Sebastián Vargas-Álvarez. Atacar las estatuas. Vandalismo y protesta social en América Latina. Bogotá: Fundación Publicaciones La Sorda, 2021, 158 pp.
La propuesta del historiador Sebastián Vargas Álvarez en este ensayo sobre las estatuas es deconstruir la idea de monumento a partir de las categorías de vandalismo e iconoclasia. En ese sentido, en la primera parte del libro, el autor hace una genealogía de los conceptos que lo sustentan y asegura sobre el vandalismo que, aunque la Revolución francesa se considera como el periodo fundacional de este tipo de acciones, fue en el saqueo al Imperio romano, por parte de la banda germánica de los vándalos (455 d. C.), cuando se acuñó y se entendió el vandalismo como el lado negativo de la barbarie y la civilización, de la conservación y de la destrucción, etc. Sobre la iconoclasta o iconoclasia, Vargas anota que es "un concepto a la vez cercano y diferente al de vandalismo" (p. 30). Dice que su uso se remonta al Imperio bizantino, cuando se destruyeron las imágenes religiosas y que, con el transcurso del tiempo, pasó de referirse a la destrucción de las imágenes, al ataque de obras de arte visual en general.
En la segunda parte del texto, el historiador muestra que los detractores del vandalismo y la iconoclasia las han definido como atentados al patrimonio histórico. La muestra de estas acciones entendidas como ataques se han dado en tres momentos. El primero, fue el de los movimientos feministas al monumento de la Independencia -conocido como "el Ángel"- en Ciudad de México en 2019. El segundo, fue la destrucción de las estatuas de la colonización española y militar, durante "el estallido social" en Chile entre 2019 y 2020. Y el tercero, es el juicio histórico y simbólico -con el consecuente derribo- de la estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar (1480-1551), en el morro de Tulcán, Popayán (Colombia), por parte de los indígenas Misak Nunak-Chak y el Movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente (AISO) en 2020. Sin embargo, Vargas Álvarez resalta que estos actos "destructivos" respondieron más que a un mero revanchismo espontáneo y coyuntural, a unas reivindicaciones sociales e históricas de largo aliento. En México, por ejemplo, a reclamos feministas puntuales; en Chile, a la histórica mala distribución de la tierra y a la contaminación de los territorios indígenas en un Estado neoliberal, que inadecuadamente respondió a las exigencias de una sociedad heterogénea; y en Colombia, a los reclamos históricos por el saqueo de los territorios indígenas en una sociedad que desde la colonia ha insaturado lógicas racistas y excluyentes.
En la tercera parte del libro, Vargas Álvarez se sitúa en un punto intermedio entre los argumentos de los manifestantes y de sus detractores, para identificar cuatro puntos de convergencia entre unos y otros. El primero, es el abuso de poder policial. El segundo, son las manifestaciones sociales como efecto de las violencias estructurales de larga duración, heredadas de los regímenes imperiales coloniales que se manifiestan en desigualdades sociales presentes. El tercero, es el uso de las redes sociales como apoyo estratégico de los manifestantes. Y el último, son los debates generados en los medios de comunicación, en los cuales se reunieron periodistas, políticos, restauradores y, en menor medida, historiadores a analizar las protestas sociales y los ataques a los monumentos.
Sin embargo, para el mismo Vargas Álvarez, estos son insuficientes para un análisis profundo sobre el vandalismo. El historiador advierte que hay riesgos en asumir al asumir esta posición, por ejemplo, caer en anacronismos, al juzgar a los personajes o los hechos del pasado a partir de valores actuales; o que el vandalismo sea deslegitimado por diversos actores sociales; o que el vandalismo erradique la materialidad del monumento. En ese sentido, si se corren esos peligros, ¿por qué hablar del vandalismo? o mejor ¿por qué no seguir condenándolos bajo la denominación de "atentados" al patrimonio histórico? Más que un llamado a la deconstrucción de las estatuas, este historiador invita a distanciarse de las animosidades, del presentismo mediático y de las formas tradicionales de la Historia para hacer Historia pública y entender el vandalismo en el contexto justo de los reclamos sociales. Por eso, en Atacar las Estatuas, la historia pública se define como aquella que:
Se interesa por investigar el pasado para -y en conjunto con- públicos amplios y heterogéneos, con el fin de alcanzar audiencias e interlocutores más allá de los tradicionales pares académicos de las universidades y centros de investigación, lo cual implica una reflexión teórica sobre el oficio del historiador, la innovación de metodologías y herramientas de investigación y el uso de diferente formatos, lenguajes y estrategias narrativas.1
Así pues, la Historia pública se enfoca en la elaboración de una memoria que involucra las tensiones y distensiones propias de un debate. También invita a "desacralizar" los monumentos y las Historias oficiales que, construidas en narrativas hegemónicas, han olvidado y subalternizado las otras historias de la gente, como la de las minorías étnicas en América Latina.
Ahora bien, aunque en Atacar las Estatuas se deconstruye el vandalismo y se estimula a los académicos sociales a pensar con el público, hay puntos dejados al azar, que no son del todo claros. Al respecto nos surgen dos preguntas. La primera es si la historia pública se liga exclusivamente a un análisis iconográfico o puede insertarse en otros temas de estudio. Esta es una inquietud metodológica que puede fortalecer el debate de la Historia pública y su significado en los contextos sociales latinoamericanos y, en general, en la manera en que se relaciona la Historia con otras disciplinas sociales en la actualidad.
La segunda pregunta es que sabiendo que hay un lenguaje cotidiano -común a las personas- y otro especializado, utilizado en diferentes ciencias y profesiones. ¿Cuáles son las tensiones entre el lenguaje común y la historia pública? ¿cuál se utilizará para interactuar con el público en general? Este es un interrogante a cuya respuesta pueden contribuir disciplinas como la lingüística y la comunicación social. Por lo demás, la apuesta que presenta este nuevo trabajo de Sebastián Vargas es interesante para resignificar el vandalismo en su justa proporción, sacándolo de toda suerte de presentismo superficial y de la inmediatez ajena a la crítica. Así, este estudio se suma a la historiografía de la memoria e, indirectamente, a los trabajos de los movimientos sociales de México, Chile y Colombia.