Ciencia Política
1909-230X
Universidad Nacional de Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v13n25.69341

Recibido: 17 de octubre de 2017; Aceptado: 14 de enero de 2018

La economía del carbono: una adicción de difícil tratamiento

The Coal Economy: a Difficult Addiction to Treat

Á. Sanabria, 1

Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia asanadu@gmail.com Universidad Distrital Francisco José de Caldas Universidad Distrital Francisco José de Caldas Bogotá Colombia

Docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Economista de la Universidad Nacional de Colombia y Magister en Medio Ambiente y Desarrollo de la misma universidad. Con estudios doctorales en Procesos Sociales y Políticos de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS) de Santiago de Chile. Colaborador permanente del mensuario Le monde diplomatique el “Dipló”.

Resumen

La decisión de la actual administración estadounidense de derogar las medidas de regulación a la producción y el consumo de combustibles fósiles en ese país, así como el retiro del Acuerdo de París sobre cambio climático, son apenas una muestra del apego, a veces velado, que los poderes facticos mantienen respecto de la matriz energética centrada en la economía del carbono. El motor de explosión y los automóviles fueron los iconos de una sociedad consumista que erigió la velocidad y el derroche como bases de su modo de ser. El modelo fordista fue su ideal del bienestar, y su regreso es aquello por lo que algunos nostálgicos pugnan abiertamente. La búsqueda de argumentos sinuosos para velar hechos como que los combustibles fósiles son materiales no renovables, que su quema indiscriminada ya nos pasa factura a través de los efectos amenazantes del calentamiento global o que el gasto de energía para obtener energía es cada vez mayor, nos sitúa en el borde de un verdadero “abismo energético”, cuyo vacío en el mejor de los casos apenas vislumbramos.

Palabras clave:

economía descarbonizada, esquisto, fordismo, fracturación hidráulica, petrodólar, tasa de retorno energético..

Abstract

The decision of the current United States administration of repealing existing regulatory measures on production and consumption of fossil fuels in that country, as well as withdrawing from the Paris Accord on climate change are a few of the examples of the attachment, sometimes shrouded, that the factual powers maintain regarding the energy matrix centered on coal. Combustion engines and automobiles were the icons of a consumerist society that established speed and wastefulness as the foundation of the way of life. The Fordism model was the wellbeing ideal, and its return is something for which nostalgic persons openly vie. The search for winding arguments to oversee the facts such as that fossil fuels are non-renewable materials, that its indiscriminate burning is already running up a tab through threatening effects of global warming, or that the waste of energy to obtain more energy is ever higher, which places us on the edge of a true “energy abysm”, whose void we barely glimpse in the of best cases.

Keywords:

Decarbonized Economy, Energy Return, Fordism, Fracking, Investment, Petrodollar, Shale..

Por haber procurado a los mortales un privilegio estoy uncido al

Desdichado yugo de esta necesidad. Doy caza a la furtiva fuente

del fuego, que llenó el hueco de una caña, y que ha resultado

para los mortales maestra de todo arte y un gran recurso.

Por estas faltas estoy pagando penas.

Esquilo

Introducción

El cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Donald Trump (magnate de la construcción y los casinos, y figura del insustancial mundo del espectáculo televisivo), tuvo como lema de su campaña “hacer nuevamente grande a Estados Unidos” (Make America Great Again), sin que en ningún momento precisara su sentido. Sin embargo, en un período muy corto desde la asunción del mando, el eje central de la estrategia dejó emerger el mundo imaginado que escondía el eslogan. El nombramiento de Rex Tillerson, director ejecutivo de Exxon Mobil, como Secretario de Estado; de Scott Pruit (escéptico del cambio climático, defensor de la industria del petróleo y varias veces demandante de la Agencia de Protección del Medio Ambiente de EE.UU, conocida como EPA, por sus siglas en inglés), como director de la institución objeto de sus ataques; la derogación de la ley de regulaciones a la explotación del carbón, que tenía como objetivo proteger los cuerpos de agua de los desperdicios de la extracción del mineral; el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático; y más recientemente la derogación del Plan de Energía Limpia (CPP, por sus siglas en inglés), son hechos que permiten concluir que, más allá del proteccionismo, la reindustrialización o el regreso al bilateralismo en las relaciones internacionales, el principio fundante de la nueva política estadounidense tiene su base material y estratégica en situar nuevamente en el centro de la escena la producción y comercialización de los combustibles fósiles.

