Recibido: 14 de junio de 2023; Aceptado: 11 de febrero de 2024
Los márgenes del estado en los márgenes de la urbe. Reconstrucción identitaria de las nuevas generaciones en contexto del borde urbano-rural*
The Margins of the State on the Margins of the City. Identity Reconstruction of New Generations in the Context of the Urban-rural Border
As margens do estado às margens da cidade. Reconstrução identitária das novas gerações no contexto da fronteira urbano-rural
Resumen
El artículo tiene como objetivo analizar los márgenes del estado, a partir de un acercamiento etnográfico a un programa educativo dirigido a la primera infancia en una localidad de borde urbano-rural de Bogotá. Para su análisis se toman conceptos desde la antropología del estado, como “gubernamentalidad” y “márgenes del estado”, así como aproximaciones críticas al “Desarrollo”. A partir de la reconstrucción de imaginarios y prácticas escolares, se deja explícita la manera en la que formas concretas de estado se desdibujan en sus bordes. Sin embargo, se concluye que, a través de este tipo de programas educativos, se moldean nuevas identidades acordes con nuevas agendas de desarrollo, de cohorte urbanocentrista, ya que implican la deformación de la identidad campesina.
Palabras clave
desarrollo humano, estado, relación escuela-comunidad, identidad, etnografía.Abstract
This article aims to analyze the margins of the state through an ethnographic approach towards an educational program directed to early childhood in a district located at the urban-rural border of Bogotá. Its analysis required concepts from anthropology of the state such as governmentality and the state margins, as well as critical approaches to “the development”. The explicit display of how state forms blur at their edges emerges from the reconstruction of school imaginaries and school practices. However, it is concluded that new identities are shaped with new development programs by means of this kind of educational programs, with an urban-centrist cohort, given that it implies the deformation of the peasant identity.
Keywords
Human Development, state, school-community relationship, identity, ethnography.Resumo
O artigo tem como objetivo analisar as margens do Estado por meio de uma abordagem etnográfica de um programa educacional voltado para a primeira infância, em um local na fronteira urbano-rural de Bogotá. Para sua análise, são conferidos conceitos da antropologia do estado, como governamentalidade e as margens do estado, bem como abordagens críticas para o desenvolvimento. A partir da reconstrução de imaginários e práticas escolares, explicita-se o jeito como as formas concretas do Estado se esbatem nas suas bordas. No entanto, conclui-se que por meio desses tipos de programas educativos se configuram novas identidades de acordo com novas agendas de desenvolvimento, de uma coorte urbana cêntrica que implica a deformação da identidade camponesa.
Palavras-chave
Desenvolvimento humano, estado, relação escola-comunidade, identidade, etnografia.Introducción
En el presente texto se abordan distintas reflexiones sobre las maneras en las que el estado 1 aborda la planeación de la vida de las personas en el contexto del borde urbano-rural haciendo énfasis en una experiencia investigativa con una institución del Sur de Bogotá, localidad de Ciudad Bolívar. Se exploran los diálogos que surgen entre ambos actores en el trasegar de su encuentro. Esto, derivado del acercamiento etnográfico durante el programa “Ámbito Familiar Rural” (ahora llamado “Creciendo en Familia en la Ruralidad”), un programa gubernamental de asistencia social dirigido a la maternidad y primera infancia de estratos bajos en Bogotá. El objetivo del programa es brindar espacios de aprendizaje a niños y niñas, asesoría en temas de crianza, crecimiento y desarrollo, prevención de violencia intrafamiliar y nutrición a madres y padres, así como fomentar la “corresponsabilidad” en estos últimos, brindando un bono alimentario a las familias que participan (Secretaría Distrital de Integración Social de Bogotá, s.f.).
En el caso de los barrios y veredas del borde urbano-rural de Bogotá (Localidad Ciudad Bolívar) el programa es ejecutado por el Centro de Desarrollo Infantil y Familiar Rural Semillas y Agua (CDIFR) un jardín infantil adscrito a la Secretaría Distrital de Integración Social, como parte de los programas sociales operados por el gobierno local del distrito capital.
En Bogotá, el Sur 2 es toda una categoría. Ha sido considerado por la clase media y los centros de poder como el lugar marginado de la ciudad, porque allí se concentra la población más “pobre” y desplazada del campo. Esto, contrasta con el accionar histórico del estado y del mercado en esta zona de la ciudad, que ha promovido la ubicación de actividades económicas y equipamientos urbanos de impacto ambiental y urbanístico, que afectan la salud, degradan la naturaleza y la vida local, lo que a su vez aumenta la estigmatización del lugar. En ese sentido, el Sur en Bogotá es el lugar de los otros, “vulnerables” y de inferiores condiciones de vida.
La acción del estado en el Sur ha oscilado entre el despojo y la asistencia social, siempre con la intención de planificar el territorio y el comportamiento de sus gentes, en función del capital y las rentas de la ciudad. De la misma manera, se ha actuado en el ámbito de la maternidad y la infancia, procurando imponer modelos de comportamiento y proyectos de vida con el ideal de generar una conducta apropiada, característica de una ciudadanía urbana de clase media (Carreño, 2017).
A través de distintas políticas públicas, se ha planificado la infancia en el Sur antes que en otros lugares. Dichas estrategias han variado con el tiempo, van desde la separación de familias, la inversión en colegios y centros culturales, hasta el acompañamiento psicotécnico y alimentario dentro del hogar; esta última modalidad corresponde al lugar de análisis de este artículo.
Para etnografíar al estado, en este caso, se ubica el foco en la misión de las maestras, la cual consiste en caracterizar, informar al estado, y enseñar. Para esto, ellas caracterizan la vida de las madres desde juicios morales que, por distintas dinámicas de poder (como la construcción de regímenes de veridicción 3 y el capital cultural de las maestras) se convierten en conceptos científico-técnicos. Dichos constructos se apoyan en el cúmulo de narrativas que el estado ha construido sobre el Sur.
Se resalta la actitud estratégica que tienen las madres frente al estado, usando muchas veces este programa de integración para sus propios intereses. Sus acciones y encrucijadas tienen tal fuerza que empujan a las maestras a adaptarse, en cierto grado, a su forma de pensar y a sus necesidades reales y cambiantes en la urgencia del tiempo presente. En este proceso, las maestras cambian sus juicios y concepciones sobre el territorio, al mismo tiempo usan su poder —solidariamente— en beneficio de las madres.
A medida que se construyen lazos entre maestras y madres, se reconstruye el programa, pues mientras el estado interviene, se crean nuevas relaciones que permiten ejercer acciones acordes con los intereses de las madres. Esto, significa que la acción del estado se degrada en sus bordes.
