Quebrada La Popala: un análisis de calidad del agua desde algunas variables fisicoquímicas, microbiológicas y los macroinvertebrados acuáticos

Óscar Daniel Campo Becerra 

Universidad Nacional de Colombia – Bogotá, Colombia 

odcampob@unal.edu.co 


Este artículo propone una lectura crítica de la obra de Tomás González. En la primera parte, se muestra que la posición del narrador en la obra narrativa y la voz poética en su poesía están mediadas por una conciencia de la muerte que afecta la representación del mundo. Luego, se analizan los lazos familiares entre los personajes en las novelas, pues ellos permiten ver destinos trágicos, sensibilidades nerviosas y sentimientos culpables heredados que definen a los personajes masculinos. Además de las obras mismas de González, este trabajo se basa en entrevistas al autor, reseñas críticas sobre sus textos y afirmaciones explícitas o implícitas, derivadas de sus poemas y narraciones. 

Palabras clave: muerte; narrador; realismo; sublime; Tomás González; trágico. 


ORANGES ON THE GROUND: THE CONSCIOUSNESS OF DEATH IN THE WORK OF TOMÁS GONzÁLEZ 

This paper proposes a critical reading of the work of Tomás González. The first part shows that the position of the narrator in the narrative work, and the poetic voice in his poetry, are mediated by a consciousness of death which influences the representation of the world. The paper goes on to analyze the family relationships between the characters of the novels, since these relationships enable the reader to perceive tragic fates, nervous sensibilities and inherited feelings of guilt which define the male characters. In addition to examining the works of González, the paper calls on interviews with the author, critical discussions of his texts and explicit or implicit affirmations derived from his poems and narrative works. 

Keywords: death; narrator; realism; the sublime; the tragic; Tomás González. 


En la segunda edición de Manglares (2006) de Tomás González aparece un poema titulado “La muerte de Daniel”: 

    Cuando alguien, abrumado, (el infortunio es como el viento: fácil) mira con ojos nublados una nube, un rayo de sol contra algún cromo, una catedral, una rosa, un grupo de palomas, la rosada cavidad de un caracol o la nutrida textura de las sombras cafeteras, es como si se abriera una gran fosa. (65)

La voz poética no se detiene en la muerte de Daniel como tal, sino más bien en cómo esta afecta y transforma la percepción del mundo. El poema construye la imagen del mundo a través de los ojos del infortunio: 

    Se oscurecen las cosas en sí mismas, el sol se vuelve greda, la nube se deshace, la catedral se aplasta, las palomas caen como tierra sobre calles sucias y el caracol regresa al calcio, calcio repetido, sin centro, sin color, sin resonancia, deslustrado, sin bordes, sin belleza, distinto a nada, igual a cualquier cosa.

La voz descubre que a la naturaleza no le importa la muerte de Daniel, ni la visión abrumada de quien la vivió de cerca. Unas páginas antes, en el mismo libro, otro poema, aún más corto y directo, resulta casi explícito en la presentación del tema: 

    ABRIL DE 1977 Las gaviotas caminaban por la playa y marcaban sus huellas en la arena. Después volaban otra vez al mar y dejaban las huellas en la arena. ¡Con qué fuerza cayó ese año la desgracia! Después venía el agua, espuma, telas, y borraba las huellas de la arena. Atrás las palmas, los mangos, las acacias. (61)

Quizá la voz poética puede comprender la desgracia (el infortunio de la muerte) si la asume como parte de una armonía que trasciende el duelo personal. Los elementos del paisaje —la arena, el agua, las nubes, las palmas—, que rodean y muestran el dolor del yo poético, integran la muerte de Daniel o la desgracia de abril de 1977 en un orden que excede el hecho de la muerte. Ese orden armónico es posible gracias a la forma, al armazón de palabras que trama la voz poética. El lenguaje sobrio y contenido, las descripciones, la distancia temporal que sirve de punto de partida (entre el presente de la escritura y el de los hechos) apuntan a una búsqueda de la objetivación de la experiencia del dolor y la pérdida, y de este modo a la consecución de una experiencia estética. En palabras de Tomás González, citado por Felipe Solano, se trata de “una escritura como respuesta a la muerte, al hecho de que las formas se deshagan en el tiempo” (s. p.). 

En el presente artículo me propongo, primero, comprender la manera en que la contemplación del narrador, su forma de mirar, está mediada por una conciencia intensa de la muerte y cómo esta afecta la representación del mundo y el tipo de realismo conseguido por Tomás González; luego, analizo los lazos familiares establecidos entre los personajes de una obra y otra, de tal suerte que heredan sus destinos trágicos, sus sensibilidades nerviosas y una como culpa familiar que define, en especial, a los personajes masculinos. 

La mirada intensa o el narrador atento 

En una entrevista del año 2000, publicada en la revista virtual Rabodeají y citada por Ignacio Piedrahíta en su artículo “Tomás González o el hábito de ser independiente”, González afirma que sus personajes “se ven siempre arrastrados a la aniquilación por fuerzas, no solo que no pueden controlar, sino que además ayudan a crear” (2004, 72). Es lo que ocurre con Boris, el protagonista de “Verdor”, el primer cuento de El rey de Honka-Monka (1993): “Después de la tragedia se quedaron [él y su esposa, Lucía] todavía por un tiempo en Bogotá. Pasadas las molestias del entierro, las palmadas en el hombro, la piedad de la gente que apenas conocía, él perdió la fortaleza que se le había visto después de la noticia y durante las ceremonias que siguieron” (13). Entonces dejó de pintar, se le empezó a notar cierto desgano y agresividad refrenada, como a J., el protagonista de Primero estaba el mar (1983), y asimismo comenzó a beber demasiado. Al cabo de un año de ver a Boris “como roto e inmovilizado”, Lucía se sintió preocupada. Guardaron sus cosas en una bodega, arrendaron la casa y se fueron de viaje para Los Ángeles. Allí alquilaron un carro y siguieron hasta Nueva Orleáns. Tiempo después, Lucía lo abandona, “incapaz de aguantar por más tiempo esa mezcolanza de apatía y crueldad” (20)1. Lo que sigue es el hundimiento de Boris en el mundo nocturno, en la calle, en la indigencia. Vive en hoteles de mala muerte cuando tiene dinero, o si no, a la intemperie o en las estaciones del subterráneo; entra a hospitales golpeado por la policía o deteriorado por las malas condiciones del entorno, y cuando se hace amigo de un sueco, los dos viven en un albergue y encuentran trabajo en un hotel en las montañas. 