La negación del cambio climático no parece cosa distinta a la justificación del mantenimiento de la composición de la matriz energética que, en la actualidad, más allá de las “buenas intenciones”, está configurada en un 86% por materiales fósiles. La descarbonización representa un desafío sin precedentes y su elusión puede explicarse, en buena medida, porque el asumirla nos obligaría a reorientar radicalmente nuestro modo de vida.

Fordismo y petróleo

Pese a todo, la actual administración estadounidense es tan sólo un punto de llegada y no de inicio. La producción de crudo y gas de esquisto (shale oil) a través de la técnica conocida como fracturación hidráulica (fracking) comienza su ascenso vertiginoso en 2008, cuando de extraer cerca de un millón de barriles diarios pasa a producir alrededor de seis millones en 2015. Es decir, que en tan sólo cinco años sextuplicó su producción, y sumó lo suficiente para hacer regresar las cifras de la extracción de la potencia del Norte a los niveles de los años setenta. Este tipo de explotación revirtió el punto de producción más bajo del crudo en ese país, alcanzado en 2008, cuando la extracción diaria arrojó una cifra de cinco millones de barriles, lejos del techo que, en 1970, llegó a 9,6 millones de barriles (EIA, 2008). Quizá el efecto más importante en la economía mundial del petróleo de la recuperación norteamericana haya sido el descenso de las importaciones, que de haber alcanzado un máximo de 12,5 millones de barriles en 2006, fue reducido, en la actualidad, a cerca de cinco millones, cifra que hace regresar la variable a los valores de los años ochenta.

Llevar nuevamente la producción a los niveles de los máximos históricos de hace casi medio siglo, y reducir dramáticamente las importaciones ha significado un importante golpe simbólico en los mercados. Esto provocó la caída de los precios desde los 147,25 dólares por barril, en julio de 2008, hasta las fluctuaciones de los últimos meses de 2017 alrededor de los 50 dólares, y parecen marcar un piso al precio acotado por el costo promedio de producción del crudo de esquisto, que da muestras de estar constituyéndose en la renta diferencial mínima.1 Sin embargo, en una visión de largo plazo, los cambios no son notables si tenemos en cuenta que los Estados Unidos tienen una brecha entre producción y consumo cercana a los 9,5 millones de barriles diarios (que tiene que cubrir con importaciones), y que las perspectivas de crecimiento de la extracción de los recursos fósiles no convencionales los sitúa en una meseta de producción hacia el futuro (Prieto, 2015). Por lo que la geopolítica que gira alrededor del mercado internacional de los hidrocarburos seguirá siendo transversal y conflictiva como lo ha sido hasta ahora.

El llamado Siglo Americano, del que los historiadores datan su inicio en 1917 con el famoso Telegrama Zimmermann (que fue exhibido como el casus belli que llevó a los Estados Unidos a participar en la Primera Guerra Mundial, cuando ya casi finalizaba y de la que derivó las ventajas de la victoria con un costo muy bajo), inauguró para el mundo del capital la producción y el consumo masivos como ejes predominantes en la estructuración de las sociedades. La compra de vehículos particulares como símbolo máximo de los bienes durables, sería el punto de ruptura radical con los patrones de gasto y de vida cotidiana del pasado. El llamado modelo fordista de acumulación, incontestable hasta los tres primeros cuartos del siglo XX, toma el nombre (no gratuitamente) del primer empresario enriquecido con la industria automovilística. Tampoco es casualidad que en ese sector haya tenido lugar el origen del sistema de “producción en cadena de montaje”, que acabó constituyéndose en la forma básica de la elaboración serializada de productos de todo tipo.

