https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47220

NARRACIÓN Y SACRIFICIO. NOTAS SOBRE
EL COLOR DEL VERANO DE REINALDO ARENAS

Guadalupe Silva
Universidad de Buenos Aires – Argentina
mgsilva@filo.uba.ar


En el prólogo de su Teatro completo, Virgilio Piñera sostuvo que la cultura cubana se caracteriza por una dualidad: "Aquello que nos diferencia del resto de los pueblos de América es precisamente el saber que nada es verdaderamente doloroso o absolutamente placentero. […] Nosotros somos trágicos y cómicos a la vez" (1960, 10). Amigos del choteo y de la efusión sentimental, dramáticos e insolentes, los cubanos tienden según esto a pendular en el estilo, pasando de un extremo a otro sin limitarse a ninguno. Piñera mismo intentó reunir en la poesía y la ficción todas estas cuerdas, pero con ironía y manteniendo la distancia.

Reinaldo Arenas, que se consideró discípulo del poeta de La isla en peso, llevó al extremo ese doble registro en la mayoría de sus novelas. Si la poética de Piñera puede cifrarse en un sistemático no, una poética de la negatividad,1 la de Arenas podría pensarse como una literatura del no, enfático y rotundo. En su caso, aquella negatividad de Piñera, más irónica y ligera o, por así decir, más filosófica, se torna dramáticamente política. Sin duda, la parte fundamental de su narrativa está marcada por esa voluntad de negación: El mundo alucinante, varios de sus cuentos y el ciclo que denominó "pentagonía": Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano y El acoso. Aun si la insistencia autobiográfica de estas ficciones dejara alguna duda, también están sus memorias de Antes que anochezca para confirmar que su proyecto narrativo tuvo entre sus propósitos centrales la afirmación de una subjetividad soberana, renuente a las presiones normativas de las instituciones. En Celestino antes del alba, su primera novela, el enemigo era el clan familiar, el pater, la institución del patriarcado. A partir de El mundo alucinante, el blanco de sus ataques se va a trasladar a otras figuras de poder, sobre todo al líder máximo de la Revolución, Fidel Castro, representado con todos los rasgos sórdidos y grotescos de la tiranía. Buena parte de sus protagonistas se constituye dentro de esta dramaturgia de la represión, como héroes y víctimas, con un heroísmo forjado por el castigo, la humillación, la flagelación del cuerpo y, por último, la muerte.2

El término "víctima" originalmente se refería al animal ofrecido en sacrificio a los dioses.3Si en principio toda victimización supone una derrota, la pérdida de lo más preciado —el cuerpo o la vida—, en su faz activa como obra de la voluntad, cuando la víctima elige su condición y se entrega a sus dioses, el hecho de ser derrotado a su vez adquiere un valor superior dentro de otro orden, el orden sagrado, de modo que la pérdida se convierte en victoria. Esta es la doble condición del martirio (sacrificio del cuerpo y gloria espiritual), pero también la que se puede encontrar en un escritor no expresamente religioso como Arenas, que, sin embargo, sí profesó un culto manifiesto a la expresión como forma de trascendencia por la palabra.4

Al constituirse en una víctima autovictimizada, al presentarse como perseguido "infatigable",5 Arenas en cierto sentido gana ese combate cuyo relato desarrolla en la pentagonía, esa larga mortificación narrada en cinco novelas. Desde luego, "gana" en el terreno simbólico, y gana tanto más cuanto más valorado es en términos literarios y mejor se expone ante un público vasto.6 Esta poética, esta política y esta ética de la víctima no parecen en definitiva alejarse tanto del modelo heroico teóricamente promovido por la Revolución cubana (el sacrificio como paso necesario en la revolución). En las breves notas que siguen espero poder mostrar, a partir de la novela El color del verano, cómo funciona esta lógica en la ficción y cómo la revolución es en ella, más que el adversario (el adversario siempre es el régimen), el trauma o la herida, la fuente de una inquietud incesante.

