Maguaré
0120-3045
2256-5752
Universidad Nacional de Colombia
Colombia
https://doi.org/10.15446/mag.v37n1.107566

Recibido: 1 de agosto de 2022; Aceptado: 24 de noviembre de 2022

LA FALSA BÚSQUEDA TRAS EL TELÓN: CRÍTICA A LA NOCIÓN DE CREENCIA EN LA ANTROPOLOGÍA

BEHIND THE SMOKE CURTAIN: A CRITIQUE OF ANTHROPOLOGY´S NOTION OF BELIEF

A FALSA BUSCA POR TRÁS DA CORTINA: CRÍTICA À NOÇÃO DE CRENÇA NA ANTROPOLOGIA

J. PERDOMO, *

Universidad de Utah, Salt Lake City, Estados Unidos Universidad de Utah Estados Unidos

juancamilo.perdomo@utah.edu ORCID: 0000-0003-2714-455X

Resumen

Este artículo explora las limitaciones lógicas del uso de la noción de creencia en la investigación social. Para ello, identifico reflexiones teóricas de la antropología contemporánea que directa e indirectamente ponen en duda la neutralidad y operatividad de este término. Con esta revisión epistemológica encuentro que la asociación implícita de la palabra creencia con comprensión, convicción y sistematicidad conduce a la búsqueda forzada de coherencia en el material etnográfico. A la vez, planteo que este término agrupa de manera imprecisa experiencias humanas disímiles. Por lo tanto, como propuesta analítica, resalto el valor heurístico de distinguir entre convenciones, experiencias y analogías. Finalmente, concluyo que la palabra creencia no posee un estatus académico claro debido a sus amplias deficiencias analíticas.

Palabras clave

analogía, antropología, convención, creencia, experiencia.

Abstract

This article explores the logical limitations of the use of the notion of belief in social research. I identify theoretical reflections of contemporary anthropology that directly and indirectly question the neutrality and operability of this notion. My epistemological review identifies the implicit association of the notion of belief with understanding, conviction, and consistency leads to a forced search for coherence in ethnographic materials. Instead, I propose that belief imprecisely groups dissimilar human experiences and insist on the heuristic value of distinguishing between conventions, experiences, and analogies. Finally, I conclude that the word belief does not have a solid academic status due to its strong analytical deficiencies.

Keywords

analogy, anthropology, belief, convention, experience.

Resumo

Este artigo explora as limitações lógicas do uso da noção de crença na pesquisa social. Para isso, identifico reflexões teóricas na antropologia contemporânea que direta e indiretamente põem em questão a neutralidade e a operabilidade deste termo. Com esta revisão epistemológica descubro que a associação implícita da palavra crença com compreensão, convicção e sistematização leva a uma busca forçada de coerência no material etnográfico. Ao mesmo tempo, eu defendo que este termo agrupa de forma imprecisa experiências humanas dissimilares. Portanto, como proposta analítica, destaco o valor heurístico de distinguir entre convenções, experiências e analogias. Finalmente, concluo que a palavra crença não tem um status acadêmico claro devido a suas amplas deficiências analíticas.

Palavras-chave

analogia, antropologia, convenção, crença, experiência.

¿Me contradigo a mí mismo?
Muy bien entonces me contradigo a mí mismo
(Soy inmenso, contengo multitudes)

INTRODUCCIÓN: PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS DE LA PALABRA CREENCIA

Para entender las causas del comportamiento humano las y los investigadores de las ciencias sociales comúnmente enmarcan su análisis en la pregunta ¿por qué las personas creen en lo que creen? Paradójicamente, para resolver este interrogante, al realizar una revisión de debates actuales de la antropología encuentro que múltiples investigaciones confrontan su validez académica. En este artículo exploro precisamente cuáles son las limitaciones lógicas del uso de la noción de creencia en la investigación social. Para abordar esta pregunta compilo aportes principalmente de literatura antropológica en inglés de Estados Unidos y Europa de las últimas dos décadas que, de manera directa e indirecta, desafían el uso de esta categoría por parte de la antropología clásica y moderna. Señalaré que diversos casos etnográficos y reflexiones teóricas contemporáneas sobre animismo, política electoral, historia política, conflictos ambientales y multiculturalismo permiten identificar los puntos ciegos e imprecisiones epistemológicas derivadas de la palabra “creencia” en la antropología.

Las expectativas por rastrear significados profundos son centrales en las ciencias sociales. La búsqueda de significados en objetos, discursos y prácticas ha sido un ejercicio intelectual elemental para quien investiga, por ello se utilizan categorías como creencias y cosmovisiones en las caracterizaciones culturales con la finalidad de identificar lo que las personas consideran como real. Un ejemplo paradigmático es “La religión como sistema cultural” donde Clifford Geertz (2003 [1973]) afirma que los seres humanos se aferran a sus verdades culturales para escapar de la experiencia de duda y paradoja, buscando así guía y sentido en símbolos que se siguen por su autoridad. De este modo, la relación entre ideas, estados anímicos y formas de acción particulares se empieza a naturalizar y tomar como obvia a partir de los símbolos religiosos, pues estos “suministran una garantía cósmica no solo de su capacidad de comprender el mundo sino también, al comprenderlo, de dar precisión a los sentimientos que experimenta” (101). Por esta razón, las ceremonias indígenas son para sus participantes locales “materializaciones, realizaciones, no solo de lo que creen, sino que son también modelos para creer en ello. En estos dramas plásticos los hombres viven su fe tal como la representan” (108).

Es necesario revisar críticamente el lenguaje a partir del cual pensamos el mundo porque las categorías que usualmente se toman como neutras y descriptivas en las ciencias pueden ocultar amplios juicios de valor y limitantes lógicos, como es el caso de “biodiversidad” (Morar, Toadvine y Bohannan 2015) y “vida” (Helmreich 2016) en las ciencias naturales. Lo mismo sucede en las ciencias sociales con la palabra creencia. Es llamativo encontrar que, cuando la literatura antropológica categoriza el comportamiento bajo el término creencia, comúnmente se puede omitir que dicha palabra posee una alta carga prescriptiva, porque de manera implícita se asocia con comprensión (conocimiento profundo), convicción (punto de vista fijo) y sistematicidad (orden, coherencia y predictibilidad). Tal es así que la definición de creencia de la RAE: “1. f. Firme asentimiento y conformidad con algo. 2. f. Completo crédito que se presta a un hecho o noticia como seguros o ciertos. 3. f. Religión, doctrina” se tiende a dar por evidente en la academia. El problema de tal definición yace en que, como mostraré a continuación, esta no es una descripción objetiva del comportamiento de las personas, sino de cómo se espera que se comporten, por lo que usar esta palabra ya es en sí mismo un acto interpretativo.

Diversos teóricos han resaltado las consecuencias y limitaciones analíticas derivadas del uso y abuso de la palabra creencia. Por su parte, Wittgenstein (1967) menciona que al afirmar que se “cree” o no en el Día del Juicio Final la palabra creencia y el contenido del mensaje no son esenciales, pues las personas defienden sus posturas “no por razonamiento o por apelación a motivos ordinarios de creencia” (54), sino por la vida personal que impulsa y justifica sus ideas. Por su parte, Poudillon (2016 [1982], 488) argumenta que las y los antropólogos abordan las creencias “como si este objeto de estudio y su designación no presentaran ningún problema a priori, como si fuera obvio que todo ser humano ‘cree’”. Sin embargo, al nombrar algo como creencia se estaría realizando un juicio de valor, pues no es el creyente “quien afirma su creencia como tal, es más bien el incrédulo quien reduce a mera creencia lo que, para el creyente, es más bien un saber” (2016, 489).