El enfoque posestructuralista, crítico del desarrollo (también llamado posdesarrollo) es una herramienta que nos acerca de manera crítica y sistémica a algunas circunstancias analizadas en esta dinámica. Permite entender las condiciones que configuran a Ciudad Bolívar como un territorio de borde urbano-rural, que sufre, a modo de predestinación, dominación por parte del estado y de la urbanización. Al mismo tiempo, se lleva a cabo una aproximación desde esta postura a algunos componentes de la agenda de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que marcan pautas en el desarrollo del programa Ámbito Familiar del CDIFR.
Este tipo de programas son resultado del cambio de agendas globales, las cuales proponen que el estado cree nuevos tipos de ciudadanías, acordes con renovados enfoques de desarrollo global, así como con el neoliberalismo, ampliando sus políticas a través de discursos como la inclusión. Ciertos discursos y prácticas de las agentes contribuyen a esta difusión, apostando por la redefinición de los proyectos de vida de las futuras generaciones de borde, aún consideradas subalternas. En este caso, la agenda de desarrollo humano, a través del modelo educativo, promoverá que las madres y sus hijos e hijas forjen proyectos de vida urbano-centrados.
Metodología
Para esta investigación la etnografía es la metodología central, marcó las principales pautas durante el trabajo de campo, la sistematización y como primera referencia en el marco analítico de los datos. Este método propone que el investigador esté inmerso en las dinámicas cotidianas de las sociedades y las instituciones que pretende estudiar, a la vez que promueve una continua reflexividad sobre el rol activo del investigador en la sociedad que investiga, tiene en cuenta las transformaciones que sufre en el proceso (Guber, 2016). Así, en vez de priorizar la construcción de hipótesis previas para la resolución de la pregunta de investigación, la etnografía sugiere la construcción de análisis críticos y conclusiones a partir del trabajo de campo, los cuales llevan a un resultado de investigación que puede coincidir con lo planteado por fuentes teóricas previas, o a promover el descubrimiento de nuevos fenómenos y la formación de nuevas corrientes de pensamiento.
La etnografía implica el uso y la incorporación de diversas técnicas de investigación cualitativa, como la observación (participante y no participante), le da un peso importante a las entrevistas semiestructuradas y abiertas. El trabajo de campo y la sistematización de esta investigación se dieron a lo largo del año 2017, durante el cual se hizo un acompañamiento a espacios del programa, específicamente, a los recorridos y las atenciones brindadas casa a casa por parte de las maestras; las reuniones grupales con madres y algunos padres de la localidad, y algunas reuniones del equipo de pedagogas. Estos espacios se abordaron desde la observación y se generó algunos aportes reflexivos al quehacer pedagógico y a la lectura del contexto (cuando era propiciado por las maestras).
Dicha experiencia se registró en un diario de campo con componente descriptivo y analítico, poniendo especial énfasis en las maestras: sus pensamientos, actitudes, y lógicas de poder, permitiendo develar los juicios morales que ellas cargan sobre ámbitos como la familia, la sexualidad, el bienestar, el uso del espacio público, la educación, la salud y cuidado del cuerpo, así como la incidencia de estas concepciones tienen en la intervención al territorio y en su labor pedagógica. Del mismo modo, se plasmó la relación y las interacciones de madres ante las visitas e instrucciones dadas durante el programa.
El trabajo de campo fue alimentado con seis entrevistas abiertas a las agentes más estratégicas de la investigación, quienes fueron las personas con quien se compartió el mayor tiempo en campo: cuatro entrevistas fueron dirigidas a maestras y dos a madres. Esta herramienta permitió indagar a fondo acerca de posibles tensiones culturales existentes entre maestras y comunidad en factores como: las agendas educativas, formas de criar y de habitar el territorio, valores promovidos y los proyectos de vida planteados para los niños y las niñas.
Finalmente, el trabajo de campo se sistematizó y se formularon algunas reflexiones importantes, sustentadas con la búsqueda y sistematización de fuentes secundarias. Estás contribuyeron a la investigación en dos momentos importantes: un primer momento, en el año 2017, donde me permití consolidar conceptos como de las identidades de borde, la relación norte-sur, las agendas educativas y de desarrollo humano. Durante los años 2022, 2023 y 2024 se dio un segundo momento de incorporación conceptual, auspiciada gracias a fuentes secundarias, donde se logran ahondar en conceptos críticos como el urbano-centrismo y la relación posdesarrollo-desarrollo humano.
Críticas al desarrollo y aproximaciones al desarrollo humano
El nacimiento del posdesarrollo surge a partir del cuestionamiento de académicos y pensadores, a finales del siglo XX, sobre la idea hegemónica de desarrollo impulsada por los EE.UU., que permitió establecer metas de carácter economicista para todos los pueblos del mundo, implicando políticas de modernización en el mal llamado “tercer mundo”, y que acarreó fuertes impactos sobre la diversidad cultural y la naturaleza.
En palabras de Arturo Escobar:
La pregunta que se hicieron los postestructuralistas no fue “¿cómo podemos mejorar el proceso de desarrollo?”, sino “¿por qué, por medio de qué procesos históricos y con qué consecuencias Asia, África y Latinoamérica fueron ‘ideadas’ como el ‘Tercer Mundo’ a través de los discursos y las prácticas del desarrollo?”. (Escobar, 2005, p. 18).
Generando una respuesta que dejó en evidencia que el desarrollo es un proyecto político globalista, con una implicación en la “transformación profunda del campo y de las sociedades campesinas de muchas partes del Tercer Mundo, de acuerdo a los lineamientos de los conceptos capitalistas sobre la tierra, la agricultura, la crianza de animales” (Escobar, 2005, p. 19).
El posdesarrollo propone una era con otras posibilidades de futuro, impulsadas por los conocimientos tradicionales, novedosos para la construcción de mundos más humanos y en horizontalidad con la naturaleza. E implica el cuestionamiento continuo de la idea de desarrollo como motor inevitable de la sociedad, de carácter vertical, de crecimiento infinito, modernizante, pero considerado viable desde el poder hegemónico.
Esta nueva tradición entra en simbiosis con nuevas y viejas corrientes de pensamiento crítico en las ciencias sociales, como los estudios decoloniales latinoamericanos, que plantean que las políticas, los discursos, las nuevas identidades y la educación, entre otros ámbitos en América Latina están regidas por relaciones eurocéntricas, de subordinación cultural, y más recientemente, urbano-centristas (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). Se alinea con un amplio espectro de la Ecología Política, escuela de pensamiento que establece que el modo de determinar las problemáticas que aquejan a la naturaleza supera la mera revisión de los problemas ambientales, requiere abordar el intrincado sistema económico-político que nos hace tener una relación de poder y dominancia materialista sobre la naturaleza y sobre muchas personas.
