Monstruos, aliens y zombis: figuraciones de la alteridad en clave semiótica
Monsters, Aliens, and Zombies: Figurations of Otherness in a Semiotic Key
DOI:
https://doi.org/10.15446/fyf.v38n1.113551Palabras clave:
monstruo, alien, zombi, alteridad, identidad (es)monster, alien, zombie, otherness, identity (en)
La presente investigación explora las representaciones contemporáneas de monstruos, aliens y zombis como manifestaciones del imaginario actual que exploran diferentes formas de alteridad. Inspirado en las ideas de Foucault sobre la otredad, se estudian estas figuras en la cultura popular utilizando la teoría triádica de Peirce para descifrar los posibles mensajes implícitos en estas imágenes. Se examina la esencia primaria del monstruo como una distorsión de la unidad, la naturaleza secundaria del alien como otro ser que refleja aspectos de la condición humana, y la terceridad que representa el zombi al desafiar los límites de lo vivo. Se argumenta que estas representaciones desafían y redefinen nuestra percepción de lo humano, a través de un proceso de exploración y error que caracteriza a la cultura popular, donde los errores desempeñan un papel crucial en la interpretación.
This research explores contemporary representations of monsters, aliens, and zombies as manifestations of the current imaginary, examining different forms of otherness. Inspired by Foucault's ideas on alterity, these figures are analyzed within popular culture using Peirce's triadic theory to decipher the implicit messages in these images. The primary essence of the monster is studied as a distortion of unity, the secondary nature of the alien as an other that reflects aspects of the human condition, and the tertiary representation of the zombie as a challenge to the boundaries of life itself. It is argued that these representations challenge and redefine our perception of humanity through a process of exploration and trial, characteristic of popular culture, where errors play a crucial role in interpretation.
Recibido: 18 de marzo de 2024; Aceptado: 14 de noviembre de 2024
Resumen
La presente investigación explora las representaciones contemporáneas de monstruos, aliens y zombis como manifestaciones del imaginario actual que exploran diferentes formas de alteridad. Inspirado en las ideas de Foucault sobre la otredad, se estudian estas figuras en la cultura popular utilizando la teoría triádica de Peirce para descifrar los posibles mensajes implícitos en estas imágenes. Se examina la esencia primaria del monstruo como una distorsión de la unidad, la naturaleza secundaria del alien como otro ser que refleja aspectos de la condición humana, y la terceridad que representa el zombi al desafiar los límites de lo vivo. Se argumenta que estas representaciones desafían y redefinen nuestra percepción de lo humano, a través de un proceso de exploración y error que caracteriza a la cultura popular, donde los errores desempeñan un papel crucial en la interpretación.
Palabras clave:
monstruo, alien, zombi, alteridad, identidad.Abstract
This research explores contemporary representations of monsters, aliens, and zombies as manifestations of the current imaginary, examining different forms of otherness. Inspired by Foucault's ideas on alterity, these figures are analyzed within popular culture using Peirce's triadic theory to decipher the implicit messages in these images. The primary essence of the monster is studied as a distortion of unity, the secondary nature of the alien as an other that reflects aspects of the human condition, and the tertiary representation of the zombie as a challenge to the boundaries of life itself. It is argued that these representations challenge and redefine our perception of humanity through a process of exploration and trial, characteristic of popular culture, where errors play a crucial role in interpretation.
Keywords:
monster, alien, zombie, otherness, identity.1. Introducción: la identidad como problema
La pregunta por la identidad es uno de los sellos de la sociedad contemporánea. Su emergencia recalca la ausencia de una serie de seguridades ontológicas que antes se sucedían con naturalidad. La modernidad, en su impulso por reconstruir la sociedad a partir de la renuncia a la tradición, fraccionó viejos esquemas de producción de sentido e identidad: los vínculos connaturales que proveía la tríada tierra-comunidad-sangre (Roncallo-Dow, Uribe-Jongbloed & Gutiérrez, 2016) se rompen en favor de instituciones modernas como el Estado, irremediablemente entendido sobre la base de un territorio (Bauman, 2010); el trabajo, con inocultable narrativa romántica -el lugar del sujeto en el mundo- (Gil Calvo, 2001), y la escuela, desde el correlato de la formación como encauce del sentido de vida (Sloterdijk, 2012).
La rotura de viejas formas comunitarias implicó el estallido de viejos marcos referenciales, cosmológicos, sobre los que se fundaba la relación hombre-mundo (Bauman, 2006). Así, lo que antes surgía como residuo espontáneo de la vida en comunidad revienta en miles de formas en el ámbito de la sociedad moderna. Dicho estallido es, también, el estallido de los sistemas de producción sígnica, algo fundamental para entender la identidad en clave semiótica.
Como lo entiende Taylor (2006), la identidad rezuma la lista de respuestas que surgen a la pregunta por quién se es. No obstante, la filosofía griega inició un proyecto racionalista en el que la sincronicidad de esos marcos referenciales se diluyó cuando los filósofos insistieron una y otra vez que tales vínculos, mediados por el mito, las costumbres y las pasiones (Sloterdijk, 2012), eran insuficientes: tierra, comunidad y sangre son respuestas precarias para un hombre racional. La identidad aparece entonces como un asunto por resolver.
Así, la identidad, antes tramitada sobre la base de la pertenencia a un fragmento de tierra, exaltada en el concepto de autóctono (Sennett, 2010), asiste a una reconversión que es la misma de las comunidades ancestrales en sociedades más amplias, donde ya los sujetos no se conocen cara a cara sino mediante vínculos abstractos como la ley o las representaciones colectivas. La identidad deviene asunto cuya resolución cubre claves sígnicas e imaginarias.
La pregunta por la identidad tiene el definitivo sello de lo moderno en tanto surge cuando de la construcción corporal, presente y cotidiana de la comunidad, se pasa a una vida en sociedad cuyos ejes articuladores son las leyes y las representaciones (abstractas) de lo social, es decir, de sistemas que sustraen el contenido mítico desde la relación hombre-mundo a una relación imaginaria de tramitación sígnica (Duch, 2008).
Dicho proceso implicaría el estudio de los marcos comprensivos con los cuales los seres humanos allegan ideas para responder por quiénes son (Taylor, 2006), contexto en el cual las plataformas mediáticas resaltan como uno de los mayores proveedores de identificadores, labor que cumplen por vía sígnica (Vizer & Carvalho, 2016).
Debido a esto último, en este trabajo exploramos abductivamente las figuras del monstruo, el alien y el zombi como ensayos de la cultura popular sobre la alteridad, correlato necesario de la identidad. Elegimos el camino de la alteridad y de sus representaciones en la cultura mediática para reconocer desde sus proyecciones qué dice el ser humano de sí mismo cuando (aparentemente) habla de los otros, y de lo otro.
Bajo ese cometido, nos aproximamos a Peirce (1958; 2012a; 2012b), autor clave en el desarrollo de la semiótica, para indagar desde sus configuraciones triádicas el complejo entramado de las construcciones de identidad. Para ello, en primer lugar, sondeamos la relación yo-nosotros-ellos como fundamento intersubjetivo de los primeros ensayos de la pregunta por la identidad. En segundo lugar, revisamos en la configuración del camino del héroe cómo se presentan las proyecciones del sí mismo en la tríada héroe-patriarca-monstruo, desde la cual se plantea un camino más explícito al lugar de la otredad. En tercer lugar, revisaremos cómo el ellos de la primera tríada deviene lo monstruoso, para generar una nueva serie de signos emergentes, presentados también en tríada: monstruo-alien-zombi.
2. Marco teórico
2.1. Peirce: signo, modalidades y semiosis infinita
El trabajo filosófico de Charles Sanders Peirce es uno de los más ambiciosos de la filosofía moderna, pues buscó arrojar luces no respecto a temáticas concretas, sino en relación con las estructuras de pensamiento sobre las que todas las temáticas pueden comprenderse. Contraria a una de las características del pensamiento contemporáneo, cuya nota es la abdicación a sistemas filosóficos de la totalidad, evidente en pensadores como Agamben (2006), Deleuze y Guattari (2006), Foucault (1990, 2001) y Sloterdijk (2012), la filosofía de Peirce se ratifica en la necesidad de construir una arquitectura que fije los modos y las posibilidades del pensar como relación-con-el-mundo.
Fue en esa búsqueda como Peirce dio con la semiótica, que entendía como la pregunta por la relación signo-pensamiento-realidad. El plano sobre el que trabaja se instaura como posibilidad de aprehender esa relación: si manipulamos signos es porque transitar la realidad requiere la construcción, reelaboración e interpretación de significados, unidades encargadas de re-presentar al mundo, esto es, volverlo a hacer presente.
Situar el lugar del signo en el amplio espectro de los trabajos de Peirce desborda los propósitos de este texto1, pero acopiaremos algunas ideas para defender las siguientes tesis: que la identidad es un signo cuyo correlato es la alteridad (siempre que esta segunda se entienda, también, como un signo); incluso: que el principio de la semiosis infinita (según la cual el destino de un signo es producir un nuevo signo) augura un movimiento pendular permanente entre identidad y alteridad, cuya constante percolación servirá de laboratorio de ideación de monstruos, aliens y zombis en el entramado social.
En tanto que un discurso tiende a generar un nuevo discurso, la multiplicidad de significados disponibles es amplia y fundamenta fenómenos actuales como el fandom, donde una comunidad de seguidores se ocupa de la extensión del contenido de sus relatos favoritos. Esto es especialmente relevante en el cine digital, donde las narrativas se entrelazan con diversas formas de comunicación y medios; en otras palabras, cómo los signos y símbolos se utilizan para crear sentido en un contexto visual contemporáneo (Blanco Pérez, 2021).
2.2. Modalidades del ser
Las modalidades del ser fundamentan pensamiento peirceano. Estas serían lo que «podemos observar directamente en elementos cualesquiera que se presentan ante la mente en cualquier momento y de cualquier manera» (CP, 1.23)2. Son modos que se corresponden a «elementos indescomponibles de todo fenómeno» (Restrepo, 2010, p. 12): «Primero es el comienzo, aquello que es fresco, original, espontáneo, libre. Segundo es aquello que es determinado, terminado, finalizado, correlativo, objeto, necesitado, reactivo. Tercero es medio, devenir, desarrollo, realización» (OF1, 17).
En tanto modos como el ser es posible, primeridad, segundidad y terceridad debieran ser discernidos no como unidades enteras, sino como coeficientes del ser, potencias. Esta alusión nos lleva a la razón de su constitución como categorías: ¿por qué Peirce habla de las categorías del ser?
Peirce llegó a las categorías mediante un esfuerzo triple que implicó un proceso (epistemológico) de abstracción, un procedimiento (lógico) de relación y uno (fenomenológico) de aplicación (McNabb, 2018), apuntalado sobre la convicción de reivindicar la experiencia no como lo contrario o superior al pensamiento, sino como un punto de conmutación entre el ser y el pensar (Ballabio, 2016).
Por lo tanto, el uno, la primeridad, expresa la mónada, algo con referencia única a sí mismo; el dos, la segundidad, expresa la díada, un encuentro con otro que no puede surgir sino mediante tal encuentro, choque o fricción; el tres, la tríada, suma una cotrirrelación, que acumula la mónada que se encuentra en la segundidad con algo, y es mediada ahora para un tercero.
Esto es clave por cuanto aquí podemos marcar el punto en que una primeridad, como la identidad, está destinada a producir una terceridad: otro, movimiento que es posible pues estos modos del ser se corresponden con los modos del pensamiento.
El análisis lógico de los fenómenos mentales muestra que no hay más que una ley de la mente, a saber, que las ideas tienden a extenderse continuamente y a afectar a ciertas otras que se hallan en una peculiar relación de afectabilidad con respecto a ellas. Al extenderse pierden intensidad, y especialmente el poder de afectar a otras, pero ganan generalidad y se funden con otras ideas (OF1, 23).
Si en el primer estado mental imperaba la sensación y en el segundo la necesidad, en este tercero nos encontramos en inmediaciones del pensamiento: la búsqueda de regularidades, constancias, leyes… categorías.
Se aprecia directamente la correspondencia entre los modos del ser y los del pensamiento: lo primero trata de captar los sustratos de consistencia de lo que es; lo segundo inspecciona las maneras como la mente funciona en su relación con la realidad. Vemos, pues, que las posibilidades del ser, entre las cuales la identidad es (apenas) una, incumben a los modos mentales. Estas ideas son el enclave de la teoría del signo, donde reverberan nuevamente las tres modalidades.
2.3. Teoría del signo
El signo sirve como puente entre ambos modos: mentales y del ser. El signo procura una escansión de la continuidad con que se despliega el mundo: «Pensamos solo en signos» (OF2, 2). Pero ¿cómo funcionan?
Signo es «cualquier cosa que determina alguna otra (su interpretante) a referirse a un objeto que ella misma se refiere (objeto) de la misma manera, convirtiéndose el interpretante, a su vez, en un signo, y así sucesivamente ad infinitum» (CP, 2.303). El signo logra evocar en la mente de un tercero un objeto ausente (segundo) a través de un primero que está presente: el representamen. Pero su interrupción es tan solo transitoria, pues el destino de un signo es producir nuevos signos: semiosis infinita.
Esto ocurre porque el signo es una articulación triple: el colocar algo (representamen) para evocar en alguien (interpretante) la existencia de un segundo (objeto, referente) es la manera como el signo respira la condición misma de las modalidades del ser en el plano inmanente de la continuidad.
Aquí, ese ad infinitum es clave, puesto que vincula la continuidad del sucederse del mundo y apalanca el principio de la semiosis infinita; la continuidad sígnica implica la constante explicación de un signo mediante otro (como en el juego del diccionario, donde una palabra se define mediante otras palabras), en el horizonte de las comunidades de interpretación (como la ciencia, el arte o la religión) que operan como unidades hermenéuticas.
De este modo, sus famosas tríadas (la del signo: representamen/objeto/interpretante; la de las tipologías del signo: ícono/índice/símbolo) son modulaciones de una constatación básica: primeridad, segundidad y terceridad, como los modos de expresión del ser.
Actualizando un poco la discusión, desde la semiótica transdiscursiva se identifica la relevancia que se presenta como una herramienta útil para analizar cómo las pantallas generan nuevos significados en la realidad humana y cómo esto afecta a la sociedad contemporánea. Si se mira en esos términos, la tríada se traslada a la relación relato, espectador, autor (donde la pantalla es la plataforma para la circulación de los signos). Así se puede explicar cómo el cine ha pasado de ser una mera imitación de la realidad a convertirse en un relato complejo, donde lo semiótico juega un papel crucial en la construcción e interpretación de los significados (Blanco Pérez, 2021).
Como veremos, esto es crucial para efectos de la pregunta por la identidad. Definir quién se es es un ejercicio que no ocurre en el limbo de la posibilidad (primeridad), ni en un pensamiento referido al uno mismo (segundidad); se trata de un trabajo en la constante travesía por el lenguaje y el espacio social. La identidad es un signo por cuanto en ella se articulan las tres modalidades del ser: primeridad del aparecer, segundidad del ser al que mienta ese aparecer, y terceridad de la mediación que este encuentro procura.
2.4. Subjetividad/identidad
Ahora bien, ¿qué relación hay entre la inspección por las modalidades del ser en Peirce y la identidad? Para Peirce, el signo es un operador lógico que respira la experiencia del mundo. Por ello, la identidad tiene al menos dos características: primero, no se forja en vacío, sino en la continuidad de la vida misma y, segundo, en consecuencia, es un signo.
Como signo, la identidad surge cuando un representamen (primeridad) evoca un objeto o referente (segundidad, la subjetividad) ante un interpretante (un otro) (Figura 1).
Figura 1.: La identidad como signo
Como proceso surgido en la continuidad del entramado social, la identidad se tramita mediante la comunicación: el ejercicio constante de producir, reproducir, interpretar y reinterpretar signos. Ser ese sí mismo funge como la conmutación entre un mundo interior y el mundo exterior.
¿Qué presenta ese mundo exterior? Si lo descrito en el párrafo anterior habla de la tríada en términos sígnicos, esta pregunta nos retrotrae a las modalidades del ser, donde la naturaleza es la primeridad, el individuo, la segundidad, y los otros, la terceridad. Visto desde el ser humano, la naturaleza monádica persevera en sus propios ciclos, cualidades primeras que vuelven sobre sí mismas, y es la captación de esa primeridad lo que hace emerger al individuo, ser diádico por cuanto él mismo es naturaleza. Entonces para el yo se presentan dos instancias de mediación: la naturaleza y los otros (Foucault, 2001).
En la lectura de Blanchot (1992),« el mito de Heracles narra a la perfección lo que habría implicado esa primera instancia: una fisura, pues es por medio de la fuerza como el individuo (naturaleza él mismo) se separa de la naturaleza. La cesura produce al individuo y, por esto, el arquetipo heroico será metáfora de identidad. De naturaleza mixta, hijo de una divinidad y un mortal, el héroe acontece tal por procurarse la identidad: surgiendo de la naturaleza, busca separarse de ella. Heracles es pues el mito del hombre mismo: naturaleza que se separa de la naturaleza.
En el mito se consigna la naturaleza de la individualidad como un proceso que implica desgarrarse, pues en ese desdoble de la naturaleza sobre ella misma surge el yo, un movimiento en bucle (Figura 2).
Figura 2.: Díada naturaleza-yo
Ahora bien, una segunda instancia de esta operación la constituyen los otros. En función de la condición social del ser humano, los otros aparecen como otra dimensión que se debe tramitar. Veamos las modalidades del ser aquí operando: la naturaleza como primeridad, doblada sobre ella misma, produce al individuo (segundidad). Este, pese a que en la idea del yo se entenderá a sí mismo como una unidad, es (en realidad) resultado de una escisión. Allí la aglomeración de yoes constituye el nosotros, un yo colectivo que también habrá que gestionar (Figura 3).
Figura 3.: Tríada naturaleza-yo
Con Foucault (1990), decimos que las tres esferas que se explayan aquí entrañan cada una su administración. Como tecnologías del yo las denomina Foucault: el cuidado-dominio de la naturaleza, del sí mismo y del nosotros.
Ahora bien, hacerse cargo de esas dimensiones implica el diseño de herramientas para establecer la mediación. Desde la mano hasta el lenguaje, el ser humano se convierte en un proveedor de instrumentos para sufragar dicha gestión (Roncallo-Dow, 2011). Aquí la consecuencia es cómo, en el diseño y puesta en operación de las herramientas de dominio (de la naturaleza, el yo y lo otro), advienen las correspondientes esferas discursivas: ética, política y técnica.
Recordemos con Peirce que las modalidades no son estados linealmente evolucionados sino posibilidades del ser. Así, conforme la técnica va permitiendo el repliegue de las fuerzas indómitas de la naturaleza, se erige un nosotros sellado en el pacto de la cultura-territorio. La mano aparece aquí como una interfaz doble: la mano que domina deviene herramienta, la mano que acaricia deviene lenguaje: formas de tocar al otro para conjuntar proyectos. Esto le da un giro a la tríada, un suiche político del yo al nosotros, en gracia del dominio progresivo de la naturaleza, lo otro por excelencia, de forma que la identidad individual se proyectará en una colectiva. Y esa es justo la misión del héroe, cuando este deviene patriarca.
Allí, los miedos provocados por la naturaleza se proyectarán sobre la figura del ellos, sujetos allende las fronteras del territorio, más allá del pedazo de naturaleza que, mediante ritos, técnicas e instrumentos de figuración política, se constituye como propio: si el nosotros se asienta sobre un territorio, dominado mediante la técnica y la política, consagrado sobre la polis, el ellos ocupará un interregno.
Sobre esta exposición, es momento de someter a prueba la idea de figuraciones de la alteridad, clave en la pregunta por la identidad como signo. Para ello se requiere abducir algunos elementos clave.
3. Marco metodológico
Como proceso mediado, en Peirce el pensamiento «tiene la misma estructura del signo» (Restrepo, 2010, p. 109). Es decir, se constituye en clave de las modalidades del ser, que se abren en la continuidad de la vida: «Nuestro conocimiento nunca es absoluto, sino que siempre navega, como estando en un continuum de incertidumbre y de indeterminación» (CP, 1.171).
La abducción aparece en Peirce como un camino de síntesis. En tanto «la deducción explica y la abducción evalúa» (Ballabio, 2016, p. 97), las vías deductivas e inductivas causarían un círculo cerrado sobre sí mismo que nunca permitiría abrirse a nuevas representaciones de la realidad. Es ahí donde la abducción irrumpe como posibilidad de construir nuevo conocimiento, pues parte de hipótesis que luego han de ser discutidas por la comunidad de interpretación.
Mientras la deducción parte de una regla general, la cual compara empíricamente mediante un caso para llegar a conclusiones, la inducción parte de un caso, de cuyo resultado induce una regla. En ambas situaciones, no se consigue más que comprobar la certeza empírica de algo (deducción) o el entronque de una realidad particular con una superior (inducción); es decir, ninguna permite la generación de nuevo conocimiento. Ante ellas, Peirce propone que la abducción lanza la mirada allende lo conocido, si bien desde los términos de lo conocido.
Peirce explica así la inferencia propia de la abducción:
[1] Se observa un hecho sorprendente, C;
[2] Pero si A fuera cierto, C no sería algo excepcional.
[3] Por lo tanto, hay razón para sospechar que A es verdadero.
(OF2, 16).
En nuestro caso, la abducción esquematiza la siguiente inferencia:
[1] Monstruos, aliens y zombis se reactivan en el imaginario contemporáneo;
[2] Lo monstruoso es clave de identidad por vía de la alteridad;
[3] Monstruos, aliens y zombis son figuraciones de la alteridad contemporánea.
En lo que sigue trataremos de darle consistencia a esta última afirmación.
4. Resultados
Si bien monstruos, aliens y zombis parecieran productos residuales del imaginario contemporáneo, exploramos cómo su reactivación obedece a la necesidad de figurar formas-otras de concebir lo humano. Como quiera que el héroe es el epítome de la identidad (su primeridad), por este comenzará nuestra argumentación.
4.1. Héroe (identidad)/monstruo (alteridad)
En términos políticos, la identidad es un problema crucial, pues implica la gestión de los intereses grupales, para cuyo sostenimiento se requiere el constreñimiento de ciertos deseos individuales. Para el efecto, las sociedades occidentales han fabricado moldes de identidad, formas prefabricadas de la subjetividad con arreglo a fines: los intereses políticos que gobiernan en cada grupo.
En ese orden de ideas, Gil Calvo (2006) propone la identidad masculina bajo la idea de máscara, dispositivo que conmuta mundo interior y exterior (Figura 4).
Figura 4.: La máscara como dispositivo de identidad
Si en el primero pensamos las ondulaciones de la subjetividad y en el segundo la construcción del nosotros, pronto captaremos la función sígnica de la máscara. Como dispositivo, la máscara enarbola un representamen que se erige ante los otros como mediador entre mundo interior y mundo exterior.
Al examinar esas proformas de identidad en Occidente, Gil Calvo (2006) distingue tres máscaras: héroe, patriarca y monstruo. No forzamos las cosas si encontramos en ellas una proyección de las tríadas de Peirce, pero será necesario explicar su contenido.
Basado en el triángulo culinario de Lévi-Strauss, Gil Calvo propone que la identidad se ha pensado como un proceso mediante el cual la naturaleza se somete a la cultura, como veíamos en el mito de Heracles (Figura 5).
Figura 5.: Tríada culinaria
En efecto, lo crudo es aquello agreste de la naturaleza en su estado puro; lo cocido (mediante el fuego, el aire o el agua) es la disposición de los alimentos ya prestos para ser ingeridos; lo podrido es el estado de degeneración de la materia, la descomposición. Para Calvo, la jugada inteligente de Lévi-Strauss fue captar en la cocina un dispositivo de tramitación entre la naturaleza y la cultura; el procesamiento de los alimentos muestra la apropiación del hombre sobre el mundo; en nuestros términos, el paso del interregno al territorio, o el tránsito entre identidad y alteridad.
Así, héroe, patriarca y monstruo devienen extensiones de esa dominación: sus máscaras nos permiten ver lugares predefinidos para el ejercicio de la subjetividad; para Gil Calvo (2006), el héroe representa lo crudo, el patriarca, lo cocido, y el monstruo, lo podrido.
Héroe es el hombre a punto de probar su condición en lo social; patriarca es aquel que ya ha cumplido las pruebas que se tienen para tal fin; monstruo representa la desviación respecto a los valores centrales diseñados por el grupo. La primeridad del héroe se avizora en su cercanía con los valores de lo crudo (lo fresco, lo dispuesto, como dijera Peirce), mientras el patriarca es como los alimentos ya procesados: expresa el producto notable del fuego social; la terceridad del monstruo es la otredad que refleja lo desconocido: el interregno.
Dado que el héroe y el patriarca son una continuidad civilizatoria, la alteridad se fija sobre el monstruo. Por eso, como lo mostraron Propp (1983), Campbell (2014) y Vogler (2002), cada héroe se instituye como tal luego de vencer al monstruo, lo otro. En ese proceso, hay dos conceptos clave: la hazaña y el sacrificio. La primera habla de la identidad individual, por cuanto es el empeño que el héroe (se) (im)pone sobre sí mismo; la segunda ratifica el rol político de los héroes, en tanto agentes del paso del caos al orden social.
Desde allí se aprecia cómo el héroe, epítome de la identidad, es un ensayo narrativo de la pregunta por quién se es. Y en ese ensayo, lo otro es la dimensión pregnante contra la cual se constituye la condición heroica: el héroe sirve como polaridad positiva de aquello que, en negativo, resalta el monstruo; de ahí que este último constantemente juegue en los terrenos de lo didáctico y lo espectacular, según los usos políticos a los que se someta su figura (Arellano, 2009).
Para efectos de la argumentación, hablaremos de lo heroico, lo patriarcal y lo monstruoso, para saludar su condición de categorías del ser (primeridad, segundad y terceridad). Así mismo, conjuntamos esta tríada con la que nos permitían las tecnologías del yo en Foucault (Figura 6).
Figura 6.: Tríada integrada
4.2. Con-figuración de la alteridad: figurar lo otro
Si la noción de figura refiere ya un contorno que acota los contenidos propios de un ente (el trazo del representamen peirceano), figurar lo otro pretende alcanzar un imposible, un no-lugar: un interregno. Estamos en el ámbito de la terceridad, categoría que Peirce le encomió a la abducción, pues «debe proporcionarnos una rápida eliminación de toda idea esencialmente poco clara» (OF2, 16).
Figurar lo otro, pues, es tratar de asir lo monstruoso como esa esfera de desviación de lo heroico y lo patriarcal. Mientras el yo (el héroe) se forja en una lucha que lo obliga a ir a terrenos desconocidos, lo otro se extiende sobre el territorio, en esas zonas desconocidas cuyas leyes se ignoran y cuyos seres, cercanos al arcano de lo salvaje, producen miedo.
Esto es relevante en tanto que la construcción de la episteme de las ciencias sociales, particularmente la antropología, consideró lo otro desde la premisa de lo lejano, lo exótico y lo extraño. Sin embargo, una de las características centrales de nuestro tiempo, del deporte a la política, de la literatura al cine, es que eso otro asoma en la cercanía: desde las redes sociales que dividen a las personas entre su yo digital y su yo físico, hasta las plataformas de streaming que no se cansan de ensayar finales del mundo, revoluciones de las corporalidades, vencimientos de las bases que nos constituyen en humanos (Arellano, 2009; Bauman, 2007; Winckler, 2019).
Pero (como anuncia el principio de la semiosis infinita) en tanto signo, la identidad deviene nuevos signos en el ámbito de la terceridad interpretante. Así, sobre el arquetipo del monstruo, se instalan nuevas formas alternativas de lo otro. Lo que intentaremos a continuación es ver en los monstruos, los aliens y los zombis ejercicios de figurar esa alteridad, es decir, de darle forma, contornos, perfiles, a lo otro.
4.2.1. Monstruos
Irsúa Cereceda (2009) propone reconocer en el monstruo una función que está señalada en su etimología: monstrare, pero a condición de reconocer su condición dual: su figura se utiliza para mostrar algo grande que, en todos los casos, tanto es positivo (monstruo como maravilla) o negativo (monstruo como lo extraño, lo espantoso). Así, esa doble sensación de repulsión y fascinación es una nota constante en las referencias monstruosas. En la misma línea, Babo (2021) sugiere hallar en la etimología de diablo la doble naturaleza del mal, surgido por una división del ser. En griego, diabolḗ significa división; diábolos, término cristiano, implica lo extraviado, lo perdido; en nuestros términos, lo habitante del interregno, como si en la misma escisión narrada en el mito de Heracles se produjera una dualidad en el momento de la generación de lo humano. Pero mientras el héroe, polaridad de la identidad, recalca lo mismo, el monstruo apela a lo emergente: lo otro. La etimología entonces nos recuerda que, desde un comienzo, eso otro-expulsado ha salido de nosotros. La paradoja del monstruo es cómo su (imposible) unidad, excedente de lo normal, surge fruto de una mixtura exacerbada. Si el monstruo es lo anormal, entenderlo pide sondear dos dimensiones sígnicas de esa normalidad: una mitológica y otra jurídica. En ambos casos se trata de narrativas, relatos que se construyen socialmente y se median institucionalmente: sistemas construidos de signos.
Gil Calvo (2006) recupera el sentido mitológico del monstruo: «Los monstruos de la ficción son seres inhumanos pero poderosos que se caracterizan por su extraordinaria capacidad para hacer el mal, de la que hacen víctimas a los seres humanos que caen bajo su poder» (p. 206). En ese sentido, el grado cero del monstruo es la bestia salvaje «inmune al poder del cazador» (p. 286). Moby Dick, King Kong y Godzilla discurren en esta línea bestial. En un segundo estrato, Gil Calvo (2006) menciona los monstruos híbridos entre animal y humano, cuya concepción acusa la pérdida de límites establecidos entre naturaleza y cultura (Figura 2). De esa doble condición surgen centauros, ogros y sátiros, algunas de las figuras que evocan esta clase de monstruos.
En un tercer estrato se encuentran los monstruos propiamente humanos. Estos ya pertenecen a la segunda dimensión, la jurídica; en esta, «lo que define al monstruo es el hecho de que, en su existencia misma y su forma, no solo es violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza» (Foucault, 2000, p. 61). Sí: encontramos de nuevo la naturaleza como la base sobre la cual se definen las monstruosidades; de ahí que al criminal se lo constituye en tanto monstruo: «el criminal es precisamente la naturaleza contra natura. ¿No es el monstruo?» (Foucault, 2000, p. 91).
Nos interesa ahora revisar su condición semiótica. Drácula, monstruo canónico del imaginario moderno, es un ser que, en la novela de Bram Stoker (2012), no pronuncia palabra. Sabemos de él a través de las cartas, noticias y actas que el narrador reúne: por tanto, Drácula es un ser percibido: una primeridad. Si bien con otras connotaciones, Frankeinstein funciona similarmente: de hecho, es un ser sin nombre, aunque hereda el nombre de su creador, el doctor Frankenstein (Shelley, 2019). En la novela, lo que desata el conflicto es su deseo de interactuar con los humanos, pues ya dominaba el canon literario (la cultura) de esos contertulios que espiaba desde el ático. Cuando se les presenta para entablar conversación con ellos, y estos huyen, se detona la falta de reconocimiento que está en el trasfondo del texto.
El monstruo es una primeridad: «el concepto de lo que está presente en general, que no es sino el reconocimiento general de lo que está contenido en la atención, no tiene connotación alguna y, por tanto, no tiene ninguna unidad propia» (OF1, 1, resaltado en el original). Esa carencia de unidad surge por una implosión gramatical, pues el monstruo reúne, aparentemente sin ninguna lógica, características de otros seres, y los mezcla de maneras particulares, únicas: monstruo es «una especie que consta de un solo individuo» (Aira, citado por Gil Calvo [2006, p. 305]).
Esa primeridad que es posibilidad en el monstruo es el romper de un límite. De ahí el uso moral de los monstruos: para mostrarnos la deformación de la unidad una vez se propasa el límite.
4.2.2. Aliens
¿Qué nos dicen los marcianitos? En el imaginario de las películas de Hollywood, estos emergen como reflejo del miedo al otro, a la otredad. Se apela al extraterrestre para remarcar unas diferencias que, proyectadas en la figura del otro, pretenderían ratificar las condiciones de lo propio: a más diferencias, más miedo se produce.
Suscitado por el misterio que supone el espacio extraterrestre, el alien es un ensayo de otredad en el cual se reflejan claramente los propios miedos. Cabe recordar la radionovela de Orson Welles, La guerra los mundos, que fue emitida en 1938 y desestabilizó el sistema norteamericano, un claro ejemplo de cómo los marcianitos eran vistos como seres disfuncionales, generando terror en los terrícolas, sobre todo porque nos recordaban nuestro estado de vulnerabilidad (Roncallo-Dow et al., 2021; Roncallo-Dow, Uribe-Jongbloed, & Goyeneche-Gómez, 2016).
Ese miedo al otro parece ser directamente proporcional a la diferencia. El miedo se activa en función del otro, catalizado por la diferencia como dispositivo. Así pues, cuanta menos información se posee sobre ese otro, mayor será el grado de desconfianza y miedo: en el alien se ensayan las distancias entre el representamen y el referente; su objeto es el interregno mismo.
Anteriormente, el otro extraterrestre, así como antiguamente el otro de ultramar, se construyó desde narrativas propias (desde la propia posición epistemológica), llenas de vacíos que se vierten de la imaginación colectiva: narraciones construidas a partir de un otro posible, que nos pone en estado de vulnerabilidad.
Leídos desde la relación identidad-alteridad, es claro cómo, a medida que se desarrollan las tecnologías, el flujo de información es tal que, como humanos, nos sentimos más empoderados frente al otro (Roncallo-Dow et al., 2021). Desde el extranjero, pasando por la persona perteneciente a comunidades sexodiversas, hasta llegar a los extraterrestres, con los que pasamos de temerles (como en el caso de La guerra de los mundos [Spielberg, 2005]), a buscar vías para establecer contacto directo con ellos (The Arrival [Villeneuve, 2016]); es claro que los marcianitos pasan ahora a ser funcionales.
El paso del miedo hacia la búsqueda intencionada del contacto está mediado por la existencia de herramientas que aumentan la disponibilidad de información sobre esos otros. Quizás hace 100 años, la cantidad de personas que pensaban en establecer contacto con los extraterrestres era mucho menor que la que puede existir hoy en día. En el caso de nuestra relación con los marcianos, esto se convierte en un deseo (manifiesto en sectas cuasirreligiosas, desarrollo comercial en torno a los aliens, congresos y toda una gran cantidad de discursos) que ha logrado hacer del ET una posibilidad factible.
Ahora bien, en la idea de máscara, el estudio de los aliens, como seres supuestamente extraterrestres, nos llevaría al terreno de la exosemiótica: una ciencia de los signos encargada de comprender las leyes de funcionamiento de los significados por fuera de nuestros sistemas de significación. Esta tarea luce particularmente difícil, sobre todo si consideramos la marcada antropomorfización de los aliens al uso. Por lo pronto, lo que podemos indicar es cómo la existencia imaginaria y proyectual del alien marca un tipo de límite bastante diverso al de los monstruos: el límite de la biosfera, el del hábitat que hemos configurado como lugar: el interregno. Así pues, mirar a los aliens y darles fecha de aterrizaje para que nos abduzcan pareciera señalar el cambio entre un miedo irracional hacia una curiosidad, sin duda, alimentada por la ciencia y, particularmente, por la ciencia ficción.
Semióticamente, la figura del alien remarca paradojas por cuanto su segundidad es una beta de misterio. Si en el monstruo lo era la primeridad (su principio de unidad), en el alien escasea cómo llenar el objeto, el referente de la tríada sígnica.
4.2.3. Zombis
Hay un hilo de tiempo que conecta el desplazamiento de la muerte (en concreto, de nuestros muertos) del ámbito íntimo del hogar (a los muertos se los velaba en casa) a los productos y servicios que la industria de la muerte ha diseñado. En otras palabras, se trata de un hilo de tiempo que, en lo discursivo, se marca por toda la retórica de la felicidad que erige el capitalismo, allí donde todo es feliz, juvenil, indoloro (Lipovetsky & Charles, 2014), y que en la praxis social deviene un desplazamiento de la muerte de los lugares físicos y los tópicos del discurso. Desde que la modernidad se traza sobre un eje de tiempo que propone la innovación, la renovación y la ruptura (con las tradiciones) como su punta de lanza, la tradición, lo anciano, el pasado, se desechan, como podemos ver en el alargamiento de la juventud, la proscripción de la vejez y, en general, todo el movimiento discursivo que sobrepone la novedad a la tradición, lo nuevo a lo viejo: obsolescencia programada.
La categoría de zombi surge en el siglo XVIII en Haití, relacionada con la esclavitud y la opresión que en su momento se vivía y la cual enfatizó que constantemente somos esclavos o estamos poseídos por algo más. Esto llevó al zombi a crear un silencio aterrador, una condición no lingüística, un no-logos y una constante interrogante por la falta de libertad. A diferencia de monstruos y aliens, el zombi no tiene planes o esquemas de comportamiento o acción. Esta figuración es tratada más adelante por escritores y directores de cine. Recordemos Un libro de ultratumba, de Jairo Pinilla (2002), un mediometraje donde los zombis parecen estar entre nosotros para decirnos que los muertos nos están quedando mal enterrados y que somos esclavos del poder que podemos tener sobre el otro.
Contemporáneamente, no queremos saber de la muerte, aquello otro por excelencia. Velamos a los muertos por fuera de las que fueron sus casas, trasladamos a los ancianos a lugares que los alejen de nuestra vista, mientras las tácticas estéticas que prometen alargar la juventud se asientan con mayor fuerza. Nuevamente somos esclavos del querer la eterna juventud y que el presente nunca se acabe, renunciando a rituales que constantemente nos recuerdan nuestra vulnerabilidad.
Ese hilo de tiempo, que hace coincidir la premura por lo nuevo como un fin en sí mismo con la negación de la muerte, es simultáneo con la reaparición de los zombis. Como hemos renunciado a los rituales que exigían presencialidad en casa y tiempo para la elaboración del duelo, de la partida, los zombis vienen a reclamar esa ausencia precipitada de la muerte. En la interpretación de Gil Calvo (2001), la desidia por llevar los cuerpos sin vida de nuestros seres queridos a la tierra, enterrarlos, habla de la intención de deshacerse de cualquier vestigio que nos hable del pasado. Por lo tanto, en términos sociales, la evitación de los duelos confiere a la vida una condición de engañosa eternidad (Maffesoli, 2007).
Es claro que, si la vida social se deshace del correlato de la muerte, deviene pasquín, una experiencia delgada, sin profundidades ni líneas de sentido: sin vínculos. ¿De qué nos hablan entonces los zombis sino de ese pasado que hemos eliminado sistemáticamente sin un proceso depurado de duelo?
Si el héroe era una corporalidad puesta al servicio de un discurso, condición que a su manera también cumplen los monstruos, el zombi es un cuerpo sin discurso que, sin embargo, viene a por nosotros. El vacío que el monstruo ponía en la primeridad y el alien en la segundidad el zombi lo marca en la terceridad: es un interpretante que vuelve para interrogar nuestro silencio ritual ante la muerte y ante la necesidad de ser esclavos constantemente, sin sentirlo. Resumimos en la Tabla 1 el resultado global del ejercicio.
Tabla 1.: Tríada de las alteridades
Tríada
Primeridad
Segundidad
Terceridad
Signo
Representamen
Objeto/referente
Interpretante
Identidad
Yo
Nosotros
Ellos
Identidad masculina
Héroe
Patriarca
Monstruo
Alteridad
Monstruo
Alien
Zombi
5. Conclusiones
Bernstein (2006) acusaba la esperanza de Occidente en acotar todos los rostros del mal, que con Gil Calvo (2001, 2006) hemos denominado monstruos humanos, bajo una misma idea: el eje del mal. Sin embargo, hay evidencias para argumentar que, si bien en ellos encontramos características comunes, no son más que expresiones sueltas, desatadas, no articuladas del mal. La lucha contra el mal, el rostro generalizado de la otredad, es infinita por cuanto el mal no habla de otra cosa que de nosotros mismos. Desde la desobediencia a Dios, no hemos visto nada diferente que un mal multiplicado por todos lados y en todas las formas (Safranski, 2010).
Ahora bien, con el mal se han asociado todas las formas de alteridad (los negros, los extranjeros o los indígenas) en nuestra sociedad, lo cual habla de una inmensa dificultad para reconocer a los diferentes. En esa tarea de separación, todo apunta a que esta labor comporta retos semióticos cada vez mayores, que se mueven en líneas difusas: cuerpos de los ciudadanos que se escinden, se desdoblan en el entorno digital (Winckler, 2019), relatos en los cuales lo monstruoso se utiliza tanto para la reprobación social como para la admiración (Insúa Cereceda, 2009), situaciones que hablan de una transdiscursividad de la cual no siempre se tiene control (Blanco Pérez, 2021).
Las figuraciones de la alteridad son la evidencia de que, «visto el asunto más de cerca, no hemos de decir tanto que la moral descansa en un “fundamento”, cuanto que se desarrolla desde un “límite”» (Safranski, 2010, p. 111). Es decir, desde su comienzo, la constitución del nosotros requirió un corpus-otro del cual escindirse y contra el cual afirmarse. Y si bien los discursos políticos se han apalancado en pretensiones fundamentales de la diferencia (a menudo convertidas en fundamentalismos), lo que se encuentra una y otra vez es una construcción ficticia, borrosa, difusa de esa diferencia, que permite darle piso a unos límites que, en todo caso, una y otra vez se muestran débiles.
Estas figuraciones que hemos explorado abductivamente en este trabajo son ensayos, también abductivos, que nuestro imaginario produce para interrogarnos por nuestra otredad. Pero desde Peirce queda claro cómo monstruos, aliens y zombis son los moldes desde los cuales se construyen esas formas históricas de la otredad. En la primeridad de su aparecer, el monstruo estalla la noción de unidad, con un uso político que sondea el sentido de lo moral; en su segundidad vacía de referente, el alien nos pregunta por el nosotros terrícola; en su terceridad sin vida, el zombi nos recuerda la vida una vez nos empeñamos en negar la muerte (Figura 7).
Figura 7.: Triada de la alteridad
Sobre esos moldes, queda preguntarse cómo algunas figuras de la otredad (negros construidos como monstruos, extranjeros como aliens e indígenas como zombis) han ayudado a colegir el estatuto político del nosotros; y, sobre todo, cómo sus figuraciones invitan a pensar semióticamente el asunto de la identidad en el seno de la modernidad. Así mismo, será necesario indagar por lo propio de las identidades en clave femenina, asunto que resalta esa otra gran alteridad de Occidente: la mujer y lo femenino.
6. Referencias
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