Como ejemplo de lo anterior, según Corwin y Erickson-Davis (2020), para las monjas franciscanas no es importante reflexionar filosóficamente en la vida cotidiana sobre si “creen” o no en la existencia de Dios. De hecho, solamente hablan en términos de “creencia” cuando responden entrevistas formales. Por esta razón, Corwin y Erickson-Davis resaltan que en su investigación “lo que emerge de los datos no es una creencia en Dios o conocimiento sobre Dios, sino una experiencia de la presencia de Dios” (2020, 169). Bajo una denuncia similar al juicio de valor en la palabra creencia, Bell (2004) resalta que cuando se estudia la religión tomándola como un sistema de pensamiento compartido por las personas que se expresa en creencias específicas se cae en una polaridad entre universalidad y particularidad que genera imprecisiones analíticas:

Si un grupo “cree” en cosas menos particulares o empíricamente problemáticas como el amor o las dimensiones trágicas de la vida, tendemos a referirnos a ellas no como creencias, sino como valores, actitudes o disposiciones culturales. Si un grupo tiene convicciones sobre el destino astrológico, estamos muy dispuestos a describir tales actitudes como creencias, no como cultura. La creencia es nuestra caracterización de las ilusiones específicas de los demás. Pero la distinción entre creencia y cultura no está demarcada dramáticamente: la creencia es también nuestra abreviatura para el epítome de lo que vemos como siendo enculturado, ligado a la cultura, o determinado culturalmente. (106)

De este modo, para Bell (2004), se cae en una argumentación circular, ya que una creencia particular se explica con base en una totalidad coherente que le da sentido. Por esta razón, advierte que se puede asociar erróneamente creencia con convicción profunda y, de este modo, suponer que la primera existe antes de la acción sin tener evidencia empírica que demuestre que sucede en todo tipo de situación. Piénsese, por ejemplo, en las ideas de Geertz (2003) sobre los símbolos religiosos como instrucciones culturales que guían el comportamiento social. Las críticas anteriores me permiten sospechar que al llamar el punto de vista de las personas como “creencia” se genera la impresión de que realmente se está aclarando por qué motivo la gente entiende el mundo de cierta manera. Es decir, se le otorga un valor explicativo a las descripciones de quien investiga, suponiendo así comprensión, sistematicidad y convicción en el comportamiento humano.

Cada concepto ilumina relaciones del mundo mientras simultáneamente oculta otras. Una consecuencia negativa del uso acrítico de la palabra creencia es que quien investiga queda atrapado en preguntas delimitadas por su carga lógica. Por ejemplo: 1) ¿por qué pueden coexistir creencias opuestas en una misma persona?, lo cual supone que el pensamiento debe ser coherente; 2) ¿cómo diferenciar correctamente lo literal y lo metafórico en un testimonio?, lo cual da por hecho que las personas en sus vidas cotidianas separan claramente su comunicación bajo esta polaridad; 3) ¿las creencias se encuentran en el individuo o en la sociedad?, lo cual prefigura el contexto interpretativo de la experiencia humana en vez de que la o el investigador se tome la tarea de identificarlo.

Una forma de intentar escapar a los juicios negativos en la palabra creencia ha sido el llamado contemporáneo de tomar seriamente las ideas del Otro. De este modo, se busca comprender, en términos propios, los discursos indígenas para problematizar las bases ontológicas del pensamiento moderno y de la antropología misma (Viveiros 2010). Un limitante en este tipo de estrategia es que acarrea nuevos problemas lingüísticos y filosóficos. Por un lado, desconoce que las oraciones, al considerarlas como literales, son en muchos casos metáforas antiguas que se integraron a las convenciones lingüísticas y con el paso del tiempo se dejaron de percibir como metáforas (Frankenberry 2004 ; Helmreich 2016; Wagner 1981). Por el otro, cuando las personas utilizan la palabra “es” ello no implica que siempre lo consideren como real. Por ejemplo, cuando en un rito diferentes entidades, como plantas, animales, personas o espíritus, se toman como iguales su relación es conceptual, no perceptual (Severi 2020).

En suma, cuando la o el investigador declara “ellos y ellas creen”, el estudio antropológico se limita de antemano a la distinción entre creer/no creer, realidad/ficción, sinceridad/mala fe, certeza/duda, literal/metafórico. Estas son oposiciones totalizantes que no permiten comprender las expresiones oscilantes y complejas del pensamiento humano. Por este motivo, la palabra creencia no es neutra, ya que su uso genera un distanciamiento con el Otro que desvirtúa o idealiza de antemano sus afirmaciones. Debido a lo anterior, al preguntar ¿por qué las personas creen en lo que creen? se reproducen acríticamente asociaciones que encierran a los y las investigadoras en una tautología que les lleva a confirmar sus expectativas de coherencia cultural.

Excesos de coherencia en la antropología

Las ideologías, culturas, cosmovisiones y creencias son nombres de abstracciones analíticas que describen sistemas lógicos, los cuales permiten ofrecer coherencia interpretativa a la información heterogénea obtenida en el trabajo de campo. La antropología clásica y moderna ha utilizado estos conceptos bajo la premisa de que las acciones y los discursos no son actos aleatorios, sino que poseen un orden compartido que es posible delimitar y explicar. Valga preguntar: ¿el comportamiento humano es tan sistemático y estable como pretenden explicar estos conceptos?, ¿las teorías pueden acallar la complejidad del material etnográfico en el que se sustentan?, ¿estos términos antes de ser descriptivos pueden ser prescriptivos? Para resolver dichos interrogantes es necesario hacer una antropología de la antropología.

La antropología no ha carecido de evaluaciones autocríticas ante las amplias generalizaciones de sus conceptos. Las y los antropólogos clásicos y modernos antes de describir culturas las han nombrado y comprendido desde sus propios cánones y sesgos (Ingold 2000; Schrempp 2012 ; Strathern 1988; Wagner 1981). En los primeros trabajos antropológicos se realizaron amplias generalizaciones sobre las sociedades no modernas al considerar que estas poseían un sistema de pensamiento estático, ordenado y homogéneo. Bajo esta lógica, “la cosmología indígena fue tomada como esa parte de la cultura total cuyo papel era totalizarla” (Abramson y Holbraad 2014, 5). Contrario a estas posturas, actualmente se sostiene de manera crítica que las “cosmologías” no describen sistemas lógicos existentes en el mundo, sino que son artefactos académicos, puesto que estas:

son de facto regularidades en el establecimiento de un número de suposiciones compartidas, muy raramente expresadas en la forma de un argumento explícito, y siempre relacionadas con prácticas específicas, sistemas de relaciones y tipos de discursos, ya sean rituales o mitológicos. Estos discursos a veces pueden cruzarse, generando la apariencia de un “discurso unitario sobre la naturaleza de lo que es”. Pero lo que es particularmente interesante sobre ellos es precisamente su carácter no sistemático, el hecho de que siempre dejan un espacio abierto para diferentes estrategias de pensamiento. (Severi 2013, 195)

De hecho, la búsqueda por describir la coherencia filosófica de las comunidades indígenas para contrariar su juicio como creencias irracionales ocultaba los propios prejuicios etnocéntricos de quienes investigaban (Ramos 2012; Lomnitz, Von der Walde et al. 2017). Reconociendo de modo autocrítico que el exceso de sistematicidad en las explicaciones académicas es en muchos casos una ficción retórica, diversos teóricos y teóricas de la antropología contemporánea renuncian a la tarea de encontrar totalidades lógicas que ordenen, estabilicen y diferencien el pensamiento humano (Da Col 2017; Halbmayer 2012 ; Severi 2014; Vilaça 2015).

Abandonando la búsqueda a priori de coherencia en el material etnográfico, las investigaciones contemporáneas de la antropología han comenzado a resaltar la importancia de estudiar la duda. Múltiples testimonios a lo largo del mundo permiten reconocer que las personas no cuentan con reglas, explicaciones y seguridades existenciales ante todas sus vivencias. Por el contrario, los sucesos cotidianos están inmersos en confusiones, malentendidos e incertidumbres, tal es así que es común para las y los antropólogos encontrar respuestas vagas y desordenadas ante las mismas preguntas (Graeber 2015; Hvenegaard 2016; Kohn 2013; Severi 2002; Scott 2016; Willerslev y Suhr 2018). Inclusive la investigación científica no se edifica en las certezas académicas, sino que está inmersa en la experiencia permanente de duda (Hastrup 2017; Helmreich 2016). Finalmente, la antropología está prestando mayor atención al rol de la ignorancia y la contradicción en la vida social (Anand 2015; Ballestero 2019; Mathews 2005).