El concepto de desarrollo humano del PNUD tiene su génesis en una oleada de debates reformistas a favor del desarrollo, dados en los años ochenta, en los cuales aparece junto a conceptos como desarrollo sostenible y desarrollo sustentable. Varios economistas, centrados en el objetivo de desarrollo y en la forma de medirlo, plantearon que este debía superar la medición de indicadores económicos como el PIB de los países, y centrarse en medir indicadores en las personas, relacionados con el acceso (o las oportunidades de acceso) a la educación, servicios públicos, bienes y servicios, ocio, en términos generales, capital cultural y económico.
Un acercamiento a la humanización del desarrollo lo hace Manfred Max Neef (1993), quien aboga por poner el desarrollo al servicio de las personas y la satisfacción de sus necesidades, así como la participación directa de estas. Sin embargo, el principal gestor de esta nueva idea de desarrollo fue Amartya Sen con sus conceptos de libertad humana y enfoque de capacidades (en una tendencia económica liberal, una vía más bien opuesta a la de Max Neef, quien tenía tendencia marxista), establece que el desarrollo se logra permitiendo que las personas amplíen sus libertades y capacidades para el acceso a los bienes y servicios públicos, la participación, el mercado, y los derechos (Sen, 2000). Junto a Mahbuh ul Hag establecen la idea del desarrollo humano, enfocándose en que las instituciones marquen una senda que posibilite el desarrollo individual de las personas consideradas más desprotegidas. Juntos establecen el índice de desarrollo humano del PNUD en 1990 4 .
Este enfoque, si bien fomenta la garantía de derechos en cuanto al ámbito político, establece en la cultura institucional de los países la idea de “generación de oportunidades” en cuanto a lo económico, idea más acorde con el neoliberalismo y con la competencia mercantil. Parafraseando al PNUD, busca procurar las condiciones de vida cognitivas, sociales y económicas a las personas para que ellas mismas se integren y sean promotoras del desarrollo, ofreciendo oportunidades de formación y trabajo, que existen en entornos con mayor desarrollo y rango de empleabilidad (Programa de las naciones unidas para el Desarrollo PNUD, 1990).
Sobre el concepto del desarrollo humano que maneja el PNUD se ha escrito mucho, desde propuestas para su “mejoría” como indicador, pasando por análisis de situaciones sociales medidas a partir de los índices del desarrollo humano, hasta ensayos enteros sobre cómo lograr sus metas. No obstante, es difícil encontrar abordajes del concepto desde una perspectiva crítica a su ontología, a sus preceptos e implicaciones culturales. Desde la corriente del posdesarrollo se ha escrito muy poco acerca de este enfoque, aunque sí se ha hecho una crítica a las nociones desarrollistas (materialistas y economicistas) de nivel de vida y calidad de vida (Latouche, 1996). De manera general, se critica que el desarrollo humano como índice global y como práctica se asemeja al desarrollismo tradicional economicista, pero con adornos en sus laterales sobre la salud, la educación y otras variables menos económicas (Pieterse, 1998).
Etnografía del estado
De manera convergente, este trabajo toma como marco analítico de referencia la tradición de investigación que estudia al estado desde la antropología y la sociología. Desde esta óptica crítica, se considera al estado como una fuerza de poder que hace parte del proyecto occidental de modernidad, operado por fuerzas, personas, proyectos y discursos, muchas veces deliberados por las élites y como parte de proyectos coloniales 5 .
Esto significa que (en función de este análisis) el estado deja de tener los significados que se le dieron desde su invención y que persisten hoy: no es una fuerza colectiva que representa a la ciudadanía, ni un contrato social, tampoco una forma jerárquica de poder o un conjunto de normas. El estado es y se manifiesta como la intervención de agentes, instituciones y discursos que pretenden ordenar la vida de las poblaciones, el medio ambiente y el manejo de los cuerpos, en aras de su integración al proyecto de nación, las dinámicas y necesidades del mercado global. La etnografía del estado permite poner el foco en las prácticas mundanas del ejercicio de poder, es decir, en los contactos rutinarios que el estado tiene con la población y las personas. Dicho enfoque abandona las ideas que comúnmente se tienen del estado como ente con superioridad, verticalidad de mando y envolvimiento de la sociedad (Gupta & Ferguson, 2002). Hansen y Stepputat (2001) proponen que se les dé una mirada etnográfica a las prácticas de censos poblacionales, de control de la población, de salud o educativas.
Este estudio observa las prácticas que emplea el estado en un programa que incluye tres mecanismos que históricamente han sido su prioridad: educación, protección infantil, y control de los cuerpos/comportamientos de las mujeres en su rol de maternidad. En el caso de las instituciones que intervienen sobre la primera infancia, se observa a las maestras y a las madres como una sociedad que reproduce la relación con el estado a pequeña escala, donde las maestras asumen autoridad a través de unos marcadores de poder dados por el capital cultural, dadas por su profesionalización. Esta jerarquía les permite llevar consigo valores que el estado busca que sean promovidos en la sociedad. Desde la etnografía del estado se pretende enlazar un análisis crítico de las políticas y agendas globales a partir de estas prácticas, formas de ser y de pensar “mundanas”.
Definiendo el borde urbano-rural del Sur de Bogotá
En las grandes ciudades globales, se producen cartografías de segregación socio espacial, que se reproducen continuamente en los imaginarios de la clase media y de las instituciones que operan en el territorio. En el caso de Bogotá existe una cartografía social y moral de la ciudad, donde los puntos cardinales norte y sur son guía de demarcación de polos sociales opuestos. Para la clase media bogotana, así como para el estado, el sur de la ciudad está marcado por ausencias, precariedad, peligros, vulnerabilidad, incompletud; mientras en el norte está la consolidación del proyecto de sociedad deseable (Carreño, 2017). Ciudad Bolívar, localidad donde está enmarcado este análisis etnográfico, es el lugar que más recibe este tipo de calificativos, al ser catalogada durante varias décadas como la localidad más pobre del Distrito.
Desde la ecología política, Germán Quimbayo (2019) retoma lo dicho por Erik Swyngedouw, Maria Kaika, y Nick Heynen (2006), pioneros de la ecología política urbana, quienes establecen una tradición critica en los estudios de la urbanización, sus impactos en la naturaleza y en las fuerzas humanas. Los autores hablan del “metabolismo urbano” como el dinamismo que ejercen las relaciones sociales urbanas sobre las condiciones biológicas y físicas del territorio. En el caso del capitalismo, la urbanización y sus impactos sobre la naturaleza marcan ese metabolismo, produciendo como resultado las desigualdades territoriales. Quimbayo logra hacer un recorrido por la historia de las desigualdades del borde urbano-rural de Ciudad Bolívar, manifestando que “desde esta perspectiva se logra develar a quienes cuentan con el poder social y económico para controlar quién y para qué se tiene acceso a los bienes ambientales, la calidad de estos y de decidir cómo se utilizan” (p. 161).