El consumo de automóviles debía pasar por el establecimiento de un ingreso que permitiera su compra en pagos diferidos, provocando el endeudamiento sistemático y permanente de los trabajadores y de paso fortaleciendo el sistema financiero.2 La demanda masiva de vehículos estuvo apuntalada en su transformación en una verdadera necesidad, para lo que fueron utilizadas dos estrategias: por un lado, a través de un ordenamiento territorial que ubicaba la vivienda de los trabajadores en las afueras de los centros urbanos, como el conglomerado de Levittown (con sus casas construidas en serie con materiales baratos) que dio inicio al modelo del Suburbio Residencial y que obligaba a la posesión de por lo menos un automóvil y recorridos de entre cinco y diez kilómetros diarios:

La solución norteamericana, aunque diferente en su forma, también confió fundamentalmente en la producción masiva, en los sistemas de construcción industriales y en una concepción ampliamente difundida acerca de cómo podía surgir un espacio urbano racional conectado a través de medios de transporte individuales que utilizaban infraestructuras públicas, como lo había concebido Frank Lloyd Wright en su proyecto Broadacre de la década de 1930. (Harvey, 1998, p. 89)

Por otro lado, la sustitución del ferrocarril para el transporte de carga interestatal por los tractocamiones, y en general, el cambio casi absoluto de los rieles por el pavimento3 (hasta el punto que en la actualidad los Estados Unidos son el único país de PIB elevado que no posee una red de trenes de alta velocidad) fueron una política consciente de centrar el crecimiento material en la quema de ingentes cantidades de combustible fósil en los motores de combustión interna de sus automotores. En la generación de energía eléctrica y la producción de calor para los hogares, la presencia del petróleo, el gas natural y el carbón también fue definitiva para completar el cuadro de una era dominada por la energía fósil, cuyas consecuencias empieza a constituirse en una seria amenaza debido a la emisión de gases de efecto invernadero.

Con las ventajas derivadas del desenlace de la Segunda Guerra Mundial, el ya pujante poderío norteamericano estuvo en condiciones de imponer su visión de lo que debería ser el esqueleto material de Occidente:

En la promoción de su propio modelo del fordismo, los Estados Unidos tenían, por supuesto, la ventaja del predominio económico y militar. Esto permitió que influyeran en la reforma institucional de Alemania Occidental y del Japón y establecieran regímenes internacionales que estimulaban la acumulación fordista, principalmente a través de la instalación de un régimen petrolero internacional que garantizaba ofertas cada vez más baratas y abundantes de una fuente de energía esencial para la expansión fordista. (Jessop, 1999, p. 36)

Petróleo y fordismo son como la sangre y la carne de ese período del capitalismo conocido como los “treinta gloriosos” (1945-1975), que para la población WASP (blancos, anglo-sajones y protestantes, por sus siglas en inglés) es la etapa en la que “América” fue realmente grande, y a donde consideran debe retornarse. El actual programa gubernamental del gigante norteamericano no es más que un sueño regresivo que fija sus esperanzas en un fordismo sin Estado del Bienestar.

Por esas extrañas coincidencias que depara en ocasiones la historia, en 1956, el mismo año en que el gobierno de Eisenhower aprobaba la construcción de la red de carreteras interestatales en la reunión del Instituto Americano del Petróleo (en San Antonio, Texas), Marion King Hubbert pronosticaba para finales de los sesenta y principios de los setenta el fin del crecimiento de la extracción de crudo en Estados Unidos y daba comienzo al estudio formal del agotamiento de los recursos no renovables.4 El inicio de un punto de inflexión a la baja de la producción petrolera es uno de los factores que marca el fin de los “treinta gloriosos” y que termina configurando tanto el perfil de la geopolítica como la forma de funcionamiento de la actual etapa del capital, puesto que la conversión de los Estados Unidos en un importador neto del combustible va a tener importantes efectos sobre los patrones de circulación de las mercancías en el comercio internacional.

