Maguare
0120-3045
Universidad Nacional de Colombia. Departamento de Antropología
https://doi.org/10.15446/mag.v37n2.110663

Recibido: 19 de julio de 2022; Aceptado: 17 de febrero de 2023

“LLEGÓ LA COSECHA. TRAIGA LA MADERA PA’ LA ESTUFA”: USOS DE LA FOTOGRAFÍA ANTROPOLÓGICA PARA LAS PRÁCTICAS DE LA VIDA EN EL CAMPO

“THE HARVEST HAS COME. BRING THE WOOD FOR THE STOVE”: USES OF ANTHROPOLOGICAL PHOTOGRAPHY IN EXPLORING THE PRACTICES OF LIVING IN A RURAL SETTING

“A COLHEITA CHEGOU. TRAGA A LENHA PARA O FOGÃO”: USOS DE FOTOGRAFIA ANTROPOLÓGICA ABORDANDO AS PRÁTICAS DA VIDA NO CAMPO

G. PIÑEROS-CORTÉS, *

Universiteit van Amsterdam, Amsterdam, Países Bajos. gpinerosc@unal.edu.co Universiteit van Amsterdam Universiteit van Amsterdam Amsterdam Netherlands

RESUMEN

A través de este trabajo busco aportar al acervo de la antropología de la alimentación, al análisis de las relaciones y a las prácticas de la vida en el campo. Mediante una metodología participativa de corte informal, me enfoco, principalmente, en las prácticas agroalimentarias asociadas al maíz, desde el rol de las mujeres. La breve narración etnográfica integra la relación imagen-texto y, finalmente, abordo la utilidad de la fotografía para las investigaciones antropológicas a la luz del caso presentado.

Palabras clave:

antropología alimentaria, antropología visual, fotografía antropológica, mujeres rurales, prácticas agroalimentarias, producción del maíz, vida campesina.

ABSTRACT

In this article, I seek to contribute to the anthropology of food, and the analysis of relationships and life practices in rural areas. Based on a participatory and informal methodology, I focus primarily on agricultural food practices related to corn, with a special attention on the role of women. My brief ethnographic narrative intertwines images and text. Lastly, I address the utility of photography in anthropological research, as illustrated by this case study.

Keywords:

anthropology of food, visual anthropology, anthropological photography, rural women, agricultural food practices, corn production, peasant life.

RESUMO

Através deste trabalho procuro contribuir para o patrimônio da antropologia da alimentação, para a análise das relações e para as práticas da vida no campo. Por meio de uma metodologia participativa informal, concentro-me principalmente nas práticas agroalimentares associadas ao milho, a partir do papel da mulher. A breve narrativa etnográfica integra a relação imagem-texto e, por fim, abordo a utilidade da fotografia para a pesquisa antropológica à luz do caso apresentado.

Palavras-chave:

antropologia alimentar, antropologia visual, fotografia antropológica, mulheres rurais, práticas agroalimentares, produção de milho, vida camponesa.

COSECHANDO: INTRODUCCIÓN1

Recorrer de nuevo un texto escrito hace años evoca en mí todo lo vivido y me pregunto: ¿Evocará lo mismo en quien me lee? ¿Qué imágenes despierta el fragmento de la etnografía que presenté aquí? ¿Es posible mostrar, revelar y transformar la vida social a partir de los roles de género, aquí brevemente expuestos, a través de la fotografía? Podría producir preguntas ad infinitum que invitan a reflexionar sobre la pertinencia de entender la imagen como una parte central en el desarrollo de investigaciones etnográficas. Sin embargo, es importante comprender que la imagen es una continua construcción de significados: una colcha de retazos que se transforma desde el mismo instante en que es concebida, tal como los roles de género, pues estos nunca son estáticos. Parecieran serlo en algunos aspectos, pero la escala del tiempo humano es quizá demasiado ansiosa para establecer un punto de comparación razonable. Han pasado más de cinco años desde mi última visita a Gachetá, Cundinamarca, lugar donde desarrollé el trabajo de campo que sirvió de insumo para la escritura de este ensayo. Decidí hacer mi trabajo allá porque una tía abuela del lado materno vive ahí con su familia. Ella, junto con su esposo, abrió las puertas de su casa para hospedarme la mayoría de las temporadas de trabajo de campo.

