El sentimiento de muerte como límite existencial en la obra
de E.M. Cioran
The Sentiment of Death
as an Existential Limit in the Work of E.M. Cioran
Alexander
Aldana-Piñeros
Universidad
Católica de Colombia - Bogotá - Colombia
Edgar-Javier
Garzón-Pascagaza
Universidad Católica de Colombia - Bogotá – Colombia
RESUMEN
Se aborda el pensamiento de E.M. Cioran
desde la perspectiva de un sinsabor vital denominado sentimiento de muerte. El
término, aunque aparece solo en su primer escrito, es transversal a toda su
obra, puesto que para el autor los seres humanos nos intuimos como posesos de
la muerte en cada momento de nuestra existencia. Esto cambia el tono normal de
la vida, al poner frente a la persona una realidad carente de sentido y
dominada por circunstancias radicales y limitantes como el dolor y la agonía,
que culmina en una atmósfera gobernada por la intuición trágica de la vida.
Palabras clave: E.M. Cioran,
agonía, muerte, vida.
ABSTRACT
The article
addresses the thought of E.M. Cioran from the
perspective of that vital uneasiness known as the sentiment of death. Although
the term appears only in his first book, the idea cuts across his entire work
given that, for Cioran, human beings intuit
themselves as possessed by death at every moment of their lives. When persons
are faced with a meaningless reality, dominated by radical and limiting
circumstances such as pain and agony, the whole tenor of life changes until it
becomes a tragic intuition of life.
Keywords:
E.M. Cioran, agony, death, life.
A
mi abuela, quien ha cumplido su compromiso con la muerte.
Introducción
Los que de verdad filosofan […] se ejercitan en morir
Platón,
Fedón, 67e
En el interesante trabajo del profesor Philippe Ariès, llamado Morir en Occidente. Desde la Edad Media
hasta nuestros días, aparece una idea capital que ha ayudado a fortalecer la
inspiración de las presentes reflexiones; tal idea puede expresarse en la
siguiente formulación: nos hemos desacostumbrado a la muerte, tanto los
individuos como las sociedades actuales parecen desconocer o separarse de la
muerte que encarnan. El tema es demarcado así:
La actitud antigua, donde la muerte es, al mismo tiempo,
familiar, cercana y atenuada, indiferente, se opone demasiado a la nuestra,
donde da miedo, al punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su nombre. Por
eso llamaré aquí a esa muerte familiar la muerte domesticada. No quiero decir
con esto que antes la muerte era salvaje, ya que dejó de serlo. Por el
contrario, quiero decir que hoy se ha vuelto salvaje. (Ariès
28)
¿Qué significaría, propiamente, tal salvajismo en la
percepción de la muerte en nuestros días? Esta consideración parte de
concebirla como un aspecto separado de la vida, asumiéndola como su negación,
su contrario, impulsados por circunstancias contextuales que animan tal
escisión. Pertenecemos a una época de confort y adelanto de los procesos
técnico-científicos en el campo médico que mejoran la calidad y amplían la
cantidad de vida, aspectos que permiten ver la muerte como una irrupción, como
interrupción violenta –siempre prematura e injusta– de la existencia. Tal
percepción es compartida por Ariès, quien la expone
de la siguiente forma:
Hoy en día, nosotros no relacionamos nuestro fracaso vital
con nuestra mortalidad humana. La certidumbre de la muerte, la
fragilidad de nuestra vida son ajenas a nuestro pesimismo existencial.
Por el contrario, el hombre de fines de la Edad Media tenía una conciencia muy
aguda de que era un muerto en suspenso; que el plazo era corto y que la muerte,
siempre presente en el interior de sí mismo, quebraba sus ambiciones y
envenenaba sus placeres. Y ese hombre tenía una pasión por la vida que hoy nos
cuesta trabajo comprender, acaso porque la nuestra se ha vuelto más larga.
(46-47)
Independientemente de establecer las causas individuales o
sociales de la angustia por la existencia en nuestros días, debemos remarcar
que es ese desplazamiento al exterior lo que resulta injusto, pues la muerte se
impone como el acontecimiento definitivo en la existencia; como lo señala Todd
May, la muerte “tiene la capacidad, de una forma que no tiene ningún otro
hecho, de absorber a todos los demás, de imponerse a los demás aspectos de
nuestra vida” (15). Sin embargo, nos hemos separado de la intención de
enfrentar nuestra propia vida mediante el sentimiento trágico que nace de esta
misma existencia, irremediablemente signada con el germen y la dirección de la
muerte. Es este sentimiento el que, precisamente, quiere acentuar el pensador
rumano Emil Cioran bajo la enunciación más escueta,
pero profunda, de sentimiento de muerte.
Tal sentimiento, debe aclararse desde ahora, no está
asociado necesariamente con el hecho mismo de la muerte, el deceso de las
funciones corporales y la desaparición del individuo en el tiempo, pues nos es imposible
conocer algo del fenómeno individual de la muerte en tanto vivimos. Además,
porque de la muerte no tenemos experiencia sensible o imagen, ni representación
ni concepto. Como lo hace notar Comte-Sponville:
[…] no hay nada qué pensar. ¿Qué es? No lo sabemos. No lo
podemos saber. Este misterio definitivo llena de misterio nuestra vida, como un
camino cuyo destino desconocemos [...], aunque no sabemos qué hay detrás [...],
ni siquiera sabemos si hay algo. (Comte-Sponville
2013 165)
El sentimiento de muerte tampoco debe ligarse estrictamente
a los fenómenos fúnebres con los cuales nos encontramos cotidianamente, sino
que tal sentimiento se manifiesta al intuir la muerte que representa cada uno
de nosotros, la muerte que somos. Lo que significa, por el momento, en términos
generales, que: “la muerte está siempre con nosotros. Nos ronda. Nos acompaña
en todo momento. Nunca estamos lejos de ella, porque es inevitable que ocurra y
no podemos controlar el momento en que lo hará” (May 51).1
Así las cosas, las maneras más intensas de sentir la muerte
–de hecho las únicas de las que disponemos como
vivientes– son la experiencia de la muerte del otro y la del morir en uno
mismo. Por esta última tendencia ha de inclinarse la reflexión de Cioran. Al respecto vale subrayar el siguiente apartado:
En Los tres muertos de Tolstoi, un viejo postillón agoniza
en la cocina del albergue, cerca de la gran estufa de ladrillos. Él sabe.