Novela ciclónica

Quizás ninguna otra novela de Arenas exprese mejor su furia verbal que El color del verano.7 El propio texto, en su disposición y en su lenguaje, compone una suerte de metáfora formal alusiva a la violencia. De hecho, apenas puede hablarse de un relato en sentido estricto. La novela no tiene un hilo narrativo principal, sino que dispone, a la manera caótica del estallido, un conjunto heteróclito de piezas nucleadas por un prólogo situado exactamente a la mitad, literalmente in media res, como el origen de una explosión o el ojo de una tormenta. El autor, a su vez disgregado en el texto bajo distintas máscaras, justifica en ese prólogo la estructura de su libro como un requerimiento del tema:

Dejo a la sagacidad de los críticos las posibilidades de descifrar la estructura de esta novela. Solamente quisiera apuntar que no se trata de una obra lineal, sino circular y por lo mismo ciclónica, con un vértice o centro que es el carnaval, hacia donde parten todas las flechas. De modo que, dado su carácter de circunferencia, la obra en realidad no empieza ni termina en un punto específico, y puede comenzar a leerse por cualquier parte hasta terminar la ronda. Sí, está usted, tal vez, ante la primera novela redonda hasta ahora conocida. Pero, por favor, no considere esto ni un mérito ni un defecto, es una necesidad intrínseca de la obra. (Arenas 1999, 262)

La forma ciclónica de la novela responde a una condición violenta que, según declara este prólogo, es inherente a la materia del texto. Y dado que el motivo central de la ficción es el carnaval (un delirante carnaval futuro por los cincuenta años de gobierno castrista), ese torbellino textual podría a su vez remitirse a la metáfora por excelencia de toda revolución: el estallido, el acontecimiento súbito y radical que rompe y transforma la historia. Sería muy difícil resumir en pocas líneas la complejidad de este signo en la narrativa de Arenas, pero digamos provisoriamente que la revolución como concepto general, y la revolución cubana como fenómeno particular, son cosas bien distintas. En tanto horizonte utópico, estímulo de acciones nobles, momento de ruptura, sueño o expectativa, la idea de la revolución no deja de estar presente en la ficción de Arenas, si bien sustraída a toda posible representación (recordemos el epílogo de El portero, cuando los animales llegan a un paraíso del que no sabemos nada, o la melancolía de fray Servando en El mundo alucinante, cuando comprueba la imposibilidad de materializar una verdadera revolución). En cambio, la realidad concreta de una revolución consumada, institucionalizada y convertida en Ley, opera como la gran falla, en el doble sentido del término, que no cesa de pedir sentido, escritura, algún modo de respuesta.

El símbolo del ciclón tiene así, en principio, un significado bastante evidente: alude a la iconografía de la revuelta y, en lo individual, a la expresión intempestiva de un escritor que pretende efectuar a cuenta propia un acto de ruptura. Pero también, y muy particularmente en este caso, convoca la sombra de Virgilio Piñera, figura central de la revista Ciclón (1955-1957, 1959), que en su momento, a mediados de la década del cincuenta, se presentó en el medio intelectual cubano con el impetuoso anuncio de que borraría "de un golpe" la influencia cultural de la revista Orígenes, a la que juzgó obsoleta para los tiempos revueltos que se avecinaban. En aquel anuncio de Ciclón suele leerse la política negativa y detractora que ya Piñera practicaba en sus años origenistas. Ciclón pretendía ser la nueva vanguardia, pero se detuvo exactamente cuando la otra vanguardia, la política, llegaba al poder: en 1959. De algún modo, Ciclón mantuvo así la pureza abstracta de su símbolo, y es en este sentido indeterminado, no tocado por la historia, no sometido a régimen alguno, que Arenas recupera la imagen tropical y rupturista del ciclón como cifra de su texto. "Uno escribe para los demás. Eso es indiscutible. Y toda literatura es una venganza" (Arenas 1999, 142), le hace decir a Piñera en cierto momento de El color del verano, aunque el verdadero autor de la frase es el propio escritor, la máquina-Arenas, esa que, lejos de ausentarse tras el juego de las máscaras, se hace sentir en cada retorcimiento, giro grotesco y vuelta paródica. "Poder gritar" y "que ese grito no caiga en el vacío", dice Piñera (dice Arenas) en otra línea del mismo capítulo. Escribir gritando o hacer de la literatura un alarido: tal es el carácter manifiesto, la explícita conducta de esta poética "ciclónica".

Carnaval

En el centro del círculo, dice el prólogo, como una especie de máquina productora de energía, está el carnaval. Pero, ¿qué clase de carnaval? ¿Es la fiesta popular, liberadora de ansiedades colectivas, analizada por Bajtín en Rabelais? Claramente no. El marco escénico de toda la novela son los absurdos festejos organizados por "Fifo" (léase Fidel) para celebrar su medio siglo de gobierno. Un carnaval oficial, orquestado por el aparato de propaganda estatal y supervisado desde arriba (porque Fifo se pasea en globo controlando todo), viene a ser lo contrario de la fiesta rabelesiana. Claro que, a su vez, otro carnaval realmente espontáneo tiene lugar continuamente y sin ninguna organización: la fiesta enloquecida que brota, por así decir, en los bordes del sistema, y que revela en ese desborde el completo desmadre del orden oficial. Se trata de un carnaval espontáneo, brutal, que a veces se presenta como farsa, otras como danza macabra al filo de la muerte (siempre próxima), o como orgía en escenarios ruinosos. El Gran Urinario, la antigua mansión de la Condesa de Merlín reducida a baño público, es una alegoría de esta nación decadente y degradada.

Por último, hay otro tipo de carnaval que se juega al nivel del texto: el carnaval de la polifonía (para usar un término bajtiniano), la parodia, el cruce de géneros, la combinación de registros altos y bajos, grotescos y sublimes. En este plano, de carácter estrictamente textual, el cuerpo o la corporalidad tampoco dejan de estar presentes ni de llevar a cabo su propia fiesta. Por el contrario, el principio corporal toma la escena, se adueña de la representación y pone al descubierto el reino de sus pasiones: la ira, el goce o la melancolía, emociones manifiestas en cada forma de transgresión textual, cada gesto profanador, burlesco o deformante. Se diría que surge allí, como una fuerza invisible expresada en el delirio y la fruición retórica, el propio cuerpo del texto, el cuerpo que produce todo esto, que ejecuta los excesos de la lengua y hace del propio texto un violento carnaval.

Martirio

Es así que la corporalidad se expone. No solamente se exhibe sin pudor, sino que se expone al peligro. A lo largo de la novela se va relatando cómo este mismo libro que estamos leyendo tuvo que ser reescrito dos, tres, seis, ocho veces para escapar de la censura. Lo mismo que en su autobiografía, cuenta Arenas sobre la novela Otra vez el mar. Esta obstinación en el acto de escribir se paga con el cuerpo: cada pérdida del texto equivale a una forma de castigo. La escritura se traduce en términos de infortunio, humillación, dolor, una verdadera ética del acto escriturario que lo consagra como un altísimo valor, digno del mayor sacrificio. Este es un tema constante en la ficción de Arenas desde Celestino antes del alba, novela sobre el sufrimiento de un niño incomprendido por su familia y sobre los castigos que soporta por escribir contra la voluntad del abuelo. La ética de la víctima, podemos entonces deducir, no es exclusiva del contexto político en el que se colocan las otras narraciones (y particularmente el relato autobiográfico). Sin embargo, es evidente que la escena totalitaria le presta al ciclo agónico de Arenas un marco especialmente dramático. En El color del verano, la ética de la víctima llega a un punto de máxima tensión, expresada no solo en la violencia retórica del texto o en su agresivo carácter cómico-trágico, sino explícita a su vez en el capítulo-prólogo bajo la forma de un pronunciamiento: "Aunque el poeta perezca, el testimonio de la escritura que deja es testimonio de su triunfo ante la represión, la violencia y el crimen. Triunfo que ennoblece y a la vez es patrimonio del género humano […]" (Arenas 1999, 263). En otro momento de la novela, el mismo principio se aplica a la homosexualidad. Dice una de las "locas" en una audaz alocución pública:

Nuestro objetivo es la creación (o si se prefiere, la preservación) de una mitología y de una metafísica del placer. Misión peligrosa, arriesgada y desinteresada, porque en definitiva lo que buscamos es que los demás se diviertan. ¿A qué hombre no le gusta que un pájaro le mame la pinga? (Arenas 1999, 404)

También la historia clandestina de las locas tiene su martirologio, como se ve en esta conferencia carnavalesca y como afirmó Arenas en su autobiografía. El martirio incluso parece la forma plena y consumada de esta política del cuerpo. El martyr es quien testimonia la incondicionalidad de su fe mediante el mayor sacrificio posible, la renuncia al cuerpo, la muerte. La narrativa de mártires es una enciclopedia de la tortura, a cual más refinadamente cruel y por lo tanto digna de gloria. En este sentido, tendríamos que interrogar mejor la literatura de Arenas, ya que una lectura apresurada de su fantasía erótica y su visión de Cuba como paraíso homosexual (o "Jardín de las Delicias", según el irónico subtítulo de El color del verano) tiende a velar este otro costado ascético y sacrificial. En definitiva: ¿no había elegido como héroe a fray Servando Teresa de Mier, un hombre religioso, precisamente en la novela que lo expuso como disidente (cf. Silva 2011)?

En El color del verano asoma otra figura heroica como ideal supremo del yo: José Martí, el gran héroe cubano. Se presenta en la disparatada comedia que abre la novela, "La fuga de la Avellaneda. Obra ligera en un acto (de repudio)", y se presenta en su estampa trágica, en el exacto momento en el que regresa a Cuba para morir. Ese encuentro con la muerte en 1895, al final de su largo exilio, no es por supuesto para Arenas un hecho debido a la mala suerte, sino un acto de la voluntad. Tal como dice en cierto punto de su diálogo con la Avellaneda, Martí viene a dar su vida voluntariamente en la batalla, porque este es el epílogo triunfal que él busca para la biografía que será escrita:

Quiero morir en el monte o en medio de un cañaveral. Que me susurre un sinsonte, que me arrulle algún palmar, que alguien sepa mi dolor. Además de matar al tirano quiero caer en medio del color del verano natal. (Arenas 1999, 73)

La revolución de 1895 se fusiona con la de 1959 y, como en El mundo alucinante, la "tiranía" refiere doblemente al tiempo de la colonia y al de Fidel Castro, así como el héroe —el mayor héroe de la patria, reclamado por la Revolución tanto como por sus enemigos— retorna en la voz del propio Arenas.

La presencia de Martí en la novela merece un comentario más extenso del que permiten estas notas. Pero señalemos al menos dos detalles antes de finalizar. El primero es que el héroe se presenta al principio de la guerra de independencia, en el umbral, cuando la revolución todavía era una promesa incorrupta, a diferencia de la otra revolución, la del siglo XX, degradada por sus propias instituciones. En segundo lugar, Martí es resucitado con el fin de mostrarlo en esa determinación de morir y consumar la derrota de su cuerpo, es decir, en el umbral de su pasaje a lo sagrado. Esta mortificación ciertamente no está exenta de goce, como sabemos por la tradición hagiográfica y su representación del martirio. En La carne de René, Virgilio Piñera explora el misterioso encanto de San Sebastián atravesado por las flechas, ícono del imaginario gay, como es sabido, pero figura también del gozo en la tortura propio del martirio y su sentido de la gloria. Tal vez haya que leer también esta duplicidad en la insistente exposición del cuerpo gozoso y castigado que se encuentra en Arenas. En todo caso, es evidente que ya su representación, ya su configuración literaria supone en sí misma un triunfo de la víctima como testigo (martyr) inmolado. Tal como Arenas le hace decir a Martí en el umbral del sacrificio: "Quiero morir en el monte [y] que alguien sepa mi dolor". La supervivencia del texto, la eficacia del discurso literario, su elocuencia: tales son las condiciones finales de ese triunfo.


1 Véase Ponte 1995; Rojas 1996, 1998; así como el prólogo de Hernández Busto a El no, de Virgilio Piñera (1994).

2 Esta tragedia del cuerpo no solo está presente en sus ficciones, sino en su autobiografía. En su carta de suicidio, escrita para publicarse e incluida al final de Antes que anochezca, Arenas no solo adjudica a Fidel Castro la responsabilidad de todas las injusticias sufridas —la censura, la cárcel, el exilio—, sino también del sida e incluso de la decisión de suicidarse.

3 Existe una importante bibliografía sobre el paradigma sacrificial, mucho más compleja de lo que esbozo en estas notas. Me limito a mencionar sus principales nombres: René Girard (La violencia y lo sagrado), Giorgio Agamben (Homo sacer, entre otros), Roberto Esposito (Communitas) y, antes de ellos, Sigmund Freud (Totem y tabú), Henri Hubert y Marcel Mauss (Ensayo sobre la naturaleza y función del sacrificio).

4 Como ejemplo, véanse los textos de Reinaldo Arenas reunidos en Necesidad de libertad, o también el volumen de poesía cuyo título dice todo: Voluntad de vivir manifestándose. En sus últimos años, cuando ya era consciente de que el sida le dejaba poco tiempo, Arenas trabajó meticulosamente en la composición de su obra, reuniendo, ordenando y completando escritos dispersos. El volumen de poemas recién mencionado se refiere a esto como un acto de vindicación: "Pronto lo único que quedará de mí serán estas palabras tercamente ordenadas. Sería un egoísmo el no compartirlas con los demás: las mismas son el fruto de la venganza cumplida" (Arenas 2001, 7).

5 Me refiero al título de su texto "Fray Servando, víctima infatigable", incluido como prólogo de El mundo alucinante, a partir de la edición de Monte Ávila (Arenas 1982).

6 El éxito internacional de Arenas fue paralelo a la censura y la persecución política. Prohibida en Cuba, a pesar de haber sido premiada, la novela El mundo alucinante se publicó primero en Francia (Éditions du Seuil, 1968), y llamó inmediatamente la atención de otros editores latinoamericanos. Desde entonces su literatura estuvo dirigida a un público extranjero —o del exterior— por más que estuviera referida a Cuba, de modo que, en más de un sentido, fue una literatura del exilio.

7 Junto con El asalto, El color del verano fue concluida por Arenas poco antes de morir en 1990.


Obras citadas

Arenas, Reinaldo. 1982. El mundo alucinante. Caracas: Monte Ávila.

___. 1999. El color del verano. Barcelona: Tusquets.

___. 2001. Voluntad de vivir manifestándose. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Hernández Busto, Ernesto. 1994. "Una tragedia en el trópico". Introducción a El No, de Virgilio Piñera. México: Ediciones Heliópolis.

Piñera, Virgilio. 1960. Teatro completo. La Habana: Ediciones R.

Ponte, Antonio José. 1995. "Por los años de Orígenes". Unión: Revista de Literatura y Arte 7, n.° 18 (enero-marzo): 45-52.

Rojas, Rafael. 1996. "La relectura de la nación". Revista Encuentro de la Cultura Cubana 1 (verano): 42-51.

___. 1998. "La diferencia cubana". En Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano, 105-122. Miami: Ediciones Universal.

Silva, Guadalupe. 2011. "El mundo alucinante: construcción de la disidencia". Anclajes 15, n.° 1: 61-79.