Recibido: 14 de mayo de 2022; Aceptado: 14 de septiembre de 2022; Revision Received: 23 de octubre de 2022
Inoculación, políticas higienistas e intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802 en Santafé, virreinato de Nueva Granada
Inoculation, Hygienic Policies and Intensity of Smallpox Epidemics of 1782-1783 and 1802 in Santafé, Viceroyalty of Nueva Granada
Inoculação, políticas higiênicas e intensidade das epidemias de varíola de 1782-1783 e 1802 em Santafé, vice-reinado da Nueva Granada
Resumen
Las epidemias que se propagaron en Santafé -Bogotá- durante 1782-1783 y 1802, a pesar de haber sido provocadas por la misma enfermedad, la viruela, difirieron en su impacto sobre la mortalidad. La primera estuvo muy próxima a ser considerada como una catástrofe demográfica, mientras que la mortalidad registrada en 1802 se caracterizó por ser una crisis menor. A partir de fuentes parroquiales ubicaremos la estacionalidad y mediremos la intensidad de ambas epidemias; mientras que a través de fuentes de archivo e impresas, se estudiarán las estrategias higienistas desarrolladas por las autoridades virreinales durante ambos eventos epidémicos. Se sostiene que las políticas higienistas impulsadas en la ciudad luego de la crisis de 1782-1783, inspiradas en el paradigma miasmático-humoral -empedramiento de las calles, construcción de acequias, de cementerios, entre otras-, junto con la promoción de la inoculación o variolización entre la población, fueron esenciales en el intento por restarle letalidad a las epidemias, en particular a las de viruela, tal y como sucedió durante 1802.
Palabras clave:
epidemias, viruela, inoculación, higienismo, mortalidad, miasmas.Abstract
The epidemics that spread in Santafé -actual Bogotá- during 1782-1783 and 1802, despite having been caused by the same disease, smallpox, differed in their impact on mortality. The first event was very close to being considered a demographic catastrophe, while the mortality recorded in 1802 was characterized as a minor crisis. Using parish sources, we located the seasonality and measure the intensity of both epidemics; on the other hand, we studied the hygienic strategies developed by the local authorities during both events through archival and printed sources. It is argued that the hygienic policies promoted in the city after the crisis of 1782-1783, inspired by the miasmatic-humoral paradigm -pavement of the streets, construction of ditches, cemeteries, among other public constructions-, and the promotion of inoculation or variolization among the population, were essential in the attempt to reduce the lethality of epidemics, particularly smallpox, as happened during 1802.
Keywords:
epidemics, smallpox, inoculation, hygienism, mortality, miasmas.Resumo
As epidemias que se espalharam em Santafé -atual Bogotá- entre 1782-1783 e 1802, apesar de terem sido causadas pela mesma doença, a varíola, não tiveram o mesmo impacto sobre a mortalidade. O primeiro evento chegou muito perto de ser considerado uma catástrofe demográfica, enquanto a mortalidade registrada em 1802 foi considerada uma crise menor. Utilizaremos fontes paroquiais para identificar a sazonalidade e medir a intensidade de ambas as epidemias; enquanto fontes arquivísticas e impressas serão usadas para analisar as estratégias higiênicas desenvolvidas pelas autoridades do vice-reinado durante os dois eventos epidêmicos. Se tratará de demonstrar que as políticas de higiene urbana desenvolvidas depois da crise de 1782-1783, que se baseiam no paradigma miasmático-humoral -pavimentação de ruas, construção de valas de irrigação, cemitérios, entre outras construções públicas-, e a promoção da inoculação ou variolização entre a população, foram fundamentais na tentativa de diminuir a letalidade das epidemias, sobretudo as de varíola, como ocorreu em 1802.
Palavras-chave:
epidemias, varíola, inoculação, higienismo, mortalidade, miasmas.Introducción
Desde mediados del siglo XVIII una de las principales preocupaciones de las autoridades imperiales hispánicas fue el crecimiento demográfico de sus colonias, obstaculizado por los altos niveles de mortalidad. Paralelamente a este diagnóstico, se identificó a las ciudades como lugares productores de enfermedades contagiosas, responsables, en buena medida, de la alta mortalidad.1 Es en este contexto que emerge una vigilancia estricta sobre los "centros generadores de la enfermedad": calles, puertos, cementerios, hospitales, etcétera (Alzate-Echeverri 2007, 41). Santafé no fue ajena a aquel diagnóstico, y al igual que otras urbes americanas, estaba lejos de poder ser considerada como un espacio propicio para la conservación y el crecimiento demográfico, pues se caracterizaba por su hacinamiento, calles estrechas y mal empedradas, viviendas deficientemente construidas -que impedían la libre circulación del aire y la penetración de la luz solar-, e insuficientes medidas para la evacuación hídrica (Alzate-Echeverri 2007, 41).
En el intento por revertir la precaria situación higiénica de Santafé, se emprendieron una serie de reformas higienistas -construcción de cementerios para dejar de enterrar cuerpos en las iglesias, empedramiento de calles, construcción de acequias y su constante limpieza- y prácticas médicas -la inoculación o variolización-, motivadas fundamentalmente por los efectos devastadores de la epidemia de viruela de 1782-1783.2 Estas reformas y prácticas coincidieron con la proliferación de las ideas ilustradas en territorio americano bajo el mandato borbónico que, inspiradas en las premisas mercantilistas, argumentaban que la obtención de riquezas y el poder estatal dependían en buena medida de su potencial demográfico (Jori 2012).
Asimismo, estas reformas y prácticas buscaban revertir el sombrío panorama higiénico de Santafé,3 así como persuadir al pueblo a dejar de concebir la muerte como una fatalidad ante la cual el ser humano era incapaz de intervenir. Este mismo razonamiento fue precisamente el que inspiró a los autores de manuales médicos del siglo XVIII, quienes consideraron indispensable instruir a la población en torno a los peligros que corrían si no cuidaban de su salud (Alzate-Echeverri 2005, 216). Lo que subyace tras estas consideraciones es que el hombre puede combatir la enfermedad y la muerte, que es posible extender el tiempo vital de las personas (Alzate-Echeverri 2005, 216-217) y que la enfermedad no necesariamente tiene que conducir al fenecimiento.
