Ciencia Política
1909-230X
2389-7481
Universidad Nacional de Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v12n24.63674

Recibido: 28 de marzo de 2017; Aceptado: 13 de mayo de 2017

Del Estado de excepción de Agamben al Estado de excepción en Colombia: una posibilidad de comprensión

From Agamben State of Emergency to Colombian State of Emergency: A Possibility of Understanding

J. López, 1

Universidad El Bosque, Bogotá, Colombia jclopezh@unbosque.edu.co Universidad El Bosque Universidad El Bosque Bogotá Colombia

Juan Carlos López Herrera

Licenciado en Educación y Ciencias Religiosas (Universidad Pontificia Bolivariana), Teólogo (Pontificia Universidad Javeriana), Magíster en estudios culturales (Pontificia Universidad Javeriana), Candidato al doctorado en filosofía (Universidad Nacional de Educación a Distancia-España), Docente-Investigador en el Departamento de Humanidades de la Universidad El Bosque.

Resumen

El siguiente artículo busca abrir la posibilidad de pensar la realidad del conflicto colombiano desde nuevas categorías conceptuales, específicamente las que propone Giorgio Agamben, no para encajar forzosamente los hechos a la teoría, sino para abrir nuevas posibilidades de comprensión de la tragedia humana que ha vivido (y sigue viviendo) Colombia en términos de pérdidas humanas (políticas de muerte), de falta de condiciones de una vida digna de ser vivida y de una existencia que es más zoé (mera existencia desnuda, despojada de dignidad) que bios (vida en comunidad política). El texto plantea, además, la duda de si el Estado colombiano se ha constituido en Estado de excepción como modo normalizado de establecer su hegemonía social y política.

Palabras clave

Agamben, biopolítica, bios, conflicto colombiano, Estado de excepción.

Abstract

The following article seeks to open the possibility of thinking the reality of the Colombian conflict from new conceptual categories, specifically those put forth by Giorgio Agamben, not necessarily to force the facts into the theory, but to open new possibilities of understanding the human tragedy that Colombia has lived (and continues to live) in terms of human loss (death policies), of lack of conditions to live a dignified life and of an existence that is zoé (barely existence, stripped from dignity) rather than bios (life in political community). The text further proposes the question of whether the Colombian State has become an everlasting State of Emergency that employs it as a normal mode of establishing social and political hegemony.

Keywords

Agamben, bio-politics, bios, Colombian conflict, State of Emergency.

Pensar con Agamben

Una crítica siempre válida cuando utilizamos categorías de pensadores foráneos para hacer análisis de campos de inmanencia, espacios contextuales específicos, es que se pueden forzar los conceptos para hacerles decir lo que queramos en cuanto al lugar analizado. Y no sólo eso, es posible que se acuse al investigador de caer en el colonialismo epistemológico por ser incapaz de crear categorías propias que den cuenta de lo que está viendo, al menos categorías locales sin necesidad de “importarlas” de los lugares hegemónicos de la intelectualidad. No diré que son objeciones inválidas, de hecho, ponen a pensar a cualquier investigador que se precie de honestidad intelectual. Aun así, ninguna categoría intelectual, por más foránea y hegemónica que sea, queda sin ser transformada al ponerla en contacto con la realidad material con la que es puesta en choque. Los conceptos se ensanchan, se enriquecen, se desdoblan, y permiten que la realidad pueda decir nuevas cosas a través de ellos. No hay pureza conceptual, lo mejor de los conceptos es que pueden contaminarse de experiencias históricas que hacen que se puedan narrar de una u otra manera.

Bajo esta premisa me he acercado a Agamben, pero no para quedarme con él y hacer de su filosofía un ejercicio especulativo que si bien puede ser válido, quizá no me permita pensar el contexto en el que me encuentro: Colombia y su realidad social y política. Hay un intercambio entre el concepto que pretende hacer un análisis de la realidad y esta que se deja interpelar por las coordenadas del contexto.

El valor del pensamiento agambeniano radica en la posibilidad de pensar la política desde prácticas que sospechábamos que habían quedado en el pasado pero que quizá siempre permanecieron allí, ejemplo de esto es decir que todo el ejercicio del gobierno en Occidente es una emulación del concepto cristiano de “Providencia” (Agamben, 2008), y que quizá el ejercicio de la política occidental tiene más de teológico que lo que el cientista político estaría dispuesto a admitir, al menos a priori. Al interesarse Agamben por el terreno de la teoría biopolítica ha permitido elaborar preguntas sobre las intenciones del poder, sobre el manejo que este poder le da a la vida, sobre la vida humana desnudada y una serie de sucesos que parecieran confirmar que la humanidad está cada vez más controlada, clasificada, cuantificada y productiva, que aún se encuentra en coordenadas de proyectos de muerte.

