https://doi.org/10.15446/lthc.v17n2.51273

Tres decenios de profesionalización de los estudios literarios en México: algunas consecuencias

Three Decades of Professionalization in Literary Studies in Mexico: Some Consequences

Três décadas de profissionalização dos estudos literários no México: algumas consequências

Alejandro Higashi
Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México
higa@xanum.uam.mx

Cómo citar este texto (MLA): Higashi, Alejandro. "Tres decenios de profesionalización de los estudios literarios en México: algunas consecuencias". Literatura: teoría, historia, crítica 17.2 (2015): 59-77.

Artículo de reflexión. Recibido: 28/01/15; aceptado: 24/05/15.


En este trabajo, reflexiono sobre distintos aspectos relacionados con la profesionalización del campo de los estudios literarios en México después la fundación del Sistema Nacional de Investigadores, institución federal que por primera vez definió el perfil deseable de la investigación a través de una plantilla homologada de requisitos cuantificables mediante estímulos económicos. Atiendo, principalmente, a la forma en que fue recibida esta nueva fuerza trabajadora en el campo cultural de los estudios literarios por una hegemonía intelectual prolífica y dominante fuera de la universidad y a las opiniones que recibió la formación de lenguajes teóricos especializados y su capacidad para formar profesionales dentro de sus aulas (que no necesariamente coincidían con la figura del crítico acuñada en años previos). La profesionalización, en todo caso, condujo a la crítica a la especialización y abrió los caminos para mantener dicho estilo de discurso y difundirlo entre los miembros de su comunidad académica.

Palabras clave: profesionalización académica; lenguajes especializados; teoría literaria en México; Sistema Nacional de Investigadores.


In this paper, I reflect on various aspects related to the professionalization of the field of literary studies in Mexico, especially in light of the founding of the Sistema Nacional de Investigadores [National System of Researchers]. This federal institution defined-for the first time-desirable investigatory profiles as approved patterns of quantifiable requirements reinforced by economic incentives. I primarily deal with the way in which this new workforce was received in the cultural field of literary studies by a dominant and prolific intellectual hegemony situated outside of the university. In addition, I discuss the opinions regarding the formation of specialized theoretical languages and their capacity for training professionals in the classroom (which did not necessarily coincide with the figure of the critic forged in previous years). Professionalization led criticism to specialization and paved the way for maintaining said style of discourse and diffusing it among members of their academic community.

Keywords: academic professionalization; specialized languages; literary theory in Mexico; Sistema Nacional de Investigadores.


Neste trabalho, reflito sobre distintos aspectos relacionados com a profissionalização do campo dos estudos literários no México depois da fundação do Sistema Nacional de Pesquisadores (SNI), instituição federal que por primeira vez definiu o perfil desejado da pesquisa por meio de um modelo homologado de requisitos quantificáveis, mediante estímulos econômicos. Atendo, principalmente, à forma em que foi recebida essa nova força de trabalho no campo cultural dos estudos literários por uma hegemonia intelectual prolífica e dominante fora da universidade e as opiniões que recebeu a formação de linguagens teóricas especializadas e sua capacidade para formar profissionais dentro de suas classes (que não necessariamente coincidiam com a figura do crítico cunhada nos anos anteriores). A profissionalização, em todo caso, conduziu a crítica à especialização e abriu os caminhos para manter esse estilo de discurso e difundi-lo entre os membros de sua comunidade acadêmica.

Palavras-chave: profissionalizaĆ§Ć£o acadêmica; linguagens especializadas; teoria literária no México; Sistema Nacional de Pesquisadores (SNI).


La profesionalización como una consecuencia de la evaluación curricular

Uno de los resultados más visibles de la transformación de los estudios literarios en el México actual ha sido la creación de un perfil de investigador que integra escalas cuantitativas y cualitativas de medición curricular, procedentes tanto de las ciencias básicas como del área de las humanidades. Aunque este cambio no puede considerarse negativo en sí mismo, el éxito en términos económicos y el prestigio simbólico de la figura del profesional de los estudios literarios dentro de las universidades ha venido a dejar en clara desventaja a otras formas de comunicación afines, pero no consideradas dentro de los factores preponderantes de medición, como la crítica literaria, la divulgación literaria y varias formas de periodismo cultural. La profesionalización de los estudios literarios, como intento demostrar aquí, fue una consecuencia no buscada por el nuevo formato de evaluación curricular, que al final cumplió con el cometido de identificar formas prestigiosas de comunicación entre especialistas y desplazar, sin desearlo, otras formas válidas y necesarias de comunicación entre los estudiosos de la literatura y la sociedad.