Los ejemplos citados indican que en los grupos humanos no hay necesariamente consensos culturales sobre cómo funciona el mundo porque los sucesos cotidianos o las interpretaciones contradictorias desafían diariamente las explicaciones heredadas. Ahora bien, aunque estas confusiones sean frecuentes en la vida social, comúnmente no son analizadas en gran detalle por la antropología (Graeber 2015). Y, aunque las y los investigadores encuentren que la palabra creencia es insuficiente para describir y analizar el comportamiento humano, aun así, intentan defender su uso recurriendo a maniobras filosóficas cada vez más intrincadas (cfr. Tym 2022). Por este motivo es que la búsqueda de un sistema de creencias detrás de prácticas, objetos y discursos, es decir, una estructura social, cultura u ontología homogénea que guíe y abarque la percepción y acción humana, pareciera ser en muchos casos una ficción retórica sofisticada en vez de un patrón empírico.

Al desconocer la carga prescriptiva de la palabra creencia, quien investiga puede terminar sobrerracionalizando la vida cotidiana de las personas, pues simplifica el ejercicio investigativo al rastreo de significados ocultos dentro de una totalidad cultural. Esto puede ser problemático a razón de que en la búsqueda de “creencias profundas” se puede dejar de lado que, por ejemplo, las personas elaboran máscaras, hablan de la Pachamama o invocan espíritus sin contar siempre con motivaciones filosóficas y conocimientos claros. Por el contrario, en muchos casos estas acciones pueden surgir por el goce de contar una historia institucionalizada, como respuesta pragmática ante necesidades inmediatas, o consisten en la renovación creativa de analogías cotidianas.

A continuación, desde una perspectiva antropológica analizaré nuevas reflexiones y datos etnográficos de la disciplina sobre animismo, política electoral, historia política, conflictos ambientales y multiculturalismo que permiten cuestionar el uso de la noción de creencia. Con base en estos aportes, propondré que, en vez de buscar e interpretar creencias y significados profundos en el material etnográfico, es más productivo analíticamente centrar la atención del trabajo de campo en el estudio de convenciones, experiencias y analogías. Mi argumento central es que estos casos se deben distinguir porque no encajan bajo una categorización unificada de creencia. Este escrito tiene tres secciones. En el primer apartado abordaré la forma en que el pensamiento se delega en las demás personas mediante convenciones; en el segundo, expondré que el pensamiento no se edifica en reflexiones abstractas sobre el mundo, sino que surge en actividades prácticas; en el tercero, sustentaré que el pensamiento no se expresa de forma directa, puesto que requiere de analogías para comunicarse. Para concluir, resaltaré que la palabra creencia no posee un estatus académico claro debido a sus amplias deficiencias analíticas.

1. DESCONOCIMIENTO, IDENTIFICACIÓN Y AFECTOS

Las personas se nombran ateas mientras afirman que el cosmos surgió a partir del big bang, católicas porque sus pecados fueron perdonados por el sacrificio de Cristo, de izquierda porque comparten las reivindicaciones de los movimientos populares. Pero en muchos casos no conocen a profundidad sobre física, teología ni política. Es más, los detalles sobre agujeros negros, dioses o revoluciones no son compartidos de forma homogénea por las personas que profesan su existencia, ni todos poseen el mismo interés en conocerlos a profundidad.

Es posible encontrar múltiples ejemplos de que el conocimiento uniforme y profundo no es condición para identificarse con un punto de vista sobre la realidad. En el caso de la Antigüedad griega el conocimiento sobre los mitos se limitaba principalmente a los poetas (Veyne 1988). Contrario a como suponían los primeros antropólogos, los participantes de rituales no los entienden de forma homogénea (Hanks 2013; Perdomo 2019; Severi 2002; Taussig 1992). Para evitar peligros y responsabilidades con espíritus se busca evitar comprender y enseñar el conocimiento de los médicos tradicionales (Hvenegaard 2016; Chua 2009). En los movimientos políticos sus integrantes no poseen un saber compartido de sus principios, por el contrario, su articulación depende de “malentendidos productivos” (Tsing 2005).

Conocer a profundidad un tema y tener convicción en ello no es un requerimiento para considerarlo “real” como se podría suponer con la noción de creencia. Las personas hablan sobre la existencia del microbioma o de espíritus sin tener certeza plena sobre su veracidad porque no siempre se puede contar con referentes empíricos inmediatos que los confirmen o los desmientan, sino con la autoridad, el prestigio y la confianza, muchas veces a ciegas, de las demás personas. Por esta razón, como ya ha sostenido innumerables veces la antropología y el psicoanálisis, los puntos de vista de las personas se configuran por convenciones sociales.

El psicoanálisis enseña que la intersubjetividad humana consiste en un juego de espejos sobre las expectativas de los demás. Para Mannoni (1973), en las ceremonias del pueblo hopi en Estados Unidos las personas adultas se disfrazan de espíritus ante las y los niños; la comunidad sabe que no son los espíritus, que es una dramatización, “pero aun así” que de esta forma están presentes de forma invisible en las máscaras. Las personas adultas actúan con convencimiento para que las y los niños así lo tengan, lo cual las convierte en el “sostén” de su comportamiento al punto en que los hopi “no son religiosos por ellos mismos, sino por los niños” (16).

El poder de convencimiento de una persona se obtiene no cuando hace que el otro entienda a profundidad su punto de vista, sino cuando aparenta demostrar que posee convicción ante sus propias ideas. En su análisis sobre la conversión religiosa en Melanesia, Chua (2009) describe que a pesar de que las personas se declaren como cristianas a la vez se sienten amenazadas por espíritus, ya que otras personas profesan su existencia y practican rituales tradicionales. Inclusive la misma vida académica es en parte un acto de convencimiento. Los y las antropólogas muchas veces consideran que sus referentes teóricos y sus informantes tienen certeza en lo que dicen solamente por la persistencia de sus discursos y prácticas.

Es por el desconocimiento de las personas ante las ideas con las que se identifican que las repiten, no porque tengan seguridad en estas, sino porque buscan momentáneamente tener el deseo de estar convencidos. Aunque las personas saben que el efecto de las marionetas de sombra en Asia es una ilusión, “también parecen conscientes de que la ilusión era necesaria” (Graeber 2005, 432). En palabras de Mannoni (1973), en el teatro o en la magia el espectador toma “la actitud del perfecto incrédulo, pero exige que ‘la ilusión’ sea perfecta, sin que se pueda saber quién debe ser engañado” (9). De igual modo, existen trabajos contemporáneos que no poseen ningún tipo de justificación operativa, pero las personas deben actuar como si la tuvieran para darle sentido a sus carreras y al trabajo de sus compañeros (Graeber 2018).

Al repetir e identificarse con una idea las personas tienden no a reflexionar filosóficamente sobre su veracidad, sino a naturalizarla e institucionalizarla como convención social; por este motivo no saben si poseen certeza. Según Veyne (1988), en la Antigüedad griega los mitos eran usados con propósitos retóricos para convencer a los demás, al punto que las personas ya no sabían si dudaban o no de estos. Tal es el caso de la performance contemporánea de líderes indígenas a múltiples audiencias en el marco del multiculturalismo, debido a que “es difícil saber, a veces incluso para los participantes, en qué medida la interpretación de la identidad refleja una creencia profunda, en qué medida es una presentación táctica de uno mismo” (Clifford 2013, 16). La gente sigue y considera legítimos los protocolos sociales no porque “cree” en estos, sino porque los considera convenciones aceptadas ante la mirada de los demás.

