Ciencia Política
1909-230X
Universidad Nacional de Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v13n25.65250

Recibido: 12 de mayo de 2017; Aceptado: 30 de julio de 2017

Neoliberalismo democrático y deuda externa: lecciones del caso argentino

Democratic Neoliberalism and External Debt: Lessons from Argentina’s case

E. Castorina, 1

Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina. emicasto@gmail.com Universidad de Buenos Aires Universidad de Buenos Aires Buenos Aires Argentina

Licenciada en Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires (2001). MA y PhD en Ciencia Política en York University (Toronto, Canada); especialización principal en Teoría Política y Estudios de Desarrollo. Beca Post-Doctoral CONICET-Argentina (2010-2012). Investigadora del CONICET-Argentina. Docente y Jefa de Trabajos Prácticos de la materia Ciencia Política del ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires.

Resumen

El objetivo de este trabajo es aproximar una definición de neoliberalismo democrático que dé cuenta del poder estructural que tienen los capitales concentrados en las democracias actuales: un terreno de disputa de poder que tiende a institucionalizar desigualdades políticas en la medida en que instaura sistemas de toma de decisiones fuera del alcance y del control de las mayorías. En las llamadas “nuevas democracias”, entre las cuales el caso argentino es paradigmático, el endeudamiento externo condiciona los procesos de democratización. Por lo tanto, un breve análisis de la deuda externa, desde la dictadura militar hasta el reciente conflicto con los “fondos buitres”, intentará ilustrar el poder político del capital financiero, el cual se ha visto recientemente fortalecido por el ascenso al poder de un nuevo gobierno neoliberal.

Palabras clave:

Argentina, capitalismo, democracia, deuda externa, neoliberalismo.

Abstract

The aim of this paper is to approach a definition of democratic neoliberalism that takes into account the structural power of concentrated capital over democracy, a power that tends to institutionalize political inequalities in the decision-making process by locking-in the power gains of capital while locking-out popular control. Within the so called “new democracies”, among which Argentina is a paradigmatic case, economic development tied to indebtedness undermined the process of democratization. A brief analysis of the external debt -from the military dictatorship to the recent conflict with “vulture funds”, is meant to illustrate the growing political power of finance capital, now strengthened by the rise of a new neoliberal government.

Keywords:

Argentina, Capitalism, Democracy, External Debt, Neoliberalism.

1. Neoliberalismo democrático: una nueva forma de poder y disciplinamiento social

Dentro de las formas históricas de capitalismo, el neoliberalismo democrático se basa en una forma novedosa de contener las contradicciones internas propias del capitalismo; un sistema de poder que existe para producir y reproducir relaciones de poder y/o explotación mientras genera progresivamente derechos cívicos y políticos universales al mismo tiempo. En gran medida, la efectividad de las formas históricas de capitalismo democrático depende de la capacidad para contener o administrar sus contradicciones internas dentro de límites sociales y políticos viables, sin recurrir a la represión sistemática. Mientras el liberalismo del siglo XIX (tanto en su forma clásica como en su forma oligárquica en buena parte de América Latina) pudo resolver durante un tiempo sus contradicciones (excluyendo a las clases populares del juego político con sistemas electorales restringidos), la llamada “edad de oro” del capitalismo keynesiano, por el contrario, lo hacía incorporando política y socialmente a las masas trabajadoras ya sea mediante el Estado de bienestar o mediante los Estados populistas clásicos, articulando derechos sociales como forma de legitimidad política. El neoliberalismo democrático, sin embargo, instaura un nuevo y peculiar mecanismo: la politización dispareja de la sociedad, esto es, inclusión político-formal con altos niveles de exclusión socio-económica. Por primer vez, particularmente en Argentina y otros países de la región recién salidos de dictaduras militares, a partir de la década de los ochenta hasta los noventa el capitalismo instaura un sistema social basado en la concentración creciente del poder y la riqueza, legitimado por el voto popular. A diferencia del capitalismo de posguerra, donde la relación de fuerzas entre capital y trabajo demandaba ciertos niveles de democratización social del Estado para ser viable, el objetivo político estratégico de la globalización neoliberal es desmantelar dichas conquistas sociales (alcanzadas previamente por las clases obreras) en tanto empezaron a ser percibidas por las clases capitalistas como barreras para la acumulación y la rentabilidad (Panitch y Gindin, 2004).

La así llamada revolución conservadora de los años setenta y los años ochenta en el mundo tuvo un diagnóstico casi unánime: las contradicciones entre capitalismo y democracia eran producto del “exceso de democracia” (entendida en términos sociales y distributivos) sobrecargando al Estado con altos déficits y a la economía con altos niveles de inflación (Huntington, 1991). Con el ascenso de nuevas elites financieras dentro de los mercados globales se transformó la dinámica de la valorización del capital, esto es, el capital ya no se alimenta de la riqueza creada por el trabajo sino del “valor financiero” que deriva de la especulación con el cambio de divisas, las cotizaciones bursátiles, los créditos, las hipotecas, los fondos de pensiones e inversiones, etc. La liberalización e internacionalización de las finanzas globales se situó en el corazón del proceso de acumulación ya que el salario había dejado de ser el eje central del sistema para dejar en su lugar al interés especulativo, el cual genera más liquidez con menor costo humano y social directo. Esto permitió transformar cómodamente la crisis de la década de los setenta, que era una crisis del capital, en una crisis del trabajo (Silver y Arrighi, 2001), apuntando directamente a los beneficios sociales de los trabajadores y a su capacidad organizativa para politizar sus demandas. Se instauró así un modus operandi que continúa hasta nuestros días: desplazar los costos de las crisis hacia los sectores más desfavorecidos, lo que se conoce como socialización del riesgo. En definitiva, la solución neoliberal supondría reducir la democracia en favor del capitalismo concentrado.

