Literatura: teoría, historia, crítica
0123-5931
Universidad Nacional de Colombia
https://doi.org/10.15446/lthc.v25n1.101805

Recibido: 24 de marzo de 2022; Aceptado: 17 de septiembre de 2022

El antiespañolismo literario y artístico (1836-1900): del criollismo a la desespañolización

The Literary and Artistic Anti-Hispanicism (1836-1900): From Criollismo to De-Hispanization

O anti-hispanismo literário e artístico (1836-1900): do crioulismo à deshispanização

G. Bobadilla Encinas,

Universidad de Sonora, Hermosillo, México Universidad de Sonora México

Resumen

Se busca explicar cómo la literatura, la historia y la plástica mexicanas del siglo XIX encontraron en el sentimiento antiespañolista uno de sus núcleos de significación ética y estética más importantes, que articuló específicas resoluciones históricas, novelescas, pictóricas y escultóricas, durante periodos particulares de la centuria. Por tal razón, desde una perspectiva cultural y literaria integral que parte del análisis de textos concretos representativos (históricos, novelescos, plásticos), se estudian las contigüidades, interdependencias y discontinuidades, incluyendo las series involucradas en los distintos momentos, con la intención de articular una imagen más completa y dinámica de la historia de la cultura mexicana.

Palabras clave

antiespañolismo y arte del siglo XIX, historia de la cultura mexicana, relaciones historia-artes en México.

Abstract

The present article seeks to explain how Mexican 19th century literature, history, and arts found in anti-Hispanic sentiment one of its most important nuclei of ethical and aesthetic significance that articulated specific historical, novelistic, pictorial, and sculptural resolutions during particular periods of the century. For this reason, from a cultural and literary integral perspective, beginning with the analysis of specific representative texts (historical, novelistic, artistic), the article seeks to capture the contiguities, interdependencies, and discontinuities, including the series involved in different moments, with the intention of articulating a more complete and dynamic image of Mexican culture’s history.

Keywords

Anti-Hispaniscism and art of the 19 th century, history of Mexican culture, history-art relations in Mexico.

Resumo

O objetivo do artigo é explicar como a literatura, a história e as artes plásticas mexicanas do século XIX acharam um de seus mais importantes núcleos de significação ética e estética no sentimento anti-hispanista, que articulava resoluções históricas, ficcionais, pictóricas e escultóricas específicas, durante períodos particulares do século. Por isso, a partir de uma perspectiva cultural e literária integral que parte da análise de textos representativos específicos (históricos, romanescos, plásticos), estudam-se as contiguidades, interdependências e descontinuidades, incluindo as séries envolvidas nos diferentes momentos, com a intenção de articular uma imagem mais completa e dinâmica da história da cultura mexicana.

Palavras-chave

Palavras- chave: anti-hispanismo e arte do século XIX, história da cultura mexicana, relações história-arte no México.

Antiespañolismo, novela y mexicanización (1836-1867): la exaltación del criollo

Como he tenido oportunidad de plantear en otros espacios (Bobadilla Encinas “Antiespañolismo”; “La novela”), una de las consideraciones críticas que más ha calado en la historia de la cultura literaria y de la historia de la literatura nacional es la referida al hecho de que la Academia de Letrán dio inicio a la literatura mexicana al articular un proyecto artístico, consciente y sistematizado. El proyecto se basó en el desarrollo de temas históricos, costumbristas y paisajísticos, debido a que había entre los miembros de la asociación una “tendencia decidida a mexicanizar la cultura, emancipándola de toda otra [de la española, se entiende] y dándole carácter peculiar” (Prieto 178). Esta afirmación realizada por Guillermo Prieto en su obra póstuma, Memorias de mis tiempos (1906), había sido presentada años antes por José María Lafragua en “Carácter y objeto de la literatura” (1844), por Luis de la Rosa en “Objeto de la literatura en México” (1844) y por José Zorrilla en México y los mexicanos (1855), coincidiendo todos en afirmar que la Academia “es el verdadero punto de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana, porque comenzó a volar por sí misma”, aunque, decía el vallisoletano, “sin poder emanciparse de las influencias de la nuestra” (Zorrilla 419).

José Luis Martínez retoma, contextualiza y problematiza esas ideas en La emancipación literaria de México (1955), uno de los textos de la historia de la cultura literaria mexicana más reveladores acerca de las dinámicas y dialécticas de significación del periodo fundacional de la cultura y la literatura nacional. Dicha obra plantea el proceso de articulación de una expresión cultural y literaria propia en México e Hispanoamérica entre 1836 y 1870, para así darle representatividad y trascendencia a la independencia política alcanzada a comienzos de la década de 1820. Lo particularmente interesante de la propuesta radica en que reconoce y establece el sentimiento antiespañolista del criollo que rechazaba y se sentía incómodo con la herencia cultural hispánica —sentimiento que la historia ha documentado y problematizado (Brading, Orbe. Los orígenes ; Rubial; Pérez Vejo, “La conspiración gachupina”; “La difícil herencia”)— como el detonante ético e histórico que, a nivel continental, impulsó a las asociaciones literarias —la mexicana Academia de Letrán, la argentina Asociación de Mayo, la chilena Sociedad literaria— a articular una expresión propia, nacional, a partir del reconocimiento y caracterización de un perfil histórico, cultural y físico. Todos los asertos realizados, Martínez los comprueba con la referencia y análisis de artículos que fueron expresión de sonadas polémicas literarias y culturales, refiriendo sólo de manera nominal y desde un punto de vista temático a unas cuantas obras literarias concretas.

Este contexto sugerente debe ser abonado y problematizado, dados los vacíos o indeterminaciones que las dominantes formales y las jerarquías comprensivas de cada época han impuesto. La documentación del desarrollo de la novela en México ofrece datos concretos para completar el panorama y problematizar incluso el proceso de emancipación cultural y literaria descrito por el historiador y crítico literario jalisciense. Luego del ciclo lizardiano 1 —y de los casos de excepción que fueron la publicación de novelas de largo aliento como Xicoténcatl (Filadelfia, 1827), de autor anónimo, y de El misterioso (Guadalajara, 1836), de Mariano Meléndez y Muñoz—, el género novelesco comenzó a ser practicado y difundido, de manera constante y sistemática, por los escritores mexicanos asociados a la Academia de Letrán o sus émulas entre 1836 y 1855. A través de las revistas literarias cuyo cultivo estableció e impulsó el fenómeno de la agrupación en México, se configuró a la postre un corpus de unos cincuenta textos poco más o menos. Eran textos cortos —“novelitas”, como las llamaban los propios escritores atendiendo solamente a su extensión en aquella época en la cual ni se vislumbraba en el horizonte letrado la noción de “cuento”—, los cuales, por lo demás, le permitieron a los narradores mexicanos e hispanoamericanos conocer y dominar la técnica novelesca. Así lo muestra el corpus que han rescatado y dado a conocer diversas compilaciones y estudios como Novelas cortas de varios autores (1901), de Victoriano Agüeros; La novela corta del primer romanticismo mexicano (1985), de Celia Miranda Cárabes; La novela corta mexicana. De la Independencia a la Revolución (2014), que reúne textos de Manuel Payno, Ignacio Rodríguez Galván, Hilarión Frías y Soto, entre otros; o La novela corta en México en el siglo XIX (1999), de Óscar Mata.

De esa cuarentena de textos, me consta que al menos unas quince novelitas —sobre todo las escritas y publicadas en los primeros seis o siete años del periodo delimitado— estaban ubicadas en la época de la Colonia, salvo los casos de excepción que representaron unos cuantos textos narrativos y poéticos de temática indígena. 2 Sus protagonistas eran jovencísimos e idealizados criollos, que antagonizaban con españoles caracterizados como seres individualistas, mezquinos o lascivos, en un espacio-tiempo novohispano configurado artísticamente con fuertes tintes y claroscuros góticos (Bobadilla Encinas, Historia ) que inhibían la realización plena del hombre. Tomando en cuenta tales características, Marco Antonio Campos ha señalado que el antiespañolismo planteado literariamente por la Academia de Letrán

comprendía sincrónicamente una afirmación y una negación. La primera consistía en la vindicación del pasado prehispánico (al cual identificaban con el azteca), de la gesta insurgente y de la necesidad absoluta de un país soberano y libre; la negación consistía en ver los siglos de la colonia [sic] y todo lo español (instituciones, civilización, cultura, costumbres) como una abominación autoritaria. (571-572)

Pese a lo sugerente del planteamiento, matizaría mucho la primera parte de la definición del maestro Campos, pues sólo por excepción en la literatura mexicana entre 1836 y 1867 aparece como sujeto de la representación artística el hombre y el pasado prehispánico y, cuando eso llega a suceder, casi siempre se configura en un personaje colectivo, amorfo y sin voz, poco más que como componente de un escenario pintoresco en el que surge y se proyecta protagónicamente el criollo: así lo revela el comienzo de El inquisidor de México (1838), de José Joaquín Pesado, tanto como la casi total ausencia de personajes principales o secundarios de ascendencia indígena en la narrativa de esa época. 3 En cambio, la segunda parte del razonamiento da cuenta cabal de las características y función del antiespañolismo durante el periodo que estudio en este apartado, pues permite comprender el sentido y función referencial eminentemente criollista de los personajes y sus acciones. 4