Cuando una criada le pregunta amablemente qué le pasa, él responde: “La muerte
está ahí, eso es lo que pasa”. (Ariès 22)
Lo interesante de la referencia es la posibilidad de
reconocer que ese ahí no es una determinación locativa externa, fuera de uno
mismo, sino dentro, en lo más íntimo y esencial de persona; la muerte es lo que
más somos…
Una significativa situación, comentada por el historiador
francés, que proviene de la Edad Media, siglos xii a xv, nos enfrenta a la
concepción inicial de Cioran en torno a la muerte en
nuestra época. Primero, veamos la idea de Ariès,
cuando señala que en estos siglos se suscitó:
[...] una reconciliación entre tres categorías de
representación mental: la de la muerte, la del conocimiento de cada uno de su
propia biografía y la del apego apasionado a las cosas y los seres que se
poseyeron en vida. La muerte se convirtió en el sitio donde el hombre adquirió
mayor conciencia de sí mismo. (47)
La muerte no era algo externo y ajeno, sino el espectro por
el cual se podía descubrir la propia individualidad; del mismo modo que el
héroe trágico de la antigüedad grecorromana podía reconocerse en el hecho de su
muerte constante, se reconocía la persona en su constante mortalidad. Como bien
lo señala Cioran:
Hacia el final de la Edad Media abundaban los escritos
anónimos titulados “El arte de morir”, que alcanzaron un éxito extraordinario.
Semejante tema, ¿puede aún conmover a alguien hoy? Nadie prepara ya su muerte,
nadie la cultiva, de ahí que se escabulla en el mismo momento en que nos
arrebata. Los antiguos sabían morir. Elevarse por encima de la muerte fue el
ideal constante de su sabiduría. Para nosotros, la muerte es una sorpresa
horrible. La Edad Media conoció el sentimiento de la muerte con una intensidad
única. Pero supo, con un arte especial, incorporarlo al tejido íntimo del ser.
Nadie intentaba hacer trampas con ella. Lo que nosotros, por nuestra parte,
quisiéramos es morir sin el hecho de la muerte. (2008 38-39)
Frente a esto último se orienta la consideración del
sentimiento de muerte del rumano. Lo que, al estar revestido de una visión
trágica de la existencia, nos lleva a decir del pensamiento de Cioran –idea extensible a la existencia misma– lo que se
decía a propósito de la obra de Jankélévitch: “Aunque
tal vez fuera más exacto definir su filosofía en los términos unamunianos […].
Pues hay mucho Del sentimiento trágico de la vida en La muerte” (9). En este
sentido vale la pena recordar que la tragedia –ya sea como género literario,
categoría estética o talante vital– recalca la connaturalidad
o positividad del sufrimiento en la existencia humana y, en especial, su
inexorabilidad. Aspectos que trazan el curso de una doble limitación: primero,
en la disgregación de las fuerzas que mantienen al ser humano unido a una
percepción alegre, desenfadada y optimista de la vida, y segundo, como una
tensión interna que se manifiesta en el reconocimiento de nuestra constante
muerte; lo que constituye
[…] otra prueba de su doble realidad, de su carácter
equívoco, de la paradoja inherente a la manera en que la experimentamos, que se
nos presenta juntamente como situación-límite y como dato directo. Corremos
hacia ella y, sin embargo, ya estamos en ella. (Cioran
2002 239)
Este descubrimiento llena la existencia de inanidad y sentimientos
de pesadumbre.
El sentimiento de muerte como límite existencial
Pues todo lo que es capital tiene algo que ver con la
muerte.
Cioran,
En las cimas de la desesperación, 100
Para comenzar a dilucidar el sentimiento de la muerte es
menester señalar el lugar de su aparición; nos referimos a su ubicación
biográfica, la que, en el caso de Cioran, se
trasformaría prontamente en bibliográfica, en literaria. De ese modo, la
intuición de la muerte en forma de sentimiento, presente en cada respiro,
aparece en la primera y juvenil obra de Cioran, En
las cimas de la desesperación, publicada en 1934, de la cual nos refiere:
“Escrito el 8 de abril de 1933, el día en que cumplo veintidós años.
Experimento una extraña sensación al pensar que soy, a mi edad, un especialista
de la muerte” (32). Si bien es en esta obra donde dedica más páginas al tema,
debe aclararse que nunca abandona estas reflexiones en el conjunto de su
creación filosófico-literaria, sino que tales reflexiones aparecen de manera
mixta, unas veces tácita y otras expresa, pero siempre permeando el espacio de
sus ideas.
Como vemos, encontrar a este joven especializado en la
muerte nos lleva directamente a, por lo menos, tres consideraciones: a) Cioran se entregaba con asiduidad a la reflexión acerca de
la muerte; b) el acento de tal descripción recae en la experiencia de sentir la
muerte; c) finalmente, su experticia sobre la muerte se debe a un ejercicio
híbrido entre conocimiento y experimentación sentimental, derrotero que es
seguido por el rumano, si consideramos lo que él mismo nos señala: “Solo se
comprende la muerte si se siente la vida como una agonía prolongada, en la cual
la vida y la muerte se hallan mezcladas” (Cioran 2009
44).
¿Nos es dado comprender y sentir la muerte?, ¿puede la
muerte ser develada en la experiencia personal, palpada mientras aún se vive?,
¿pueden su marcha y su influjo sentirse? Nos inquirimos, también, como lo hace
Todd May: “¿Podemos alejarnos lo suficiente de la perspectiva de nuestras
propias vidas para considerar las cosas desde la perspectiva de la muerte?”