La categoría de Borde urbano-rural ha sido estudiada por múltiples disciplinas como: la sociología, la antropología, la arquitectura, la geografía y la ciencia política. Durante el cambio de siglo, para muchos académicos el borde urbano es algo mucho más complejo que una delimitación cartográfica o físico espacial, no implica solamente “la discusión sobre el límite urbano y el perímetro, es la reflexión sobre la superposición de múltiples bordes, fronteras e intereses que imbrican diversos agentes y territorios, cuya extensión no coincide necesariamente entre unos y otros” (Torres-Tovar, 2014). En este nuevo campo analítico, Ballén-Velázquez define los Bordes urbano-rurales como:
Sistemas socio espaciales producto de la interacción y de las dinámicas de conflicto y negociación que se generan entre distintos discursos sobre las periferias y la relación entre lo urbano, lo rural y lo ambiental que son construidos y movilizados por la multiplicidad de actores que allí confluyen, mediante diferentes recursos e instrumentos de poder. (2014, p. 33).
El borde urbano-rural será entonces un lugar multiescalar y multiespacial, en movimiento y transformación, definido por la noción de territorio que tienen sus habitantes, complejo, que requiere ser leído desde un enfoque multidisciplinar (Aguilera-Martinez et al., 2019) y en nuestro caso será interpretado en clave de metabolismo urbano.
A partir de este repaso conceptual puede establecer que el Sur está lleno de despojos, resistencias, y reafirmaciones de la vida social. La zona rural de la localidad de Ciudad Bolívar hace parte de la provincia del Sumapaz, un territorio campesino que comparte la condición histórica de haber sido colonizado, despojado, resistido y auto consolidado. El origen de su ocupación se remonta a la primera mitad del siglo XX, cuando el estado promovió la colonización de las montañas y el páramo del Sumapaz. Colonos sin tierra llegaron a grandes haciendas en condición de arrendatarios, adecuando el paisaje para la vida y la productividad occidental, tumbando monte, para integrar económicamente dichas haciendas a la nación.
En consecuencia, emergió una lucha desde todas las estrategias posibles para lograr la parcelación y titulación de estas tierras a las familias. En cada nuevo conflicto armado del país, la élite conservadora procuró despojar a estas familias nuevamente a través del paramilitarismo en las regiones. A pesar de los derramamientos de sangre, como en la época de La Violencia de los años 50, los campesinos y campesinas del Sumapaz, incluyendo las veredas de la localidad de Ciudad Bolívar, lograron reafirmar su manera de vivir y sobrevivir en el territorio.
Sobre los años 70, y antes de la creación formal de la localidad de Ciudad Bolívar, los migrantes recién despojados de su anterior modo de vida campesino, autoconstruyeron sus barrios en montañas, caracterizadas por ser, otrora, un paisaje de bosque seco. Se resistieron a las múltiples jornadas de despojo a la fuerza que ejercía la policía, comandados por directrices de la alcaldía, con intención de tumbar ranchos y barrios enteros, que consideraban a la informalidad como un problema, sin brindar un derecho a la ciudad y al territorio. La acción que contribuyó significativamente a la resistencia fue la autogestión: al haber una ausencia selectiva del estado, las comunidades organizadas se encargaron de construir sus dotaciones urbanas, equipamientos, servicios públicos, y estrategias para el cuidado de niños y niñas.
Ambas experiencias históricas y territoriales se entrelazan en el borde urbano-rural de Ciudad Bolívar, y sus poblaciones tienen en común haber sido víctimas históricas de una función incompleta del estado, que durante el siglo XX los coaccionó para el despojo mientras estaba ausente para brindar el derecho a habitar.
A partir de la creación de Ciudad Bolívar como localidad (urbana y rural) de Bogotá en el año de 1983, se incluyó este territorio dentro de los planes de la construcción y operación de la ciudad, con el objetivo de controlar la informalidad e integrar a sus pobladores a un sistema de derechos y deberes urbanos, de cohorte liberal.
Dicho proceso coincidió con una apertura económica que procuró la integración de la ciudad en proyectos de mercantilización global y obligó a sus gobernantes a planificar los problemas urbanos del final del siglo. Dentro de este contexto, el territorio del Sur de la ciudad estuvo a merced de sectores mercantiles que generaron fuertes impactos socioambientales, como la minería para la construcción y las curtiembres. En Ciudad Bolívar se ubican los tres grandes parques mineros de la ciudad: dos en zona urbana y uno en zona rural. La administración distrital ubico en un predio de la localidad el relleno sanitario Doña Juana, en 1988, depositando allí las basuras de una ciudad de alrededor de 8 millones de habitantes. Actualmente el territorio sigue padeciendo esta tecnología obsoleta de salubridad y manejo de basuras.
Entrado el siglo XXI, la manera de abordar el borde sur cambió, y las políticas públicas se enfocan en la integración social, sin interrumpir las intervenciones desarrollistas de carácter únicamente mercantil que las precedían. Dicha política consistió en mejorar y completar los servicios sociales y educativos en la localidad, en medio del paisaje ya impactado por las actividades extractivas, el basurero y la desigualdad económica.
Dichas complejidades históricas hicieron que Ciudad Bolívar fuera planteada por las élites como un territorio de borde, y se simboliza así para las clases medias. De esta manera, los bordes en Bogotá se configuran como espacios y paisajes muy diversos, compuestos por barrios “pobres”, suburbios, zonas rurales, bordes agrícolas dentro de lo rural y zonas de minería.
Veena Das y Deborah Poole (2008) afirman que la implementación de bordes (culturales, imaginados y geográficos) resulta necesario para consolidar el estado o un proyecto de carácter occidental, cuyo fin es promover la expansión del control territorial:
Dado que en el mundo contemporáneo es imposible pensar en sistemas políticos en los que se pueda habitar alguna forma de sociedades sin estado, ¿responden dichas situaciones, simplemente, a formas incompletas o frustradas del estado?, o ¿constituyen las formas de ilegibilidad, pertenencia parcial y desorden que parecen vivir en los márgenes del estado, su condición necesaria como objeto teórico y político? La relación entre la violencia y las funciones de orden del estado es clave para el problema de los márgenes. (Das y Poole, 2008, p. 22).