Según el narrador jalisciense Mariano Meléndez Muñoz en su prólogo de autor a El misterioso (1836), los principales referentes que daban inspiración a los planteamientos antiespañolistas de los noveles escritores mexicanos se encontraban en la autoridad moral y científica de la historia o de historiadores reconocidos como Alejandro de Humboldt, quien llegó a preguntarse cuál era el

aliciente [que] pueden tener aquellos tiempos en que bajo el reinado de Carlos V, los españoles desplegaban más valor que virtudes, y en que el honor caballeresco y la gloria de las armas fueron manchadas con el fanatismo y la sed de las riquezas. (Citado en Meléndez y Muñoz VIII-IX)

Otro tanto plantearía Ignacio Rodríguez Galván en El visitador (1838), al sustentar la veracidad de las acciones narradas y de su interpretación en contra del papel histórico de España en México con la casi sacra fórmula de “refiere la historia…” (83, 92): como puede advertirse, en ambos casos hay una apropiación o referencia subrepticia de la leyenda negra española articulada por la Europa nórdica que se quedó a la zaga en la apropiación-repartición del Nuevo Mundo (Gerbi; Brading, Orbe ). Aparte de las mencionadas, ejemplo claro de lo dicho son obras como La hija del oidor (1836), La procesión (1838), de Ignacio Rodríguez Galván, El inquisidor de México (1838), La tía Mariana (1842) y Don Juan de Escobar (1842), de Justo Sierra O’Reilly, entre otros. Mención aparte merece El criollo, de José Ramón Pacheco (1805-1865), obra particularmente interesante y reveladora, que fue publicada en 1838 en el segundo tomo de la revista cultural y literaria El Año Nuevo, uno de los célebres magazines portavoz de la asociación lateranense.

El criollo, uno de los primeros ejercicios novelescos dentro de la tradición literaria mexicana, narra la frustración de los amores de Eugenio y Rosa debido al origen americano del héroe. A partir de este motivo, se desvelan y formalizan literariamente los rígidos y estrechos cartabones que daban sentido a la existencia a finales del periodo colonial, representados en la obra mediante la configuración, los valores y la actuación de la ultramontana doña Brígida, la española madre de la doncella. La buena señora no sólo no acepta, sino que obstaculiza la relación de Rosa con Eugenio, motivada por sus prejuicios de casta, su ignorancia y su cerrazón ideológica y vital, pues “no había recibido la más ligera tintura de educación: jamás un libro había sido abierto entre sus manos, si no eran los de sus rezos y en los que mal aprendió a leer. Su vida era monótona y mecánica” (J. R. Pacheco 344). 5

En contraste con dicho personaje, resulta particularmente interesante la configuración del héroe, el joven enamorado de Rosa. A partir de un dualismo maniqueísta propio del romanticismo que se introducía en la naciente tradición cultural y literaria, a la caracterización y función de la castiza Brígida, el narrador opone conscientemente a Eugenio, el criollo, que

aunque hijo de español, [… tenía] un alma ardiente y [estaba] deseoso de gloria, con principios firmes de una buena moral, un buen talento y conocimientos superiores a su siglo, adquiridos unos en el seminario o en el bufete de su padre, y otros en el secreto estudio de obras anatemizadas por el Santo Oficio, porque trataban de los derechos y de la historia de los pueblos. (J. R. Pacheco 341)

“Buena moral”, “buen talento”, sobre todo apertura intelectual que lo llevan a conocer incluso las “obras anatemizadas por el Santo Oficio”, es lo que caracteriza y distingue a Eugenio, joven americano quien con dichos talentos busca su realización humana y natural plena mediante su unión con Rosa. Estos son, precisamente, los valores y las actitudes que se reconocen e identifican en el criollo como cabeza de la sociedad mexicana independiente y como depositario de la sensibilidad del mexicano, con los cuales se sanciona tanto la Independencia que inspiraron y consumaron como el sentido y función que tenía esa autonomía. Quiero destacar en este contexto el señalamiento del narrador de que los conocimientos superiores a su siglo que tenía el héroe aludían a “los derechos y la historia de los pueblos” (J. R. Pacheco 341), porque, si bien es un aspecto no problematizado en la novelita, revela la concepción dialéctica del desarrollo y la evolución de las naciones a partir de la cual los letrados mexicanos, desde su campo de acción, trataban de contribuir en la trascendencia de la Independencia de México.

La importancia de la caracterización y las relaciones entre los personajes está determinada por el espacio-tiempo histórico del enunciado, la Colonia, el cual se configura de la siguiente manera:

Todavía a principios de este siglo [XIX], y antes de que una revolución de ideas hiciese una revolución social, […] así entonces era una positiva desgracia para los mexicanos ser hijos de su hermoso suelo. Anatema político y excomunión social era la suerte de la más sólida virtud y del saber más profundo, si tenían la fatalidad de recaer en un hijo de español. En todas las capitales del país y hasta en sus últimos cortijos, bastaba haber venido del otro lado de los mares para ser mejor que el criollo más distinguido.

[…] El hecho es que, aunque hijo de español, Eugenio […] pasaba tristemente los años de su juventud como si se hallase ya en aquel último término en que el hombre fatigado de las pasiones, desencantado de la ilusión, escarmentado del mundo y sin perspectiva seductora delante de sí, mira la vida como una carga. Había abrazado la carrera del foro, porque no tenía otros extremos que escoger éste o consagrarse a las órdenes [religiosas], porvenir el más brillante a que podía aspirar un hijo del país; pero no tenía un teatro digno de él, ni podía hablar libremente, ni aun entre los togados había quien le comprendiera. No existiendo entonces ni una sola reunión que se pudiera llamar una sociedad culta; mirado con desdén por los señores principales, porque estos señores, tenderos o dueños de haciendas, eran incapaces de apreciarle en lo que valía, muerto su padre, no le quedaba más que su valor personal. (J. R. Pacheco 339-340, 341)

Esta extensa cita es necesaria para emplazar y destacar lo que se considera la condicionante contextual a partir de la cual, desde el texto literario mismo, adquiere forma y cobra sentido ético y estético el antiespañolismo novelesco en México a partir de 1837. Y es que el sentimiento antiespañolista, impulsado por José Ramón Pacheco y un número considerable de miembros de la Academia de Letrán, configura a la Colonia como un teatro indigno, como un espacio-tiempo mediocre y sin perspectiva, debido a los valores y representaciones de un imaginario humano y cultural cerrado, a los estrechos códigos y esquemas de relación que ceñían la experiencia vital y su realización a cartabones rígidos y deshumanizantes. A la vez, este antiespañolismo permitió mostrar y destacar la capacidad y sensibilidad del criollo, quien supuestamente podía realizar la síntesis dialéctica de las contradicciones de su entorno, que, en el caso de El criollo, conduce a Eugenio, el héroe, a buscar la superación y trascendencia mediante el sacrificio congruente de su vida en pro de la Independencia de México. Este sacrificio, según el texto, alcanza su resolución última once años después, “con la aurora que brilló en Iguala el 24 de febrero de 1821” (J. R. Pacheco 382). 6 En otros casos como El visitador, la crítica antiespañolista se enfoca en el verticalismo del esquema de relaciones colonial, en cuyo marco, por oposición, se destaca el sentido humanitario y paternal de la naturaleza del criollo, mediador consciente entre las relaciones tensas y conflictivas del español y el indio. 7

Debido al sentido de los alcances y la profundidad histórica, considero que el punto culminante de los planteamientos novelescos del antiespañolismo tuvo su resolución ética y estética más plena en La hija del judío, de Justo Sierra O’Reilly, novela de largo aliento publicada por entregas en el periódico El Fénix de Yucatán, entre 1847 y 1849. Asumiendo el evolucionismo natural como principio (influencia, seguramente, del ahora soslayado lamarckismo de la época), la obra plantea la Independencia mexicana —que es vista como un organismo social o histórico vivo y en transformación constante— como parte del proceso evolutivo del país, en el cual los agravios y corruptelas hispanas sobre los criollos —en la obra pareciera que no existen las otras castas, ni los indígenas siquiera— se entienden como parte de un depredatorio imperio colonial: el español, que se desmembrará, pues “está en la naturaleza de las cosas. Todas las naciones de la tierra, sin exceptuar una sola, nacen, crecen, se robustecen, llegan al pináculo del poder y del engrandecimiento, y después se debilitan, vacilan y al fin caen” (Sierra 185, 186).