Las reformas higienistas estuvieron inspiradas en el paradigma humoral-miasmático, teoría médica desarrollada en la Antigüedad y en vigencia hasta inicios de la Edad contemporánea. Este paradigma concebía que la corrupción del aire pudiera ser una consecuencia de la exhalación de aguas palúdicas, la suciedad y la hediondez, así como del contacto de objetos contaminados con átomos miasmáticos (Cipolla 1993, 18-19). De ahí el afán de los funcionarios sanitarios de la época por incinerar objetos y vestuarios pertenecientes a las víctimas de las epidemias (Cipolla 1993, 18-19).4 Entre los médicos estaba arraigada la idea de que los hedores y los tufos podían desencadenar en cualquier momento una epidemia, razón por la cual se imponía una declaratoria de guerra contra la hediondez de parte de las autoridades sanitarias (Cipolla 1993, 40; Quevedo 2005, 46-47).
Bajo la racionalidad de la época se creía que las epidemias tenían lugar bajo la forma de miasmas transmitidos por el aire cuando la atmósfera era contaminada por los contagiados. Para combatir las pestilencias, se proponía una "medicina de los olores", ante el convencimiento de que para remediar una atmósfera miasmática se requería poner el aire en movimiento a través de sahumerios y sustancias aromáticas que mitigaban los efectos venenosos causados por los malos olores. De ahí el afán por ventilar los espacios cerrados y quemar sahumerios y aromáticas en las calles (Alzate-Echeverri 2002, 58).5
Estas reformas, junto a prácticas médicas como la inoculación, en sociedades confesionales, podían interpretarse como un desafío a los designios Divinos sobre sus criaturas.6 Sin embargo, tras la devastadora epidemia de 1782-1783 se empezaría a aceptar en Santafé que la ciencia le disputara a Dios el monopolio de la vida, en parte, gracias a la eficacia que habían mostrado métodos como la inoculación para aminorar la letalidad de la viruela.7 Ahora bien, dicha aceptación no debe interpretarse como un cambio en la mentalidad culpabilizadora de la población, sino simplemente como la aceptación de un método capaz de impedir la muerte propiciada por la viruela y sus secuelas; o en términos de Elias (1987, 14), como un avance en el proceso civilizatorio, en el que las garantías frente a los golpes del destino -como la muerte por viruela- dieron lugar a un sistema de creencias seculares, aunque sin desplazar completamente los sistemas de creencias sobrenaturales.
Actualmente, el paradigma miasmático-humoral no tiene validez alguna; sin embargo, la mayor parte de las reformas que se ejecutaron en Santafé bajo su abrigo fueron de gran valor, pues le restaron a las epidemias parte de su fatalismo.8 La hipótesis de este trabajo es que el conjunto de medidas profilácticas y sanitarias lideradas por las autoridades neogranadinas durante las últimas dos décadas del siglo XVIII, coadyuvaron para que en 1802 no se replicara una crisis como la registrada durante la epidemia de viruela de 1782-1783. Esto porque desde mediados de 1801, cuando la viruela atacaba Popayán (Silva 2007, 91), las autoridades civiles, a diferencia de lo ocurrido dos décadas atrás, se anticiparon a la enfermedad que amenazaba a la capital desde el suroccidente del virreinato (figura 1). Para 1802 ya se tenían listos tres hospitales dirigidos exclusivamente a atender a los contagiados, se conformó una junta de sanidad, se intentó replicar la vacuna de Jenner, y la inoculación se promovió entre la población como un método efectivo para prevenir la viruela.9 Mientras que para finales de 1782 el llamado del obispo y virrey Caballero y Góngora, había sido el de soportar con estoicismo la epidemia de viruela y acudir a las rogativas públicas para intentar aminorar los efectos de lo que consideraba como un castigo divino.
Aunque en Colombia la historiografía referente a las epidemias está lejos de ser abundante, en las últimas tres décadas se han publicado algunos trabajos sobre el particular desde la perspectiva de los procesos culturales y la historia de la medicina (Aguirre 2016; Díaz 2007; Frías-Núñez 1992; Gutiérrez-Beltrán 2007; Rodríguez 1999; Silva 2007; Villamarín y Villamarín 2000; Villamil-Jiménez, Esparza y Sotomayor-Tribín 2020). Mientras que desde la perspectiva de la historia demográfica destacan los recientes trabajos de Vélez-Villaquirán (2019) y Bejarano-Rodríguez (2021a, 2021b, 2023).
El presente artículo es un ejercicio que pretende combinar la historia de la salud pública con la historia demográfica, apoyado en fuentes cuantitativas -registros parroquiales de entierros- y fuentes de archivo, en un intento por ampliar la perspectiva de estudio sobre las epidemias en Bogotá durante el periodo colonial. De modo que, se ofrecerán cifras de mortalidad y se calculará la intensidad registrada durante las epidemias de 1782-1783 y 1802, discriminando por grupos de edad -adultos y párvulos- en las cuatro parroquias de la ciudad: La Catedral, Las Nieves, Santa Bárbara y San Victorino (figura 2). Asimismo, se ofrecerá una explicación salubrista sobre la mortalidad diferencial de ambos eventos usando exhaustivamente las fuentes de archivo.
Esta introducción constituye el primer apartado de este artículo. En el segundo apartado se expondrán, desde una perspectiva cuantitativa, los efectos sobre la mortalidad de las epidemias de 1782-1783 y 1802; y a través del método de Dupâquier10 se calculará la intensidad de ambos eventos. En el tercer apartado se estudian las estrategias salubristas implementadas durante y luego del evento epidémico de 1782-1783. En el cuarto apartado se exponen las medidas adelantadas durante 1802 en la capital neogranadina para hacerle frente a la nueva epidemia de viruela. Finalmente unas breves conclusiones.