(41). Para tratar de prefigurar una respuesta debemos, primero, concretar los
términos, recordando que considerar algo desde la perspectiva de la muerte es
imposible, pues estamos vivos y, una vez muertos no podremos considerar algo,
ya que no somos. Además, debemos seguir la exhortación del pensador de Rasinari, cuando señala el problema de la ininteligibilidad
de la muerte:
Quien pretende tener una idea precisa sobre la muerte prueba
que carece de una sensibilidad profunda a ella, a pesar de que la lleve en sí
mismo. Porque todo ser humano lleva en su interior no solo su propia vida, sino
asimismo su propia muerte. (Cioran 2009 75)
Con esta aparente paradoja, no solo podemos comprender la
vida y la muerte como un fenómeno simultáneo: un juego, una danza donde están
continuamente entrelazadas. Además, queda en evidencia la dificultad de
establecer representaciones, conceptos o ideas definidas de un fenómeno que, si
bien nos constituye, nos resulta inaccesible, misterioso, y se convierte en el
límite mayor de nuestras potencias cognitivas y vitales. Es pertinente anotar
la bien conocida idea, comentada por otro filósofo francés, que nos recuerda
algo de ese horizonte clásico cada vez más lejano:
La muerte, queda bastante claro, solo es un problema para
los vivos. Epicuro llegaba a la conclusión de que no lo era para nadie: ni para
los vivos, puesto que no existe mientras viven, ni para los muertos, puesto que
ya no están. Era pensar la muerte como la nada en sentido estricto… pero esto
no nos ha bastado nunca para curarnos de la angustia que la muerte nos inspira
[...]. La nada solo es un remedio para los muertos; no para nosotros, que
vivimos. (Comte-Sponville 2007 145-146)
Al haber entendido esto, podemos desarrollar diversas
consideraciones en torno al sentimiento de muerte, si empezamos a dilucidarlo
como una reacción espiritual muy próxima a la intuición –aunque reconocemos el
uso dispar del término por parte de la tradición filosófica–. Resulta
perentorio acotar brevemente que entendemos intuición como:
[...] aquello que resulta más próximo, más íntimo a nuestro
cuerpo, a nuestra conciencia; como un sentimiento ininterrumpido y expandible
que domina el espíritu poco a poco; no como aquello que se sabe, sino que se
presiente, pero que ilumina –o ensombrece– todo. Una especie de conocimiento
dado en el interior de la persona, que se tiene casi como autoevidente y que no
necesita de más constatación que su aparecimiento en un mundo que no hace nada
para desmentirlo. (Aldana-Piñeros 2014a 68)
Esta intuición significa, entre otras cosas, sentir el
progreso de la muerte avanzando en nosotros sin poder alejarnos de esta
percepción y, al mismo tiempo, permite observar su correspondencia con el
talante del fenómeno abordado: la afección ininterrumpida de la muerte
susurrándonos al oído su presencia desde lo más profundo del alma. Ahora bien,
el lector familiarizado con el pensamiento de Cioran
sabrá que existen en las distintas obras del rumano otras instancias intuitivas
en las que se hace un énfasis mayor, como las intuiciones existenciales de la
vacuidad, absurdidad de la vida2 o la temporalidad; sin embargo, al considerar el
sentimiento de muerte como una intuición, tales instancias pueden coligarse o,
al menos, comprenderse dentro de un mismo horizonte de significación, dado que
el ambiente de desaliento del que provienen es el mismo. La diferencia que se
intenta mostrar aquí se concentra en las posibilidades –o imposibilidades–
vitales que se desprenden de colocar el acento en el sentimiento de muerte.
Una vez que hemos concretado la relación indeleble existente
entre el sentimiento de muerte y la intuición del morir en nosotros, o del
estado de constante fenecer que encarnamos, es menester hallar el momento de
aparición o irrupción existencial, concretamente, en la interioridad del
individuo, del mismo modo que se hizo antes biográfica y literariamente. Este
momento obedece a la amplitud del deseo de proyectar la significación de tal
sentir a la región existencial humana, al lugar de nuestras penurias;
referidas, concretamente, a los aspectos vitales que existen bajo la única
condición de estar encarnado, es decir, ser un individuo y, por tanto, padecer
la corruptibilidad ligada a la materialidad y la temporalidad; de ser una
persona reconocida en su limitación, que se expresa a través de su
reconocimiento de la muerte. Para esto debemos intentar situar un posible
comienzo de tal sensación:
¿Conocéis esa sensación atroz de fundirse, de perder todo
vigor para fluir como un arroyo, de sentir que nuestro ser se anula en una
extraña licuación como si se hallase vacío de toda sustancia? No estoy hablando
de una sensación vaga e indeterminada, sino de una sensación precisa y dolorosa
[...], se trata de un agotamiento que nos consume y nos destruye. Ningún
esfuerzo, ninguna esperanza, ninguna ilusión pueden seducirnos ya cuando lo
padecemos. Permanecemos estupefactos ante nuestra propia catástrofe, [lo que]
significa alcanzar el límite negativo de la vida, la temperatura extrema que
aniquilará nuestra última ilusión. (Cioran 2009 33)
De tal modo, podemos postular dos formas generales en cuanto
al sentimiento de la muerte. En primer lugar, tenemos que el ser humano padece
la tragedia de vivir en un mundo que no comprende, que le viene dado sin razón,
y en el cual siempre está siendo en la forma de la menesterosidad y la
carencia; un animal errante e incompleto en espera de un fin: la muerte,
instancia definitiva pero alejada de su comprensión. Sin embargo, en un segundo
momento, resulta que, de forma contraria al fenómeno de la muerte, su proceso
en nosotros sí es inteligible, más bien, intuible,
según se ha mostrado anteriormente, bajo la significación de sentimiento de muerte.
Hay en esta forma de sentir el curso de la muerte en primera
persona, algunas ideas interesantes –si bien demoledoras–, que han sido tomadas
de la cita de Cioran anotada inmediatamente antes. La
primera de ellas nos viene dada por el mismo rumano, cuando reflexiona acerca
del estado de reconocimiento del sentimiento de muerte por parte de algunas
personas, en el aspecto de su corrupción, de su aniquilamiento: “una vez que
han descubierto por experiencia el agente de su destrucción, le consagraban todos
sus pensamientos, de tal suerte que la muerte, en lugar de ser para ellos un
problema impersonal, era su realidad, su muerte” (Cioran
2002 235).