Incluso en letrados tan conscientemente neutrales como Juan Díaz Covarrubias, el mundo colonial que aparece tangencialmente en sus obras —El diablo en México (1857) o Gil Gómez el insurgente (1858)— es representado como un espacio-tiempo sin perspectivas, vertical y corrupto, dando así expresión literaria a los resabios antiespañolistas que provocaron la Reforma y la Guerra de Tres Años (1855-1861), en cuanto respuesta a los discursos denigratorios que, de manera manipulada, enarbolaron los conservadores para socavar la congruencia ética y humana de las propuestas liberales. 8 Tomás Pérez Vejo (“La difícil herencia”) explica ese sentimiento antiespañolista, así como las ambiguas y un tanto oportunistas condiciones en las que ha emergido a lo largo de la historia de México, en el marco de un contradictorio proceso de construcción de la identidad nacional de los siglos XIX y XX —…y creo que aún en la actualidad—. Dicho proceso ha seguido un tortuoso y resbaladizo camino entre la hispanofobia y la hispanofilia, que oscila, por un lado, en la comprensión de la continuidad sociohistórica y cultural del modelo español que suele identificarse manidamente con los conservadores y, por el otro, en el supuesto liberal referido a “la permanencia de una etnia mítica, los aztecas, como sujeto de nacionalidad, y [en la subsecuente comprensión de] la independencia como venganza de la conquista [sic] y no como su continuidad” (Pérez Vejo, “La difícil herencia” 229). Resulta revelador el planteamiento del historiador, pues permite vislumbrar la actualización tensa —por ambigua o irresuelta— del pasado prehispánico y colonial dentro del presente nacional en devenir.

Antiespañolismo, artes y nacionalismo (1865-1890): idealización del indio, satanización de la Conquista

Como ya se ha señalado en otros espacios (Bobadilla Encinas, “La novela”; “Una polémica”), junto con la restitución de la legalidad republicana, la importancia histórica de la República restaurada (1867-1876) radicó en que definió teóricamente y estableció en los hechos las bases del primer proyecto sistemático y consciente de nación moderna en México, el cual apropiaría y continuaría el porfiriato, al menos durante su primera etapa, comprendida aproximadamente entre 1876 y 1890. Esas bases tenían su sustento en el dogma positivista de que sólo a través de la educación obligatoria, gratuita y laica, México y el mexicano superarían sus diferencias e impulsarían un modelo de desarrollo material y cultural común al concitar un espíritu y un interés colectivo (Alvarado). Esta certeza fue compartida e impulsada por el grupo de letrados y artistas que encabezaba Ignacio Manuel Altamirano, ya fuese en tertulias como las Veladas literarias, el Liceo Hidalgo o la Sociedad Nezahualcóyotl; o a través de publicaciones como El Monitor Republicano, El Correo de México, La Tribuna, El Artista, El Semanario Ilustrado, entre otras que sería largo enumerar. Surgió entonces “una generación de intelectuales y artistas [que] colaboran íntimamente con el incipiente Estado para promover un vigoroso nacionalismo cultural estrechamente ligado al plan político nacional de desarrollo y la ideología principal del grupo dominante” (Maciel 96) a través de la pintura, la música, la arqueología y la historia nacional durante esos años. Sobre todo fue a través de la literatura, debido a las cualidades metasígnicas de su medio de realización, la palabra escrita y su expresión oral, 9 que les permitió a los intelectuales y artistas no sólo plantear resoluciones artísticas concretas a específicas imágenes y problemáticas humanas y sociohistóricas del mundo, sino encauzar o incidir incluso en el desarrollo y significación de otras expresiones artísticas y sociales, mediante la institucionalización de tertulias, de exposiciones y de la crítica de arte.

En este marco, en mayo de 1865, Ignacio Ramírez ‘el Nigromante’ publicó el artículo “La desespañolización” en las páginas de la Estrella de Occidente, periódico editado en Ures, Sonora, el cual fue escrito en algún momento de su héjira antimaximilianista luego de su ruptura con el republicanismo juarista: 10 llama la atención el tópico antiespañolista del planteamiento y el tono exaltado del texto, pues antes que un posicionamiento antigalicista indignado dada la coyuntura histórica de la Segunda Intervención francesa (1862-1867) y el Segundo Imperio mexicano (1864-1867), 11 realmente el escritor guanajuatense dirige su crítica a una dominación extranjera concluida hacía casi cuarenta y cuatro años antes. El texto fue respuesta al discurso dirigido por Emilio Castelar a los americanos en pro de la hispanidad, al parecer en el marco de la Independencia definitiva de la República Dominicana en 1865: 12

¡Renegáis, americanos, de esta nación generosa que tantos timbres tiene en su historia, tantas prendas en su carácter, tantos fulgores en su civilización. Renegáis de este país, el único que supo leer en la frente de Colón el enigma de vuestra existencia. Renegáis de este país que ha fundado vuestros puertos, que ha erigido vuestros templos, que os ha dado su sangre, que ha difundido su alma en vuestra alma, que os ha enseñado á hablar la más hermosa, la más sonora de las lenguas, y que por civilizar al Nuevo Mundo se desangró, se enflaqueció como Roma para civilizar el Antiguo! (Ramírez 318)

Esta arenga hispanista de Castelar provocó, pues, la respuesta apasionada de Ramírez, en la que refrenda y argumenta la necesidad de la independencia política y, sobre todo, moral de México con España, a partir de establecer los que, con base en la ideología liberal, considera saldos negativos de la conquista y colonización que él presenta como derivados del oscurantismo y ostracismo mental, religioso y, por tanto, intelectual, de la otrora metrópoli:

[No] nos designará vd. como modelo, la España de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II, cuando Dios, en su indignación, entregó al pueblo ibérico toda la tierra, para probarle solemnemente que era indigno de regirla. ¿Qué monumento pusieron esas gentes sobre el mundo cuando lo tuvieron en sus manos? La hoguera de la Inquisición; y lo dejaron caer, fatigados de su peso. (Ramírez 318) 13

Y en un acto de conciencia e interpretación histórica genial que iguala los contextos y las posturas históricas de los oponentes en la polémica, el escritor guanajuatense estableció y argumentó homologías concomitantes entre el sentimiento antiespañolista mexicano y los señalamientos críticos de orientación democrática que el político y orador gaditano realizaba acerbamente a la monarquía isabelina española, postura que en 1865 había provocado que se le condenara a la pena de muerte por su militancia antimonárquica, motivo por el cual se exilió en Francia durante los siguientes tres años:

Renegamos los mexicanos de la patria de vd., Sr. Castelar, del mismo modo y por las mismas razones que vd. reniega de ella. ¡Hénos aquí fieles á sus inspiraciones! […] ¿lmitarémos á la España actual, donde vd., admirable escritor, es visto como un pária? No, vd. no canoniza el robo del guano ni los asesinatos de Santo Domingo, ni la esclavitud de Cuba; llamándose vd. demócrata, ha dicho sobre la España de hoy: ¡anatema! (Ramírez 318)

Un aspecto acerca de “La desespañolización” al que la historia de la cultura literaria ha dado pocas mientes es el fundamento o esencia universalista que le permite a Ramírez asumir que “la protesta que hacemos contra la España, comprende á todas las naciones que se llaman civilizadoras, y que para bien de los pueblos los entregan á las calamidades de la guerra” (320). A partir de estas consideraciones, ‘el Nigromante’ concluye que no son los afanes civilizatorios europeos, esto es, ni

el orgullo español ni la ambición francesa quienes hacen desaparecer los Pirineos y precipitan al mar las columnas de Hércules [extendiendo la civilización]; es la fraternidad universal: lo que hay de más puro, de más noble, de más sublime, [y que] pertenece á todos los pueblos, [a] todas las glorias [que] se confunden en una. (321)

Si bien con este planteamiento resume los alcances humanistas de su pensamiento, al mismo tiempo Ignacio Ramírez realiza la síntesis dialéctica que le permite explicar (y criticar) como analogías históricas —¿concepción circular de la historia acaso?— la Conquista y Colonia española (1521-1821) y la Intervención francesa y el Segundo Imperio mexicano, comparaciones que ayudan a comprender la lógica de su hispanofobia.

Sin embargo, lo más interesante es que “La desespañolización” se erige, literaria e históricamente hablando, como el culmen y, a la vez, como el punto de partida consciente y sistemático de la segunda etapa del antiespañolismo. Es decir, de aquella formulación patriótica más que ideológica que había dado sentido a la vida en México durante el periodo de entreindependencias (1821-1867) y a la que los letrados de la Academia de Letrán y émulas habían dado resolución ética y estética como una manera para refrendar la legitimidad histórica de la Independencia. Afirmo esto puesto que el artículo, por un lado, dio primeras formas, expresión intelectual y ensayística explícita a aquel sentimiento hispanófobo mediante el cual el criollo expresaba su frustración y complejo de inferioridad ante el Otro español que los trescientos años de coloniaje habían dejado como impronta en el temperamento y la idiosincrasia de México y el mexicano (Ramos 1934). Luego de las representaciones novelescas estudiadas y la oratoria política del periodo de entreindependencias (1821-1867), considero que “La desespañolización” es el texto que da expresión discursiva acabada al sentimiento antiespañolista.

