Ciencia Política
2389-7481
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/10.15446/cp.v17n33.92505

Recibido: 28 de diciembre de 2020; Aceptado: 10 de marzo de 2022

Trabajo reproductivo, diferencia sexual y acumulación originaria: un diálogo entre Luce Irigaray y Silvia Federici

Reproductive Work, Sexual Difference and Original Accumulation: A Dialogue between Luce Irigaray and Silvia Federici

J. Hernández,

Universidad Nacional de Colombia Bogotá Colombia https://orcid.org/0000-0001-7361-7974

Resumen

Este artículo sugiere una indagación sobre el trabajo reproductivo y la forma como se construye en torno a él la experiencia social femenina. Con esta intención, se propone una lectura y puesta en diálogo de dos autoras de referencia dentro de la teoría feminista: por un lado, la francesa Luce Irigaray, quien, a través de una revisión crítica de los discursos canónicos de Occidente, explora la construcción de la feminidad por fuera del terreno de la identidad sexual para habilitar la emergencia de una perspectiva deudora de la différance. Por el otro, la obra de la italoamericana Silvia Federici, quien desde un enfoque histórico ha puesto en evidencia los eslabonamientos entre el modo de producción capitalista y la dominación patriarcal, demostrando que aquella imagen de la mujer como la responsable de las tareas del hogar expresa la subsunción del cuerpo femenino y su capacidad reproductiva al capital, logrado por un proceso violento de acumulación originaria. Sobre esta escena dialógica, el artículo concluye en favor de la reivindicación política de la remuneración salarial para el trabajo doméstico como un acto mimético orientado a reversar el orden simbólico patriarcal y poner en evidencias las contradicciones constitutivas de las relaciones sociales capitalistas.

Palabras clave: acumulación originaria, diferencia sexual, différance, mimesis, performatividad, patriarcado, trabajo reproductivo.

Abstract

This article suggests an inquiry about reproductive work and the way in which the female social experience is built around it. With this intention, a reading and dialogue between two reference authors within feminist theory is proposed: on the one hand, the French Luce Irigaray, who, through a critical review of the canonical discourses of the West, will explore the construction of femininity outside the realm of sexual identity to enable the emergence of a perspective that is indebted to différance. On the other hand, the work of the Italian American Silvia Federici, who from a historical perspective has highlighted the links between the capitalist mode of production and patriarchal domination, showing that the image of women as those responsible for the tasks of the home expresses the subsumption of the female body and its reproductive capacity to capital, achieved by a violent process of original accumulation. On this dialogical scene, the article concludes in favor of the political claim of wage remuneration for domestic work as a mimetic act aimed at reversing the patriarchal symbolic order and highlighting the constitutive contradictions of capitalist social relations.

Palabras clave: différance, mimesis, original accumulation, performativity, patriarchy, reproductive work, sexual difference.

Rastrear el quehacer de las manos en los procesos de producción y reproducción del mundo en que vivimos es una tarea eminentemente política.

Introducción

El presente artículo sugiere una indagación sobre el trabajo reproductivo y la forma como se construye en torno a él la experiencia social femenina. Para ello se propone un abordaje teórico inspirado en lo que Silvia Rivera Cusicanqui (2018) ha denominado las epistemologías chi’xi, entendidas como apuestas teóricas por elaborar descripciones e interpretaciones que den cuenta de “las complejas mediaciones y la heterogénea constitución de nuestras sociedades” (p. 17).

En este sentido, el trabajo toma como punto de partida las sospechas expuestas por Silvia Federici (2010) frente a las interpretaciones que desde los feminismos radicales y los feminismos socialistas de la década de los setenta se habrían elaborado sobre el trabajo reproductivo, rechazando de este modo el uso de categorías transhistóricas, independientes de las relaciones sociales y de clase de ciertos feminismos radicales, así como la falta de precisión sobre el carácter específico, aun cuando sobredeterminado (Althusser, 1976), de la dominación sexual, presente en la tradición clásica de los feminismos socialistas.

No obstante, el trabajo no pretende retornar al argumento de Federici en una especie de síntesis actualizada de sus ideas (labor que la misma autora sigue realizando), sino más bien propone una extensión de la reflexión que permita construir canales comunicantes con autoras que, como Irigaray (2009), han comprendido la dominación sexual como una operación de anulación u ocultamiento, en este caso de las mujeres, como producto de un orden simbólico en el que atributos como la identidad, el ser, el trabajo, el valor y la palabra, se instituyen como rasgos masculinos, haciendo de las mujeres no el sexo otro, o en palabras de Simone de Beauvoir (2013) el “segundo sexo”, sino una opacidad no marcada, no representable, definida en la ausencia o en la negación; el “sexo” que no es “uno”.

En este sentido, lo que se propone es una escena dialógica en la que se habilita un encuentro posible entre Irigaray y Federici, quienes, pese a sus manifiestas diferencias, que tomarán cuerpo en polémicas aún abiertas, parecen coincidir en la interpretación que hacen sobre las for-mas en que opera la dominación, a saber, no como una organización jerárquica de los cuerpos, sino como la anulación simbólica y material de realidades que solo existen en acto. Si para Irigaray la dominación patriarcal se traduce en la constitución de un orden sexual en el que lo masculino se ha emplazado en el lugar del ser, de lo representable, postulándose a sí mismo como universal y eclipsando las expresiones sexuales que, como la femenina, pasarían a ser una opacidad sin marca, carente de una identidad representable; Federici demostrará cómo la constitución de las relaciones sociales capitalistas han supuesto la devaluación del trabajo femenino, la domesticación de las mujeres en una operación que las expulsa de la vida social, del campo del trabajo formal, del mundo público, convirtiéndolas paulatinamente en un objeto doméstico que emula el lugar de la licuadora, la nevera o el sofá.

La hipótesis que se sostiene en el trabajo sugiere que esta coincidencia permite concatenar el proceso histórico de acumulación originaria, que posibilitó la subsunción del cuerpo de las mujeres al capital (Federici, 2010), con el proceso de anulación simbólica de la diferencia sexual (Irigaray, 2009), siendo el trabajo reproductivo el espacio donde se cristaliza esta doble operación de subsunción y de ocultamiento, de explotación y de ausencia.