El origen de este proceso de profesionalización, de manera paradójica, estuvo vinculado a la necesidad de alcanzar una subsistencia digna, y no a la voluntad de mejorar la calidad de nuestros resultados en investigación literaria. Ante las crisis económicas y los recortes presupuestales de las últimas décadas del XX, cuando el Gobierno Federal tuvo que implementar un sistema de beneficios que mitigara el impacto de las constantes devaluaciones, las instituciones de educación superior se fijaron de forma particular en las trayectorias académicas como un factor preponderante de medición. Una consecuencia a mediano plazo fue que la identificación de estas como un medidor óptimo orientó, de forma recíproca, el camino que seguiría la profesionalización de la naciente figura del investigador al proponer de forma implícita una imagen ideal a la que debía aspirar cualquier persona interesada en recibir los beneficios económicos. Así, quien cumpliera con todos los requisitos previstos en la evaluación se convertiría en el prototipo del investigador idóneo. De modo paulatino, el docente interesado en participar de estos beneficios se deslindó del profesorado común (identificado por su trabajo pedagógico frente a un grupo) para buscar una mayor cualificación conforme a las características indizadas en los sistemas de evaluación: obtención del grado de doctorado, publicaciones en revistas académicas con arbitraje, formación en la generación de recursos humanos, participación en comités evaluadores, etc. Cuando la evaluación se convirtió en el requisito indispensable para obtener un complemento salarial, los perfiles de producción de los candidatos (sus trayectorias) también tuvieron que homologarse y nació, como tal, la figura del investigador profesional desde una perspectiva institucional.

María Teresa de Sierra Neves señala como inicio de la profesionalización académica la fundación del Sistema Nacional de Investigadores, en 1984, "ya que se creó como tal la carrera de investigador" (244), no porque antes no haya habido investigadores, sino porque por primera vez se planteó la definición del trabajo de investigación conforme a una plantilla homologada de requisitos cuantificables y el pago correspondiente asociado bajo la figura de una beca. Respecto a la trayectoria académica, la reacción más evidente fue la adaptación a las nuevas condiciones de evaluación, donde una acumulación de actividades traía beneficios a corto y largo plazo, como mayores ingresos y mayor prestigio e influencia dentro de las respectivas comunidades académicas (De Sierra Neves 246).

En el terreno de las prácticas, los mecanismos creados para la medición de trayectorias distan mucho de ser exactos y su aceptación como factores preponderantes del modelado de las estrategias en investigación ha sido vista muchas veces como una imposición perniciosa que disminuye las fortalezas tradicionales de la universidad. Si consideramos los distintos enfoques que puede tener la evaluación, como lo hace De Sierra Neves (272-274), veremos que esta, en el Sistema Nacional de Investigadores, se ha planteado como objetivo primordial la rendición de cuentas (controlar y probar; medición de los resultados) y ha hecho a un lado la evaluación para el desarrollo (mejorar) o para el conocimiento (aprender). Dentro de este sistema de premios, la valoración directa de los resultados tampoco tiene un peso relevante dentro del proceso: se considera el prestigio de la publicación donde se publica, el arbitraje estricto y el número de páginas, pero no se lee el artículo para estimar la calidad de la hipótesis en relación con sus premisas; el impacto en los lectores se mide estadísticamente por el número de citas que reciba el trabajo (pero muchas citas pueden haber tenido como propósito refutar las ideas originales, por ejemplo). Como señala De Sierra Neves, "el problema es que se ha hecho costumbre marchar por el camino de la evaluación como si [evaluación e investigación] fueran reflejos condicionados" (250). Quizá el efecto no deseado más notable en el área de humanidades y ciencias sociales es que

la evolución y los cambios [...] se han dado en el trabajo cotidiano del académico, lo cual tiene que ver con el reconocimiento del trabajo en equipo en contraste con el individual, en la medida en que los actuales programas de incentivos están enfocados a la evaluación del trabajo individual y dejan de lado al grupal, lo cual [...] ha ocasionado problemas para el desarrollo de la propia disciplina y el compromiso institucional. (De Sierra Neves 251)

Se trata de un sistema de autogobierno para la asignación de recursos que premia el trabajo individual y desestima el trabajo colectivo, lo que, en conclusión,

ha generado un ambiente de competencia entre los investigadores e incluso una pérdida del sentido de comunidad universitaria, debido a que se aprendió a trabajar en el marco de un sistema de estímulos y a hacer exactamente lo que se necesitaba para obtener una retribución económica complementaria y un reconocimiento simbólico al interior de las Instituciones de Educación Superior. Lo cual ocasionó que se fuera perdiendo la necesidad de pertenencia a un grupo. (255)

Esta consecuencia puede tener muchas lecturas; una posible es el remanente nostálgico de los grupos que se rehúsan a ver el lado positivo de un sistema de estímulos y evaluación que desarticula formas artesanales de investigar. Desde esta perspectiva, la libertad que implica investigar en ratos libres robados a la docencia universitaria parece más valiosa que un sistema de estímulos sujeto a evaluaciones constantes por pares (De Sierra Neves 265).

Se dificulta presentar una valoración, con cierto grado de exactitud, de las consecuencias de estas nuevas reglas de financiamiento, pero me parece obvio que, al menos a primera vista, puede advertirse lo siguiente: pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores confiere un estímulo económico personal al mismo tiempo que prestigio simbólico; la entrega de este beneficio regulado a través de la evaluación por pares ha conducido a la profesionalización de los investigadores, lo que se traduce, en el plano personal, en la formación de una trayectoria y, en el plano institucional, en herramientas afines para alcanzar esta trayectoria, como la proliferación de posgrados y un sistema eficiente de beneficios (lo que permite cumplir con un requisito principal del perfil: el grado de doctorado), vías de difusión de las investigaciones (subvenciones para la publicación de libros y revistas académicas, asistencia a congresos, redes de investigadores, etc.), público para los resultados de las investigaciones (los pares y el estudiantado en proceso de profesionalización), etc. La medición de la trayectoria académica ha permitido una jerarquización entre los investigadores (donde aquellos con mayor experiencia, clasificados como Nivel 3, estarán encargados de evaluar a los niveles inferiores, como Nivel candidato, Nivel 1, etc.), con un cuadro de consecuencias no deseadas: de un lado, acciones varias para alcanzar una trayectoria destacada lo antes posible, como campañas encarnizadas de autopromoción, simulación dentro de los arbitrajes y favoritismos, etc.; del otro, una posición nostálgica con varios frentes, como el rechazo decidido al sistema de becas con fondos públicos por sus pobres resultados.

