tener “otros compromisos urgentes” y no atendió a la interpelación pública de la juventud en paro.

Un segundo ingreso de la fuerza pública a una universidad pública hizo trizas el mito de la autonomía territorial, hecha para preservar la libertad de pensamiento y el derecho a disentir por los actos de gobierno y de las autoridades civiles. El rector de la UniValle autorizó tal intervención, cuando los estudiantes estaban frente a la oficina de la rectoría y en otros predios. Después de que la universidad fue cercada por fuerzas militares y de policía, el desalojo se completó.

Pero a las 9 a. m. del 26 de febrero, en Cali, se denuncia la toma. Hay deliberación en el Parque del Perro, se multiplican los piquetes de protestantes en diferentes puntos de la ciudad con refriegas y enfrentamientos. A eso de las 11 a. m., se riega la noticia de que el estudiante universitario, destacado deportista, Édgar Mejía Vargas, “Jalisco”, murió de un tiro en la cabeza.

La protesta desborda los lindes del campus. La participación popular engruesa la movilización, gana el Parque Panamericano hasta la Plaza de Cayzedo, en Cali. Luego vinieron los saqueos a establecimientos y bancos y el incendio de vehículos en los alrededores, hasta que el gobernador Rengifo ordena el toque de queda a partir de las 2 p. m. Otro resultado trágico fue un balance inicial de ocho muertos, decenas de heridos y más de 6000 detenidos en las instalaciones del estadio Pascual Guerrero. Es un anticipo de lo que ocurrirá en Santiago de Chile a la caída de Salvador Allende en septiembre de 1973.

Los escritos y escritores de este número especial

¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?

Este país es una mierda.

Expresión de una egresada de Ciencia Política de la Universidad Nacional.

Sobre estos acontecimientos del año 1971 y los movimientos y procesos posteriores hasta nuestros días, versan los diferentes ensayos que constituyen esta entrega especial de la revista Ciencia Política. El primero de ellos se titula: “A 50 años del movimiento estudiantil de 1971: notas para redescubrir que no siempre ‘las cosas son iguales a las cosas’”.

Lo escribe Hernán Darío Correa, narrador notable, agudo analista, quien fue partícipe del estallido social, político e intelectual de 1971. Él pasa revista crítica al estado del arte del proceso estudiantil de larga duración, y se refiere también, en particular, a la actualidad de la revolución en Colombia, con sus dilemas teóricos y prácticos: “la revolución como proceso objetivo pero inevitable que combinaba la visión mecánica y el mesianismo, propio de las revoluciones de comienzos del siglo XX. Nueva democracia, ampliación democrática o democracia popular; o revolución socialista frente a las caricaturas de revolución a la vista, siguiendo al Che de finales del 65, en la Tricontinental”.

Un segundo texto, “Movimiento estudiantil de 1971 y el surgimiento del maoísmo en Colombia”, es de Miguel Ángel Urrego, quien califica lo que aconteció en 1971 como “la más importante protesta de estudiantes de la historia del país. El principal logro, el cambio de la universidad y de la cultura, sin hacer la revolución primero. La segunda, la creación de partidos maoístas. Colombia, con la JUPA”.

Una tercera contribución es del antropólogo, profesor de la Universidad Nacional, y secretario del Partido Comunista de Colombia, Jaime Caycedo. Él reflexiona, en “Revisión del sentido y los aprendizajes del movimiento estudiantil de 1971 en Colombia”, sobre la protesta como “el estallido de capas medias universitarias en el marco de intensas expresiones de inconformidad de campesinos, maestros y obreros”. Destaca el proceso de unidad de acción presente en el Programa Mínimo, la modificación del gobierno universitario y la amplia participación estudiantil y profesoral, así como la importancia del trabajo del profesor investigador de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) Adolfo León Atehortúa Cruz, El movimiento estudiantil en los sesenta. Cronología de una huelga (2020), centrado en los episodios del Colegio Académico de Buga (1966), donde la Federación Universitaria Nacional (FUN) apoyó aquella lucha memorable.

Publicamos también un trabajo presentado por Stephanie Grajales Zárate y Daniel Felipe Caicedo, cuyo título es “Historización del movimiento estudiantil colombiano. Las siete generaciones de lucha desde 1900-2011”. El fundamento de este ejercicio exploratorio y analítico clasificatorio está centrado en la identificación de los ideales de lucha de los movimientos estudiantiles. Sostienen los autores que el movimiento, en su relativa continuidad/discontinuidad, puede dividirse en siete generaciones, cada una con una pausa intergeneracional, donde el movimiento mismo se debilita, pero tiende a renacer, gracias a la labor e iniciativas de los líderes o partidos y grupos. Los autores incursionan en la historia de las organizaciones estudiantiles, determinan las influencias que han tenido y así comprenden sus ejecutorias y limitaciones.

Otro escrito corresponde al trabajo de un destacado investigador de la historia universitaria, Álvaro Acevedo Tarazona y su coequipero intelectual, Emilio Lagos Cortés, “Protesta estudiantil en la crisis universitaria de 1971 en Colombia: la JUPA y la Nueva Izquierda”. El centro de esta indagación está en el nacimiento y trayectoria de la Juventud Patriótica (JUPA), que tiene nacimiento en la experiencia universitaria de la Nacional y donde descolló el liderazgo del estudiante de Sociología, antes de Derecho en la Universidad Externado, Marcelo Torres, y el notorio grupo de estudiantes y líderes que participaron de las experiencias del cogobierno democrático en las universidades de Antioquia y Nacional. En el artículo se analiza de qué modo estuvo la presencia de la JUPA conectada con el ensayo partidista de raigambre y fundamentación maoísta, el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR), que en fecha reciente se separó del polipartido Polo Democrático Alternativo (PDA) y cambió su nombre por Dignidad, haciéndose partícipe de la Coalición Centro-Esperanza y la candidatura de Sergio Fajardo, con los resultados ya conocidos.