Boris no parece aferrado a su existencia, ni experimenta ningún tipo de angustia frente a la posibilidad de su muerte. La indiferencia de sus actos procede más bien del desencanto enorme que resulta de haber vivido una terrible pérdida. Pero Boris nunca usa el revólver que guarda consigo, ni siquiera se le oye despotricar contra nada ni nadie. Cuando vuelve a pintar, el arte está lejos de significar lo que era para el pintor joven, con un futuro promisorio, del principio del cuento. No encuentra en sus dibujos (primero en carboncillo, sobre las servilletas de los bares, después en el piso de la calle con tizas de colores) más que una manera de reunir algunos dólares para beber por las noches y olvidarse de sí mismo. El verdor que encuentra el protagonista, sentido cifrado que lo mantiene con vida, no es el de la montaña donde vive por temporadas con el sueco, sino el de la representación de sus dibujos en las aceras de la calle, en principio “copia perfecta de una pintura famosa donde Dios, terrible como siempre, arranca a Adán del barro. El color dominante era el de la tierra; el hombre, parte barro, parte raíces, parecía gemir bajo la tortura de su propia creación” (63). Pero la pintura se va transformando, la reproducción termina por deshacerse y la figura de Dios acaba convertida en “una luz que podía ser la de un amanecer o un atardecer” y Adán, “crispado y angustiado, emergía por sí mismo de la tierra”. Regresa otra temporada con el sueco a las montañas. Pero allí no pinta, ni piensa en sus dibujos. Al final: 

    Regresó y continuó pintando en las aceras. El contraste entre tierra y luz se fue perdiendo, acolchado por un verdor que al principio llegaba apenas insinuado y después francamente opulento. La cara atormentada del hombre se suavizaba hasta alcanzar la paz del sueño y lo que había sido barro se volvía ciénaga. Adán, en paz, se deshacía. Crecía la vegetación. En los mangles resonaba el estruendo de los pájaros. Plátanos salvajes repletos de humedad hacían brillar en la luz sus abanicos. Zumbaban sobre el agua los insectos. La gente miraba la selva poderosa que nacía en la raíz de los enormes edificios. Aparecían guacamayas, garzas. Aparecían ranas rojas en las cuencas vegetales llenas de agua. […] Seres vagos y amenazantes se movían en las solemnes oquedades formadas por las raíces de los mangles. De la llama quieta de la curiosidad, los micos pasaban al movimiento relampagueante, a la fuga, a los chillidos, a la disolución. Los gavilanes volaban altos en el atardecer. Florecían las orquídeas en las rugosidades de los árboles. (65)

La retórica de este párrafo se hace intensa, pero mantiene la contención de los adjetivos y la preeminencia de los verbos, característica habitual del narrador de Tomás González. La exuberancia reside quizá en la serie de sustantivos2. Pintar le permite a Boris olvidarse de sí mismo y lidiar con el dolor producido por la pérdida, la apatía y la crueldad hacia las que este le había conducido. La importancia del arte no se encuentra aquí en su capacidad salvadora o de sanación, sino en que es una ocupación durante la cual se puede ser algo distinto a sí mismo, ni mejor ni peor: “Dejaba un sombrero viejo a un lado, se ponía a dibujar olvidándose de todo y al final podía encontrar veinte o treinta dólares entre el fieltro oscuro” (63). 

La ocupación intrínseca al ejercicio del arte supone una reconcentración del individuo en su trabajo y el olvido de sí. Tomás González extrae un contenido ontológico y cognoscitivo del momento de creación que luego transforma en una actitud vital de su narrador y de algunos de sus personajes. Otro pintor, David, el protagonista y voz narrativa de La luz difícil (2011), muestra cómo funciona tal actitud: 

    Me senté en el sillón de cuero. Sentí frío y fui a buscar el suéter grueso de alpaca que me dio Sara poco antes de venirnos de Nueva York (cómodo, caro y bonito, como todo lo que regalaba). Me senté otra vez en el sillón y me quedé inmóvil, tal vez treinta minutos. Entonces un grillo empezó a cantar bellísimo, como si fuera la presencia de la Presencia, en algún lugar de la sala. Son unos grillos oscuros, nocturnos, feos, con algo de cucaracha y voz muy poderosa que a no todos gusta. Y mi gran soledad se llenó de pronto con el universo entero. (92)

Ese “olvidarse de sí” de Boris se convierte, de manera paradójica, en otra forma de estar atento a la contemplación del mundo. Es la mirada que se integra al objeto. Esta actitud es propia del artista, no solo en el momento de estar frente a sus cuadros, a la tela en blanco, sino como parte de la cotidianidad. En ese sentido, David ha logrado tomar una mayor conciencia de su arte que Boris, ha incorporado a su propia vida la mirada afectada por la experiencia del dolor y la muerte. Puede que Boris no haya tenido el tiempo suficiente para asimilar mejor su desgracia y David sí: está situado en el presente del 2018, contando su historia y la de su familia, ocurrida casi veinte años antes: 

    Han pasado ya tantos años desde entonces que incluso la pena en mi corazón se ha ido secando, como la humedad en una fruta, y es poco frecuente que el recuerdo de lo ocurrido de repente me agite otra vez, como si hubiera sucedido ayer, y me haga tragar fuerte, para controlar cualquier sollozo […] Pero pasa también a veces que pienso en mi hijo, y los sentimientos son tan cálidos que se me ocurre pensar que la vida es eterna, quieta y eterna, y el dolor una ilusión. (22)

