Ciencia Política
2389-7481
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v17n33.103855

Del Campo Bonilla, H. (2020). Excomulgados. Crónica de un momento del movimiento estudiantil en la Universidad del Cauca (1979 – 1981). Popayán: Universidad del Cauca Cauca. 232 pp.

J. Jaramillo,

Profesor de la Corporación Universitaria del Meta

Resumen

En la mañana del 29 de abril de 1980, cerca treinta de estudiantes de la Universidad del Cauca ingresaron a la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, ubicada en el costado sur del Parque Caldas de Popayán. Sin el consentimiento del arzobispo, los estudiantes se instalaron en el recinto sagrado por varios días, configurando lo que, en el argot popular, se conoce como una “toma”. El acto tuvo efectos en la sociedad payanesa. “Hay que entender que eso fue un acontecimiento histórico a nivel local, regional y nacional […] por las implicaciones del hecho”, observó un testigo, quien, para dar consistencia a su afirmación, recordó que el suceso se había registrado en una ciudad con una profunda tradición católica, y lugar de residencia de una elite “blanca” que presumía—todavía lo hace—poseer un abolengo colonial. “Tomarse” la basílica era, por lo anterior, un acto que desafiaba la estructura poder local.

La prensa de la ciudad—pieza clave en el funcionamiento del ordenamiento social—puso sus páginas a disposición de las autoridades oficiales, difundiendo una interpretación parcializada de lo sucedido. No faltaron los reclamos de los fieles católicos, quienes juzgaron el hecho como un sacrilegio que demandaba de las autoridades católicas de Popayán medidas firmes. El arzobispo Samuel Silverio Buitrago, en comunicado de prensa, no dudó en considerar la toma del máximo recinto católico de los payaneses como un acto de profanación que constituía un atropello a Dios y al “pueblo católico del Cauca”. Los “invasores” del templo, a juicio del arzobispo, habían cometido un “atentado terrorista”. De manera que la excomulgación se esgrimió como una amenaza de castigo si los estudiantes se rehusaban, en lo inmediato, a abandonar la basílica.

Cierto es que también hubo manifestaciones de simpatía y apoyo a la acción de los estudiantes. En momentos de tensión, cuando surgían rumores de que sectores afines a corrientes políticas conservadoras pretendían ingresar a la edificación para sacar por la fuerza a los ocupantes, unas letras acompañadas de música se hicieron fuerza entre la multitud que se había congregado, con el paso de las horas, en las afueras de la edificación. Lo que se cantaba era lo siguiente:

Ayer que estuve en el parque

los estudiantes estaban

fuera de la catedral

otros de adentro gritaban

porque estamos con el pueblo

estamos en la catedral.

Y las muchachas dijeron:

eso sí que no está mal

Porque estamos como estamos

con tanta mediocridad

que sostiene este gobierno aquí en nuestra universidad,

que expulsa a los estudiantes cuando dicen la verdad,

y si las bases apoyan cierra la Universidad.

Sabueso cara de perro nunca vuelvas por aquí,

porque si otra vez te veo te convierto en maniquí.

Cuatro días después, el 3 de mayo, los estudiantes abandonaron el templo siguiendo los pasos consignados en un plan de escape que permitió burlar a las autoridades policivas. La decisión del retiro estuvo condicionada al compromiso del gobernador del Cauca, Gilberto Cruz, de obtener recursos económicos para adelantar o concluir obras de interés social (canalización del río Ejido, iluminación de ciertos espacios públicos), cumplir los acuerdos firmados entre la gobernación y varios sindicatos locales y mediar en un conflicto estudiantil en un colegio de la ciudad. Además, se comprometía el mandatario a recibir en su despacho una comisión conformada por estudiantes que participaron en la toma de la catedral, con el fin de exponer lo que denominaban “la problemática de la Facultad de Humanidades y de la Universidad del Cauca”.

¿A qué problemática se hacía referencia en el acuerdo que puso fin a la toma de la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción? La respuesta al interrogante nos remite al segundo semestre de 1979. Por esa época, la Universidad del Cauca—especialmente en ciertos programas académicos—adolecía de dificultades que ponían en riesgo la calidad académica. La frágil planta profesoral, el ausentismo de que hacían gala ciertos docentes y la débil calidad de la enseñanza, eran tres de los más visibles problemas que debían sortear los estudiantes en los periodos semestrales.

Para el segundo semestre de 1979, los estudiantes del programa de Antropología perdieron la paciencia con un profesor de nombre Manuel José Guzmán, acostumbrado, semestre tras semestre, a un injustificado ausentismo de las aulas, configurando lo que, con razón, los estudiantes definían como un “fraude”. Cansados del descarado comportamiento del docente, los afectados pusieron su queja ante el Consejo de Facultad y solicitaron no el cambio, sino el despido del profesor. El reclamo llegó hasta el Consejo Superior Universitario, que, en resolución emitida en octubre del mismo año, desatendió el pedido de los estudiantes, al juzgar que la solicitud estaba acompañada de un procedimiento de intimidación y ultraje inaceptables. Además, impuso la matrícula condicional a cada uno de los estudiantes involucrados en el reclamo.

La medida adoptada por el máximo organismo universitario no surtió el efecto esperado, ya que los estudiantes continuaron manifestando el rechazo a la presencia del profesor Guzmán en las aulas. De manera que el Consejo Académico, en cabeza del rector Gerardo Bonilla, en sesión celebrada el 28 de diciembre de 1979, no solo actuó en defensa del profesor acusado (quien estuvo presente en la reunión), sino que, además, procedió a aplicar sanciones más drásticas a quienes, con su comportamiento, se habían atrevido a cuestionar el “ordenamiento interno” del programa académico: expulsó a diecisiete estudiantes (seis mujeres y once hombres) y, de paso, impuso matrícula condicional por término indefinido a todos los estudiantes de la Facultad de Humanidades, lo que configuró un hecho inédito desde todo punto de vista.