La intensidad de las epidemias de 1782-1783 y 1802
La gran crisis: 1783
La epidemia de viruela de 1782-83 fue la mayor crisis de mortalidad registrada en Santafé entre 1739 y 1810 (figura 3). Para las autoridades eclesiásticas y virreinales la llegada de la epidemia a Santafé parecía inminente desde noviembre de 1782, luego de tener noticias sobre su desolador paso por las provincias de Santa Marta y Cartagena.11 Las premoniciones se hicieron realidad durante las últimas dos semanas de diciembre de 1782, como lo revelan los registros parroquiales de entierros de la ciudad (tabla 1), aunque fueron los meses de enero y febrero de 1783 en los que la mortalidad alcanzó sus niveles más críticos (figura 4).
Fuente: AHCPB, Libro de entierros 2; ICANH-DPB, PLN, Libro 1 de defunciones, t. I y II 1683-1807. ICANH-DPB, LESB, Partidas de Entierros 1732; AHAB, PSV, Libro de entierros 2, Libro único entierros de párvulos, 1762-1824.
Entierros semanales, noviembre de 1782 a marzo de 1783
Mes
Semana
No. Enti
Noviembre
44
3
(1782)
45
5
46
5
47
9
48
4
Diciembre
49
9
(1782)
50
10
51
13
52
26
53
35
Enero (1783)
1
53
2
60
3
60
4
55
Febrero (1783)
5
71
6
54
7
53
8
35
Marzo (1783)
9
27
10
18
11
13
12
13
13
13
Tres meses bastaron para provocar un aumento de la mortalidad, quizás, sin precedentes en la ciudad. Entre diciembre de 1782 y marzo de 1783 se registraron un total de 611 entierros, con un promedio de 152,8 muertes mensuales; guarismo que cobra importancia si se considera que durante los cuatro meses previos a la crisis el promedio mensual de muertes fue de 20,3. El cálculo de la intensidad de esta epidemia se llevó a cabo a través del método de Dupâquier, cuya fórmula original cuantifica el número de muertos durante los diez años previos a la crisis -en los que la mortalidad debe ser normal-,12 para contrastarlos con las defunciones registradas durante el año de la crisis (Torres y Cramaussel 2017, 26-27).13
El método de Dupâquier arrojó para la ciudad de Santafé un índice de 22,44, que corresponde a una "gran crisis" (magnitud 5). Esta misma clasificación aplica para las parroquias La Catedral y San Victorino, para las cuales se obtuvo un índice de 20,19 y 28,28 respectivamente. En Santa Bárbara (11,27) se trató de una crisis mayor. En el caso de Las Nieves, el índice de 3,0214 (crisis media) se explica por el subregistro y no porque su población hubiera sido menos vulnerable a la viruela (tabla 2).15
Fuente: AHCPB, Libro de entierros 2; ICANH-DPB, PLN, Libro 1 de defunciones, t. I y II 1683-1807. ICANH-DPB, LESB, Partidas de Entierros 1732; AHAB, PSV, Libro de entierros 2, Libro único entierros de párvulos, 1762-1824.
Índice Dupâquier 1783
Lugar
Dx
Mx
S
I
Santafé
697
184,30
22,85
22,44
La Catedral
325
81,50
12,06
20,19
Las Nieves
72
48,90
7,64
3,02
Santa Bárbara
123
24,20
8,77
11,27
San Victorino
177
29,70
5,21
28,28
Al discriminar la intensidad de la crisis por grupos de edad se obtienen resultados llamativos. En la ciudad los adultos padecieron con mayor rigor la epidemia que los párvulos. Mientras que para los primeros el índice fue de 17,50, para los párvulos fue de 14,69. La diferencia fue aún más marcada para el caso de La Catedral, pues allí la intensidad de la epidemia arrojó un índice de 22,08 para los adultos y de 4,08 para los párvulos. Estas cifras sorprenden, más cuando la viruela ha sido catalogada como una enfermedad infantil por la epidemiología descriptiva (Lozano 2012, 12). Por su parte, Santa Bárbara y San Victorino fueron las parroquias en las que los párvulos resultaron más vulnerables a la epidemia, con un índice de 21,98 y 24,26 respectivamente (tabla 3).
Fuente: AHCPB, Libro de entierros 2; Biblioteca del Instituto Colombiano de Antropología e Historia -Documentos parroquiales de Bogotá (ICANH-DPB), Bogotá-Colombia, PLN, Libro 1 de defunciones, t. I y II 1683-1807. ICANH-DPB, LESB, Partidas de Entierros 1732, AHAB, PSV, Libro de entierros 2, Libro único entierros de párvulos, 1762-1824.
Índice Dupâquier 1783: adultos y párvulos
Adultos
Párvulos
Lugar
Dx
Mx
S
I
Dx
Mx
S
I
Santafé
497
144,30
20,16
17,50
200
40
10,89
14,69
La Catedral
276
66,90
9,47
22,08
49
14,6
8,42
4,08
Las Nieves
64
40,70
4,90
4,75
8
8,2
5,27
-0,04
Santa Bárbara
62
21,30
8,11
5,02
61
2,9
2,64
21,98
San Victorino
95
15,40
5,54
14,36
82
14,3
2,79
24,26
La epidemia de 1802
Tras la epidemia de 1782-1783 la población santafereña y neogranadina parece haber vivido años de relativa calma en cuanto a la amenaza que representaban las epidemias para su supervivencia. En su relación de mando (1796), el virrey Ezpeleta expresaba que tan solo se habían experimentado "una o dos viruelas, que pueden contarse entre las causas principales de la despoblación del Reino" (Colmenares 1989a, 210). De hecho, es probable que los aumentos en la mortalidad registrados en Santafé entre 1793 y 1796 hubieran estado relacionados con los contagios de viruela ocurridos en Vélez,16 Cartagena, Santa Marta y Río Hacha (figura 5).17
Algo que llama la atención en el comportamiento de la mortalidad entre 1780 y 1805 es el leve aumento registrado en 1802 (figura 5). Y es llamativo porque se está frente a una enfermedad epidémica que dos décadas atrás estuvo cerca de ser una catástrofe demográfica. Tratar de explicar este comportamiento de la mortalidad es precisamente el objeto de este artículo, así como la razón para formular la siguiente pregunta: ¿qué evitó que la epidemia de 1802 no repitiera sus efectos calamitosos de 1782-1783?