David se ha quedado solo. La melancolía por la muerte de su esposa y la muerte asistida de su hijo lo acompañan, pero la escritura de la novela (en primera persona) se hace posible justamente porque existe ya una distancia interpuesta entre el dolor y la escritura. La contemplación del mundo a la que aspira el narrador de Tomás González no inquiere la realidad ni la examina. En la reseña sobre La luz difícil de Luis Fernando Afanador, “La redención humana”, que contiene no solo los comentarios del crítico, sino fragmentos de una conversación con el autor, afirma este último: “La práctica de la meditación zen me ha ayudado a desintelectualizar mi escritura, a mantenerla en la realidad (o irrealidad) de los hechos, y evitar que se convierta en ejercicio mental. Con la práctica del zen se empieza a ver con claridad cómo uno tiende a vivir enfrascado en una narrativa mental, en una especie de sueño, mientras que la realidad real va por otro lado”. La realidad no es un hecho objetivo que está por fuera del sujeto, sino la experiencia del sujeto en el mundo. “Desintelectualizar” la escritura significa despojar la historia contada de lo que estorba su visión. Por eso el tratamiento del lenguaje en Tomás González expresa una tendencia a la contención, a la elección estricta de las palabras. Calificar la realidad no es lo que le interesa (aunque el David de La luz difícil se permite hacerlo en algunos momentos, y en seguida se cuestiona y recuerda, por ejemplo, que Sara, su esposa lo miraba con diversión cuando él se ponía profundo), sino concentrarse en encontrar el modo de tornar real y concreta una historia. Continúa el autor en la misma entrevista: “Me interesa eso que Bacon llama ‘la sorda brutalidad del hecho’ y que significa captar la realidad a través de los hechos mismos; una frase de la que me apropio en algún momento de la novela”. 

Entre los reseñistas de la obra de Tomás González, en especial los de esta última novela, se asocia la intención estética de “desintelectualizar” la escritura con cierta sensación de misticismo. Un ejemplo paradigmático puede ser el de la reseña “La luz pareja”, de Carolina Sanín, publicada el 10 de septiembre de 2012 en El Espectador. Allí se afirma: “Parece como si la voz tocara la perfección y, en ese borde, señalara hacia algo más allá de la perfección, una perfección más perfecta, el abismo siempre inalcanzable de la belleza. De la belleza y el dolor. Del deseo. Yo sólo puedo compararla con la “Noche oscura” de San Juan de la Cruz. Y por tanto no puedo decir nada”. La estupefacción ante la lectura de la novela describe, sin duda, una honda experiencia estética que se asemeja a la que puede producir la literatura mística. Continúa Sanín: “[…] creo que el texto me dijo que el ‘más allá’ que señala, y al que yo no llego, tiene que ver con la vivificación de todas las cosas y la experiencia de la fluidez que hay entre ellas”. Ese “más allá” es precisamente hacia donde se orienta el esfuerzo formal de la novela: “desde la mitad se veía que la novela no tenía final: que era una ilustración (no una demostración ni una elaboración) avasallante, compleja, del infinito”. En otra reseña publicada en El País de Cali, Hoover Alfonso Delgado hace una alusión a lo “innombrable” como resultado de la magia de la poesía que “González prodiga en esta novela y nos recuerda la suave recomendación de Baudelaire: ‘Sé sublime sin interrupción’”. 

Las nociones de infinito y sublime buscan describir justamente la experiencia estética que propone la novela de Tomás González. Su lectura no despierta precisamente la idea de lo bello, sino una sensación cercana a lo místico, a ese estado particular de recogimiento y de atención al que conduce la experiencia del dolor o la visión de lo terrible. Afirma Lyotard, en su intento por delinear una idea de precisa y particular de lo sublime: “Lo bello da un placer positivo. Pero hay otra clase de placer, ligado a una pasión más intensa que la satisfacción, que es el dolor y la cercanía a la muerte. En el dolor, el cuerpo afecta el alma. Pero esta también puede afectar a aquel, como si el cuerpo experimentara un dolor de origen externo, por el solo medio de representaciones asociadas inconscientemente a situaciones dolorosas” (1998, 104). No es la experiencia directa de ese dolor lo que produce el sentimiento de lo sublime, ese asomarse al precipicio de lo infinito, sino la suspensión de la amenaza: 

    Para que este terror se mezcle con el placer y componga con él el sentimiento de lo sublime, es preciso además, escribe Burke, que la amenaza que lo genera quede suspendida, mantenida a distancia, contenida. Ese suspenso, esa disminución de una amenaza o un peligro, provoca una especie de placer que, sin duda, no es el de una satisfacción positiva, sino más bien de un alivio. Sigue siendo una privación, pero en segundo grado: el alma está privada de la amenaza de ser privada de luz, lenguaje, vida. Burke distingue ese placer de privación secundaria con respecto al placer positivo, al que bautiza delight, deleite. (104)

La distancia temporal del punto vista —entre el presente de la escritura y la desgracia que está en la base de su forma de ver el mundo— constituye la experiencia estética a la que aspira el narrador de Tomás González. La vida que crece antes y después de la muerte, y que la voz narrativa contempla gracias a la intensidad de su mirada, es una paradoja que funda el carácter sublime de tal experiencia: “Al alejar esa amenaza, el arte procura el placer del alivio […] Gracias a él, el alma se entrega a la agitación entre la vida y la muerte, y esta agitación es su salud y su vida” (Lyotard 1998, 104). Entonces, la intensificación de la mirada del narrador se concentra frecuentemente en la búsqueda de esa agitación. Su forma de comprender el mundo y observarlo ha sido transformada por una experiencia cercana al dolor de la muerte y es esta la que organiza la realidad inaugurada por la ficción. Lo sublime y la mirada atenta del narrador son las caras de una misma moneda. En La luz difícil, la práctica artística de David le permite al narrador reflexionar sobre estas dos caras: 

    Pinté una motocicleta que encontré medio sumergida en una playa y cubierta de algas. Me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello. Me gusta esa frontera. Esa especie de manglar. Pinté una serie de ocho trabajos con el tema de los cangrejos de herradura, o horseshoe crabs, que llegan a las playas de Coney Island, se mueren, reposan en la arena y se vuelven concha vacía y después polvo, rápido, junto con las chancletas y pedazos de recipientes de plástico que durarán, ellos sí, siglos, antes de volverse también polvo. El tema de esas pinturas, aunque nunca lo dije, era obvio y grandioso y en todo caso muy pretencioso o ambicioso o como quiera llamarse, y tenía que ver con el tenebroso abismo del Tiempo. (20)