Una segunda motivación orienta esta escena dialógica. Tras diagnosticar los mecanismos sobre los que se ha operado la dominación patriarcal, ambas autoras se enfrentan a una pregunta común, aunque expresada a su manera: ¿cómo forzar la aparición de las mujeres? Para responder esta pregunta, ambas autoras plantearán que la respuesta no obliga a un retorno a los discursos metafísicos de la identidad (Butler, 2019), esto es, a una comprensión ontológica del ser sexuado que asume formas estables y coherentes, sino, por el contrario, esta debe buscarse en otro lado: ya sea en el espacio móvil y conflictivo de los marcos de inteligibilidad que definen la presencia y la ausencia, en la línea de Irigaray, o en las relaciones materiales de existencia que condicionan formas específicas de la organización social, en la línea de Federici.

Sea cual sea el camino, la respuesta de ambas autoras parece confluir en una misma estrategia política: para Irigaray la fuerza subversiva de la aparición está en la mimesis, en la repetición lúdica que lleva a la aparición en acto de las mujeres, en la afirmación paródica del lugar de dominación para darle la vuelta y subvertirlo, lo cual se expresa plenamente en la agenda política de Federici por hacer aparecer el trabajo reproductivo como trabajo que, por su propia condición, merece una remuneración salarial. En sus palabras: “el simple hecho de reclamar un salario para el trabajo doméstico significa rechazar este trabajo como expresión de nuestra naturaleza y, a partir de ahí, rechazar precisamente el rol que el capital ha diseñado para nosotras” (Federici, 2018a, p. 36).

Ese “sexo” que no es “uno”: la (in)diferencia sexual en Luce Irigaray

La mujer, en cuanto tal, no sería. No existiría, salvo en la modalidad del todavía no (del ser).

La obra de Luce Irigaray es tanto prominente como polémica. Sus intuiciones en torno a la dominación masculina y la sexualidad, nutridas decisivamente por el psicoanálisis y la lingüística (Irigaray, 1992, p. 8), se desarrollarán en abierta polémica con las posiciones feministas que en su contexto—Francia de 1970—gozaban de aceptación. Este hecho se cristaliza en la exposición crítica que hará Simone De Beauvoir en su famosa obra El segundo sexo, la cual estimularía entonces las conocidas luchas por la igualdad1.

La intuición que trazará la ruta de trabajo de Irigaray sobre la dominación sexual consiste en rechazar aquella imagen de la dialéctica jerarquizada de los sexos, expresada explícitamente en el trabajo que Shulamith Firestone (1976) dedicase a Beauvoir titulado La dialéctica del sexo, y que tendría como colofón la búsqueda de la igualdad a través de la erosión del privilegio masculino, y más allá, la superación de la condición biológica reproductiva de las mujeres que nos llevaría a una utopía en que desaparecerían las clases sexuales y, por tanto, la dialéctica de los sexos2.

En oposición a esta imagen de la dialéctica de los sexos, Irigaray diagnosticará la existencia de un discurso masculinista que totaliza el ser a través de la imagen de lo masculino, depositando en lo femenino una opacidad sin marca, sin identidad, sin posibilidad de ser, “una realidad abstracta sin existencia” (Irigaray, 1992, p. 18). No hay entonces dialéctica de los sexos, sino un único sexo representable y, por tanto, pensable: el masculino.

Este giro argumental, que puede parecer una sutileza sin mayor importancia, marcará toda una ruta crítica en contra de las denominadas luchas por la igualdad, ya que aquellos reclamos por diluir los sexos en una superación de la dialéctica que oprime a las mujeres no harían más que reforzar el fundamento mismo de la dominación: la indiferencia sexual, la ausencia que significa lo femenino. De ahí que afirme: “reclamar la igualdad, como mujeres, me parece la expresión equivocada de un objetivo real […] su explotación [la de la mujer] está basada en la diferencia sexual y solo por la diferencia sexual puede resolverse” (Irigaray, 1992, p. 9).

La primera exposición sistemática de esta perspectiva se condensa en su famoso libro Espéculo de la otra mujer (2007), el cual fuese su tesis doctoral publicada en 1974. Allí, Irigaray se propone dar cuenta de las for-mas como se ha pensado y construido la sexualidad femenina desde los discursos canónicos tanto de la filosofía (especialmente de Platón) como del psicoanálisis (especialmente de Freud), para con ello entrever las for-mas en que los discursos, atravesados por relaciones de poder—en este caso un poder sexuado masculinista—, han pensado lo femenino.

Específicamente, es de la lectura crítica de Sigmund Freud y de su teoría de la sexualidad sobre la que Irigaray hará un descubrimiento fundamental: la feminidad no ha sido pensada ni construida como lo otro de lo masculino, esto es, como un ser autónomo marcado por sus propias especificidades que interactúa de forma desigual con lo masculino, a quien ha correspondido el estatuto de lo uno. Por el contrario, lo que muestra la interpretación freudiana de la sexualidad es que lo femenino se define siempre en razón de la referencia genérica del ser que corresponde a lo masculino; así la mujer es pensada no como una identidad marcada y autónoma, sino como un hombre castrado, incompleto, envidioso del falo: un no-hombre. Esta idea será condensada de forma paradigmática en las primeras líneas de su artículo homónimo a su libro El sexo que no es uno:

De la mujer y de su placer no se dice nada en esa concepción de la relación sexual. Su destino sería el de la “carencia”, la “atrofia” (del deseo) y la “envidia del pene” como único sexo reconocido como valioso. Así, pues, intentaría apropiárselo por todos los medios: mediante su amor algo servil hacia el padre-hijo […] mediante su deseo de un hijo-pene, […] mediante el acceso a los valores culturales de derecho todavía reservados en exclusiva a los varones […]. La mujer no vivirá su deseo sino como espera hasta poseer por fin un equivalente del sexo masculino. (Irigaray, 2009, p. 17)

De sus lecturas atentas a las obras clásicas del pensamiento occidental, logrará constatar que las reflexiones construidas hasta entonces sobre la sexualidad, el deseo y por tanto la identidad, solo pasan por lo femenino a condición de instituir como punto de referencia lo masculino. El ser del deseo y del sexo sería el hombre, mientras que la mujer no sería otra cosa que una expresión incompleta o abyecta del mismo, “como defecto, atrofia, reverso del único sexo que monopoliza el valor: el sexo masculino” (Irigaray, 2009, p. 52).