La documentación consultada indica que en Santafé la viruela hizo presencia durante el segundo semestre de 1802. Ahora bien, durante 1801 se presentó en el suroccidente del virreinato una epidemia de viruela que hizo presagiar que en dicho año podía llegar la enfermedad a la ciudad y aunque se ha señalado que en dicho año la capital neogranadina no la padeció (Silva 2007, 91-110), el comportamiento de la mortalidad registrado entre 1801 y 1803 (figura 6) permite suponer que previo a 1802 sí hubo un brote de viruela, en agosto de 1801, la cual volvió a manifestarse con algunos rebrotes más prolongados durante el segundo semestre de 1802 y el primer semestre de 1803. Es probable que, tras el primer brote, en agosto de 1801, la viruela se hubiera convertido en una endemia, lo cual explicaría los siguientes dos brotes.
En Santafé la epidemia de viruela en 1802 estuvo muy lejos de las dimensiones que alcanzó la misma enfermedad en 1782-1783. Mientras que esta última se trató de una gran crisis, la de 1802, para la cual se obtuvo un índice de 1,13, corresponde a una crisis menor.18 Esta misma categoría se registró en la parroquia Las Nieves (1,29). En las parroquias La Catedral y Santa Bárbara el índice negativo indica que en ellas no se presentó ninguna crisis. Mientras que el índice de 3,38 en San Victorino señala que se trató a una crisis media; así que, al igual que durante la epidemia de 1782-1783 San Victorino fue la parroquia más afectada (tabla 4). El comportamiento de ambas epidemias en esta última parroquia puede explicarse por su posición geográfica, pues era la puerta de entrada a la ciudad desde Honda, y por lo tanto, paso obligado de todo comerciante y forastero contagiado en camino a la capital. Lo más sorprendente en el cálculo del índice por grupos de edad (tabla 5) fue el resultado obtenido para el caso de los adultos en San Victorino (4,34), que corresponde a una crisis fuerte, de lo que se deduce que este grupo de edad resultó mucho más vulnerable a la epidemia que los párvulos, cuyo índice fue negativo (-0,70).
Fuente: AHCPB, Libro de entierros 2; ICANH-DPB, PLN, Libro 1 de defunciones, t. I y II 1683-1807. ICANH-DPB, LESB, Partidas de Entierros 1732; AHAB, PSV, Libro de entierros 2, Libro único entierros de párvulos, 1762-1824.
Índice Dupâquier 1802
Lugar
Dx
Mx
S
I
Santafé
201
171,90
25,74
1,13
La Catedral
81
93,60
16,11
-0,78
Las Nieves
38
18,30
15,30
1,29
Santa Bárbara
27
31,00
12,26
-0,33
San Victorino
55
29,00
7,69
3,38
Fuente: AHCPB, Libro de entierros 2; ICANH-DPB, PLN, Libro 1 de defunciones, t. I y II 1683-1807. ICANH-DPB, LESB, Partidas de Entierros 1732, AHAB, PSV, Libro de entierros 2, Libro único entierros de párvulos, 1762-1824.
Índice Dupâquier 1802: adultos y párvulos
Adultos
Párvulos
Lugar
Dx
Mx
S
I
Dx
Mx
S
I
Santafé
179
148
23,37
1,33
22
23,9
5,13
-0,37
La Catedral
70
80,4
16,19
-0,64
11
13,2
3,88
-0,57
Las Nieves
34
17,3
13,67
1,22
4
1
2,16
1,39
Santa Bárbara
25
27,9
11,14
-0,26
2
3,1
2,77
-0,40
San Victorino
50
22,4
6,36
4,34
5
6,6
2,27
-0,70
Finalmente, un informe de José Rivas y José Ugarte señala que a causa de la epidemia, en 1802 fallecieron 329 personas en la ciudad.19 Mientras que de la epidemia de 1782-1783 se informaba que el saldo de fallecidos fue alrededor de 3000, según Caballero y Góngora (Silva 2007, 47) y de 5000 según Caballero (1974, 34). El contraste entre estos guarismos y el de los registros parroquiales puede explicarse, por un lado, por el subregistro que subyace en las fuentes eclesiásticas;20 por otro, por una posible exageración en el número de víctimas indicadas por los personajes citados.
Estrategias de salud pública implementadas durante la epidemia de 1783
La viruela y el trasegar de la inoculación
En noviembre de 1782 el virrey Caballero y Góngora, anunciaba con ánimo preventivo a los diocesanos de Santafé sobre el agresivo contagio de viruela que se aproximaba desde Cartagena y Santa Marta, provincias en las cuales la enfermedad había causado estragos funestos.21 Para ese momento, la epidemia ya cobraba un importante número de vidas humanas en el puerto de Honda y parecía inminente su llegada a la capital del virreinato.
