FORUM. Revista Departamento de Ciencia Política
2216-1775
2216-1767
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/10.15446/frdcp.n16.82549

Las constricciones de la agenda de las reformas políticas. A propósito de la división de poderes

The Constrictions of the Political Reform Agenda. Regarding Division of Power

M. Alcántara-Sáez* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid (España).,

Universidad de Salamanca, España Universidad de Salamanca España

Hay dos tradiciones de naturaleza diferente, aunque complementaria, en la vida política democrática que se mantienen a lo largo de los dos últimos siglos de manera constante. Se trata de la preocupación a la hora que el poder político sea sujeto de pesos y de contrapesos o, si se prefiere, que esté dividido para dificultar la propensión humana a concentrarlo en pocas manos, lo que puede conducir irremediablemente al abuso y, en segundo término, la tendencia a llevar a cabo reformas de carácter institucional que, persiguiendo distintas finalidades, modifiquen en mayor o menor grado los mecanismos de funcionamiento establecidos. En este doble escenario concurren dos elementos que definen el entorno donde se realiza el juego de la política. Se trata de los cambios que se producen en la sociedad en asuntos relativos a las relaciones de propiedad y a las modificaciones en los valores imperantes en la misma y del nivel de conocimiento existente sobre estos asuntos.

En este texto voy a abordar sucintamente sendas tradiciones y los dos elementos citados teniendo como referencia la realidad latinoamericana con especial énfasis en lo acaecido a lo largo del presente siglo. Un escenario complejo y heterogéneo que, sin embargo, comparte una forma de gobierno similar para todos los países, como es el presidencialismo, y una presencia generalizada y continuada de la democracia en sus diversas variedades, con la excepción de Cuba. Las líneas que siguen constituyen una exploración descriptiva que pretende señalar pistas de asuntos que requieren mayor profundización y estudio a la luz de aproximaciones empíricas con las que cada día se cuenta más. Asimismo, pretendo apuntar cómo el avance irrestricto de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (tics) están afectando el panorama político a una velocidad muy superior a la que se mueven las casi siempre parsimoniosas reformas institucionales.

La limitación del poder está vinculada con el momento en que se tuvo plena conciencia de que la justificación de su génesis y ejercicio era una cuestión racional. El alejamiento de cualquier principio divino acerca de su origen, o incluso natural, para llegar a basarlo en un acuerdo entre individuos y que este pacto sirviera de basamento a toda una estructura legal, que era asumida por los firmantes con carácter universal y obligatorio, es un paso fundacional trascendental en lo que Max Weber llamaría más de un siglo después la legitimidad legal-racional. Esta suponía articular una armazón institucional bajo una constitución escrita en la gran mayoría de los casos. Como es bien conocido, el pensamiento de John Locke y del Barón de Montesquieu, suministró los insumos teóricos adecuados para establecer una división de poderes en la que, siempre desde la idea ya asumida plenamente de que todos ellos surgían de la soberanía popular, se articuló el nuevo estado liberal. El ideal republicano presente en las unidades políticas recientemente creadas, como consecuencia de una emancipación de monarquías añejas o de procesos revolucionarios que supusieron el finiquito de aquellas fórmulas de origen medieval, se fue extendiendo poco a poco desde finales del siglo XVIII hasta entrado el siglo XX en que terminó asentándose definitivamente. Esto dio paso a un tipo de régimen político de división de poderes en el que al menos los dos poderes denominados ejecutivo y legislativo tenían igual origen popular y mantenían un riguroso equilibrio en términos de sus funciones, prerrogativas y calendario electoral.

De manera paralela, algunas monarquías fueron limitando paulatinamente el poder de los reyes permitiendo que órganos colegiados electos asumieran ciertos poderes. La fórmula británica exitosa del “rey reina, pero no gobierna” y la senda abierta por la constitución inglesa tan conspicuamente dibujada por Walter Bagehot en 1867 dieron paso a un patrón que se fue extendiendo durante el siglo XIX en Europa continental bajo el tipo de régimen parlamentario. Se trata de un modelo, como lo remarcó Montesquieu, de “confusión de poderes” ya que el Poder Ejecutivo emanaba del Legislativo de quien dependía por la fórmula establecida de la moción de confianza pero que, a la vez, tenía aquél jurisdicción sobre este porque podía disolverlo en cualquier momento y convocar a elecciones.