La consecuencia lógica de esta argumentación que Irigaray descubre en Freud es que la diferencia sexual que toma la forma entre lo femenino y lo masculino tiene como fundamento, paradójicamente, la indiferencia sexual. Así, nos dirá: “Freud permite ver lo que hasta entonces podía funcionar permaneciendo implícito, escondido, ignorado: la indiferencia sexual en la que se apoya la verdad de toda ciencia, la lógica de todo discurso” (Irigaray, 2009, p. 51).

A esta altura de la reflexión parece necesario precisar que esta interpretación de Irigaray está fuertemente influenciada, por lo que en Francia se conoció como el pensamiento de la diferencia o la différance, como fuese postulada por Gilles Deleuze y Jacques Derrida (Posada Kubissa, 2015), quienes en su critica a la metafísica de la identidad—entendida como aquello estable, idéntico a sí mismo y que permanece—descubrirán en “la forma de lo presente” su fundamento, dado que la identidad es expresión de aquello que se nos hace presente y por tanto inteligible, pero no como condición natural o evidente, sino por cuenta de un procedimiento que produce lo presente a condición de ocultar aquello que difiere de lo identificable, la diferencia.

Así, la presencia no sería más que un resultado de relaciones poder que exigen que toda presencia, y por tanto toda identidad, traiga “consigo ausencias y diferencias. En otros términos, la metafísica de la presencia ha ocultado desde siempre la différance” (Hernández, 2009, p. 110).

Para Irigaray, en una estructura patriarcal y falogocéntrica, el marco de inteligibilidad de los cuerpos sexuados hace de lo masculino lo presente, asociando necesariamente nociones como el deseo, el trabajo, la historia y la palabra a él como sujeto, mientras ausenta aquello que no puede ser leído como lo presente, en este caso lo femenino, que pasaría a ser un simple objeto de afirmación del yo-masculino, lo que haciendo uso de los términos del psiconalisis se entiende como una proyección especular.

Mientras que, por ejemplo, en autoras como Simone de Beauvoir (2013) el ser mujer corresponde a un mandato social del llegar a serlo, asumiendo una representación en la que se incorporan valores propios y naturalizados—asociados, por ejemplo, a la maternidad, el cuidado emocional, la debilidad, entre otros, y con los que se le otorgan un lugar de inferioridad social en una dialéctica asimétrica que otorga poder al hombre—, para Irigaray lo femenino se construye como una opacidad sin marca, definible solo como una negatividad: aquello que no es hombre, que no alcanzó la condición plena del ser.

Así, aquellos atributos culturales incorporados a la feminidad, antes que expresar mecanismos simbólicos por dotar de estatus ontológico a las mujeres, serían atributos orientados a satisfacer una demanda de afirmación del ser-masculino. La mujer no es lo otro porque no tiene una vida propia, sino que es aquello que no es representable por el discurso monológico masculinista. Simplemente la mujer no existe; lo masculino aparece como universal, como totalidad, como referencia, y lo femenino se describe en razón del primero, como una expresión abyecta de lo masculino: un hombre castrado, atrofiado, un hombre incompleto, un no-hombre, que vendría a ser lo mismo que un no-ser.

En este sentido, el problema, para Irigaray, no radica exclusivamente en la funcionalización que en la sociedad han tenido los sexos, sino que subyace en el hecho mismo de que lo femenino toma la forma del defecto, aparece como un ser abyecto que no alcanzó la plenitud de la masculinidad, el cual es el único ser que verdaderamente es, y sobre esa lógica, al hacer de la mujer un no ser, aunque sea, esta tampoco puede hacer aquello que es propio del ser: no puede hablar o, en razón de nuestra preocupación teórica, no puede producir valor.

Esto puede explicar por qué, aunque las mujeres irrumpan en espacios deportivos que antaño eran patrimonio de los hombres, sus torneos no tengan el poder mediático que tienen los torneos masculinos, así como el hecho de que cuando los hombres asumen labores feminizadas, como lo es la cocina, se les otorgue una representación de profesionalismo, en la imagen por ejemplo de “el chef”, del que históricamente han carecido las mujeres.

El problema radica en la economía de significantes que operamos para hacer inteligible el mundo y, por tanto, para actuar-vivir en él, en la que subyace la dominación masculina que hace del ser un atributo del hombre, y de la mujer un mero reflejo especular. De su lectura de Irigaray, Judith Butler concluirá (2019):

[…] las mujeres son una paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres son el “sexo” que no es “uno”. Dentro de un lenguaje completamente masculinista, falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüística. (pp. 57-58)

Cuerpo, biología y performatividad: las rutas posibles de la diferencia sexual

En este punto de la disertación se precisa abordar algunos interrogantes que podrían ayudar a facilitar la comprensión de esta nueva perspectiva de la dominación masculina elaborada por Irigaray: ¿Qué entiende ella cuando habla de mujeres? ¿La referencia a la exclusión lingüística supone la existencia a priori o extralingüística de las mujeres? ¿Qué significa afirmar la diferencia sexual como apuesta política?

Lo primero que se podría señalar es que en Irigaray existe una denuncia temprana al determinismo cultural o biológico en la sexualidad. Su gran crítica a Freud reside precisamente no en la lógica de su argumento, que entiende como válido al poner en evidencia el carácter monológico del discurso, sino a su incapacidad de dar cuenta de los procesos históricos y culturales que sostienen esta forma de la (in)diferencia sexual y por tanto de la dominación masculina. Freud asume como supuesto aquello que debería estar en el centro de la crítica, a saber, la dominación masculina y su orden simbólico, que produce a la mujer en una operación que exige su negación, su colocación en la zona del no ser.