Hasta 1783 era prácticamente inexistente una política higienista en la Nueva Granada para contener el impacto de las epidemias, de hecho, la medida a la que usualmente se acudía era la formación de degredos.22 Otra medida habitual eran las rogativas públicas, disposición que se entiende bajo el contexto de una sociedad confesional en la que se creía que las epidemias eran castigos divinos. De hecho, Caballero y Góngora en uno de sus edictos23 insinuaba que la mencionada epidemia era un castigo divino producto de la revolución comunera de 1781.24 Insinuación que confirma en el informe remitido al ministro José de Gálvez el 30 de enero de 1783, en el que afirma que la epidemia era producto de "las pasadas revoluciones y escándalos" (Hernández de Alba 1983c, 202). Ahora bien, la actitud del virrey frente a la epidemia fue ambivalente, pues, aunque inicialmente invitaba a realizar las rogativas para aminorar la ira divina y soportar con estoicismo una muerte inminente, desistiendo de la inoculación, a finales de enero de 1783 se inclinó por aprobar el mencionado método.
José Celestino Mutis recordaba en una epístola del 15 de marzo de 1783 que, aunque era añeja su inclinación en favor de la inoculación, desde el principio encontró una fuerte oposición a su práctica, a pesar de los buenos resultados que había mostrado entre algunos inoculados en la capital y en otras provincias del virreinato (Hernández de Alba 1983a, 97). La razón para tal oposición, además de los preceptos religiosos, radicaba en que podía llegar a ser un método peligroso; pues en efecto, si la incisión era demasiado profunda se podía provocar la viruela y contagiar a personas sanas que podían dar origen a una epidemia (Sköld 1999, 152).
Sin embargo, tras recibir dos informes que daban testimonio de la eficacia de la inoculación, y en vista de la ferocidad con que la viruela asolaba a Santafé en enero de 1783, el virrey se vio coaccionado a aprobar oficialmente la inoculación. El primer informe fue remitido por el cura Josef Vásquez Subillaga, allí el presbítero remembraba que cuando la epidemia de viruela de 1756-57 amenazaba a su parroquia, San Juan de Girón, se inoculó a sí mismo junto a sus familiares y servidumbre, y tras los buenos resultados, procedió a inocular, con igual éxito, a casi cuatrocientas personas en Girón y a un número similar en San Gil.25 Y estando presente en Santafé durante el contagio de 1783 inoculó a siete de sus criados, quienes pasaron la enfermedad sin contratiempos.26 El segundo informe fue el de Josef Aparicio Morata, capellán del Real Hospicio de mujeres pobres y niños expósitos de Santafé, quien alarmado ante el "fatal estrago" del que era víctima Santafé, y luego de obtener el permiso del virrey, inoculó a los niños del hospicio. Valiéndose de un barbero y otros sujetos inoculó a veintiún huerfanitos, de los cuales, ninguno falleció.27
Es probable que la inoculación ya fuera practicada entre la población antes de su aprobación oficial. Es por ello que a la par que se aprobaba el método, el virrey encargó a José Celestino Mutis la transcripción del Método general para curar las viruelas (Hernández de Alba 1983c, 195-198), así como unas Instrucciones (Hernández de Alba 1983c, 189-195) para la práctica de la inoculación, motivadas por la "confusión y el desorden que se apoderaron de los más humildes" de Santafé por inocularse.28
El propósito de las Instrucciones era el de universalizar la práctica de la inoculación entre la población ante la ausencia de médicos.29 Y aunque en teoría era un método que se caracterizaba por su sencillez, Mutis creía necesario divulgar algunas recomendaciones para evitar su mala práctica. Por ejemplo, a las mujeres solo se les podía administrar dos o tres días después de haber concluido su menstruación y estaba restringido para las gestantes y "sujetos enfermizos". Las Instrucciones también informaban sobre los lugares ideales del cuerpo para realizar la incisión, así como el correcto aislamiento al que debían someterse los inoculados (Hernández de Alba 1983c, 189-195).
Con El Método se buscaba la erradicación de algunas prácticas comunes durante la convalecencia, como el consumo de bebidas alcohólicas y calóricas, el excesivo abrigo en la cama y la escasa ventilación de los espacios. Para Mutis todas estas prácticas violentaban la naturaleza de la enfermedad en el anhelo de hacer brotar rápidamente los granos de las viruelas (Hernández de Alba 1983c, 195). Este Método fue particularmente valioso en la medida que se hizo circular por las provincias de la Nueva Granada, y por la forma pedagógica con la que, con remedios sencillos, ayudó a aminorar el terror que paralizaba a las víctimas (Silva 2007, 52).
Según Frías-Núñez (1992, 75-76), junto al Método y las Instrucciones se dio paso a un improvisado Plan de arreglo que se deberá observar para la inoculación de la viruela al pueblo, que recogía las disposiciones que habrían de aplicarse en Santafé para la práctica de la inoculación. Dichas disposiciones consistían en colgar carteles en los que se promovía la inoculación, la inspección de todos los barrios para determinar la población objetivo a inocular, además de invitar a prestar la mayor atención posible a las personas que ya se hallaban contagiadas. Aunque Frías-Núñez no halló documentación que le permitiera determinar si el Plan se ejecutó, se sabe que el balance fue de algo más de dos mil inoculados.30 Lamentablemente, para el momento en que se aprobó el Plan la viruela ya se había propagado en la ciudad y la inoculación, en lugar de implementarse para prevenir el contagio, el cual era su verdadero propósito, se usó como medida para frenar su impacto.31 Así, todas estas medidas, aunque valiosas, fueron tardías.
Las reformas higienistas posteriores a 1783
Fueron los brotes epidémicos que se presentaron en el norte y nororiente neogranadino en las décadas de 1780 y 1790 los que motivaron a las autoridades civiles a estar alerta ante una nueva epidemia, pues era necesario evitar a toda costa una tragedia como la de 1783. Esta situación motivó a las autoridades a poner en marcha una serie de reformas higienistas con el objetivo de prevenir nuevas enfermedades infecciosas. Para ese momento la teoría miasmática-humoral, que argumentaba que la hediondez y la corrupción del aire eran caldo para las epidemias, era el paradigma médico dominante. Es por ello que en una ciudad como Santafé, dominada por la fetidez de sus calles, urgían una serie de reformas higienistas que la libraran de un nuevo evento epidémico.