Por otro lado, también marcó un parteaguas al implicar el inicio de una comprensión distinta del proceso de la historia y la cultura nacional conduciendo a su reescritura. Esta reinterpretación ya no se fincaba en la idealización del criollo, como había sucedido en el periodo anterior —imagen del mexicano que el liberalismo restauracionista identificaba con el conservador afrancesado y vendepatrias (Altamirano, Revistas literarias ; Pérez Vejo, “La difícil herencia”)—, sino en la exaltación del indio y la cultura prehispánica y en la subsecuente satanización y defenestración de los hechos de la Conquista y la Colonia como punto de inflexión de México, sentimiento complejo que ni la gallardía y congruencia ética e histórica de Juan Prim en 1862 hicieron superar al vate y sus connacionales. 14

Basándome 15 en las tres o cuatro ediciones mexicanas que tuvo en el lapso de cuatro años —en la Estrella de Occidente en 1865, en Ures, Sonora; 16 en El Semanario Ilustrado en 1868, en la Ciudad de México; en El Espíritu Público en 1869, en Campeche— y en las subsecuentes reproducciones y referencias directas —como en las obras selectas del autor editadas en 1889 por el Ministerio de Fomento y en El Hijo del Ahuizote en 1899—, considero que “La desespañolización” asentó las bases para la configuración de un nuevo imaginario y paradigma histórico, cultural, artístico y literario —esto es, de un nuevo conjunto de imágenes, códigos, valores y esquemas de relación— entre 1867 y 1890 aproximadamente. Dicho paradigma condujo a la reinterpretación y reescritura de la historia desde la perspectiva liberal, que, si bien continuó anatemizando la Colonia como había sucedido en la etapa anterior, adquirió originalidad y trascendencia ética y estética —tensa y dialéctica también—. Primero, porque desdibujó el protagonismo cultural y artístico del criollo y, segundo, porque incorporó y otorgó esa prominencia al hombre y al pasado prehispánico, a la caída de Tenochtitlán y a la Conquista española (1519-1521). Estos periodos se plantearon como el origen y fundamento del México independiente y liberal, en una interpretación ontológica e histórica que convenientemente descalificó y marginó —saltó u obvió, de hecho— la herencia hispánica, no sólo racial, sino cultural y lingüística. Al menos eso es lo que revelan novelas como Monja y casada, virgen y mártir y Martín Garatuza (ambas de 1868), de Vicente Riva Palacio, y Un hereje y un musulmán (1870), de Pascual Almazán; panorámicas históricas como El libro rojo (1870) y México a través de los siglos (1881-1884), ambos coordinados por Vicente Riva Palacio; la pintura histórica de Félix Parra, Pablo Valdés, Leandro Izaguirre, Primitivo Miranda, José María Velasco, Joaquín Ramírez, Daniel del Valle, Adrián de Unzueta, Petronilo Monroy; o la escultura indigenista de Miguel Noreña, Gabriel Guerra, Alejandro Casarín Salinas.

El caso de la novela (1867-1900): desespañolización y reescritura de la historia

Si bien Ignacio Manuel Altamirano afirmaba en 1868 y en 1871 que la novela histórica había sido el género dominante durante del periodo fundacional de la literatura mexicana (1836-1867), realmente en los años previos a la Reforma esta tradición había evolucionado y presentaba una diversificación temática y genérica importante que perfilaba el desarrollo de una nueva perspectiva y resolución ética y estética de ascendencia realista, más crítica e incisiva. Así lo muestran obras como El fistol del diablo (1845), de Manuel Payno, Ironías de la vida (1851), de Pantaleón Tovar, El diablo en México (1858), de Juan Díaz Covarrubias y El monedero (1861), de Nicolás Pizarro.

Por eso resulta llamativo el hecho de que, en medio del renacimiento cultural y literario que buscaba dar resolución artística a las certezas formativas de la República restaurada mediante la entronización de la novela, 17 cobrara de nuevo particular auge la novela de tema antiespañolista con obras como Monja y casada, virgen y mártir y su continuación Martín Garatuza, así como el ciclo novelesco colonial que articuló el guerrerense con Las dos emparedadas, Los piratas del golfo (ambas de 1869) y Memorias de un impostor. Don Guillén de Lampart, rey de México (1872) —a lo que posteriormente se sumarán muchos de sus cuentos—. Copartícipes en este nuevo impulso a la novela de tema antiespañolista fueron José Tomás de Cuéllar con El pecado del siglo (1869), Pascual Almazán con Un hereje y un musulmán (1870), Eligio Ancona con Los mártires del Anáhuac (1870) y El conde de Peñalva (1879), entre otros autores que sería largo enumerar. El mérito de estas novelas radica en que

están construidas para deleitar [a través de la forma de la novela de aventuras] y convencer de las posibilidades liberales mediante el señalamiento de lo negativo de la propuesta conservadora, que asumía como ideal el sistema semifeudal de la Colonia. Las distintas novelas liberales de este periodo, por tanto, basarán su argumento en la descalificación de tal tiempo-espacio. (Chavarín 17)

En el contexto reconstructor y renovador de la República restaurada (1867-1876) —contexto de novelas como Clemencia (1869) o Navidad en las montañas (1871), de Altamirano, de Ensalada de pollos, Historia de Chucho el ninfo . Las jamonas (todas de 1871), de José Tomás de Cuéllar; de El cerro de las campanas . El sol de mayo (ambas de 1868), de Juan Antonio Mateos—, no puedo dejar de asociar e interpretar el renacimiento de la novela de tema antiespañolista con el imaginario y el sentimiento hispanófobo que contribuyeron a poner y actualizar en la palestra restauracionista el texto de Ignacio Ramírez, más aún cuando, por esos años, las diversas coyunturas históricas a las que el partido conservador había sometido al país en defensa de su propuesta —la Guerra de Tres Años, el apoyo a la Intervención francesa y al Segundo Imperio— amenazaban con mantener la misma estructura social, exenciones y fueros vigentes durante la época colonial. Por tal motivo, considero que la reflexión desespañolizadora fue asumida como una necesidad histórica y cultural para mover a las conciencias nacionales a aceptar la propuesta de organización liberal del mundo, la cual, mediante las Leyes de Reforma, buscaba romper y superar, de manera efectiva y real, con la inercia estructural colonial. 18

Considero que lo más importante del renacimiento y replanteamiento antiespañolista reside en la recuperación y reinserción de dinámicas del pasado, la cultura y el hombre prehispánicos dentro del proceso histórico de México. Luego de las referencias idealizadas y por tanto estáticas —que, al ser excepcionales, eran, por tanto, asistemáticas— a los héroes o a la cultura y pasado prehispánicos durante el periodo artístico y literario previo, 19 20 en 1870, se publicó el que es considerado el primer texto que pone en perspectiva el desarrollo de México, al concebirlo como un contínuum histórico: me refiero a El libro rojo, coordinado y escrito por Vicente Riva Palacio con la participación de Manuel Payno, Juan Antonio Mateos y Rafael Martínez de la Torre. Es una historia novelada 21 que rastrea, en diversos momentos del desarrollo de México, el calvario y muerte sufrido por los mexicanos (no indios, no criollos, no mestizos: mexicanos los llamaban los autores) en su defensa de la libertad histórica y cultural. El texto consideraba mexicanos tanto a los nacidos en el mundo prehispánico, como en el mundo colonial o durante la época independiente, a los que se visualizaba y definía como un ser colectivo nacional a partir del compartir una misma sensibilidad y valores nacionales soberanos: hay mucha artificiosidad, sin duda, en esta representación, sin embargo resultaba (y continúa resultando) funcional, histórica e ideológicamente hablando. Se considera que estuvo influido por Le livre rouge, Histoire de l’échafaud en France (1863), escrito por letrados como Amédée de Bast (1795-1892), Arnold Boscowitz (1818-?), Éduard Fournier (1819-1880) y Mario Proth (1832-1891), quienes hablaron sobre “la historia de todos aquellos hombres —o mujeres, aunque en menor medida— que habían muerto en el patíbulo o cadalso” (Quintero 16). A diferencia del modelo francés que asumía el tópico mortuorio desde un punto de vista sensacionalista, casi morboso, El libro rojo escrito por los mexicanos, en cambio, fue una resolución ética y estética necrológica, sí, pero que estaba profundamente ideologizada al abordar la muerte sólo de aquellos mexicanos que perdieron la vida en su lucha por la libertad e independencia política y cultural en alguno de los distintos tiempos o épocas históricas de México. En este sentido, se dice que “el énfasis narrativo fue resituado, ya no en lo siniestro y criminal, sino en lo heroico y martirológico, con lo que sus biografías pasaron a ser hagiografías” (Quintero 18).