La palabra creencia conduce a la oposición entre certeza y mala fe y es históricamente imprecisa para comprender por qué las personas legitiman figuras de autoridad. Según Graeber (2015), los reyes de Madagascar eran tratados como seres a su vez con poderes divinos y poderes creados por convenciones políticas. En el mismo sentido, para Veyne (1988), los gobernantes, como faraones egipcios y emperadores grecorromanos, simultáneamente se divinizaban y se tomaban como seres comunes. Estas actitudes complejas, según Veyne, se deben a que, por ejemplo, las personas de la antigua Grecia no creían de forma literal en sus mitos. Por el contrario, simultáneamente eran crédulos, escépticos y suspendían su juicio.

Como ejemplo de las actitudes complejas de los griegos ante sus discursos, Veyne (1988) menciona que las genealogías míticas de las ciudades y de sus gobernantes eran “saludos ceremoniales” por lo que las personas no dudaban de ellos: “Aceptar estas ficciones como artículos de fe señalaba el reconocimiento de las reglas de la vida internacional de las ciudades civilizadas” (80). Adorar a alguien como deidad era, por lo tanto, un ejercicio que consistía en legitimar una autoridad para no ser visto como enemigo, una suerte de acto estratégico de respeto. Por consiguiente, hablar de mitos dependía de intereses políticos entre naciones, lo cual justamente da cuenta de lo que Graeber y Wengrow (2021) resaltan como la “expresión más pura del poder”. Dicha expresión consiste en hacer que las personas dramaticen que tienen certeza en una idea, por ejemplo, el poder divino de un gobernante, al punto que con el paso del tiempo el resto comienza a considerar que los súbditos realmente tuvieron convicción en ello.

Al estudiar las convenciones encontramos que las emociones y la racionalidad no son opuestas, ya que una idea en orden de ser comunicada requiere de la interpelación personal mediante juegos retóricos y composiciones estéticas. Como enseña la teoría política en diálogo con el psicoanálisis, no se puede separar el goce de la significación en la medida en que los lazos afectivos son el sostén de las relaciones sociales (Laclau 2005; Hook y Vanheule 2016). Por esta razón, identificarse con un proyecto político pasa por disfrutar las narrativas de su origen, al punto en que toda revolución social necesita de una banda sonora. Tal es así que “el límite entre la información y el entretenimiento está dictado por convención” (Veyne 1988, 104), ya que el mito no es simplemente contenido filosófico, pues su función es divertir y potenciar emociones (escúchese, por ejemplo, “Y en eso llegó Fidel” de Carlos Puebla).

El estudio de Hall, Goldstein e Ingram (2016) sobre la primera campaña electoral de Donald Trump permite comprender el vínculo constitutivo entre el goce y la significación. Para estos investigadores su efectividad política derivó de que su campaña fue “entretenida” porque generaba curiosidad, no solo ante personas conservadoras y de zonas rurales, sino también ante sus críticos. Su estilo consistió en caricaturizar a sus oponentes por medio de gestos corporales exagerados. Esta dramatización estereotipada la realizó mediante estrategias del stand-up comedy, como poner apodos, hablar de fluidos y apuntar con sus dedos como si fueran un arma y gritar con emoción “estás despedido”. Las estrategias descritas le sirvieron a Trump como herramientas políticas para divertir y afirmar su superioridad ante los demás competidores.

Aunque se tenga una visión opuesta ante los puntos de vista de alguien, es suficiente con compartir un vínculo emocional fuerte con elementos mínimos de su discurso para seguirlo. Esto fue precisamente lo que logró la campaña de Trump, movilizar emociones en sus electores. Los dogmas, antes de ser convicciones férreas, son producto de afectos contingentes y convenciones institucionalizadas. Si se busca encontrar creencias detalladas, racionales y sistemáticas en prácticas, discursos u objetos no se logra captar que las personas profesan sus ideas, no por la profundidad de su conocimiento, sino por los lazos afectivos que tejen alrededor de estas. Por este motivo, los vínculos emocionales son centrales en los procesos de identificación; en palabras de Grimson (2019, 29):

No hay identidades políticas de masas vacías de afectividad. No hay procesos sociales ajenos al afecto. Ni siquiera hay racionalidades políticas en las que no se jueguen emociones. Se trata de mundos, escenas, rituales y prácticas tan diferentes que parecen incomparables. Mientras una masa en apariencia desarrapada llora por una líder que vituperaba contra los millonarios egoístas, las clases acomodadas tienen sus rituales de etiqueta, de club, de caballerosidad, que son tan distintivos y constitutivamente emocionales como los otros. Son formas de los sentimientos de pertenencia. Tanto como el campamento de los jóvenes que cantan alrededor del fogón canciones de la Guerra Civil española, sobre el “Che” Guevara o “Presente”. Las lágrimas y la flema británica, los apretones de manos, los saludos distantes y los abrazos militantes son solo variantes de las convenciones emotivas de lo social.

2. EXPERIENCIA PRÁCTICA COMO FUENTE DE SIGNIFICACIÓN

El determinismo cultural sostiene que no podemos conocer el mundo de forma directa, sino que este se interpreta mediante representaciones mentales, lingüísticas o sociales que fueron interiorizadas por el sujeto a partir de su proceso formativo. Por consiguiente, lo que las personas consideran como existente es un efecto parcialmente predefinido de una estructura simbólica trasmitida generacionalmente a partir de la cual los grupos humanos realizan ejercicios intelectuales para clasificar, ordenar y dar sentido al mundo que habitan. El problema de esta lectura es que llevada al extremo puede exagerar la impresión de sistematicidad de las acciones de las personas al considerarlas como respuestas pasivas a un guion cultural o reglas sociales que codifican y guían de antemano su comprensión de la realidad.

Para desafiar las amplias generalizaciones del determinismo cultural es necesario señalar que hay acciones que no están predeterminadas por una cultura, pues consisten en respuestas directas a los estímulos, desafíos y oportunidades del ambiente. Es decir, los seres humanos prestan atención al mundo para adaptarse a sus cambios. Por este motivo las acciones no son simples ecos de un pensamiento dado, sino medios activos para pensar, conocer y atender el mundo. Partiendo de la premisa anterior la teoría social contemporánea, criticando al énfasis excesivo en el estudio del discurso, ha tomado una perspectiva pragmática focalizándose en el valor de la experiencia vivida y la improvisación como fuente de significación (Hastrup 2005; Ingold y Hallam 2007; Ingold 2000; 2011). A continuación, presentaré diversos ejemplos de este viraje investigativo.

Por medio del determinismo cultural se ha considerado que las comunidades indígenas (y las sociedades del pasado) “creen” de manera literal en sus mitos. Esta interpretación es inexacta histórica y etnográficamente, pues omite las múltiples actitudes reflexivas, críticas y complejas de los grupos humanos ante sus propios discursos (Graeber y Wengrow 2021; Schrempp 2012 ; Veyne 1988). Contrariando la idea de que las comunidades indígenas siguen de manera dogmática sus “creencias”, los trabajos etnográficos contemporáneos resaltan que las oscilaciones entre actitudes de respeto y humor ante las normas sociales son sumamente comunes. Tal es así que dependiendo del contexto un animal puede ser visto como, un ser sagrado, pero también simplemente como una entidad pasiva con un valor instrumental (Kohn 2013; Willeslev 2013).

En vez de ver la reproducción pasiva y dogmática de tradiciones, encuentro, siguiendo a Wargner (1981) que, si bien la vida social se ordena mediante convenciones, estas se reinventan en su ejecución, por ello, seguir una tradición implica transformarla al aplicarla a contextos no convencionales. Es más, en sintonía con las ideas anteriores sobre la improvisación, Bell (2004) resalta que si se toma literalmente la expresión “los chinos creen en espíritus”, de esta forma se “ignoran las grandes diferencias de una persona a otra, la conciencia de posibilidad de otras posiciones, los malabarismos y tensiones interiores individualizadas, así como los no-juicios pragmáticos y las negativas a participar” (2004, 110). Dicha afirmación omite que las personas toman una postura sobre la existencia de las cosas no de forma impuesta, sino ante una amplia diversidad de opciones que conocen diariamente.