Esta toma de conciencia sigue el camino de la anulación o
pérdida de una noción de sustancia personal, faceta del sentimiento de muerte
que nos comunica con las intuiciones de vacuidad, inanidad, carencia de ser o
fundamento de la vida misma, y de todo ente que esta contenga. Es fácilmente
observable que la reflexión sobre la muerte posee, como uno de sus atributos
iniciales, el arrasar las certezas culturales e individuales sobre el sentido
de la existencia.
Al respecto de tal anulación o pérdida de sustento de la
existencia a causa del sentimiento de muerte, también comenta Jankélévitch: “es un vacío que se abre bruscamente en plena
continuación del ser; el existente, vuelto de repente invisible como por efecto
de una prodigiosa ocultación, se abisma en un abrir y cerrar de ojos en la
trampa del no-ser” (19).
Lo verdaderamente interesante es analizar si esta ocultación
es en realidad una trampa del no-ser, o mejor, argucia que nos engaña y nos
conduce equivocadamente al no-ser, como pareciera inferir el musicólogo y
filósofo francés. Si algo claro tiene el sentimiento de muerte es que se
muestra como un estado psicológico, emotivo y gnoseológico permanente, que se
cuela por cada grieta de la vida de una persona; porque la vida misma se
presenta agrietada y, tras la vista que develan sus fisuras, no se contempla
sino la carencia de sustrato, el vacío. Al respecto, de nuevo arremete Cioran: “Respiro por prejuicio. Y contemplo el espasmo de
las ideas, mientras que el Vacío se sonríe a sí mismo” (1997 170). En este
sentido, el dedicarse a pensar sobre los abismos de la existencia, desde la
percepción del sentimiento de muerte, nos arroja indefectiblemente hacia los
“resquicios ontológicos, es decir, grietas, aberturas, hendiduras,
intersticios, que desgarran la realidad misma, o nuestra idea de la realidad,
generando un vacío por el que se filtra el espectro doloroso de la vida humana”
(Aldana-Piñeros 2014b 72).
Esta sería una aproximación al sentimiento de muerte
asociada al sentimiento de vacuidad de la vida; una relación sumamente
interesante, que por ahora nos excede. Sin embargo, podemos añadir una
consideración más, especialmente si retomamos las ideas presentadas por el
pensador rumano ante el problema de la legitimidad de la desesperación:
[…] su evidencia, su “documentación”: puro reportaje.
Considérese, por el contrario, la esperanza, su generosidad en el error, su
manía de fantasear, su rechazo del acontecimiento: una aberración, una ficción.
Y es en esa aberración en lo que consiste la vida, y de esa ficción de lo que
se alimenta. (Cioran 2007 72)
Esta quimera de la que se nutre la vida es, precisamente, el
desconocimiento o exclusión que se ha venido señalando desde el inicio: separar
la muerte de la vida, verlas como realidades antitéticas y omitir su
fundamental simultaneidad.
Ahora bien, ante esta primacía de la vida y sus relativas
condiciones de positividad y bondad, se le arroga a la muerte toda la
negatividad, como agente destructor con su hoz aniquila toda ilusión humana, en
cuanto rompe la continuidad. Por esto, muchas personas temen la muerte y le
consagran todo tipo de resquemores; pero, aun así, no rompen con la tendencia a
privilegiar la vida, y consideran la muerte solamente como un paso hacia una
instancia superior; esto, bajo el signo de sus creencias trascendentes. Sobre
lo cual acierta May, cuando afirma: “En este aspecto, la religión mata dos
pájaros de un solo tiro: encuentra significado en esta vida, porque es un
preludio de la siguiente, y le ofrece a uno la inmortalidad de una existencia
continuada” (70).
Traemos el ejemplo de la religión y su concepción
esperanzadora de la muerte, para señalar el enorme vicio finalista expresado
por el deseo de un sentido para la vida; esperanza que no se ve derrocada ni
por el límite definitivo de la muerte. Para sellar esta inclusión, que
relaciona el advenimiento del sentimiento de muerte con la intuición de la
inanidad y sinsentido de la vida, sentencia lapidariamente el pensador rumano:
Porque no reposa sobre nada, porque carece hasta de la
sombra misma de un argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte
es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa
para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin
prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido. A fuerza de acumular
misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que
la muerte: es ella la gran Desconocida. (Cioran 1997
37-38)
El sentimiento de muerte como agonía ininterrumpida
Uno es mortal no solamente al final de su vida,
sino durante toda ella.
May,
La muerte, 19
Examinemos, entonces, la significación que adquiere el
sentimiento de muerte en la persona que ha sucumbido a su reconocimiento; acto
revelador que no puede aplacarse ni siquiera con el rigor del pensamiento,
pues, como nos refiere el pensador de Rasinari,
ningún individuo puede derrotar la obsesión de la muerte, una vez que se ha
descubierto en ella. Lo que muestra la imposibilidad de vencer
[…] la obsesión de la muerte a través de la lucidez y el
conocimiento. No existía ningún argumento contra ella. ¿Es que no tiene de su
parte a la eternidad? Solo la vida tiene que defenderse sin tregua; la muerte
ya nació victoriosa. ¿Y cómo no va a ser victoriosa, si la nada es su madre y
el horror, su padre? (Cioran 1996 173)
Así, divagamos en esta vida entre la nada y el horror;
aspecto en el que nos detendremos, no para comentar el miedo a la propia muerte
–temor que ni en lo personal ni en el pensamiento de Cioran
amenazan en nada–, sino, más bien, para detectar que la afección principal en
el sentimiento de muerte es un estado constante de agonía, pues, ampliando la
comprensión del epígrafe, no estamos agonizando solo en el momento anterior a
nuestra muerte, sino que agonizamos durante toda la vida.
Reafirmando lo anterior, surge la connotación del
sentimiento de muerte como una especie de enfermedad mortal –recordando a
Kierkegaard–, padecimiento incurable y connatural a cada uno de nosotros, que
no cesa en la tortura de nuestra calma, y que si acaso
deja de atormentarnos intermitentemente, retorna cada vez más fuerte con el
transcurso del tiempo, cuando la inminencia del morir se hace más próxima.
