LA NOCIÓN DE AUTOR (1750-1850)*
José Luis Díaz-Granados
Universidad de París vii
En un coloquio cuyo propósito es historizar la problemática del autor, me parece útil comenzar por intentar historizar la noción misma, punto de partida de nuestros trabajos y de las diversas tentativas por repensar el “sujeto de la literatura”, llevadas a cabo recientemente después del célebre artículo de Foucault (1983). De no hacerlo, dicha noción, como todo concepto abstracto, corre el riesgo de funcionar como universal, y en cuanto tal, de pasar inadvertida a la sospecha histórica. Sé de antemano cuan ingrato es dicho propósito, pues al lector desprevenido la palabra misma le aparece inmóvil, idéntica a sí misma a lo largo de la historia. Espero, sin embargo, que tal tentativa nos servirá para tomar conciencia de los cambios que han afectado los diversos aspectos de la función autor en esta época de profundas mutaciones que constituye mi objeto de estudio: el siglo transversal que va de mediados de la Ilustración al ocaso del Romanticismo.
La palabra, como es sabido, posee una larga historia, que otros han esclarecido antes que yo con respecto a su origen etimológico y a su evolución semántica entre la Edad Media y el Clasicismo. Recordemos simplemente que la palabra viene de augeo, que significa “augmentar”, teniendo en cuenta que ese augmen se refiere, no a un simple añadido, sino a una contribución original y fundamental, a una creación, de aquellas que transforman de arriba a abajo el mundo. De ahí la idea inicial de que la labor del “autor” se asemeja a la labor de Dios, puesto que el autor por excelencia es el autor de esta obra suprema que es la “Creación1”. Dicho de otro modo, si tenemos en cuenta su etimología, la noción de autor insiste en una de las funciones-autor acentuadas por los griegos, el Renacimiento y el Romanticismo (muy al contrario de la sospecha propia del Clasicismo y, si podemos decirlo así, de la Era estructuralista): la función creadora, o si se lo prefiere, la función heurística.
Esta aura divina continuará alzándose sobre el término durante la época medieval. Se sabe que durante dicho periodo la palabra no dejo de evolucionar, cambió de un extremo al otro: aquellos a los que se denomina con respeto auctores, no son los creadores originales, sino, muy al contrario, altos dignatarios del espíritu a los que conviene, según el modelo escolástico en vigor, jurar fidelidad al citarlos religiosamente. Solo aquellos enunciados (teológicos) que se apoyen explícitamente en tales homenajes “feudales” a la autoridad de los grandes espíritus del pasado —ya sean filósofos, como en el caso de Aristóteles, o padres de la iglesia— son susceptibles de ser aceptados como verdaderos. Ipse dixit, ergo vero. Revisado y corregido por la lógica escolástica, el autor continúa siendo un Dios, pero, más que un Dios creador, el autor es garantía de verdad. Desde entonces, el autor no es aquel que engendra un nuevo mundo, sino aquel a quien toda una tradición inmemorial de respeto, una larga cadena de juramentos, ha otorgado el status de autoridad. Haber ejercido en un pasado inmemorial la función heurística le otorga el derecho de constituirse perpetuamente en una instancia jurídica de veracidad: tal es su manera, determinada por la Historia, de ejercer esta función de autoridad espiritual que es la función simbólica.
Sobre la evolución del sentido de la palabra autor durante el Clasicismo, así como sobre la distribución semántica de esas dos nociones cercanas de autor y escritor, Alain Viala asume el rol del historiador. En un convincente capítulo de El Nacimiento del escritor, Viala demostró cómo la promoción de la noción de escritor y el repliegue de la noción de autor estuvieron ligados a la emergencia de una nueva “escenografìa autorial” que se adaptaba perfectamente al nuevo espíritu de los “mundanos” 2 (Viala 1985, 277). Allí donde el autor era una instancia de legitimación, una autoridad, y a la vez, era revisado y corregido por el espíritu humanista, una instancia de saber, —y, en cierta forma, un “pedante”—, el escritor será, sobre todo a partir de la mitad del siglo XVII, un bel sprit3 capaz de “agradar” y de “gustar”: ocupando así una función estética. No obstante, dicho rasgo se encuentra aún lejos del registro de “amor al arte” que caracterizará a Flaubert y a los parnasianos del siglo XIX, y debe más bien ser entendido en el registro sociable entonces en rigor, que implica que aquello que es bello agrada a los honnêtes gens4. En cualquier caso, lo esencial ya no está en ser, parafraseando a Boileau, “el autor más divino” (como lo quiso ser, para su propia desgracia, un Rosard), sino un escritor “irreprochable” y, en la medida de lo posible, “sublime”. Capaz a la vez de comunicar (como diríamos hoy en día), y deleitar. De ser leído con agrado, no de sus allegados, sino de sus jueces más implacables: la gente honorable de la Corte o de la ciudad. De ejercer así, en un mismo gesto, tres funciones que conviene distinguir: la función técnica, la función estética y la función comunicativa y social.
Así pues, mientras que el escritor, acompañado del bel esprit, asciende a la cúspide, el autor se convierte en sospechoso. Y más aún cuando dicha palabra no remite únicamente, como lo hace hoy, al “sujeto del texto”, sino que designa también a aquel grupo social concreto que conforman, en la diversidad abigarrada de sus taras legendarias, los “autores”. Y, mientras que el escritor recién surgido permanece al margen de toda sátira, son los “poetas indigentes” y “los autores” quienes abuchean a los juvenales de la Corte. Interiorizando inconscientemente la escala de valor de la clase dominante, como lo ha demostrado Claude Cristin (1973)5, y juzgándose implacablemente a través de los ojos del Rey y de la Nobleza, los autores se invalidan a sí mismos en tanto que “malos autores”. De allí la verdadera proscripción del autor a la cual se prestan tanto Fénelon, quien desea que “un hombre le haga olvidar que él es un autor” (1911, 69)6, como Pascal, quien cree que, en una obra, “todo aquello que existe gracias al autor, no vale nada” (82) y no se asombra que cuando “allí donde se esperaba un autor, se encuentre un hombre” (79). Solo La Bruyère rompe in extremis con esta unanimidad cuando se atreve a escribir: “[…] Se requiere mucho más que espíritu para ser autor” (La Bruyère 1688).