Tenemos también para nuestros lectores una importante reseña, escrita por José Abelardo Díaz Jaramillo, del texto Excomulgados. Crónica de un momento del movimiento estudiantil de la Universidad del Cauca (1979-1981), cuya autoría es de Héctor del Campo Bonilla y que fue publicado en el año 2020.

Reproduzco un aparte del escrito del autor de la reseña: “Estos hechos que, por cierto, han sido narrados en un libro por el antropólogo Héctor del Campo Bonilla, profesor de la Universidad del Cauca y protagonista de los mismos—fue uno de los diecisiete estudiantes expulsados de la universidad que participó en la toma de la catedral—, y quien, a su manera, ha hecho suyo el postulado de Paul Ricoeur del deber de memo-ria como deber de no olvidar. En efecto, y en atención a esa responsabilidad ética de la que habla Ricoeur, hoy se tiene la posibilidad de conocer, a la luz de la interpretación del autor, cuál fue el origen y desenlace del conflicto estudiantil que se registró entre 1979 y 1981 en Popayán, identificando los factores determinantes (institucionales, educativos, generacionales, emotivos) que, de conjunto, ocasionaron el mentado suceso en la Universidad del Cauca”.

Como se infiere de esta cita, en el análisis de las experiencias estudiantiles colombianas ha habido también la presencia de la interpretación hermenéutica crítica, con la importante presencia de Paul Ricoeur, de suyo un estudioso de tres clásicos de la modernidad: Freud, Nietzsche y Marx. Así lo señaló Michel Foucault (1967) cuando historia las técnicas de la interpretación.

No abrigo duda alguna de que los textos que ofrecemos serán atractivos y provechosos en la lectura de los estudiosos de Colombia, la subregión Andino-Amazónica, América Latina y, claro está, el resto del mundo, ahora que el país es objeto de escrutinio por asuntos diferentes a la violencia y el narcotráfico y, en cambio, es agente de primera línea de una nueva onda de progresismo y de reformas pendientes.

Es una oportunidad para descubrir el papel cumplido por los intelectuales tradicionales, orgánicos y universales, en la gestación, desarrollo y presente desenlace de la crisis de hegemonía experimentada por el Estado colombiano, tanto en la sociedad política como en la sociedad civil, en pos de dar respuesta a una reforma, no solo económica y social sino, evidentemente, intelectual, moral y educativa, que siente los fundamentos de una singular modernidad americana impulsada por su papel protagónico, activo en esta revolución democrática en pos de la igualdad real y efectiva prometida por los constituyentes hace 31 años.

Dr. Miguel Ángel Herrera Zgaib

Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI, Ciencia Política, Universidad Nacional de Colombia. Presidente de la International Gramsci Society, Colombia. Profesor asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia y director de la revista Ciencia Política.

Referencias

  1. Arango, G. (1993). Elegía a “Desquite”. Obra negra (pp. 42-44). Bogotá: Plaza y Janés. 🠔
  2. Foucault, M. (1967). Nietzsche, Freud y Marx. París: Editorial Anthropos. 🠔
  3. Tarrow, S. (1994). El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política. Madrid: Alianza. 🠔
Gustavo Petro obtuvo el 50,44% de los votos, y su rival, Rodolfo Hernández, el 47,31%. Petro consiguió la más alta votación en una elección presidencial, 11,2 millones de votos.
No participaron de este acuerdo de paz parcial las mayores agrupaciones guerrilleras y con más amplia trayectoria de lucha: las FARC-EP, el ELN y las disidencias del EPL.
La Universidad Republicana mutó en el Externado de Derecho y se convirtió en una universidad privada de élite bajo el gobierno de la familia Hinestrosa y la tutela de dos notables juristas liberales.
Estas minorías habían empezado la interlocución con el liberalismo contrario a la hegemonía conservadora en la Convención de Ibagué de 1922, que presidió el gene ral Benjamín Herrera. Allí presentó su candidatura presidencial, a la vez mostró su talante civilista al respaldar la fundación de la Universidad Libre con la guía peda gógica y la petición que César Julio Rodríguez elevó ante los convencionistas de en tonces. La Libre abrió sus puertas en Bogotá, el 13 de febrero de 1923, para permitirle el estudio a estudiantes de sectores medios empobrecidos.
Es la caracterización teórica de la que partió el politólogo norteamericano Jonathan Hartlyn, cuando hizo su investigación sobre el Frente Nacional en Colombia. El consociacionismo fue propuesto por el holandés Johannes Althusius (1557-1638), protohistoriador de la ciencia política europea, durante la Baja Edad Media europea. Pero la genealogía de la consociación se remonta a La República de Marco Tulio Cicerón.
Un primer conato de rebeldía lo encarnó el nadaísmo, que sacudió sacristías y catedrales. Tuvo por abuelo a Fernando González y como padre a Gonzalo Arango, quien procesó en el suelo antioqueño el humanismo agónico del existencialismo sartreano en unión libre con Simone de Beauvoir. Esta “verdolaga” cundió por todo el país y soliviantó los ánimos de la joven generación hastiada del Frente Nacional y sus corifeos políticos y literarios. De ese modo, estableció un saludable contrapunto con el modernismo elegante de la revista Mito, representado en la dupla de Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus, apadrinados por Pedro Gómez Valderrama, Hernando Téllez y Hernando Valencia Goekel.