El binomio república-presidencialismo y monarquía-parlamentarismo se quebró cuando, primero la III República francesa y luego la Constitución de Weimar defendieron esquemas republicanos bajo el crisol parlamentario. Este modelo fue seguido por Austria y España, y en Chile se aproximó tras la derrota de Balmaceda y el predominio del Parlamento a partir de 1891 y la llegada al poder de Arturo Alessandri en 1920. Esta dualidad se quebró con la V República francesa cuando el general De Gaulle impuso su criterio en favor de una presidencia elegida por sufragio universal que conviviera con un gabinete elegido por y responsable ante la Asamblea Nacional. Este modelo, bautizado por Duverger como semipresidencial, supuso la introducción de un formato híbrido que se puso a prueba durante las etapas de cohabitación que se dieron en las presidencias de François Mitterrand y de Jacques Chirac con escasa fortuna, de manera que su reestructuración estuvo en la base de la reforma constitucional francesa de 2008. De una manera extremadamente precaria el semipresidencialismo intentó abrirse espacio en Perú y Argentina sin éxito alguno.

La atención sobre el tercer poder del estado desde la Ciencia Política fue tradicionalmente menor. Es posible que ello se debiera a su carácter menos central en la liza política. Además, su origen no democrático en la mayoría de los casos, basándose en la elección indirecta o en la cooptación de sus miembros, hizo que la justicia y los tribunales fueran percibidos como órganos que había que tener en cuenta, pero no estrictamente como representativos de una determinada legitimidad popular. Bastante se tenía con asegurar la independencia de su función. Por otra parte, el desarrollo de las cortes constitucionales —que en sentido estricto no configuran el Poder Judicial— sí que supuso la puesta en marcha de un nuevo marco que impulsaba el pulso político con relación a los otros dos poderes del Estado. No obstante, las últimas tres largas décadas han generado una notable literatura sobre el papel político de las cortes y su actuación como órganos contramayoritarios.

Frente a este eje que se puede denominar tradicional del desarrollo del poder político hay que tener en cuenta dos cuestiones cuya evolución en el tiempo ayudaron a complicar más el escenario añadiendo elementos significativos de control. Tienen que ver con el espacio y con la población. El rico trabajo variado de Arend Lijphart y el desarrollo del concepto por él acuñado de democracia consociacional tiene mucho que ver con ello.

El caso norteamericano configura un modelo práctico, inmediatamente después desarrollado en términos teóricos, de agregación de diferentes territorios en un proyecto político común. La puesta en marcha del patrón federal, en contraposición con el que prácticamente en el mismo momento se asentaba en Francia por parte de Napoleón sobre la tradición monárquica de los capetos y luego de los borbones, supuso una propuesta venturosa. El federalismo añadía otra dimensión de control del poder de naturaleza diferente al reducir el poder central en beneficio del de los territorios en un elevado número de cuestiones que iban desde la legislación en diversos aspectos a la política fiscal pasando por la educación. Además, se hacía presente en una segunda cámara legislativa otorgando el mismo peso a las unidades territoriales definidas y haciendo prevalecer, por consiguiente, los intereses concretos de estas con independencia de su población. Esta lógica impregnó la política en buena parte de los países de América Latina que se vieron envueltos en numerosas contiendas bélicas por este motivo durante el siglo XIX. La apuesta finalmente por el federalismo en Brasil, México y Argentina tuvo un éxito relativo pues la frecuencia de gobiernos no democráticos, unido a la presencia de partidos políticos fuertes en el ámbito nacional, y a la existencia de figuras constitucionales como la de la intervención federal, así como al peso demográfico y económico enorme de las capitales y sus zonas conurbadas de los segundos limitaron el predicamento federal. La Ley Fundamental de Bonn de 1948 supuso un aldabonazo muy relevante en la configuración de la República Federal de Alemania (RFA) aupándose en la fuerte tradición descentralizadora alemana tan presente hasta la unificación en 1871. Estos casos están en la base de procesos descentralizadores abiertos en los últimos cuarenta años de naturaleza muy diferente y entre los que la solución española representa un modelo muy especial. Los procesos habidos en Bolivia, Colombia y Perú, y en menor medida en Ecuador o en Uruguay, son una evidencia interesante.