Quizá uno de los elementos teóricos de más relevancia es que la vida entendida como bios deja de ser el contexto donde se celebra la política (como escenario de lo público), el goce estético, la razón, el diálogo, etc. La vida (bios) tiene una forma y en ella se halla su sentido: Agamben llama a esto forma-de-vida, es decir, una vida que no se puede separar de su manera en cuanto en el modo de vivir se juega su propia existencia. Si a esta vida se le quita dicha forma no tiene ningún sentido vivirla y a partir de ahí nada se sigue más que la muerte. Pensemos en un artista o en un campesino arraigados a su contexto vital y que, por alguna razón, se ven arrancados violentamente de este, una vida después de tal mutilación no vale la pena vivirla (Agamben, 2000). Esta existencia deja de ser bios y pasa a ser zoé: la vida meramente biológica, sin ningún atractivo más allá del hecho de que se puede disponer de ella como “mercancía” sujeta al canje, en otras palabras, no tiene forma más allá de su mero vivir. Tal vez Agamben va más allá que otros pensadores del tema, como el mismo Foucault, y ve en la biopolítica no solo una categoría teórica, sino una especie de núcleo articulador que podría ayudar a entender toda la filigrana que ha constituido el poder, al menos en el mundo occidental:

La tesis foucaultiana debe ser corregida, o al menos completada, en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente, al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bios y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación. (Agamben, 1998, pp. 18-19)

La posición de Agamben pone en relieve esa línea difusa de diferencias entre una vida meramente biológica (zoé) y la vida como acto político, que termina siendo un drama sobrecogedor a medida en que el valor de la vida es radicalmente relativizado. Planteado de tal manera, el problema de la vida se convertiría en un tema ineludible de la filosofía política contemporánea y exige que se analice sobre lo que está ocurriendo con el mundo que nos ha correspondido. Pareciera que esa vida digna de ser vivida, esa forma-de-vida, se convirtiera en un concepto central y útil dentro de las formas hegemónicas del poder pues cada vez escasea la vida vinculada radicalmente a su forma y lo que resta es la mera supervivencia. Las tecnologías del poder le apuntarán a cómo hacer para que la soberanía, entendida como dominio sobre la vida y la posibilidad explícita de dar muerte, se haga visible y materialmente distinguible en las vidas a vivir. Es decir, será aún más tangible el ejercicio del poder sobre la existencia, el poder viene a ser una percepción más inmediata.

Planteada de esta manera, la vida quedará enmarcada dentro del campo de la excepcionalidad. Para que tenga validez-valor ha de estar configurada en la fragilidad de la pérdida: “si algunas vidas se pierden es para que otros puedan salvar la suya”. Si bien la vida es frágil per se, transformarla en una vida meramente biológica lo hará aún más. Se convierte así en un proceso que trasciende dentro del régimen de la excepción. La idea de excepción y/o excepcionalidad es dentro de este campo la que a mi modo de ver contiene una fuerza inusitada, Agamben pone de presente lo sucedido en los campos de concentración nazi, la radical capacidad para hacer que la vida del otro sea una vida sacrificada sin ninguna objeción: se incluye en un espacio donde no hay ley, donde lo impensable tiene lugar para poderla excluirla de manera tajante, anulada bajo cualquier pretexto, sometida para que la estructura estatal pueda permanecer. De manera escandalosa se hace evidente cómo en las democracias occidentales el Estado de excepción, que no es otra cosa que la suspensión de la norma por razones de Estado (raison d’ état), se convierte en el so-porte de todo el engranaje político contemporáneo (Agamben, 2003). Es el soberano, quien se supone que defiende y encarna la ley, quien puede hacerla trisas, monta su poder en la paradoja más absurda y a la vez la más común.