La eliminación de la convertibilidad del dólar en oro en agosto de 1971 (bajo el gobierno de Richard Nixon), el inicio del déficit crónico en la balanza comercial de Estados Unidos y la inauguración de la era del petrodólar, en la que la moneda fiat norteamericana es convertida en el dinero de reserva mundial (pues la aceptación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, de recibir tan sólo dólares en las compras del crudo obligó a todos los importadores del recurso a acumular reservas en esa divisa), constituyen una suma de hechos que en más de un aspecto fueron consecuencia del pronunciado declive de la extracción de crudo en Norteamérica.

El costo del combustible pasa a ser el juez del consumo de los demás bienes pues, en un modo de vida basado en una economía con una dieta alta en carbono, si el precio del petróleo es elevado la demanda del resto de la economía sufre contracciones. Es por eso que el estilo de vida americano (american way of life) comienza a sufrir convulsiones con la crisis de los precios durante la década de los setenta y a partir de ese momento el mantenimiento de algunas de sus facetas es alcanzado, durante significativos periodos de tiempo, con el subsidio forzado que representan los precios anormalmente bajos de los combustibles. Con la fracturación hidráulica y el nacionalismo, los nostálgicos de los “treinta gloriosos” pretenden revivir una quimera regresiva cuya fragilidad salta a la vista.

Un fuego que agobia y un abismo que marea

El climatólogo Jerry Mahlman llamó “palo de hockey” al grafico de la temperatura del planeta que muestra un comportamiento casi plano hasta 1900, año a partir del cual tenemos un crecimiento acelerado. El debate sobre los cálculos y sobre las razones del cambio brusco de la temperatura desde comienzos del siglo XX terminaron con la aceptación, por parte de la comunidad académica, de que el incremento es real y que las causas son de orden antropogénico. Los motivos de la conclusión sobre las causas tienen un sospechoso material de apoyo que deja pocas dudas: más de 32.000 millones de toneladas (t) anuales de CO2 son emitidas a la atmósfera en el mundo por acciones humanas, según los informes de la Agencia Internacional de la Energía (IEA, 2015, 2016a, 2016b, 2017), siendo China, Estados Unidos, India, Rusia y Japón los países que más contribuyen pues juntos emiten el 60% del total. China es el mayor emisor en términos absolutos con cerca de 9.100 millones t de CO2, seguido por Estados Unidos con 5.200 t. Este último país es, por lejos, el mayor emisor per cápita con 16,25 t, mientras que los chinos contribuyen con poco menos de 3 t por persona.

A finales del año 2016, la prensa mundial reseñaba que en 2015 la concentración de CO2 en la atmósfera superaba las 400 partes por millón (ppm), cuando a mediados del siglo XVI era de 280 ppm.5 Las mayores dificultades surgen del hecho que el carbono liberado y disperso es un evento acumulativo no reversible:

Una vez extraídos de la tierra y quemados, el carbón, el petróleo y el gas aumentan los ciclos de carga de carbono entre la atmósfera y los océanos, el suelo, la roca y la vegetación. Esta transferencia es, para fines humanos, irreversible: una vez extraído y quemado, el carbón fósil no puede ser contenido otra vez en forma segura bajo tierra en forma de nuevos depósitos de carbón, petróleo o gas, o en forma de rocas carbonadas, durante millones de años. Además, la transferencia no es sustentable: simplemente no hay suficiente ‘espacio’ en los sistemas biológicos y geológicos en el suelo para almacenar en forma segura la gran masa de carbono que está saliendo de la tierra sin que el dióxido de carbono se esparza de manera catastrófica en el aire y los mares. (Lohmann, 2012, p. 113)