De lo anterior solo puede derivarse una conclusión lógica: ni lo femenino ni lo masculino existen como hechos preculturales o prediscursivos, y esto lo corrobora en que su recurso analítico sea precisamente el acto lingüístico: “la diferencia sexual no se reduce, entonces, a un simple don natural, extralingüístico. La diferencia sexual informa la lengua y es informada por esta” (Irigaray, 1992, p. 17).

Es precisamente esa insistencia en el acto lingüístico lo que acercará a Butler a Irigaray, dado que si se ha planteado que la sexualidad femenina es ausencia en el marco de una economía de significantes masculinistas, la sexualidad parece entonces derivar o aparecer como resultado de un acto lingüístico que produce las fronteras entre el ser y el no ser a través de la institucionalización de prácticas sociales reiteradas que hacen posible la inteligibilidad de los cuerpos, y es precisamente esto lo que Butler llama la performatividad, aquello “que se pone en acto al enunciarlo lingüísticamente” (Posada, 2015, p. 10). Detengámonos en esta elaboración de Butler que podría sernos útil para explorar las dimensiones posibles de la crítica de Irigaray.

Los actos performativos son entendidos por Butler (2002) como prácticas que se van repitiendo en la interacción con otros de manera reiterada, donde lo enunciado se encarna en acción y ejerce una forma de poder vinculante. El ejemplo del que se vale nuestra autora para explicar esta cuestión es la ceremonia nupcial y el enunciado “yo os declaro”, que inmediatamente autoriza una nueva situación a quienes interpela, toda vez que los constituye como esposos.

Para comprender esta perspectiva, es importante partir de la idea de que ni para Butler ni para Irigaray el poder emana de una voluntad singular que deliberadamente está dotada de poder para autorizar o rechazar; por el contrario, el poder deriva de lo que Butler llama el acto reiterado de la cita: el poder que tiene la cita “yo os declaro” no deviene de quien la enuncia, el “padre” en este caso, sino del legado de citas que han investido de reconocimiento a dicho enunciado y a la vez lo han convertido en un enunciado performativo en tanto se hace acción. En este sentido, la identidad sexual no es algo que se elige deliberadamente, sino más bien el producto de prácticas de poder que producen y representan los cuerpos en un movimiento doble de aceptación y exclusión, esto es, que hace presente y ausente cuerpos concretos.

No obstante, pese a la coincidencia manifiesta entre Irigaray y Butler en el énfasis que se da al discurso y al acto lingüístico como actos performativos que producen al ser en exclusión de lo que sería el no-ser, lo no-idéntico, existe una distancia considerable entre estas dos autoras en lo que refiere a las respuestas que se dan a las preguntas ¿cómo ha opera-do dicha exclusión y a quiénes se ha excluido? Mientras que Butler (2019) interpretará esta exclusión a través de la tríada sexo/género/deseo, incluyendo así la norma heterosexual, para Irigaray la exclusión recae en lo femenino, esto es, en aquellos cuerpos comprendidos como tal en razón de su condición morfológica no fálica.

Aun cuando Irigaray sea consciente de que la diferencia sexual no es una formación prediscursiva, lo es también de que el cuerpo no es un espacio vacío en el cual es posible incorporar cualquier tipo de significados y, por el contrario, de que el discurso masculinista ha dado muestras de que la morfología sexual es determinante en la construcción de los discursos del poder, lo que se expresa claramente en el psicoanálisis y su atención en el falo como determinante de la ley del padre; en últimas, es la ausencia del falo la que define la atrofia femenina y por tanto su envidia.

Para Irigaray, “la diferencia sexual se sitúa en la confluencia de naturaleza y cultura” (Irigaray, 1992, p. 18), mas no en la negación de alguna de ellas. Esto la llevará a reconocer en la morfología sexual de las mujeres, en su genitalidad, en su vulva, una alternativa desde la cual forzar su aparición como seres, desde la cual afirmar la diferencia femenina y, por tanto, desde la cual empezar a subvertir la indiferencia sexual que hace del hombre el único ser.

El lugar de la diferencia, donde puede aparecer ya no como proyección especular sino como ser, ha de encontrarlo la mujer en su cuerpo, en su genitalidad, en su deseo: “se trata de pensar a partir del cuerpo de la mujer, a partir de su sexualidad, para asumir un nuevo reto: pensar lo impensado, es decir, pensar la diferencia sexual” (Posada Kubissa, 2015, p. 67).

Una reflexión crítica sobre esta conclusión desborda el propósito mismo del presente trabajo, y por demás ya ha sido elaborada de forma precisa por autoras como Judith Butler (2019) o Posada Kubissa (2006a, 2006b, 2015). Aun así, habría algunos elementos mínimos que valdría la pena considerar. En primer lugar, resulta llamativa la aparición del cuerpo como expresión activa, en desdén de la imagen convencional que lo piensa como un cascarón al cual llenar de significados. No obstante, ver al cuerpo como un hecho dado, reducido a una morfología genital, que requiere del encuentro de la genitalidad dismórfica para el sostenimiento de la especie humana, es una idea que genera, cuando menos, cierta perplejidad (Posada Kubissa, 2006a).

En parte porque parece retornar al discurso de la identidad que en una primera operación crítica pretendía cuestionar, esta vez a través del hecho biológico de la genitalidad (la mujer es vagina), pero además porque parece alinearse con aquellos discursos que naturalizan la feminidad a través de asociaciones presentadas como necesarias entre la biología y el género al estilo útero-madre-cuidado del hogar. Esta aceptación del discurso de la biología como destino (Butler, 2019) se expresa cuando Irigaray (1992) afirma que “la diferencia sexual es imprescindible para el mantenimiento de nuestra especie, y no solo por ser el lugar de la procreación, sino también por residir en ella la regeneración de la vida” (p. 13), llevándonos a conclusiones que tenderían a naturalizar la heterosexualidad como condición necesaria de la especie humana, o al imperativo del ser madre como proyecto de realización de la feminidad y de regeneración de la vida.