Si analizamos la evolución de dicha situación al inicio del periodo de las luces, es fácil constatar que, en lo esencial, dicho dispositivo persistirá en su totalidad hasta mediados del siglo XVIII. Así, el precioso análisis de sinónimos que nos ofrece el artículo “Escritor” del tomo V de la Enciclopedia de 1775 resulta insuficiente. Este se contenta con afirmar que el término “escritor” se refiere únicamente a aquellos “hombres de letras” (término genérico) que “han aportado obras de las bellas letras, o que, por lo menos […], guardan una relación con el estilo”; mientras que el término “autor” “se aplica indiferentemente a todo género de escritura” y “está más relacionado con el fondo que con la forma”, lo que viene a confirmar el sentido “técnico-estético” de la palabra “escritor”, adquirido recientemente durante el siglo anterior. Pero basta con leer el artículo “Autores” del Diccionario filosófico de Voltaire para darse cuenta que la “masa de autores” continua siendo sospechosa, de la misma forma que se desprecia “un autor que sólo es un autor”. De hecho, la promoción inicial del “filósofo” se lleva a cabo en el registro mundano del honnête homme, como lo prueba incluso una lectura superficial del célebre texto que escribirá Dumarsais en los años treinta, fiel aún al espíritu de la primera Ilustración, y que la Enciclopedia retomará en su artículo “Filósofo” (no sin un cierto anacronismo). Según Montesquieu, y según el autor de las Cartas filosóficas, el filósofo debe ser un hombre sociable y, si se pone a escribir, un escritor elegante, un hombre de gusto, pero no un autor. Pues un autor, si creemos lo que de él se murmura comúnmente, es un escritor de profesión que se ocupa, más que de la verdad de sus intenciones, de la forma libresca que se les da, y que, escándalo supremo, pretende obtener una autoridad del hecho de ser impreso y “cocido en becerro”, como lo habría dicho Molière en Las mujeres sabias. Por el contrario, ser un escritor, esto es, un hombre de espíritu y de gusto, le permite al filósofo salir del nocivo aislamiento de sus empolvados libros de biblioteca para exponer la verdad de sus ideas a la saludable censura de los “hombres honestos”. Así, en esta aurora de libre pensamiento, el escritor y el “hombre de espíritu” son quienes reciben la gracia que les permite aliviar las “espinas del matemático”7, mientras el autor se encuentra del lado del inmovilismo del prejuicio: una instancia de autoridad, de admiración y de respecto que conviene destronar para poder así pensar sin trabas. No resulta entonces difícil de comprender las declaraciones eufóricas y provocadoras del joven Marivaux, cuando, en el encabezado de la primera página del Spectateur français del 29 de mayo, anunciaba: “No es un mero autor lo que ustedes van a leer”. Pues un autor, nos explica Marivaux:
[…] es un hombre a quien, en su ocio, le agarran unas ganas vagas de pensar sobre uno o diferentes temas; lo que podríamos denominar: reflexionar sobre nada. Este tipo de trabajo, lo admito, ha producido en ocasiones excelentes cosas, pero, por lo general, lo que allí se siente es más bien la flexibilidad del espíritu que la pureza y la verdad, pues no podemos negar que siempre hay un no sé qué gusto artificial en la conexión de los pensamientos a los que nos entregamos. Así pues, al final resulta que la elección de tales pensamientos es puramente arbitraria, y en esto consiste reflexionar como lo haría un autor. ¿No sería mucho más llamativo de vernos pensar como hombres? (Marivaux 1969, 114)
Luego de este eco del célebre pensamiento de Pascal, del cual, a su vez, pensando en Montaigne, el mismo Montesquieu nos proporciona, en la misma época, un equivalente8, Marivaux continúa:
Para mí, este fue siempre mi sentimiento; de suerte que no soy autor, y hubiera estado, creo yo, verdaderamente apenado de llegar a serlo. ¿Por qué torturar el espíritu para entresacarle reflexiones que uno no posee? Y, aun si quisiese intentarlo, sucede que no sé crear, pues sólo sé sorprender en mí los pensamientos que del Azar provienen. (114)
De allí el elogio paralelo, en la obra de Marivaux, de ese “filósofo de temperamento” que es el bel esprit, en detrimento mismo del filósofo de profesión, demasiado autor, por decirlo de alguna manera, demasiado preocupado por ideas artificiales. De allí también su elección de escribir, no un “gran libro” terminado, un “volumen respetable”, sino “obras que aparezcan únicamente en hojas”, libros “fútiles” que conserven la “vivacidad del principiante”9 (1969, 138).
La situación cambia por completo cuando —a partir de 1750 y, sobre todo, después de la prohibición de la Enciclopedia—, el modelo intelectual dominante no sea más el del filósofo sociable, sino esa nueva figura del hombre de letras, héroe magistral del saber y del pensamiento. Testigo crítico de la promoción fulgurante de esta nueva categoría es la Correspondencia de Grimm, que, en 1787, busca un Molière para burlarse del “nuevo absurdo” que constituye:
[…] ese tono a medias entre el mundano y el hombre de letras que afecta a tantos filósofos, economistas, moralistas y literatos, y que, despreciándose mutuamente, no se encuentran que en ese único punto, el de preferir al título de autor, del que se glorificaban los Pascal, los Fénelon, los Corneille, los Racine, aquel de “gens de lettres”, término unánime a la ayuda del cual pretenden asignarse un rango, un estatus en la sociedad”. (Grimm 1830, 141)10
Sin embargo, la expresión de “Hombre de letras”, presentida durante largo tiempo como menos arcaica y provincial que la noción de autor, no tendrá menos éxito, debido, ante todo, a la fuerte extensión del término, ya que, en su origen, los hombres de letras se alistaban entre las diversas profesiones intelectuales, incluidas las ciencias11. Así pues, más que al escritor (como nos lo demuestra Paul Bénichou), es al “hombre de letras”, tanto como al filósofo, a quien se dirige el primer acto de consagración, que conviene distinguir, pienso yo, de la consagración romántica del “poeta”, que intervendrá, sobre todo, después de la Revolución francesa12.