Es precisamente durante las últimas dos décadas del siglo XVIII que las calles de la ciudad se convierten en una construcción física compuesta por calzada, acera, fachadas y un canal central para las aguas sucias y lluvias (Alzate-Echeverri 2007, 76), y se empedraron las calles que no lo estaban, empezando por las correspondientes a los edificios públicos (Alzate-Echeverri 2007, 82-83). Las basuras también fueron objeto de preocupación. Durante la epidemia de 1802, algunas de las medidas que se emprendieron para impedir la extensión del contagio estuvieron encaminadas a limpiar y recoger la basura de las calles (Alzate-Echeverri 2007, 84-85), condenándose, por ejemplo, el arrojar desechos a las acequias (Alzate-Echeverri 2007, 87). Aunque esta medida ya había entrado en vigencia en 1789, cuando el Cabildo de Santafé ordenó a las autoridades vigilar que se cumpliera dicha orden.32
El correcto manejo del agua se consideró esencial a finales del siglo XVIII para evitar la insalubridad, pues se creía que las aguas quietas y oscuras exhalaban vapores mortíferos que eran caldo de cultivo para las epidemias; mientras que cuando el agua corría entraba en contacto con el aire y el sol que la renovaban y la purificaban (Alzate-Echeverri 2007, 99-101). Esto explica la construcción de zanjas para facilitar la evacuación de la inmundicia y la inauguración del acueducto San Victorino en 1803, que se sumó al de Agua Vieja y al de Agua Nueva (Alzate-Echeverri 2007, 98).
Seguramente la reforma higienista más relevante fue la construcción de cementerios, en un momento en el que se empezó a relacionar los entierros en iglesias con la proliferación de las epidemias. Antonio Froes, inspirado en la obra de Tissot, argumentaba que la atmósfera de las iglesias estaba compuesta de una dañina combinación de tres elementos: la humedad del edificio dada su escasa ventilación y a que la mayor parte del día los templos estaban cerrados; la exhalación de los cadáveres en descomposición; y la transpiración de los fieles. La conclusión era que respirar en esta atmósfera resultaba sumamente dañino. Para Froes, las exhalaciones venenosas que emanaban los cuerpos en descomposición y las sepulturas abiertas, al contaminar la atmósfera de las iglesias y a los fieles, daban paso a la propagación de epidemias. De ahí que muchos médicos relacionaran el origen de las pestes con el aire corrupto que se respiraba en las iglesias, aún más en épocas de festividades religiosas. De lo anterior se desprende la propuesta de Froes de enterrar a los óbitos en cementerios a las afueras de los poblados.33
El 11 de abril de 1790, el virrey Ezpeleta ya había decretado la construcción de un cementerio a las afuera de Santafé;34 sin embargo, las múltiples diligencias burocráticas obligaron a aplazar dicha empresa hasta finales de 1793, cuando el prior del Hospital San Juan de Dios, fray Miguel Ramón, envió una misiva al fiscal expresando sus temores por la posible aparición de una epidemia que podía ser propiciada por la corrupción de los cadáveres que prácticamente estaban en la superficie de la tierra (Alzate-Echeverri 2007, 210-211).
Hoy sabemos que dichas medidas eran insuficientes para combatir enfermedades como la viruela; no obstante, dan testimonio de una actitud que intentaba combatir la resignación a la muerte durante coyunturas epidémicas. Fue esta misma actitud la que propició la práctica de la inoculación desde 1783, y aunque no evitó la tragedia de aquel año, sí pudo ser responsable de haber evitado una nueva crisis demográfica en 1802.35 Es esta hipótesis la que nos permite explicar por qué la mortalidad en este último año, según el método de Dupâquier, correspondió a una crisis menor.
Una nueva epidemia de viruela: 1802
De cara a la viruela
A mediados de 1801 llegó a oídos del virrey Mendinueta y del Cabildo de Santafé información sobre una epidemia de viruela que hacía presencia en Ibagué procedente desde Popayán (Colmenares 1989b, 60). El recuerdo de la epidemia de 1783 persistía, y ante el temor de una nueva calamidad demográfica en Santafé, se ordenó establecer degredos en los caminos que desde Ibagué conducían hacia la capital: en quienes los guardias reconocieran señales de viruela, además de prohibirles el paso, debían hacerles regresar a sus lugares de origen.36 También se ordenó buscar el lugar más cómodo y apropiado para establecer el hospital de virulentos, para lo cual recomendaba escuchar las recomendaciones de un profesor de medicina.37 Lo primordial para las autoridades era evitar el contagio en Santafé, pero en el caso de que aparecieran contagiados, se tendría todo preparado para conducirlos al hospital de degredo.38
Al parecer, el lugar que se escogió como hospital fue la casa de Chapinero, a escasos kilómetros al norte de Santafé, lugar que resultaba práctico dada su comodidad y cercanía para la asistencia del médico y conducción de los enfermos.39
Ahora bien, la naturaleza de estos hospitales era completamente diferente a los actuales hospitales, y parecían estar altamente ligados a la caridad de las instituciones religiosas, pues Mendinueta recomendó acudir al Cabildo eclesiástico y solicitar una subvención general para su financiamiento.40
El afán por prevenir una tragedia como la de 1783 los obligó a tomar las medidas más convenientes para socorrer a la gente más miserable de Santafé, quienes, según el Cabildo, además de ser las víctimas predilectas de la enfermedad, representaban la tercera parte de la población de la ciudad. Dichas medidas consistían básicamente en establecer degredos en camino a Santafé y la formación de hospitales.41 Hasta este momento el Hospital San Juan de Dios era el único de la ciudad, pero solo tenía capacidad de atender los padecimientos más comunes y,42 aun cuando tuviera la capacidad para asistir enfermos con viruela, las autoridades eran conscientes de lo nocivo que resultaba mezclar ambos tipos de pacientes.43
Retrospectivamente, el virrey Mendinueta evaluó de forma positiva su gestión durante 1801. Consideró que sus medidas resultaron exitosas al librar a Santafé de una nueva epidemia de viruela, pero también era consciente de que dichos resultados los condujeron a él y al Cabildo a relajarse, al considerar que la amenaza ya había sido superada (Colmenares 1989b, 62). Y si bien fue cierto que Santafé se libró de una grave epidemia de viruela, no por ello dejó de presentarse un brote de dicha enfermedad, que es precisamente lo que podría explicar el aumento de la mortalidad en agosto de 1801, como se pudo observar en la figura 6.