Los efectos sobre el clima y el calentamiento global de la emisión de gases de efecto invernadero son hoy objeto de estudio en la academia, que considera que el sistema de relaciones que define las condiciones atmosféricas es un sistema complejo e invita a la precaución y a maximizar esfuerzos para que no superemos líneas rojas que nos conduzcan a asistir a un “banquete de consecuencias” (Bardi, 2014) que parecen todo menos agradables. “Ninguno de los escenarios climáticos estudiados en los informes del IPCC es una ‘predicción’, pero, tomados en conjunto, muestran que el calentamiento es una característica robusta del sistema que se está modelizando” (Bardi, 2014, p. 55), afirma el químico italiano, respondiendo a las observaciones de los escépticos (quienes asumen el papel de negacionistas de la amenaza) sobre las discrepancias entre los escenarios vislumbrados y la realidad en plazos cortos.

Los hidrocarburos de esquisto, por ejemplo, dieron lugar a cuestionar la existencia de un “pico del petróleo” y a considerar que encontrar nuevas fuentes de suministros es tan solo un asunto de búsquedas más sutiles. Sin embargo, pese a las aún enconadas discusiones sobre las cantidades de petróleo “no descubierto”, es innegable que en la formación de las fuentes de hidrocarburo, tal y como las conocemos, confluyeron una serie de circunstancias infrecuentes que aunadas llevan a la conformación de lo que los geólogos denominan “sistemas petroleros”. Sobre estos sistemas, los expertos han estimado 600 con tamaño suficiente para un uso comercial, de los cuales 400 ya han sido explorados, dejando a los 200 restantes en zonas como el Ártico, las áreas submarinas alejadas de las costas (Offshore) o en regiones de difícil acceso que hacen incierta su explotación.

El petróleo que queda por descubrir es en todo caso un recurso cuyos costos promedio de extracción son más elevados. Eso es lo que ha llevado a pensadores como Klare (2007) a sostener que hemos entrado en la era del “petróleo difícil”. Esta no es otra cosa que una etapa donde tanto económica como ecológicamente la extracción de recursos fósiles es más onerosa. El ejemplo icónico de la actual situación lo ejemplifica el campo petrolero de Kashagan, con reservas estimadas en trece mil millones de barriles y un presupuesto para su desarrollo que ha tenido un valor superior al 500% de lo calculado inicialmente. Con una inversión de 50 mil millones de dólares, durante diecisiete años se han podido extraer tan sólo cinco millones de barriles de crudo, que equivalen a lo que potencialmente debería ser su producción mensual. El campo petrolero está localizado en el mar Caspio, en áreas de la soberanía de Kazajistán, una región cuya variación en la temperatura va de -40°C en invierno (con el consecuente congelamiento del entorno) a 40°C en verano, con el agravante que el gas extraído de allí tiene elevadas dosis de sulfuro de hidrógeno (altamente corrosivo y tóxico, y por tanto peligroso para la salud de los trabajadores, además de costoso por los daños frecuentes que provoca en la infraestructura).

El aumento promedio de los costos de producción en el mediano y largo plazo de los recursos no renovables debería ir acompañado de un aumento promedio de los precios, y éste de reducciones en los ritmos de extracción, según lo planteaba Hotelling desde la década de los años treinta, en una relación que en realidad es hoy bastante discutible:

Sin embargo, si los datos históricos sobre la evolución de los precios rara vez coinciden con las predicciones del modelo de Hotelling, resulta más razonable suponer que el modelo no es válido, en lugar de realizar conclusiones sobre la gran abundancia del recurso. De hecho, no sólo las tendencias históricas de precios no han coincidido normalmente con el modelo de Hotelling, sino que las tendencias de producción tampoco han seguido el descenso gradual que el modelo predice. (Bardi, 2014, p. 131)