Pese a esto, como hemos insistido ya, su atención a la materialidad del cuerpo resulta valiosa en medio de la expansión de narrativas dentro del feminismo que tienden a restarle importancia. Teorizar el cuerpo como el lugar habilitante de toda experiencia social y que por tanto interactúa necesariamente en la forma en que significamos y hacemos inteligible el mundo, parece un camino oportuno para comprender las relaciones de poder. El problema no se halla entonces en la vuelta, o ida, al cuerpo, sino en la forma en que el cuerpo mismo es pensado: como un hecho dado por una naturaleza estancada y entendida en su oposición a lo social. En contravía a esta forma de comprensión de la corporalidad, autoras como Judith Butler (2019) o Donna Haraway (1995), entre otras, han alertado sobre la condición viva, modificable y contingente del cuerpo, permitiéndonos ir con y más allá de Irigaray.

La aparición femenina y la estrategia de la mimesis

Si bien para Irigaray la morfología sexual constituye el lugar desde el cual se puede forzar la aparición de la feminidad, está irrupción debe forzarse en el orden simbólico y, por tanto, lingüístico, de tal modo que ponga en evidencia aquella paradoja que oculta la economía de significantes masculinistas, a saber, que la mujer, pese a no hablar, habla, y pese a no ser, aparece en acto.

Ante esto no queda más que preguntarse: si la economía de significantes masculinistas es la matriz misma sobre la que hacemos inteligible el mundo y por tanto condiciona las formas en que actuamos en él: ¿cómo subvertir este orden? Si bien Irigaray asumiría la posibilidad de un afuera a través de la genitalidad femenina, la pelea contra este orden simbólico solo puede realizarse en los contornos y las posibilidades de este, de ahí que la estrategia de acción sea para Irigaray la mimesis, esto es, aquellos actos de repetición lúdica en que las mujeres, afirmando los lugares de su opresión, pondrían en evidencia la operación de ocultamiento, haciendo aparecer en el acto aquello que hasta ahora ha permanecido eclipsado. En Espéculo de la otra mujer (Irigaray, 2007) sintetizará esta idea diciendo:

Poner todo sentido patas arriba, lo de detrás delante y la cabeza a los pies. Convulsionarlo radicalmente, trasladarlo, reimportar las crisis que su “cuerpo” sufre en su impotencia para decir lo que le agita. Insistir también y deliberadamente sobre blancos del discurso que recuerdan los lugares de su exclusión […] Reinscribirlas como desviaciones, de otra manera y en otro lugar respecto a aquel en el que se las aguarda […] Desquiciar la sintaxis. (p. 127)

La mimesis consistiría en afirmar los lugares de la opresión, no con el propósito de perpetuarlos, sino para ponerlos en evidencia, desquiciando la sintaxis que hace presente lo masculino y ausente lo femenino, haciendo aparecer aquello que el discurso oculta. La potencia subversiva de la mimesis está en que lo femenino irrumpa como existencia, que haga visible su lugar de exclusión, de opresión, y en este acto haga audible su voz:

Se trata de adoptar, deliberadamente, ese rol [el femenino]. Lo que de entrada supone devolver como afirmación una subordinación y, gracias a ello, comenzar a desbaratarla […] Así pues, para una mujer emplear la mímesis es intentar encontrar el lugar de su explotación mediante el discurso, sin dejarse reducir sin más al mismo. Es volver a someterse—en tanto que cercana a lo sensible, a la materia…—a ideas especialmente acerca de ella, elaboradas en/por una lógica masculina, pero suscitar la aparición, mediante un efecto de repetición lúdica, de lo que debía permanecer oculto: la recuperación de una posible operación de lo femenino en el lenguaje. (Irigaray, 2007, pp. 56-57)

Para Irigaray, cuando una mujer afirma su lugar de invisibilidad, por ejemplo, en el trabajo reproductivo, como madre, como esposa, como empleada, puede forzar la aparición social de esta condición. Se trata de poner en evidencia la artificialidad de ese orden sexual y por esta vía desestructurarlo.

Esta acción lúdica es profundamente materialista, pues rechaza la posibilidad de una mujer liberada de toda determinación, emancipada por un acto de su propia voluntad. Por esta vía, apunta a una emancipación que desquicie los marcos de inteligibilidad, que corra las fronteras y sature los códigos que operamos para comprender el mundo. Solo así lo presente se quebrará, haciendo insostenible el ocultamiento de la diferencia.

No resulta forzado decir que esto es lo que se juega en los reclamos de remuneración para el trabajo reproductivo. Afirmar una condición que se desea acabar: la del trabajo asalariado. Pero para dar cuenta de esta puesta en escena parece necesario un rodeo que nos lleve a comprender las lógicas de poder que subyacen al trabajo reproductivo, y en esta ruta la obra de Federici resulta ineludible.

Historizar la dominación patriarcal: las rutas metodológicas de Silvia Federici

Silvia Federici es hoy una de las voces más sobresalientes cuando se trata de mapear las propuestas que desde el feminismo han teorizado el trabajo doméstico o reproductivo. Sus elaboraciones no solo devienen de una lectura extensa y atenta del pensamiento feminista3, y de su puesta en diálogo con el pensamiento de Marx y de Foucault, sino además de una experiencia política militante marcada por su participación en la Campaña Salario para el Trabajo Doméstico (WFH, por sus siglas en ingles) en la década de los setenta (Federici, 2018a), en la que se delineará toda una apuesta teórica orientada deliberadamente a la intervención política contra las formas de dominación patriarcal y capitalista4.

Siguiendo la línea crítica de aquellos autores sobre los que se adosan sus reflexiones, Federici iniciará su exploración en torno a la sexualidad exponiendo una sospecha frente a los marcos teóricos que desde el feminismo habrían construido un relato del patriarcado como una entidad abstracta, universal, de la cual es posible desprender teorizaciones trascendentes, antes que analíticas concretas de procesos y fenómenos que deberían leerse en sus contextos de posibilidad, tanto históricos como geográficos.