La segunda cuestión tiene que ver con la presencia de la gente en la política, algo que viene vinculado al protagonismo que empiezan a jugar las masas en la vida pública en el último tercio del siglo XIX, a la expansión del sufragio y, sobre todo, a la incorporación del principio de proporcionalidad en un escenario dominado por la lógica mayoritaria. Si la primera es una característica de la revolución industrial con la consiguiente desestructuración social y los procesos de urbanización, las otras dos son instancias institucionales que, no obstante, son consecuencia de los procesos de movilización social que comienzan a darse sobre todo a partir de 1848. La consecuencia de estos es la aparición de pautas de acción colectiva que derivan en partidos que ponen en jaque a las formaciones políticas tradicionales que habían usufructuado los primeros avances de los estados liberales. Al hecho de la demanda del voto se va a sumar la del reconocimiento de las diferencias que se han ido dando en las sociedades, de acuerdo con la definición de los clivajes de Stein Rokkan y Seymour M. Lipset (1967). El mismo solo puede ser efectivo si no se introduce la lógica de la proporción que contente a las expresiones variopintas, pero esta no hace sino difuminar el poder animando a que poco a poco se vaya introduciendo una forma de actuar consensual. Integrar a católicos, protestantes, obreros, burgueses, masones y agrarios supone un ejercicio de notable equilibrio que anima a aceptar la fragmentación de la sociedad. El esquema llega a producir representación de jugadores de pequeño tamaño que, no obstante, tienen poder de veto o son muy significativos a la hora de poner en marcha una coalición de gobierno. Aspectos que bajo el parlamentarismo tienen una gran importancia y no tanto en el presidencialismo, aunque no por ello en la gran mayoría de países latinoamericanos no se deje de adoptar una legislación electoral favorable a la proporcionalidad.

Como señalaba al inicio hay dos elementos que definen el entorno donde se realiza el juego de la política. El primero tiene que ver con los cambios que se producen en la sociedad en asuntos relativos a las relaciones de propiedad y a las modificaciones en los valores imperantes en la misma. Voy a referirme al sentir de estos cambios en las últimas tres décadas, el lapso que sigue a la caída del muro de Berlín. Pareciera inevitable referirme al hito intelectual que supuso el trabajo de Francis Fukuyama (1992) acerca del fin de la Historia con sus virtudes y sus defectos, pero prefiero centrarme en el significado de la obra de Zygmunt Bauman (2006) por cuanto integra bien, y siguiendo una estela weberiana, la economía y la sociedad.

Hay cierto consenso en la literatura especializada de que lo político se está desvaneciendo en el entramado de las relaciones que impulsan las nuevas tramas de la economía. El poder ya no está en la política. Por otra parte, el neoliberalismo triunfa, y no solo en sus cuestionadas propuestas económicas en clave del paroxismo del consumismo donde se resalta, “la rapidez, el exceso y el desperdicio” (Bauman, 2006) y el triunfo de la faceta financiera de la economía, sino por haber incorporado a la sociedad pautas culturales consistentes. En este sentido, es interesante constatar cómo el cambio iniciado en la década de 1960 bajo uno de sus más memorables eslóganes románticos que rezaba: “lo personal es político” llega a nuestros días cuando, como sucede en Estados Unidos, el centro del liberalismo ha pasado “de la comunidad a la diferencia” (Lilla, 2018).

La idea de competencia irrestricta entre sus miembros, de soledad profunda y de individualismo egoísta a ultranza guía el comportamiento de las personas que tienen una existencia precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Bauman (2006, p. 32) señala que “el auge de la individualidad marcó el debilitamiento progresivo de la densa malla de lazos sociales que envolvía con firmeza la totalidad de las actividades de la vida”. Así, se constata cómo las expresiones contestatarias que se dan paulatinamente son configuradas como anti políticas. Paralelamente, es evidente el incremento notable de la desigualdad estructural a nivel mundial.