Nótese cómo desde el atentado del 11 de septiembre aquellas prácticas que dieron lugar a la “guerra contra el terrorismo”, en el mandato del presidente norteamericano George W. Bush, se sustentaron en nombre de la libertad y la democracia, pero al precio de arrasar con varios de sus elementos estructurales: “La novedad de la ‘orden’ del presidente Bush consiste en eliminar radicalmente cualquier estatuto jurídico para determinados individuos, produciendo de esta forma un ser jurídico innombrable e inclasificable” (Agamben, 2003, p. 10). Aquí la excepción no con-firma la regla, sino que se convierte en la regla. Socavar la democracia para poder sostenerla, sustraer la libertad para poder conservarla. Una serie de paradojas y contradicciones que al final solo dejan más confusión y cierta percepción de sinsentido.

Agamben piensa el Estado de excepción como una figura central en los estudios de la política contemporánea que permite comprender una serie de fenómenos y coyunturas sobre lo que pasa en el contexto contemporáneo del mundo occidental. El Estado de excepción no parece ser precisamente una irregularidad o anomalía dentro de las estructuras políticas de los Estados regidos por las democracias liberales, parece constituirse en una regla que entraña un oxímoron. Casi como si la democracia contuviera un peligro en sus mismos fundamentos y hubiese que preservarla de ella misma por medio del “as bajo la manga” que resulta ser esta figura jurídica. Esa excepcionalidad que parece subyacente, aunque no del todo, evoca a su vez el pensamiento de Arendt: “Lo que asusta de la ascensión del totalitarismo no es la novedad del fenómeno, sino el hecho de que haya puesto en evidencia la ruina de nuestras categorías de pensamiento” (Arendt, como se citó en Morin, 1985, p. 20). Ese espíritu de la alteración que pareciera reposar en el Estado de excepción encarna un peligro ya conocido, el cual es bastante posible repetir.

Pensar en Colombia

A partir de dichas consideraciones cabe preguntar si la categoría del Estado de excepción podría ser una herramienta conceptual pertinente para pensar el contexto colombiano. Si bien el origen del término es eminentemente jurídico, creo que ha traspasado esa consideración; de hecho, Agamben, en su exquisito gusto por la etimología, invoca el origen del término y la introducción que hace Schmitt de él:

En su Teología política (1922), Carl Schmitt estableció la contigüidad esencial del Estado de excepción con la soberanía. Sin embargo, aunque se ha comentado muchas veces la famosa definición del soberano como ‘aquel que decide sobre el estado de excepción’, se carece en derecho público de una verdadera teoría del estado de excepción… si la excepción soberana es el dispositivo original mediante el cual el derecho se refiere a la vida para incluirla en el propio gesto según el cual suspende su ejercicio, entonces una teoría del estado de excepción es la condición preliminar para comprender la relación que une lo vivo con el derecho. (Agamben, 2003, p. 57)

Agamben parte de la reflexión jurídico-teórica para llegar al efecto social y biopolítico de la excepcionalidad. No pretendo hacer una mera transcripción descontextualizada de términos ni mucho menos una aplicación per se del Estado de excepción a lo que sucede en nuestra coyuntura dado que la experiencia histórica del estado europeo quizá es otra, pero los elementos comunes no son una pieza para desperdiciar. Me refiero al monopolio de la fuerza, al uso racional de la violencia, el papel de regulador en varias de las actividades sociales y sobre todo el supuesto garante de los derechos de los ciudadanos. Quizá es necesario, a partir de esta categoría conceptual, preguntar si es posible comprender nuestro contexto y comprendernos mejor a partir de la “excepcionalidad”.

Es tarea de quien filosofa y quien investiga hacer nuevas preguntas, recurrir a las disquisiciones que han hecho otros como caminos recorridos previamente que no se deben desconocer. Porque comprender puede ser el inicio de una transformación si se entiende al menos de la siguiente manera: “Comprender es una actividad sin término, que nos permite conocer la realidad, que se halla en continuo cambio y transformación, y reconciliarnos con ella. Es decir, mediante ella intentamos sentirnos en casa en el mundo” (Arendt, 2010, p. 15). No se puede transformar significativamente lo existente sin conocerlo. Quizá sea posible mirar el contexto nacional desde el Estado de excepción y eso nos permita acercarnos a otras posibilidades de conocimiento.