En este sentido, el neoliberalismo no es un mero sistema económico sino una nueva forma de poder basado en el control social mediante la privatización creciente del bienestar y la reproducción social. El neoliberalismo disciplinario (Gill, 1995) conlleva el creciente uso de estructuras basadas en el mercado para asegurar disciplina social y organizar la distribución y el bienestar mediante ajustes impuestos a los más débiles por los más fuertes, respaldado por el aparato coercitivo del Estado. Ajustes que, por cierto, representan una socialización del riesgo para los ricos en tanto que el bienestar es de manera creciente privatizado para las mayorías (Gill, 2003). Y en la medida en que los “fundamentalistas de mercado” (Stiglitz, 2000) han hecho causa común con la democracia, la llamada democracia formal, o democracia política o poliarquía parece la coartada perfecta del neoliberalismo. Algunos autores (Rosenberg, 1994) incluso llaman al neoliberalismo “el imperio de la sociedad civil” en tanto que es un imperio que no necesariamente involucra colonias ni ocupación territorial, sino una extensa capacidad de intervención institucional y disciplinamiento de las relaciones sociales. Parte de este disciplinamiento se basa en el modo específico en que el neoliberalismo entiende la democracia como sinónimo de privatización del poder social, no solo ablandando y subordinando la ciudadanía hasta acomodarla a las reglas de los mercados, sino invirtiendo la lógica tradicional del contrato social. En líneas generales:

La privatización desarrolla, dentro del Estado, el trabajo ideológico de la economía de mercado global favoreciendo los intereses privados de las grandes empresas y bancos, y deslegitimando los bienes comunes de la comunidad. El gobierno nacional se convierte en instrumento sometido a las órdenes del sector privado, en lugar de constituir una asamblea participativa del sector público. De este modo, el gobierno se transforma en una herramienta útil de las empresas, bancos y mercados globales en el marco de organizaciones internacionales como la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional, que en teoría son organizaciones políticas democráticas constituidas por Estados soberanos, pero en la práctica están sometidas a los intereses económicos globales que dan al traste con la soberanía nacional y con la democracia […] La privatización cede el poder público a las elites privadas sin ningún tipo de control y escrutinio. En nombre de la libertad, destruye la democracia aniquilando los bienes públicos (la res publica) en cuyo nombre se constituyen inicialmente las repúblicas democráticas […] Investir de poder a las burocracias privadas jerárquicas en lugar de a las burocracias públicas ineficientes o torpes puede ser una victoria de la eficiencia instrumental, pero no de la democracia. (Barber, 2003, p. 151)

Este proceso pareciera indicar un cambio en la accountability del gobierno (el control democrático), del “pueblo” a los mercados, esto es, los intereses y sentimientos de inversores, acreedores e instituciones financieras. Esto quiere decir que las grandes empresas que dominan los mercados se han convertido en las protagonistas privilegiadas de las democracias. Como aseguró en una famosa entrevista el magnate norteamericano de origen húngaro, George Soros, “los mercados votan todos los días” (Soros como se citó en Boron, 2000, p.116). Es decir, que el mandato del demos poco tiene que ver con lo que los magistrados electos efectivamente habrán de hacer. Como afirma Borón, de eso se encarga el “otro poder”, el mercado, cuyos pocos y muy selectos participantes (las grandes firmas y los grandes conglomerados económicos):

[…] hacen oír su voz todos los días -en la bolsa de valores, en la cotización del dólar, en los pasillos y los anillos burocráticos del poder- cuyas decisiones y preferencias son más tenidas en cuenta por los gobiernos que las de los electores porque estos saben que difícilmente podrán resistir más de unos pocos días a las presiones y las extorsiones del capital. Una huelga de inversiones, una fuga de capitales, o la simple desconfianza de las clases propietarias ante un anuncio gubernamental o un recambio de ministros, puede arruinar una obra de gobierno, o forzar el abandono de proyectos reformistas, en un par de semanas. De esta manera, el mercado instituye un segundo -y más privilegiado- mecanismo decisorio: un sistema de voto calificado, esencialmente antidemocrático, y aislado por completo de los flujos y demandas que pudieran proceder del ciudadano común y corriente […] En estos santuarios del neoliberalismo que son los mercados votan solo los segmentos más concentrados del capital. El resto queda excluido. (Borón, 2000, p. 116)

De esta manera, las democracias formales reproducen desigualdades profundas en el ejercicio de los derechos políticos dado que hay una minoría que vota todos los días (y logra que sus preferencias se traduzcan en políticas gubernamentales) mientras que la abrumadora mayoría de la sociedad lo hace una vez cada dos o tres años y con escasísimas posibilidades de que la orientación de su voto modifique la conducta del gobierno. Esta desigualdad en la forma en que las preferencias de los ciudadanos y las grandes empresas logran traducirse en políticas públicas, tiende progresivamente a agravarse en la medida en que los procesos electorales se vuelven cada vez más costosos y los partidos políticos se vuelven cada vez más dependientes del financiamiento de las grandes empresas para sus campañas, lo cual les asegura a estas políticas económicas afines a sus intereses.

En este sentido, podemos definir al neoliberalismo democrático como un proyecto político en el que el capital concentrado busca evitar la participación, intrusión o lo que se denomina eufemísticamente “intervención”, de la mayor parte de la población en el proceso de toma de decisiones económicas. Los Estados neoliberales, lejos de “no intervenir en la economía”, se muestran muy activos y comprometidos a garantizar “climas favorables de inversión”, que privilegian casi siempre las prerrogativas empresariales por sobre los derechos colectivos de los trabajadores o favorecen la integridad o solvencia de los sistemas financieros a expensas de otros sectores de la población (Harvey, 2005; Panitch, 1994). Mientras los ciudadanos comunes se vuelven “apolíticos” y rechazan toda “intervención del Estado” en la economía, las grandes empresas se politizan cada vez más y están muy activas a la hora de hacer lobbies con el Estado y asegurar sus derechos de acumulación. En el neoliberalismo democrático, la separación de las clases trabajadoras del proceso de toma de decisiones de la economía tiene lugar sin la necesidad de que éstas pierdan derechos políticos como en la época del liberalismo clásico. Así, el poder político tiende progresivamente a privatizarse (Wood, 2000). Esto quiere decir que las grandes empresas no solo se desligan de la responsabilidad de garantizar condiciones materiales dignas para su fuerza de trabajo, sino que además la reproducción social en general está crecientemente mercantilizada y, en última instancia, ligada a estructuras lejanas (como es el caso de empresas multinacionales que brindan servicios públicos) sobre las cuales la población tiene poco control (Gill, 1995).