Para las comunidades indígenas y científicas, el conocimiento sobre el medioambiente no está predeterminado por tradiciones culturales, sino que es producto activo de prácticas de conocimiento que ensamblan, localizan y movilizan saberes heterogéneos (Hastrup 2013; 2015; Tsing 2005). Por ejemplo, Hastrup (2015), a partir de su trabajo de campo con los cazadores del Ártico, resalta que para ellos las preocupaciones sobre su futuro, al igual que para todas las personas, “se basan tanto en cambios experimentados como en predicciones científicas” (150). Según Tsing (2005), en Indonesia no hay un conocimiento ambiental determinado por fronteras culturales, puesto que “los individuos, incluidos científicos, políticos y activistas, aplican sus perspectivas eclécticas en la formación de proyectos de creación-de-la-naturaleza” (113).

Hugh-Jones (2019) argumenta que, si bien las comunidades amazónicas y euro-norteamericanas parten de representaciones diferentes sobre los animales, más allá de estas su significación surge a través de la observación detallada que permite identificar en ambos casos características compartidas, como anatomía, comportamiento e intencionalidad. Por consiguiente, las interpretaciones y acciones sobre los animales no están condicionadas por marcos simbólicos u ontológicos, ya que su significación surge en “un mundo de compromiso práctico y, a menudo, de ideas, actitudes, opiniones y comportamientos inconsistentes o contradictorios, uno que rara vez es objeto de una reflexión prolongada y sistemática” (Hugh-Jones 2019, 163). En otras palabras, las representaciones institucionalizadas sobre seres no-humanos no reducen la forma en que estos son entendidos, sino que su interacción es un medio activo de comprensión.

Como crítica al determinismo cultural, Hanks (2013) señala que los cantos rituales no se encuentran inscritos en un sistema cultural en los médicos tradicionales maya, puesto que estos surgen en la improvisación ceremonial. La presencia del paciente y la búsqueda de curación es lo que permite la manifestación de los cantos. Dichas oraciones poseen una cualidad emergente porque, como ha señalado la antropología contemporánea, aprender un canto chamánico no depende de la memorización de un contenido fijo, sino de su improvisación a partir de técnicas específicas de enunciación (Severi 2002).

Por su parte, Willerslev (2004 , 2013) sostiene que los yukaghiros de Siberia, en contraste con descripciones antropológicas clásicas, no nombran, describen y clasifican espíritus de forma detallada. Solo les dan un nombre general porque no hay consensos ni un conocimiento sistematizado sobre estos. Es más, puesto que no tienen por seguro frente a qué seres dirigen sus ritos, los mapas cosmológicos y los panteones religiosos son en muchos casos ficciones académicas. La imagen que tiene el pueblo yukaghiro de los espíritus no parte de un sistema conceptual a partir del cual interpreta experiencias, sino que surge en las actividades cotidianas. Los espíritus se consideran “herramientas a la mano” para fines específicos; en virtud de ello, Willerslev (2004) resalta un testimonio de un joven cazador que los compara con un computador, “el cazador señala cómo nuestro sentido fundamental de las cosas no es como objetos de pensamiento abstracto sino como objetos instrumentales para uso práctico” (402).

Los rituales yukaghiro no son “sobre una pregunta permanente de creencia (o no creencia)” (Willerslev 2013, 52), puesto que en estos escenarios no hay debates filosóficos trascendentales, sino que están encaminados a resolver problemas prácticos. En vez de indagar en la naturaleza de la realidad, lo que se busca en las practicas ceremoniales a lo largo del mundo es invocar y guiar los poderes del cosmos para alcanzar metas específicas (Graeber 2005; Hvenegaard 2016; Severi 2002; 2008). Por ello, por ejemplo, no es extraño que en Madagascar:

no hay un panteón fijo, que los médiums, curanderos u oficiantes en los sacrificios a menudo comiencen a improvisar listas de espíritus o fuerzas cósmicas más o menos a su antojo, y que diferentes mitos representen el universo de manera completamente diferente. Estamos tratando menos con algo que pueda llamarse “religión” que con una especie de juego cósmico. Y esto se considera perfectamente apropiado siempre que se logre el propósito del ritual: ya sea salud, fertilidad, prosperidad o cualquier otra cosa. (Graeber 2013, 232)

Los objetos que encarnan divinidades no son estables, ya que surgen nuevas, otras desaparecen y las antiguas se desacreditan como fraudes, por lo que estas figuras están en construcción permanente, razón por la cual “no fueron vistas como representaciones de esencias intemporales, sino como poderes que habían demostrado, al menos por el momento, ser efectivos y benévolos” (Graeber 2005, 427-428).

La comprensión del mundo no está filtrada por representaciones culturales que se siguen pasivamente. Piénsese en el caso del cazador experimentado; según Ingold (2000), al seguir su presa este no consulta los referentes de su cultura, sino que consulta el mundo mismo a partir de su sensibilidad corporal forjada en el acompañamiento práctico con un maestro. Para dimensionar la idea de que el conocimiento es elaborado activamente a partir de las experiencias prácticas, y no simplemente predeterminado culturalmente, según Ingold, se debe reconocer que las acciones no son producto de una voluntad racional individual, ni implican que el sujeto esté predeterminado por fuerzas culturales. Por el contrario, las personas se sincronizan con los cambios del mundo, los cuales les ofrecen simultáneamente nuevos constreñimientos y oportunidades. Por este motivo, “no es posible situarnos por fuera de nuestras acciones y asumir el control total desde el principio, ni separar, en experiencia, lo que hacemos de lo que experimentamos. En la práctica, las decisiones surgen en el hacer” (Ingold 2018, 43). Por este motivo, al igual que el o la investigadora en su trabajo de campo, la gente improvisa su vida cotidiana en compañía de los demás con las herramientas que tiene a la mano.

Las reflexiones que he presentado en este apartado ofrecen una nueva luz analítica ante las ceremonias de yagé en Colombia, tema que he investigado previamente y ahora reviso de manera autocrítica (cfr. Perdomo 2019). Estos ritos no comienzan con grandes discursos rituales que reflejen sistemas mágico-religiosos, sino con precauciones frente al efecto del brebaje y aclaraciones muy generales sobre la dinámica de la ceremonia. Lo anterior se debe a que, aunque estas prácticas tengan una carga de sacralidad, los médicos tradicionales no son dogmáticos en sus preparativos ni en la interpretación de los trances, sino pragmáticos. Por ejemplo, pueden guardar el yagé en botellas de aguardiente y sostienen que no toda visión posee un significado.

En estos ritos no hay grandes reflexiones cosmológicas, sino intenciones con miras a fines concretos, ceremonias de curación o conocimiento. En este sentido, hablar de espíritus para los médicos tradicionales no es una cuestión metafísica y de certeza, sino una cuestión práctica de atención y adaptación ante las necesidades de sus pacientes. Por esta razón es que los médicos tradicionales no se preguntan si la mezcla de íconos religiosos que usan en sus ceremonias es coherente filosóficamente, sino si sirven o no para alcanzar metas rituales específicas.

En estas ceremonias la interacción del cuerpo, los cantos, los lugares y los objetos direcciona el trance en los médicos tradicionales, sus aprendices y los y las asistentes. Así es que surgen los nombres de seres y lugares de poder, así invocan las fuerzas espirituales. Por lo tanto, su conciencia se entrelaza con los medios a partir de los cuales se conoce el mundo; en consecuencia, no podemos escindir al sujeto, su contexto y su acción, ya que el pensamiento chamánico surge y se mantiene mediante estas prácticas.

Debido a que el conocimiento chamánico emerge y se configura en la acción ritual, este no puede ser estable porque no está codificado en un guion cultural. Una implicación de ello es que, según Ingold (2003), las personas expresan su conocimiento tradicional “en los términos más vagos y generales” no por inautenticidad o incapacidad de sistematizar. Por el contrario, ello se debe a que “el ambiente normal para cualquier tipo de práctica no es el mismo de un momento al siguiente, y la esencia de la destreza yace en estar tan a sintonía con esas variaciones como sea posible, para responder a estas, continua y fluidamente” (Ingold 2003, 309). En otras palabras, la vitalidad del conocimiento tradicional no yace en su repetición sino en su improvisación.