Expresión de este sesgo universalista es previsible, por ejemplo, en la misma obra de Irigaray y sus conclusiones sobre la manifestación del dimorfismo sexual y la dominación patriarcal, llevándola de forma inevitable a construir una teorización que terminaría presa de aquella maniobra de ocultamiento que se proponía combatir, haciendo de la filosofía europea y de un feminismo blanco y occidental, en este caso, la forma de lo presente que se asume como universal en un procedimiento que oculta y niega aquello que se le aparece como lo diferente, como lo otro.

Aun cuando Irigaray, y en general el feminismo radical de los setenta (Federici, 2010, p. 15), haya puesto en evidencia la lógica del poder que reside en la metafísica de la identidad sexual, tropiezan con el límite de dar cuenta de otras formas de dominación, reproduciendo la lógica que dicen criticar al no advertir las imbricaciones del poder en fenómenos tan complejos como racismo o el colonialismo. La crítica a la dominación patriarcal se instituye a través de un arquetipo de la feminidad presente en la sociedad francesa y europea de la segunda mitad del siglo XX, pero esta realidad lejos está de rastrear las especificidades que exponen sociedades heterogéneas en torno a las relaciones sexuales de poder.

Con el propósito de superar esta limitación, el proyecto de Federici toma como punto de partida aquel atendido por Marx en su análisis de la sociedad capitalista, a saber, la realidad material concreta. En este sentido, será la pregunta en torno a las formas históricas en las que se ha organizado la producción y reproducción de la vida material, y por tanto las relaciones de poder que configuran dichas formas, la que guiará su disertación, llevándola paulatinamente a concluir, en abierta polémica con lo que denomina el feminismo posmoderno, que “el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase” (Federici, 2010, p. 27).

De este modo, la pregunta sobre la dominación sexual no debe bus-car respuestas en formulaciones ideales, transhistóricas o descarnadas, sino en la historia misma, y siendo el capitalismo el modo de producción de la vida material sobre el que se ha construido la dominación patriarcal contemporánea, solo podremos comprender una entendiendo la otra. Es este eslabonamiento, que se robustecerá con la incorporación de las perspectivas derivadas de las luchas anticoloniales y antirracistas, lo que constituye la singularidad crítica de su obra.

Quizá resulte necesario advertir que la presencia de las huellas teóricas de Marx en la obra de Federici no está exenta de crítica. Por el contrario, gran parte de su trabajo está orientado a mostrar aquello que Marx no vio, ya sea por su contexto histórico, ya sea por sus motivaciones personales. Ese mismo tratamiento correrá la obra de Foucault. Por tan-to, cuando se sentencia que el género debe ser tratado como “una especificación de las relaciones de clase”, la imagen a la que se remite no es aquella estrecha lectura que opone al obrero industrial asalariado al burgués, desposeídos ambos de cualquier condición sexual, racial, etaria o nacional. Pero esto merecerá un tratamiento más pormenorizado.

De brujas a amas de casa: Silvia Federici y el trabajo reproductivo dentro del capitalismo patriarcal

Para Federici (2010), “el capitalismo, en tanto sistema económico-social, está necesariamente vinculado con el racismo y el sexismo” (p. 32), y es ese vínculo el que debe ser explorado para, a través de una genealogía crítica del poder (Butler, 2019), poner en evidencia aquello que se nos presenta como natural, aquello que se produce y justifica a partir de relatos trascendentes, que en el caso de las mujeres supone una asociación naturalizada con el trabajo reproductivo. “‘Mujeres’, entonces, […] significa no solo una historia oculta que necesita hacerse visible, sino una forma particular de explotación y, por lo tanto, una perspectiva especial desde la cual reconsiderar la historia de las relaciones capitalistas” (Federici, 2010, p. 24).

Es sobre esta preocupación que Federici (2010) iniciará una ruta de investigación en los años setenta que tomará como punto de partida la pregunta en torno al lugar de “las mujeres en la ‘transición’ del feudalismo al capitalismo” (p. 15), indagando sobre las formas como se ha gestionado “la reorganización del trabajo doméstico, la vida familiar, la crianza de los hijos, la sexualidad, las relaciones entre hombres y mujeres y la relación entre producción y reproducción [específicamente] en la Europa de los siglos XVI y XVII” (Federici, 2010, p. 18). Los frutos de esta investigación serán presentados en su magistral obra Calibán y la bruja, que ocupará la atención de las reflexiones siguientes.

En primer término, resulta sugestiva la atención que Federici prestará al vínculo, hasta entonces poco explorado, entre la guerra contra las mujeres que tomó la forma de la cacería de brujas entre los siglos XV y XVIII, y el desarrollo del modo de producción capitalista y de la sociedad de clases, a través del proceso que Marx (2009) bautizaría como la acumulación originaria o primitiva de capital, el cual supuso una dinámica violenta de despojo que habilitaría las condiciones de posibilidad de la acumulación capitalista. Marx (2009) incluirá dentro de este proceso de acumulación originaria el cercamiento de tierras y el desplazamiento de la población campesina a las ciudades para ser mano de obra disponible barata en la Europa occidental, el desarrollo de una “segunda servidumbre” en la Europa oriental, la colonización del “Nuevo Mundo” con la formación de instituciones como la mita y el catequil, y con ello la trata de esclavos desde el siglo XVI (Federici, 2010, p. 103).

No obstante, en medio de estas expresiones violentas de la acumulación originaria parece haberse omitido la convivencia histórica, así como la concatenación lógica del proceso que se conoció como la cacería de brujas. Como demostrará Federici (2010), la cacería de brujas alcanzaría “su punto máximo entre 1580 y 1630, es decir, en la época en la que las relaciones feudales ya estaban dando paso a las instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil” (p. 226), siendo entonces descartables aquellos intentos por hacer de esta guerra contra las mujeres un vestigio de la Edad Media, independiente de las relaciones sociales capitalistas emergentes.