En este marco, El libro rojo comienza a rastrear la historia de México con la vida y muerte de Moctezuma, Xicoténcatl y Cuauhtémoc, continuando luego con la de una docena de personajes del periodo colonial (Rodrigo de Paz, Martín Cortés, los Carabajal), a quienes define y asume como “mexicanos de espíritu”, y concluyendo con la de dieciséis héroes insurgentes de la Primera y la Segunda Independencia mexicana, como el licenciado Verdad y el cura Hidalgo y, paradójicamente, cerrando con Maximiliano como mártir de la Independencia. De esta manera, la concepción y realización de El libro rojo como la primera obra de la historia de México escrita desde la perspectiva liberal, traza no sólo una línea temática temporal, sino, más importante, logra establecer una concatenación espiritual e ideológica, entre las acciones de los personajes históricos pertenecientes a distintas épocas o modelos del mundo en México: con ello logra “salvar” las diferencias raciales, culturales e históricas que cada época impone a los héroes, de modo que resulta lógica su comprensión como parte de un mismo espíritu nacional: el mexicano.

La publicación de El libro rojo comenzó a configurar, sistemáticamente, un imaginario histórico y cultural nacionalista, un conjunto de valores e imágenes escriturarias y figurativas a partir de las cuales se recuperó y se trazaron redes de significación entre el mundo prehispánico, la Colonia y el México independiente, que posibilitaron la comprensión de la historia de México no necesariamente como un proceso dialéctico colectivo movido por la oposición de contrarios, sino, en todo caso, como un proceso espiritual en torno a la pervivencia de valores colectivos específicos como la libertad, la independencia y el amor al suelo nativo, el cual tenía su origen en el pasado prehispánico y se continuaba en el temperamento y la idiosincrasia que el entorno físico y cultural le definía a los individuos que allí nacían. Si bien catorce años después, en 1884, se publicó México a través de los siglos (coordinada por Riva Palacio, con la colaboración de Alfredo Chavero, Juan José Arias, Enrique de Olavarría y Ferrari, José María Vigil y Julio Zárate), considerada la primera historia liberal con una perspectiva evolutiva, creo que El libro rojo, con (y a pesar de) su hibridación genérica, 22 había inaugurado y cumplido precisamente esa función, pues fue capaz de visualizar y trazar un contínuum histórico-explicativo —más interesante, quizás, para la formación histórica del mexicano actual— entre las tres etapas del México de entonces: época prehispánica, época colonial, época independentista. El libro rojo es la matriz que articula aquellas imágenes e interpretaciones de la historia, de las tensas y conflictivas relaciones entre el mexicano y el español, que se mantienen plenamente vigentes mediante su reproducción acrítica al menos en los libros de historia de la educación primaria y secundaria, sin que haya un proceso de referenciación que revele las fuentes del enunciado y los condicionantes de la enunciación.

Así, primero tímidamente como sucede en Un hereje y un musulmán, posteriormente asumiendo un carácter protagónico en Los mártires del Anáhuac, comienza a darse un cambio temático y de perspectiva que hizo surgir nuevos protagonistas literarios, el héroe indígena y la cultura prehispánica precisamente, que se incorporan y engrosan el imaginario nacionalista. De esta manera, sobre todo con la novela de Ancona, personajes como Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal adquieren carácter ético y estético dentro de la tradición narrativa mexicana, dimensión que ya tenían a nivel histórico gracias a los cronistas de la Conquista (Bernal Díaz del Castillo, Fr. Bernardino de Sahagún), a historiadores románticos (William Prescott) y, también, a nivel de la cultura popular, gracias a los afanes liberales por articular un imaginario, un panteón que unificara a los mexicanos mediante su identificación con las figuras de los héroes mártires de la época de la Conquista y del periodo insurgente.

Los mártires del Anáhuac configura desde la forma y los recursos textuales —ritmos del discurso, perspectivas y actitudes— dos imágenes del hombre antagónicas. Por un lado, la de los héroes indígenas como figuras dignas y contenidas, con un carácter reflexivo y siempre capaz de realizar la síntesis dialéctica del futuro —parecieran demiurgos, iluminados que avizoran el porvenir—, lo que le otorga un tono profético a su palabra y punto de vista; y, por el otro lado, se encuentra la figura del español encarnada por Hernán Cortés o Pedro de Alvarado, como expresión del individualismo y materialismo, de la avaricia y crueldad, cuya visión del mundo está supeditada a la inmediatez material de los hechos. Si bien la obra tiene un final trágico para los héroes, marcado por la historia —el tormento primero y luego el ahorcamiento de Cuauhtémoc—, lo importante es que desde la literatura misma se comienza a replantear y reinterpretar la historia nacional con una perspectiva dramática que centra su atención y empatía en los hechos de la Conquista de México, en el heroísmo de mexicas como Cuauhtémoc, Tetlepanquetzal o Coanácoch, que ofrendan su vida en pro de la independencia de su sociedad y cultura, con la intención de desmarcarse de la herencia histórica y cultural española de la Colonia, pero, también, tomando distancia del protagonismo del criollo como mediador paternal entre la cultura original y la española. Resulta más interesante (y más manipulado también) que esta recuperación del hombre y la cultura prehispánicos, de su lucha denodada y patética por trascender su destino que plantean textos como Los mártires del Anáhuac, adquiere trascendencia y sentido histórico a partir del establecimiento explícito ya sugerido de homologías, continuidades históricas y espirituales (más que ideológicas) entre los personajes prehispánicos y el ánimo y la intención que impulsaron a los insurgentes mexicanos a la gesta independentista, sólo que visualizando y representando a estos últimos (manidamente otra vez) como conciencias mexicanas, no como conciencias criollas, que es, a final de cuentas, lo que eran a causa de su época, formación y planteamientos. En este contexto, considero que el imaginario y la conciencia antiespañolista actualizados por Ignacio Ramírez en “La desespañolización”, comienza a resolverse ética y estéticamente en los textos concretos no sólo mediante el orgullo y la exaltación del criollo como síntesis y expresión de un espíritu mexicano, como había sido la propuesta antiespañolista lateranense, sino, realmente, como el establecimiento de un nuevo paradigma y protagonista históricos que rearticulan y reescriben —desde el pasado prehispánico, desde los hechos fundacionales dramáticos de la caída de Tenochtitlán y la Conquista—, la historia del México independiente.

El caso de la pintura histórica mexicana (1870-1900): el indigenismo

Particular importancia debieron revestir los replanteamientos antiespañolistas para las artes plásticas entre 1867 y 1890 aproximadamente, pues fue una de las etapas más productivas y participativas en la definición de una identidad nacional para la pintura y la escultura, tanto así que sólo encuentra parangón en el periodo del Nacionalismo cultural de inspiración vasconcelista (1921-1940). 23 Luego de la restauración de la legalidad republicana a mediados de 1867 y del reconocimiento de Ignacio Manuel Altamirano en 1874 acerca de la necesidad de “crear una escuela pictórica y escultórica esencialmente nacional, moderna y en armonía con los progresos incontrastables del siglo XIX” (“La pintura histórica” 109) —idea recurrente en el tixtlense (1880, 1882)—, comenzó a cobrar particular relieve el cultivo de un arte histórico que centró su atención en los hechos dramáticos de la Conquista (1519-1521). Como señala Guillermo Brenes-Tencio,

durante el siglo XIX mexicano, tanto en la República Restaurada como en el Porfiriato, la figura del indígena prehispánico fue elevada a ilustre categoría de escultura o pintura histórica. […] Así, hacia la segunda mitad de la centuria decimonónica, los creadores plásticos habían comprendido el poder de la representación del indígena para despertar nociones de nacionalismo e identidad en el público. (99)

Los líderes y los órganos ideológicos y culturales del juarismo primero y del porfiriato después (como Ignacio Ramírez, 24 Ignacio Manuel Altamirano 25 o posteriormente departamentos de Estado como el Ministerio de Fomento que encabezó Vicente Riva Palacio 26 entre 1876 y 1886), se dieron a la tarea de impulsar en la pintura y la escultura sendas tradiciones de corte historicista, con las cuales incentivar la reinterpretación de la historia de México como un contínuum entre el pasado prehispánico y la gesta independentista y liberal, desligándose histórica, cultural e, incluso, emocionalmente del periodo colonial. De esta manera,

[la exhibición de obras en] las Exposiciones Nacionales celebradas en [las últimas décadas d]el siglo XIX mostraron rotundamente el interés de los artistas académicos hacia la época prehispánica como fundamento y arranque de la nación mexicana. La época colonial era un tema difícil de tratar, por razones evidentemente políticas, por lo que se recurrió a temas de la historia prehispánica (Brenes-Tencio 101).

Esto llevó a Ignacio Manuel Altamirano a considerar en 1883-1884, que

el género [de las artes plásticas] independiente y nacional no ha apuntado [o destacado] sino en los años que siguieron a 1867, en las obras de cuatro jóvenes de talento que han tenido bastante osadía y fuerza de carácter para iniciarlo, recibiendo en recompensa el aplauso público.

Esos jóvenes han sido [Félix] Parra, [José] Obregón, [Manuel] Ocaranza y [Alejandro] Casarín [Salinas].