Desde lo afirmado por las autoras, se entiende que la creación práctica de los bordes por parte del estado, a partir de una presencia parcial e inacabada, permite su construcción simbólica y discursiva, justificando la necesidad de incluir a una población que está afuera del sistema, que es patológica, que se caracteriza por sus carencias, y que necesita de la ayuda e integración. Esto indica una configuración del Borde urbano-rural del Sur de Bogotá como un dispositivo dispuesto a urbanizarse, un espacio que “adquiere un sentido de temporalidad permanente, siempre puede estar desplazado y nunca estará verdaderamente construido ni reconocido” (Durand-Baquero y Páez Calvo, 2020).
Breve historia del cuidado infantil en Bogotá
Clara Carreño en su tesis Las madres, las familias y los hijos del sur. Miradas etnográficas a la protección infantil contemporánea en la ciudad de Bogotá (2017) ofrece un contexto analítico sobre la manera en la que el estado asumió algunas políticas de cuidado infantil en Bogotá en la primera década del siglo XXI.
Recapitulando, a lo largo del siglo XX se consolidó la idea de que la adopción y protección de la niñez era necesaria para consolidar la modernidad en los estados nacionales. Curiosamente, era en los bordes de la nación (principalmente la Amazonia) y en los centros de las ciudades donde se crearon instituciones para encerrar, moldear e integrar ciudadanos “desfavorecidos” (por ejemplo, población indígena o habitante de calle) desde la infancia, muchas veces arrancándolos del seno de sus propias familias.
Para el caso de Bogotá, Ximena Pachón (2007) y Clara Carreño (2017), exponen el contexto en el que se crearon internados de alojamiento para infantes de la calle, como la Casa de Corrección de Paiba, institución que significó más desprotección por sus condiciones de hacinamiento y salubridad. Posteriormente, se añadieron saberes y técnicas científicas para la integración, como la salubridad, la pediatría, la psicología, con el objetivo de tratar a las infancias en condiciones de patología, en aras de lograr cánones de normalidad.
Al finalizar el siglo XX, con la entrada en vigor de la autonomía administrativa de Bogotá, y la consolidación de las alcaldías locales, el estado descentralizó hacia los gobiernos locales parte de la responsabilidad de cuidado infantil. En Bogotá se creó el Departamento Administrativo de Bienestar Social (ahora Secretaría de Integración Social) como futuro el ente encargado de la administración del Centro Único de Recepción de Niños (CURN). Esta institución marca una era donde la protección infantil se planifica en función del establecimiento internacional de los derechos de los niños y las niñas, y encajó con las reformas establecidas en la primera década del siglo XXI en entidades nacionales y distritales, tendientes a la vigilancia hacia los padres como responsables del cuidado infantil.
En la tesis de Carreño (2017) queda en evidencia que, si bien el CURN servía como centro de reclusión de niños separados de sus padres, en algunos casos se juzgaban las meras carencias económicas de muchas familias como “violación de derechos”, así como muchas prácticas culturales de los niños y sus familias urbano-populares, que en ocasiones estaban ligadas con su manera de habitar la ciudad y las pocas posibilidades de sobrevivir en la misma. Este enfoque concuerda con la entrada en vigor del neoliberalismo como marcador de valores y praxis política.
Bajo estas condiciones, el estado daba el mensaje de que una infancia adecuada debía vivir bajo condiciones de riqueza material, contrastándose con una fobia a la “pobreza” evidente de las familias infractoras. El CURN simularía hábitos y posibilidades materiales características de las clases medias urbanas, sin cambiar las condiciones materiales y económicas desventajosas que existían en el ámbito doméstico de las familias pobres intervenidas.
Posteriormente, con la llegada de gobiernos locales de izquierda, se cambiaría el enfoque del cuidado infantil hacia la escolarización completa y la asistencia alimentaria como forma de garantizar los derechos, sin anular la vigencia de la vigilancia a las madres para una adecuada integración de los sujetos y las sujetas jóvenes en la sociedad.
Durante los años 2013 y 2014 entró en vigor el programa “Ámbito Familiar” como una estrategia educativa que consiste en que el estado garantiza la asistencia escolar y alimentaria mientras instruye a las madres (y algunos padres) sobre el ejercicio de la maternidad, y se generan actividades escolares a los niños y niñas de primera infancia, en su propio hogar (Secretaría Distrital de Integración Social, s.f.).
Dicho programa refleja un cambio de enfoque, donde la institución relaja un poco los esfuerzos centrados en tener bajo control físico a muchas infancias consideradas “vulnerables”, fuera del borde o no integradas, y más bien se procura intervenir parte del ámbito privado de sus familias para que desde temprana edad se forjen las ciudadanías bogotanas. Procura evitar la manipulación directa de los infantes y la dolorosa separación de muchas familias; así mismo, que el proyecto de integración se lleve a cabo por medio de relaciones humanas dentro de un contexto educativo.
Este programa educativo conformó a una sociedad compuesta por las maestras: mujeres de clase media con agendas ciudadanas propias; las madres, habitantes del territorio que se consideran, o han sido consideradas, como subalternas y necesitadas de apoyo, y los infantes, los futuros ciudadanos que serán integrados de manera armónica a la ciudad de Bogotá. Este escenario, como la gran mayoría de procesos educativos, promueve una transmisión de valores considerados “apropiados” necesarios para la integración de los infantes como ciudadanos occidentales, urbanos, consumidores y competentes para el trabajo. En contraste, las familias campesinas y de borde urbano-rural mantenían algunos valores y prácticas consideradas “atrasadas” o patológicos, insertas en sus modos de vida, sus cuerpos y las maneras en las que habitan o se relacionan con la ciudad.
Caminando a los hogares de las familias
El CDIFR Semillas y Agua y su programa Creciendo en Familia en Ruralidad, pretende llevar a las familias rurales del Sur una crianza profesionalizada y técnica, basada en el saber escolar, acoplándose a los modos de vida de las familias, pero a la vez integrando en los niños y las niñas proyectos de vida citadinos y modernizantes. Esto, se infiere porque el programa está basado en el enfoque de desarrollo humano del PNUD.
Para las maestras, existe cierta disyuntiva entre la conveniencia de la educación tradicional y la manera en que las prácticas de dicho modelo educativo ponen en riesgo la persistencia de valores tradicionales del campesinado y la ruralidad, el CDIFR debe enfrentar este dilema. A continuación, se documentan las percepciones de las maestras hacia las familias beneficiarias a través de formas de simbolizar a las familias y a ciertas situaciones, y por supuesto, algunas metodologías y enseñanzas. Sus percepciones dan cuenta de imaginarios y juicios morales preconcebidas desde el punto de vista de la clase media, que patologiza a las familias de entornos urbanos informales. Posteriormente, se presentarán situaciones que reflejan el dilema que enfrentan las profesoras sobre la des-ruralización de la identidad campesina en las familias de la zona rural.