Cuando la democratización se presenta como el triunfo de la libertad individual frente a la coerción del Estado, en realidad, lo que se legitima sutilmente es la coerción del mercado, el cual puede ser mucho más opresivo y autoritario que algunos déspotas políticos. De hecho, ningún déspota antiguo hubiera soñado con penetrar de manera tan minuciosa y efectiva las vidas de sus súbditos (sus elecciones, preferencias, opiniones y relaciones) como el mercado, cuyos imperativos de competencia y rentabilidad tienen una fuerza coercitiva suficiente para reducir todos los valores y relaciones sociales a mercancías (Wood, 2000).

Esto puede observarse al menos en tres niveles: (1) el desplazamiento progresivo del ciudadano por el consumidor, donde el ciudadano se despolitiza y se desconecta del poder y la participación política; (2) el modo en que pequeños ahorristas, trabajadores y consumidores en general se ligan perversa y jerárquicamente (desigualmente) al éxito o fracaso de las estrategias de valorización de los sectores más concentrados del capital bajo la forma de fondos privados de jubilación, pensión y/o inversión (Duménil y Lévy, 2002); y (3) una interpretación individualista de la pobreza, los derechos sociales y el bienestar, donde predomina la tendencia a individualizar los problemas sociales y las respuestas a los mismos, particularmente mediante políticas sociales focalizadas (y no universales) contra la pobreza.

Así, el neoliberalismo democrático se basa en una novedosa justificación de la desigualdad social y la pobreza donde el bienestar ya no es visto como un derecho social, sino un problema de oportunidades individuales, de donde se deduce que la pobreza es el producto de las capacidades o conductas individuales cuya resolución no depende de las políticas de Estado.

Este proceso de individualización no significa que hay una “retirada” del Estado sino que hay un cambio en el modo en que el Estado procesa o administra el problema de la pobreza y la desigualdad social, reemplazando estratégicamente un sistema público por uno privatizado de provisión de servicios públicos en el que las grandes empresas ganan poder estructural frente al ciudadano común. En este sentido, el neoliberalismo democrático puede ser visto como un intento hegemónico (Gramsci, 1971) (más o menos exitoso) del capital concentrado por articular los muchos intereses de otros grupos sociales a los propios, presentando las ventajas del mercado frente al Estado como el interés universal de la sociedad como un todo. La “dirección moral e intelectual” de estos sectores se vuelve efectiva en la medida en que clases medias y trabajadoras aspiran a todos los niveles de status y consumo disponibles. Poulantzas (1978) llamaba a esto la reproducción inducida del estilo de vida norteamericano o lo que más recientemente Barber (2003) denomina como la difusión global del McWorld, una seductora mezcla de comercialismo americano, consumismo americano y marcas americanas en la que democratización se confunde con mercantilización.

En esta democracia los ciudadanos no se acercan más al poder sino que se distancian de él, por eso, nada tan paradigmático como la expresión de L. Diamond: “la democracia […] demanda que los ciudadanos se preocupen por la política, pero no tanto” (Diamond como se citó en Saul, 2001, p. 223). En definitiva, la democratización se vuelve un perverso proceso de adaptación de la política al nuevo modelo de dominación y disciplinamiento social que expropia “pacíficamente” de su propio poder político a los sectores populares y se combina con “desafección” (Paramio, 1993), esto es, la política de la mayoría de la sociedad. De este modo, se promueve una alta concentración de poder político para una estrecha minoría que controla y manipula las instituciones político-estatales y la dispersión-disolución de ese mismo atributo en la mayoría de la sociedad.

En la medida en que los gobiernos están más controlados por los grandes capitales transnacionales que por sus propios ciudadanos, estos regímenes tienden a ser rehenes de lo que Gill (1995) llama “nuevo constitucionalismo”. Es decir, los condicionamientos, acuerdos y marcos regulatorios dentro de los cuales se institucionalizan políticas fiscales y monetarias coordinados por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, el G-7, la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, además de una densa red de instituciones financieras internacionales. Por un lado, este nuevo constitucionalismo institucionaliza relaciones de poder entre Estados y al interior de los mismos. Por otro lado, opera como nuevo “panóptico” en la medida en que permite a dichos organismos intervenir, monitorear y controlar las políticas económicas de gran parte de los países mediante una serie de coerciones y condicionamientos que estos nuevos regímenes no tienen el poder de refutar. El precio de no hacerlo está más allá de sus capacidades y de su voluntad (Gill, 2003).

Efectivamente, estos acuerdos y condicionamientos económicos parecieran tener más peso y poder que las reglas formales (y las constituciones) de la mayoría de los países. El ejemplo más claro puede observarse en el modo en que el endeudamiento externo condicionó todos los procesos de democratización que empezaron en los años ochenta, debido a que el neoliberalismo se caracteriza por generar crisis financieras recurrentes, las cuales no son ni una anomalía ni el preanuncio de su fin, sino un aspecto clave de su mecanismo de disciplinamiento.

Como afirman algunos críticos en economía política internacional (Gowan, 1999; Harvey, 2003; Panitch y Gindin, 2004; Rude, 2005), la valorización financiera se reproduce a través de las crisis en la medida en que estas no solo representan oportunidades únicas para socializar los riesgos, sino también para reestructurar las políticas económicas y reorganizar las relaciones sociales de producción “a fin de profundizar aún más la concentración y la internacionalización de la producción” (Harvey, 2003, p. 67, traducción propia). No es un dato menor que dos tercios de los miembros del FMI hayan experimentado crisis financieras después de 1980 (algunos incluso dos veces mayor al caso de Argentina), habilitando así los famosos “rescates financieros” del FMI, que no son más que planes de ajuste para distribuir los costos de las crisis hacia los sectores de menos ingresos. En países donde el crecimiento está estructuralmente atado al endeudamiento, como es el caso de Argentina, lo que aparentan ser “fracasos” de la economía neoliberal (crisis de deuda recurrente) son en realidad síntomas de una estrategia eventualmente exitosa del capital sobre el trabajo, ya que cada reestructuración económica profundiza la debilidad estructural y organizativa de los trabajadores. De esta manera, las crisis financieras y en general la inestabilidad o inseguridad económica han sido funcionales al disciplinamiento social en la medida en que los países periféricos y las clases trabajadoras en general son sistemáticamente responsabilizadas por las causas de las crisis, ya sea por el excesivo gasto social, los altos salarios o el exceso de demandas sociales sobre el estado (Gowan, 1999).

El neoliberalismo democrático puede suponer un debilitamiento institucional para las clases o sectores ligados a políticas distributivas o de bienestar, pero al mismo tiempo puede suponer un fortalecimiento de las instituciones políticas ligadas a las elites económicas, como el Banco Central o el Ministerio de Economía. En casi todos los países, estas instituciones claves de la economía se convirtieron en bastiones del establishment financiero: por ejemplo, en Estados Unidos durante buena parte de los años ochenta y noventa estas instituciones estuvieron a cargo de directores ejecutivos (CEOs, por sus siglas en Inglés) de Goldman Sachs. Por otro lado, en Argentina durante la década de los noventa (y en la actualidad) por CEOs de importantes multinacionales o economistas muy bien conectados con Wall Street. Esto sin duda facilita los procesos institucionales que tienden a asegurar los derechos de acumulación de los grandes capitales mientras limita las posibilidades de control popular sobre las decisiones económicas.

En definitiva, seguridad creciente para los primeros, incertidumbre e inseguridad económica para los segundos. Así lo afirmaba sin eufemismos uno de los padres del neoliberalismo y ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, cuando explicaba que el éxito de la política económica de mercado se basaba en la creciente inseguridad laboral: cuando el trabajador tiene miedo a perder el trabajo, se vuelve más controlable ya que no pide aumentos salariales ni derechos laborales que aumenten los costos de producción (Chomsky como se vio en Hutchison, Nyks y Scott, 2015).

El neoliberalismo democrático institucionaliza así un doble estándar, como afirma Chomsky (Hutchison et al., 2015); un conjunto de reglas para los sectores concentrados de la economía y las reglas opuestas para la mayoría, especialmente cuando hay una crisis: rescates para los bancos o las instituciones financieras, nunca para los trabajadores o la población en general. La frase “El gobierno es el problema, no la solución” parece que solo se aplica para el ciudadano común mientras se recurre sistemáticamente a los contribuyentes para rescatar a las instituciones financieras, paradójicamente, las creadoras de las crisis. Por eso no es casualidad que las instituciones reguladoras sean de manera creciente controladas por las propias empresas que deberían estar bajo su control. En este sentido, el lobby empresarial se ha movido rápido en los últimos años para controlar la legislación y los puestos claves dentro de las instituciones reguladoras, y tal vez sea por eso, según Chomsky (Hutchison et al., 2015), que desde que las corporaciones controlan los aparatos de regulación hay más colapsos financieros.

Esto da lugar a problemas y contradicciones propias de los países con economías dependientes y con altos niveles de pobreza, desempleo y exclusión. En la medida en que el sistema institucional-formal republicano expulsa y excluye implícitamente del sistema político las demandas de estos sectores, los mismos pueden politizarse por fuera y en contra del estado y el sistema institucional. Esto explica en parte el surgimiento de nuevos movimientos sociales en América Latina durante la década de los noventa que dieran lugar a toda una serie de prácticas novedosas de politización desde “abajo” basadas en formas directas de democracia, con organización horizontal y asamblearia: Piqueteros en Argentina, Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, Zapatistas en México, y diversos movimientos indígenas y campesinos en Bolivia y Ecuador, etc. Toda una industria literaria surgió junto a esta nueva “política desde abajo” que en mayor o menor medida daba cuenta de la “crisis de representación” o la “crisis de la política tradicional” o republicana para dar respuestas a las demandas de los excluidos. Según Seoane y Taddei (2003), hacia finales de los años noventa la región experimentó un crecimiento exponencial de las protestas y conflictos sociales, producto de la politización creciente de las contradicciones sociales y del crecimiento de las organizaciones populares. Algunos de estos procesos derivaron incluso en crisis político-institucionales y la consiguiente caída de gobiernos democráticos asociados a las reformas de mercado como en Paraguay (1999), Perú (2000), Ecuador (2000), Argentina (2001) y Bolivia (2003).

En el caso particular de Argentina, la pregunta por la viabilidad política (o no) del neoliberalismo es inseparable de la cuestión del peronismo. Como argumenta Levitsky (2003) la transformación y adaptación del peronismo y su partido político central (Partido Justicialista, PJ) fue crucial para la viabilidad política del neoliberalismo basada en una transformación (más que una desaparición total) de los actores claves del populismo industrial clásico: una nueva alianza de poder entre los sectores más concentrados y transnacionales de la economía y la parte del movimiento obrero ligada a dichos sectores (telecomunicaciones, energía y servicios públicos). Como explica Etchemendy (2005), algunos actores claves del sindicalismo fueron incorporados a la coalición liberalizadora mediante políticas compensatorias que les otorgaba derecho a participar de algunas privatizaciones y de una posición estratégica dentro de las obras sociales, cimentando así una división muy funcional al disciplinamiento de mercado entre trabajadores formales y aquellos informales, despedidos o desocupados que progresivamente fueron quedándose sin representación gremial.1 Por su parte, en un contexto de creciente desempleo y precarización laboral, el peronismo pudo redefinir su relación con los nuevos sectores populares en general que no entraban dentro de las categorías clásicas del movimiento obrero, consolidando una extensa red de organizaciones territoriales basadas en la distribución de beneficios materiales selectivos mediante programas sociales focalizados. Estas fueron verdaderas redes de resolución de problemas sociales básicos que le permitieron al peronismo construir un sistema de poder y control social sobre aquellos sectores potencialmente más peligrosos para el sistema de mercado.

2. Argentina: deuda externa y coerción económica

La lógica coercitiva de este nuevo constitucionalismo se manifiesta institucionalmente a través de poderosos instrumentos de sanción y control para disciplinar a las economías desobedientes, léase, endeudadas. En efecto, en países como Argentina, cuyo crecimiento económico estuvo durante largo tiempo atado al endeudamiento, las instituciones financieras internacionales y las grandes empresas transnacionales lograron adquirir un poder estructural y una soberanía institucional sin precedentes: una elite económica que en gran medida se benefició de la nacionalización de la deuda externa privada en 1982, transfiriendo así los costos y la carga de una deuda ilegítima (contraída bajo una dictadura militar) a la mayoría de la población que no se había beneficiado con dicha deuda.2

El mecanismo de endeudamiento argentino durante los años noventa es paradigmático en la coerción económica. Por un lado, la estrategia de crecimiento económico que se implementó con la Convertibilidad cambiaria era estructuralmente problemática en la medida que generaba déficit crónico de la balanza comercial (debido a la combinación de liberalización/apertura económica con apreciación del tipo de cambio), el cual solo podía subsanarse con inversiones de capital fundamentalmente extranjero.3 Esta dependencia respecto a las inversiones hacían estructuralmente vulnerable a la economía argentina frente a las demandas de las grandes empresas que ponían como condición para invertir toda una serie de políticas de estado, eufemísticamente definidas como “garantías jurídicas” para generar “climas propicios o transparentes de inversión”. En realidad estas demandas se traducían, y el presidente Carlos Menem (1989-1999) estaba más que dispuesto a otorgarlas, en políticas de flexibilización laboral, reducción de impuestos corporativos y recortes del gasto público que poco tenían que ver con las garantías jurídicas de la mayoría de la población, y sí con las prerrogativas de rentabilidad de las grandes empresas transnacionales.

Por otro lado, en el contexto de la Convertibilidad era imposible cumplir con las obligaciones de deuda en base a la capacidad productiva propia de la economía (o mediante divisas generadas por las exportaciones). Debido a esto Argentina entró en un círculo vicioso de pagar deuda con más deuda que, a una tasa de interés promedio anual de 12% entre 1990 y 2000, solo logró perpetuarse. La deuda externa creció de 7.000 millones de dólares en 1976 a 128.000 millones en 2001. La economía argentina se volvió más dependiente de los préstamos del FMI para cumplir con sus obligaciones, lo que implicaba al mismo tiempo, volverse más vulnerable a los condicionamientos y los requerimientos del FMI (y del nuevo constitucionalismo en general).

La coerción se manifestaba así en que la deuda externa solo podía pagarse a través de ajustes del gasto social y público, es decir, ajustes a la calidad de vida de la mayoría de la población mediante recortes a la salud, la educación, los salarios y un paquete de privatizaciones de empresas públicas, que implicaban no solo una transferencia de ingresos de los sectores populares hacia los sectores más concentrados de la economía, sino un verdadero “tributo imperial” (Borón, 1995) en la forma de rentas del petróleo, el agua y las comunicaciones. En esto consistía el Plan Brady para pagar los servicios de la deuda que Argentina negociaría en 1992 con el Secretario del Tesoro norteamericano Nicholas Brady, quien demandaba un intercambio masivo de deuda por empresas públicas valuadas muy por debajo de su valor real (Azpiazu, 2002).

Esta estrategia de desarrollo en Argentina resultó en una contradicción creciente entre el poder estructural de los sectores concentrados de la economía y las capacidades para la reproducción social de la mayoría. Una disociación progresiva entre crecimiento económico y bienestar social debido a la distribución dispareja de los costos del endeudamiento externo. Esto se hizo particularmente evidente en 2001 cuando el gobierno de De La Rúa (1999-2001) decidió hacer recortes del 13% en salarios públicos y jubilaciones frente a la negativa del FMI de realizar un nuevo préstamo para afrontar servicios de deuda si no se lograba bajar el déficit. Pero además, el gobierno impuso un corralito financiero a los depósitos bancarios de la población para salvar a los bancos, luego de haber dejado durante un año que las grandes empresas e inversores fugaran sus capitales ante un inminente default de la economía.

Las contradicciones estallaron en diciembre del 2001 cuando se volvieron políticamente inmanejables, esto es, cuando ante la expropiación financiera y el empobrecimiento masivo (el desempleo aumentó en 1991 de 6% a cerca del 20% en 2001, y el índice de pobreza pasó de 16% a 54% en el período 1991-2002), la mayoría de la población se encontró sin canales institucionales dónde hacer oír su voz y sus reclamos, saliendo masivamente a las calles y forzando por primera vez la caída de un gobierno democrático por pedido popular.

Pero antes de entrar en default, el gobierno de De la Rúa implementó dos mecanismos financieros, el Blindaje y el Megacanje, que ejemplifican la soberanía institucional de los mercados financieros en desmedro de la mayoría de la población. En efecto, en enero de 2001 Argentina recibió un crédito por 40.000 millones de dólares para “blindar” su economía ante la necesidad de cancelar sus compromisos financieros internacionales. A cambio, el gobierno se comprometía, entre otras cosas, a desregular las obras sociales y a recortar las jubilaciones futuras. Según el FMI, el blindaje, traería inevitablemente una lluvia de inversiones extranjeras (y por lo tanto, dólares para sostener la paridad cambiaria) ante las señales de voluntad del gobierno argentino de pagar sus deudas a cualquier costo. Sin embargo, detrás del blindaje no solo estaban la especulación financiera y el sobreendeudamiento (pues el Estado era un mero “pasamanos” de dichos créditos), sino la “intervención” creciente del FMI en el control, diseño y ejecución de la política económica doméstica. De hecho, y como condición para gestionar los nuevos créditos, el FMI no solo tomaba las atribuciones del Poder Ejecutivo sino que también condicionaba al Parlamento. El número dos del FMI, Stanley Fischer, se ocuparía personalmente de instar al Parlamento argentino a ratificar las reformas pedidas por dicho organismo que habían sido hasta entonces solo implementadas por decreto.

Ante el fracaso inminente del blindaje, que no resolvió ninguno de los problemas de la economía argentina sino que los agravó, ya que no atrajo ninguna inversión extranjera, el gobierno implementaría el segundo, y aún más escandaloso, mecanismo financiero: el Megacanje, para lo cual tuvo que cambiar al Ministro de Economía, volviendo a nombrar al ex Ministro de la Convertibilidad, Domingo Cavallo. Este Megacanje buscaba aliviar el pago de intereses y de capital de la deuda externa, canjeando la deuda por una nueva que permitiera pagar en un plazo mayor. Esta propuesta, que tenía un costo exorbitante y aumentaba la deuda de manera exponencial, provenía del banquero y ex Secretario del Tesoro norteamericano, David Murdorf, quien para entonces era el CEO del banco Credit Suiss y amigo personal de Cavallo.

El canje de 46 tipos distintos de bonos de deuda por cinco tipos de bonos con vencimiento en el año 2031, significaron un aumento de la deuda en alrededor de 55.000 millones de dólares, donde además siete bancos cobraron comisiones por 150 millones de dólares y Murdorf alrededor de 20 millones de dólares. Los bancos y las Administraciones de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) aportaban al canje títulos por 27.000 millones de dólares para ser canjeados por los nuevos papeles de deuda. Sin embargo, 20.000 de esos 27.000 millones de dólares ya estaban en las carteras de esos bancos, y las AFJP, por lo tanto, cobraron comisiones por hacer de intermediarios financieros de sí mismos.4

Ante la crisis del año 2001, sin duda la peor crisis financiera, política y social de la historia argentina, el neoliberalismo democrático resultó ser bastante efectivo para recomponer y reestructurar la acumulación utilizando su mecanismo distintivo: la politización dispareja de la sociedad. En efecto, mientras los movimientos sociales hacían catarsis (utilizando la expresión de Gramsci, 1971) en las calles; los bancos y las grandes empresas hacían catarsis en el Parlamento aprobando una serie de leyes y rescates financieros durante el breve gobierno de Duhalde (2002-2003).

Mientras la población se manifestaba pidiendo la devolución de sus ahorros expropiados por los bancos, la clase capitalista hizo sus mejores negocios gracias a las políticas de gobierno que le permitieron transferir los costos de la salida de la Convertibilidad cambiaria a la población. En efecto, la devaluación de la moneda no solo se tradujo en una depreciación inmediata de los salarios y un aumento del costo de vida para la mayoría de los ciudadanos, también las grandes empresas pudieron pesificar, y por tanto licuar, sus deudas. Si la devaluación tuvo un efecto inmediato negativo para la población en general, para los sectores concentrados de la economía resultó ser un gran negocio: ahora podían pagar sueldos y deudas en pesos devaluados mientras sus activos permanecían en dólares gracias a la fuga previa de capitales.

En el año 2005 Argentina abrió un nuevo capítulo en su historia de la deuda externa. El gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) se propuso reestructurar la deuda como condición fundamental para salir de la crisis, con la determinación de encarar una nueva etapa de desarrollo y crecimiento económico que no estuviera atado al endeudamiento. Por un lado, se refinanciaron a tres años 21.000 millones de dólares con organismos multilaterales en base a una reducción de la tasa de interés, y 9.500 de dólares millones se pagó en efectivo al FMI. Por otro lado, la gran mayoría de la deuda privada también se renegoció: Argentina le ofreció a los tenedores de bonos una reducción del 70% la cual fue aceptada por el 76%, y en un nuevo canje ofrecido en el año 2010 entraron hasta el 92% de los bonistas (“Histórico”, 2005). Desde entonces, Argentina pudo cumplir con todos sus compromisos financieros con base a un esquema de crecimiento económico más sustentable que el de la década anterior basado en las exportaciones (y en un tipo de cambio competitivo) y una incipiente sustitución de importaciones que le permitió reactivar el sistema productivo local, y por lo tanto el mercado interno, generando a su vez recursos para invertir en políticas sociales de asistencia a los sectores más castigados.

Como resultado, Argentina pudo alcanzar durante un tiempo altas tasas de crecimiento (9,2 en 2005 y 8,4 en 2006) y aumentar sus reservas en dólares con base a una fórmula poco común dentro del neoliberalismo democrático: la reducción de la deuda en relación al Producto Bruto Interno (PBI) sin ninguna clase de acceso al crédito internacional, y en definitiva, sin ninguna intervención del FMI o el Banco Mundial (BM); es decir, emancipada por default del “nuevo constitucionalismo”.

Argentina se convirtió entre 2005 y 2015 en una suerte de “oveja negra” del sistema financiero internacional por ser el contraejemplo de mucho de lo que predicaban las instituciones financieras internacionales en materia de deuda externa, particularmente, por intentar salirse del círculo vicioso que perpetúa la deuda, del rol de deudor eterno que facilita los “climas propicios de inversión” y las estrategias de control que estas involucran. Efectivamente, en 2014, el último tramo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015), Argentina encontró un importante revés en su estrategia de desendeudamiento tras un fallo judicial de un juez de Nueva York. El mismo reconocía el reclamo de unos llamados “fondos buitres” que habían comprado bonos en 2008 que no habían entrado al canje de 2005 y 2010 por 428 millones de dólares y ahora se les permitía cobrar 1.500 millones de dólares (sólo por intereses y punitorios). Lo polémico del fallo no es solo esta ganancia escandalosa para el 1% de los tenedores de deuda argentina, sino las implicaciones de cumplir con este pago: en función de la cláusula Rufo de los bonos reestructurados en 2005 y 2010, si el 1% cobra más que el resto, el otro 99% está habilitado para reclamar un pago igual, aumentando así la deuda en 15.000 millones de dólares, lo cual pondría en jaque cualquier estrategia sostenible de crecimiento para la economía argentina (Poli, 2014).

En este contexto, los fondos buitres demostraron un alto poder político al condicionar el proceso de negociación con el Estado argentino, logrando que el juez impida el pago a los bonistas que debían cobrar dentro del esquema de pagos que Argentina tenía previsto desde 2005 si no se cumplía con el fallo, tal y como estaba estipulado, dejando a la Argentina en un nuevo default (técnico). Ante esta coerción financiera, el nuevo gobierno de Mauricio Macri en 2016 finalmente terminó pagando 9.300 millones de dólares a los fondos buitres con el pretexto de “volver a los mercados de capitales”, es decir, volver a entrar a los condicionamientos fiscales y monetarios del nuevo constitucionalismo.

Los fondos buitres son una expresión radicalizada y particularmente poderosa del poder financiero global. Se trata de fondos de capital de riesgo que invierten en el mercado de deuda de Estados y empresas al borde de la quiebra con base a la especulación, ya que compran a precio módico (o muy inferior a su valor nominal) la deuda de países pobres con profundas crisis económicas y financieras con el fin de litigar en los foros internacionales para obtener hasta el 100% del valor de deuda original. Esta situación se dio en países de América Latina a partir de la crisis de finales de los años noventa y particularmente en Argentina con el default del 2001 (y actualmente con el último fallo judicial), pero también en muchos países de África y algunos países europeos en crisis como Grecia. Estos fondos buitres no podrían existir si hubiera una legislación que los limite, y muy por el contrario, son amparados por la legislación y la justicia norteamericana.

Recientemente, el Nobel de economía J. Stiglitz fue categórico respecto al fallo de Griesa contra Argentina, “nunca entendió la complejidad del caso argentino” señalando además que no se “debería confiar en la imparcialidad y competencia del poder judicial de Estados Unidos” (Stiglitz, 2014) para estos litigios. Y es que se trata de grupos altamente politizados, debido a que tienen un altísimo poder de lobby en los tres poderes del Estado norteamericano y en los medios de comunicación globales. Además, cuando no operan a nivel local en Estados Unidos encuentran en organismos como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI, una institución del Banco Mundial con sede en Washington), un ámbito de presión de carácter internacional. En el caso argentino, el principal fondo involucrado es el NML Capital, dirigido por Paul Singer, un multimillonario de Wall Street con muchísimo poder político (ya que es el principal financista del partido Republicano).5 Este también es el principal donante de la policía de Nueva York y financia la organización American Task Force Argentina (ATFA), especialmente dedicada a tareas de lobby en Argentina frente a legisladores y medios de comunicación (GEENaP, 2012), y por supuesto, contribuyente de la campaña electoral de Mauricio Macri.6

A partir de la cancelación de la deuda con los fondos buitres, desde 2016 se dio inicio a una nueva etapa de endeudamiento externo como eje estratégico del desarrollo económico y, como consecuencia, una nueva carga sobre las posibilidades de desarrollo social o socialización del riesgo sobre esa deuda. Argentina es hoy un verdadero paraíso financiero gracias a la emisión de deuda mediante letras del Banco Central (LEBAC), presidido no casualmente por uno de los responsables procesados por el Megacanje anterior, Federico Sturzzeneger. Estas letras pagan una tasa del 38%: los bancos reciben el dinero de los plazos fijos de sus clientes por los que pagan alrededor del 27% anual y con ese dinero compran LEBAC a 35 días cobrando el equivalente al 38 o 40% anual. Por un simple pase sin riesgo ganan entre once y trece puntos. También se pueden suscribir LEBAC en dólares, que paga la increíble tasa del 20% anual en dólares. Como el gobierno ha levantado todas las restricciones a la entrada de capitales golondrinas que antes los obligaba a permanecer un año en el país, los capitales pueden traer dólares, venderlos, invertir en LEBAC, y cobrar en 35 días la diferencia de alrededor de diez puntos en dólares. Una tasa imposible de encontrar en ningún lugar del planeta y por lo tanto una nueva etapa de fuga de capitales (Zlotogwiazda, 2016).

El mundo financiero está eufórico, los medios dominantes y el gobierno afirman que “entramos al mundo”; pero para la gran mayoría esto se traduce en recesión y desocupación crecientes ya que la tasa de interés de LEBAC desincentiva completamente la inversión para actividades productivas. Algunos especialistas ya hablan de un endeudamiento del Estado a través de las LEBAC de 500.000 millones de pesos (Presman, 2016), lo cual abre una serie de interrogantes acerca de la solvencia del Banco Central de la República Argentina (BCRA) para cumplir con el volumen de cancelaciones y de la sustentabilidad a mediano y largo plazo del Estado argentino.

Según un informe del Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Avellaneda (Fraschina, 2017), el peso de la deuda en LEBAC para el año 2017 podría llegar al 14,7% del PBI, lo cual impacta contra la sustentabilidad de la deuda. El monto de la deuda medida en dólares supone un promedio de 64.600 millones de dólares, se trata

de un monto mucho mayor al total del financiamiento externo que el gobierno nacional espera tomar en 2017 establecido por 42.000 millones de dólares. Esta diferencia expone que el déficit cuasi-fiscal subyacente es considerable y peligroso a mediano plazo.

Por su parte, queda cada vez más claro cuáles son las prioridades sociales de la administración actual. En primer lugar, el peso de los intereses por las LEBAC (2,7% del PBI en 2017) es mucho mayor que lo que se destina a la Asignación Universal por Hijo (seguro social que se otorga a personas desocupadas) (1,5% del PBI). En segundo lugar, el gobierno ha cercenado una parte de la recaudación fiscal favoreciendo a los sectores concentrados de la economía al reducirles o eliminarles las retenciones impositivas: por ejemplo, a la actividad agrícola y a la minería, lo cual genera menos ingresos públicos que han sido compensados con la reducción de los subsidios al gas y la electricidad que durante la década anterior fueron un motor central del consumo y la industria (esto se lo conoce como “tarifazo”). Como resultado, se observa una importantísima caída de la rentabilidad para la Pequeñas y Medianas Industrias que emplean a gran parte de la masa trabajadora y en parte explica la recesión y el desempleo crecientes en Argentina durante los años 2016 y 2017.

Conclusión

En definitiva, el neoliberalismo democrático se basa en una institucionalización política dispareja de las clases o sectores sociales relevantes en la medida en que se politizan de manera desigual para gestionar sus intereses/demandas frente al Estado. Mientras las grandes empresas o grupos financieros tienen acceso privilegiado al proceso de toma de decisiones mediante todo tipo de lobbies, el ciudadano común está cada vez más alejado del juego político-institucional, lo cual genera procesos institucionales que tienden a asegurar los derechos de acumulación de los grandes capitales mientras excluye o dificulta toda forma de control popular. El neoliberalismo democrático puede suponer un debilitamiento institucional para las clases o sectores ligados a políticas distributivas o de bienestar, pero al mismo tiempo un fortalecimiento de las instituciones políticas ligadas a las elites económicas y financieras.

Esto abre una serie de interrogantes acerca de qué es y cómo se interpreta convencionalmente la llamada “debilidad institucional” de las nuevas democracias. Mientras los estudios sobre democratización tienden a asociar la debilidad institucional con el ejercicio populista, personalista y presidencialista del poder (lo que la literatura denomina “deformaciones patológicas de la democracia”) (Huntington, 1991), poco esfuerzo se ha hecho por analizar el modo en que las grandes empresas debilitan las instituciones democráticas al instaurar sistemas decisorios paralelos y de facto con más poder y capacidad para condicionar la agenda política que las instituciones formales. La capacidad coercitiva que las grandes empresas pueden ejercer sobre la democracia nunca es vista con la misma preocupación que los fantasmas de un temible líder populista. Por ejemplo, es bastante “patológico” que luego de un proceso electoral, los principales titulares mediáticos y la preocupación central de la opinión pública radique de manera excluyente en la “reacción de los mercados” o “cuánto se disparó el valor del dólar”, en buena medida poniéndole límites al gobierno electo. Y, a decir verdad, parece válido preguntarse: ¿qué debilita más la democracia, el populismo o el capital financiero?

El caso argentino da cuenta del carácter corrosivo que puede tener el capital financiero para la calidad democrática entendida como la capacidad de ejercer el control sobre el poder político más allá del proceso electoral, cuando el gobierno es ejercido directamente por los CEOs o ex CEOs (como sucede con el gobierno argentino actual), y donde las decisiones políticas y las nuevas políticas públicas de endeudamiento y ajuste social se confunden con los intereses de quienes gobiernan. El ejemplo más paradigmático (pero no el único) es del ministerio de energía, presidido por el ex director (y actual accionista) de Shell Argentina, que llevó adelante la política de aumento de tarifas energéticas que trajeron como consecuencia enormes dificultades para el ciudadano común y las Pequeñas y Medianas Industrias (cierres en muchos casos), pero redituables negocios para Shell.

En Argentina hoy se vive un “clima favorable de inversión“ financiera; es decir, un clima favorable a la transferencia extraordinaria de ingresos para los sectores más concentrados de la economía y al mismo tiempo un clima desfavorable de inversión productiva en el que la mayor parte de la sociedad ha perdido poder económico (salarial, de consumo y en muchos casos de acceso a las condiciones mínimas de supervivencia).

Cuando democracia y libertad de mercado se confunden, las contradicciones sociales se profundizan y la mayor parte de la sociedad sale perdiendo. Es cierto que la sociedad civil Argentina está muy movilizada (solo en el mes de marzo de 2017 tres protestas masivas consecutivas de 200 mil personas promedio en cada una) y las elecciones de medio término de 2017 son todavía un interrogante, pero no está claro aún cómo podría limitarse el poder estructural que han ganado las grandes empresas en la democracia argentina.

Acknowledgements

Reconocimientos

Este artículo es parte del proyecto de investigación en el periodo 2013-2017 financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET) con sede en el Instituto de Altos Estudios (IDAES) de la Universidad de San Martín (Provincia de Buenos Aires).

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En este sentido, la tendencia histórica de los sindicatos peronistas a desmovilizar a los trabajadores cuando el PJ está en el poder, e inversamente a movilizarlos cuando no está en el poder, fue clave para las reformas de mercado llevadas adelante por Menem: mientras CGT hizo trece paros generales en el período de Alfonsín (1983-1989), comprometiendo seriamente su gobernabilidad, no realizó ninguno dentro de los tres primeros años de gobierno de Menem, y sólo uno hacia el final de su primer mandato.
Bancos internacionales (Citibank, First Boston, Chase Manhattan, Bank of America, Banca di Italia, Bank of London, French Bank, Deutsche Bank); bancos locales (Río, Quilmes, Galicia); compañías multinacionales (Esso, IBM, Ford, Mercedez Benz, Pirelli); y locales (Perez Companc, Macri, Bulgueron y Bridas, Techint, Fortabath, Pez Carmona, Soldati, Celulosa).
Por lo tanto, los índices de crecimiento económico durante los años noventa fluctuaban de acuerdo a los vaivenes de la economía mundial: 7,6 en el período 1991-1994 pero solo 0,8 promedio por año en el período 1994-2003 (Frenkel y Damill, 2003). Los índices positivos de la primera parte se deben a los altos niveles de inversión de capitales extranjeros, pero desaceleraron en 1995 por el “efecto Tequila” de la crisis en México. Una nueva inyección de capitales significó un crecimiento en 1996-1997 pero volvió a desacelerar hacia fines de 1998 con la crisis en Rusia y Brasil llevando a Argentina a una profunda recesión económica.
Si bien ocho funcionarios del gobierno de De la Rúa, Cavallo y el propio Murdorf (quien nunca pudo ser traído a declarar frente a la justicia argentina) fueron procesados por la mayor estafa financiera de Argentina, en 2014 la causa prescribió y todos fueron absueltos (Brown, 2014).
Fundamental en las campañas del alcalde republicano de Nueva York Rudolph Giuliani en los años noventa; en 2012 del candidato presidencial Mitt Romney, como también del gobernador de Nueva Jersey, Chris Christi, y del senador estrella de Florida, Marco Rubio, ambos considerados posibles candidatos a vicepresidentes en cualquier fórmula republicana.
La diputada macrista, Laura Alonso, hoy al frente de la oficina anti-corrupción, casualmente pertenece a la ATFA.
APA: Castorina, E. (2018). Neoliberalismo democrático y deuda externa: lecciones del caso argentino. Ciencia política, 13(25), 149-172. MLA: Castorina, E. “Neoliberalismo democrático y deuda externa: lecciones del caso argentino”. Ciencia Política, 13.25 (2018): 149-172.