La belleza perseguida por David no es la del deleite, sino la del placer que produce la conciencia simultánea de la finitud humana y la infinitud del tiempo. Entre estas dos ideas surge ese “abismo” que la mirada contemplativa descubre, de forma concreta, en ciertos paisajes o composiciones visuales de la realidad. El arte del narrador de Tomás González, al igual que el de David, consiste en saber mirar el entorno y la naturaleza, estar atento a las historias que suceden alrededor suyo para construir con este material una o varias imágenes de ese “tenebroso abismo del Tiempo”. A esto se refiere la pintura en la que trabajaba David durante las horas previas a la muerte asistida de Jacobo. El tema del cuadro era la espuma que produce la hélice del ferry en el agua verde al dejar el muelle, pero David “aún no lograba que, sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abisal, la muerte. La espuma aparecía bella, incomprensible, caótica, separada e inseparable del agua. La espuma estaba bien” (12). Y la relación incidental entre el mar y la muerte reitera un motivo que figura ya en la muerte del protagonista de Primero estaba el mar: 

    . miró las olas que rodaban, luminosas. El trago le bajó, fresco y seco, por la garganta. Oyó la ola que se devolvía, acascabelada y dulce. Supo que Octavio había entrado a la casa. Cuando empezaba a orinar retumbó la primera explosión y sintió que se rasgaba y caía. Aturdimiento. Hormigueo en el brazo derecho. Miró su camisa y vio que se estaba llenando de sangre. “¡Dios mío!” dijo. Intentó levantarse, pero el brazo derecho no pudo sostenerlo y volvió a rodar al pasto. Se apoyó en el brazo izquierdo y logró ponerse de pie. Náusea. Cuando intentó echar a correr oyó el otro disparo y cayó de nuevo al pasto. (121)

En este caso, la escena está mediada por la percepción del personaje. A diferencia de Boris, J. no quiere morir y se aferra a la vida en lo luminoso de las olas y lo dulce de su sonido, que llegan hasta él mientras está herido, desangrándose, tirado en el pasto. Cuando J. deja de existir, la voz narrativa sigue aferrada: “[J.] no sabe dónde está ni cuándo fue su muerte. Él está muerto. No oye la brisa rozar las ramas de los árboles, ni al mar respirar al lado suyo; no siente a los pescadores pasar frente a su tumba, dejando la huella de sus pies descalzos en la arena y un olor a tabaco en el aire” (124). La descripción realista de la escena acentúa la intensidad de la experiencia de la muerte3. La escritura de Primero estaba el mar y la de La luz difícil (acometida por un David envejecido y casi ciego que escribe ayudado por una lupa) es equivalente a la labor artística de David frente a sus lienzos: la voz narrativa busca construir una imagen que despierte en el lector el sentimiento de lo sublime, una experiencia estética en la que, sin verse ni hacerla evidente, se sienta la profundidad abisal de la muerte. 

Pero, a diferencia de Primero estaba el mar, La luz difícil es a la vez una reflexión sobre el ejercicio creativo, pues en el presente de la escritura en el 2018, David se detiene constantemente a pensar qué debe decir y qué debe callarse, cómo tratar el pasado y la desgracia, cómo hablar de los sentimientos dolorosos, cómo conseguir, en últimas, que la historia narrada contenga esa belleza terrible del tiempo que antecede y sucede a la muerte humana. En ese sentido, puede afirmarse que La luz difícil es quizá la narración más reflexiva de Tomás González. Ocurre, tal vez, que la habilidad adquirida en una trayectoria de casi treinta años, le permite al autor de La luz difícil elaborar un personaje capaz de contar su historia, su soledad, sus aproximaciones a la muerte, y contenerlas en el marco explícito de sus ideas sobre el arte y su función vital, sin renunciar a una eficacia estética semejante a la de sus otras novelas. 

La historia familiar o la culpa heredada 

No sorprende, entonces, que la primera persona de David conserve las características principales del narrador habitual de Tomás González: la sobriedad, las acciones contenidas, el humor. David hace parte de la familia de personajes (esos egos experimentales) que crecen y saltan de una narración a otra en la obra de Tomás González. El personaje retoma el nombre del hermano menor de los protagonistas de Los caballitos del diablo, pintor inútil que va a Francia y regresa a sus 26 años, sin un centavo, no muy seguro del francés aprendido, a vivir en la casa de su mamá. Es fácil identificar a este David de Los caballitos… con el amigo de Jerónimo que aparece en La historia de Horacio. A los 26 años también se casa el David de La luz difícil, cuya infancia transcurrió entre los paisajes de Urabá, y también tiene un hermano muerto. Por último, afirma este David: “¡Qué iba yo a presentir lo que venía! El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil…” (20), dos frases casi literalmente extraídas de los poemas “La muerte de Daniel” y “Abril de 1977”, extrapoladas ahora respecto del accidente y muerte de Jacobo, su hijo. David es una especie de hilo novelesco arrancado de esa gran historia familiar que empezó con Primero estaba el mar. Tomás González configura, a lo largo de su obra, una constelación de seres de palabras, cuyos vínculos familiares se van consolidando conforme crece la obra del autor y trascienden la simple reiteración de nombres4. 

En La historia de Horacio, Elías, quien viene a ser tío de David, presenta preocupaciones artísticas semejantes: “Bello y terrible es el desenvolverse del tiempo, pensó, y se disponía otra vez a escribir cuando repicó el teléfono y supo que era Margarita con las malas noticias” (122). En cuanto a la complejidad de sus puntos de vista, tal vez La historia de Horacio sea una de las más ambiciosas en su estructura novelesca. Organizada en seis capítulos, cada uno adopta un punto de vista diferente, a través de los cuales el lector presencia los últimos días de vida de Horacio. El primero se centra en una perspectiva narrativa omnisciente que, si bien tiene como figura principal a Horacio, va y viene para dar cuenta de la dinámica familiar y la información sobre el pasado que necesita a la hora de articular el presente. El segundo se atiende a la perspectiva de Margarita, su esposa. Todo el capítulo está ordenado de forma impecable y sutil en torno al presente de Margarita y su hábito de afeitarse las axilas en el baño, luego salir envuelta en una toalla, bajar las escaleras para buscar ropa interior seca en el patio, termina con ella de nuevo en el baño, mirándose en el espejo. El tercero incorpora el punto de vista de Eladio, el médico de Horacio, también llamado Pacho Luis por los tres hermanos. El cuarto, el de Elías, hermano de Horacio y de Álvaro (papá de David, de J. y del que “se pierde entre los árboles”), a quien le toca el turno en la perspectiva narrativa del capítulo quinto. El último corresponde a la perspectiva de Horacio y se interrumpe, a diferencia de Primero estaba el mar, en el momento de su muerte5. 