En una deliberada ruptura con el espíritu de sociabilidad de la temprana Ilustración, la promoción del “hombre de letras” se llevará a cabo en oposición al modelo del bel sprit y del honnête homme, modelo al que se encontraba profundamente ligado el “escritor”. Lo anterior conlleva, según un Sébastian Mercier, a un doble rechazo: a los “frívolos escritores”13 y a los cobardes y serviles “Beaux esprits”. Así, entre más se aproxima el escritor a la técnica y a la sociabilidad, mayor es su disposición a ocuparse del deleite y de la forma. Y, entre más se compromete con la lógica mundana de los círculos y de los bureaux d’esprit, mayor es la importancia del hombre de letras filósofo14, pues éste, al pretender ser un magistrado del pensamiento, ilumina con su tono paternalista a los hombres, atribuyéndose a sí mismo la función augusta del legislador. Así pues, el escritor sólo se encontrará a salvo en el momento que accede al rango supremo de “gran escritor”. Sin embargo, dicha grandeza no guarda ninguna relación con la belleza estética de su obra, sino con la misión social que se supone debe cumplir. Así lo demuestra el título del discurso que Chamfort y La Harpe componen para la Academia de Berlín en 1769: “De cómo el genio de los grandes escritores influye en el espíritu de su siglo” 15 . Así lo demuestra también el elogio del “hombre de letras ciudadano” que hace el ejemplar Thomas en su discurso de recepción de la Academia Francesa en 176716. Hombre de letras quiere decir allí hombre de vasta cultura y de grandes ideas, y no un simple “escritor de literatura”; un “filósofo” y no un bel esprit atolondrado y mundano. Nada comparado a lo que hoy en día podríamos llamar un hombre de letras, en el sentido peyorativo, provincial y académico del término, sino algo así como un “intelectual” sui generis. Y si el “hombre de letras” es también un “ciudadano”, por esta denominación debemos entender que está obligado a ejercer la doble función de responsabilidad político-moral y de resistencia intelectual a la tiranía que se espera de él durante la época prerrevolucionaria.
Si bien es cierto el hombre de letras no es un escritor puro, tampoco deberá ser un simple autor. Fiel al espíritu de la temprana Ilustración, en 1755, en su artículo “Gens de Lettres” de la Enciclopedia, Voltaire plantea que, entre los hombres de letras, los más afortunados son aquellos que no son autores, es decir, aquellos que no están expuestos ni a la envidia de sus orgullosos camaradas ni a las vejaciones de la publicación. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, la manera despectiva con la que este aristócrata cosmopolita de las letras habla de las angustias propias de la literatura profesional, y arroja a los “malos autores” al purgatorio de la “literatura inferior”, tiene pocas cosas en común con el modo de proscripción del autor que practicaba habitualmente la generación de la Enciclopedia. A partir de entonces, se aborrecerá, sobre cualquier otra cosa, que la preocupación por hacer un libro, publicarlo y ganar dinero con él, prevalezca sobre la solemnidad del pensamiento. El autor, a diferencia de la época precedente, no será visto como un “pedante” cuya engañosa autoridad emana de su majestuosa encuadernación, sino como un artesano de libros, un comerciante de las letras acusado de simonía.
Así pues, el autor, tal y como se le denuncia entonces, es el escritor profesional tal y como ha empezado a transformarlo las mutaciones de la librería parisina. Dicha transformación será analizada ya en 1755 por Rémond de Saint-Sauveur en su Agenda des auteurs, una suerte de código de la literatura antes de su existencia misma, pues servirá de modelo a aquel con el que posiblemente colaboró Balzac en 182917. A diferencia de sus camaradas, quienes comenzaron por erigir la estatua ideal del hombre de letras en un gesto ideológico de afirmación voluntarista, Rémond de Saint-Sauveur evoca, de manera completamente pragmática, el mundo literario real que comienza desde entonces a perfilarse. Bajo la presión de las librerías, la producción literaria tiende desde ya hacia una especialización cada vez mayor del trabajo intelectual, haciéndonos asistir así a una explosión de pequeños géneros, comenzando por la novela, que beneficiará a los comerciantes más fructíferos. Sin acritud, Rémond de Saint-Sauveur admite lisa y llanamente que, en la praxis, la práctica de esos pequeños géneros permite acceder al rango de autor:
Aquel que se metió en la cabeza ser un Autor, debe pues hacer un libro para meritar dicho nombre, pues hoy en día no es la atención prestada a la obra, ni su calidad, las que atribuyen el título de autor; un traductor, un compilador, un copista, un cantautor son también autores y poseen un rango en la Republica de las Letras; basta con haber puesto su nombre a la cabeza de un libro para llamarse Autor y para tener el derecho de criticar a los otros. (1755, 71)
Mientras que Rémond de Saint-Sauveur duda, como se puede ver, entre el reconocimiento pragmático y la intención satírica, el registro hagiográfico de la Ilustración tardía va a tratar al hombre de letras de una forma completamente opuesta. Así, por poner tan solo un ejemplo, la distinción autores/hombres de letras, tal y como la define la generación de la Enciclopedia, revela su verdadero funcionamiento en los escritos del sabio Garnier, autor, en 1764, de un tratado sobre L’Homme de lettres. La multitud se equivoca, nos explica este sabio profesor de hebreo, cuando confunde al hombre de letras con el autor:
Así como el oficio del albañil es el de construir una casa, o el del sastre el de hacer un traje, ellos creen que el oficio del hombre de letras es el de hacer un libro; no reconocen al hombre de letras sino a través de la cubierta, y le conceden así al pobre cantautor, o al premier marinero que hiciera imprimir su diario de viajes, el título que le negarían a los Tales o a los Sócrates, que nunca han escrito nada, pues han preferido esculpir sus descubrimientos en las mentes y en los corazones de sus Contemporáneos que en las tablas de una materia perecedera.