En síntesis, el comportamiento no está predeterminado por guiones culturales a partir de los cuales se memorizan y aceptan mecánicamente argumentos filosóficos sobre la naturaleza de la realidad. Contrario a esta idea estática del ser humano, encuentro que el pensamiento surge en la experiencia sensible, pues las personas responden a un mundo cambiante a partir de la improvisación cotidiana con las herramientas discursivas y materiales que tienen a la mano. En la experiencia de campo no hallé un guion que dictaminara el actuar de los individuos porque al interactuar con las demás personas a lo largo de sus vidas, este se mimetiza con sus lenguajes, los seres humanos aprenden nuevos saberes, profundizan en sus dudas, experimentan con nuevas estéticas, abandonan sus suposiciones y negocian sus puntos de vista. De allí que la duda, el cambio, la ambivalencia, el asombro y la invención sean cualidades permanentes en la vida social.

3. ANALOGÍAS DE LA NATURALEZA

En la antropología clásica y moderna la tarea de quien investiga consistía en identificar los principios que ordenan el pensamiento humano. En el parentesco, el género, la alimentación, etc., existirían estructuras subyacentes de significado que se pueden identificar. Esta pareciera ser una comprensión actualmente compartida por quienes siguen el estructuralismo, una lectura que Holbraad y Pedersen (2017, 60) denominan críticamente como “ontologías profundas”, las cuales “deben ubicarse ‘profundamente dentro’ de los materiales etnográficos, siendo el trabajo del antropólogo sacarlos a la luz analizando sus ‘manifestaciones’ en la superficie de la praxis social”.

En la antropología existen herramientas analíticas que trascienden críticamente la lógica de las ontologías profundas. A partir de su estudio en Melanesia, Strathern (1988; 2004; 2016) afirma que las relaciones sociales que articulan personas y cosas se componen y tienen sentido mediante otras relaciones que entrelazan. Por ejemplo, las representaciones del género no son sobre el género mismo, “el vehículo del simbolismo no debe ser visto como su causa” (1988, 96), sino que expresan otras relaciones por medio de las cuales se constituyen, como la diferenciación social de dominios. En esta medida, para Strathern: “Los antropólogos solo pueden ‘dar sentido’ a los actos que caracterizan la relación entre sexos considerando también otros aspectos de la vida social de las personas” (2016, 17).

Extrapolando las ideas de Strathern, es posible considerar que las representaciones sobre la naturaleza no reflejan “creencias profundas” sobre esta porque simultáneamente condensan y categorizan diferentes relaciones. Por un lado, las representaciones de la naturaleza condensan múltiples reivindicaciones políticas, es decir, reciben sentido de otras relaciones. Por ejemplo, en su análisis sobre los procesos organizativos en República Dominicana, Rochaleau (2011, 225) menciona que una lucha social particular tiende a ser el punto de cruce de múltiples demandas populares, de allí su expresión: “La lucha por la tierra era más que por la tierra y la tierra era más que propiedad privada”.

Por otro lado, las representaciones de la naturaleza categorizan diversas experiencias cotidianas, es decir, dan sentido a otras relaciones. Por ejemplo, Satsuka (2015), en su estudio sobre la traducción lingüística y cultural de la naturaleza por parte de guías turísticos de Canadá a turistas japoneses, sostiene que la representación de la naturaleza permite pensar en otras relaciones: “A través de su trabajo de traducción de la naturaleza, los guías trataron de dar sentido a la amplia gama de problemas sociales en Japón, incluidas las situaciones laborales, las obligaciones familiares y las expectativas de género” (7).

Toda representación antes de ser el producto final de un mensaje preexistente es un medio que permite articular y ver relaciones en el mundo. En otras palabras, no es un recipiente pasivo que refleja un pensamiento dado sino una herramienta activa para multiplicar el pensamiento. Ampliando las ideas de Strathern, sostengo que mediante las relaciones que componen las representaciones de la naturaleza (piénsese en fotos, estadísticas, textos, discursos, murales, películas, etc.) se ven otras relaciones acerca del mundo social. Mediante sus características visuales se visibiliza, explica y sintetiza información heterogénea al operar como diagramas de pensamiento que generan nuevos puntos de vista. De allí la potente fuerza intelectual y afectiva de las representaciones de la naturaleza.

Los seres humanos no solo piensan en el mundo, sino también por medio de este. Por ejemplo, prácticas y objetos, como el consumo de sustancias psicoactivas en la Amazonía (Hugh-Jones 1995), y submarinos (Helmreich 2009), son utilizados por indígenas y científicos, respectivamente, como modelos para pensar relaciones sociales y crear conocimiento. Ahora bien, la naturaleza es el modelo usado por excelencia por las personas para comprender la realidad porque esta “muestra tantos tipos de orden que es un recurso atrayente que ejemplifica cualquier orden particular imaginado por los humanos” (Daston 2016, 56).

Las representaciones de la naturaleza permiten crear y legitimar órdenes morales y políticos al punto en que “las luchas por la autonomía son inseparables de los conceptos de libertad, que a su vez son inseparables de las teorías sobre la naturaleza” (Choy 2011, 65). En el mismo sentido, la traducción de la naturaleza “se refiere a lo que cuenta como humano, qué tipo de sociedad se visualiza y quién está incluido en la sociedad como un sujeto legítimo” (Satsuka 2015, 1). Como ejemplo de lo anterior, la forma en que la naturaleza se representa en el ordenamiento territorial le da una identidad y responsabilidad específica al Estado y configura la imagen de un poblador ideal (Carse 2012; Asher y Ojeda 2014; Del Cairo y Montenegro-Perrini 2015). En consecuencia, las representaciones de la naturaleza no son contenedores filosóficos estáticos, sino medios estratégicos para aceptar y comunicar un orden específico en la sociedad.

Las representaciones científicas sobre la naturaleza no son simplemente acerca de creencias sobre la naturaleza, porque estas se elaboran a través de analogías incrustadas en contextos políticos (Choy 2011; Serje 1999; Helmreich 2016; Landecker 2020; Rayner y Heyward 2014). El mundo social afecta la forma en que conocemos la naturaleza porque la financiación, el tema de investigación y el lenguaje autorizado de la ciencia responden a intereses históricos. De allí la expresión de Helmreich (2016, 72): “Lo biológico es más que biológico”. En esta medida, la naturaleza que conocemos no es simplemente la que se presenta ante nuestros ojos, sino la que enfocamos porque la buscamos intervenir. A razón de lo anterior, una de las preguntas antropológicas más importantes no es ¿qué es la naturaleza para x comunidad?, sino ¿de qué modo y bajo qué intereses y valores se interviene?, puesto que su representación no surge simplemente en una reflexión filosófica, sino en su uso práctico. Tal es así que las infraestructuras con las que se afecta la naturaleza terminan siendo utilizadas como modelos analíticos para entender su funcionamiento (Morita 2017; Edwards 2017; Bond 2022; Rozwadoski 2010).

Valga agregar que, aunque la ciencia moderna presente su conocimiento sobre la naturaleza como plenamente objetivo, según Schrempp (2012), sus escritores más famosos llegan a un amplio público utilizando imágenes míticas para construir representaciones atractivas del cosmos con el fin de comunicar sus reflexiones políticas y morales. De manera que debemos confrontar la dicotomía entre metáforas científicas e imágenes míticas, las primeras como expresiones figurativas y heurísticas frente a una creencia literal e irracional del pasado, ya que “la eficacia de la imaginería antropomórfica para dar coherencia al mundo puede, al final, tener poco que ver con si tales imágenes se suscriben a creencias literales o metáforas heurísticas” (Schrempp 2012, 160). Es decir, las analogías de la naturaleza no se utilizan por ser falsas o verdaderas, sino por su fuerza emotiva al crear una imagen sintética y atrayente del mundo.