La caída del muro de Berlín aceleró la globalización sobre la base de una profunda desregulación, de la presencia del capitalismo transnacional y del desarrollo de las tics que auparon más aun su avance. Todo ello trajo consigo la progresiva separación del poder y la política. En la medida en que el capital financiero extraterritorial se mueve sin límite alguno de espacio, y la política sigue permaneciendo restringida al ámbito local y territorial, el flujo de aquel está cada vez más fuera del alcance de las instituciones políticas. Igualmente, los procesos desreguladores han venido haciendo cada vez más prescindible la acción del Estado.

Por otra parte, se constata el ascenso de nuevos jugadores en el panorama internacional. Algunos lo son en clave nacional —China, India, Rusia—, pero otros son conglomerados empresariales de insólito vigor —como los estadounidenses Google-Alphabet, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft (GAFAM), o los chinos Baidu, Alibaba, Tencent, Xiaomi (BATX), siendo el más viejo, Microsoft, creado en 1975— que definen la nueva economía de la materia oscura, de lo intangible y de lo simbólico (Haskel y Westlake, 2018). Ello ha traído consigo un cambio de gran trascendencia sobre el papel de los estados nacionales que hasta entonces habían venido constituyendo la unidad por excelencia donde se escenifica lo político. Asimismo, potenciaron una nueva forma de capitalismo que ha sido denominada “capitalismo de vigilancia” (Zuboff, 2019) aplicada al quehacer de Google que capta la experiencia humana como materia prima gratuita y la traduce en patrones de comportamiento para explotarlos comercialmente habiendo generado uno de los mayores negocios de nuestra época.

En segundo término, aunque se trate de un elemento que se sitúa en el ámbito epistemológico, cabe referirse al conocimiento existente sobre estos asuntos. La Ciencia Política ha generado una interesante literatura fruto de trabajos con soporte empírico en los últimos años. Así, hoy se sabe, para América latina, que, si bien rige para la región el presidencialismo, este se conduce de modo muy variado por cuestiones no solo medioambientales o de la coyuntura política, sino por diseños institucionales (Basabe-Serrano, 2017; García Montero, 2009) y por estilos diferentes de los liderazgos presidenciales (Alcántara, Blondel & Thiébault, 2018). El juego de los sistemas de partidos y los cambios en sus principales variables como son la polarización, la volatilidad, la fragmentación y la institucionalización también tienen sus efectos (Alcántara, Buquet & Tagina, 2018). Por consiguiente, el poder se confronta a factores muy diversos que hacen que su nivel de constricción sea también diferente.

En otro orden de cosas, la experiencia acumulada ha hecho que Martín Vizcarra comisionara a un grupo de académicos para realizar un documento que sirviera de base para la discusión de la reforma necesaria que lleva pendiente en Perú desde la caída de Fujimori. El equipo liderado por el politólogo Fernando Tuesta produjo un texto que está sirviendo de base en la actual y frustrante discusión política del país. Igualmente, Andrés Manuel López Obrador desde su llegado al poder en diciembre de 2018 está impulsando una reforma política de gran calado para México. En este mismo número, Andrés Cortés y David Roll abordan el hasta ahora fallido caso colombiano.

Pero el cambio más trascendental, acaeció en la arena tecnológica al verse afectados dos niveles que hasta hace muy poco tiempo no habían tenido impacto alguno: el significado de los nuevos soportes en manos de la gente y la capacidad de almacenar los datos generados y, posteriormente, interpretarlos por otros agentes.