Los verdaderos hombres de letras no tienen la preocupación —artesanal y comercial— de publicar un libro, ni de respaldar su identidad de autor, ni siquiera de obligarse a escribir, pues las verdades que ellos esculpen pueden prescindir de los aspectos más básicos y materiales de la función autor. La fuerza y la eficacia de sus ideas son inversamente proporcionales a su reificación, al ser convertidas éstas en objeto editorial, y a sus logros retóricos y formales. Convicción que reconocemos en Diderot, autor del Essai sur les règnes de Claude et de Nerón, cuando afirma: “No escribo y no soy un autor: leo y converso, interrogo y respondo” (1972, 34), con lo cual pone en la cumbre a los autores que actúan como él18, pero sobre todo a Rousseau, autor a pesar de sí mismo. Al autoproclamar, en la cuarta de sus cartas a Malesherbes, que él no es “ni autor, ni hacedor de libros”, “Jean-Jaques” eleva su nombre a manera de símbolo emblemático del rechazo de la “autoralidad”, y no deja de maldecir a la totalidad de los autores, así como a los hombres de letras y a sus secuaces. Así, al no vacilar a la hora de movilizar contra esa “masa de autores” los viejos modelos satíricos de la época de Boileau y Molière —peligroso genio que él proscribe en nombre de un Sebastian Mercier, sacristán de la nueva religión literaria19—, Rousseau se adhiere al espíritu de la tardía Ilustración, pues ya incluso desde la aparición de Les Confessions, éste justificará su rechazo al estatus de autor y su decisión de ganarse la vida como copista, en su voluntad de permanecer libre:
[…] Siempre presentí que el estatus de autor no era, ni podría ser ilustre y respetable, en la medida en que fuera un oficio. Resulta demasiado difícil pensar noblemente cuando solo se piensa para sobrevivir. Para poder, para atreverse a decir las grandes verdades, es preciso no depender de su éxito.
Ideas que no compartirán todos aquellos que, por otros medios y no viendo contradicción alguna entre la libertad intelectual y la independencia financiera conquistada por el trabajo del espíritu, comienzan por entonces a luchar por la conquista de los derechos de autor. Sabemos que sus combates desembocaron en una verdadera “Declaración de los derechos del Genio”, primera ley a favor de los derechos de autor votada bajo el impulso de Lakanal en 1791. Lo que quiere decir que, para pasar por una conquista digna de los tiempos heroicos de la Revolución francesa, los derechos de autor debieron avanzar encubiertos, esto es, asumir el recelo que pesaba sobre el autor —instancia estigmatizada por su estrecho vínculo con la retórica, la edición, lo jurídico y lo financiero— al tomar prestada la verborrea que se pondría en vigor desde la aparición del artículo “Genio” de la Enciclopedia. Dicho artículo, ya emblemático en 1757, se convertirá a su manera en un testimonio de ese movimiento general de romantización de la literatura que, en lugar de la figura profesional y editorial del autor, preferirá la figura heurística y veraz del Genio, por lo menos, hasta que entre en escena su majestad el Poeta.
El pre-romanticismo naciente —cuya cronología debería precisarse mejor y, en particular, distinguir dos etapas, la etapa de la Ilustración y la etapa pos-revolucionaria— se sitúa completamente en este estado de ánimo. Así, por más que el “genio” se identifique a aquel del hombre de letras, responsable y magistral, no deja sin embargo de darle la espalda al profesionalismo rígido del autor. Y ya que la palabra “escritor” irá, poco a poco, purgándose de sus connotaciones peyorativas, mundanas y estéticas (escapándose así de la vendetta), será sobre el autor, esta vez, que se arroja, lanza en ristre, Sébastian Mercier:
Guárdate de escribir, si lo único que buscas es ser admirado; pues en breve ya no te molestarás en escribir cosas desagradables con tal de que estén bien escritas, y en lugar del sentimiento de generosidad que anima al Escritor, no tendrás más que la ira del Autor20. (1778, 78)
Pero más allá del entusiasmo por el escritor, será la proclamación de la majestuosa supremacía del Genio la que va a predominar desde entonces. Un genio “creador”, tal y como lo denominan Shatesfury y Sébastian Mercier21. No ya una mezcla de pérfida retórica y de afán comercial (características propias del autor según la visión de los pre-románticos, en especial Senancour y Sébastian Mercier), sino un ser poderoso, de talante paternal, a quien, en sus inicios, se le atribuirá un aspecto jupiteriano y real, pero que, con el tiempo, desembocará en la figura de Prometeo. En síntesis, una suerte de Dios oximórico: seguro de su poder, pero alienado por el “entusiasmo”, con centro en sí mismo, pero arrebatado por el “furor”. Todo lo contrario de ese sujeto correcto, bien puesto, bien centrado, seguro de sus derechos y de su propiedad, contento de sus sentencias, que constituye el autor. Un “autor”, si se quiere, pero en el sentido etimológico, para entonces olvidado por completo…
Durante el período que irá desde los años 1780 hasta el nacimiento de la escuela romántica en la Restauración, se distinguirán dos tipos de crítica al autor. Por un lado, aquella que emana de los herederos de los filósofos, los cuales prefieren la vasta cultura del hombre de letras a los deseos irreprimibles por publicar del autor, sobre todo cuando se trata de un joven que no ha tenido aún el tiempo de reunir convenientemente una vasta literatura, en el sentido arcaico del término —sentido que permanece aún en ese ámbito—22. De ahí, por ejemplo, los consejos que publica Senacour en el Mercure en 1811. Por otro lado, la crítica que emana de los “pre-románticos”, opuesta a la lógica retórica y al profesionalismo del autor en nombre de un ideal de generosidad: la del genio y, posteriormente, la del poeta. Los fabricantes de diccionarios de sinónimos (Guizot, Bescherelle) siguieron imitando inútilmente a los enciclopedistas, pues éstos situaban al autor del lado del fondo y al escritor del lado de la forma, cuando lo cierto era precisamente lo contrario, por lo menos en lo que concierne al autor, ya relejado para entonces a las cuestiones textuales, factuales y formales. El autor es ese técnico artificioso de la literatura profesional al que hay que rehuir si lo que se quiere es hacer parte de la nueva religión literaria. Pues dicha religión busca sus dioses lejos del inventario editorial parisiense, donde aún viven esos medios y esos cuartos de autores de los que se burla el Tableau de Paris23, despreciando así la nefasta división del trabajo que asedia al templo de la literatura.
También Senancour, al oponerse explícitamente a la estrategia editorial de la época, define —en las “Observation” preliminares que abren, en 1802, su Oberman— su propia escenografía:
No fue mi pretensión la de enriquecer al público con una obra bien elaborada, sino la de ofrecer en lectura, a algunas personas dispersas en Europa, los sentimientos, las opiniones, los pensamientos libres e incorrectos de un hombre que, habituado a su soledad, escribió en la intimidad y no para ser publicado. (Senancour 1984, 368)
Al insistir que sus cartas, “desprovistas de todo arte”, son “la expresión de un hombre que siente y no de un hombre que trabaja”, es decir, que no son ni una “obra” ni una “novela” artificiosa provista de un “movimiento dramático”, de unos “acontecimientos dispuestos” y de un “desenlace”, Senancour elige como lector a un círculo íntimo de iguales: aquellos que, de manera inhabitual y mística, él llama sus “adeptos”. No se trata de un rechazo al autor en sentido propio, sino de sus funciones ordinarias. Rechazo que se acompaña, en la obra de Senancour, de una nueva descalificación del “hombre de letras”, expresión para entonces desacreditada y que no se aplica, dice Senancour, sino a los “escritorcillos de periódicos, a esas gentes del oficio” (1984, 368).