A medida que se utiliza un recurso no renovable, dice el discurso de la economía convencional, los precios deben crecer debido al aumento de su escasez, y la extracción debe disminuir como reflejo del alza de dichos precios pues los demandantes estarán estimulados a usar bienes sustitutos. Sin embargo, en el caso del petróleo, pese a la existencia de otras fuentes energéticas como la solar o la eólica, su débil sustituibilidad es debida a que aún no disponemos de otro material que genere por unidad de peso y volumen una energía similar. Las mejoras técnicas en la recuperación que hoy hacen rentable la extracción de una cantidad mayor del recurso antes no utilizable desde la perspectiva meramente económica, o las mejoras en la refinación, como es el caso del craqueo catalítico que permite obtener más gasolina de un barril y simultáneamente aumentar la potencia por unidad de volumen, no eliminan el hecho de que entre más disperso esté el recurso, para cualquier técnica dada, no solo es más costosa monetariamente su extracción sino que requiere de una mayor cantidad de energía.

Con el tiempo, los precios son sólo etiquetas pegadas en un objeto. En un barril de petróleo se puede poner una etiqueta que marque 10 dólares, 100 dólares o incluso 1000 dólares, pero esto no cambia el hecho de que un barril puede producir alrededor de 6 gigajulios de energía, que es realmente para lo que lo necesitamos. La etiqueta tampoco cambia el hecho de que se necesita energía para explorar, extraer y procesar ese petróleo contenido en el barril. La extracción de petróleo proporciona una ganancia monetaria, pero sobre todo, produce un beneficio energético, un beneficio neto para la economía. En el caso de los minerales que producen energía, a este beneficio se le llama “tasa de retorno energético”, “EROI” o “EROEI” por sus siglas en inglés. (Bardi, 2104, p. 137)

Es decir, dado que para producir energía necesitamos energía, el éxito real de la operación depende de que lo invertido sea menor que lo obtenido, por lo que la importancia del concepto “tasa de retorno energético” (TRE) puede ser ilustrada si pensamos, por ejemplo, en la generación endosomática de energía por los seres vivos cazadores: su subsistencia como individuos y como especie depende, por simple lógica, de que en la acción de cazar gasten menos energía de la que obtienen de la presa. De darse lo contrario, de forma permanente, los cazadores entrarían en un proceso de consunción. Pues bien, el ingreso en la era del “petróleo difícil”, independientemente de las relaciones monetarias a que dé lugar, lo podríamos ejemplificar de manera simple suponiendo que las presas de los cazadores están cada vez más dispersas, y obligan al cazador a desplazamientos cada vez más alejados. ¿No tiene, en este ejemplo, la distancia un límite a partir del cual el cazador se agotará antes de alcanzar la presa y por tanto a hacer imposible su supervivencia?

La modernidad ha sido construida gracias a las altísimas TRE de los yacimientos de los primeros años del fordismo (hasta 60 unidades de energía por una de inversión, en pozos como Spindletop, en Beaumont, Texas). Pero a medida que ha venido decreciendo la eficiencia energética, esta ha sido reemplazada por una extracción extensiva en una lógica en la que pese a un mayor gasto energético por unidad obtenida, se acrecienta el volumen de la energía neta total aumentando el número de fuentes explotadas. El caso de la fracturación hidráulica es buen ejemplo de ello, pero, ¿hasta donde es eso sostenible?

De las reservas estimadas de crudo (1,7 billones de barriles), tan sólo ocho países (Venezuela, Arabia Saudita, Irán, Irak, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Libia y Nigeria) poseen el 78% del total. ¿No es esto muestra de que el recurso está altamente localizado, según la terminología del geógrafo Alfred Weber? ¿No es esto prueba suficiente de que los hidrocarburos de uso económico no es posible encontrarlos en cualquier parte, y que su formación fue un proceso singular, no común? ¿Qué hay con que de los 70.000 yacimientos que aproximadamente están siendo explotados en el mundo, tan solo 120 (0,17%) suministre el 50% del producto?, ¿no es otro indicador de cuán vulnerable es la situación del recurso energético básico? Si algunos expertos hablan de “abismo energético”, antes de descalificarlos llamándolos catastrofistas, deberíamos revisar con cuidado el panorama.