Distinto resulta, para la mayoría de las personas, pues la dolencia del
sentimiento de muerte solo aparece cuando es excitada por acontecimientos
fúnebres, verbigracia, la muerte del prójimo, afección que dura en tanto dure
el recuerdo o el duelo, pero que después se aquieta en espera de ser de nuevo
alentada.
En Desgarradura, Cioran
contextualiza tal fenómeno al hablar de las miles de
extremaunciones aplicadas por su padre, que era Pope ortodoxo. Al respecto nos
dice: “Tanto él como el sepulturero su ‘compañero’, ignoraban el sentimiento de
la muerte, sentimiento que nada tiene que ver con el cadáver, sentimiento
íntimo, el más íntimo de todos” (2004 102). Estas personas, alejadas del
sentimiento de muerte, parecen olvidar hacia lo que irremediablemente se
dirigen, pues no terminan de aceptarlo: es la plena incertidumbre e
insatisfacción humana, que, inteligible o no, se aúna con la afección de una
agonía ininterrumpida:
En ese sentimiento de agotamiento se manifestará el sentido
verdadero de la agonía: lejos de ser un combate quimérico, ella refleja la
imagen de la vida que lucha en las garras de la muerte, con muy pocas
posibilidades de vencer [...]. Fundamentalmente, agonizar significa ser
martirizado en la frontera entre la vida y la muerte. Siendo la muerte
inmanente a la vida, esta última se convierte, casi en su totalidad, en una
agonía. Por lo que a mí respecta, solo llamo instantes de agonía a las fases
más dramáticas de esa lucha entre la vida y la muerte, en las cuales [...] la
sensación de agotamiento nos consume entonces inmediatamente y la muerte
obtiene la victoria. (Cioran 2009 33-34)
Esta percepción o sensación de la muerte corresponde, como
ya hemos señalado, al reconocimiento del morir que va desarrollándose en
nosotros, que cada uno representa y, si quisiéramos utilizar palabras de mayor
raigambre metafísica, diríamos que el proceso de nuestro devenir mortinato se
presenta como nuestra esencia. Así, las distantes palabras del oscuro Heráclito
adquieren, al fin, mayor claridad. Escuchémosle en la evocación de un autor
contemporáneo: “Regreso sin cesar a las contradicciones-madre de Heráclito: la
unión de la unión y la desunión, del acuerdo y la discordia, vivir de muerte,
morir de vida” (Morin 1995 71). Esta referencia paradojal resulta significativa
para entender el carácter del sentimiento de muerte, que se manifiesta ahora
como la mezcla de dos planos en una misma dimensión, como las dos caras de una
misma moneda, o mejor, como la moneda misma, como una piedra preciosa de la que
vemos estas dos facetas. Esta idea es considerable y no debe dejarse, puesto
que ampara la siguiente consideración: la realidad de vivir de muerte y morir
de vida expone la contradicción capital de la existencia, que también señala Cioran:
¡Que sea maldita para siempre la estrella bajo la que nací,
que ningún cielo quiera protegerla, que se disperse por el espacio como un
polvo sin honra! Y el instante traidor que me precipitó entre las criaturas,
¡sea por siempre tachado de las listas del Tiempo! Mis deseos no pueden ya
compadecerse con esta mezcla de vida y de muerte en que se envilece
cotidianamente la eternidad. (1997 275)
En esta mixtura en la que consiste la existencia humana, en
virtud de la conciencia de su mortalidad,3 se pone en primer
lugar su condición trágicamente contradictoria: cada día de vida es un día menos
de vida y uno más de muerte, y, al tiempo, nos provee de la consideración que
el esfuerzo continuo por nuestro mantenimiento devela, a saber, el rastro de
nuestra propia auto-destrucción, de una terrible sensación de auto-consumirse.
Retomando a Morin: “la vida y la muerte se sustentan la una a la otra según la
fórmula de Heráclito: ‘vivir de muerte, morir de vida’ [...]. El organismo de
un ser viviente trabaja sin cesar, pues degrada su energía para automantenerse” (Morin 1996 1-2). Este interesante pasaje
devela el acontecimiento de que morimos en cuanto nacemos, y que nosotros
mismos encarnamos la espada de nuestra destrucción, como la energía que se
consume a sí misma para mantenerse. Así, vivir no viene a ser más que
sobrevivir, o, como lo subraya el rumano: “Nada puede cambiar nuestra vida
salvo la insinuación progresiva en nosotros de las fuerzas que la anulan” (Cioran 1997 39).
Ahora bien, es momento de inquirir quiénes son más proclives
a tal insinuación, pues es curioso ver que no todos los humanos parecen estar
facultados o inclinados a tal sentimiento de muerte. En primera medida, Cioran nos aclara que la proclividad a tal afección es una
cuestión netamente personal, producto de una comunicación íntima, de un proceso
de descubrimiento individual de tipo introspectivo:
Cada uno es su sentimiento de la muerte. De ello se sigue
que no podrían denunciarse las experiencias de los enfermos o de los místicos
como falsas, aunque pueda dudarse de las interpretaciones que dan de ellas.
Estamos en un terreno en donde ningún terreno es decisorio, en el que las
certezas pululan, en el que todo es certeza, porque nuestras verdades coinciden
con nuestras sensaciones y nuestros problemas con nuestras actitudes. Por otro
lado, ¿a qué “verdad” aspirar, cuando, a cada momento, estamos comprometidos en
otra experiencia de la muerte? Nuestro mismo “destino” no es más que el
desarrollo, las etapas de esa experiencia primordial y, sin embargo, cambiante,
la traducción al tiempo aparente de ese tiempo secreto en el que se elabora la
diversidad de nuestras maneras de morir. (Cioran 2002
240-241)
Dentro de las múltiples maneras de morir, haremos referencia
especial tan solo a la contraposición existente entre aquellos detentadores del
sentimiento de la muerte y aquellos que parecieran vivir haciendo de la vida la
única instancia de realización humana; estos serán denominados, genéricamente,
como los optimistas o entusiastas de la vida. De nuevo, la diferencia capital
entre estos dos grupos de seres humanos radica en la aparición e intensidad de
la intuición de la muerte, que, desde un inicio, hemos equiparado con el
sentimiento del morir. Ahora bien, toda la cuestión que distingue a los
desgraciados –por decirles de alguna forma– de los optimistas, ante la
sensibilidad de la muerte en su interior, reside
[…] en la conciencia que de ella tenga el sujeto: para quien
carece de dicha conciencia, entrar en la nada no tiene la mínima importancia.
Por el contrario, el paroxismo de la conciencia se alcanza mediante el
sentimiento constante de la muerte. (Cioran 2009 122)
Por esto, aquel que nunca ha experimentado esa agonía, en la
que el pensamiento de muerte nos invade el flujo de la sangre y nos impide
respirar normalmente, hasta comenzar a contemplar la posibilidad del fin del mundo
y el propio, es una persona con una visión optimista de la vida. Cioran la caracteriza en los siguientes términos:
Solo el entusiasta permanece vivo hasta la vejez: los demás,
cuando no han nacido mortinatos –como la mayoría de la gente– mueren prematuramente.
Nada más raro que un verdadero entusiasta... [...] Su vida ignora lo trágico,
pues el entusiasmo constituye la única forma de existencia que es enteramente
opaca al sentimiento de la muerte [...]. Mi admiración sin límites por los
entusiastas proviene de mi incapacidad para comprender su existencia en un
mundo donde la muerte, la nada, la tristeza y la desesperación componen un
séquito siniestro. (Cioran 2009 133-134)
Al criticar esta forma de optimismo, no se pretende inclinar
la reflexión a una especie de fatalismo insalvable, pues reconocemos que sentir
el paroxismo del sentimiento de muerte plenamente exacerbado, actuando en todos
y cada uno de los momentos de la vida, resulta imposible, insoportable e
impensable. Solamente habría un sentimiento o intuición que podría tener tal
insistencia o grado de inseparabilidad respecto de la visión del hombre ante el
mundo: el tedio o hastío. Si bien se relaciona con el sentimiento de muerte, en
especial, en la forma vital del agotamiento, carencia de ilusiones y pérdida de
la seguridad en un sustrato metafísico que sostenga la existencia, no
pretendemos tratarlo en este momento.
El optimismo frente a la vida parece dotar de una estrategia
mágica a sus detentadores, ya que:
[...] impugna y refuta todo lo negativo, todo lo que posea
una esencia demoníaca en la dialéctica de la vida. Quien goza de este tipo de
sensibilidad no comprende en absoluto las grandes realizaciones dolorosas, no
entiende la miseria, el destino y la muerte. (Cioran
2009 122)
O, cuando menos, no las asume como instancias inscritas en
lo más profundo de la estructura ontológica de la realidad, siempre presentes y
destructoras en nuestra constitución como seres vivientes.
Existen, además, seres humanos conscientes del sentimiento
de la muerte, pero como efecto de ver cernirse sobre ellos la corrupción
material en toda su fuerza y de manera constante: los enfermos. Se trata de
aquellos “privilegiados”, situados por Cioran en un
lugar intermedio entre los optimistas felices y los pobres diablos que padecen
del sentimiento de la muerte. Cioran califica a los
enfermos como sabios del sufrimiento –de manera similar a Nietzsche–, como los
grandes especialistas de la agonía.4 Derivado de este parecer, el hecho mismo de la enfermedad
adquiere galas gnoseológicas,5 en la medida en que:
Si las enfermedades tienen una misión filosófica, esta no
puede consistir más que en mostrar lo frágil que es el sueño de una vida
realizada. La enfermedad convierte la muerte en algo siempre presente; los
sufrimientos nos unen a realidades metafísicas que una persona normal y con
buena salud no comprenderá nunca. (Cioran 2009 48)
Es menester confesar que el sentimiento de muerte más puro
que puede existir no es de los enfermos crónicos, sino el de los individuos
que, aun gozando de una relativa buena salud, sienten el avance de la muerte al
tiempo que decaen sus fuerzas vitales. No hay nada mejor para esta afección de
la muerte que somos que sentirla en la cúspide de nuestros estados
existenciales. Esto recuerda una tremenda cita del rumano: “Sentimiento análogo
al que experimentan los amantes cuando, en el summum de su dicha, surge ante ellos,
fugitiva pero intensamente, la imagen de la muerte” (Cioran
2009 14). El hecho de sentir en los ofrecimientos de la vida el límite que a
ellos impone el sentimiento de la muerte, pone de manifiesto el poder de esta
pasión que atraviesa el alma y crispa la conciencia.
Pero, como hemos venido mencionando, no todos los humanos
parecen estar facultados para el reconocimiento de tal esencialidad; de ahí la
diferencia irreductible que separa desmesuradamente, en diferentes órdenes
opuestos entre sí, al individuo que posee la experiencia del sentimiento de
muerte de aquel que no lo tiene.
Los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe;
el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir; [...]
inconciliables, sufren el mismo destino [...]. El uno vive como si fuera
eterno; el otro piensa continuamente en su eternidad y la niega en cada
pensamiento. (Cioran 1997 39)
Este último tiene delante de sí algo que nace de sí mismo,
algo que somos todos los seres humanos; realidad incomprensible para otros y
solo constatable en las honduras interiores, como la dimensión más íntima de
los seres vivientes, que puede padecerse en todo instante aun cuando no sepamos
determinarla. Esa inquietud es el sentimiento de la muerte. Sin embargo, como
un punto de crítica a lo anotado hasta ahora, Jankélévitch
acierta cuando sintetiza, con algo de sorna, ciertas perspectivas del
sentimiento de muerte propugnado por Cioran:
Aquel que vive muriendo, o que se pasa toda la vida
muriendo, desactiva sin duda el instante supremo, pero no conocerá de hecho ni
la vida ni la muerte; conocerá más bien una mescolanza de muerte y vida, una
papilla informe, un estado neutro e intermedio que es el del muerto viviente o
el del viviente medio muerto: la muerte ya no es el límite que exalta una vida
intensa; la muerte es el vacío intrínseco que enrarece la densidad del devenir,
[…]; el hombre ni-vivo-ni-muerto está reducido al estado de cadáver ambulante.
(Jankélévitch 420)
No podría tener más razón. El asunto es que Jankélévitch parece ser uno de los optimistas, aunque sirve
de gran utilidad a las presentes reflexiones: somos cadáveres ambulantes,
muertos vivientes o vivientes mortinatos. Finalmente, de cara a la inevitabilidad
de la muerte, a la que no solo nos dirigimos, sino que va desarrollándose en
nosotros, aparece la –para muchos– amarga tentación de morir definitivamente,
dejar de dar largas y consumar el desarrollo de nuestra destrucción. Sin
embargo, ya hemos denostado la relación necesaria entre sentimiento de muerte y
suicidio, a la que subsiste una especie de deseo de morir; pasión poco
frecuente y contradictoria con nuestro propio instinto de conservación, que es
asimilada por Cioran, atendiendo a la siguiente consideración:
La muerte es la única obsesión que no puede volverse
voluptuosa: incluso cuando la deseamos, ese deseo va acompañado de un
arrepentimiento implícito. Quiero morir, pero lamento quererlo: eso es lo que
sienten todos aquellos que se abandonan a la nada. El sentimiento más perverso
que existe es el sentimiento de la muerte. (Cioran
2009 35)
¿En qué radicaría, entonces, tal perversidad del sentimiento
de muerte? En hacernos claro y presente el padecimiento de ir muriendo, se
respondería, y además, de acuerdo con la idea del
deseo de morir, en toda su radicalidad. Este tipo de sensación, no muy
extendida, bien puede ejemplificarse con la referencia de Marcuse a Novalis: “La queja más dulce provenía de Novalis que añadió, a la feliz noticia de su segundo
compromiso, ‘parece que me espera una vida muy interesante. Sin embargo,
francamente preferiría estar muerto’” (153).
A modo de conclusión
Ni Leibniz, ni Kant, ni Hegel nos pueden ya prestar ayuda.
Hemos venido con nuestra propia muerte ante las puertas de la filosofía…
Cioran,
Breviario de podredumbre, 73
Hasta aquí hemos visto cómo se desgarran la conciencia y la
vida de una persona que ha intuido la muerte como parte fundamental de su
constitución como viviente. Hecho que, por sí mismo, es capaz de anular el
impulso vital en cualquiera, más cuando se desarrolla bajo la forma de un
agotamiento existencial que arrasa toda ilusión en su proceder agónico. No
obstante, debe recordarse la forma en que inició este escrito, enmarcando el
sentimiento de muerte dentro de un espacio más general de representación de lo
vital: lo trágico de la vida, que puede servirnos de estrategia de lucha contra
la aniquilación que protagonizamos. Esta connotación dual del sentimiento de
muerte, la ha expresado muy bien May cuando dice:
Ver esas dos caras de la muerte es, creo, empezar a
reflexionar sobre ella. La muerte es algo trágico, arbitrario y sin sentido.
Pero al mismo tiempo, debido a la forma particular en que es trágica,
arbitraria y sin sentido, puede abrirnos a una plenitud vital que sin ella no
sería posible. (15)
Diferimos con este autor norteamericano en lo tocante a las
posibilidades de plenitud vital que ofrece el sentimiento de la muerte, pero
aceptamos el enfrentamiento con las limitaciones que su padecimiento nos
impone. El análisis puede concentrarse en dos posibilidades, una de carácter
intelectual y otra de carácter poético. La primera utilidad existencial del
sentimiento de muerte bien podría denominarse cualidad gnoseológica, pero hemos
preferido apelar al sentido de lectura interior, que se deriva de la palabra
intelectual. Hemos venido con nuestra propia muerte a las puertas de la
filosofía, nos decía el epígrafe; de lo que puede inferirse que es la muerte
nuestro principal tema de reflexión, porque, luego de agotar la búsqueda de
verdades en el mundo exterior, la mayor verdad, la certeza definitiva radica en
el hecho de nuestro morir. Solo que esta verdad nuestra nos ha dejado
desilusionados, pétreos en el reconocimiento de nuestra fatalidad, y ya ni
siquiera el arte de los grandes maestros de la tradición puede socorrernos. Así
pues, es perentorio hacer de nuestra limitación nuestro objeto de estudio; de
modo que:
No tiene sentido meditar sobre la muerte si no es para
agotarla, para hacerla exterior. Tan profundamente te has sumergido en ella,
que la solución de su misterio se te ha vuelto indiferente; su infinitud,
inexpresiva; su eternidad, insulsa. Haz de la aversión a la muerte instrumento
de su debilitamiento y del miedo a ella un entusiasmo absurdo. Huye de la
sabiduría, porque no existe otra sabiduría que la de la muerte. Y cuanto más
sabio se es, más se mira la vida a través del prisma de la muerte. (Cioran 1996 179).
Y precisamente, al entender que tal agotamiento es un
volcarse sin límites a la consideración de un problema, puede entonces
esclarecerse la noción del sentimiento de muerte como límite de las
realizaciones y potencialidades ontológicas del ser humano palpitando dentro de
él mismo. Así, todas las limitaciones fenoménicas y espirituales, amparadas
consustancialmente dentro de este particular sentimiento de muerte, muestran
que debemos volcarnos sobre las honduras de lo indescifrable. Es un estar
dedicado al pensamiento de lo irresoluble, es dilucidar sobre lo irremediable.
Del mismo modo lo exhorta el rumano:
La profundidad de un pensamiento está en función del riesgo
que corre [...]. Reservémonos solo las cuestiones arduas, irresolubles y
últimas. Los profesores responderán a las otras... Si la vida, el sufrimiento,
la muerte, el destino o la enfermedad se resolvieran, o si los agotáramos en la
comprensión, ¿tendría sentido aún seguir pensando?6 (Cioran 1996 78-79)
En este panorama, nos queda el enfrentamiento con la vida y
con la muerte; lucha que no podremos ganar y que, aun así, debemos emprender.