A principios de junio de 1802 el oidor Hernández de Alba informó al virrey Mendinueta sobre el hallazgo de seis personas contagiadas de viruela, que se sumaban a los dos contagiados con la misma enfermedad internados en el Hospital San Juan de Dios. Con la esperanza de evitar la epidemia, el virrey se apersonó de la emergencia, no sin antes sortear un serio conflicto con el Cabildo. Para financiar la urgente necesidad de dotar a Santafé con hospitales, el virrey solicitó hacer uso del caudal de la renta del ramo de los Propios44 y del ramo de la Lotería,45 a lo cual el Cabildo se negó a contribuir argumentado "insuficiencia en los caudales" en el primer ramo, y a que el dinero acaudalado en el segundo ya estaba destinado para el "establecimiento de una galera o casa de recogidas". Tal desdén llevó a Mendinueta a embargar ambas rentas, dando lugar a una fuerte disputa con el Cabildo que incluso llegó a instancias del rey (Colmenares 1989b, 66-69).
Una vez logró hacerse de los recursos necesarios para financiar su política salubrista, Mendinueta ordenó el traslado inmediato de los contagiados al lazareto, siempre y cuando lo permitiera su estado de salud,46 y se solicitó a los alcaldes ordinarios, registradores y comisarios de barrio que, en compañía de médicos, recorrieran la ciudad en búsqueda de posibles contagiados ocultos.47 Las medidas ejecutadas se hallaban contenidas ya en el bando redactado a mediados de 1801,48 pero también en las Justificaciones y Precauciones puestas en circulación en junio de 1802 -probablemente redactadas en 1801-49 por el alcalde ordinario José Miguel de Rivas y por el mayor provincial José Antonio de Ugarte.
Las Justificaciones contenían las labores que debían ejecutar los comisarios de barrio, las cuales consistían en informar al Cabildo sobre los nuevos casos de viruela. En caso de dar con un contagiado debían cerciorarse de su condición, y si era necesario, conducirlo al hospital; esto solo en caso de que los granos del enfermo ya no estuvieran blancos.50 A los comisarios se les recomendaba llevar una lista de quienes fallecieran por viruela, registrando su nombre, apellido, sexo, edad y clase.51 Sobre estos funcionarios también pesaba la responsabilidad de cuidar del aseo y limpieza del barrio o cuadra que se encontrara bajo su responsabilidad.52
Las Precauciones fueron redactadas con el objetivo de aminorar los estragos de la epidemia. Constaban de diez puntos que pueden agruparse en tres grandes grupos. El primero de ellos consistía en la expulsión de los forasteros ante la urgencia de preservar los víveres indispensables para el consumo de los habitantes de Santafé.53 El segundo grupo llamaba la atención sobre la necesidad de vigilar los "pesos y medidas" para evitar las alteraciones en los precios, a la vez que almacenar la mayor cantidad de comestibles para el consumo de los enfermos. En un tercer grupo de puntos, se propuso la publicación de una guía para la práctica de la inoculación, aunque los vecinos solo podrían practicarla con autorización de los diputados y comisarios de barrio, pues las autoridades determinaron que el Hospital de Belén fuera el lugar donde se inocularía permanentemente a los vecinos.54
Otra medida destacada durante este evento epidémico fue la orden de enterrar a las víctimas de viruela en cementerios y no en las iglesias.55 Aunque por lo que revelan los registros de entierros, esta medida parece haberse cumplido en todas las parroquias de la ciudad excepto en La Catedral -lugar de residencia de la elite santafereña-, pues en los libros de esta última parroquia no se registró ningún óbito enterrado en campo santo. Podría tratarse de una especie de desigualdad ante la muerte, donde la posición social de los vecinos de La Catedral les permitió insistir en la secular tradición de enterrar a sus muertos en iglesias.
Por último, y como prueba del interés del virreinato por anticiparse a los efectos nocivos de la epidemia de viruela, se erigió, además del hospital de Belén, un hospital en la parroquia Las Nieves y otro en el sector de Las Aguas, cuyo establecimiento había sido ordenado por el mismo virrey para atender a los enfermos de viruelas naturales.56
De la vaccina a la inoculación
Conocedora del descubrimiento de Edward Jenner,57 la administración virreinal redactó una instrucción con la intención de replicar la vacuna contra la viruela en la Nueva Granada. En ella se solicitaba a las haciendas de ganado vacuno, permitieran a los comisionados Francisco Domínguez, Rafael Flórez y Ventura Borda, todos bajo la supervisión de Mutis, buscar la materia vacuna (vaccina) entre sus animales. La reflexión que hacían las autoridades neogranadinas era que si la vaccina se hallaba entre las vacas europeas, probablemente también la hallarían entre las locales:
Siendo muy probable que las vacas en este continente padezcan también las viruelas como en algunas provincias de Europa, importa mucho solicitar este precioso preservativo, dentro del reyno, para lograrlo fresco y en estado de producir sus efectos.58
La intención era inspeccionar en las haciendas de tierra caliente, templada y fría de la provincia de Santafé,59 particularmente los partidos de Fontibón, Suba, Cota, Bogotá, Serrezuela, Zipacón y Facatativá.60 Recorrieron un significativo número de haciendas durante el mes de junio de 1802,61 pero los resultados fueron decepcionantes, ya que según los informes de los comisionados, en las vacas no encontraron más que mezquinos. De ahí que Mutis decidiera escribir al virrey Mendinueta recomendando que la búsqueda de la vaccina fuera más allá de los territorios mencionados:
Las diligencias no se limiten a estos contornos, porque la humanidad exige que se hagan los mayores esfuerzos para salvar una gran parte de los habitantes del Reyno, que privada de este preservativo, queda expuesta a la fatal ruina experimentada en anteriores epidemias.62
Ante la frustración se intentó buscar la vaccina en otras latitudes del imperio. Se escribió una carta al gobernador de Cuba, a quien se solicitó que, en caso de haberse hallado la vaccina, se sirvieran de enviar "una porción considerable dividida en dos o mas partes [...] a fin de ver si se logra propagar aquí [en la Nueva Granada]".63 En caso de que tampoco contaran con ella en la isla, solicitaban enviar el pliego adjunto al cónsul neogranadino en los Estados Unidos, pues tenían noticias que aseguraban que en aquella nación ya contaban con la materia vacuna.64 Este ejercicio también resultó infructuoso.65 Sin posibilidades de replicar la vacuna, el virrey optó por abandonar la ciudad,66 situación que Mutis aprovechó para implementar la inoculación - prohibida intransigentemente por Mendinueta- a fin de controlar la expansión de la viruela (Núñez-Gómez, Sánchez-Martínez y Quevedo 2021, 9-10). Hasta ese momento había cierta reticencia a aprobarla por el abuso del que, se dice, había sido objeto este método entre la población durante la epidemia de 1782-1783.67
La inoculación se comenzó a practicar bajo ciertas reglas, y al parecer, fue acogida con entusiasmo entre la población.68 Esto no significó que entre los santa fereños hubiera ocurrido un cambio de mentalidad, de hecho, la mentalidad culpabilizadora durante los desastres naturales o las epidemias seguirán explicándose -incluso actualmente- como castigos divinos;69 implicó simplemente la aceptación de un método -que en definitiva era la aceptación de los avances de la ciencia- capaz de impedir la muerte a causa de la viruela y sus secuelas.70
En el informe presentado al Cabildo, José Ugarte y José Rivas señalan que al Hospital de Las Aguas ingresaron 463 personas de ambos sexos, al de la Tercera Orden 255 mujeres, y al de Belén -el único que estaba destinado a la aplicación de la inoculación- 96 personas. De las 814 personas que ingresaron a los tres hospitales, fallecieron un total de 112 personas: en Las Aguas 65 personas a causa de viruelas naturales, 46 personas en el de la Tercera Orden y una persona en Belén, mostrando así la eficacia de la inoculación (tabla 6).71
Fuente: "Estadísticas de hacienda para la vacunación contra la viruela", Santafé, 5 de agosto de 1803, en Archivo General de la Nación (AGN), Bogotá-Colombia, sección Colonia, fondo Miscelánea, leg. 2, f. 933v.
Balance de atención hospitalaria, epidemia de 1802
Hospital
Entraron
Curaron
Murieron
Existen
Las Aguas
463
397
65
1
Tercera Orden
255
209
46
0
Belén
96
95
1
0
Total
814
701
112
1
Conclusiones
Los datos de mortalidad recabados de los registros parroquiales de la ciudad de Santafé, permitieron medir la intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802. A pesar de tratarse del mismo patógeno, ambos eventos presentaron efectos muy diferentes sobre la dinámica de la mortalidad: según el método de Dupâquier la primera de ellas correspondió a una súper crisis demográfica, mientras que la segunda se trató de una crisis menor. Tal contraste en parte obedeció a las medidas higienistas, inspiradas en el paradigma miasmático-humoral, emprendidas tras la crisis de 1783: construcción de un cementerio, el empedramiento y continuo aseo de las calles, obras para un correcto manejo del agua, entre otras.
La fatalidad ocurrida en 1782-1783 se explica, en parte, por la reticencia que imperaba entre las autoridades y parte de la población santafereña a poner en práctica la inoculación, la cual había demostrado ser eficaz para prevenir la viruela. Solo hasta que la viruela arrasaba sin piedad con la población santafereña, y luego de recibir algunos informes que respaldaban su eficacia, a finales de enero de 1783, el virrey aprobó oficialmente la inoculación. Lamentablemente, ya era tarde para prevenir la tragedia. La orden de Caballero y Góngora de publicar el Método para curar las viruelas y unas Instrucciones para regular la inoculación, permiten suponer que parte de la población ya la practicaba sin ningún control, situación que, se insinúa en 1802, había agravado la crisis de 1783, y justifica, en parte, la reticencia de las autoridades para aprobarlo en 1802.
Esta investigación parece haber dado cuenta de que, contrario a lo que la historiografía había señalado, Santafé sí pudo haberse visto afectada por un brote de viruela en agosto de 1801 -que se extendió desde el suroccidente de la Nueva Granada- la cual parece se convirtió en endemia, dando origen al referenciado brote de 1802, y probablemente uno más en 1803. Sea que esta hipótesis resulte cierta o no, la epidemia de 1782-1783 había dejado algunas lecciones. Cuando se detectaron los primeros contagiados por viruela en 1802, se tenían listos tres hospitales dedicados a atender a los pacientes, se conformó una Junta de Sanidad y se intentó replicar la vacuna de Jenner. Este último objetivo resultó infructuoso, situación que obligó a las autoridades a implementar la inoculación, esta vez, bajo un riguroso control, pues se dispuso al Hospital de Belén para inocular a los vecinos. Todas estas medidas coadyuvaron para que la intensidad del contagio se redujera a su mínima expresión.
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