Las tics conllevan siete características que las definen cabalmente. Son universales: a comienzos de 2019 internet llegaba a algo más de la mitad del planeta y el uso de teléfonos celulares es potestad de dos tercios de la humanidad. En segundo término, son inmediatas, es decir, permiten la conectividad instantánea, en tiempo real. Son portables facilitando que la referida conectividad sea permanente pudiéndose conectar los usuarios desde no importa qué lugar en virtud del acceso prácticamente irrestricto. Son reflexivas posibilitando la respuesta y la interconexión. Facilitan la hiperconectividad por la que se puede estar a la vez en diferentes escenarios y al ser multifuncionales se posibilita al mismo tiempo, el uso de la voz, el empleo de cámara de fotos, relojes, agenda personal, quioscos de prensa e instrumentos de pago en las cada vez más habituales operaciones de comercio electrónico. Permiten agregar técnicamente millones de preferencias. Y, por último, su propagación ha sido vertiginosa, mientras que el teléfono fijo tardó 75 años para que sus usuarios fueran 100 millones de personas este escenario se ha alzado en 25 años.

Todo ello comporta aspectos nuevos de la interacción social como son la posibilidad de actuar anónimamente, la viralidad que un mensaje puede tomar en la red llegando a millones de usuarios en un tiempo muy reducido, el sentimiento de empoderamiento que logra sentir quien está en posesión de una terminal, la conciencia de pertenencia a una comunidad virtual dando voz, a la vez, a personas explotadas y privadas de derechos para que sus opiniones fueran escuchadas. No obstante, la aparente facilidad en la comunicación, que dinamizan las técnicas de propaganda, la movilización de simpatizantes de manera virtual —consiguiendo la aquiescencia explícita de los mensajes, así como, en el mejor de los casos, hacer que concurran a la plaza—, y la expresividad absoluta individual, tienen un lado menos promisorio.

Como pone de relieve Han (2012 y 2014), las tecnologías digitales están generando una mutación del ser humano y aceleran de forma tan vertiginosa el tiempo que no dejan espacio para la pausa, la escucha, la capacidad crítica ponderada o la deliberación, además de potenciar el aislamiento espurio. Han enfatiza las consecuencias de dejar atrás la organización social disciplinaria, en la que si uno cumple con su deber podrá vivir satisfecho, para sumergirnos en la sociedad del rendimiento, cuyo paradigma es ese individuo exhausto por una competitividad autoimpuesta y sin límite que le obliga a estar siempre alerta y en forma, y que percibe cualquier distracción o contratiempo como una amenaza para su carrera. Si fracasa, será por su culpa.

La naturaleza de las nuevas tecnologías, por otra parte, acorta la capacidad de atención, somos cada vez más rápidos, pero estamos menos capacitados para ocuparnos de cosas complejas. La riqueza de información crea pobreza de atención. Las nuevas tecnologías han revolucionado la economía de la atención de dos maneras: han penetrado en la vida de la gente consumiéndoles cada vez más tiempo y han hecho que la gente sea más activa a la hora de solicitar la atención, dado el incremento de las oportunidades de compartir más cosas con el mundo. Pero también las nuevas tecnologías dificultan la argumentación, sintetizan hasta tal extremo la información que hace muy difícil su comprensión contextual, diluyen la responsabilidad de sus usuarios, aumentan la desinformación y facilitan el incremento del impacto y de la velocidad de propagación de las noticias falsas —que siempre existieron— basadas en la emoción y en la segmentación de los ciudadanos en comunidades que bajo el efecto burbuja actúan como cajas de resonancia.

De manera complementaria, hay un segundo ámbito forjado por las tics en una dimensión diferente articulada sobre la capacidad de capturar y de almacenar los datos generados por los soportes utilizados en la comunicación o en el acceso a la información, y por otras aplicaciones en lo que se ha venido a denominar internet de las cosas. Tampoco hay que olvidar el papel de los buscadores en la intermediación y, después, en su capacidad de interpretar los datos y de volverlos operativos para posibilitar otras actuaciones por otros agentes. La nueva dimensión que vierte el mundo del big data y las posibilidades que ofrece la inteligencia artificial constituyen un reto para la política.