Más que la palabra misma, es el conjunto de actitudes y de funciones que ésta conlleva el que servirá de blanco a los ataques hechos por espíritus del mismo temple que Senancour. Ya antes de la Revolución francesa, y sin criticar explícitamente al autor, un Chassaignon se instalaba en una escenografía autorial contestataria e inconformista al escribir sus singulares Cataractes de l’imagination (1779). Criticando a los “oradores” y a los “geómetras”, pero también a los “copistas helados” —ese “rebaño de esclavos nacidos para alinear palabras y dar simetría a las frases”— Chassaignon, en un audaz movimiento, se pone del lado de esos “autores irregulares y llenos de energía” que son Milton, Young y Shakespeare, o, incluso, del lado de ese “genero abigarrado y monstruoso que practicó Montaigne
(T. I, 12, 15, 17). Lo anterior indica que, a pesar de todo, la noción de autor no se encuentra del todo desprestigiada, pues basta con modificarla según la tendencia del momento para hacerla presentable. Particularidad ésta que encontraremos en la obra de Sébastian Mercier24, pero también, aún después de la Revolución, en el joven Ballanche, autor de la obra Du sentiment dans ses rapports avec la littérature et les arts (1801). Al recordar que “el genio es anterior a los preceptos del arte” (P. IV), también él, más que criticar a los autores, critica es a los “retóricos” y a los “gramáticos”, y les opone la figura del “poeta”, poseedor del genio del “sentimiento”. Sin embargo, no es difícil ver que Ballanche apunta, en esos enemigos hechos a su medida, a todo aquello que constituye por entonces la parte menos respetada, por no decir prohibida, de la función autor: todo aquello que se refiere a la corrección gramatical y al buen direccionamiento retórico de la trama, todo aquello que gira alrededor del lenguaje entendido como un código universal a ser respetado, mientras que, por el contrario, el genio ideal, en su venturoso solipsismo, debe gravitar mucho más allá de ese pequeño universo escolar y limitado.
Muy al contrario, será el joven Lamartine quien buscará desmarcarse explícitamente de la actitud normal del autor. Todo, desde sus primeros pasos en poesía, está hecho para recordar que el poeta que canta en sus versos no es un autor que escribe, ni un rimador que armoniza sus versos, sino una voz juvenil y mortal que pasa “lejos de las orillas” acompañándose de su mística lira. Nada de aprendizaje para este poeta de nacimiento:
Jamais aucune main sur la corde sonore. Ne guida dans ses jeux, ma main novice encore. (Lamartine 1965, 145)
Ese no-profesionalismo se revindicará en el “Preámbulo del editor” (firmado E. G.) de esa obra, inicialmente anónima, que será las Meditaciones poéticas, obra cuyo anonimato, por demás, participa también de esa neutralización–poetización de la instancia autorial. He aquí, se nos dice en el preámbulo, los “primeros ensayos de un joven hombre que no tenía, al componerlos, el proyecto de publicarlos”. Y es precisamente sobre este punto que volverá el Lamartine de 1849 que, siendo partícipe de su propia consagración, comenta sus primeros poemas. Al querer explicar el primer éxito de las Meditaciones, Lamartine señala, parafraseando a su manera el pensamiento de Pascal:
El público penetró un alma sin verla, habitó un hombre en lugar de un libro. […]
No tenía impaciencia alguna de gloria, o susceptibilidad alguna por el amor propio, ninguna ambición de ser autor. No era un autor, era aquello que los modernos llaman un amateur, o que los antiguos llamaban un curioso de la literatura, como pienso que lo fueron, en su tiempo, Horacio, Cicerón, Escipión y el mismo César. La poesía no fue mi oficio, fue un accidente, una feliz aventura, el afortunado destino de mi vida. Aspiraba cualquier otra cosa, me destinaba a otros trabajos. Cantar no es subsistir.
Lo que conlleva a diferenciar al joven autor de las Meditaciones de la figura clásica del autor, tal y como el más agudo de los críticos de 1820, Charles Loyson, lo había hecho ya con respecto al escritor, escribiendo aquellas palabras que cobran su fuerza en su poder adivinatorio:
He ahí lo que distingue propiamente al autor de esta obra: él es un poeta, ahí está el principio de todas sus cualidades y una razón que excusa sus defectos. Él no es ni literato, ni escritor, ni filósofo, por más que tenga en demasía todo aquello que se requiere para serlo, él es poeta; dice lo que siente y se emociona al decirlo. (Lamartine citado por Sainte-Beuve, Portraits contemporains, t. III, 292).
En la persona de Lamartine, Charles Loyson anuncia el advenimiento del “poeta que no es sino poeta”; que no es literato, ni filósofo, ni siquiera “escritor” —y mucho menos “autor”—. Impuesta con fuerza a partir de esta fecha simbólica, la oposición poesía/literatura no cesará de reaparecer como un leitmotiv. En Vigny, que se lamenta en una carta a Hugo (enero 1825): “Hemos dejado de ser poetas para ser literatos” (1989, 196). En Emile Deschamps, que, en el Prefacio de los Etudes françaises et étrangères (1828) coloca la poesía del lado del arte al separarla de la literatura: “La poesía no es únicamente un género literario, es también un arte: por su armonía, sus colores y sus imágenes” (1923, 18). En Sainte-Beuve, por entonces militante neófito del Cenáculo hugoliano, quien confirma esta separación, adquirida en una ardua lucha, al recordar que, contrariamente a la época actual, en la época de Racine la poesía “que hacía parte de la literatura, se distinguía de tal forma de la vida que nada reducía la una a la otra” (Sainte-Beuve 1830, 741-742). Observemos también que esta oposición entre poesía/literatura no deja de traducirse en algunos casos en la oposición poeta/autor. Así ocurrirá en la obra del mismo Sainte-Beuve, cuando, en 1829, acuse a Boileau de ser un poeta-autor, que sabe conversar y vivir”: un “buen escritor de versos, de una hábil precisión”, pero “sin ser para nada un poeta, si reservamos dicho título a los seres verdaderamente dotados de imaginación y de alma” (Sainte-Beuve 1829, 666).