En las comunidades indígenas las representaciones sobre la naturaleza tampoco son solo sobre la naturaleza. Aunque los discursos del ambientalismo global no encajen directamente con sus prácticas locales, hay una apropiación retórica de sus términos occidentales al ser tomados como herramientas de traducción, visibilización y empoderamiento político (Cayón y Turbay 2005; Nadasdy 2005; Canessa 2006 ; Tsing 2005; Ulloa 2008; Swancutt y Mazard 2016).

La historia del Coancoan en la comunidad cofán permite entender las experiencias de traducción de la naturaleza en comunidades indígenas. Según Cepek (2016), la frase “el petróleo es la sangre del Coancoan” fue una declaración de un joven líder de la comunidad cofán que fue popularizada por los medios de comunicación, un ser mítico que sería afectado por la explotación petrolera en Ecuador. Lo llamativo de esta historia es que la comunidad cofán no estaba segura sobre la existencia de este ser. Algunos jóvenes de la comunidad sostenían que “creían” en la existencia del Coancoan porque los médicos tradicionales la afirmaban. Pero estos últimos “inventaron” tal analogía en medio de la disputa con una compañía petrolera para explicar su comprensión sobre dicha sustancia.

A pesar de las dudas de la comunidad sobre la existencia de este ser mítico, periodistas y activistas difundieron esta idea como si fuese una “verdad sagrada”. Dicha analogía tiene el poder de generar un efecto interno en la comunidad en la medida en que: “Entre más forasteros respondan positivamente a la idea del petróleo como la sangre de los Coancoan, más poderosa y verdadera podría parecerles a los cofanes” (2016, 632). Dada la complejidad de este caso etnográfico, Cepek concluye que antes de exotizar la diferencia con el Otro debemos reconocer su pluralidad de posiciones epistemológicas en “declaraciones escépticas, humorísticas, contradictorias, inventivas y plagadas-de-citas de individuos reales” (633).

Los casos que abordé a lo largo de este artículo permiten comprender que los discursos no son reflejos de “creencias” pasadas sino que son herramientas usadas de manera retrospectiva y prospectiva para traducir y adaptar ideas a los requerimientos del presente y el futuro. Por esta razón, Belle (2004, 111) considera que: “Es mucho más exacto, y ciertamente más interesante, leer las admoniciones y las afirmaciones como prácticas argumentativas, que quizás impliquen un intercambio complejo de ideales, pero no como representaciones de una situación estática o coherente”. Es decir, los repertorios comunicativos son utilizados de manera recursiva para legitimar, expresar y negociar valores e intereses; en esta medida, su uso no depende de que la gente “crea” en estos, sino de que los tenga a la mano.

A razón de lo anterior, es insuficiente estudiar lo que el Otro dice, por ejemplo, los significados profundos de democracia, nacionalismo o naturaleza, debemos investigar en qué condiciones las personas se comunican y qué hacen con lo que dicen. Por un lado, en qué espacio, con qué medios y ante qué público se expresan. Por el otro, qué esperan y logran alcanzar con lo que comunican, porque, como ya lo decía Barthes (1999, 142), “los hombres no están, respecto al mito, en una relación de verdad, sino de uso”. Por ejemplo, la Biblia ha sido usada con fines opuestos. Los europeos en la Edad Media representaron la naturaleza como un lugar salvaje, peligroso e indomable debido a la influencia del pensamiento judeocristiano lo cual legitimó la expansión colonial en América. Pero luego, en el siglo XIX, esta idea de naturaleza se transformó para ser concebida como un lugar de experiencia personal con lo sublime, lo que orientó las primeras políticas de protección ambiental de los Estados Unidos (Cronon 1996). Este tipo de casos muestra que en los textos religiosos, antes de encontrar sistemas filosóficos cerrados que las personas siguen fielmente, las narrativas míticas consisten en repertorios heterogéneos de ideas que son seleccionadas, resaltadas y excluidas estratégicamente de acuerdo con diferentes intereses históricos.

Ahora bien, es necesario realizar un análisis pragmático de la comunicación, debido a que las personas a lo largo de su vida reinterpretan el sentido de sus ideas, prácticas e intenciones para responder a los múltiples contextos sociales en los que transitan, de allí la imposibilidad de encontrar significados fijos. Por este motivo, en las representaciones de la naturaleza coexisten en los mismos sujetos diferentes intereses, conocimientos y experiencias que se adaptan a las particularidades de las audiencias en conversación (Hastrup 2013; Garb 1997; Tsing 2005; Sastuka 2015; Calkins y Rottenburg 2017). Tal dinamismo argumentativo lo entiendo a partir del concepto de performance de Clifford:

Los sujetos culturales “se representan a sí mismos” para múltiples audiencias: la policía, agencias estatales, escuelas, iglesias, ONG, turistas; también actúan para familiares, amigos, generaciones, antepasados, la tribu, animales y un Dios personal. La subjetividad es plural […]. También puede implicar alejarse, acallarse, guardar secretos, usar más de un nombre, ser diferente en situaciones cambiantes. La atención a la representación nos mantiene sintonizados con la especificidad de los actos y el rol de las audiencias discrepantes en el mantenimiento de las identidades. (2013, 47)

Valga resaltar que las personas pueden reinterpretar contantemente sus puntos de vista a causa de la polisemia. Las palabras no poseen un solo significado, su ambigüedad latente antes de ser una debilidad es lo que le da fortaleza a un discurso, pues permite que un tema, piénsese por ejemplo en los espíritus o la naturaleza, exista en múltiples conversaciones como objeto de contemplación, reflexión, miedo y humor. Dicha versatilidad posibilita que esté presente en ámbitos diferentes de la vida, de allí que sirva para múltiples necesidades. Así como la gente canta sin reflexionar siempre sobre el significado profundo de las letras de las canciones, de la misma forma usa los discursos disponibles no analizando si son literales o metafóricos, sino por su valor afectivo como convención social y debido a requerimientos inmediatos. La vacuidad es la fuente de la densidad simbólica, pues permite la multiplicación de los usos de los discursos.

Es importante resaltar que la selección de las representaciones de la naturaleza depende de su prestigio histórico, no de que las personas “crean” o no en estas. Por esta razón es que operan como herramientas comunicativas privilegiadas, pues crean umbrales de imaginación (limitan lo que podemos expresar), pero, a su vez, permiten popularizar argumentos (autorizan y justifican). Académicas y académicos usan representaciones mecanicistas o vitalistas de la naturaleza sin considerarlas necesariamente reales, sino porque son vehículos disponibles, persuasivos y legítimos para comunicar sus ideas. Grinner (2016), en su estudio sobre la narrativa de las abejas en la obra de Shakespeare, afirma que este autor representó las abejas con un rey y no con una reina, no por falta de conocimiento sobre estos insectos, sino para honrar los cánones literarios de los clásicos con el fin de adquirir estatus de escritor.

El ejemplo anterior permite dimensionar que la dificultad analítica de los trabajos históricos y etnológicos que buscan reconstruir las concepciones de la naturaleza para diferentes grupos humanos es que se puede suponer que la gente “cree” en lo que dice sobre la naturaleza. Ahora bien, el convencimiento sobre las ideas propias es incierto, pues, primero, cada generación se expresa de acuerdo con discursos históricamente disponibles. Los repertorios comunicativos autorizados consisten en convenciones sociales y experimentos mentales que las nuevas generaciones interpretan de manera equivocada como si fuesen originalmente considerados de manera literal (como el caso de las ideas de Hobbes, Descartes y Rousseau, citado en Brown 2006; Graeber y Wengrow 2021).