Pero ¿cómo entender esta relación entre el capitalismo, la acumulación originaria y la cacería de brujas? Para Federici, el capitalismo requerirá una reorganización del trabajo y de la vida social que supondrá la permanente necesidad de la mercancía más valiosa, el trabajo. Así, el cuerpo de la mujer, y su capacidad reproductiva, se convierten en fuentes de trabajo y valor que han de ser subsumidas en las nuevas relaciones sociales de producción. Así como la tierra fue despojada y los campesinos expulsados a la fuerza de sus necesidades para garantizar una mano de obra disponible al capital, el cuerpo de las mujeres requería ser dominado, domesticado, controlado:

El desencadenamiento de una campaña de terror contra las mujeres, no igualada por ninguna otra persecución, debilitó la capacidad de resistencia del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su contra por la aristocracia terrateniente y el Estado […]. La caza de brujas ahondó las divisiones entre mujeres y hombres, inculcó a los hombres el miedo al poder de las mujeres y destruyó un universo de prácticas, creencias y sujetos sociales cuya existencia era incompatible con la disciplina del trabajo capitalista, redefiniendo así los principales elementos de la reproducción social. (Federici, 2010, p. 223)

De este modo, por un lado, la cacería de brujas cumplió una función disciplinante, tanto contra las mujeres como contra el campesinado en general, imponiendo unos criterios de obediencia necesarios en la dinámica contractual que inauguraba el capitalismo con la relación salarial entre obreros y patrones y, asimismo, habilitó una fragmentación de los intereses de la emergente clase trabajadora a través de la imagen mitificante que hacía de las mujeres rebeldes, brujas malvadas con poderes ocultos, pero, aún más, configuró una división sexual del trabajo en el que la práctica reproductiva pasaría a constituir una función esencial de las mujeres en la nueva sociedad capitalista.

El cuerpo de las mujeres pasaría a ser su fábrica, y su explotación a estar marcada por la producción del trabajador. De este modo, “la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras” (Federici, 2010, p. 23).

Pero hacer del cuerpo de la mujer su fábrica exigía la constitución de una disciplina y control sobre el cuerpo, lo que fue posible a través de múltiples campañas de terror y condena de la mujer rebelde, que incluye tanto castigos humillantes a las mujeres que se portaran mal como la misma condena a muerte por una acusación de brujería (Federici, 2010, p. 157).

Todo este proceso se acompañó de la permanente devaluación del trabajo de las mujeres, así como la constitución de esta como la cuidadora y la ama de casa, la cual, se argumentó, era su condición natural. Si bien este proceso de devaluación del trabajo y de reorganización sexual del trabajo que emplazó a las mujeres en el hogar habría casi culminado en el siglo XVII (Federici, 2010, p. 157), terminará de instituirse en la forma que conocemos hasta la segunda mitad del siglo XIX como reacción al ciclo de luchas contra el trabajo industrial, las cuales terminarían por dar forma a la familia nuclear “centrada en el trabajo reproductivo no pagado del ama de casa a tiempo completo” (Federici, 2010, p. 167).

La indagación histórica de Federici avanzará en comprender cómo la división sexual del trabajo se fue trasformando en razón de las nuevas exigencias de la acumulación capitalista, siendo esencial el proceso que se abriese en la segunda mitad del siglo XIX tras las revueltas populares de 1848 y de 1871 en Europa (Hobsbawm, 2010).

En contravía al sentido común, Federici demostrará cómo la familia nuclear y su implícita división sexual del trabajo aparece como un resultado de las transformaciones que a finales del siglo XIX se operaron en las relaciones sociales de producción, mas no como un fenómeno natural que podemos rastrear en la prehistoria.

Así como autoras al estilo de Montagut (2009) han demostrado las trasformaciones que vivió el Estado capitalista tras la agudización de la contradicción de clase a finales del siglo XIX—con acontecimientos como la Primavera de los Pueblos de 1848, la Comuna de París de 1871, o la expansión del ideario socialista—, pasando así a incorporar políticas de asistencia social que amortiguaran la precarización de la vida de la clase trabajadora y con ello la contradicción política de clase y el afincamiento de perspectivas revolucionarias, Federici (2010) irá más allá para demostrar que no solo la incorporación de la política social como agenda del Estado nacional garantizaría el apaciguamiento de la lucha social, sino que se precisaría una trasformación misma en el proceso de producción y reproducción de la vida material.

En este sentido, constatará que esta reorganización del proceso de acumulación supuso la instauración de una nueva división sexual del trabajo, en la que ahora las mujeres serían enviadas a la casa para garantizar con ello el cuidado y la reproducción de la fuerza de trabajo, que no es más que la mercancía más valiosa en el modo de producción capitalista. De este modo, a finales del siglo XIX se consolidará una división sexual del trabajo que sacaría a la mujer y a los niños de la fábrica, no para excluirlos de las relaciones de explotación capitalistas, como han querido afirmar intelectuales liberales creyentes en el progreso, sino para garantizar con ello la reproducción social.

Esta lógica supuso reforzar el trabajo masculino, del cual el núcleo familiar pasó a depender, así como profundizar las jerarquías entre los sexos, produciendo una relación de dependencia económica de las mujeres hacia los hombres y permitiendo de ese modo desplazar las jerarquías sociales al hogar, donde los hombres pasarían a tener el poder del salario y se convertirían en una suerte de supervisores, o patrones, del trabajo femenino.

Plantear esto supone comprender el salario no solo como una remuneración que busca garantizar la reproductibilidad de la fuerza de trabajo, sino además como una relación social de poder, que instaura jerarquías y disciplina funciones sociales. En este caso, la disciplina del salario hace más sumiso al trabajador dentro de la fábrica por depender de su salario para sostener a su familia, así como a la mujer por depender de la remuneración del hombre. En otros términos, “ha sido precisamente a través del salario como se ha orquestado la organización de la explotación de los trabajadores no asalariados” (Federici, 2018a, p. 51).

Federici (2018b) asocia esta dinámica con la categoría de subsunción real utilizada por Marx:

Aquí cabe emplear la categoría de Marx de “subsunción real”, un concepto que usa para describir el proceso por el cual el capitalismo, con su historia y su desarrollo, reestructura la sociedad a su imagen y semejanza, de formas que sirvan a la acumulación; por ejemplo, reestructura la escuela para que sea productiva para el proceso de acumulación y también reestructura la familia. Cuando hablo de este proceso de creación de la familia nuclear, entre 1870 y 1910, hablo de un proceso de subsunción real del proceso de reproducción; se transforma el barrio, la comunidad, aparecen las tiendas. (Federici, 2018b, p. 17).