Los dos primeros se han consagrado a la pintura histórica y los dos últimos a la de un género [costumbrista] que era desconocido y tal vez desdeñado en la antigua Academia. (“Revista artística” 188)

Quizás atendiendo el llamado de 1874 del maestro Altamirano, o compartiendo sólo el imaginario antiespañolista desespañolizador a partir del cual se reescribía la historia liberal, Rodrigo Gutiérrez (1848-1903), Félix Parra (1845-1919) y José María Velasco (1840-1912) pintaron, respectivamente, El senado de Tlaxcala (1875; imagen 1), La matanza de Cholula (1877; imagen 2) y La pirámide del sol (1878; imagen 3), antecedidos sólo unos años antes por Pablo Valdés (1839-?) con Dos soldados aztecas presentan la cabeza de un español al cacique Matlazinca (1872; imagen 4). La mayoría de estas obras fueron adquiridas por el gobierno porfirista y dadas a conocer en museos y exposiciones nacionales e internacionales.


 El senado de Tlaxcala

Imagen 1 : El senado de Tlaxcala

Por Rodrigo Gutiérrez. 1875. Museo Nacional de Arte, México.


Episodios de la Conquista: La matanza de Cholula

Imagen 2 : Episodios de la Conquista: La matanza de Cholula

Por Félix Parra. 1877. Wikimedia Commons. Web. 10 de octubre de 2022.


Pirámide del Sol

Imagen 3 : Pirámide del Sol

Por José María Velasco. 1878. Museo Nacional de Arte, México.


Dos soldados aztecas presentan la cabeza un español al cacique Matlanzica

Imagen 4 : Dos soldados aztecas presentan la cabeza un español al cacique Matlanzica

Por Pablo Valdés. 1872. Pinacoteca del Ateneo Fuente, Saltillo.

En estos textos, apoyándose en una perspectiva costumbrista con la cual buscaban recuperar exóticamente los usos del mundo prehispánico (vestimentas, diseño de interiores), y que se hibridaba con un punto de vista clásico y académico que tendía a representar idealizadamente la perfección de las formas humanas, situacionales y contextuales de esa época, los pintores dieron forma artística plástica a hechos y situaciones desarrolladas por figuras a las que la historia liberal identificó y estableció como los fundadores de un espíritu, de un temperamento, de una moral nacional mexicana. Como bien señala Tomás Pérez Vejo,

la pintura de historia decimonónica permitió a los nuevos Estados-nación articular un relato en imágenes capaz de mostrar la existencia intemporal de las naciones y, como consecuencia, de legitimar el poder político como representación de ellas. Se construyó así un imaginario sobre el pasado en el que las imágenes fueron utilizadas tanto para recordar como para olvidar, para mentir como para seducir. El objetivo fue lograr la coherencia discursiva necesaria para que la nación apareciese como una realidad histórica “natural”, al margen incluso de la voluntad de los propios individuos que formaban parte de ella. (“La manipulación” 219)


El suplicio de Cuauhtémoc

Imagen 5 : El suplicio de Cuauhtémoc

Por Leandro Izaguirre. 1892. Museo Nacional de Arte, México.

Tanto a nivel técnico e interpretativo como en lo relativo a la recepción inmediata y posterior que tuvo la pintura histórica mexicana del siglo XIX, hay muchos aspectos a estudiar: por ejemplo, el denso misticismo de las atmósferas; la perfección clásica amanerada, rebuscada, de los cuerpos representados; la expresión hierática (por eso mayestática, por eso profética) de las figuras prehispánicas que evidencian ya el egipticismo que señaló Samuel Ramos en 1934, por mencionar sólo unos cuantos. Con todo, dado que la intención de este estudio no es agotar el tema sino visualizarlo en sus correlaciones con algunas de las otras expresiones de la serie cultural (la literatura, la historia, la escultura), concluyo este acercamiento reproduciendo la imagen de El suplicio de Cuauhtémoc (1892; imagen 5), de Leandro Izaguirre.

Ante el patetismo humano e histórico del texto pictórico, ante la voluntad y la decisión tensa e inquebrantable de Cuauhtémoc que revela su expresión, ante la actitud y el perfil de ave de rapiña que el artista le adjudicó a Hernán Cortés, sólo puedo compartir la afirmación de que El suplicio de Cuauhtémoc consiguió aquello a lo que toda pintura de historia aspiraba: convertirse en la imagen arquetípica en la que una comunidad se reconoce y se identifica, en la imagen del hecho histórico mismo. A partir del cuadro de Izaguirre todo mexicano, socializado por el Estado para ser mexicano [por la educación, por la cultura popular], verá ya la conquista de la misma forma: la crueldad de unos conquistadores llegados de fuera enfrentada a la nobleza de un príncipe azteca, cruelmente torturado, pero que será vengado trescientos años más tarde con el grito de Dolores. [El suplicio de Cuauhtémoc] es el triunfo definitivo del indigenismo en los últimos años del siglo XIX como corriente ideológica en la construcción nacional mexicana. Como ocurre con la mayoría, si no todos, los cuadros de historia que llegaron a convertirse en emblemáticos, el acierto de Izaguirre fue conseguir una perfecta equivalencia simbólica entre el hecho histórico concreto representado y la historia de la nación, entre la escena que aparece en el cuadro y la nación como personaje histórico: no es Cuauhtémoc quien está siendo torturado por Cortés y sus compañeros, es la nación mexicana la que sufre estoicamente la crueldad de unos conquistadores que han podido vencerla pero no someterla; no es un hecho histórico aislado el que se representa, es un capítulo más del drama moral de la nación mexicana personalizada en Cuauhtémoc el que el espectador tiene ante sus ojos. (Pérez Vejo, “La manipulación” 229)

El caso de la estatuaria mexicana (1870-1900): las contradicciones del antiespañolismo desespañolizador

Como he tratado de exponer hasta aquí, la pintura histórica mexicana del último tercio del siglo XIX y prácticas letradas como la literatura y la historia compartieron el mismo contexto y comprensión de que el antiespañolismo, la desespañolización histórica y cultural, eran imperantes para que México y el mexicano fluyeran y se proyectaran progresistamente dentro del contexto de las naciones modernas, tal y como lo había sugerido Ignacio Ramírez en su texto de 1865. La desespañolización consistía en el rechazo a la influencia cultural española a partir de significar e interpretar dantescamente los hechos de la Conquista, exaltando los valores y la cultura del mundo prehispánico vencido que se planteaba artificiosamente. Estos valores tenían su continuidad en el proyecto independentista decimonono, cuya bandera enarboló el liberalismo reformista. El desarrollo de las distintas prácticas culturales y artísticas (literatura, historia, pintura) fue más o menos concomitante durante el periodo, salvo el caso especial y excepcional de la estatuaria mexicana.

A diferencia de la literatura, la historia y la pintura, que asumieron palpablemente el desarrollo de temáticas prehispánicas enlazándolas con el presente liberal de la enunciación o realización artística, la estatuaria mexicana de las últimas décadas del siglo XIX fue una práctica artística y cultural dedicada sobre todo a exaltar los valores y figuras de insurgentes y reformistas. La estatuaria ayudó a articular un panteón casi exclusivamente decimonono, que, cuando abordó los tópicos indigenistas prehispánicos e intentó concatenarlos con las certezas y planteamientos históricos e ideológicos del liberalismo, tuvo una recepción que reveló las aristas y contradicciones de los planteamientos antiespañolistas y quizás de las teorías del mestizaje que estaban emergiendo entonces (Basave Benítez). Ello pudo deberse a que, a diferencia de las pinturas y los textos literarios e históricos, que están destinados a ser percibidos de manera más individual o en espacios más institucionalizados como museos, escuelas u oficinas gubernamentales, la escultura tiene una exposición/recepción más colectiva y pública, pues, en el caso mexicano, fue creada para exponerse en espacios abiertos como plazas, monumentos y anfiteatros. Esas aristas y contradicciones de la praxis escultórica en el México decimonono me parece que son ejemplificadas, a cabalidad, por el carácter itinerante que han tenido algunas de las esculturas de personajes indígenas en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, el cual no sólo es eje vial de la Ciudad de México, sino, sobre todo, eje urbano del ritmo histórico y cultural de la capital del país.

En 1877, el empresario Antonio Escandón financió y ofrendó al pueblo de México el monumento a Cristóbal Colón en la segunda glorieta del recién nombrado Paseo de la Reforma —Sebastián Lerdo de Tejada cambió por tal el nombre original de la vía, Paseo de la Emperatriz, en 1872—, concluyendo un proyecto monumental ideado durante el Segundo Imperio mexicano. Coincidentemente —¿casualmente?—, ese mismo año Vicente Riva Palacio, Ministro de Fomento durante el primer cuatrienio porfirista (1876-1880), decretó la erección de un monumento a Cuauhtémoc en la que fue la tercera glorieta de la calzada, que fue concebido por Francisco Jiménez, realizado por Miguel Noreña e inaugurado diez años después, en 1887. El objetivo de la obra era reconocer la valentía del último emperador azteca y sus adalides Tetlepanquetzal, Cacama, Cuitláhuac y Coanacoch durante la gesta de la defensa de Tenochtitlán. Fue forjada con base en un estilo académico de clara ascendencia clásica que, al plasmar valores estéticos a los que estaba habituado el público, le permitió la comprensión e identificación con el personaje y los valores que representaba.