¿Demasiado tarde?

Si observamos la canasta de la producción energética en el mundo, con una composición de 33% en petróleo, 29% carbón, 24% gas natural, 7% hidráulica, 4% nuclear y 3% alternativas renovables (cifras conocidas por todos), la evidencia de la dependencia de los combustibles fósiles (86%) es abrumadora y hace pensar que su reemplazo, incluso bajo la premisa de que la voluntad política y la consciencia del incierto futuro que nos espera ya ha tomado cuerpo en la mayoría, es una tarea ciclópea que en la inmediatez pasaría por una “dieta” sensiblemente más reducida en carbono. La necesidad del decrecimiento energético como medida precautoria y correctora es aún más evidente si observamos que la TRE de muchas de las llamadas energías alternativas no es inocua en cuanto a la huella de carbono, pues al analizar su ciclo de vida completo no resultan tan ecológicas, ya sea por su reducida eficiencia energética, por el uso masivo de materiales que son escasos o porque tienen tras de sí una “mochila ecológica” poco halagüeña. Si quisiéramos sustituir el consumo de energía primaria por energía eólica, por ejemplo, serían necesarios alrededor de 32 millones de generadores, cada uno con un peso aproximado de 200 t de cobre y acero, lo que obligaría a meditar sobre los efectos de un uso tan masivo de esos metales.

Las estrategias convencionales como los mercados de carbono, en los que luego de establecerse un tope a la emisión de gases de efecto invernadero en un determinado sector, otorgan el derecho a quienes produzcan menos del límite (como si de vender una mercancía se tratara ese saldo en el mercado), han demostrado tener efectos muy reducidos cuando no engañosos. El primer aspecto problemático surge debido a que el sistema ha sido implementado, preferencialmente, en las industrias más contaminantes, por lo que los topes que surgen de la situación existente terminan legalizando una situación de por sí anómala. De otro lado, no ha existido un cronograma que previamente establezca los tiempos en los que tales topes han de bajarse, esto ha terminado por indefinir una situación de por sí crítica, amén de todas las irregularidades que surgen de la concesión de los permisos por una burocracia poco transparente. El reciente escándalo de la instalación ilegal de un software que alteraba las mediciones de control de la emisión de gases de once millones de vehículos de la fábrica Volkswagen, es muestra de que si el capital tiene que elegir entre ganancia o violación de las regulaciones medioambientales, no duda en tomar partido por la ganancia.

La reciente derogatoria del llamado Plan de Energía Limpia, que había sido lanzado en 2015 en los Estados Unidos y en el que el mayor emisor per cápita del planeta ponía como meta reducir de aquí al 2030 en 32% las emisiones de carbono de las centrales eléctricas respecto de los niveles de 2005, es una muestra adicional que el abismo energético es aún invisible para muchos. La revocatoria del Plan estuvo justificada con el argumento que excedía las leyes federales, pues las reducciones de emisiones de carbono exigidas eran imposibles de cumplir por las empresas de energía. Las preocupaciones por la decisión aumentan si tenemos en cuenta las declaraciones que acompañaron el anuncio del fin del Plan, pues se afirmó que con esa derogación también acababa la “guerra al carbón”. Lo anterior deja claro que en materia de “descarbonizar” el planeta nos encontramos en un verdadero limbo. Solo cabe esperar que sea el “banquete de consecuencias”, como secuela de los desórdenes introducidos en el sistemas natural y social, el que reconduzca al equilibrio. Salvo que en un arrebato de lucidez, la mayoría seamos capaces de impedir el derroche energético en el que hemos vivido los últimos cien años.