En sus libretas de apuntes, Elías es capaz de verbalizar lo terrible que hay en la muerte de Horacio: “La muerte del hombre que se ha gastado bien, como leño al fuego, es apacible […] Pero la de aquél que todavía está demasiado vivo es lo más horroroso que pueda presenciarse sobre la tierra” (121). Los libros que escribía Elías salían directamente de sus libretas. El mismo Horacio le ayudó muchas veces a transcribir los apuntes, que la voz de Elías iba integrando en una sola historia. La visión de Elías se debate, en principio, entre el extremo de la luz y el del horror, “con uno y otro mundo había compuesto siempre sus libros y seguía haciéndolo” (127). En el pasado, la muerte de su hijo Ramiro lo sumió en un tristeza larga, en un silencio creativo de diez años del que salió finalmente con un libro “donde todo lo que mencionaba alcanzaba inmensa profundidad y resonancia. Mientras lo escribía había logrado ver el mundo con el Ojo inocente” (126). David en La luz difícil describe un proceso semejante: 

    Ninguno de ellos [de sus hijos] sufría de las melancolías cíclicas de las que he padecido desde niño, y que tanto los muchachos como Sara supieron siempre aceptar sin cuestionarlas, así no entendieran para nada cómo podía uno ponerse tan oscuro y silencioso de pronto, sin causa alguna. Y lo más paradójico fue que el grueso de esas tonterías, en su mayoría imaginarias, se me fueron quitando casi del todo con la tragedia de Jacobo. Tan largo sufrimiento, el de él, el mío, el de todos, terminó por barrer las peores acumulaciones de telarañas brumosas de mi alma, las más densas, las más imaginarias, y me dejó casi limpio de tristezas arbitrarias. (28)

Elías es el primer antecedente explícito, dentro del abanico de personajes de Tomás González, de ese narrador contemplativo que ha empezado a construir desde su primera novela, y del que David es una última consecuencia. A pesar de las expresiones grandilocuentes y casi místicas (como “el Ojo inocente”, por ejemplo)6, la capacidad de observación de la realidad y de comprensión profunda de lo observado caracterizan la actitud vital de Elías en su relación con el mundo: “Cuando habitaba en ese mundo superior, todo para Elías —desde las faenas de los escarabajos coprófagos que rodeaban suculentas bolas de estiércol a los nidos, hasta los escupitajos de Pacho, cuya preparación sonaba como si removieran piedra— todo para él era perfecto y hacía parte de una única presencia” (127). Los trabajadores de la finquita de recreo de uno de sus hijos, lejos de su casa, en la cordillera, se sorprendían al verlo quieto y con la mirada fija en una marrana. Sus hermanos, su esposa Lía y sus hijos eran conscientes de que cuando él se sumía en los períodos oscuros, su manera de salir era sumergirse en la naturaleza, alejarse del “mico humano”. Y durante su vida diaria, la contemplación de lo que sucede alrededor alimenta el material de sus libretas. Sus preocupaciones vitales y artísticas se superponen (le ocurre por ejemplo, a raíz de la crisis por la muerte de su hijo, que “los límites o ausencia de límites del Yo, el carácter eterno de cada vivencia —se aclararon y agrandaron como el agua cuando se le asientan las impurezas” (125)) y así lo entienden quienes lo rodean: 

    [Horacio] recordó lo que le había dicho Elías, que en cada instante vivimos en todo el tiempo que hay en todo el espacio. “No te dejés sentir acorralado, hombre Horacio”, le había dicho. “Fijate en todo con cuidado y verás que no existe el tal encierro.” Un pájaro se posó en una boñiga seca, de la que ya brotaban, muy verdes, las lanzas del pasto. Fácil decirlo para él, que no es el de la bola de estopa en la garganta, pensó Horacio. Pero entonces reconoció que las cosas que Elías decía eran a veces como si se abrieran las puertas y ventanas y dejaran entrar a saco la luz y el aire puro. (185)

A continuación, Horacio imagina el escenario de la muerte de Elías, lo que acaba de entristecerlo y le saca dos enormes nudos de lágrimas. Lo de Horacio es pánico visceral por la inminencia de su propia muerte, exacerbado por su natural nerviosismo. Él contempla el mundo como J. y, como en Primero estaba el mar, el narrador, aun cuando adopta el punto de vista del protagonista, está en capacidad de asumir la muerte del personaje principal con cierta distancia: no es una distancia fría, porque, de nuevo, intensifica la observación del mundo, pero tampoco es la impresión directa del miedo7. 