De la misma forma, nadie desea verdaderamente ser un autor durante el romanticismo, aún si el mismo Víctor Hugo, con un cierto empeño y majestuosidad, continúa designándose a sí mismo en sus prefacios como “el autor de este libro”25. La figura del “autor amateur”, a la que Nodier consagra un artículo de sus Français peints par eux-mêmes, es omnipresente: en el autor de Racine et Shakespeare, quien se pinta a sí mismo en el prefacio como “alejado de toda pretensión literaria”, “ocupado durante toda su vida en otros trabajos, sin títulos de alguna especie, para poder hablar así de literatura” (Stendhal 1970, 52), y quien escribe, nos dice él, “como se fuma un cigarro, para pasar el tiempo” (97); en Chateaubriand, quien se enaltece por no haber tenido nunca las “innobles costumbres de los hombres de letras de otros tiempos”26, pero no se glorifica menos de haber hecho parte de los “autores franceses de su tiempo”,
“casi el único cuya vida se asemeja a sus obras”27; en Anaïs Raucou de Bazin28, o en Ulric Guttinguer, de quien Sainte-Beuve habla en los siguientes términos: “El autor, que es autor tan poco como es posible, escribe en prosa como lo haría en las encantadoras cartas a un amigo. Es breve, claro, intenso, ágil” (1890, 412).
Así pues, para los románticos, ser un autor es tan malo como ser un hombre de letras: las dos expresiones sirven simultáneamente para designar un anti-modelo, para menospreciar una actitud literaria contraria al pacto romántico que se inscribe alrededor de tres nociones claves y complementarias: poeta, genio, artista. El vituperado autor es entonces un escritor de profesión, todo lo contrario al ideal del poeta inspirado, ese ser dotado de imaginación y de alma, tal y como lo describía Sainte-Beuve. A partir de entonces, será designado como autor u hombre letras, en el sentido devaluado que la segunda expresión adquirió a comienzos de siglo, el escritor que, pedestre ejecutante allí donde convendría ser un visionario divino, se contenta con desempeñar funciones autoriales consideradas como serviles: la función técnica (sabe escribir bien), la función objetual (elabora una obra, realiza artesanalmente un objeto literario, mientras que el poeta es un ser celeste que poco se preocupa de sus producciones), la función profesional (es un obrero de la edición), la función comunicativa (se dirige a un público al que se supone debe alcanzar, mientras que el poeta arroja sus versos al viento de otoño).
Por demás, la palabra autor se encuentra cargada de connotaciones peyorativas que provienen de su provincialismo y de su arcaísmo. Su provincialismo es remarcado por Scipion Marin, quien, en El Sacerdoce littéraire ou le gouvernement des gens de lettres, “centilogie” de 1832, observa que la provincia continúa llamando “autores” a aquellos que la capital designa como “hombres de letras” (1832, 80)29.
En cuanto a su arcaísmo, será Latouche quien lo denunciará en un artículo publicado en el Mercure, “Los hombres de letras hacia el año de gracia de 1825”:
Los autores han sido durante largo tiempo individuos completamente aparte, una suerte de sacerdotes ociosos y de animales parásitos inútiles a la prosperidad de los estados. Vadius y Trissotin representaban la generalidad en la especie. […] Hoy en día, los hombres de letras son todos independientes (t. ix, 400).
Lo anterior no es más que el resultado de aquella nueva tendencia a la que, como habíamos visto, la Correspondencia de Grimm se opuso sesenta años atrás sin ningún éxito. Pero, paradójicamente, la victoria del hombre de letras sobre el autor, arcaico y provincial, se logra justo en el momento en que ambos son expulsados al purgatorio por la todopoderosa figura del poeta, emblema de una concepción distinta de la literatura que pondrá el acento en la inspiración y no en la realización, en el canto y no en la escritura, en el alma del creador y no en el libro del autor.
Pues lo que más perjudica a la noción de autor es precisamente el hecho de que sea visto como una parte inseparable de aquello que Roger Chartier llama el orden de los libros (1992). Rasgo que el autor comparte con el hombre de letras, mientras que el escritor se las arregla mucho mejor, si le creemos a Balzac, entre muchos otros. En efecto, Balzac se lamenta de la “creciente desconsideración por el escritor, a quien se confunde con el hombre de letras, como si el magistrado pudiese ser un hombre de ley” (1976-1981, 93); y se anticipa, en 1834, en una solemne “Carta dirigida a los escritores franceses” (1843), a la campaña que desembocará, cinco años más tarde, en la creación de la “Sociedad de hombres de letras”.
Así mismo, la palabra autor sigue siendo presa de su prolongado uso en el registro satírico. Uso que se hace evidente en el siglo XVII, cuando era bien visto denunciar a ese profesional marginado al que la sociedad aristocrática exigía ser un “hombre honesto”. Uso que se hace evidente también, en el siglo siguiente, cuando Voltaire escribe el artículo “Autores” del Diccionario enciclopédico (1765) y Gilbert su Carnaval de autores (1773). Este uso que persistirá aún a inicios del siglo romántico, época en la que las sátiras del mundo literario continúan enfocándose en los autores vistos colectivamente. Así ocurre, hasta 1832, con un buen número de piezas insertadas en el Almanach des muses, o con esa Satire sur les auteurs du jour que un tal P. Sers publica en septiembre de 1824. El autor es para entonces el escritor visto desde el ángulo de sus pecados profesionales: orgullo, vanidad, envidia, amor-propio30. Los mismos pecados que el joven Stendhal hallará en La Harpe y en Geoffroy (“Si los autores tienen carácter, por más adornado que esté, será siempre aborrecible”) (1804, 87) y el joven Balzac en sí mismo (“yo, autor que de vanidad debería apestar”) (1960, 116). Nuevo objeto de los rechazos satíricos fue ese exceso que es la mujer-autor, “marimacha” y empleada del diablo, que en lugar de contentarse con ser la musa translucida del poeta inmaterial escribe: Hortense Allard, tal y como la describe George Sand, divirtiéndose ella misma al firmar “el autor” aquellas obritas que componía como principiante en su cuartillo de escribir de Nohat.