En el mito de Prometeo, el titán sufre el castigo de permanecer atado a una piedra y padecer periódicamente la visita de un águila que le carcome el hígado por haber devuelto a los mortales el secreto del fuego, que Zeus les había retirado. El personaje mítico ha sido considerado y cantado como benefactor de la humanidad, pues el uso exosomático de energía ha sido el pilar de los aumentos de complejidad en el discurrir humano. Sin embargo, la adquisición relativamente reciente de la capacidad de usar a gran escala, primero, el poder de los combustibles fósiles, y más tarde, el poder de la fisión nuclear, parecen darle la razón a Zeus pues parece como si en el manejo del fuego jugáramos con él, incapaces de comprender el enorme poder destructivo de su mal uso.

Acknowledgements

Reconocimientos

Mi agradecimiento a la Universidad Distrital Francisco José de Caldas por el tiempo concedido para las labores de investigación. Mi gratitud permanente para aquellos que me enseñaron la importancia y la complejidad de la extracción y el uso de los combustibles fósiles: los trabajadores petroleros con los que tuve oportunidad de intercambiar experiencias e inquietudes en mis primeras etapas como profesional.

Referencias

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1 Por estar contenidos en roca, tanto el petróleo como el gas de esquisto tienen costos de extracción superiores a los fósiles convencionales. La oferta creciente de este tipo de combustible se ha convertido en una especie de fiel de la balanza, pues si el precio baja hasta el punto de retirar parte importante de su producción, la oferta se resiente y sirve de freno a mayores bajas, y viceversa, precios altos saturan dicha oferta y presionan los precios a la baja. Esto se debe a la gran importancia dada a la técnica de fracturación hidráulica (conocida como fracking, por su acepción inglesa) que consiste en el rompimiento de la roca con altas presiones de agua (mezclada con componentes químicos).
2 Henry Ford, quien impulsaría la estrategia de los “cinco dólares diarios” (Five dollar day) como mecanismo para estimular ciertos comportamientos propicios hacia una mayor productividad del trabajador, también promovía conductas fuera de la fábrica: “[…] Nuestro propio éxito depende en parte de los salarios que paguemos. Si repartimos mucho dinero, ese dinero se gasta […]; de ahí que […] esta prosperidad se traduce en un aumento de la demanda (de nuestros automóviles)” (Coriat, 2008, p. 92).
3 Desde comienzos del siglo XX, el Estado Federal estimula abiertamente el transporte por carretera. En 1916 el Congreso promulga la Ley de Asistencia Federal de Caminos y en 1921 la Ley Federal de carreteras para ayudar a los automóviles y camiones. En 1956, a petición de los mayores fabricantes de automóviles, el gobierno de Dwight D. Eisenhower, aprueba la Ley de Ayuda Federal de Autopistas de (Federal-Aid Highway Act), que dio nacimiento a la red de autopistas interestatales y consolidó el sesgo hacía el transporte por carretera. En la actualidad Estados Unidos cuenta con 6.506.204 km de carreteras y solo 224.792 km de líneas férreas.
4 En el año 2000, fue fundada La Asociación para el Estudio del auge del Petróleo y del Gas (ASPO, por sus siglas en inglés) por Colin Campbell y Jean Laherrere, quienes basados en la teoría del “Pico del petróleo” conocida como curva de Hubbert estudian la depleción de los combustibles fósiles bajo la consideración de ser no renovables.
5 Monbiot (2006) señala: “La concentración del dióxido de carbono, el más importante de los gases, ha pasdo de las 280 partes por millón en tiempos de Marlowe a 380 ppm en la actualidad. La mayor parte de ese incremento se ha producido en los últimos cincuenta años” (Monbiot, 2006, p. 38). Lo que significa que en los últimos diez años, hemos agregado casi tres partes por millón cada año, si las estimaciones para la actualidad son de 410 ppm.
APA: Sanabria, A. (2018). La economía del carbono: una adicción de difícil tratamiento. Ciencia Política, 13(25), 51-65. MLA: Sanabria, A. “La economía del carbono: una adicción de difícil tratamiento”. Ciencia Política, 13.25 (2018): 51-65.