En el caso particular de los estudios literarios, la procedencia científica de los modelos de evaluación explica, al menos en parte, la enorme simpatía con la que fueron acogidos los modelos de análisis teórico cifrados en el uso de metalenguajes, lo que terminó por orientar los derroteros metodológicos. Como era común en otras disciplinas con prestigio científico, los interesados en el análisis literario recurrieron a paradigmas epistemológicos reputados (antropología estructural, lingüística, narratología, etc.) y se pertrecharon con ellos para poder competir en el nuevo terreno de las becas de investigación (sin mucha paridad hasta ahora, pero al menos con la conciencia de librar una batalla digna al poder equipararse como usuarios de un metalenguaje rico y preciso).

La teoría literaria y la emergencia de una nueva clase crítica: el teórico profesional

Si atendemos al campo específico de los estudios literarios, las sospechas despertadas por los nuevos sistemas de evaluación al interior de la universidad solo representan una parte de los problemas que enfrenta la profesionalización académica. La otra cara de la moneda se encuentra en esa amplia e influyente parte del campo cultural formada por una hegemonía intelectual prolífica y dominante fuera de la universidad, pero que no entendió o no compartió por completo el impulso de los metalenguajes teóricos formados en el decenio de 1960 dentro de las academias europeas (y, prominentemente, de la academia francesa), herramientas fundamentales para lograr que la universidad se convirtiera en una cadena de producción de estudiosos de la literatura que podían ejercer como profesionales en teoría literaria mediante la aplicación controlada (y, en ocasiones, mecánica) de diferentes modelos de análisis (narratología, semiótica, intertextualidad, etc.). La sospecha que despertaba este sector en proceso de profesionalización dentro de los círculos intelectuales quedó bien ejemplificada en Vuelta, revista fundada en 1976, y con Octavio Paz a la cabeza de un influyente conjunto de intelectuales mexicanos y latinoamericanos que habían forjado su prestigio, en su mayoría, fuera de las aulas universitarias, como diplomáticos de carrera, abogados, médicos, publicistas, etc. El recelo con el que se percibía a estos académicos en proceso de profesionalización, despectivamente tratados como "profesores", procedía, según Malva Flores, de una incomprensión respecto al proceso que afrontaban los críticos bajo la protección de la universidad: una paulatina profesionalización que hacía de los metalenguajes su principal bandera, levantada contra (y, en ocasiones, a imagen y semejanza de) la fuerza natural de los modelos de rigor y exactitud de las ciencias duras, pero también contra el lenguaje de todos los días que había nutrido suplementos literarios y revistas de años previos, fuera del campo de influencia de los lenguajes especializados. Como señala Flores,

la diferenciación entre teóricos y críticos fue una cuestión que se comprendió con lentitud dentro del grupo que primero hizo Plural y luego Vuelta. La multicitada "tesis" de Benjamin, "la crítica debe hablar el lenguaje de los artistas", estaba siendo desplazada rápidamente por la construcción de un lenguaje, ajeno al mundo del arte, que se quería científico, acuñaba una enorme cantidad de términos cuya impenetrabilidad relegaba al lector común e imponía códigos comprensibles solo para los iniciados. Así, del mismo modo como en la academia mexicana hubo transformaciones paulatinas desde finales de los setenta, los miembros de la revista no supieron bien a bien adaptarse al nuevo mundo de las especialidades que comenzó a tomar forma en Hispanoamérica, tarde como siempre, en las dos últimas décadas del siglo pasado. (133)

La profesionalización de los estudios literarios requería un lenguaje especializado que proveyó el estructuralismo y, al menos en parte, la lingüística. Este lenguaje especializado, como corresponde a toda profesión, permitió que los estudios literarios universitarios se reprodujeran sin mediar otro requisito que el uso correcto de ese metalenguaje. La nomenclatura metalingüística debería permitir que los epígonos redactaran estudios literarios con independencia de sus talentos. Como una fábrica de ensamblaje en serie, la teoría literaria estaba lista para producir una batería de estudios cuyas características principales serían el rigor teórico y terminológico, pero que dejaban en un segundo plano a la obra artística y al propio lector. Se formaba, así, un reducido club para especialistas donde el teórico aclaraba la obra solo para otro teórico capaz de decodificar los intrincados metalenguajes, pero nunca para el lector común. Por otro lado, esta orientación satisfacía los requisitos de un sistema de evaluación modelado en una epistemología cientificista. Desde los años de Plural, en una entrevista realizada a George Steiner en 1975, se insistía en la acción inhibidora de la teoría literaria, al menos desde la perspectiva del lector. Decía Steiner:

Mi tarea moral y técnica es clarificar aquello sobre lo que escribo para hacerlo más asequible a la comunidad de lectores. Al utilizar una obra literaria o artística como ocasión para exhibirme, no solo traiciono la confianza puesta en mí, sino que impido la acción activa de la obra sobre la sensibilidad del receptor. (citado en Flores 138)

Si el crítico no aclaraba, ¿para qué servía? Con el paso de los años, como cuenta Malva Flores, "para designar a los críticos que en el área literaria se agrupaban alrededor de las universidades, poco a poco se fue destilando el desdeñoso nombre de 'profesores'" (140). Esta perspectiva negativa de la profesionalización se explica, al menos en parte, si tenemos en cuenta la imagen de intelectual orgánico que representaban en ese momento escritores como Octavio Paz o Gabriel Zaid, y que pensaban que debería consolidarse en nuestro país. En esta visión, la especialización era un conjunto diseminado de partes que impedía la concentración en los grandes procesos nacionales por atender de forma exclusiva a los detalles, inconexos y parciales, que con dificultad podría abarcar la teoría literaria. Esta perspectiva dividió el sector crítico, sin una verdadera razón de peso, en teóricos literarios y en simples críticos. Luego, fue muy fácil asumir que toda la crítica emanada de la universidad se regía por el mismo paradigma metalingüístico, aunque en la práctica no fuera así. No pasó mucho tiempo para que los críticos formados a la sombra de la filología y, diría yo, del sentido común, pero afincados en la universidad, aclararan que, en la pluralidad del ambiente universitario, podían germinar muchos tipos de semillas. Antonio Alatorre aprovechó su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, en 1981, para apuntalar muchas ideas sueltas sobre lo que él llama la "crítica tradicional" (y que se acerca mucho a lo que podríamos llamar "filología", una de las más antiguas transdisciplinas de nuestro claustro), pero que desembocaba en una "crítica neo-académica" nacida a la sombra del auge por esos años de "las escuelas críticas de hoy". El diagnóstico, negativo, atendía las coordenadas del trabajo lector y exponía la forma en la que estas modas críticas habían venido a convertirse en sucedáneos de la experiencia lectora y cómo progresó "cierta crítica universitaria que parec[ía] nutrirse exclusivamente (y por lo común a través de traducciones no muy esmeradas) de eso que Guattari llama 'productos de las metrópolis', sin abandonar por ello su condición de burda" (Alatorre 70). Por "productos de las metrópolis" se refería a los metalenguajes producidos en las academias influyentes de Francia, Alemania y otros centros hegemónicos y llevados luego, sin que mediara un diálogo bilateral y una adaptación de la construcción teórica, a las zonas de colonización cultural. El metalenguaje colonizante, por supuesto, no hacía una crítica espléndida por sí misma. En el resto del trabajo, Antonio Alatorre se regodeaba con la pobreza de la crítica neo-académica, cuyos resultados descriptivos se presentaban encubiertos bajo un maquillaje metalingüístico. Esta caracterización, me temo, es la que pesa hasta nuestros días: una crítica sin riesgos, de receta, descriptiva, desbordante de metalenguaje y difícil, por ello mismo, de leer fuera de ámbitos especializados (lo que, por supuesto, en muchos casos no pasa de ser un mero prejuicio).

Lo que más parecía asustar no era la ingenuidad de sus resultados, sino su capacidad reproductiva. Para Alatorre, estas escuelas teóricas terminaban convertidas en moda y las modas, como focos de influencia, se multiplicaban maquinalmente a espaldas de la verdadera crítica: "¡con qué rapidez un profesor neo-académico le hace tragar al alumno tantas y tan gruesas pastillas culturales! ¡Con qué fluidez un aprendiz recién adiestrado se hace indistinguible de su adiestrador! ¡Con qué ancha sonrisa sale el crítico neo-académico de la fábrica, ya listo y dispuesto a todo!" (73). La cadena de producción académica, descrita por Alatorre con algo de sorna, dejaba ver la censura colectiva de una generación ante la irrupción de esa nueva clase crítica, emanada de la profesionalización universitaria, en un mundo de grandes lectores y grandes críticos, a quienes podía otorgárseles el calificativo de "no profesionales" porque no debían sus talentos a la universidad, pero en pleno ejercicio crítico y con la superioridad proveída por la práctica y la experiencia adquirida (ello, sin contar la influencia que suponía el publicar en suplementos culturales y revistas de difusión nacional y que terminó por erigirlos en figuras públicas cuya opinión era escuchada y atendida tanto por las clases políticas como por un público general). El hecho de distinguir entre críticos tradicionales y críticos neo-académicos permitía ya constatar las diferencias al interior de la misma universidad y obligaba a tomar partido por quienes resultaban mejor ponderados (los críticos tradicionales) y a desconfiar de todo lo demás.