El área de acción del CDIFR incluye grandes territorios que están en proceso de des-ruralización por la expansión de la ciudad urbana informal. La institución requiere establecer categorías poblacionales de la comunidad atendida, pero le es difícil categorizar a las familias de los nuevos barrios informales. Ello implicó un choque cultural para las maestras, sobre lo que esperaban encontrar en un territorio predeterminado como rural. Para ellas su identidad urbano-popular era una cuestión patológica, ni rural, ni urbana de clase media. El habitus de las familias urbano-populares de estas veredas entró en conflicto con el estilo de vida familiar, social y las técnicas de crianza que lleva el programa a los territorios.
De allí se generaban prejuicios por parte de algunas maestras, como que debía existir una mayor tasa de violencia intrafamiliar, inestabilidad emocional, riesgo para la vida infantil, y vulnerabilidad 6 . Hay que recordar que en estos territorios hay más diversidad en la composición familiar, existiendo menor cantidad de familias nucleares que en las zonas rurales. Al haber mayor independencia de la vida marital de algunas madres, separadas o en unión libre, aumentaba el imaginario en las maestras de que existía mayor violencia de género en esta zona.
Algunas entraron en conflicto con las formas de apropiación del espacio público y privado que ejercen los habitantes de borde. Consideraban que eran acumuladores de chatarra o material para reciclaje, ello implica peligros latentes, contaminación y otros factores. Así mismo, sobre las familias de borde se ejercía más control sobre temas como la salud, la salubridad o la alimentación, les hacían más capacitaciones y controles sobre los alimentos que podían reclamar en el “bono alimentario”.
Como lo documenta De la Vega (2010) la patologización de la infancia pobre se basa en la existencia de una “carencia” que requiere ser asistida por el estado. En este caso, la falta de pertenencia a un entorno rural completo y tradicional, o la urbanidad de clase media, es un marcador de vulnerabilidad.
Por otra parte, persistía la disyuntiva sobre la posible pérdida de identidad territorial en las familias campesinas. Se ejercían estrategias que procuraban incorporar un enfoque diferencial rural en la educación de los niños y las niñas de estas familias, pero no lograba evitar la progresiva urbanización de sus proyectos de vida durante el proceso educativo.
Por ejemplo, al retomar muchos juegos tradicionales para fomentar el arraigo campesino se formalizaban dichos juegos, convirtiéndoles en tarea o museificándolos de una manera similar, a la patrimonialización de una cultura sin su reconocimiento vivo.
Asimismo, se procuraba instaurar el conocimiento escolar utilizando el trabajo diario del campo como herramienta para el fomento de la escolarización. Ello no incluía metodologías de enseñanza o exaltación del trabajo manual o tradicional, que permitan replicar estas prácticas dentro de los proyectos de vida de los niños y las niñas. Se asumía que, por ser familias del campo, estos conocimientos se implantan dentro del núcleo familiar. Paradójicamente, no siempre las familias del campo enseñan a sus hijos labores agrícolas, ya que muchas madres rurales consideran que sus hijos no deben desempeñarse en las labores del campo, por el contrario, anhelan que hagan una vida con mayores ingresos económicos en un territorio urbano.
De la misma manera, se trasladan lógicas de organización del territorio propias de la ciudad al entorno rural, entre estas, la necesidad de espacio público, bien diferenciado del espacio privado, como condición necesaria para una adecuada socialización.
En conclusión, este tipo de experiencias educativas localizadas, basadas en el desarrollo humano, ponen en evidencia que este enfoque de “Desarrollo” no plantea un fortalecimiento de las herramientas de vida desde una perspectiva endógena, pues no plantean proyectos de vida acordes con la sostenibilidad, la permanencia en territorio donde viven ni la conservación de su paisaje natural/cultural. En cambio, promueve la preparación de las personas en función de los oficios de una economía urbanita —empleados o emprendedores de servicios que pueden desempeñarse en su mayoría en la ciudad, con nuevas tecnologías— a través de experiencias formativas que infravaloran el trabajo manual, el cuidado, la labor agrícola, entre otros. En este sentido se reitera que la educación basada en el desarrollo humano es urbano centrista.
Las madres, cuidadoras del borde
Desde el origen y configuración patriarcal del estado, se determina que la responsabilidad del cuidado está inmersa en los cuerpos femeninos. En el caso de la institución familiar, dicha responsabilidad recae sobre las madres; mientras que, en la institución escolar, recae principalmente sobre mujeres maestras. Por esto, desde los ámbitos legal e institucional, donde se aborda la práctica del cuidado, se pretende imbuir a las madres en buenas prácticas relacionadas con la responsabilidad de mantener ciertos hábitos para un buen desarrollo de la infancia.
Para las maestras, las habilidades para el cuidado son el marcador más importante que define a las madres. Se crea una jerarquía dentro del programa, que se caracteriza por el enaltecimiento del cuidado cualificado sobre el cuidado doméstico (Arango L. G., 2011). Las madres normalizan que sean las maestras las más calificadas para cuidar a sus hijos.
Algo común de las madres participantes del programa es que son proveedoras en su familia. En familias nucleares generan aportes económicos considerados como “complementarios” a los realizados por el padre de familia, a través de trabajos como la cocina para los obreros, los jornales, el cuidado de otros niños y niñas, entre otros. Algunas son madres cabeza de familia, principalmente en las zonas más urbanizadas, por lo que ocupan gran parte de su tiempo en empleos, en su mayoría de carácter informal.
Para muchas de las madres, la participación en el CDIRF hace parte de sus estrategias de supervivencia familiar, teniendo en cuenta que se brinda un bono alimentario, se embarcan en el programa esperando que contribuya con el abastecimiento. De hecho, algunas de las madres prefieren mantenerse en economías informales que les permiten la flexibilidad necesaria para participar en este y otros programas estatales, en proyectos comunitarios, y en poder tener algo de tiempo extra para el cuidado de su familia.
En algunas familias los hombres manifiestan cierta resistencia a que sus esposas participen del programa, debido a que ellas adquieren capitales para el desenvolvimiento económico, esto a pesar de que es evidente que la agenda promovida por el estado abogue por la inserción laboral de las mujeres en la económica de mercado (principalmente como empleadas), sin que ello signifique el abandono de los roles de cuidado.
En medio de esta dinámica, las madres (principalmente quienes pertenecen a entornos urbanos populares) entran y salen continuamente del radar del estado, se acoplan de manera fragmentada a los conocimientos y valores morales de la clase media, mientras asumen múltiples territorialidades y estrategias de supervivencia.
Otras madres, en cambio, optan por el programa sin el interés inicial de proveer alimentos a su familia. Buscan fortalecer los capitales académicos y culturales de sus hijos en función de su inserción cualificada a la economía de mercado, en concordancia con lo promulgado por el enfoque del desarrollo humano promovido desde diversas instituciones educativas.