El mismo año en que se inauguró la glorieta de Cuauhtémoc, México recibió la invitación para participar en la “Exposición Universal de 1889. La Exposición del Centenario de la Revolución”, que se celebró en París. Con el apoyo económico del gobierno porfirista, en la capital francesa se construyó el pabellón, de inspiración azteca y maya, diseñado por Antonio M. Anza, mientras que, en la Ciudad de México, Alejandro Casarín Salinas realizó en bronce las esculturas monumentales de los emperadores aztecas Izcóatl y Ahuízotl —los popularmente llamados “Indios Verdes”—, 27 que, a manera de guardianes, supuestamente franquearían el acceso a la sala de exposiciones. Al parecer, por sus dimensiones —alrededor de cuatro metros de altura—y su peso —casi tres toneladas—, las estatuas no se enviaron a París y se instalaron al inicio del Paseo de la Reforma en 1889 (imágenes 6 y 7). Es importante señalar que, a diferencia del modelo clásico y académico de la estatua de Cuauhtémoc de Miguel Noreña, 28 las figuras de Ahuízotl e Itzcóatl atendían a los cánones de una estética popular mexicana, que décadas después será llamada “naif”, y que sin duda rompía con los valores afrancesados de la época.

“Entrada al Paseo de la Reforma”

Imagen 6 : “Entrada al Paseo de la Reforma”

Por Winfield Scott. ca.1895. México Máxico. Web. 10 de octubre de 2022

“Entrada al Paseo de la Reforma”. El Mundo. Semanario Ilustrado

Imagen 7 : “Entrada al Paseo de la Reforma”. El Mundo. Semanario Ilustrado

Por Alfred Biquet. Domingo 19 de septiembre de 1897, pág. 215.

“Entrada al Paseo de la Reforma”

Imagen 8 : “Entrada al Paseo de la Reforma”

s. f. México Máxico. Web. 10 de octubre de 2022

Se da entonces una situación o recepción chocante y contradictoria. El monumento a Cuauhtémoc había sido asumido por los receptores oficiales y por el público en general como una expresión de orgullo nacionalista (más aún debido a su ubicación frente al monumento a Colón), mediante el cual se asumía orgullosamente la herencia y el carácter mestizo de México y el mexicano: así se colocó al mismo nivel de héroe nacional junto con los otros protagonistas de la Independencia que comenzarían a ser inmortalizados pocos años después en la misma calzada. En cambio, las estatuas de Izcóatl y Ahuízotl, que se ubicaron al comienzo del Paseo de la Reforma —contrapuestas, además, a la estatua de Carlos IV, de Manuel Tolsá, en un aparente enfrentamiento simbólico entre dos formas de ver el mundo (imagen 8)—, causaron escozor e incomodidad entre la élite porfiriana con ínfulas afrancesadas y aristocratizantes:

Los tlatoanis no fueron del gusto de la sociedad porfiriana, que buscaba hacer de México un país con cánones estéticos afrancesados. Las esculturas de los tlatoanis parecían romper con el equilibrio simbólico que se había logrado con las estatuas de Cristóbal Colón y Cuauhtémoc. Es decir, estéticamente no apelaban a lo europeo y simbólicamente rompían con el ideal mestizo que trataba de unificar a los distintos sectores sociales. (“Los Indios Verdes” s. p.)

“Los indios verdes en Paseo de la Reforma”

Imagen 9 : “Los indios verdes en Paseo de la Reforma”

. s. f. México Desconocido. Web. 10 de octubre de 2022

Incluso El Monitor Republicano, periódico baluarte del liberalismo desde 1844 y hasta 1896, llega a solicitar al Ayuntamiento de la Ciudad de México en 1891 que

suprima los ridículos y antiestéticos muñecotes colocados a la entrada del Paseo de la Reforma. Los turistas que visitan esta capital creen que esos adefesios son obra de los primitivos pobladores del Anáhuac y que nuestro ayuntamiento los conserva allí como reliquias arqueológicas. Así opinan los que nos juzgan favorablemente. En cuanto a los que sepan que son obras contemporáneas nos calificarán seguros de salvajes. (Citado por Musacchio s. p.)

En 1901, las estatuas de Itzcóatl y Ahuízotl fueron retiradas del Paseo de la Reforma e iniciaron un largo peregrinar que las llevó, primero, al Paseo de la Viga entre 1901 y1939, donde, se suponía, entraban en armonía con el carácter indígena y popular de esa rambla (Musacchio s. p.). Después, entre 1939 y 1979, fueron reubicadas en la entrada norte de la Ciudad de México. Entre 1979 y 2005, se removieron al paradero norte del Sistema de Transporte Colectivo, donde dieron nombre a la terminal. Finalmente, en 2005, fueron emplazadas en el Jardín del Mestizaje.

Pese a lo anecdótico de la situación, considero que en este recorrido azaroso y un tanto errático de los emperadores aztecas que devinieron en ser reconocidos sólo como los Indios Verdes se encuentra el quid, las contradicciones de la estatuaria mexicana forjada por el nacionalismo liberal y que tuvo su origen en el sentimiento antiespañolista, desespañolizador, de finales del siglo XIX. Y es que en el momento en que esa praxis buscó una forma de expresión propia, que rompiera (tímidamente, a mi parecer) con el academicismo clásico y se atreviera a experimentar con las formas de una estética más cercana a las formas populares o tradicionales —o a lo que décadas más tarde se conceptualizaría como “naif”—, la representación escultórica del indígena dejó de tener significado y trascendencia en el México de finales del siglo XIX. Sólo hasta la década de 1940 fue retomada esa propuesta, durante los epígonos del nacionalismo cultural de inspiración vasconcelista, en la que tema y estilo emergieron con decisión, como lo muestran el Monumento a la Raza (1940) y el Monumento a la Madre (1949).

A manera de conclusión

Hasta aquí he expuesto cómo el antiespañolismo novelesco y artístico fue una constante temática e imaginativa que trazó una serie de vasos comunicantes que recorren y unifican la cultura mexicana del siglo XIX, desde sus primeras formulaciones literarias en las novelitas de los miembros de la Academia de Letrán a mediados de la década de 1830, hasta el nuevo impulso y significado que tomó a partir de los planteamientos desespañolizadores de Ignacio Ramírez en 1865, los cuales incidieron en una reescritura de la historia y de la novela histórica. Estas últimas se reflejaron y dieron un impulso original a la pintura histórica y a la estatuaria mexicana.

Por el momento, poco puedo agregar a lo expuesto, pues lo dicho hasta aquí son los resultados preliminares de una investigación en curso que busca visualizar en conjunto las distintas realizaciones éticas y estéticas del antiespañolismo en México a lo largo del siglo XIX: el periodo fundante de la historia, la cultura y la literatura nacional. Y es que sólo así, pensando de manera integrada las características y contextos de las distintas expresiones letradas y artísticas, podrá tenerse cabal idea de los alcances y contradicciones del proceso que, con todos sus límites, permitió la definición de una historia y una cultura mexicana.