El proceso de subsunción al capital orquesta la aparente desaparición de la fuerza trabajo de un gran número de trabajadoras a quienes se les empezará a negar tal estatus por no encontrarse vinculadas en una relación salarial. Se les asume como esfuerzos externos al proceso de acumulación, a la lógica del capital, y por tanto se les niega la valía en su lucha contra la explotación capitalista. Este es el lugar ambiguo y opaco que ocupan las mujeres trabajadoras del hogar, quienes desaparecen de la dinámica productiva de la sociedad aun cuando en ellas repose la producción de la mercancía más valiosa del capital.

El uso del término desaparición resulta clave en la escena dialógica que se ha querido presentar. El modo de producción capitalista puede subsistir a través de la desaparición de grandes grupos poblacionales que aparentemente se encuentran por fuera de las relaciones de producción mediadas por la venta de la fuerza de trabajo a cambio del salario. Pero es una desaparición ilusoria, que encubre el hecho de que su trabajo contribuye de forma definitiva al capital, porque en últimas subyace a las relaciones sociales que el capitalismo impone.

De ahí radica la fuerza subversiva del reclamo del estatuto de trabajo del trabajo reproductivo, el cual puede lograrse en la exigencia de su remuneración salarial, en poner en evidencia aquello que esconde la explotación capitalista, en demostrar la violencia que le subyace, y en poner en evidencia la operación de exclusión que produce sobre multitudes de cuerpos, donde los eslabonamientos del sexo, la raza, la región y las edades se hacen evidentes.

La estrategia política de la mimesis: remuneración del trabajo doméstico

Como se pudo constatar a lo largo del análisis propuesto, los abordajes teóricos de las autoras tratadas, Luce Irigaray y Silvia Federici, pese a tener orientaciones y preocupaciones distintas, arribarán a una conclusión convergente: las relaciones de dominación se fundamentan en un procedimiento que tiende a negar al otro, forzando su desaparición, haciéndolo ininteligible, redificándolo en la forma de una proyección especular de afirmación de quien pasaría a ocupar el lugar del ser.

Está dinámica se expresa con claridad en las mujeres trabajadoras del hogar, a quienes se les ha negado el estatus de trabajadora, de productoras de valor y, en consecuencia, una remuneración salarial. Esta operación de ocultamiento se encuentra en la base de la acumulación capitalista, en su condición de despojo en la forma como Marx (2009) llamase la acumulación originaria. El cuerpo se convierte para las mujeres en su lugar de explotación para la producción de la mercancía, pero solo a condición de ser devaluado, ocultado, envuelto en un manto de naturalidad.

Aun cuando por esta vía parece marcarse una tensión teórica entre ambas autoras sobre la valoración de la maternidad, que por ejemplo Irigaray piensa de forma ahistórica y atribuyéndole una condición natural que afirma para la pervivencia de la especie, resulta clara la confluencia de las interpretaciones hechas por ambas autoras: la exclusión de lo femenino en un orden simbólico de inteligibilidad y su manifestación en la exclusión del trabajo reproductivo, feminizado, del orden formal de producción de valor.

La proximidad de ambas autoras no parece terminar ahí. Ante la pregunta política por el qué hacer, ambas parecen coincidir al convocar a forzar la aparición de las mujeres en un acto paródico de repetición o afirmación de los lugares de opresión, en este caso el trabajo reproductivo. No para perpetuarlos o contribuir a su naturalización como atributo propio de la feminidad, sino para poner en evidencia que la relación de dominación opera permaneciendo oculta, excluye a las mujeres de la posibilidad de ser, actuar y habitar, y su vez, a las trabajadoras del hogar de su posibilidad de luchar. Como bien advierte Federici (2018b), la falta de salario cumple una función disciplinante que lleva al límite la dominación sobre las mujeres, haciendo indiscernible su opresión y poco viable la lucha contra la misma. “¿Contra quién luchan si no tienen patrón?”, “¿Qué reclaman si la reproducción es vital para la vida misma?”.

Desnaturalizar el trabajo reproductivo a través de la exigencia social por su remuneración no solo se constituye como un acto de justicia social y económica, sino es además una ruta para desestructurar la economía de significantes que hace de la mujer un no ser y del trabajo reproductivo un trabajo sin valor. En últimas, “la lucha por el salario es simultáneamente una lucha contra el salario, contra los medios que utiliza y contra la relación capitalista que encarna” (Federici, 2018a, p. 68).

Acknowledgements

Reconocimientos

La primera versión de este trabajo se escribió en el marco del seminario en estudios de género que a nivel posgradual lideró la profesora Isabel Cristina Jaramillo con el apoyo de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de los Andes. Fue ella quien me presentó a estas autoras y me sugirió lecturas posibles para escribir este artículo. La versión final fue revisada, comentada y enriquecida por la profesora y amiga Katherin Rodriguez, quizá la principal responsable de cualquier acierto que anide en esta reflexión.

Julián López Hernández

Economista y politólogo, magíster en ciencias económicas de la Universidad Nacional de Colombia.

Referencias

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Sobre las diferencias teóricas y políticas con Simone de Beauvoir puede leerse A manera de aviso: iguales o diferentes, en su libro Yo, tú, nosotras (1992).
La exposición más detallada de este propósito se encuentra en la obra de Firestone (1976) y en lo que ella denomina su “concepción imaginaria” de un posible socialismo cibernético.
Incluyendo la obra de Luce Irigaray, como lo demuestra su interesante defensa de la escritura femenina francesa (2010, p. 29).
En este proyecto participarán teóricas feministas de relevancia a quienes Federici no dejará de citar, haciendo hincapié en que sus elaboraciones son el resultado de un trabajo colectivo. Entre otras están Mariarosa Dalla Costa, Leopoldina Fortunati y Maria Mies.