Las formas de sentir o, por lo menos, de expresar sus emociones, varían también en el caso de Margarita, de Eladio y de Álvaro. Margarita se encuentra más cerca de las preocupaciones materiales y, una vez Horacio no puede ocuparse de traer dinero, su sentido de lo práctico la lleva a comprar ropa más económica en Estados Unidos en compañía de Marta, la hermana que vende cosméticos. Después de la muerte de su marido, comienza también a negociar con las piezas de arte y las antigüedades que permanecieron tantos años guardadas en el garaje. En la obra de Tomás González, la figura de la mujer está con frecuencia más cerca de ese sentido de lo práctico y, en cierta forma, demuestra un carácter contrario al de los hombres: estos son capaces de lidiar con ganado (como Horacio y Elías), de administrar una casa de apuestas (como Álvaro), de levantar una casa a la orilla del mar (como J.) o una finca en las montañas (como el que no se nombra de Los caballitos del diablo), pero en cuanto a sus sensibilidades nerviosas, a su manera de percibir a los demás, de reaccionar frente a los problemas y de sobrellevar las relaciones familiares, no se muestran particularmente hábiles, todos parecen afectados por una conciencia obsesiva de la muerte (cuya presencia también atraen), de la capacidad de perversión del género humano o, incluso, de la belleza y plenitud inalcanzables de la vida. El carácter opuesto de sus mujeres puede resultar complementario, como en el caso de Margarita y de Pilar, la esposa del que se pierde entre los árboles, quien se integra a la finca y al aislamiento de su marido casi naturalmente, sin que parezca haber problema entre ellos (aunque es cierto que la perspectiva narrativa poco informa acerca del mundo interior de Pilar). Con la mujer de Boris y Elena, la mujer de J., ocurre todo lo contrario: las dos abandonan a sus maridos, desgastadas y superadas por la capacidad autodestructiva de ellos8. 

La idea de familia de personajes, cuyos vínculos se establecen a lo largo de varias novelas, le confiere una mayor intensidad a la visión del narrador de Tomás González y produce, al menos, dos consecuencias. Por un lado, se genera una sensación de alivio y de dolor encontrarse a J. vivo de repente en La historia de Horacio, cuando va de visita a la casa de su tío (en esta novela, J. y “el que sabía de árboles”, primer epíteto que recibe el protagonista de Los caballitos de los caballitos, están niños y son hijos de Álvaro). A su vez, en Los caballitos…, J. y Elena se emborrachan y se pelean y son felices en los días previos a la compra de la finca en la orilla del mar; luego llegan noticias sobre el proceso de autodestrucción que vive J., el abandono que experimenta este por parte de Elena y su muerte a manos de un capataz arbitrario9. Por otro lado, las diversas desgracias familiares son un sedimento que se acumula de una generación a la siguiente a lo largo de las novelas. De este sedimento se hacen cargo los personajes masculinos, de tal suerte que sus sensibilidades afectadas son también el producto de una estirpe. La mirada que dirige al mundo el narrador de Tomás González proviene, en cierto sentido, de una conciencia trágica de la vida, propia de un grupo de hombres que pertenecen a una misma familia. 

Hay, pues, un elemento trágico en la conciencia narrativa de las obras de Tomás González. Este elemento predomina en La historia de Horacio y Primero estaba el mar, novelas en las que la muerte de los protagonistas se revela desde el principio. En la tercera página de La historia de Horacio se lee: “Horacio, que estaba muy cerca de la muerte pero aún no lo sabía, aplastó la colilla con la bota de caucho y se acercó a acariciar al animal y a examinarle las orejas, para ver que no tuviera garrapatas” (11). En el caso de Primero estaba el mar, la mención se demora hasta el capítulo 6, y su carácter elusivo no la hace menos contundente: “El otro cuarto, aquel donde más tarde funcionaría la tienda —y donde, más tarde aún, sería lavado 

el cadáver—, estaba desocupado por completo. J. evitaba entrar en él, pues sentía una especie de vértigo ante su vacuidad. Entonces, tratando de luchar contra el vacío, colgó allí una hamaca en la que nadie se echaba nunca” (30). Y ante la noticia temprana de la muerte de los protagonistas, un cuarto vacío, el acto de acariciar un animal o colgar una hamaca, adquieren una intensidad que por sí solos no tendrían. La apuesta del narrador no es buscar la sorpresa de la anécdota, porque los personajes principales están condenados desde el comienzo. La conciencia del destino trágico modifica la experiencia del tiempo y del entorno en el narrador de Tomás González, y las novelas se concentran en rastrear los detalles que, en el transcurso de la historia, dan cuenta de tal modificación10. 

En La historia de Horacio, por ejemplo, la línea de acción que lleva al infarto del personaje principal se detiene con frecuencia en los embriones que crecen en los vientres de las vacas de Horacio. Los terneros se forman en la vida oscura de estos vientres, uno muere, otro nace sano; luego las vacas vuelven a quedar preñadas y dan a luz sin inconvenientes. Otra vez la vida crece, se multiplica alrededor de la muerte inminente de Horacio. Y esa vida también se extingue (porque la muerte de Horacio no es un hecho extraordinario): Eladio, el médico, atiende a un acuchillado que luego rematan en el hospital; Garcés, un vecino, muere de un infarto y Horacio se angustia pensando que en realidad lo enterraron vivo; Antonio, el cuñado de Horacio, se ahoga en el mar, junto a la cabaña en la que pasan vacaciones familiares; Juan Diego, el esposo de María José, se cae de un caballo, se fractura el cuello y queda inválido. 

La belleza que el narrador de Tomás González encuentra en la tensión permanente entre la vida y la muerte (esa luz difícil) es la que dota de sentido a la ficción instaurada. Afirma el autor: “En La historia de Horacio me propuse, entre otras cosas, lograr una mayor unidad entre el universo interior y su universo exterior. Es decir, una de las metas era romper esa aparente frontera entre interior y exterior. Para eso utilicé primera persona, así como tercera por completo ceñida a lo que vivía el personaje, y también tercera persona omnisciente. No sé hasta qué punto lo haya logrado, pues hace mucho tiempo no leo la novela” (44). Esto explica la complejidad de los puntos de vista antes mencionados, pero también la manera en que estos se integran en el curso de la narración: la realidad de la ficción adhiere sus distintos elementos con esa voluntad de explorar los instantes en que convergen ciertos extremos: vida-muerte, orden-caos, belleza-horror. 

El destino trágico de los personajes produce una atmósfera en la que estas tensiones son posibles. Las novelas son los caminos que recorren los personajes hacia el cumplimiento de su destino trágico y en ese tránsito fundan una realidad estética particular. Los personajes están condenados no porque deban morir, sino porque su conciencia de la muerte intensifica el sentido de la vida y vuelve terrible la idea de su propia extinción. Son personajes señalados, y eso lo comparten, ya no solo con los protagonistas de Primero estaba el mar y La historia de Horacio, sino con todos los protagonistas de Tomás González. El carácter réprobo del personaje principal de Los caballitos del diablo se manifiesta justamente en la imposibilidad de ser nombrado. Afirma el autor: “La idea inicial fue la de un hombre que crea un universo vegetal propio y se refugia en él para tratar de escapar de una culpa. (En la novela no se dice pero es posible que haya logrado allí la redención de esa culpa)” (Galán Casanova, 46). La vejez solitaria en la que permanece David y el anonimato autodestructivo de Boris son ejemplos distintos de un mal heredado por los personajes masculinos de Tomás González. 