Segundo, como abordé anteriormente, los trabajos etnográficos demuestran que las personas no poseen certezas culturales ante todos los sucesos de su vida cotidiana. Es más, ya que la experiencia de duda es una condición permanente en los seres humanos, la antropología está comenzando a realizar un llamado a no tomar las cosas “demasiado en serio” (Willerslev y Suhr 2018; Willeslev 2013; Graeber 2015). Y, tercero, otra dificultad de tal reconstrucción filosófica es que se tiende a suponer erróneamente que todas las personas dentro de una comunidad poseen el mismo punto de vista y conocimiento sobre la naturaleza. Pero, por ejemplo, comúnmente los únicos individuos que estudian, sistematizan y debaten los principios ontológicos de la naturaleza de la realidad tienden a ser filósofos o filósofas, un porcentaje ínfimo de la población humana.

Las expectativas por encontrar argumentos filosóficos en las conversaciones de campo pueden impedir que se considere la posibilidad de que la gente no le da total relevancia a si poseen o no una visión correcta de la realidad. Según Graeber (2013), las personas naturalizan reglas y discursos al considerar que les permiten alcanzar valores específicos, es decir, no indagan sobre la objetividad de los medios cuando estos se aceptan para alcanzar fines. Para dimensionar este argumento, Graeber (2013, 230) menciona la dinámica de los juegos: “Si uno se preocupa por el personaje y si logra sus objetivos, la realidad del resto de la maquinaria —la naturaleza del cosmos, los personajes, las reglas del juego— se vuelve intrascendente”. Los individuos se identifican o rechazan una idea porque la asocian con valores específicos, de tal modo que: “la búsqueda de hechos, como tal, solo puede ser una consecuencia de ciertas formas de valor” (232). Por ejemplo, no es que la gente “no crea” en el COVID, es que reconocer su existencia implicaría aceptar el poder del Estado de regular las libertades individuales, las cuales son vistas como un valor superior que no se puede sacrificar. Este tipo de casos permite comprender que:

Es el valor, entonces, lo que trae los universos a existencia. Si alguien cree en la realidad de estos universos suele ser intrascendente. Esto, a su vez, es lo que hace que sea tan fácil, en contextos caracterizados por arenas de valores complejos y superpuestos, que tantos actores simplemente se pasen de un lado a otro entre un universo y otro sin tener ningún sentido profundo de contradicción o incluso malestar. (Graeber 2013, 231)

Las personas tienen múltiples actitudes ante la naturaleza y ello no se percibe como problemático. Esta puede ser vista por un mismo individuo como objeto de respeto, adoración, peligro, dominio, pasividad, conocimiento, etc. Es más, su representación en laboratorios, museos, juzgados, cines, marchas, bosques, etc., está en constante debate, duda, conceptualización y estabilización. Dicha oscilación se debe a que la vida social es heterogénea, transitamos en diferentes contextos que poseen necesidades, protocolos y expectativas particulares. Además, no hay convenciones, conocimientos y valores que abarquen todos los dominios de la vida social, por ello ante múltiples contextos se elaboran múltiples perspectivas. Tal es así que, por ejemplo, cuando le preguntan a Evans-Pritchard (1976) sobre las ideas de la brujería entre los azande responde:

las acepté; no tuve opción. En mi propia cultura, en el ambiente de pensamiento en el que nací y me crie y he sido condicionado, rechacé y rechazo las nociones azande de brujería. En su cultura, en el conjunto de ideas que entonces vivía, las acepté. (244)

Finalmente, líderes y lideresas indígenas, abogados y abogadas y científicos y científicas no reproducen pasivamente una tradición filosófica sobre la naturaleza, sino que constantemente usan y crean nuevas analogías sobre esta en medio de sus articulaciones, negociaciones y desacuerdos políticos. Por esta razón, no debemos olvidar que “la naturaleza y la cultura importan no como epistemologías uniformes sino como tecnologías políticas dispersas” (Bond y Bessire 2014, 442). En consecuencia, debemos abandonar el supuesto de que la comprensión moderna sobre la naturaleza es homogénea, fija y dogmática. En vez de categorizarla de manera generalizante como simplemente mecanicista, dualista, antropocéntrica y desencantada, podemos investigar el amplio espectro de prácticas, intereses, discursos, imágenes y artefactos de la vida cotidiana que constantemente reproducen, diversifican, desafían y reinventan sus representaciones. Por esto último, debido a la heterogeneidad y el dinamismo en las representaciones sobre la naturaleza en Occidente, es posible argumentar que “nunca fuimos naturalistas” (Bond 2022; Bond y Bessire 2014; Candea y Alcayna-Stevens 2012 ; Hastrup 2015; Rayner y Heyward 2014).

CONCLUSIONES

Úrsula K. Le Guin (2019) en su ensayo “Un mensaje sobre los mensajes” afirma que para diversos críticos y críticas literarias las historias trasmiten una moraleja que se puede encontrar examinando en su interior. Sin embargo, esta autora considera que los escritos no poseen un mensaje intelectual preexistente, sino que su significado surge de forma activa cuando las personas sintonizan sus vidas, cuerpos y emociones con las historias descritas. De allí su llamado reflexivo: “Desearía que, en lugar de buscar un mensaje cuando leemos una historia, seamos capaces de pensar: ‘Esta es una puerta abierta a un nuevo mundo, ¿qué encontraré en él?’”. El llamado de atención y curiosidad de Le Guin ante la complejidad de la literatura puede inspirar la investigación antropológica si estamos dispuestos a evaluar críticamente las categorías y las expectativas bajo las cuales indagamos en el comportamiento de los demás.

En este escrito he revisado debates teóricos y casos etnográficos contemporáneos de la antropología para señalar que es necesario cuestionar el valor intelectual de la palabra “creencia” en la investigación social, puesto que su uso antes que iluminar oscurece la sensibilidad etnográfica y crea problemas epistemológicos. Una consecuencia negativa de su parentesco lógico con comprensión, convicción y sistematicidad es que conduce a la búsqueda forzada de coherencia explicativa. Contrario a ello, mediante múltiples ejemplos etnográficos evidencié que las personas no poseen un conocimiento enteramente homogéneo, profundo, estático, reflexivo, dogmático y delimitado de lo que afirman. De hecho, investigaciones de la antropología contemporánea muestran que la confusión, el eclecticismo, la vacilación, la improvisación y el asombro son parte común de la vida cotidiana. Por estos motivos, la palabra creencia no posee un estatus académico claro.

En vez de agrupar experiencias humanas disímiles bajo la palabra creencia, propuse distinguir entre convenciones, experiencias y analogías. Múltiples casos etnográficos me han permitido sustentar que el pensamiento, primero, se delega en el Otro mediante convenciones; segundo, surge en las experiencias prácticas de interacción con el mundo; y, tercero, se expresa coyunturalmente a través de analogías. La productividad analítica de esta separación es la siguiente: por ejemplo, si en una comunidad se declara que “en la montaña hay un espíritu que la protege”, ¿esto se debe tomar como creencia literal o como una expresión metafórica? Si no se utiliza el término creencia, no se debe realizar dicha distinción de antemano. “Espíritu” es virtualmente varias cosas a la vez. Da cuenta de una convención sobre un ser del que no se tiene conocimiento pleno, también es el nombre que se asocia con ruidos o sucesos inexplicables y, simultáneamente, es un término mediante el cual se realizan analogías para representar tabús. Un nombre que condensa una historia en un contexto expresa atención y confusión en otro, o sirve como medio de clasificación, cualidades disímiles que no se identifican si se usa la oposición entre creer y no creer (nótese que la triada propuesta de convención, experiencia y analogía resuena con la distinción entre símbolos, índices e íconos de Charles Peirce).

Dada la imposibilidad de realizar una interpretación final e inequívoca de objetos, prácticas y discursos debido a su resignificación permanente en la vida social, la investigación antropológica no puede apresurarse a tomar metafórica ni literalmente las afirmaciones del Otro por medio de la palabra creencia. En vez de dar por sentada la existencia de significados profundos y fijos que predeterminan el actuar de las personas, podemos abrirnos a la posibilidad de rastrear la oscilación cotidiana entre diferentes formas del pensamiento. De este modo, no se confunde descripción con explicación. En suma, no debemos buscar respuestas detrás el telón, es necesario aprender a ver la forma del telón que tenemos enfrente.

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