Octavio Paz, en La otra voz, dedicó un capítulo completo a su explicación de la naturaleza perniciosa de la universidad en el pensamiento occidental, donde los verdaderos políticos estaban reducidos a payasos que ensayaron las fórmulas confusas e intraducibles de la sociología y la politología, y la crítica literaria abandonaba su responsabilidad estética y asumía equivocadamente el análisis social como una estrategia donde

primero se reduce la obra a mero documento social; enseguida, se afirma que el texto no dice lo que dice. Mejor dicho: el texto oculta una realidad social y política. Descubrir esa realidad es la misión del crítico. Leer el texto es descifrarlo, desnudarlo de sus pretendidas significaciones y revelar lo que las palabras esconden. La crítica literaria se vuelve una operación de policía que hace pensar, más que en Sherlock Holmes, en Torquemada y el Procurador Vichinsky. La tempestad se transforma en un espectáculo de fuegos de artificio que encubren con sus luces la infame realidad: el nacimiento del Imperialismo moderno. La relación entre Próspero y Calibán es la del amo europeo y su esclavo colonial. El texto es un tejido de engaños; al destejerlo, el crítico desenmascara al autor mentiroso, cómplice de las tiranías y las opresiones. Nadie escapa a las ridículas condenas de estos jueces de toga y birrete. (557)

La profesionalización de la crítica literaria dentro de las universidades no venía sola para este sector crítico, sino que se acompañaba de cierta bonanza editorial donde se daba carta de naturalización a lo que se producía por medio del libro. Por supuesto, la mirada de Paz al respecto tampoco fue muy esperanzadora: "el reciente auge editorial de la industria universitaria de la crítica ha convertido las modestas colinas de basura que dejaba la literatura en verdaderos Himalayas de desechos" (542). Para Gabriel Zaid, los libros universitarios se imprimen para la bodega y el currículum (204). Ninguno de los pasos seguidos por la crítica en su proceso de profesionalización parece haber sido visto con buenos ojos por este sector de la producción cultural, acostumbrado a formarse sobre la base del talento individual (virtud, por otro lado, difícilmente cuantificable por sus pares en un proceso de asignación de recursos económicos).

La teoría sin lectores: de la profesionalización a la especialización

La profesionalización, en todo caso, condujo a la crítica a la especialización y la devolvió a la caverna platónica de las revistas especializadas y los libros universitarios. El ejercicio profesional no es un crimen: parece natural que si el especialista se ha esforzado por crear un estilo de discurso que lo identifique y le confiera cierto prestigio, también encuentre los caminos para mantener dicho estilo de discurso y difundirlo entre los miembros de su comunidad académica, por reducida que pueda ser. Por otro lado, las escalas de medición de su tarea diaria no se toman de la investigación humanística, sino de las ciencias básicas, irrenunciablemente comprometidas con el método y los metalenguajes, y atentas solo al reducido número de lectores calificados para entender su producción académica. De esos años datan revistas fundamentales para la profesionalización académica como Semiosis, Cuadernos del Seminario de Semiótica Literaria del Centro de Investigaciones Lingüístico Literarias (Universidad Veracruzana, 1978-2012) o Escritos. Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje (Benemérita Universidad de Puebla, 1986-2009). El modelo rindió frutos (y no ha dejado de rendirlos, porque varias de estas revistas alcanzan nuestros días, pese a su alto nivel de especialización), lo que de algún modo deja ver su capacidad para sobrevivir al amparo, fundamentalmente, de instituciones públicas.

Cuando la crítica académica de la universidad replegó sus velas y se resguardó en el circuito de las revistas, los libros y los congresos para especialistas, pactó su destino inmediato: su escasa o nula influencia dentro del espacio de la discusión pública. La naturaleza endogámica de la crítica literaria y el proteccionismo de los fondos públicos (porque en México las universidades con fondos privados rara vez invierten en investigación humanística) determinó muy pronto que se desentendiera de los lectores, pues no dependía de ellos. En ocasiones, a juzgar por los despliegues de erudición teórica, parecía escribir contra ellos y encontraba en el artículo teórico la ocasión de lucimiento, por medio de una acumulación de términos y referencias bibliográficas prácticamente inalcanzables para el público lector común, sin conexión con la sociedad. En el fondo, la crítica académica dentro de la universidad traicionaba su vocación principal: guiar al lector entre la espesura de la literatura clásica y reciente. Antonio Alatorre, en un artículo de 1973, identificaba a la genuina crítica literaria simple y llanamente por sus competencias lectoras:

Así como el cuento, el poema, la novela, han convertido en lenguaje la experiencia del autor, así la crítica de ese cuento, de ese poema, de esa novela, convierte en lenguaje la experiencia dejada por su lectura. La crítica es la formulación de la experiencia del lector. Pone en palabras lo que se ha experimentado con la lectura. ¿Así de simple? Sí, solo que esa simplicidad puede ser dificultosísima. Como la experiencia de la lectura es a veces sumamente complicada, hecha de elementos enormemente variados y complejos, ese poner en palabras se puede complicar hasta llegar a ser algo tan técnico o tan exigente como una filosofía o como un sistema científico. De hecho, los grandes críticos literarios son tan raros como los grandes creadores literarios. Más raros aún, tal vez. La razón puede ser ésta: los medios de que se vale el creador literario son fundamentalmente irracionales, intuitivos, casi "fatales" (a veces se habla de "dones divinos"), mientras que los medios de que se vale el crítico son fundamentalmente racionales, discursivos, y por lo tanto se consiguen más por las vías del esfuerzo, de la disciplina y del estudio que por las vías gratuitas de la intuición. (40-41)