El carácter réprobo, la tensión entre los opuestos esenciales, la percepción intensificada por una conciencia trágica de la vida, definen las coordenadas de la obra de Tomás González; el lenguaje contenido, el narrador que adopta los puntos de vista de sus personajes (personajes moribundos que se aferran a la belleza del mar o del paisaje), hacen parte de esa búsqueda constante de la sorda brutalidad del hecho. La experiencia de la muerte ordena la representación del mundo contenido en sus ficciones. Por eso, el tiempo en estas novelas no solo transcurre en la linealidad de las historias, sino que se expande para indagar en la profundidad de los detalles. El énfasis de su narrativa está puesto en contar una historia y, por tanto, estudiarla exige más una reflexión acerca de la naturaleza y la realidad misma que del artificio literario. Probablemente a esto se refería también el deseo por “desintelectualizar” su literatura. 

Creo, por último, que Tomás González apuesta por acercar el arte y la realidad, y en ese sentido, sus obras no están interesadas en dialogar de manera explícita con otras obras, sino, en especial, en ofrecer una experiencia vital, en afectar al lector directamente, y solo así establecer una reflexión sobre el mundo11. Hablar de sus novelas y de su poesía es hablar de la realidad o la actividad de lo existente. Así se le devuelve cierta autenticidad al oficio de la escritura como arte, y al arte como ejercicio que hace parte de la vida y no está al margen. Quizá por eso la sensación que sigue a la lectura de su obra, y con la que quiero finalizar mi artículo, tenga mejor la forma de una imagen que la de una idea o una opinión: 

    LVII Las naranjas caídas, bordes múltiples de un mismo acantilado, se pudrían despacio en la llovizna, azules en la tierra muy mojada. Oscuridad de naranjos, cafetos, platanares. Sus moscas volaban serenas, sobre la turbulencia del caos.

Obras citadas 

Afanador, Luis Fernando. 2011. “La redención humana”. Revista Semana. http://www.-revistaarcadia.com/impresa/articulo/la-redencionhumana/ 25933 (consultado el 31 de enero de 2012). 

Galán Casanova, John. 2011. “La memoria inventada”. El Malpensante 122: 32–49. 

González, Tomás. 2003. El rey de Honka Monka. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 

González, Tomás. 2003. Los caballitos del diablo. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 

González, Tomás. 2004. Para antes del olvido. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 

González, Tomás. 2006. Manglares. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 

González, Tomás. 2006. Primero estaba el mar. Bogotá: Grupo Editorial Norma. 

González, Tomás. 2010. Abraham entre bandidos. Bogotá: Alfaguara. 

González, Tomás. 2011. La historia de Horacio. Bogotá: Punto de Lectura. 

González, Tomás. 2011. La luz difícil. Bogotá: Alfaguara. 

Lyotard, Jean-François. 1998. Lo inhumano: charlas sobre el tiempo. Buenos Aires: Manantial. 

Piedrahíta, Ignacio. 2004. “Tomás González o el hábito de ser independiente”. En Revista Universidad de Antioquia 278: 71-80. 

Ponce, Gina. 2003. La novela colombiana posmoderna. Bogotá: Taller de Edición Rocca. 

Ranciére, Jacques. 2009. La palabra muda. Ensayos sobre las contradicciones de la literatura. Buenos Aires: Editora Eterna Cadencia. 

Sanín, Carolina. 2011. “La luz pareja”. El espectador. http://www. elespectador.com/impreso/-opinion/columna-298358-luz-pareja (consultado el 31 de enero de 2012). 

Sierra, Luis Germán. 2008. “Imágenes en un bosque verbal”. En Boletín Cultural y Bibliográfico 45 (78): 138-140. 

Solano, Andrés Felipe. 2006. “El escritor del silencio”. Otraparte. http:// www.otraparte.org/-actividades/literatura/tomasgonzalez.html (consultado el 31 de enero de 2012). 


PIE DE PAGINA 

1 Sobre la separación de J. y Elena, dice González en la entrevista antes citada: “La separación de los dos personajes es sin duda un paso grande, el más grande, tal vez, hacia la muerte; y a esa separación contribuye el clima de la región, el mar, la selva y también las fuerzas inhumanas que se mueven en el interior de cada uno de nosotros” (73). El paisaje a veces sórdido, a veces típicamente urbano de Nueva Orleáns sustituye aquí por momentos al de la selva de Urabá, aunque esta reaparece al final del cuento. 

2 El universo vegetal de la pintura anticipa el que se construye en Los caballitos del diablo (2003). 

3 Creo que la realidad representada en las novelas de Tomás está dirigida a la consecución de una experiencia de lo esencial, y así habría que entender el talante realista de su narrador típico (y de mirada atenta). En ese sentido, encuentro útil comparar el realismo que se desprende de la obra de Tomás González con la noción de estilo de Flaubert. Jacques Ranciére, en su libro La palabra muda, plantea que en Flaubert se da la “exacta identidad de una mirada y una escritura” (2009, 137). El estilo deja de ser un modo de escribir que corresponde a un género específico y se transforma en una absoluta forma de ver. El realismo conseguido por esta vía no pretende abarcar tanto la totalidad de un referente objetivo como representar la armonía entre lo ideal y lo real. “No es necesario ‘volver a poetizar’ la realidad prosaica. Ella misma presenta su disolución para la mirada atenta. La presencia del artista en su obra, idéntica a la de ‘Dios en la naturaleza’, consiste en su diseminación. Consiste en convertirse en el entorno de esta disolución” (143). Por último, “el novelista sabe lo que hace, filosóficamente hablando: sustituir un orden (el de los enunciados) por otro (el de las percepciones); sabe qué medios emplea para ese fin […] ese uso antisintáctico de una sintaxis, que deshace sus poderes habituales: distinguir lo objetivo y lo subjetivo, establecer un orden casual entre las acciones o las emociones, subordinar lo accesorio a lo principal. Así es como la ‘libre voluntad’ del artista romántico puede coincidir con la absoluta pasividad de la contemplación perdida en su objeto” (151). Creo que es posible comparar estas características que resultan de la noción flaubertiana de estilo con la propuesta estética de Tomás González. Si es cierto, como afirma Kundera, que la tradición de la novela puede comprenderse en los términos de llamados (algunos escuchados, otros por desarrollar) líneas potenciales de transformación contenidas en la tradición de la novela, la obra de Tomás González puede comprenderse también como una respuesta, dentro de la tradición de la novela colombiana, a esa línea del realismo absoluto inaugurado por la novela de Flaubert. 

4 En una entrevista del 2011 publicada en El Malpensante, afirma el autor: “Por el tema de la novela [Los caballitos…] era inevitable que se convirtiera en una especie de contraparte de Primero estaba el mar. Esa no fue la intención inicial, aunque no me molesta para nada que haya ocurrido. Con Primero estaba el mar, Para antes del olvido, La historia de Horacio y ahora La luz difícil, terminé por escribir, sin proponérmelo, la historia de una familia, abarcando (más que cubrir) 105 años: desde 1913 hasta 2018” (46). 

5 Alfonso es el cuarto hermano, pero este, que ha muerto ya, flota como una presencia lejana en la novela. Alfonso, sin embargo, es el protagonista de la historia de amor que se cuenta en una de las dos historias que tejen el argumento de Para antes del olvido. En La historia de Horacio, además, figura de pasada un don Abraham Saldarriaga (112) que, quizá, tenga algo que ver con el personaje posterior de Abraham entre bandidos. En todo caso, la coincidencia esta vez es incompleta, pues la esposa de este último Abraham se llama Susana, mientras que la de aquel otro es Mercedes. 

6 Una diferencia fundamental entre Elías y el narrador de Tomás González reside en el tratamiento del lenguaje: “Elías miró lo escrito y pensó que su estilo, tras casi cuarenta y cinco años de guerra constante, no se había desnudado lo suficiente de vueltas inútiles y adornos solapados. ¡Qué difícil había sido el camino en busca de la sencillez del lenguaje, en el que las palabras aparecieran con la naturalidad del musgo sobre las piedras!” (122). En esa búsqueda que Elías no parece consolidar continúa el narrador y lo que consigue es el lenguaje depurado, contenido, impecable de las novelas de Tomás González. 

7 No estoy de acuerdo con la conclusión a la que llega Gina Ponce en el artículo dedicado a La historia de Horacio en su libro La novela colombiana posmoderna (2003): “Horacio representa esa ficcionalidad de la que quiere teorizar el narrador. En él se resumen casi todos los aspectos que esta novela trata, la intensidad de la vida, la cultura en la cual vive, y es, además, la creación ficcional dentro de la ficción misma; es decir, es la metaficción personificada. Podemos decir que los roles de Horacio, narrador y protagonista, entran a formar parte de la teorización de la escritura dentro de la metaficción. Horacio es creado por Elías, es ese personaje con el que Elías, el creador de la ficción, sueña y el que le permite finalmente encontrar el lenguaje literario que tanto había buscado. Podemos afirmar que la historia acerca de Horacio es el último acto creativo de Elías, su narrativa muerte cuando aquel muere” (109-110). La suposición que iguala la función del narrador y la del protagonista no distingue entre una primera persona y una tercera persona apegada al personaje. Por tanto, se podría afirmar que Horacio es el narrador de todas las novelas de Tomás González. Si bien, la autora es libre de interpretar el juego de metaficción propuesto a partir de su lectura de La historia de Horacio, me parece que su conclusión falsea y debilita los planteamientos formales que contiene esa novela, y en ese sentido, la lectura de Gina Ponce conversa más con sus propias ideas sobre la novela posmoderna que con la obra como tal. 

8 Quizá la excepción a esta caracterización de lo femenino sería la protagonista del cuento “Viaje infinito de Carola Dickson” también en El rey de Honka-Monka. 

9 Esta sensación es equivalente a la de La insoportable levedad del ser (1984) de Milan Kundera, cuando en su capítulo 7, el último, dedicado a Karenin el perro, reaparecen Tomás y Teresa, después de que se les vio morir en el accidente del capítulo 6. Lo mismo pasa en la película Pulp Fiction (1994) de Tarantino, cuya última escena presenta vivo al personaje interpretado por John Travolta. La escena antecede cronológicamente a la muerte del personaje que ha sucedido en la mitad de la película. Se plantea entonces que el arte permite la ilusión de revivir a los seres queridos, pero es una ilusión frágil, incluso dentro del arte, más cercana al recuerdo vívido con el que la memoria humana es capaz de imaginar a quien ha muerto, que a una experiencia efectiva de trasmigración o resurrección. 

10 Este recurso narrativo es característico de Crónica de una muerte anunciada (1981). Publicada dos años antes de la aparición de Primero estaba el mar, no puede dejar de advertirse una influencia que Tomás González incorpora en su obra con propiedad. En la misma entrevista de El Malpensante afirma el autor: “Crónica de una muerte anunciada me parece una de las obras mejor logradas que se han escrito en nuestra lengua y en todas las lenguas” (36). Por último, en Los caballitos… se lee: “Poco antes del mediodía despedían a los últimos amigos, ella cocinaba (bien y rápido), comían como príncipes, dormían un poco y el placer volvía a despertarlos, atropellando potente, el amor otra vez amenazando con borrarlos de la faz de la tierra” (66). Las cursivas son mías y señalan el guiño a García Márquez y a quienes se preguntan constantemente cómo este ha marcado a los escritores posteriores. 

11 Si se adopta este criterio, la obra de Tomás González se opone a una serie de novelas colombianas contemporáneas que manifiestan un interés explícito por conversar temática y formalmente con otros libros, de tal suerte que el artificio narrativo se señala a sí mismo.