La medida, impugnada por los estudiantes, fue ratificada dos meses después por el mismo organismo directivo de la universidad. Fue en ese momento cuando surgió la idea de ocupar la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, con el fin de extender la denuncia a la ciudadanía de lo que, a juicio de los estudiantes, había sido una medida arbitraria tomada por el rector Bonilla. Tiempo después, en el segundo semestre de 1981, ocho de los diecisiete estudiantes expulsados pudieron retomar sus estudios, aunque con matrícula condicional y con la obligación de “observar intachable conducta”.

El recuento de los hechos que aquí se recogen—que conjugan situaciones de diverso tenor, como el abuso de poder de las autoridades universitarias, en muchos casos amangualadas con profesores mediocres a quienes se protege a como dé lugar—ponen de manifiesto a qué se debían enfrentar los estudiantes de ciertas universidades colombianas en un momento en que, por cierto, se surtían aún los efectos del Estatuto de Seguridad, bajo el cual se amparaba toda clase de medidas represivas para atemperar los ánimos de los universitarios, a quienes ciertos sectores de la sociedad consideraban de manera recurrente como una amenaza al orden político y la estabilidad social.

Estos hechos, por cierto, han sido narrados en un libro por el antropólogo Héctor del Campo Bonilla, profesor de la Universidad del Cauca y protagonista de los mismos—fue uno de los diecisiete estudiantes expulsados de la universidad que participó en la toma de la catedral—, y quien, a su manera, ha hecho suyo el postulado de Paul Ricoeur del deber de memoria como deber de no olvidar. En efecto, y en atención a esa responsabilidad ética de la que habla Ricoeur, hoy se tiene la posibilidad de conocer, a la luz de la interpretación del autor, cuál fue el origen y desenlace del conflicto estudiantil que se registró entre 1979 y 1981 en Popayán, identificando los factores determinantes (institucionales, educativos, generacionales, emotivos) que, de conjunto, ocasionaron el mentado suceso en la Universidad del Cauca.

El libro, estructurado en diecisiete capítulos brevísimos, contiene además un texto de corte etnográfico sobre el contexto cultural universitario en el momento del conflicto, dos anexos documentales y un archivo fotográfico con imágenes de prensa que recrean distintos momentos y circunstancias del suceso narrado. Antes que ser un ejercicio académico con pretensiones teóricas y metodológicas, el libro es una apuesta narrativa por desempolvar un hecho del pasado a partir de un ejercicio de recuperación de la memoria. Como el autor lo refiere en la presentación, no es una tarea fácil, ya que no pocos de los protagonistas de aquella historia “han fenecido para infortunio de la memoria”, y los archivos institucionales y privados de que se dispone son precarios (o porque fueron destruidos o porque se negó su existencia por parte de quienes pudieron haber conservado registros escritos de lo que ocurrió). Precisamente, construir un archivo para la investigación fue el reto más importante que tuvo Héctor del Campo, debiendo desplegar parte de su energía en la ubicación de documentos de carácter institucional (resoluciones administrativas, comunicados), tarea que combinó con el registro de noticias en la prensa local (aunque bien pudo haber indagado en la prensa de cobertura nacional cómo se informó de la toma de la catedral y el conflicto universitario, lo cual hubiese permitido “sacar” el acontecimiento de su provincianismo). Es de señalar que el autor también realizó entrevistas a estudiantes de la época—hoy profesionales formados en distintas áreas de conocimiento—que tomaron parte o fueron testigos de lo ocurrido.

El tratamiento que Héctor del Campo hace de la información recopilada da muestras de su sentido de responsabilidad ética con el suceso mismo, con los protagonistas y con los posibles lectores del libro. Lejos de narrar una historia “épica” e hiperbolizada, el libro busca “recuperar”, ya lo dijimos, un acontecimiento sin la pretensión de convertir la interpretación del autor en la “verdad oficial”, y mostrar a quienes tomaron parte en los acontecimientos como seres de carne y hueso (humanos, demasiado humanos) que renunciaron al silencio ante un acto que fue considerado injusto.

Por tratarse de un ejercicio de investigación que vuelve al pasado para recrear un conflicto estudiantil que se registró en una universidad de provincia al finalizar la década de los setenta, el libro adquiere una importancia especial que, a mi juicio, nos advierte que si bien ya había pasado el auge de la gran movilización estudiantil de comienzos de esa década y que, en algunos casos, se proyectó hasta 1976 (como sucedió en la Universidad Industrial de Santander), los conflictos estudiantiles se siguieron registrando en Colombia por asuntos que, como en el caso de la Universidad del Cauca, respondían a dinámicas de carácter local. Lo que ocurre, y aquí de nuevo resalto el valor de este libro, es que luego del movimiento estudiantil de 1971 la producción académica sobre las protestas estudiantiles evidenció un decrecimiento que se ha traducido en un desconocimiento del tema, algo que está en mora de ser revisado y resarcido con más investigación, en clave de comprender cuál pudo haber sido el comportamiento de los universitarios en la vida pública del país o, si se prefiere, cuáles razones movilizaron a los estudiantes en el transitar de los años setenta a la década siguiente de la pasada centuria.