Conclusiones: el autoconsumo en el campo de los estudios literarios hoy

¿Cuáles son las consecuencias del panorama anterior, rápidamente esbozado en sus trazos más gruesos, para el México actual, tres decenios después? La crítica ejercida brillantemente por los intelectuales de este país ha seguido su propio rumbo en suplementos culturales, revistas, páginas web, blogs, etc. La crítica académica producida al interior de las universidades se ha consolidado como una vía de comunicación entre especialistas caracterizada principalmente por su incapacidad para interactuar eficiente y recíprocamente con un público lector más amplio. Solo algunos críticos, pocos y por ello muy valiosos, han podido transitar entre ambas aguas y ser leídos con igual provecho en el ámbito de la especialización y en el de los suplementos literarios (pienso, por ejemplo, en José Emilio Pacheco). La lectura en sí misma parece tener un papel sumamente secundario dentro de este sistema de incentivos detrás de la profesionalización de las personas dedicadas a la investigación, lo que a corto plazo ha tenido sus consecuencias en el terreno de las ediciones académicas, en un muy alto porcentaje sostenidas con dinero público a través de las editoriales universitarias. La falta de coordinación activa y real entre las imprentas universitarias y el público lector ha producido un mercado muy limitado de autoconsumo y una oferta que raya en la sobreproducción. Gabriel Zaid ejemplifica estos problemas con un caso concreto (pero no es, por supuesto, el único):

La UNAM es una selva editorial de un centenar de sellos independientes que no publican para el público: imprimen para la bodega y, sobre todo, para que conste en el currículo del autor y en informe departamental. Esto sucede en todas las universidades, porque el mundo universitario tiene una "cultura" (asalariada, jerárquica) distinta, cuando no opuesta, a la del mundo editorial (comercial, free lance). No trabaja para el lector, sino para el sinodal. (204)

Otra de las consecuencias no deseadas fue la desatención a los lectores para cobijar en primera instancia a los autores. La mejor prueba de este descuido está en la proliferación de incentivos económicos para los programas de posgrado en estudios literarios, sin un paralelo cercano que sirva para formar profesionales en el área de la divulgación, el periodismo cultural o la crítica literaria, disciplinas que hasta la fecha no cuentan con una estructura oficial ni profesional dentro de algún programa de licenciatura o posgrado. En otros terrenos, este descuido se ha incrementado: mientras que hoy resultan comunes las Licenciaturas en Escritura Creativa, en México y en muchas otras universidades del mundo, todavía no hay licenciaturas en Divulgación Literaria (animación a la lectura y áreas afines) o en Periodismo cultural (la Dirección General de la Divulgación de la Ciencia de la Universidad Nacional Autónoma de México ofrece, por ejemplo, un Diplomado en Divulgación de la Ciencia con cierta periodicidad). Desde el decenio de 1980 (pero mucho antes) y hasta hoy, la crítica literaria, la divulgación cultural, la animación a la lectura y el periodismo cultural crecen al margen de las instituciones con un espíritu parasitario y, la mayor parte de las veces, a la sombra del autodidactismo. No puede hablarse, por ejemplo, de una crítica profesional en México porque no existen los mecanismos de evaluación correspondientes: no hay una licenciatura en crítica literaria, no hay un puesto específico de crítico literarios entre los miembros de la redacción de un periódico ni un sueldo asignado de facto, no hay un perfil asociado ni una escala que nos diga cuántas páginas publicadas hacen falta para ser un crítico profesional ni dónde. Si hay premios en crítica literaria, su visibilidad es casi nula fuera de las instituciones que los convocan. El crítico que leemos en los suplementos, por otro lado, la mayor parte del tiempo debe su fama y su sostén a otros oficios asociados, ya como escritor literario, ya como guionista, ya como docente, ya como publicista, etc. Estos críticos que no han progresado hacia la profesionalización son justamente los responsables de estar en comunicación más activa con los lectores, de traducir los nuevos códigos artísticos a unos más comprensibles para el lector, de trazar mapas que permitan al lector un camino más amable entre tantos libros. Como escribe Gabriel Zaid:

Hoy que se publica tanto, es imposible leer todo para escoger lo que interesa. Los avisos de unos lectores a otros son indispensables: no te pierdas esto, no me convence aquello. La división del trabajo explorador sirve para compartir hallazgos y ahorrar tiempo. La recomendación creíble es un tesoro. La crítica profesional debería ser la extensión de este servicio amistoso a los lectores: los amigos desconocidos que necesitan y agradecen la orientación inteligente y sincera. (76)

El problema, claro, es que no hemos sabido consolidar una identidad para la crítica profesional en México (ni para el campo de la divulgación literaria o animación a la lectura), si entendemos por profesional que el crítico pueda mantenerse con el fruto de su trabajo (y no de múltiples actividades alrededor de los libros y la promoción cultural mientras se vive del trabajo como editor, docente o algún otro). En México, el crítico es poeta, académico, editor, periodista, profesor, etc., pero nunca crítico de tiempo completo.