En este panorama así descrito, ¿qué se puede decir de las reformas políticas? Hay tres elementos que llaman poderosamente mi atención y que con ellos quiero cerrar esta reflexión. En primer lugar, hay que considerar que hoy la política debe tener en cuenta que el sujeto de la misma, el individuo, vive en un contexto de alienación que, si bien es diferente al que articuló una profusa carga teórica el siglo pasado, se encuentra definido por un proceso de intensa híper individualización en un marco de insólita presencia de las tics. Esta situación hace que la acción colectiva sea muy diferente porque se articula a través de unos mecanismos ajenos a la tradicional movilización social o a la clásica vida de partido. De esta manera, las potenciales reformas pareciera que deberían formularse a la carta, algo para lo que la inteligencia artificial puede ayudar enormemente, pero, inmediatamente, se registra el problema de la propia definición de estas, en el sentido de la inexistencia aparente de intermediadores suficientemente representativos.

Esto conduce al segundo punto relativo al desfase de las instituciones políticas en función de lo que acontece en la calle. La propia idea de representación, tan atada al desarrollo de la democracia, está articulada en mecanismos dieciochescos concretos y simbólicos. Aspectos como las campañas electorales, los sondeos de opinión o los referidos a la jornada electoral con el ritual de desplazarse hasta el lugar de votación son difícilmente compatibles para una sociedad que compra cualquier cosa mediante su celular o que maneja una criptomoneda gracias a una forma novedosa de construcción de confianza.

Por último, el asunto se complica por el hecho de que la propia inteligencia artificial está en manos de empresas privadas siendo los poderes públicos, por ahora, unos meros observadores de lo que acontece. Hasta hace poco se creía tener enfrente al Estado como instancia de dominación que arrebataba información a los ciudadanos en contra de su voluntad. Sin embargo, esta época quedó atrás. Hoy nos desnudamos de forma voluntaria. Las empresas tecnológicas utilizan inteligencia artificial para convertir esta información en “productos predictivos” que anticipen el comportamiento de cada individuo —no solo en lo que a hábitos de compra se refiere— y comercian con ellos en el nuevo mercado de “futuros de comportamiento” (Zuboff, 2019). Por ello, la posibilidad de emprender una reforma política que quiera alcanzar unos objetivos mínimos relativos a la realidad en que nos movemos con los instrumentos más pertinentes es algo poco menos que quimérico. Sólo tareas cosméticas y de un incrementalismo exasperante tienen visos de poder salir adelante, como siempre fue, pero con resultados, esta vez, más decepcionantes, si cabe, que nunca.

Referencias

  1. Alcántara, M., Blondel, J. & Thiébault, J. L. (Eds.). (2018). Presidents and Democracy in Latin America. Nueva York: Routledge. 🠔
  2. Alcántara, M., Buquet, D. & Tagina, M. L. (Eds.). (2018). Elecciones y partidos en América Latina en el cambio de ciclo. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas. 🠔
  3. Basabe-Serrano, S. (2017). Las distintas caras del presidencialismo: debate conceptual y evidencia empírica en dieciocho países de América Latina. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 157, 3-22. http://dx.doi.org/10.5477/cis/reis.157.3 🠔
  4. Bauman, Z. (2006). Vida líquida. Barcelona: Paidós. 🠔
  5. Fukuyama, F. (1992). The end of History and the last man. Nueva York: Free Press. 🠔
  6. García Montero, M. (2009). Presidentes y parlamentos, ¿quién controla la agenda legislativa en América Latina? Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas. 🠔
  7. Han, B. C. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder. 🠔
  8. Han, B. C. (2014). En el enjambre. Barcelona: Herder. 🠔
  9. Haskel, J. & Westlake, S. (2018). Capitalism without Capital. The Rise of the Intangible Economy. Princeton: Princeton University Press. 🠔
  10. Lilla, M. (2018). El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. Barcelona: Debate 🠔
  11. Rokkan, S. & Lipset, S. M. (1967). Cleavage Structures. Party Systems and Voter Alignments: An Introduction. En S. M. Lipsct & Stein Rokkan (Eds.), Party Systems and Voter Alignments (pp. 1-63). Nueva York: The Free Press. 🠔
  12. Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. Londres: Public Affairs. 🠔

Notas

Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid (España). Profesor de la Universidad de Salamanca (España). Correo electrónico: malcanta@usal.es https://orcid.org/0000-0001-6483-3165