Obras citadas

  1. Alexander, Christopher Ray. Blood, Sweet, and Tears: On the Literacy Creation of Nacional Sentimient in 19th Century México. Baltimore, John Hopkins University, 2016. 🠔
  2. Altamirano, Ignacio Manuel. Revistas literarias de México. México, T. F., Neve Impresor, 1868. 🠔
  3. Altamirano, Ignacio Manuel. Clemencia. México, Editorial Porrúa, 1982. 🠔
  4. Altamirano, Ignacio Manuel. “La literatura en 1870. La novela mexicana”. Obras completas XII. Escritos de literatura y arte. Vol. 1. México, Conaculta, 1988, págs. 230-236. 🠔
  5. Altamirano, Ignacio Manuel. “Prólogo a El romancero nacional, de Guillermo Prieto”. Obras completas XIV. Escritos de literatura y arte. Vol. 2. México, Conaculta, 1988, págs. 262-303. 🠔
  6. Altamirano, Ignacio Manuel. “La pintura histórica en México”. Obras completas XIV. Escritos de literatura y arte. Vol. 3. México, Conaculta, 1989, págs. 109-112. 🠔
  7. Altamirano, Ignacio Manuel. “Revista artística y monumental”. Obras completas XIV. Escritos de literatura y arte. Vol. 3, págs. 179-201. 🠔
  8. Alvarado, María de Lourdes. “Ley de Instrucción Pública de 1867. Antecedentes y características fundamentales”. Los tiempos de Juárez. México, UNAM, 2007, págs. 19-42. 🠔
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  10. Basave Benítez, Agustín, México mestizo. México, Fondo de Cultura Económica, 1992. 🠔
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El periquillo sarniento (1816), La Quijotita y su prima (1818), Noches tristes y día alegre (1818), Don Catrín de la Fachenda (1832).
Me refiero a La batalla de Otumba, de Eulalio Ortega, y Netzula, de José María Lacunza, publicados en 1837 en el primer volumen de El Año Nuevo: ambos son textos de temática indianista que no polemizan mayormente con la coyuntura histórica de la conquista y colonización, explicando, incluso, la caída del mundo prehispánico como resultado de la traición tlaxcalteca. Matizando, a nivel temático, otro tanto podría decir sobre poemas como “A un sabino de Chapultepec” (1837), de Guillermo Prieto, y “Moctezuma” (1837), de Wenceslao Alpuche, o “Profecía de Guatimoc” (1839), de Ignacio Rodríguez Galván.
Salvo los casos de excepción ya mencionados, la presencia protagónica del indígena puede documentarse sólo hasta 1861, con El monedero, de Nicolás Pizarro, en el que el héroe, Fernando, es orgullosamente consciente de su ascendencia y herencia indígena, instaurándose definitivamente como nuevo arquetipo y protagonista literario ocho años después, en 1869, con Clemencia, de Altamirano.
Según David Brading (Orbe, Los orígenes), la configuración del México independiente fue producto del criollo, que se apropió y dio sentido histórico a las contradicciones sociales del régimen colonial, encauzándolas y dándoles sentido y trascendencia no por la vía social sino por la vía política.
Las cursivas en esta y las dos citas siguientes son mías. Llama la atención el nominalismo implícito del antihéroe novelesco, Brígida: por homofonía, puede entenderse como “rígida”, aludiendo así a su cerrazón intelectual y vital.
Debido a la delimitación del trabajo no puedo extenderme en un análisis composicional y estilístico puntual. Sin embargo, debo mencionar dos aspectos: primero, la configuración del criollo como un ser romántico marginado socialmente, fatigado y desencantado, escarmentado y desilusionado del mundo; segundo, la concepción de la existencia humana, social e histórica como una especie de gran teatro de la vida, con claras reminiscencias barrocas que obligan a reconocerlas como un ascendiente idiosincrásico definitorio.
En El visitador se dice que Ana de Cervantes, la protagonista criolla, “hacía todo el bien que podía a los infelices indios: les aliviaba en sus necesidades, conseguía aplacar a su padre en los momentos en que estaba ya pronto a aplicarles un castigo, y era voz entre los naturales que el mayor beneficio que podía concederles la fortuna en su situación, era hacerles súbditos de Cervantes y de su hija Doña Ana” (Rodríguez 85-86).
En el contexto de la Reforma y la Guerra de Tres Años (1855-1861), se desarrolló en México una agresiva campaña antiliberal por parte de letrados e ideólogos conservadores —muy poco documentada y estudiada hasta ahora—, ya mediante textos novelescos como La Quinta Modelo (1857), de José María Roa Bárcena, ya mediante la recuperación y socialización por parte de los conservadores de interpretaciones históricas como la de Lucas Alamán, formalizaciones discursivas con las que se buscaba deslegitimar las leyes reformistas y su legitimidad histórica asociada directamente a la Independencia de México. Esto también se planteó incluso en la plástica mexicana, como bien señala el historiador y crítico de arte Fausto Ramírez Rojas.
Durante la época, la lectura literaria no era sólo un ejercicio individual, sino colectivo gracias a la lectura en voz alta, tanto en las tertulias de las élites como en los corrillos populares que se formaban en mesones, abarrotes y esquinas donde se leían las principales obras literarias de la cultura occidental, como El Quijote, de Cervantes; Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas; El judío errante, de Eugenio Sué; así lo testimonian las escenas de costumbres planteadas en Los de abajo (1915), de Mariano Azuela; Desbandada (1934), de José Rubén Romero y Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez.
Ignacio Ramírez cuestionó la reelección automática de Benito Juárez en 1864 al considerar que el estado de guerra contra el invasor francoaustriaco no era un motivo suficiente para no organizar elecciones democráticas que refrendaran la legitimidad republicana del oaxaqueño.
Sólo hasta 1868, ya concluidos el Segundo Imperio y la Intervención francesa, Ignacio Ramírez escribirá “Antigalicanismo”, una crítica mucho más mesurada a la intervención y la influencia francesa.
Afirma Christopher Ray Alexander que “almost all of that polemic has been lost, —save the piece that records Ramírez’s victory—” (296), esto es precisamente “la desespañolización”. Con todo, el texto de Ramírez ofrece indicios mínimos para columbrar que la polémica inició con alguna arenga de Emilio Castelar a los americanos para que asumieran su herencia hispánica en el marco de la separación definitiva de la República Dominicana del Imperio español en 1865.
Las cursivas en esta y las dos citas siguientes son mías.
Ante la moratoria en el pago de la deuda externa de México luego de la bancarrota pública creada por las Guerras de Reforma, tres de los países acreedores, Francia, Inglaterra y España, se unieron para exigir el pago de la deuda. La actitud comprensiva de John Russell, el representante de Inglaterra, a la que se sumó la disposición conciliatoria de Juan Prim, el delegado español, posibilitaron la firma de los Tratados de La Soledad y de un plan de pagos justo en 1862, concluyendo así los trabajos de la Alianza Tripartita. Francia no aceptó los acuerdos, lo que desembocó en la Intervención francesa y el Segundo Imperio (1862-1867).
No entro aquí en los detalles de los resultados arrojados por la investigación hemerográfica en proceso acerca de la recepción de Ignacio Ramírez por el gran público lector.
Algunos críticos e historiadores afirman que “La desespañolización” apareció publicada en el periódico La Insurrección, del cual, hasta ahora, no he podido rastrear mayor información en los acervos hemerográficos.
Según Ignacio Manuel Altamirano en “Revistas literarias de México” (1868) y “La novela en México en 1870” (1871), la novela, quizás por su expresión prosística, era el medio idóneo para educar a las masas en torno a los valores y la sensibilidad nacionales, que, supuestamente, había desvelado la guerra contra el invasor francoaustriaco.
Sustento esta interpretación en el hecho de que, en realidad, en ese momento, como ahora, España no representaba ninguna tensión ni peligro político, económico, histórico o cultural para México, salvo en las actividades del comercio al menudeo que, al parecer, estaba en manos españolas —configurando, de hecho, el arquetipo del abarrotero español o comerciante a pequeña escala (Pérez Vejo, “La conspiración gachupina”)—.
Véase la nota 2.
En la historia y la cultura hispánica e hispanoamericana, algunos de esos personajes habían alcanzado ese rango heroico años antes con textos como el drama Guatimozín (1827), del colombiano José Fernández Madrid, y Guatimoczín, último emperador de México (1846), de la cubano-española Gertrudis Gómez de Avellaneda.
A diferencia de la novela histórica, que como género literario plantea interpretaciones posibles de la historia llenando las lagunas de indeterminación mediante acciones de personajes ficticios o héroes medios (Lukács), la historia novelada es la representación narrativa de hechos históricos documentados.
Véase la nota 2.
Aunque, eso sí, considero que hace falta una comprensión realmente integradora que dé cuenta de la función ética y estética de los distintos textos (literarios, históricos, pictóricos, escultóricos, musicales) desde una perspectiva semiótica. Fausto Ramírez Rojas y Tomás Pérez Vejo son de los pocos estudiosos que han asumido y desarrollado tales planteamientos, aunque se advierte la “costura” histórica de sus consideraciones.
Se dice que, en 1869, Ignacio Ramírez propuso “dotar a la capital de la República de un establecimiento exclusivamente encargado de recopilar, explicar y publicar todos los vestigios anteriores a la conquista de la América; la sabiduría nacional debe levantarse sobre una base indígena” (Pérez, “La conspiración gachupina” 1119).
En 1874, luego de señalar certeramente esa “estéril y tediosa consagración [de los artistas plásticos mexicanos] a imitar servilmente los modelos de una escuela determinada”, Ignacio Manuel Altamirano se preguntaba “¿por qué tanto jóvenes, poseyendo un verdadero conjunto de cualidades artísticas, no han acometido la empresa de crear una escuela pictórica y escultórica esencialmente nacional, moderna y en armonía con los progresos incontrastables del siglo XIX?” (“La pintura histórica” 109).
Desde su ministerio, Riva Palacio se dio a la tarea de rescatar y restaurar las ruinas de Palenque, fundó el Observatorio Nacional y concluyó el Paseo de la Reforma, concebido no sólo como una vía de unión entre la capital y su suburbio Chapultepec, sino como una exposición o lección de historia al aire libre y permanente.
Por efectos de la corrosión ambiental del bronce, las estatuas de Itzcóatl y Ahuízotl adquirieron una pátina verdosa que les dio el nombre popular de “Indios Verdes”.
El Cuauhtémoc de Miguel Noroña representa la perfección física de un héroe de la Antigüedad, vistiendo túnica y casco a la usanza de los guerreros romanos. En cambio, Ahuízotl e Itzcóatl están modelados a partir de una estética expresionista, que orienta el trabajo y efecto artísticos hacia la contundencia del conjunto.