A veces, frente a este panorama, parecería que de lo que estamos más urgidos en el país es de becas de fomento a la lectura y no de fomento a la investigación literaria. Se trata de una necesidad que se siente desde hace mucho. Malva Flores relata cómo se publicó en un número de 1977 de Vuelta un curioso anuncio firmado por Antonio Montes de Oca para ofrecer becas que consistieron en el pago por un año de suscripciones a revistas literarias de escritores jóvenes, con el doble propósito de favorecer a la población que no podía darse esos lujos y a las mismas revistas que, por la juventud de sus colaboradores, no contaban con suscriptores para conservar un ritmo de publicación aceptable (123-124). Por el momento, hasta que esto suceda y el fomento a la lectura cobre fuerza en acciones educativas concretas (la publicación con tirajes millonarios no soluciona nada en un mundo sin lectores), los resultados de la investigación literaria proliferan en un invernadero al calor de fondos públicos y sin advertir, en muchos casos, su situación privilegiada y, muchos menos, la grave carencia irresuelta de condiciones sociales generales para el verdadero repunte de los discursos metalingüísticos en una sociedad que no ha logrado avanzar al mismo ritmo de la universidad.

Este panorama, por supuesto, no excluye a la misma obra artística que se estudia (y quizá pueda, con cierta razón, responsabilizarse a la teoría literaria por cierto desdén hacia los lectores). Como los metalenguajes complejos de la teoría, la poesía es un género cada vez más alejado de los lectores y, consecuentemente, más necesitado de cobijo dentro de nuestras instituciones públicas. Al hilo de la decisión de declarar desierto el Premio de Poesía Aguascalientes del 2008, para entregarle el Premio a Gerardo Deniz por su trayectoria poética, Pedro Serrano inició un debate en el Periódico de Poesía donde se tocaron varios aspectos del prestigio poético, del valor de los premios en México y de la utilidad de la crítica. Dentro de una discusión muy rica en la que no puedo detenerme, Julián Herbert atendió el plano de los lectores, desde mi punto de vista ineludiblemente nodal:

Donde la diferencia me resulta notable es cuando hablamos de lectores, de tiraje: en nuestro país el estándar en poesía es de entre mil y dos mil ejemplares (la mitad de los cuales son comprados por Conaculta o alguna otra institución y se pudren en bodegas). No contamos con muchos lectores, ni siquiera con una moderada cantidad de ellos. Y menos de poesía. Un narrador mexicano al que no le va ni bien ni mal (puedo decirlo por experiencia propia) vende en un año entre 750 y (si tiene la suerte de publicar fuera de México) 3 mil ejemplares; esto puede o no ser argumento de calidad, pero sin duda deja zanjada una parte de la discusión: no es tan sencillo acusarlo de que su prestigio se haya fraguado "en lo oscurito". La situación es muy distinta entre poetas porque, absurdo reductio, la competencia en aras del prestigio poético tiene como rivales a los propios lectores. Aquí hay un mecanismo de "prestigio" que silenciosamente nos aplasta y nos arroja a zonas iracundas: las nuestras son discusiones a las que les falta un factor -la lectura comentada de poemas (de ahí, especulo, que los recitales de poesía sean entre nosotros tan intensos y al mismo tiempo escasamente histriónicos). Por otro lado, en un contexto así es mucho más fácil que surjan poetas demagogos: autores que amparados por una capilla (preferentemente integrada por jóvenes) se autodenominan proveedores de "lo que el nuevo público quiere". (Soy optimista a este respecto: se trata de proyectos cínicos y agresivos, pero dudo que duren). (s. p.)

La falta de lectores va más allá del mero marketing y una aspiración al best-sellerato (si se me permite el neologismo): genera dinámicas sociales diferentes que van del proceso creador hasta la especulación del prestigio literario en el proceso de recepción. La falta de lectores centra el debate en un reconocimiento sumamente volátil basado en una atribución subjetiva de valores positivos (lo que conduce, en el fondo, a las competencias sociales del poeta más que a sus capacidades estéticas) y que paulatinamente termina por comprometer su obra con el escaso círculo de lectores que lo sigue, responsable de la bolsa mexicana de valores estéticos. En el número de septiembre de 2013 de Tierra Adentro, en la foto de portada, Juan Rodrigo Llaguno presenta el rostro desencajado y esforzado de Julián Herbert en un grito; sobre su boca abierta, una línea: "Creemos en la poesía". Entre muchos otros temas de la mesa redonda armada por Hernán Bravo Varela, Roberto Cruz Arzabal, Maricela Guerrero y Julián Herbert, titulada "Contra la tradición y el futuro. El lugar de la poesía en México", Bravo Varela tocó otro aspecto neurálgico de la falta de lectores:

Ante un problema de recepción, la poesía tiende a generar un problema falso: mi imposibilidad de comunicarme con sectores amplios de lectores me lleva a radicalizar mis usos, formas y costumbres del lenguaje. A mayor clausura del mundo acerca de mi trabajo, mayor clausura le opondré; radicalizaré y volveré más complejos mis dilemas creativos. En la poesía estadounidense y, en general, en lengua inglesa, la manera de pensar la voz es ya una manera de comunicarla. En México esos procesos están divorciados hasta cierto punto. Aquí hay los que ya están pensando ambas cosas desde el momento mismo de la actuación poética. La competencia poética también tiene que ver con una competencia en voz alta; la competencia lingüística con una competencia oral. ¿Esta inmensa minoría no ganaría un poco sabiéndose granjear las artes del espectáculo? Es increíble que nos cerremos a ver lo que los artistas más amplios sí ven en la poesía y que, incluso, le codician: la "secrecía", cierto poder revelador y hasta esotérico del lenguaje. ¿Por qué no abrirnos también a la parte de fascinación y espectacularidad de la poesía, y que tiene y seguimos guardándonos con nuestros prejuicios? No solo para garantizarnos más lectores, sino para que nosotros seamos mejores lectores de nuestra propia poesía. (Bravo Varela et al. 16)