Muchas se han apropiado de la narrativa de que la vida urbana aumenta el rango de movilidad 7 y decisión sobre los proyectos de vida de sus hijos e hijas. Consideran que esta posibilidad significa una vida mejor que la que tuvieron ellas. Dentro de este imaginario, se otorga mayor status a los quehaceres y saberes “intelectuales” que a los predominantes en el campo. También, estas familias empiezan a darle más importancia a las autoridades civiles que controlan las grandes masas urbanas sobre las autoridades locales como la familia.
Allí radica la principal contradicción del programa, que pretende llevar los servicios al hogar para garantizar la permanencia en la ruralidad, mientras fomenta proyectos de vida que implican el abandono del campo. Recientemente se ha documentado como la educación tradicional es urbano centrista en el contexto rural, pues no cuestiona su origen colonial, ni la dualidad inherente (campo/ciudad, masculino/femenino, urbano/rural, cultura/naturaleza, civilización/salvajismo) en la que, como invención occidental, está envuelta la educación. La omisión de dicha crítica y de pedagogías alternas consecuentes, hace que los proyectos de vida de las poblaciones nativas, rurales y populares se encaminen hacia lo que promueve la modernidad, el desarrollo y el individualismo urbano céntrico (Farias & Faleiro, 2020).
Las maestras como nuevas habitantes del borde urbano-rural y popular
A medida que se van generando nuevos lazos sociales entre los agentes del programa (madres, padres, maestras, maestros y las funcionarias de la institución), las maestras van transformando sus miradas sobre el territorio. Casi todas manifiestan que, cuando llegaron al programa, se encontraron con realidades distintas a los imaginarios que tenían sobre la ruralidad del Sur; algunas incluso ignoraban que Bogotá tuviera territorio rural. Con el tiempo, se adaptan y comprenden dinámicas familiares que otrora creían patológicas.
Progresivamente, las maestras asumieron calificativos positivos hacia las madres participantes, enalteciendo estas maternidades como únicas y especiales. Con ello, ante ciertas situaciones asumieron una posición defensiva de las madres, de sus características y sus cualidades como cuidadoras del sur, ante la clase media, o ante otras instituciones que no tienen tal inmersión en el territorio y que entran a hacer planeación con base a prejuicios negativos institucionales sobre el mismo (como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar).
En este proceso, las maestras se enfrentan a posturas y miradas contradictorias. Por ejemplo, ante el cuidado de la prole por parte de otros miembros de la familia o de los vecinos, inicialmente pudieron considerarlo como algo inconveniente, pero en algunas entrevistas manifestaron que este tipo de solidaridad no se ve en otros lugares de la ciudad, implica un sentido de comunidad, creando valores humanos necesarios para la convivencia.
Las maestras procuran encajar estas realidades a sus políticas, trasladando ciertas condiciones y prácticas de cuidado de patológicas a adecuadas. Empiezan a considerar, por ejemplo, que el territorio de borde, más que una problemática, es una potencialidad que garantiza la libertad de reconstruir lazos cercanos con amigos, vecinos, mascotas y con la naturaleza.
En ciertos momentos, también adoptan posturas críticas sobre la relación norte-sur y las desventajas que esto acarrea para los habitantes del Sur en la formación de un proyecto de vida urbano. En consecuencia, se indignan por problemas como la degradación de la naturaleza, que son impuestas en el territorio por políticas desarrollistas.
Espontáneamente se van consolidando prácticas mutuas de cuidado y protección social ajenas a las que el estado pretende implementar de manera formal dentro del programa. Las maestras han procurado informar a las madres sobre problemas que ocurren en los barrios, como el rapto de niños y niñas, para que, juntas, asuman medidas de seguridad comunitarias. Algunas de las maestras y las madres consideran que las mafias que ejercen estos actos delictivos obedecen a intereses oscuros de elites poderosas, confiando más en la autoprotección y la seguridad colaborativa que en la protección institucional.
Las maestras se esfuerzan para que las familias no tengan que verse involucradas con entidades de protección infantil más estrictas, porque son conscientes de que estas son más vigilantes, manejan conceptos higienistas y prejuicios sobre las familias. Por eso, algunas veces, dedican sesiones de formación para que entiendan cómo funcionan, de qué manera no incumplir las normas con el fin de evitar su intervención. Igualmente, brindan asesoría para acceder a beneficios sociales en caso de necesitarlo.
Ello lleva a entrever que las maestras poco a poco se desplazan de su mero papel institucional, a un papel intermedio entre la institución y las familias. Se convierten en “cuidadoras” de las madres, ante el embate de instituciones policivas y poco comprensivas, buscando que accedan a bienes, servicios y derechos que el estado debe ofrecer. Esta nueva postura implica también abandonar algunos protocolos innecesarios de atención y apersonarse, con pensamiento práctico, de algunos problemas de las familias, así ello requiera evadir de rutinas y papeleo burocrático.
Se evidencia un cambio de una lógica instrumental en el trabajo del cuidado, a una lógica de acción comunicativa. Esta última tiene como resultado la solidaridad, que se genera a partir de “acciones comunicativas en las que los participantes —al usar sus competencias lingüísticas— se apropian y renuevan las tradiciones culturales, ratifican y construyen su pertenencia a grupos sociales, al mismo tiempo que interiorizan sus valores y aprenden capacidades de acción.” (Duque-Páramo, 2011, p. 106).
La actitud de apadrinamiento o cuidado de las familias participantes, la actitud crítica ante los problemas socioambientales del Sur, así como el desprendimiento de algunos protocolos de estado, permiten afirmar que las maestras, siendo agentes estatales, empiezan a habitar el territorio con lógicas de acción más cercanas a los habitantes del territorio que pretenden intervenir.
A pesar de que, en esta experiencia, se desdibuja la acción estatalizada en los bordes, en los términos de Durand y Páez (2020) el borde urbano rural del sur sigue siendo un dispositivo, un eslabón o encadenamiento conceptual que prepara el territorio a merced de lo que será: futuro espacio urbano. El borde es un espacio de transición que no se opone a la ciudad, sino es más bien el espacio de potencial ciudad, un espacio que espera ser algo consolidado, una proyección de ciudad. Esta definición funciona en un nivel físico-paisajístico, y en un sentido metafórico, explica lo que el programa educativo implica en la identidad de los niños y niñas del borde.
Reflexiones finales
A lo largo de la modernidad, se han desarrollado estrategias para el control de los ciudadanos de borde, lo que en parte ha sido gestado por instituciones educativas y de salud. En el caso del presente trabajo, el CDIRF y su programa de atención domiciliaria Creciendo en Familia en Ruralidad es una de las instituciones planteadas en el marco de una reconfiguración global de ciudadanías, como parte de los intereses de planificación social en la ciudad de Bogotá, como ciudad global que debe ser funcional dentro de las agendas mundiales de desarrollo.
En la labor del programa, bajo el enfoque de desarrollo humano promovido por organismos multilaterales globalizantes, se ejerce un traslado de valores propios de las clases medias urbanas hacia las comunidades de borde del Sur de Bogotá. Dicho traslado se plantea a partir de la imposición de carencias en elementos como la crianza, el entorno, las maternidades, la economía, entre otros elementos de la vida en los territorios, que marcan una incompletud que debe ser rellenada con “buenas prácticas” propias de ciudadanías globales.
Los programas de integración social hacen hincapié en intervenir los bordes y no a la clase media, puesto que en esta última no se hace necesaria una intervención de instituciones, dichas familias ya ejercen gubernamentalidad, son trabajadores y consumidores urbanitas, cuyo modelo de familia promueve los valores de mejoramiento continuo, bajo una carrera por la auto superación, en medio de las normas de competencia de la sociedad de mercado.
Sin embargo, es importante aclarar que dicha superposición de valores no se da de manera consciente por parte de las maestras, sino que se debe a un traspaso de valores de carácter estructural. Clara Carreño (2017), detalla la manera en la que los valores de modernidad, las diferencias de clase, el lenguaje técnico diferenciador y las nuevas agendas globales son promovidos en los profesionales gracias a los modelos educativos de las universidades privadas, donde se ofrecen la mayoría de programas de atención a la primera infancia. Estas se ubican en el centro y el norte de la ciudad, sus currículos son permeados por los valores de las personas que inicialmente pudieron acceder a dichos programas, en su mayoría, de clases medias y altas, y posteriormente se institucionalizaron dentro de la aparente “neutralidad” científica del currículo. En palabras de Mitchell (2006) la función del estado es desplegar “unas operaciones materiales que tienen como el fin de convertir los intereses particulares de un grupo social en intereses de carácter general ‘el efecto estado’” (García, 2016, p. 122).
En instituciones como el CDIRF se plantea llevar el conocimiento escolar de manera personalizada y desde edades más tempranas. Este cambio es una muestra del momento histórico que atraviesa la modernidad, protagonizado por la implementación nuevas mediciones del desarrollo capitalista a partir de indicadores que no solo miden el crecimiento económico de las naciones, sino lo relacionado con la capacidad de consumo de las personas, la implementación de protocolos ambientales para actividades contaminantes, la implementación de servicios sociales, sin abandonar la lógica de crecimiento exponencial, siendo estos temas clave para el mismo crecimiento económico.
Durante el cambio de siglo, con el desarrollo humano como parte de las nuevas agendas de desarrollo, la acción educativa gubernamental implementó agendas que implican una mayor urbanización cultural de las nuevas generaciones. Con sus nuevos indicadores, centrados en la libertad de opciones y las capacidades de las personas, omite la existencia de una estructura social (promovida previamente por el mismo desarrollo economicista, modernizante, capitalista, urbano céntrica), un plano cartesiano fijado donde rondará esa libertad. Pero también le da gran importancia a la capacidad de las personas para generar ingresos, en un sistema capitalista de libre competencia, tecnocrático y que se ha llamado a si mismo meritocrático.
Trae consigo una agenda donde la proyección de comunidad no es tan importante, sino más bien lo son las instituciones públicas, privadas, y la senda que estas trazan para que el individuo se pueda sentir realizado (principalmente, en lo económico). Las nuevas agendas de desarrollo consideran apropiada la implementación de nuevas ciudadanías, desplazando a los habitantes de la ruralidad, quienes son ahora considerados depredadores de la naturaleza 8 .
Paulatinamente se redefinen ciudadanías que hacen parte de un nuevo modelo económico de servicios, más especializado y cualificado, con menor distribución de la propiedad, pero con mayor acceso al consumo. Ambos modelos de desarrollo han permitido la mercantilización de nuevos aspectos de la vida, como el paisaje, la conservación o la recreación pasiva.
En este escenario, si se lograse, el campesinado como lo conocemos no cabría, pues se le derogan derechos y se le imbuyen nuevas responsabilidades que lo alejan de su anterior ocupación acercándolo a ser un ciudadano cualificado, siendo, por ejemplo: empleado guarda parques de una corporación de conservación estatal, agrónomo empleado de alguna agroindustria, o migrante a la ciudad.
Dicha presión por la transformación de ciudadanías aflora en las maestras y en el rol de madres. Las maestras se convierten en las cuidadoras especializadas. Esto deja el cuidado no cualificado, o materno, en una posición infravalorada, al no pertenecer al conocimiento experto, y por no tener una valoración monetaria. De esta manera, puede que se expanda el cuidado remunerado y cualificado como nueva necesidad.
Ya no existirá entonces la tutela del infante por parte del estado y su protección homogénea en un orfanato, sino la responsabilidad subjetiva de las madres, donde entre su “diversidad” deben criar seres productivos y felices; donde se deben identificar e individualizar cada patología en la crianza, con una intervención cualificada. Siguiendo la idea de Luciani:
Si el capitalismo de la primera modernidad producía un “infante-objeto” que tenía sentido en la medida en que existía un Estado Nación erigido en el “orden supremo” protector (insistimos, o bien de “infantes normalizados” o bien de “infantes-tutelados”), el capitalismo liviano de la segunda modernidad produce un “niño o niña-global” sujeto de derechos cosmopolitas de protección integral de la niñez, pero sobre el cual se han debilitado las instituciones y prácticas sociales tradicionales encargadas de garantizarlos (2010, p. 895).
Una de las conclusiones más potentes es que en la interacción cotidiana de ambos actores, y la negociación de los regímenes de saber, crean nuevas formas de ser “funcionaria pública” y de “ser madre”; así mismo crean nuevas formas de entender y vivir el territorio cultural que habitan; edifican, van y vienen, en un borde del estado, en un borde de ciudad.
Lo que pasa dentro de los integrantes de Semillas y agua (madres y maestras) obedece a dicho fenómeno, marca una frontera del estado, un borde que se desdibuja un poco en sus límites, pero no pierde su objetivo inicial: fomentar una transición de ciudadanías, que en trasegar humano y cotidiano que encuentra resistencias, una ciudadanía en tránsito. Este borde del Sur de Bogotá se dibuja como una transición entre lo urbano y lo rural; entre identidad/territorialidad campesina/neocampesina; lo urbano popular/lo cosmopolita; entre la primera y la segunda modernidad; entre lo tradicional y lo técnico-cualificado.
Referencias
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