Tal vez no sea descabellado pensar a Colombia como un país que habita la crisis, donde la norma está escrita y en los textos jurídicos se queda, donde el horror se ha vuelto tan cotidiano que termina creando una población indiferente frente al dolor ajeno, donde la política deja de ser el espacio para la discusión pública y se convierte en el botín de la codicia de unos pocos. Un lugar en el que la Constitución Política de Colombia consagra unos derechos que son burlados sistemáticamente en cabeza del mismo Estado, como lo atestigua la percepción del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en donde:

[se] mostraron inconformes y decepcionados por las medidas que el país ha tomado para proteger a sus ciudadanos en estos temas. Llamaron la atención especialmente en las problemáticas relacionadas con el conflicto armado interno, el paramilitarismo, la criminalización de la protesta social, la libertad de expresión y de prensa, los derechos de las mujeres y la justicia transicional. (“Colombia se ‘raja’ en el examen de derechos humanos de la ONU”, 2016)

Sobre esta serie de problemas se han hecho variadas lecturas, desde los violentólogos de décadas anteriores hasta los analistas políticos de la coyuntura. Sin embargo, considero que la teoría biopolítica, particularmente la de Agamben, podría abrirnos horizontes de comprensión que pueden hacernos ver el conflicto colombiano desde otras aristas. El Estado nacional, llamado a proteger los derechos de las gentes, termina siendo otro actor más del conflicto que robustece una violencia que parece no tener fin. Aun cuando se haya firmado los acuerdos de paz, en lo corrido del año 2017 (febrero) trece líderes sociales han sido asesinados (Osorio, 2017)

Habría que pensar esa excepción del Estado garante que no cumple su función elemental de garantizar los derechos fundamentales de la población como un modo sistemático y específico de aparecer en el juego político nacional. No es posible decir que es lo único que hace, pero parece mayor su visibilidad en no cumplir su papel específico. Pensadas así las cosas es posible que esto pueda darnos otras perspectivas de lo que acontece en el país, esto permitiría una comprensión más aproximada de la realidad, otra mirada que posiblemente no habíamos considerado lo suficiente. Como lo sugiere Arendt: “El resultado del comprender es el sentido, que vamos engendrando a lo largo de la vida, en la medida en que intentamos reconciliarnos con aquello que hacemos o sufrimos” (2010, p. 15). Se puede deducir que no se trata únicamente de comprender para satisfacer una vanidad académica, se trata de comprender para saber cómo y por qué padecemos (pathos).

Agamben caracteriza el Estado de excepción con la necesidad de dar cuenta de la responsabilidad que tienen los hombres y mujeres de su tiempo al evitar que vuelva a suceder un horror igual al de los campos de concentración. Esa misma convicción deberíamos tener como sociedad colombiana, y más aún como aquellos que tenemos por vocación el arte de construir nuevas preguntas, de pensar para abrir el espacio a otras posibilidades e ir más allá de lo dado. Se pregunta para abrir nuevos caminos, nuevos horizontes de significado y cuestionar los existentes, y desde allí viabilizar otros mundos, de allí lo dinámico de preguntar.

Agamben compara la política occidental con el dispositivo que utilizaron los nazis para agrupar y liquidar a los judíos: el campo de concentración. Por esta comparación ha sido criticado duramente, pero quizá para quien ha sufrido la muerte y ha sentido despreciada su existencia tal vez no sea tan hiperbólico el tema. Los horrores pueden compararse más allá de las cifras de muertos o de la forma como operan las estructuras políticas de opresión.

Esa lectura política agambeniana sobre los campos de concentración (Agamben, 2000), al menos así lo pensaría yo, no es ajena al conflicto colombiano en cuanto hablamos de seres humanos que han sucumbido bajo las máquinas de guerra y la muerte que convive junto a la indiferencia de otros humanos que prefirieron responder solo con olvido. He aquí un elemento que puede ser novedoso: la costumbre de la violencia. Todas las muertes bajo el régimen nazi no despertaron ninguna solidaridad del pueblo alemán con la población perseguida (judíos, gitanos, testigos de Jehová, disidentes), es más, aceptaron la “metáfora biológica” que presenta a esta parte de la población como un virus que debía ser erradicado. Insisto, lo más complejo es la incapacidad de la sociedad alemana para sentir algún tipo de solidaridad con estos grupos poblacionales (Gellately, 2002).

La función del Estado que regula y que protege a sus ciudadanos es reemplazada por un Estado que, en el caso de Alemania, no reconoce a los judíos y a los disidentes como ciudadanos, y que los persigue hasta verlos desaparecer. Por otro lado, vemos la situación del Estado colombiano, que en el mejor de los casos es indiferente frente a las situaciones trágicas de los suyos, y que, con su ausencia, exacerba la violencia y no facilita las condiciones de una vida digna ni tiene un interés estructural por las poblaciones vulnerables. Ahora bien, en el peor de los escenarios, el Estado colombiano ha facilitado condiciones de posibilidad para que el terror y la supervivencia sean una forma de vida (falsos positivos, desaparición de opositores, interceptaciones ilegales, etc.).

No soy el primero en hacer esta comparación. Sin duda los dos casos tienen elementos particulares que los diferencian, pero como analogía es más que válido:

Nunca me imaginé que la pregunta sobre si el pueblo alemán sabía lo que sucedía con los judíos vendría a tener una respuesta en la propia experiencia del exterminio sistemático en Colombia. La respuesta resulta pasmosa: el silencio y la indiferencia frente al sufrimiento y la desgracia humana encuentran explicación más en la cómplice cobardía, el miedo y la apatía que en el desconocimiento de lo que sucede. Luego de observar la actitud del pueblo colombiano ante las permanentes masacres de campesinos, el desplazamiento de miles y miles de personas como estrategia militar estatal y paraestatal, y la guerra sucia que se libra hace años, creo que el pueblo alemán de entonces no sólo sabía, sino que también, por razones de conveniencia, de complacencia o de complicidad, se mantuvo en silencio frente al destino de millones de personas. (Arango, 2002, p. 15)

Y esa comparación es válida no solo por las pérdidas humanas sino por la manera en que el Estado funciona y esquilma las leyes y la norma para hacer de la excepción la regla que domina la vida pública y privada. Se materializa la aporía de incluir-excluyendo, es decir, se arropa a los individuos sospechosos bajo una legalidad que no tiene que responder a nadie porque está fuera de la ley. Suspendida la norma es posible hacer de todo, incluyendo el horror. En este Estado hay unas vidas que importan y que se cuidan, y otras que serían la pura vida desnuda y biológica, de la que se puede disponer sin objeción alguna. El Estado no es solo represor, sino que además posibilita la producción de cuerpos dóciles al servicio de regímenes de saber y poder; crea y recrea formas de consumo, encarcela y también libera, establece instituciones que producen la verdad, etc. (Foucault, 2009).

Hay vidas que al Estado le interesa proteger, por ejemplo, se puede observar en el caso de las Fuerzas Armadas colombianas que históricamente han protegido a los sectores más opulentos de la sociedad a costa de descuidar a otros o incluso ejecutarlos, como dice Borrero Mansilla al respecto de los “falsos positivos”: “[…] se fabrica con premeditación, (y) ya no es la acción desesperada que recurre a la falsedad para encubrir la equivocación. Ahora es un asesinato en todo el sentido de la palabra, cometido para lograr una prebenda” (Borrero, 2014). Se da muerte a unos para que puedan vivir otros.

En la medida en que el Estado colombiano no ha sido capaz de garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos ni ha podido hacer presencia en todos los rincones de la nación ni, sobre todo, ha sido competente para funcionar como elemento regulador sino como actor y combustible de la violencia, se ha convertido en un Estado de excepción. La vida de un grueso número de ciudadanos es una vida desnudada, puede ser sacrificada sin que nadie tenga que dar cuenta de ello. Usando el símil del homo sacer, figura que aparece en el derecho romano arcaico y que Agamben utiliza como metáfora de lo que tal vez hoy ocurra: un individuo sacrificable a los dioses y que bien se le puede dar muerte ya que su existencia está justificada solo en cuanto que su muerte era para dar vida a quienes lo sacrificaban (Agamben, 1998).

La vida como tal está permanentemente expuesta al poder de la muerte, la vida desnuda puede sucumbir en cualquier momento. Para morir sólo se necesita estar vivo. Cuando la vida se hace bios, comunidad política, se hace imperativo protegerla como fundamento. Los sujetos entregan el poder al Estado para resguardar la vida, para protegerla:

La puissance absolue et perpetuelle [la potencia absoluta y perpetua], que define el poder estatal no se funda, en último término sobre una voluntad política, sino sobre la nuda vida que es conservada y protegida solo en la medida en que se somete al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley. (Agamben, 2000, pp. 14-15)

El poder del Estado radica en tener control sobre la vida, acceder a modificar las condiciones de la existencia misma, de excluir y de incluir, y de reconocer a los sujetos como sujetos políticos. Los puede incluir como sujetos productivos al servicio del régimen de saber y poder, pero también de excluirlos en la medida en que los puede aniquilar de ser necesario para que pueda sostenerse un sistema que produce y reproduce estas mismas condiciones. El solo hecho de tener la potencia de reconocer quién es ciudadano es una práctica que da lugar al binomio inclusión-exclusión.

Al pensar este concepto para la situación colombiana se articulan varias cosas. Por un lado, las prácticas objetivas de violencia del Estado colombiano como la represión, las políticas sociales que favorecen a pequeños sectores de la sociedad, el robustecimiento del presupuesto en las fuerzas militares en detrimento de lo social, entre otros. Pero por otro lado, las prácticas de ausencia: el Estado no llega a todos los lugares, no construye políticas robustas de desarrollo social, favorece con su distancia la aparición de para-estados, etc. Al no haber condiciones que den paso a una vida digna y al quedar la población civil a merced de quienes hacen cumplir sus objetivos a la fuerza se genera una violencia sistemática y una cultura de la indiferencia frente a problemas sociales y frente al valor de la vida:

Por otra parte, los estudios sobre la violencia varían según su explicación se centre en el estado o en la sociedad: para unos, la violencia, sea política o social, tiene que ver con la negación del estado para reconocer la pluralidad. Para otros, la violencia tiene que ver con una sociedad que no se reconoce en el estado, ni lo acepta como tercero en discordia para dirimir sus conflictos. Por ejemplo, para Daniel Pécaut la violencia tiene que ver con los abusos de un estado omnipotente más que con los espacios vacíos que el Estado deja en la sociedad, que queda librando a la propia dinámica de fuerzas contrapuestas. (González, 1999, p. 4)

Es aquí donde me permito aplicar la categoría del “Estado de excepción” a la realidad colombiana, un Estado donde él mismo parece suspendido y parece flotar de manera etérea, pero que en su constitución estructural permite librar, de manera permanente, una guerra que no tiene normativas, o al menos sus normas solo quedaron inscritas en el papel. La guerra, que debe ser un periodo interregno mientras se define qué bando domina, se convierte en una anomalía estructural. La paz viene a ser la verdadera excepción.

Siempre hay posibilidades

En los estudios de ciencia política y de filosofía política contemporánea se ha acuñado el término “Estado fallido” y se ha definido “como aquellos [Estados] que no están en condiciones de ejercer el monopolio legítimo de la violencia, y, por tanto, de proveer a sus ciudadanos de los beneficios del Estado” (Fernández, 2005, p. 607). Si bien es valiosa e interesante la categoría para pensar más de cerca a Colombia, el concepto del “Estado de excepción” tiene más soporte desde una concepción agambeniana, ya que se justifica la suspensión de la regla para poder sobrevivir y su política de la vida se centra en la degradación de la vida misma, en tener el poder de hacer de toda clase de vida una vida desnuda. Tiene una operatividad de la muerte mucho más potente que el de estado fallido.

El Estado colombiano, sin duda con otros actores en paralelo no me-nos importantes, ha hecho de las masacres, del desplazamiento, de la impunidad, etc., una tecnología de la vida. Los demás actores del conflicto reconfiguran sus posiciones de poder en el reacomodamiento de ciertos sujetos en ciertos territorios para poder ejercer sus dinámicas de ordenamiento social, pero el Estado colombiano no es un espectador de la desgracia sino uno de sus más protagónicos partícipes:

Nos sentimos alarmados ante la información que surge de un país donde el número de desplazados, torturados, asesinados y presos políticos crece de la mano de la negación del conflicto armado interno y de las políticas gubernamentales contempladas en el plan de la Seguridad democrática, el plan Colombia, y su continuación el Plan Patriota, así como la Ley de Justicia y paz que incumple todos los estándares internacionales de verdad, justicia y reparación. (Carrillo y Kucharz, 2006, p. 44)

El anterior fragmento, que proviene del texto Colombia: Terrorismo de Estado, permite inferir que el Estado colombiano, además de no cumplir su propósito de salvaguardar la vida de los ciudadanos, ha creado unas condiciones del horror que hacen inviable una sociedad con unos mínimos elementos democráticos, es una democracia simulada. O a lo mejor la categoría de la “necropolítica”, acuñada por Mbembe (2011), explique mejor esa necesidad del Estado de estar separando quiénes pueden vivir y quiénes no. Si bien el poder es creativo, establece verdades, abre horizontes de comprensión, piensa en nuevos regímenes de saber como dice Foucault (2000), hay un rostro radical de la biopolítica y es el de la segregación de aquellos que deben vivir y de los que tienen que morir. Es cierto que hemos interiorizado la norma y es perceptible que en las sociedades post-industriales el control se ha instalado en las mismas conciencias, pero esto no es impedimento para dejar de intervenir sobre la muerte como una manera concreta de incidir sobre las prácticas sociales o como una tecnología de gobierno que no cesa y deja visible dónde se hallan las condensaciones del poder; un poder que hace morir: “La soberanía consiste en ejercer un control sobre la mortalidad y definir la vida como el despliegue y la manifestación del poder” (Mbembe, 2011, p. 12). No se trata solo de recrear la vida sino de hacer que la muerte sea una manera de cuantificar quién detenta ese poder y cómo se puede ejercer.

Sin embargo, ese Estado de excepción, esa biopolítica radical y necrótica es un reto. Aun cuando el panorama parezca oscuro, es necesario repensar el Estado, asumir históricamente desde dentro y desde fuera cuál es la relación de ese Estado con sus ciudadanos. Eso solo es posible cuando todos los que han (hemos) contribuido a convivir pasivamente con un Estado de excepción empecemos a pensarnos de otra manera. Esa pasividad no ha hecho otra cosa más que sumirnos en letargo, impávidos en una muerte lentísima. Si creemos que la democracia aún es posible, entendida esta como el espacio para discutir lo público de manera plural y abierta, hay entonces herramientas para transformar ese estado: la academia, las organizaciones sociales, la educación popular, los medios de comunicación alternativos, etc.

Como nacionales no hemos reconocido de manera suficiente el pasado, toda esa política de muerte que se tolera silenciosamente no ha causado más que una indigestión profunda, comprenderlo y aceptarlo es el primer paso. El Estado no es un mero dador de beneficios, debería ser el garante de una vida mejor que pueda ser vivida, pero para ello es una condición sine qua non reconocer que la excepción se ha hecho ley, pero toda ley, incluso todo orden social y político, es susceptible de ser pensado de otra manera y que quienes aún confiamos en la democracia creemos que la muerte no tiene la última palabra.

Corresponde ahora pensar, cuál ha de ser el tipo de relación que debe construir el ciudadano con el Estado, qué tipo de sociedad exige un Estado en el que lo público es una estructura que no garantiza unos mínimos derechos que preserven un orden social. Pero por encima de eso, es urgente pensar qué posibles salidas existen, cómo construirlas, pensar en el pasado como un ejercicio didáctico que nos prepara para la no repetición de los ejercicios de violencia. Por lo tanto, exige que la vida no sea tratada nunca más como nuda vida (vida desnuda) sino como forma-de-vida, es decir, como vida que se realiza en sus maneras prácticas, en sus organizaciones sociales de existencia y de resistencia.

No es posible que a quienes hemos entregado la regulación de nuestra convivencia con los semejantes nos lleven al límite de vivir de manera oprobiosa. Sin duda eso exige que pensemos en la ciudadanía de otra manera, si es que aun esa categoría sigue teniendo el peso y la validez que “a priori” le concedemos. “El poder debe analizarse como algo que circula” (Foucault, 2000, p 27). Pero es necesario que se dinamice esa circularidad, en la medida en que se condensa y se concentra de manera absoluta favorece la excepcionalidad como arma de dominación. Es me-nester seguir pensando cuáles serían las posibles salidas a dicho monstruo que parece grande pero que si nos detenemos muy serenamente a observarlo no necesariamente lo es.

Acknowledgements

Reconocimientos

Este artículo es producto del trabajo de la línea de investigación “Biopolítica, prácticas y subjetividades” de la Maestría en estudios sociales y culturales adscrita al Departamento de Humanidades de la Universidad El Bosque. A su vez se articula con mi proyecto de tesis doctoral en filosofía de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia-España).

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Cómo citar este artículo: APA: López, J. C. (2017). Del Estado de excepción de Agamben al Estado de excepción en Colombia: una posibilidad de comprensión. Ciencia Política, 12(24), 265-279. MLA: López, J. C. “Del Estado de excepción de Agamben al Estado de excepción en Colombia: una posibilidad de comprensión”. Ciencia Política, 12.24 (2017): 265-279.