Se trata de un círculo vicioso en el que la forma de expresión de la poesía aleja a los lectores y la falta de lectores hace (o, al menos, permite en parte) que los poetas escriban una poesía cuyos medios expresivos se distancian más y más de los lectores por medio de piruetas verbales. Un lenguaje original puede ser un ejercicio poético en extremo, pero no perdamos de vista que la naturaleza social de la lengua conduce a callejones sin salida: un exceso de originalidad lleva simple y llanamente a la incomunicación. En los últimos años, la ejecución solipsista de la poesía ha generado un lenguaje correspondientemente solipsista, pero que tiene la apariencia de ser sano y se reproduce con vitalidad en el tubo de ensayo del financiamiento público y sus equivalentes privados. De algún modo, el efecto invernadero para la conservación artificial de especies raras empieza a tener efectos secundarios no deseados, como la reproducción de especímenes cada vez más ajenos a nuestra idea de naturaleza. La teoría literaria actual, en cierta forma, refleja también los malos hábitos de una sociedad ajena, enajenada y ciertamente excluida de una conversación absorta en sus metalenguajes, sujeta a la evaluación entre pares y consciente de sus escasos lectores. El reto del nuevo milenio será reconstituir el tejido social entre los participantes de una nueva universidad y una sociedad viva a través de un lenguaje claro (plain language o plain legal language) como sucede hoy con mucha frecuencia en temas de políticas públicas.1 Se trata de movimientos en favor de un lenguaje claro que parten de una premisa simple: resulta paradójico calificar de democrática a una sociedad que no comprende los comunicados de su gobierno, sean leyes promulgadas, informes, consultas ciudadanas o sanciones ejercidas. El acceso a la información debe, desde esta perspectiva, garantizar la comprensión de la información. En teoría literaria, hasta donde sé, nunca nos hemos planteado esta posibilidad desde una perspectiva institucional.


Pie de página

1 Pueden verse, por ejemplo, los avances del Center for Plain Languages <http://centerforplainlanguage.org/, o Clarity, An International Association Promoting Plain Legal Languagehttp://www.clarity-international.net/>. Para México, puede verse un ejercicio práctico en el manual Lenguaje claro de la Secretaría de la Función Pública <http://www.normateca.sedesol.gob.mx/work/models/NORMATECA/Normateca/3_Carrousel/9_Manual_lenguaje/Manual_Lenguaje_040511.pdf>.


Obras citadas

Alatorre, Antonio. Ensayos sobre crítica literaria. México D. F.: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993. Impreso.

Bravo Varela, Hernán et al. "Contra la tradición y el futuro. El lugar de la poesía en México". Tierra Adentro 183 (2013): 14-19. Impreso.

Flores, Malva. Viaje de Vuelta. Estampas de una revista. México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2011. Impreso.

Herbert, Julián. "Debate de 'Aguascalientes 2008: debate sobre la poesía en México'". Periódico de Poesía. Web. 25 de enero de 2015.

Paz, Octavio. La otra voz. 1990. La casa de la presencia. Poesía e historia. 3ª reimpr. México D. F.: Fondo de Cultura Económica; Círculo de Lectores, 1999. Impreso.

Secretaría de la Función Pública. Lenguaje claro. Manual. 3ª ed. México D. F.: Secretaría de la Función Pública, 2007. Impreso.

Sierra Neves, María Teresa de. Claroscuros de la profesionalización académica: evaluación y efectos en las trayectorias y culturas académicas. Estudio comparado de la UNAM y UAM, 1990-2004. México D. F.: Universidad Pedagógica Nacional, 2007. Impreso.

Zaid, Gabriel. Dinero para la cultura. México D. F.: Debate, 2013. Impreso.

Sobre el autor

Alejandro Higashi es profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México. Doctor por El Colegio de México y Licenciado por la Universidad Veracruzana, ha publicado distintos trabajos sobre literatura mexicana en revistas especializadas como Nueva Revista de Filología Hispánica (El Colegio de México), Literatura Mexicana (Universidad Nacional Autónoma de México), Signos Lingüísticos y Literarios (Universidad Autónoma Metropolitana), Incipit (Seminario de Edición y Crítica Textual, Bs.As), Actual (Universidad de Mérida, Venezuela) y en 2013, el libro Perfiles para una ecdótica nacional. Crítica textual de obras mexicanas. Siglos XIX y XX, en coedición con la UAM y la UNAM. Ocupó la Cátedra Rosario Castellanos en el 2012, financiada por la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y la Universidad Hebrea de Jerusalén. Es miembro de número electo de la Academia Mexicana de la Lengua, es miembro Nivel 2 del Sistema Nacional de Investigadores desde el 2002 y, desde el 2012, miembro del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea.