Uribe, Ángela. De la literatura, cinco obras para la filosofía. Colección Biblioteca Abierta. Universidad Nacional de Colombia / Facultad de Ciencias Humanas / Centro Editorial, 2022. 130 pp.
¿Qué hay de filosófico en lo literario? ¿Qué de literario hay en lo filosófico? Muchos de los estudios actuales en torno a estas y otras preguntas sugieren que la relación entre filosofía y literatura se resuelve, en algunos casos, en favor de la literatura; en otros, en favor de la filosofía. También hay quienes sugieren encuentros armoniosos entre filosofía y literatura, y quienes consideran que estos encuentros tienen un carácter moralizante o educativo. No obstante, otra manera de explorar esta relación nos la ofrece Ángela Uribe en su libro De la literatura, cinco obras para la filosofía. En él, Uribe busca “intervenir” en distintas obras literarias para “explicar desde afuera de lo que nos es contado, aquello que le sucede a un grupo de personajes de la literatura” (13). Estos sucesos están íntimamente relacionados con conceptos que a lo largo de la historia han sido objeto de análisis de la tradición fenomenológica: el tiempo, la empatía, el olvido, el sentido y, transversal a todo el trabajo de la autora, el concepto de mundo. Este libro busca, pues, traer a la filosofía esos episodios con el propósito de llevar a cabo descripciones detalladas de los conceptos que en ellos se acogen.
El trabajo de Uribe en este libro parte de una actitud escéptica y, junto con ella, de una advertencia con respecto a aquello que la relación entre filosofía y literatura no puede ofrecernos: “[En esta relación] no es posible dar una respuesta de orden general a la pregunta acerca de qué podría convertirnos en gentes decentes” (12). Con esta advertencia, Uribe se distancia de muchas corrientes filosóficas que han optado por ver en las obras literarias una manera de hacernos individuos moralmente mejores o, en un sentido muy anclado, de “cultivar nuestra capacidad empática” (ibd.). Del mismo modo, Uribe tampoco busca proferir algún juicio sobre el valor de las obras escogidas para la filosofía, la historia, la literatura o la vida misma. El propósito de la autora consiste más bien en explorar la relación entre filosofía y literatura a partir de un análisis de orden conceptual.
Para llevar a cabo este análisis, Uribe se sirve, en gran medida, de la tradición fenomenológica. A su modo de ver, lo que la fenomenología puede decirnos sobre el concepto de mundo y de cómo este concepto está estrechamente relacionado con los demás (tiempo, empatía, olvido, sentido) es mucho más rico y profundo de lo que otras tradiciones, al menos hasta donde las conocemos, pueden decirnos. A excepción de El Condor, cada uno de los personajes analizados por la autora (el Narciso de Ovidio, Emma Reyes de Emma Reyes, Austerlitz de W. G. Sebald y Juan Preciado de Juan Rulfo) se sitúan siempre en el lugar de la primera persona. De acuerdo con esto, Uribe se inclina por llevar a cabo su análisis siguiendo una tradición filosófica que examina la forma como el mundo se manifiesta en la conciencia de estos personajes y que nos brinda una explicación de la pregunta sobre cómo esta conciencia es capaz de atribuir sentido a eso que le es manifestado. De allí que, en palabras de la autora, la fenomenología, “antes que otras tradiciones de la filosofía occidental, dé por sentada la relación entre la filosofía y la literatura; no la ponga en discusión y no se vea conminada a justificarla” (14). Por sí misma, la explicación del sentido de los conceptos tratados a través de los episodios de la vida de los personajes seleccionados plantea ya un vínculo entre el oficio filosófico y el literario.
De la literatura, cinco obras para la filosofía está dividido en cinco capítulos, cada uno de los cuales se centra en un personaje de la literatura. El primero de ellos es el Narciso de Ovidio. A partir de lo que Ovidio nos cuenta sobre algunos elementos de la historia de este personaje, Uribe se propone delimitar el sentido que Edmund Husserl da al concepto de empatía. Con base en esto, son dos los propósitos que guían el trabajo de la autora a lo largo de este capítulo: i) mostrar con precisión la estrecha relación de dependencia que Husserl propone entre la experiencia de la empatía y la experiencia de tener ante sí la imagen especular del propio cuerpo, y ii) proponer un sentido para las palabras con las que, al comienzo del relato de Ovidio, el adivino responde a la madre de Narciso cuando esta le pregunta sobre si su hijo habría de ver la senectud: solo si no llega a conocerse (cf. 22). En cada uno de estos propósitos vemos con claridad cómo tiene lugar la experiencia de la empatía y de qué modo esta experiencia es discontinua respecto al modo de operar de la conciencia de Narciso. Aquí –cabe resaltar– el sentido del concepto de empatía se aparta de la concepción, hoy muy ampliamente acogida, según la cual ella es una determinada manera de “ponernos en el lugar de los demás”, y nos muestra cómo la empatía es, antes que nada, una experiencia de tener ante sí a otro en “carne y hueso”.
El segundo capítulo se centra en el personaje de Emma Reyes. A partir de una serie de veintitrés cartas escritas por Reyes, compiladas en el libro Memoria por correspondencia, Uribe se propone explicar el sentido de lo que han sido algunos de los episodios de la vida de Reyes y de la de su hermana, Helena, durante los diez años en los que estuvieron encerradas entre las paredes de un convento de monjas. De acuerdo con los relatos ofrecidos por Reyes, Uribe intenta, en un primer momento, responder a la pregunta que explica “la disposición de las monjas para relacionarse con Emma Reyes y su hermana como hijas del pecado” (45). Para responder a esta pregunta, la autora se sirve del término, acuñado por Maxine Sheets-Johnstone, “ideologías de la inmortalidad”. Con él, Uribe quiere profundizar en el sentido del aislamiento doloroso al que fueron obligadas a vivir las hermanas Reyes bajo el pretendido amparo de las monjas (cf. 44). El término en cuestión le permite a Uribe, en un segundo momento, señalar aspectos relacionados con la manera como en ese convento se produjo para Emma Reyes una fragmentación dolorosa entre las palabras y su propia experiencia del mundo. De acuerdo con esto, las explicaciones de Uribe conducen finalmente al término de empatía, tal como es usado en la tradición fenomenológica, para mostrar cómo “ella puede llegar a ser empobrecida hasta el punto de que las particularidades de la experiencia de los demás sean percibidas de un modo apenas marginal” (45)
El tercer capítulo está dedicado al personaje de Austerlitz, de W.G. Sebald. Las conversaciones entre Austerlitz y el narrador de la novela (que lleva por título el nombre del protagonista) sorprenden al lector por dos notables fenómenos en la vida del primero: i) “su asombrosa capacidad […] para recordar con detenida precisión los detalles aparentemente menos significativos de todo cuanto se relaciona con la historia de la arquitectura y los sistemas ferroviarios de varias de las ciudades europeas por las que él camina” (62) y, sin embargo, ii) la “atormentada dificultad de este último para recordar los hechos más significativos de su historia personal lejana” (ibd.). El trabajo de Uribe en este capítulo consiste en demostrar, a partir de la disarmónica relación que Austerlitz establece entre los lugares que despiertan su atención y su propia experiencia pasada, de qué manera opera el tiempo en su conciencia. Para cumplir con este trabajo, Uribe se sirve de la distinción propuesta por Merleau-Ponty entre el tiempo, “tal como este es concebido por la conciencia tética y por lo tanto teorética –el tiempo como un dato– y aquello que el autor llama el fenómeno del tiempo” (65). La distinción así planteada nos permite entender por qué, a lo largo de la novela, Austerlitz se resiste a concebir la idea del tiempo como algo que pasa. La respuesta a esta pregunta, según plantea Uribe, nos conduce a pensar en el lugar que tiene la experiencia del dolor en la forma como Austerlitz se relaciona con su propia temporalidad. Lo anterior implica, para la autora, “fortalecer el vínculo entre las innumerables huellas de dolor en las ciudades europeas recorridas por Austerlitz y la idea según la cual la realidad del tiempo no es ni tética ni teorética” (75). De allí que, finalmente, Uribe indague por el sentido de este vínculo a partir de la pregunta sobre qué significa, para Austerlitz, olvidar.
El cuarto capítulo corresponde al análisis de ciertos episodios de la vida de León María Lozano, personaje que encarna a un reconocido paramilitar colombiano en la novela Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazabal. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, orador y político del liberalismo, tuvo hondas y desastrosas repercusiones políticas y sociales en Colombia. El día de su asesinato, León María Lozano, un modesto vendedor de quesos lideró a un grupo de apenas tres hombres para detener a una horda de liberales borrachos que aparentemente iba a masacrar a un grupo de católicos en venganza por la muerte de Gaitán. Ese día León María pasó a convertirse en el símbolo de uno de los periodos más sangrientos de la historia política del país. Las acciones perpetradas por él durante este periodo son el centro de atención de los argumentos que Uribe desarrollará a lo largo del capítulo. De acuerdo con esto, más que examinar a este personaje desde la perspectiva de la primera persona, que es el punto de vista desde el cual trabaja la fenomenología, el trabajo de la autora tiene por objeto hacer un examen del personaje desde el lugar de la tercera persona: “lo más relevante de lo que nos es contado en la novela de Álvarez Gardeazábal no es tanto lo que él vive, sino de qué manera la forma en que actúa tiene consecuencias sobre otros” (14, énfasis agregado). Así, el interés de Uribe por las acciones de este personaje se vincula con aquello que Günther Anders denominó “desnivel prometeico”. Según Anders, este término remite a una desproporción entre nuestras capacidades humanas: “la capacidad productiva, la capacidad de imaginar y la capacidad de sentir algo respecto de lo que producimos” (cit. en Uribe 70). A la luz de este término, Uribe quiere mostrar cómo la serie de matanzas producidas por León María se perpetraron de tal modo que este individuo suprimía de sí mismo toda posibilidad de imaginar y sentir desde el punto de vista de sus víctimas. En palabras de la autora:
[a] León María no se le vio nunca preocupado por indagar por el sentido que podrían llegar a tener para sus víctimas las masacres que ordenaba. Es decir, estuvo siempre marginado de la capacidad de formarse a sí mismo una imagen de lo que podría haber sido la experiencia del horror provocado por él. (85)
Ahora bien, el modus operandi de El Cóndor lleva a Uribe a explicar, a través del término “ideología”, tal como es concebido por Hannah Arendt, no solo el entorno político que rodeó la vida de León María Lozano, sino a él mismo. Las conclusiones de lo que allí explica Uribe nos permiten ver cómo este personaje, aferrado ciegamente a un determinado sistema de valores, nunca se preocupó por responder a preguntas relativas al conjunto de premisas inherentes a ese sistema. Vemos, así, que esta falta de preocupación está muy relacionada con el radical desencuentro que, a la luz del término acuñado por Anders, existe entre nuestras capacidades. Para terminar con su trabajo en este capítulo, Uribe se propone mostrar cómo el caso de León María nos lleva a pensar, en contra de lo que arguye Anders, que el desnivel prometeico no necesariamente se explica por referencia a un determinado contexto histórico.
Finalmente, el quinto capítulo está dedicado al personaje Juan Preciado, de Juan Rulfo. Juan Preciado, quien le prometió a su madre en su lecho de muerte que buscaría a su padre, Pedro Páramo, para reclamarle lo que en su momento no les dio, emprende un camino hacía Comala, pueblo en el que él espera, en principio, encontrar a su padre. La particularidad de esta novela reside en el hecho de que aquel lugar, según nos cuenta Rulfo, está muerto, y que incluso Preciado, quien hace las veces de narrador, también lo está. De acuerdo con esta descripción, en este capítulo Uribe se propone, justamente, indagar por el sentido de lo que en la novela significa “estar muerto”. Para cumplir con este propósito, la autora ahonda en la relación, propuesta por Husserl, entre los conceptos mundo, horizonte y sentido. Esta relación da luces para entender por qué para Preciado, a lo largo de la novela, “nada llega a tener la característica de nada porque no hay algo que le suceda a él” (121). Con estas palabras, Uribe quiere mostrar, además, en qué medida Rulfo se refiere a su novela como una novela negativa, y por qué ella le ofrece a la filosofía algo sobre lo que la filosofía difícilmente puede hablar: la experiencia de estar muerto. De acuerdo con lo que Husserl nos dice sobre el mundo, el horizonte y el sentido, Uribe espera, finalmente, justificar el valor filosófico que tienen las descripciones que hace Juan Rulfo en Pedro Páramo de un pueblo muerto.
Este libro es, sin duda, una valiosa aproximación a nuevas formas de explorar la relación entre filosofía y literatura. La manera como se analiza cada uno de los episodios nos lleva a pensar que la literatura no necesariamente predispone a sus lectores a otorgar un valor o enseñanza moral a sus vidas. Nos muestra, en cambio, cómo la riqueza conceptual de la filosofía puede decirnos algo acerca de lo que el mundo y, con este, el tiempo, la empatía, el sentido y el olvido representan para la manera de vivir de cada uno de los personajes examinados. Se trata, pues, de una manera de relacionar el abanico conceptual de la filosofía con un aspecto con el que históricamente no ha sido muy amable: la vida de un individuo. Y qué mejor manera de buscar esta relación que en la literatura, allí donde la generalidad anhelada de muchas teorías filosóficas pierde protagonismo y tenemos la posibilidad de habitar historias en las que podemos vernos representados o con las que nos sentimos cercanos.