Ciencia Política
1909-230X
Universidad Nacional de Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v12n25.65251

Recibido: 15 de junio de 2017; Aceptado: 9 de octubre de 2017

Elementos para periodizar la violencia en Colombia: dimensiones causales e interpretaciones historiográficas

Elements to Periodize Violence in Colombia: Causal Dimensions and Historiographic Interpretations

J. Villamizar, 1

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. jvillamizar@unal.edu.co Universidad Nacional de Colombia Universidad Nacional de Colombia Bogotá Colombia

Doctor en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Historia y economista de la misma universidad. Administrador público de la Escuela Superior de Administración Pública. Docente de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Externado de Colombia.

Resumen

Este artículo examina los elementos económicos y políticos que permiten periodizar la violencia en Colombia en los siglos XX y XXI, además de observar su construcción conceptual y las consecuencias que de tales interpretaciones se derivan. Para ello, la primera sección presenta datos sobre la magnitud e impacto de la violencia; la segunda discute sobre las dimensiones causales del conflicto; la tercera presenta las interpretaciones historiográficas más relevantes; la cuarta presenta conclusiones.

Palabras clave:

conflicto agrario, frente nacional, guerra civil, guerrillas, paramilitares, periodización, violencia.

Abstract

This paper examines the economic and political elements that allow periodizing violence in Colombia in the XX and XXI centuries, in addition to observing its conceptual construction and the consequences that are derived from said interpretations. To this effect, the first section presents figures regarding the magnitude and impact of violence; the second discusses the causal dimensions of the conflict; the third presents the most relevant historiographical interpretations; the fourth presents conclusions.

Keywords:

Agrarian Civil War, Conflict, Guerrillas, National Front, Periods of time, Political Repression, Violence.

Introducción

El informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV, 2015) es el último de los diagnósticos globales realizados sobre la violencia en Colombia. Se trata del cuarto informe comisionado por el Gobierno Nacional entre 1958 y 2015,1 esta vez, en el marco de las negociaciones de paz entre el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El informe tuvo como fin ser un “insumo fundamental para la comprensión de la complejidad del conflicto” y ser una fuente “para una futura comisión de la verdad” (Pizarro y Moncayo, 2016). En febrero de 2015 se dio a conocer el texto final compuesto por doce ensayos y dos relatorías.2 Se trata de un informe que contiene diversas interpretaciones de la violencia en Colombia, que no busca una sola verdad y, por lo tanto, plantea una diversidad de análisis que merecen ser examinados para la mejor comprensión de nuestro pasado. De los diversos interrogantes que surgen del informe, en este ensayo nos ocuparemos de uno en particular, a saber, la periodización de la violencia durante los siglos XX y XXI.

La demarcación de un periodo conlleva la conceptualización e interpretación del mismo. Aquí buscaremos demostrar la siguiente hipótesis: que la violencia en Colombia ha sido continua y estructural y, dadas esas dos características, se trata de una guerra civil prolongada. Aceptar esta visión implica, igualmente, rechazar las posturas acerca de las múltiples violencias, la discontinuidad de la guerra y que la turbulencia política de los últimos treinta años es solo un producto de intereses económicos individuales.

En esa línea, al establecer una periodización de la violencia y su interpretación crítica en los siglos XX y XXI dentro de la historiografía reciente (CHCV, 2015; CNMH, 2013; Guerrero, 2011; Medina, 2011; Ramírez, 2015; Reyes, 2009; Uribe, 2013) se pueden identificar varias propuestas: la CHCV (2015), compiló doce coautorías con visible autonomía, cada una para definir los periodos. En unos casos, los periodos se delimitan desde los años veinte, en otros desde los cincuenta, y en otros, desde los ochenta. Asimismo las explicaciones son diversas y con implicaciones distintas. Para unos autores, la violencia es interpretada como una situación coyuntural y para otros, es estructural. Con este informe se abrió un debate entre los que creen que el conflicto interno es un asunto marginal y que debe ser tratado como un castigo judicial, y entre los que sostienen que se trata de un asunto consustancial a la historia política y social de Colombia.

Por su parte, el Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) estableció cuatro periodos: (1) de la violencia bipartidista a subversiva (1958-1982); (2) la expansión de paramilitares y guerrillas con propagación del narcotráfico (1982-1996); (3) la polarización de la confrontación (1996-2000); y (4) las negociaciones en medio del conflicto (2005-2012). Conceptualmente, para el CNMH se trata de una guerra prolongada y degradada:

Reconocer que el pasado se caracteriza por dinámicas de violencia implica encarar y rechazar la naturalización de la guerra, recuperar la indignación frente a ella, romper el círculo perverso de la explicación que se convierte en justificación, y condenar sin atenuantes las atrocidades y sus responsables. (CNMH, 2013, p. 31)

Investigadores independientes han hecho otras periodizaciones y conceptualizaciones: Reyes (2009) se centra en el despojo de tierra desde la década de los ochenta y por lo tanto, el conflicto agrario es el centro de la confrontación; Ramírez (2015) destaca la existencia de varios intentos de pacto constitucional desde 1958 como una formula, siempre fracasada, de superar la violencia política; Guerrero (2011) y Medina (2011), ambos intentan una propuesta de reescritura de la historia política del siglo XX en Colombia, con base en una periodización demarcada por acontecimientos de violencia crítica;3 y Uribe (2013) plantea un único periodo de confrontación violenta desde 1964 con la creación de las FARC hasta el año 2010, que lo lleva a definir el conflicto como una guerra civil prolongada. Su definición se fundamenta en el hecho que la confrontación generó más de mil muertos por año.

A partir de las propuestas de CNMH (2013) y de Uribe (2013) se pueden delimitar dos periodos: el bipartidista liberal-conservador (1945-1964), sobre lo cual hay consenso en la historiografía. Está definido por el ejercicio de la política por medio de la violencia entre las dos facciones de los partidos tradicionales; y el que inicia con los ataques del Estado a las localidades de Marquetalia (Tolima), Riochiquito (Cauca), el Pato y Guayabero (Huila) en 1964, que dio origen al surgimiento de la lucha del gobierno con las FARC hasta las negociaciones entre las dos partes en La Habana. Este ensayo se fundamenta en estos dos periodos. En línea con nuestra hipótesis, los dos periodos cumplen con características que revelan la continuidad de la problemática económica y política, que conduce a un rasgo estructural, y en consecuencia, a la prolongación de la guerra civil. Si bien ha habido un cambio, referido al paso de la lucha bipartidista a la lucha anti-subversiva, esa transformación no ha modificado la estructura que conduce a la persistencia de la guerra. A continuación, veremos la magnitud, las causas y la historiografía de la violencia para luego arrojar conclusiones.

1. La magnitud e impacto de la violencia

Como hechos coincidentes, en los dos periodos se puede observar la recurrencia del desplazamiento, de muertes violentas, de desapariciones, de masacres y de despojo de tierras. Estas situaciones van estableciendo rasgos estructurales y de continuidad asociados al ejercicio de la política y a situaciones de desigualdad y exclusión económica. Del primer periodo, solo tenemos unos datos de hechos violentos estimados (Oquist, 1978), situación que corrobora el pacto de silencio que las élites impusieron con el acuerdo del Frente Nacional (FN).

Del segundo periodo se cuenta con un registro más sistemático de hechos de violencia (ver Cuadro 1) y se observa que las víctimas ocasionadas ascienden al 18% de la población (de los cuales 14% son desplazados).

Cuadro 1: Número de personas víctimas en los dos periodos más críticos de violencia siglos XX y XXI

Nota. *Este dato es apenas indicativo. Adaptado de CNMH (2013) y Oquist (1978).

La similitud de las cifras de homicidios directos en ambos periodos (entre 200 mil y 300 mil), da cuenta de la intensidad de la violencia, cifra que, sin embargo, no revela suficientemente la sevicia y el terror de las masacres. Al respecto, el CNMH ha registrado 1982 masacres entre los años 1980 y 2012. Este fue un método de terror que tuvo como principal agente perpetrador a los grupos paramilitares (ver Gráfico 1).

Número de masacres 1980-2012

Gráfico 1: Número de masacres 1980-2012

Nota. Tomado de CNMH (2013).

El despojo de tierras ha sido otra consecuencia de gran impacto. Para el primer periodo, Oquist (1978) estimó el despojo en dos millones de hectáreas (ha) correspondientes a 393.648 parcelas, las cuales representaban a mediados del siglo XX, el 11% de la frontera agrícola, afectando a 33,8% de los propietarios rurales (CNMH, 2013). En el segundo periodo, se ha podido constatar que para el periodo 1985-2013 se despojaron 7,8 millones ha (CGR, 2014) que representan 15,3% de la frontera agropecuaria y que afectó a 537.503 familias (ver Cuadro 2).

Cuadro 2: Hectáreas (ha) despojadas o abandonadas y número de familias, 1985-2013

Nota. Adaptado de CGR (2014).

Fueron los narcotraficantes quienes, entre 1980-1995, se apropiaron de tierras en 409 municipios (42% del país), lo que permitió que ellos definieran las pautas de la inversión rural y de la seguridad alimentaria del país (Reyes, 2009). Como resultado, la población desplazada sufrió mayor empobrecimiento hasta llegar a niveles de indigencia del 35% mientras que este indicador para el resto de la población estaba en 19%. El nivel de pobreza se ubicó en 84% mientras que la media de los colombianos estaba en 42,8% (CGR, 2014). El desplazamiento, el homicidio y el despojo de tierras son tres hechos victimizantes que muestran un patrón sistemático de ocurrencia en los dos periodos. Lo anterior refuerza la afirmación de Uribe (2013) en cuanto a que la continuidad de ese conjunto de hechos da lugar al reconocimiento de una guerra civil prolongada.

2. Sobre las causas de la violencia

Desde la noción de guerra civil prolongada, propuesta por Uribe (2013), se distinguen dos dimensiones causales: la económica y la política, sin que una determine a la otra. En lo económico, se trata de una guerra alimentada por la falta de la reforma agraria para la reducción de la inequidad y la pobreza (Lipton, 2009), y por la implantación de un modelo de desarrollo anti-campesino (Uribe, 2013) que ha privilegiado las inversiones de grandes capitales en la agricultura y la industria y que, en las dos últimas décadas, se reproduce bajo el signo de la agroindustria (ver Diagrama 1).

Resistencia de la guerra en Colombia

Diagrama 1: Resistencia de la guerra en Colombia

Nota. Adaptado de Uribe (2013) y Tilly (1991).

Las élites han privilegiado la entrada del país en el mercado mundial mediante un modelo de tipo exportador de materias primas y extractor de rentas. La inequitativa distribución de la tierra, entre 1960 y 2002 se incrementó en 17% en las áreas de más de 500 ha, en detrimento de las unidades medianas y pequeñas (ver Cuadro 3).

Cuadro 3: Evolución de la propiedad rural en Colombia 1960-2002

Nota. Tomado de IGAC (2012).

Lo anterior tiene antecedentes en la desigual asignación de baldíos (CNMH, 2016) (ver Cuadro 4); en reformas agrarias inconclusas y poco efectivas (Fajardo, 2014; Machado, 1998; Reyes, 2009); y, en el despojo masivo de propiedades.

Cuadro 4: Adjudicación de baldíos por rangos de tamaño, varios periodos

Nota. Tomado de CNMH (2016).

La tierra ha sido disputada para la ganadería en las tierras medias y bajas, para la producción de café en el occidente, para el banano en Urabá y para el azúcar en el Valle. Luego se ha competido por la tierra desde intereses tan diversos como los agroindustriales en el Orinoco o los mineros del oro en Bolívar y las esmeraldas en Boyacá, el carbón en el norte, el petróleo en Barrancabermeja, los Llanos y otras zonas, como también están los intereses de los productores de palma, las explotaciones madereras, la producción de hoja de coca, así como de las rutas para su transporte y la cadena de la economía del narcotráfico. También los diferentes procesos de colonización que ha tenido el país en los últimos 150 años han dado lugar al ejercicio de la violencia. Estas actividades económicas tienen en común su relación con el sector exportador, han sido las generadoras de divisas durante el siglo XX, siendo las más importantes las derivadas del café (1870-1984), el petróleo (1980-2013), la coca (1980-2015), el oro y el carbón (1990-2016) (Gráfico 2).

Principales exportaciones del modelo agrominero, 1970-2015

Gráfico 2: Principales exportaciones del modelo agrominero, 1970-2015

Nota. Participación % en el valor total de las exportaciones. Adaptado de Banco de la República (2017).4

Estas han sido las fuentes principales de generación de renta económica y constituyen el modelo característico y estructural de inserción de nuestra economía en el capitalismo global. Además, han servido como fuente de ingresos para los grupos armados: es conocida la presencia del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en los corredores del petróleo y de la extracción de oro; de los grupos paramilitares en la producción de la palma africana, banano y la extracción de minerales; y de las FARC y otros grupos armados en la economía de la coca (CGR, 2014; CNMH, 2013; Ramírez, 2002).

En la historiografía económica y del conflicto, podemos encontrar que este desarrollo agro-minero exportador, unido a políticas económicas y de modernización del Estado favorecen solo a las élites económicas (Mann, 1991). Estas son políticas que han ido en contra del campesinado, algunas de ellas son: El Pacto de Chicoral de 1971 que impondría por las siguientes décadas la contra-reforma agraria; el plan de Las Cuatro Estrategias de 1971 que forjó las bases de una estrategia de industrialización y de creación de ciudades, dejando atrás y sin resolver los conflictos agrarios; la política de Apertura económica de 1991 que cambió radicalmente el modelo económico hacia una vía de acumulación de capital por el mercado sin control, e hizo que el campesino mediano y pequeño perdiera toda posibilidad de crear riqueza; y por último, la reciente Ley de Zidres aprobada por el Congreso y el Gobierno (Ley 1776, 2016), que de acuerdo con la Corte Constitucional “representa un claro retroceso en cuanto al derecho de los campesinos a tener territorio y una violación al patrimonio público” (“Corte Constitucional deja”, 2017). Esos hechos, entre otros, han permitido la formulación de tesis como la de Pecaut (1996), quien planteó la existencia de la disolución progresiva del Estado, es decir, la pérdida de autonomía del Estado con respecto a los intereses económicos o de la existencia estructural de un desarrollo anti-campesino (Uribe, 2013).

En la dimensión política predomina la débil construcción de una sociedad democrática, abierta e incluyente. El poder se logra por la coerción centralizada, institucionalizada y territorializada dentro del Estado. Corresponde a la élite política organizar ese poder en normas y leyes que la mayoría deben obedecer (Mann, 1991). Los dos periodos de violencia de los siglos XX y XXI, han sido procesos marcados por un cambio significativo en las instituciones.

Entre 1886 y 1990 la constitución de Núñez centralizó la actividad política alrededor de los partidos liberal y conservador. Este rasgo ha sido suficiente para que el Estado “no pueda aspirar a forjar la sociedad, ni siquiera a reclamar una autoridad indiscutible sobre ella” (Pecaut, 1996, p. 32). Esta constitución además mantuvo el orden con el Estado de Sitio, que le quitaba el poder de deliberación al Congreso en favor de la expedición de leyes por parte de la Rama Ejecutiva y el otorgamiento de funciones especiales a las fuerzas de seguridad del Estado. También permitió el Estatuto de Seguridad (1978-1982), el Estatuto para la Defensa de la democracia (1988) y otras normas para la formación de grupos paraestatales (chulavitas y paramilitares) (Moncayo, Estrada, Wills y Giraldo como se citó en CHCV, 2015).

Entre 1991 y 2016, en el marco de la nueva constitución surgida de la negociación de paz con el M-19, se ha mantenido al paramilitarismo como mecanismo de protección ya no sólo de las élites políticas nacionales sino también de élites regionales fortalecidas con los recursos del narcotráfico.

Asimismo, se pasó de un régimen bipartidista que protagonizó la primera violencia, a la democracia restringida del FN que desactivó la confrontación bipartidista. Ese acuerdo que duró de 1958 a 1974, engendró la despolitización y estuvo entre los múltiples motivos para el crecimiento de la insurgencia armada. A falta de una solución política entre los gobiernos y las guerrillas, surgió otro actor armado de derecha y defensor del statu quo: el paramilitarismo. Desde el Estado ha imperado el cierre de los espacios políticos y la respuesta militarista a cualquier tipo de demanda de la población. Hasta el año 2010, cuando se abrieron de nuevo las puertas de la negociación política, y siete años después, estamos asistiendo a la firma del Acuerdo de Paz de La Habana ratificado en el Teatro Colón en noviembre de 2016.

3. Las interpretaciones historiográficas

Pueden distinguirse tres momentos de la historiografía. El primero se caracteriza por el interés en ocultar desde el gobierno las responsabilidades por los sucesos de la violencia; el segundo, por búsquedas de perspectivas multidimensionales de explicación de la violencia ante la multiplicación de actores en la confrontación después de los años ochenta; el tercero, el momento de la disputa por consolidar las perspectivas explicativas de largo plazo, de revelar el pasado en su crudeza y resarcir a las víctimas. Esos tres momentos, a su vez, generaron cambios conceptuales, pasando de La Violencia como un sujeto abstracto y sin responsables políticos hasta 1964, donde hay un reconocimiento de la violencia como un concepto más sociológico, es decir, científicamente construido. Veinte años más tarde, se complejiza la idea de la violencia, para finalmente, ingresar en el nuevo siglo con las nociones de conflicto interno y guerra civil (ver Diagrama 2).

Línea de tiempo de investigaciones y estudios de la violencia en Colombia

Diagrama 2: Línea de tiempo de investigaciones y estudios de la violencia en Colombia

Nota. Elaboración propia.

La violencia bipartidista

La Comisión Investigadora de 19585 que entregó su informe al primer gobierno del FN tuvo entre sus objetivos: hacer la radiografía local y nacional de la violencia, plantear recomendaciones para adelantar procesos de pacificación y, sobre todo, establecer el discurso de que el FN era un nuevo comienzo para el país (Jaramillo, 2014). Como resultado, se formuló la idea de que la violencia no tenía límites temporales claros (esto es, sin comienzo) y era responsabilidad de todos. De esta manera se propició un olvido sobre lo sucedido: atrás quedarían la masacre de las bananeras, el asesinato de Gaitán, las medidas de excepción tomadas por los gobiernos para el ejercicio de la violencia contra trabajadores, políticos y opositores, el Estado de Sitio, La Ley Heroica de 1926, el Decreto 3518 de 1949, entre otros.

Esta es una fase (hasta los años setenta) donde se desarrolló una literatura tradicional de tipo testimonial y apologética. La Violencia como concepto se convirtió en un sujeto histórico que trajo como consecuencia la des-personificación de las responsabilidades y la resignación a creer que la conflictividad bipartidista era parte del orden natural de las cosas (Sánchez y Peñaranda, 2015).

Un suceso no previsto por el Gobierno de entonces fue la presencia del Padre Germán Guzmán en la Comisión quien, en representación de la iglesia, recolectó información y relatos que permitieron organizar un archivo que dio lugar a la publicación en 1962 de La violencia en Colombia (escrito por Orlando Fals, Germán Guzmán y Germán Umaña). Ya no se trataba, como quería la clase política de la época, de generar olvido sino de realizar una terapéutica social y poner en evidencia “el papel de las élites en el desangre” (Jaramillo, 2014, p. 258) entre 1945 y 1958. El libro destacó el protagonismo de los sectores sociales que el bipartidismo había ocultado (los campesinos); la conquista de ideologías más allá del bipartidismo tradicional (en las guerrillas del Llano); y la propuesta sociológica de encontrar las causas del conflicto en los procesos políticos y económicos de los años treinta (Ortíz, 1992). En otras palabras, había que establecer una continuidad con el pasado.