He aquí el dramatismo trágico de la existencia humana, la razón del heroísmo,
pues requiere una enorme valentía, una vez experimentado el sentimiento de
muerte, mantenerse en la vida conjugando el propio destino; reconociéndose como
condenado a morir viviendo, o lo que sería más propio, vivir muriendo, o
incluso, para ser más exactos e implacables, morir muriendo. Por esto, la raíz
del verdadero héroe trágico se halla en el hecho de que este
[...] combate y muere en nombre de su destino, no en nombre
de una creencia. Su existencia elimina toda idea de escapatoria; los caminos
que no le llevan a la muerte le resultan callejones sin salida [...]. Puesto
que la fatalidad es su savia, cualquier escapatoria no podría ser más que una
infidelidad a su perdición. Por eso el hombre del destino no se convierte nunca
a ninguna creencia, fuera la que fuese; equivocaría su fin […] su propia
historia es su único absoluto, como su voluntad de tragedia su único deseo. (Cioran 1997 141)
Luego de descifrar la muerte que deambula en nuestros
huesos, solo nos queda la reflexión continua y el heroísmo: pensar y tener
frente a la conciencia y al sentimiento aquello que nos consume; seguir
viviendo aunados a la depuración de nuestra muerte. Ya hemos dicho con
recurrencia que considerar la muerte como realidad aparte, contraria
sustancialmente y desgajada de la vida, es un error de apreciación, o de
intuición, se diría. Así pues: “El sentimiento interior de la muerte resulta
fecundo a condición de que nos permita dar profundidad a los actos de la vida.
Esa relación hace que esta pierda su pureza y encanto, pero gana infinitamente
en profundidad” (Cioran 1996 73). A pesar de esta
ganancia, nos seguimos inquiriendo en el decurso incomprensible de la
existencia, en este escenario irremediable de nuestra perdición, con un
sentimiento lastimero: “¿Superará el hombre algún día el golpe mortal que le ha
dado… la vida?” (Cioran 2007 133). No estamos en
facultad de responder esta cuestión fundamental; por ello, consideramos que la
mejor manera de cerrar estas cavilaciones –la única, de hecho– corresponde a
las maravillosas líneas del poeta Julio Flórez quien, fiel a su inspiración,
colma el alma con una última y preciosa descripción del sentimiento de muerte:
Resurrecciones
Algo
se muere en mí todos los días;
la hora que se aleja me arrebata,
del tiempo en la insonora catarata,
salud, amor, ensueños y alegrías.
Al
evocar las ilusiones mías,
pienso: ¡Yo, no soy yo! ¿Por qué, insensata,
la misma vida con su soplo mata
mi antiguo ser, tras lentas agonías?
Soy
un extraño ante mis propios ojos,
un nuevo soñador, un peregrino
que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.
Y
en todo instante es tal mi desconcierto,
que, ante mi muerte próxima, imagino
que muchas veces en la vida... he muerto.
(Flórez
1982 46-47)
Bibliografía
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1 Esta última alusión se exceptúa, claro, en el caso del
suicidio, aunque este es un tema que será dejado a un lado, puesto que su
vinculación directa como consecuencia inevitable del sentimiento de muerte es,
cuando menos, discutible. Para alentar esta exclusión, basten, por ahora, las
siguientes consignas del autor: “¿Por qué yo no me suicido? Porque la muerte me
repugna tanto como la vida. No tengo la mínima idea de por qué me encuentro en
este mundo” (Cioran 2009 97). Y tampoco por qué debo
dejarlo, debió añadir el rumano. Sin embargo, fiel a su estilo contradictorio,
después parece hacer una concesión a la idea del suicidio: “Vivo únicamente
porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me
hubiera matado” (Cioran 2007 71).
2 Para un desarrollo más amplio de estas intuiciones de Cioran ver Aldana Piñeros (2014a).
3 También reconocemos una buena connotación de la
mortalidad en la siguiente descripción: “y eso es lo que llamamos humanidad o,
como decían los griegos, los mortales, no los que van a morir –los animales
también mueren–, sino los que saben que van a morir, sin saber por ello lo que
eso quiere decir y sin poder dejar de pensar en ello” (Comte-Sponville 2013 166-167).
4 Esta denominación es tomada de la obra La tentación de
existir, en la que Cioran, al comentar ciertos
aspectos de la enfermedad, establece una interesante referencia –no sin ironía–
a las formas de morir con honor y dignidad en la Francia de Luis XIV (segunda
mitad del siglo xvii hasta los primeros años del xviii), asociadas a ciertas
prácticas religiosas del catolicismo, pero sobre todo para guardar las
apariencias y buenas maneras incluso en el momento definitivo. Así termina con
tal exposición: “Ni siquiera los libertinos renunciaban a extinguirse
convenientemente, hasta tal punto su respeto a la opinión prevalecía sobre lo
irreparable, hasta tal punto seguían los usos de una época en la que morir
significaba para el hombre renunciar a su soledad, desfilar por última vez, y
en la que los franceses eran, entre todos, los grandes especialistas de la
agonía” (Cioran 2002 243).
5 En casi todas sus obras, Cioran
parece inclinarse en la dirección de Nietzsche, al conceder aspectos de
sabiduría a la enfermedad, pues esta abre la reflexión a regiones de
pensamiento y comprensión de sí mismo y de la realidad que un sano no podría
tener. A pesar de la condición intermitente de ser un enfermo y de poder
reconocer que, efectivamente, abre derroteros de reflexión inusitados, este
aspecto siempre resulta deleznable, por la simple idea de querer hallar
consuelo, gnoseológico o moral, en el hecho de estar consumiéndose, de estar
maldito.
6 La misma idea, aunque tratando de hallar una especie de
equilibrio, es expresada así: “Al final hay que morir y es el único fin del que
podemos estar seguros. Pensar constantemente en ello sería pensar demasiado. En
cambio, no pensar nunca en ello sería renunciar a pensar” (Comte-Sponville 2013 168).