El autor, en definitiva, continúa siendo víctima del rechazo aristocrático que se ejerce desde Montaigne hasta Chateaubriand contra la “escrivallería”31, rechazo que se reactualiza durante el dandismo romántico y cuyo testimonio aparece, en 1830, en el Prefacio de los Contes d’Espagne et d’Italia de Musset, cuando éste se desmarca de ese tipo de autor que experimenta la necesidad de citar nombres conocidos, “en su mayoría clásicos, como si se tratase de un provinciano que, entrando a una fiesta, se inclina de un lado para otro buscando una cara amiga”(Musset, 604). El autor sigue siendo ese provinciano que toma prestadas anticuadas normas de cortesía, ese comerciante de las letras que, sucio de tinta y presto a cobrar, alborota la prensa, ese patán que carece de toda elegancia: la que se muestra en los salones y la que viene desde el cielo.
Así, los dos únicos recursos que le quedan a la noción de autor es, primero, amoldarse a aquello que yo he llamado el “trans-autor”, el autor de las obras completas, considerado por los románticos como una visión heroico-sintética de su destino, pero, sobre todo, amoldarse a la instancia biográfica, considerada entonces como el origen místico de la obra. Esta idea que afirma que la “parte personal del autor” es una cuestión esencial —como lo manifestaba Nicolas de Bonneville desde 178632—, supone, en algunos casos, mucho más que una simple diversión: “Ir directamente al autor a través de la máscara del libro” (Sainte-Beuve 1844, 675). “Entrar en su autor, instalarse allí, producirlo en sus aspectos más diversos, hacerlo vivir, conmoverse y hablar como seguramente él lo hizo: seguirlo en su intimidad y en sus costumbres domésticas” (Sainte-Beuve 1829, 677). Tales serán las disposiciones de Sainte-Beuve al término de un largo proceso de biografisación de la literatura cuya historia he consignado en otra parte33. Pero aún más que del lado del autor, sujeto textual, es del lado del hombre al que este proceso ha conducido: del lado de Racine, amante de la Champmeslé, y no del lado del “autor de Andrómaca”.
Pero, desde entonces, la confusión se hizo posible y el autor está presto a transformarse en ese componente fluctuante, en ese extraño falso amigo del que disponemos para todo pero con el que no sabemos muy bien que hacer: un mecanismo para engendrar malentendidos —fecundos, pretendamos en todo caso creerlo— durante estos tres audaces días de coloquio que no bastarán, sin duda, para esclarecerlo.
1 Véase Emile Benveniste, Le Vocabulaire des institutions indo-européennes, Gallimard, « bibliothèque des idées », t. III, 149: “En sus usos más antiguos, augeo indica no el hecho de incrementar aquello que ya existe, sino el acto de producir fuera de su propio seno, acto creador, que hace surgir algo de un medio fructífero, y que constituye el privilegio de los dioses o de las grandes fuerzas naturales, no de los hombres”.
2 En el noveno capítulo de la segunda parte (“El nombre de escritor”), Viala desarrollo el análisis al que nos referimos aquí: “En algunos decenios, el término ‘escritor’ alcanzó al término de ‘autor’ en la jerarquía de dignidad. Los lexicógrafos menos atentos al movimiento de la lengua consideran, por lo menos, los dos términos como equivalentes: así procede el diccionario de la Academia. En efecto, ‘escritor’ sobrepasa rápidamente ‘autor’ en cuanto término que indica prestigio. A los ojos de los especialistas de la norma científica y estética, el término de escritor debe ser reservado únicamente a los autores que fusionan la creación al arte de la forma” (1985, 277).
3 El término ‘bel sprit’ no existe en español y no puede ser traducido como“espíritu bello”. Un bel sprit equivale, como lo ha señalado Joaquín ÁlvarezBarrientos, “a la manifestación más sociable del hombre de letras, que sería másbien un hombre de cultura, un intelectual dotado de los conocimientos ampliosnecesarios para ser útil a la sociedad que lo acoge” (2006, 66). [N del T.]
4 Oposición que, a mi parecer, ha descuidado Alain Viala cuando, al homologar la autonomización de los “escritores”, —honnêt gens del clasicismo— y la autonomización parnasiana, escribe: “Es durante el Clasicismo que históricamente se desprende la literatura artística de las ‘lettres savantes’, tanto en los términos como en las practicas” (Viala 1985, 283). Aplicar al Clasicismo la noción Flaubertiana de “literatura artística” es evidentemente un anacronismo. Y las palabras son precisamente aquellas que orientan en profundidad las prácticas…
5 Cristin muestra que durante el Clasicismo, en las dedicatorias que deben hacerse a los poderosos, “el autor procede a su propia aniquilación” (1973, 22).
6 “Yo quisiera que un hombre me hiciera olvidar que él es un autor y que se pusiera conmigo en el mismo plano de la conversación” (Fénelon 1911, 69).Así mismo, otras fórmulas de la Lettre à l’Académié atestiguan la impaciencia de Fénelon —tanto como de la estética clásica, de la cual él mismo redactará el código a posteriori— ante el autor que intenta singularizarse o que autonomiza su gesto estético al no preocuparse más de la comunicación ni de la producción de la ilusión ficcional: “Un autor con demasiado talento, y que desea siempre tenerlo, fatiga y agota el mío” (68). “Para que una obra sea verdaderamente Bella, es preciso que el autor se olvide de sí mismo en ella y me permita olvidarlo, es preciso que me deje solo y en plena libertad” (70).
7 Fórmula tomada del artículo “Gens de Lettres” de Voltaire, au t. V de la Enciclopedia (1775). Voltaire hace allí el elogio de los hombres de letras del día, esos “hombres instruidos que cambian las espinas de las Matemáticas por las flores de la Poesía”.
8 Al afirmar que: “En la gran mayoría de autores, veo el hombre que escribe; en Montaigne, el hombre que piensa” (Marivaux 1969, 114). Fórmula de Montesquieu sobre Montaigne.
9 Mismo juego en el encabezado del Cabinet du philosophe en 1734: “Hasta aquí ustedes no han conocido que los autores que piensan en ustedes cuando escriben, y que, gracias a ustedes, procuran tener un cierto estilo”.
10 Ver a este respecto el artículo de Suzanne Fiette: La Correspondance Litttéraire de Grimm et la condition des écrivains dans la deuxième moitié du XVIIIe siècle, RIES, 1969.
11 Un testimonio es, por ejemplo, la manera en que D’Alembert habla, en 1753, de “les gens de lettres que se ocupan de las ciencias exactas”, al distinguirlos de los “eruditos” y de los “beaux esprits” (1822, 348).
12 Desarrollé estos puntos en mi tesis: L’écrivain imaginaire. Scénographies autoriales à l’époque romantique en France (1770-1850), Université Paris VIII, 1997.
13 Sébastian Mercier opone a los “frívolos escritores” que para escribir no tienen necesidad de pensar, a los “hombres de genio”, que “supieron meditar y establecer los principios” (Le Bonheur des gens de lettres, 23).
14 El intercambio casi perfecto de las nociones de “filósofo” y de “hombre de letras” se adquiere al final del siglo. Es tal su alternancia que en 1811, el viejo Stanislas Boufflers considera que “es tiempo que esas dos palabras sean consideradas para siempre sinónimas, ya que la filosofía y las letras están unidas como la palabra y el pensamiento” (1811, 9).
15 Ver Chamfort, Œuvres Complètes, éd. Auguis, 1825, t. I, 219.
16 Ver la reseña de este discurso en la Correspondance Littéraire, le 1er février 1767.
17 Pienso en el Code du littérateur et du journaliste, par un entrepreneur littéraire, firmado por Horace Raisson, París, 1829, y a propósito del cual Albert Prioult no excluía una posible colaboración de Balzac.
18 Ver lo que dice Rousseau a propósito de Séneca: “La otra gran mayoría de obras de filosofía no son sino improvisaciones hechas a la ligera en medio del tumulto […] Él no compone, sino vierte sobre el papel su espíritu y su alma, no se agota dándole una cadencia a su frase, sino que me exhorta” (Diderot 1972, 40-41).
19 “La escena de Vadius y de Trissotin va dirigida contra los literatos, y muchosde los versos, especialmente aquellos que salen de la boca del marqués, tiendena humillarlos […] Si él hubiese repartido tal humillación a los hombres consagrados a las ciencias exactas, hubiese degradado su siglo” (Mercier 1786, 156).
20 Motivo que aparecía ya en Du théâtre, en 1773: “¿No le gustaría que los aplausos no llegaran a golpear sus oídos? ¿Preferiría la vanidad a la gloria? ¿No sería pues un autor en lugar de ser un escritor? Este no se limita a una sola posición local; y ya que ha escrito sobre todos los temas y para todas las audiencias, prefiere tener admiradores lejanos, que no vera nunca, antes que tener que escuchar aquellos aduladores cuya mueca irónica parece siempre decirle: señor, venimos a alimentar su amor propio y alabarle vivamente” (337-338).
21 “El genio brota en mi imaginación bajo la forma de un Dios creador”. Él manifiesta, según el mismo Mercier “la libertad viril de un espíritu creador” (1766, 6).
22 Ver por ejemplo las declaraciones de Bouffers: “Habíamos dicho que, para ser admitido en la república de las letras, bastaba con saber leer y poder escribir, en otras palabras, que para ser literato, no era necesario ser autor. Pero esto era dividir la literatura en dos grupos principales: el grupo contemplativo y el grupo activo. El primero, sin duda más prudente pero también más ignorado, menos ávido de triunfos que los autores que lo acechan en sus sueños, prefiere congregar que dispersar, gozar que brillar” (1800, 14).
23 Veáse en el t. II el capítulo CXXXVIII del Tableau de Paris : “Des demi-Auteurs, quarts d’Auteurs, enfin, Métis, Quarterons, etc”.
24 Para establecer los matices de esta afirmación, habría que detenerse en todosesos empleos (menos frecuentes) en que la palabra autor, sin estar señalada,puede, a pesar de todo, tener connotaciones positivas. Así ocurre con el mismoMercier, que valoriza “al Autor que se abandona al verdadero movimiento desu alma” (1778, 87) y que, en una obra, cuyo título mismo merece ser analizadodetenidamente, proclama que “lo propio del autor es trabajar para la generación siguiente” (De Jean-Jacques Rousseau considéré comme un des auteurs de la Révolution française, 1791, t. II, 195). De la misma manera, la palabra parece serempleada positivamente cuando el autor, en su Tableau de Paris, escribe “Cada autor debe un reconocimiento a cada autor. La sociedad y las costumbres ledeben enormemente a la clase escribiente” (t. VIII, chap. 622).
25 Pero, a pesar de esta forma solemne e impersonal de hablar de sí mismo, Hugo no deja de rechazar allí la “autoridad”. Así ocurre en el prefacio de Cromwell: “El autor se ha por lo general abstenido de apoyar su opinión personal en los textos, las citaciones y las autoridades” (Hugo, Œuvres complètes, t. III, 86).
26 Continúa: “Todo aquello se debe a mi educación, a una vida de soldado y de viajero, de suerte que no fui pedante, que nunca tuve las innobles costumbres de los hombres de letras de otros tiempos, y mucho menos la más mínima seguridad, ganas o fanfarrona vanidad de los nuevos autores”, Mémoires d’outretombe, éd ; du Cebtenaire, « G. F. », t. I, 94.
27 “Préface testamentaire” [1834], ibid., t. I, 4.
28 “Uno de los puntos débiles de M. Bazin fue el de haber rechazado ser hombre de letras”, escribe Sainte-Beuve, quien hace de él el prototipo del “verdadero amateur y apasionado de las letras” (1850, 472).
29 El mismo Scipion Marin pone, en cambio, a las “damas autores” y a las “jóvenes hombres de letras” al mismo nivel en su actitud ridícula…
30 Como tantos otros, Stendhal desaprueba en su diario “el amor-propio del autor” (1981, 312).
31 A Montaigne echando pestes contra la “escrivaillerie”, responde Chateaubriand citando el autor de los Essais (Livre ii, Chap. 9, “De la vanité”): “Deberían existir unas leyes que restrinjan los autores ineptos e inútiles, así como existen contra los vagabundos y los holgazanes” (Mémoires d’outre-tombe, 507).
32 Bonneville critica los periódicos que se “concentran en el examen de las obras y no muestran la parte personal del autor”. Esto es, según él, “una omisión funesta para los jóvenes escritores” (1786, t. I, 675).
33 Ver “Ecrire la vie du poète? La biographie d’écrivain entre Lumières et Romantisme”, Colloque de Cerisy sur “Le Biographique”, août 1990, Revue des sciences humaines, “Le Biographique”, 1992-1, 215-233.
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