El momento cierra con la formulación de explicaciones causales más globales: la de Oquist (1978), quien argumenta que con la violencia ocurrió una pérdida de legitimidad del Estado entre la población y la consecuente utilización de altos grados de represión para lograr la coerción, formulando así la noción del derrumbe parcial del Estado (Pizarro, 2004); y la de Pecaut (1987), quién planteó que Colombia era una democracia civil restringida, con la violencia en el centro de un fractura de lo social, convirtiéndose esta última en consustancial al ejercicio de la democracia. Esto lleva a que no se reconozca al Estado como agente legítimo unificador de la sociedad.

En resumen, este momento historiográfico muestra el tránsito desde la personificación abstracta de la violencia hacia una interpretación sociológica y concluye con búsquedas de explicación globales como el derrumbe parcial del Estado y la democracia civil restringida.

La multidimensionalidad de la violencia

En 1987 se dio un giro explicativo cuando el gobierno contrató la Comisión de Expertos, la cual debía explicar una realidad nacional atacada por múltiples actores y construir una agenda de lucha contra los diferentes agentes provocadores de las violencias. Ya no había un pacto político que defender y lo que se buscaría sería la obtención de más democracia. La violencia se clasificó entonces según la siguiente tipología, sin asignarle un peso relativo a cada una:

Violencia política: aquella originada en enfrentamientos entre el ejército y los grupos armados o de carácter insurreccional. Se la asocia a hechos como la extorsión y el secuestro (Cristancho, 2012).

Violencia urbana: era un fenómeno nuevo para la época. Se explica por la acción de intereses privados de individuos armados frente a otros ciudadanos indefensos y garantiza un beneficio económico para los primeros (Cristancho, 2012).

Violencia organizada: se trata de agresiones, producto de estrategias calculadas por organizaciones que tienen un plan para la liquidación de otro, con el fin de obtener algún beneficio privado (Cristancho, 2012).

Violencia contra minorías étnicas: como su nombre lo indica, se asocia a los ataques contra grupos indígenas o de comunidades negras.

Violencia de los medios de comunicación: aquí se trata de la forma como los medios de comunicación desencadenan una actitud mental en la población que no estaría permitiendo la reconciliación en la sociedad.

Violencia familiar: esta es una violencia ejercida a los miembros del grupo familiar al que se pertenece. Se trata de golpes físicos y violaciones. Este sería un medio que no le permite a la democracia materializarse (Cristancho, 2012; Jaramillo, 2014; Ortiz, 1992).

El informe se conoció como Colombia. Violencia y Democracia (Arocha y Sánchez, 1987). Su foco de análisis se concentró en los años setenta y comienzos de los ochenta, un nuevo periodo que implicaba un reto ante el surgimiento de nuevos actores y problemas. Los expertos presentaron una explicación de la confrontación reinante que rompió con el discurso dominante, y sentó “los principios del polimorfismo, multidireccionalidad y multicausalidad de la violencia” (Ortíz, 1992, p. 57); surgió la noción de cultura de la violencia y se develaron las formas emergentes del conflicto tales como: el paramilitarismo, la violencia sicarial y el narcotráfico. Atrás quedaría el bipartidismo. La solución propuesta por la Comisión al Gobierno era que hubiese más democracia política en el sistema. Lo que resultó fue un desconcierto intelectual, que parecía dejar la dimensión política en el marco de un conjunto de violencias que parecían incorporadas en la psiquis y el comportamiento habitual de los colombianos.

El informe no se ocupó de problemas estructurales como la distribución de la tierra, no dimensionó las consecuencias negativas del narcotráfico ni alertó la masacre iniciada contra los militantes de la Unión Patriótica, partido político surgido de los primeros acuerdos de paz entre las FARC y el Gobierno (Jaramillo, 2014).

En esa perspectiva multidimensional se incluyó el estudio sobre violencia urbana, de Camacho y Guzmán, Colombia, ciudad y violencia, quienes rechazaron el determinismo unilineal y plantearon una concepción abierta y plural de los procesos sociales (Arias, 1990; Ortíz, 1992). Estos refutaron la idea de la relación directa entre pobreza y violencia, y concluyeron que los problemas del momento no se debían únicamente al programa desestabilizador de las guerrillas (Arias, 1990).

A pesar de la incertidumbre que creaba el informe de 1987, otras investigaciones abrieron paso en la interpretación de la violencia. Es así como Gonzalo Sánchez y Ricardo Peñaranda realizaron un balance historiográfico que tuvo dos ediciones (en 1991 y en 2007) y dos reimpresiones (en 2009 y 2015). La intención fue “reunir una muestra significativa de trabajos que dieran cuenta de los avances que, […] se habían dado en torno al […] periodo de La Violencia” (Sánchez y Peñaranda, 2015, p. 17). Allí se recogieron los temas del bandolerismo, las guerras del siglo XIX, los problemas agrarios, la modernización y el desarrollo desigual de la primera mitad del siglo XX, para luego insertarse en el periodo 1945-1965, el 9 de abril, la violencia en el Quindío y Tolima y el papel del ejército colombiano. Dieciséis años después, en la segunda edición, ingresaron los temas del narcotráfico, el paramilitarismo y la paz.6 Ya para esa fecha los editores señalaron que: “la inundación de materiales hace ya casi imposible llevar un registro y un balance acumulativo de las publicaciones sobre el tema” (Sánchez y Peñaranda, 2015, p. 12).

En 2007, los editores visualizaron un “nuevo ciclo del conflicto colombiano” e incorporaron el concepto de guerra interna, la internacionalización de la misma y el involucramiento de la sociedad entera en el enfrentamiento. Lo que resulta más importante de esta edición es la “invitación a pensar el conflicto armado colombiano en una dimensión histórica, a interpretar la crisis […] desde una perspectiva de mediana duración, y en últimas a reflexionar sobre el papel de la violencia en la conformación de la Nación” (Sánchez y Peñaranda, 2015, p. 9). Fueron incluidos como nuevos temas la sociología política del narcotráfico y el análisis de los homicidios producto de diversas violencias en el periodo 1975-2001. El último texto recoge el análisis del discurso y la práctica de la autodefensa armada, el surgimiento de nuevos poderes regionales y la evaluación del proceso de negociación entre el Gobierno del Presidente Uribe y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

El balance realizado por Sánchez (1985) planteó como tendencias de investigación: la superación de la literatura apologética de los setenta; el surgimiento de una historiografía que pasó de la coyuntura a la perspectiva de larga duración, colocando a la violencia como “un elemento estructural de la evolución política y social del país” (Sánchez, 1985, p. 25). Asimismo, el inicio de la indagación por las continuidades y discontinuidades entre el periodo de la primera violencia y la creciente conflictividad ocurrida en los años ochenta.

Peñaranda (2007) nos recuerda la producción de intentos globales de interpretación con: Palacios (1995), Entre la legitimidad y la violencia 1875-1994;Sánchez (1991), Guerra y política en la sociedad colombiana; La Comisión de Expertos coordinada por Arocha y Sánchez (1987), Colombia. Violencia y Democracia; y Pecaut (1987), Orden y Violencia. De ellos enfatiza que la violencia surge como el fenómeno regulador de los conflictos individuales y colectivos, en medio de una acelerada modernización económica y de inacabados procesos de colonización. También formula las preguntas que seguirán resonando en 2015:

¿Cómo puede el sistema político colombiano sobrevivir a cuatro décadas de violencia? ¿De qué manera la guerra ha logrado convertirse en un mecanismo de configuración de actores políticos? ¿Cómo alcanzó la violencia el grado de rentabilidad política que tiene hoy en la sociedad colombiana? (Peñaranda, 2007, p. 34)

Esas preguntas planteaban un escenario distinto para los años ochenta: los investigadores comenzaron a sostener que el conflicto interno era una guerra de cuatro décadas.

En síntesis, la historiografía producida ente 1987 y el cierre del siglo XX muestra avances conceptuales al considerar una continuidad entre la violencia de 1945-1964 y los nuevos fenómenos que se hacían presentes al final del siglo XX, entre ellos, la reforma agraria, la modernización y el desarrollo desigual. Asimismo, comenzó a hacer carrera la noción de cultura de la violencia, que por momentos implicaba un cierto desconcierto sobre lo que estaba sucediendo.

De la multidimensionalidad de la violencia a la Guerra Civil

El inicio del siglo XXI trajo una nueva discusión acerca del carácter del conflicto que se continuaba prolongando, para entonces sucedió la segunda gran ruptura de las negociaciones de paz entre el Gobierno y las FARC e inició una etapa de ofensiva militar estatal, dentro de la cual no se ahorraron interpretaciones que justificaran la opción militar como búsqueda de la derrota de las guerrillas.

Dos hitos historiográficos marcan las nuevas discusiones del momento: (1) el debate sobre el carácter del conflicto interno; y (2) el régimen de verdad o la trama narrativa que se construyó con las dos comisiones encargadas por el gobierno en 2007 y 2015 para explicar la confrontación (Jaramillo, 2014).

En la primera mitad de la década del dos mil se dio un debate sobre el carácter del conflicto con las preguntas: “¿vive Colombia una guerra civil? ¿qué hay entre ese ayer turbulento del siglo XIX, la mitad del siglo XX y el hoy, terriblemente dramático, que parece unir bajo una larga confrontación la mayor parte de nuestra historia?” (Ramírez, 2002, p. 153). La guerra civil habría tomado forma desde el momento en que, en los años ochenta, las guerrillas deciden expandirse financiándose con las rentas del narcotráfico, el petróleo y el oro (Ramírez, 2002). Esta visión es rechazada por Posada (2001) quien no propone una visión alternativa, y Pizarro (2004) quien propone la noción de democracia asediada referida a la ocupación que hacen del territorio los actores armados (paramilitares y guerrilla) limitando así el sistema electoral.7

Otras nociones fueron la de guerra contra la sociedad de Daniel Pecaut y guerra ambigua o guerra anti-terrorista de las agencias norteamericanas (Pizarro, 2004). En todos los casos, las guerrillas estarían fuera de la sociedad y por lo tanto no serían un actor político válido y objeto de negociación política. Recientemente, Uribe (2011, 2013) ha realizado una actualización de este debate a favor de la idea de una guerra civil prolongada desde 1964, la cual se ha configurado por la coexistencia del veto de las élites a la Nación, un estilo de desarrollo concentrador de la riqueza con sesgo anti-campesino y una adopción irrestricta de las élites a la política norteamericana. Estos son elementos que se retroalimentan mutuamente generando una ruta a partir de la cual la guerra civil es la marca distintiva.

Richani (2003) planteó que la prolongación de la guerra se asocia con la valoración del costo-beneficio que los diferentes actores (militares, guerrillas, paramilitares, crimen organizado y clases dominantes) obtienen de la guerra o la paz. Se dio un equilibrio de fuerzas en el cual ninguno tiene capacidad para derrotar a los otros.

Rodríguez (2006) 8 abordó la pregunta por la evolución del conflicto en los noventa y, con cierta perplejidad, por ¿cómo ha sido posible que haya continuado cohabitando la violencia, el caos de la guerra, la democracia y el orden jurídico? El mismo título dejaba el sinsabor de que no se tenía una explicación plausible a lo que estaba sucediendo. Se trataba de “una curiosa y nueva visión académica [que coincidía con la negación del conflicto por el gobierno] con el fin de rebajar la insurgencia guerrillera a un nivel de simple delincuencia común” (Ramírez, 2015, p. 11). El interés principal era entender la violencia de fin de siglo: en lo político, ya sin el bipartidismo, se destacó como explicación el carácter excluyente del sistema electoral; en lo económico, se analizó el control de las rentas generadas por el narcotráfico y de otras economías legales e ilegales.

Un balance reciente (Cartagena, 2016) presenta la periodización de la violencia bajo la lógica de la acción de las clases dirigentes como un largo conflicto de clases: al interpelar el sistema político por su ampliación en los cincuenta, este se cierra para eliminar la violencia bipartidista, pero abre un nuevo escenario insurreccional, cambiando la perspectiva de interpelar al poder por sustituirlo.

En 2007 el gobierno creó la tercera gran Comisión de Estudios de la Violencia, bajo la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica. Sus resultados, presentados en 2013, no solo superaron el mandato gubernamental sino que fueron más allá (aun en contra del gobierno) de documentar casos emblemáticos de victimización y resistencia, para crear una visión del pasado en que lo ético predomina. Por este motivo, se ocupó de recuperar y hacer públicos varios sucesos de terror provocados por diversos actores materializados en las masacres. Las víctimas, por primera vez, fueron el sujeto mediador entre el pasado y el futuro. A diferencia de las anteriores comisiones, esta ha logrado tener más permanencia y posibilidades de investigar y recabar en los hechos seleccionados (en seis años produjo 21 informes documentados de masacres). Aquí la noción que reemplaza a las de violencia y conflicto interno es la de guerra prolongada y degradada. Eso implica el reconocimiento de actores políticos y permite identificar diferentes responsabilidades políticas y sociales frente a lo sucedido (CNMH, 2013).

Finalmente, en este grupo historiográfico se incluye a la CHCV surgida de las negociaciones de paz entre el Gobierno y la Guerrilla de las FARC en La Habana (Pizarro y Moncayo, 2016). Como ya se ha mencionado, su resultado fue un grupo de ensayos disimiles que abren distintas perspectivas de explicación y que una vez más, cuestionan las periodizaciones y las causas del conflicto político en los siglos XX y XXI. No obstante, agrega un elemento nuevo, la pregunta por la persistencia del conflicto: implícitamente el mandato buscó indagar por factores estructurales y permanentes que hacen que la guerra desde la segunda mitad del siglo pasado, surja, se renueve y cobre nuevos aires más letales y autodestructivos que el anterior ciclo.

Eduardo Pizarro y Víctor Moncayo como relatores propusieron, entre otros factores explicativos, la cuestión sobre la continuidad o discontinuidad del conflicto. Si se mira enfáticamente a la continuidad, el conflicto por la tierra es el elemento que sigue estando en el centro del debate (Fajardo, Molano y Estrada como se citó en CHCV, 2015). También se considera estructural el cierre de los espacios políticos en los dos periodos de violencia. Igualmente, está la respuesta desproporcionada y reiterada de las élites frente a la protesta social (Estrada y Wills como se citó en CHCV, 2015). Por último, algunos comisionados incorporan a la explicación la aparición de un capitalismo extractor de rentas, donde el narcotráfico es parte consustancial del sistema (Estrada y Moncayo como se citó en CHCV, 2015).

Por otro lado, con énfasis en la discontinuidad, los comisionados centran su atención en destacar que el FN terminó con la violencia bipartidista de mitad del siglo XX; el narcotráfico y paramilitarismo se sitúan como actores nuevos de la violencia; y que los actores armados solo tienen como finalidad de su accionar la extracción de rentas (a través del secuestro y el “boleteo”), haciendo tabla rasa del periodo anterior a los años ochenta en una aceptación tácita de la forma cómo la clase política ha construido el pasado (sin verdad, sin memoria, sin historia) (Duncan y Torrijos como se citó en CHCV, 2015).

4. Conclusiones

La periodización de la violencia es útil en tanto ayuda a explicar la continuidad y los cambios ocurridos a lo largo de la última centuria. Cuando se toma únicamente desde los ochenta (con la llegada del narcotráfico) hasta hoy, sin estudiar los antecedentes del pasado, se corre el riesgo de llegar a conclusiones que obedecen a coyunturas y no a aspectos estructurales.

Hemos tomado dos periodos que son evidencia de un cambio político en la sociedad colombiana pero que, al mismo tiempo, ponen de presente la continuidad de problemáticas como la falta de una reforma agraria, la creciente desigualdad económica y la permanencia de restricciones políticas.

Desde 1958 hasta 2016 ha habido una evolución conceptual en los estudios sobre el conflicto. Del sujeto abstracto de La Violencia, se pasó a las violencias, para llegar a la noción de guerra civil que implica el reconocimiento de la dimensión política y, por tanto, de responsabilidades sobre lo sucedido. Entre las diferentes opciones de periodización, la más útil es la definición de dos periodos en el marco de una guerra civil prolongada.

Acknowledgements

Reconocimientos

Este ensayo fue presentado como requisito para el concurso profesoral de la Universidad Nacional de Colombia en el año 2016. Agradezco de antemano a la lectura previa de Mauricio Uribe y a la ayuda incondicional y de mucho afecto de Carlos Murcia. También a los lectores anónimos por sus comentarios acertados. Los errores, por supuesto, siguen siendo míos.

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Sus autores fueron Darío Fajardo, Alfredo Molano, Jairo Estrada, Víctor Moncayo, María Wills, Gustavo Duncan, Jorge Giraldo, Javier Giraldo, Francisco Gutiérrez, Vicente Torrijos, Renán Vega, Daniel Pecaut, Eduardo Pizarro.
Guerrero (2011) identifica la Masacre de Gacheta el 8 de enero de 1939 y la persistente denuncia de Laureano Gómez acerca de 6000 muertes de conservadores durante el gobierno liberal, el genocidio político gaitanista entre 1948 y 1953 y el genocidio de la Unión Patriótica en las dos últimas décadas del siglo XX. Por su parte, Medina (2011) plantea una periodización del siglo XX en cuatro periodos: el primero de orígenes de los actores políticos y sociales en el siglo XX (1903-1929); el segundo, la violencia como estrategia de acumulación y modernización del país (1930-1957); el tercero, de conflictos sociales y político-ideológicos (1958-1977); y el cuarto, escalamiento, enrarecimiento y degradación de los conflictos a partir de 1978.
La presencia de la minería es más amplia, si se tiene en cuenta que la participación de la refinación de petróleo en la industria participa con 17% de la producción, que en su mayor parte es para la explotación.
Se trataba de un equipo de ocho personas en representación del Partido Liberal junto a Otto Morales Benítez y Absalón Fernández de Soto; Augusto Ramírez Moreno del Partido Conservador; los Generales Ernesto Caicedo López y Hernándo Mora Angueira de las Fuerzas Armadas; y los sacerdotes Fabio Martínez y Germán Guzmán Campos por la Iglesia. Según Jaramillo, ellos eran “los elementos más representativos de las élites y del pacto (del FN) que estarían en ella” (Jaramillo, 2011, p. 44).
En paralelo se había producido el balance de Ortíz (1992), que destacó dos tipos de investigación: la importancia de los temas regionales como laboratorio para el estudio de procesos más globales con el análisis de las estructuras agrarias de Fajardo y Reyes (1977); y la investigación de Carlos Medina sobre el paramilitarismo en Puerto Boyacá, porque revelaba un aspecto que no había sido tocado antes, el apoyo popular a los grupos armados anticomunistas, mostrando con ello, causalidades asociadas a la defensa del statu quo.
Se trataría de que, en el nivel local del Estado, los grupos armados ejercían su poder electoral para imponer sus candidatos.
En 2006, Nuestra guerra sin nombre fue valorado como el balance más completo realizado sobre el conflicto armado colombiano.
APA: Villamizar, J. (2018). Elementos para periodizar la violencia en Colombia: dimensiones causales e interpretaciones historiográficas. Ciencia política, 13(25), 173-198. MLA: Villamizar, J. “Elementos para periodizar la violencia en Colombia: dimensiones causales e interpretaciones historiográficas”. Ciencia Política, 13.25 (2018): 173-198.