Durante mis visitas, quise registrar algunas de las actividades propias del proceso productivo y de consumo de maíz. Abordé su relación con otros alimentos y cómo está integrado en el universo alimentario de mis interlocutores e interlocutoras. Usé la cámara para abordar la relación de las familias con la planta, además de sus prácticas de vida cotidianas.

Trabajé la etnografía utilizando algunas metodologías participativas de investigación como la fotografía documental, historias de vida (obtenidas a través de entrevistas espontáneas hechas durante la observación participante) y cartografía social, recabadas gracias a la confianza construida con las personas de la comunidad, mediante la constancia en el trabajo de campo. Para ello, me basé en el riesgo ético que supone usar métodos visuales como la fotografía para investigaciones sociales (Israel y Hay 2006), en el lenguaje usado para obtener un consentimiento informado, así como en el significado sociocultural del uso de dichas imágenes, tanto para mí como para mis interlocutores (Pink 2009). En consecuencia, hice lo posible por aclarar los usos de la imagen con cada uno de ellos, asunto que, como destaca Pink (2012), es de suma importancia para entender que ese uso implica una práctica política en la que la agencia de quienes aparecen en las imágenes no puede ser invisibilizada.

Para desarrollar la investigación, hice visitas de entre tres y quince días, entre agosto de 2016 y agosto de 2017, acompañando el proceso de preparación, cultivo, cosecha y cocción del maíz y sus alimentos derivados. Después de explicar que mi visita tenía como finalidad hacer trabajo de campo relacionado con el proceso antes mencionado -y que, entre otras cosas, haría anotaciones en el diario de campo-, poco a poco introduje el uso de la cámara. Esto no implicó un inconveniente por una casualidad: en la familia de mi primer interlocutor había un fotógrafo que tiene un pequeño negocio en la cabecera municipal. Esa coincidencia facilitó mucho el uso de mi mirada fotográfica.

El trabajo general está alimentado por las perspectivas teóricas de la agroecología y la antropología alimentaria. Existe una larga tradición de estudios referentes a la alimentación desde la antropología. En particular, adhiero al trabajo de Sidney W. Mintz y Christine M. Du Bois (2002), quienes comprenden los alimentos como elementos constitutivos de identidades particulares. Si bien este trabajo no lo aborda de manera explícita, al menos sí insinúa, a través de la fotografía, cómo el maíz hace parte de la identidad campesina de las familias con las que trabajé.

INGREDIENTES

Aunque casi todos los antropólogos tomaron fotografías, la mayoría, con algunas excepciones notables como A. C. Haddon (Edwards 2001) los usó como un cuaderno visual, una forma de reevaluar los datos en lugar de integrarlos analíticamente en los estudios antropológicos. Esta visión se basaba en el concepto de realismo inmediato, donde la autoridad de las fotografías descansaba en el ojo de la cámara mecánica de un antropólogo capacitado (Grimshaw 2001).

Marco Ochoa, Anthropology and Practice

Este ensayo no pretende que la fotografía sea un reemplazo de la palabra escrita; más bien, busca que en conjunto -fotografía y palabra- muestren y revelen ciertos aspectos de la vida cotidiana de las familias campesinas con las que trabajé. Sin embargo, de ahí a transformar la realidad hay un largo trecho. El ensayo en sí mismo busca trascender la romantización de la vida en el campo colombiano y explorar las imágenes que, desde la antropología, se hacen de la otredad.

Quisiera que mis interlocutores hubieran participado más en la creación de las fotografías; sin embargo, la cotidianidad misma que pretendí registrar de manera colectiva constituyó el primer obstáculo: se escapó una vaca, el trapiche debía ser reparado, llegó familia de sorpresa y hubo fiesta toda la noche… En las investigaciones pretendemos tener todo bajo control y la cotidianidad misma enseña que prácticamente nada puede controlarse. Así las cosas, tuve que conformarme con que, de vez en cuando, especialmente mientras reposábamos el almuerzo, nos sentáramos con algunas personas a ver las fotos para elegir aquellas que podrían salir en el trabajo de grado y en los documentos derivados hacia el futuro. Ese es el archivo que he usado hasta la fecha.

El interés de las ciencias sociales por comprender y abordar fenómenos sociales como la alimentación desde enfoques diversos ha aumentado considerablemente con el tiempo. A este se suma el cuestionamiento de las formas de producción y divulgación del conocimiento y la búsqueda, a través de diversos métodos cualitativos, de otras maneras de contar (Guran 1999; Rodrigues 2004). En este último aspecto, es clave para la antropología -siempre- entender el conocimiento como una coproducción, al comprender a los individuos y comunidades participantes de las investigaciones antropológicas como interlocutores. Esa horizontalidad exige utilizar un lenguaje más coloquial, lo que para el mundo contemporáneo implica el uso de la imagen. En este ensayo, decidí usar la fotografía para la creación de una etnografía sobre las prácticas de vida en el campo asociadas a la producción y consumo de maíz.

Estoy de acuerdo con que la fotografía no es una herramienta que captura la realidad (Lisón 1999); es, a lo mucho, una interpretación como las pinturas o los dibujos (Sontag 1989). Pero para mí también es un medio mediante el cual se construye la realidad a partir de la captura: el congelamiento de instantes. Por sí misma, entonces, la fotografía contiene un mensaje, una estructura narrativa que, como la sombra del astigmatismo, no es una sola, sino muchas. Sin embargo, es también una partícula de discontinuidad que aislada permite tomar una mirada de vías interpretativas (Berger y Mohr 2007).

¿Por qué digo esto? Porque la fotografía contiene el mensaje que su creador o creadora pretende transmitir, así como aquellos múltiples mensajes que hacia el infinito él o ella pueden recrear cuando la observan detalladamente en el futuro y, por supuesto, cuando es observada con detalle por otros ojos, por otras miradas (Barthes 2011). Cuando tomo una foto, tengo en cuenta la luz que se refleja en quienes termino convirtiendo en objetos/sujetos de mis fotos; miro de frente a la muerte, a esa pequeña muerte, y obturo.

Es necesario, en consecuencia, partir del hecho de que la realidad no se debe tratar en singular; que hay una multiplicidad incalculable de realidades. Todo esto ocurre como resultado de la sensibilidad del ser humano, así como de su posición mental en el planeta. Es verdad que la antropología no puede hablar de otra cosa que no sean esas realidades humanas y, por eso, se aborda, desde distintos puntos de vista y perspectivas teóricas, la manera en que los grupos humanos y los mismos individuos al interior de cada uno de ellos construyen esas realidades.

En este orden de ideas, tan solo en la cuestión física la fotografía no podría ser más que una representación de una realidad que el fotógrafo o la fotógrafa, más que reproducir, construye. Todavía siendo una partícula, una discontinuidad (Berger y Mohr 2007), sabiendo pues que lleva a múltiples caminos, es necesario estructurar de alguna manera un discurso. Es aquí donde entra el lenguaje escrito. Al eliminar cualquier tipo de información que no sea susceptible de ser procesada o convertida en términos ópticos -sonora, táctil, gustativa, olfativamente- (Zunzunegui 1989), halla la palabra su lugar complementario, dialógico. Allí esta provee insumos para generar cierta atmósfera en quien observa que, aunque algunas veces pueden ser proyectados e insinuados por la fotografía, resultan ser igualmente tan específicos de la memoria individual, de la experiencia de quien observa, que el lenguaje escrito actúa como guía, como senda demarcada, mediante la cual las discontinuidades, las fotografías mismas, toman ya cierta continuidad.

Como argumenta Hall (1997), leyendas y textos fijan un significado preferencial que es leído de manera intertextual con la imagen para construir una representación de la otredad y la diferencia -en este caso- campesina andina. Se delimita de alguna forma el camino y la intencionalidad se hace más clara, aunque no por ello invulnerable a la resignificación. De esta forma, se crea un discurso, una realidad de un fenómeno en el que se procura que ni la palabra escrita ni la fotografía tomen plenamente el protagonismo opacando la una a la otra. A nivel práctico, esto lo traduje en la etnografía, en la inserción de apartados de las conversaciones sostenidas con mis interlocutores, acompañadas con fotografías tomadas en los momentos en que hablábamos. La descripción densa se transforma en imagen, sin perder su capacidad evocativa. Asimismo, los análisis de cada contexto y de cada momento, plasmados en la palabra con mis introspecciones acerca de la vida en el campo, se pueden ver a lo largo del apartado dedicado a la narración etnográfica del trabajo investigativo y del presente ensayo, buscando, además de lo ya mencionado, aligerar el peso de la abstracción que implica el análisis por sí mismo.

Sin embargo, cierto es que no existe una sintaxis de la imagen que permita entender el lenguaje visual en singular (Dondis 2015); también lo es que hoy la fotografía se ha convertido en un oficio que raya con la trivialidad, pero es eso mismo lo que a mi juicio ha operado para que se genere en ciertos espacios académicos la necesidad de analizar la posición de la fotografía dentro de las ciencias sociales. Por esta razón, decidí usarla como documento y recurso narrativo.

Así, tanto la monografía como el presente ensayo podrían ser una contribución a la antropología visual y esta no se hace simplemente realizando imágenes sobre objetos de estudio clásicos de la antropología; lo que se puede lograr es, más bien, distintos niveles de integración entre los participantes, el universo de estudio, la persona de quien investiga, entre otras (Hernández 1997). De acuerdo con lo expuesto anteriormente, la integración entre imagen y palabra, su raíz, está en el diálogo constante entre mis interlocutores y yo a la hora de ubicar fotografías en el texto; a la hora de tomar decisiones en torno a qué momentos se pueden fotografiar y cuáles no; a la enseñanza del uso de la cámara, y a la libre decisión de ellos y ellas para usarla según su voluntad. Tal vez yo esté ignorando otros niveles de dicha integración. Esto demuestra que los otros y otras se manifiestan antes que nada en el nivel de la percepción, en este caso, en las fotografías. Asimismo, yo, como fotógrafo, y los sujetos que aparecen demostramos, en este sentido, que el otro también soy yo. El otro es también la antropología y sus métodos.

Los usos de la fotografía a los que recurrí constituyen la antesala de la fotovoz, un método de investigación social que combina el uso de fotos y la acción comunitaria desde una perspectiva participativa. En palabras de Caroline Wang y Mary Anne Burris (1997), pioneras de la metodología, este es “el proceso por el cual las personas identifican, expresan y fortalecen sus comunidades a través de técnicas fotográficas específicas” (369). En contraste, para Angulo (2007) la fotovoz se puede categorizar como una estrategia etnográfica visual que “permite a los reporteros expresar sus ideas, conceptos, pensamientos, relaciones e interacciones a través de la creación y el uso de fotografías” (6), brindando así una exposición directa a los sujetos que participan en la producción de información visual. Por ejemplo, al observar las imágenes la gente tiene tendencia a recordar historias relacionadas con lo que hay en ellas y su relación; rememoran y citan situaciones similares, y pueden hacer comparaciones con respecto a lo que había y cómo se ha modificado. Entonces, es posible establecer diálogos en los que cada fotografía cuenta una historia dependiendo de quién la observa, una forma de interactuar con el pasado trayéndolo al presente.

RECOGIENDO MADERA: LA AGROECOLOGÍA Y EL ROL DE LAS MUJERES

Gachetá está ubicado al oriente del departamento de Cundinamarca, en las estribaciones de la Cordillera Oriental, a 90 kilómetros de la ciudad de Bogotá. Tiene un relieve montañoso con alturas que oscilan entre 1745 m s. n. m., en la cabecera municipal, y 3200 m s. n. m., en el nacimiento del río Salinero, lo que permite que tenga variabilidad de climas: medio seco, frío húmedo y frío muy húmedo. La temporada de lluvias se presenta entre los meses de abril y noviembre de manera monomodal, es decir, tiene un pico alto de lluvias bien definido. Las precipitaciones en las zonas más cálidas son inferiores a los 1500 mm anuales, lo que corresponde al cañón del río Gachetá y los alrededores del casco urbano, área donde desarrollé el presente trabajo. Sin embargo, en las áreas de climas más fríos, las precipitaciones exceden los 2000 mm anuales, y su variación de temperatura es entre 14,2 °C y 15,7 °C (Alcaldía de Gachetá 2016). Sus suelos son predominantemente de composición volcánica, con frecuente ocurrencia en paisajes muy pendientes y escarpados, lo que restringe la actividad agrícola. Así, esta labor se convierte en un ejercicio de grandes costos ambientales, pues dichos suelos son propios para la generación de agua, mas no para actividades de producción agropecuaria.

Desde hace cerca de diez años, la agroecología ha emergido como campo pluridisciplinar que se propone analizar, comprender y trabajar al agroecosistema, unidad de análisis que remite a la manera en que el ser humano interactúa con la naturaleza para la obtención de sus alimentos para la reproducción social de un grupo humano específico (Serra y Simões 2012). Sobre el campesinado, esta perspectiva estudia los saberes tradicionales y autóctonos de producción, el manejo de los recursos ecológicos de cada zona geográfica específica y los sistemas agrícolas sostenibles surgidos en el seno de realidades sociales y contextos particulares no capitalistas (Sevilla 2015), lo que reivindica así la multiplicidad del discurso identitario campesino (Leal y Mesquita 2008; Nieto, Valencia y Giraldo 2013; Fernandes dos Santos et ál. 2014).

El agroecosistema en el que hice el estudio es el reconocido por el campesinado como “finca”, estructurado bajo redes de parentesco. Las cuatro fincas en las que desarrollé mi trabajo de campo en 2017 abarcaban un total de trece hectáreas. Durante 2016 se sembraron 100 hectáreas de maíz en todo el municipio de Gachetá, y casi el 100% fue destinado para autoconsumo, a razón de 1,3 toneladas de grano seco de maíz por hectárea cosechada que, en una escala menor, se traduce en un rendimiento de una a dos mazorcas por caña y, en raras ocasiones, tres. Estos datos se basan en el informe de Evaluaciones Agropecuarias Municipales (Datos Abiertos 2022), suministrado en su momento por el coordinador de proyectos municipales de la Alcaldía del pueblo, Marco Acosta Güio.

Aunque las mujeres han protagonizado un rol central en la vida campesina y en la reivindicación de sus derechos, esta participación ha resultado invisibilizada por la reproducción de roles de género rígidos y estáticos que centra su participación en las actividades del hogar y la alimentación, pobremente o no remuneradas en medio de precarias condiciones de vida (García 2013; Marín-Carvajal 2013; Oxfam 2022; Palomino 2018; Parada-Hernández 2019; Rodríguez-Castro 2022; Sánchez 2021; Sañudo-Pazos 2021; Zuluaga 2011).

Desde una perspectiva latinoamericana, los estudios ecofeministas han buscado hacer visibles estas labores en contraste con el impacto ecológico y medioambiental del sistema mundo capitalista, y reconocer la diversidad y la agencia de las mujeres en sus vidas (Siliprandi y Zuluaga 2014; Zuluaga-Sánchez y Arango-Vargas 2013). Durante mi trabajo de campo, observé diferentes expresiones de los roles ejercidos por distintas mujeres de acuerdo con sus condiciones materiales y sociales específicas. La sección etnográfica que sigue da cuenta de ello de manera breve, acudiendo a recursos propios de la escritura narrativa y la fotografía en contextos etnográficos. Cada fotografía dialoga con un pasaje del diario de campo que, en cierto modo, va acompañando como una ilustración al texto. Podría decir que, por ejemplo, quienes participaron en el trabajo pueden reconocer la situación que representa cada imagen, así como describir y recrear la historia que estoy contando sin tener que acudir a lo que está expresado en el escrito. Esa es una de las posibilidades.

Figura 1:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Las primeras veces que viajé a Gachetá, me recibió ese olor característico a “tierra caliente”; para describirlo con exactitud, las palabras son pocas, pero traía un olor a frutas -tal vez guayaba, cítricos y banano, o una mezcla de todas ellas-, plantas aromáticas y tierra negra mojada, toda esa combinación que permite distinguir muy bien al viajero o viajera el momento en que cambia de piso térmico. De todas maneras, si no es el olor y uno va viajando de día, la vegetación misma habla por sí sola junto con el viento que, según sea el lugar, adquiere distinta temperatura. En flota uno sale de Bogotá por la calle 72 con Avenida Caracas y, alejándose del mundanal ruido, el bus va ascendiendo, poco a poco, a las aparentemente silenciosas y definitivamente frías tierras del páramo Grande de Guasca, pasando por dicho municipio antes de iniciar su descenso a las tibias tierras de la capital de la provincia del Guavio, en poco más de dos horas de viaje.

Poco a poco fui conociendo a cada persona de San Pedro Bajo; primero, a Fercho y, gracias a su calidez y hospitalidad, tuve la oportunidad de conocer a su familia y a las familias vecinas. En apenas dos semanas, las primeras de mi trabajo de campo, la confianza era tal que yo comía y dormía en la casa de él cuando lo necesitaba. Cada quien, con su personalidad inherente, me contaba más o menos sobre su vida y, de esta manera, se fue entretejiendo un vínculo donde las conversaciones, cuando así era necesario, se volcaban sobre los objetivos de la investigación.

***

Yo hubiese podido comprar harina de maíz en el pueblo, o comprar mazorcas y los ingredientes que faltasen para proponer jornadas de cocina con mis interlocutoras, pero en el fondo quería seguir esa temporalidad marcada por el ciclo productivo del maíz. Quería ver cómo se insertaba poco a poco en los fogones, en los platos, en el imaginario popular de San Pedro Bajo.

Mientras tanto, otra pregunta se asomaba en mi mente. En el sentido ético requería proponer una actividad, un trabajo, un taller…, algo que trascendiera un poco más que la mano de obra aportada en algunas ocasiones durante el proceso de siembra y cuidado del cultivo de maíz. Ocupado siempre en la cuestión de la horizontalidad, luego de rebuscar en mi mente aquellos saberes que podía compartir, propuse una noche de lunes a los y las asistentes al rosario semanal una serie de talleres de agroecología para dar a conocer prácticas alternativas para el manejo y control de plagas y enfermedades en los cultivos, con técnicas e insumos provenientes de los residuos generados en las fincas mismas o cuyos componentes no constituyen una amenaza para la biodiversidad del lugar.

Por supuesto, esta actividad implicaba reconocer las prácticas que ya tienen allí para el manejo de cultivos desde la perspectiva agroecológica, que han incorporado desde los saberes transmitidos generación tras generación. Sin embargo, siempre hay algo que se puede mejorar o cambiar. Ya que reconocían que hoy se usa mucho veneno para cuidar las plantas que les proveen alimentos, me parecía buena idea ofrecer alternativas.

En un periodo de campo anterior, yo había tenido la oportunidad de llevar y socializar una aerofotografía de Gachetá con Fercho y su familia. Además, la versión digital de la misma aerofotografía la estuvimos analizando un rato mientras “jartábamos” unas polas con algunos hombres después de trabajar, precisamente el día en que don José le compartió a don Carlos Julio su método de cuidado y conservación de semillas. Esto me daba confianza para proponer algo más. Al parecer, la mayoría de las personas allí estaban interesadas, evidentemente unas más que otras, por lo que volví a Bogotá expectante para asesorarme adecuadamente para lo que vendría.

Los días avanzaban y en pie el maíz comenzaba su camino hacia la muerte. En pie las plantas se secaban, llegaban los días pactados para los talleres de agroecología y la gente no aparecía. Fercho me decía que siempre podía disponer de su casa, pero que ya no era culpa de él que la gente no fuera. Pensaba en alternativas, porque ya entraba agosto y necesitaba terminar la monografía con la calidad proyectada.

Llegó un nuevo rosario y, con este, una nueva idea: trabajaría solamente con las familias interesadas y directamente en sus casas. Volví a hablar del taller, mostré las cartillas, tal cual como lo había hecho la primera vez que regresé de Bogotá luego de asesorarme, y de nuevo Lorena y su madre, la señora Inés, se mostraron interesadas. Dos días después llegaba yo con una fatiga, producto de la pendiente y el calor, a la tierra que un tío de ella había comprado como regalo para su sobrina tres años antes, en una loma de la montaña, colindante con las tierras administradas por Fercho y que otrora pertenecían a dos tíos de él.

Figura 2:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Lorena mantuvo la estructura cuando llegó a vivir ahí, pero tuvo que hacerle arreglos al techo debido a que las tejas en barro ya estaban muy viejas y reemplazarlas resultaba muy costoso para ella; las cambió por tejas de zinc. Ella resultó ser muy formal conmigo, manteniendo cierta distancia a través del lenguaje, sin nunca dejar de lado su interés por el trabajo -diría que es más bien bastante introspectiva-. La señora Inés me pareció algo más cálida, extrovertida e, incluso más, sonriente.

-¿Ya ha hecho sopa dulce?

-No, la verdad no. -Respondí.

-¡Ah, mami! Entonces eso podemos hacer ese día -decía Lorena, mientras la señora Inés asentía. Tan sólo quedaba esperar el inexorable andar del tiempo para probar aquella receta-.

Figura 3:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Creo que en esa casa todo funciona algo diferente de las casas vecinas, al menos en relación con el uso que se le da a la tierra. Lorena vivió sola por casi año y medio mientras la señora Inés conseguía pensionarse en Bogotá y, durante ese tiempo, Lorena trabajó arduamente algunas parcelas de la hectárea y media de su nuevo hogar.

“Siempre me gustó estudiar algo que tuviera que ver con el campo”, me dijo mientras la mazamorra dulce humeaba en nuestros platos. La señora Inés, sentada en el lado opuesto de la mesa, la miraba mientras hablaba. Lorena desea que su finca sea productora de café para exportación y, por ello, asiste a las reuniones programadas en promedio cada quince días para capacitarse en dicha labor. Esto no quiere decir que vaya a convertirla en un monocultivo, puesto que, si bien el café Castilla requiere poca sombra, haciendo necesario mantener el cultivo lejos de guamos -los árboles nativos que aportan la madera para la hoguera de los fogones-, frutales y otros cultivos con los cuales pueda competir por los nutrientes del suelo, no serán todas las parcelas las que dedicará a uno de los principales alimentos sembrados en Colombia. Serán pocas, sin embargo, las que quedarán para la producción de otros alimentos para autoconsumo, como plátano jamaico -que en su estado verde es usado para hacer patacones y maduro, y que acompaña platos dulces y salados, además de comerse solo-, maíz, fríjol, papa de año, mandarinos y limones mandarinos, alguna yuca y otras arracachas. Entretanto, Lorena aprovechaba el barbecho intencional que la tierra de su finca tuvo, al estar casi abandonada por su anterior propietario por más de cinco años, para sembrar juiciosamente todo lo anteriormente mencionado, sustituyendo poco a poco los cultivos por el café que alimentaba sus sueños. Allí mantenía a su vez un galpón de unos doscientos metros cuadrados, con treinta o cuarenta gallinas, principalmente negras, que vendía en el pueblo de acuerdo con sus propias necesidades económicas.

Figura 4:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

-Cuando llegamos aquí fueron los vecinos los que nos fueron enseñando. Una vez un muchacho como de quince años se puso a ver cómo estaba yo haciendo la sopa dulce aquí en la casa y, cuando iba a echar la ceniza para pelar el maíz, me dijo: “No es que vaya a echar esa ceniza sin colarla” y claro, una toda ingenua pues va aprendiendo.

Aquella anécdota salió de los labios de la señora Inés mientras almorzábamos. Esa sopa sería nuestro postre. El aroma a guarapo y panela impregnaba el ambiente y las notas ahumadas de la estufa dejaban en mí cierta sensación de calidez. No, no hablo del bochorno que sentía por el solazo que hacía aquella tarde, sino de una comodidad que propicia el recuerdo de historias, la evocación de instantes pasados alrededor de los fogones y la comida.

-Uno que no pregunta el porqué de las cosas -decía Lorena cuando les pregunté por el motivo de usar la tusa de la mazorca para revolver el cazo donde habían dispuesto el maíz para pelarlo con la ceniza-. Al tenerlo todo en la ciudad -decían-, uno se enfrenta al campo luego y se da cuenta [de] que no sabe nada y que la vida allí es bien difícil por todo lo que hay que hacer: [que] mirar los pollos, que ir y desyerbar el cultivo, que arreglar las cercas, [que] mirar las vacas, que bajar las frutas para comer, que ir hasta el pueblo por el mercado…

La ciudad resulta más bien muy cómoda, pues prácticamente no hay que hacer nada, y en eso estoy de acuerdo con ellas. Llegar allá les representó -considero yo- el inicio de una nueva escuela en la que aprenderían -y todavía siguen aprendiendo- a vivir en un modo rural.

-De cocina uno sabe algunas cosas, pero, por ejemplo, uno con estufa de gas en Bogotá y llega aquí y que con leña… Una vez un señor vino y le ofrecí un tinto -narraba doña Inés-. Yo entonces me puse a prender la estufa y el señor me hacía caras y me veía bregar, pero no me decía nada. Ya cuando vio que me estaba demorando mucho, se puso a decirme cómo debía prenderla, que le abriera aquí -y señalaba un compartimento de la estufa- para que le entrara oxígeno, “porque así es que se prende, si no le entra aire eso no va a prender” y así…

En este caso, el conocimiento tradicional del modo de vida rural se reproduce a través de la oralidad y la dirección. ¿Qué quiero decir? Que ellas han logrado vivir una parte de su vida allí gracias a los conocimientos de sus vecinos, necesarios para garantizar su propia subsistencia en aquel sector de la región del Guavio, gracias a la forma en que han aprendido, de la mano y la palabra de generaciones anteriores, aquellos métodos. Con respecto a la comida, Lorena y su madre han aprendido muchas recetas en el aula misma de la cocina, un salón de clases en el que han coincidido vecinos y vecinas en la cotidianidad propia de San Pedro Bajo, con momentos de aprendizaje no programados, fortuitos en su mayoría, que día tras día les permiten ser nuevas detentoras de saberes en torno a la cultura alimentaria del municipio. Sin saberlo, incluso tal vez sin pretenderlo, a través del establecimiento de su propio agronegocio, cuestionan los roles de género, mientras que, a través del cuidado de sí mismas y de la tierra, reproducen otros atributos impuestos por el hecho de ser mujeres. Cabe destacar su autonomía, valentía y entrega a la incertidumbre, a la práctica misma de nutrir un sueño.

Había terminado mi día con esas mujeres y sentía que no podía esperar para probar los envueltos de Mireya. Con Lorena y la señora Inés, aparte de la sopa dulce, hicimos una receta para prevenir hongos en las plantas de jardín, que puede ser usada en general con cualquier planta. Sea con fines alimentarios o no, la receta aprovecha, como en la de sopa dulce y otras donde se incluye el uso de maíz pelao, las cenizas de los fogones.

Figura 5:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Ahora el humo parecía neblina espesa que se acumulaba poco a poco en el techo de la cocina y descendía paulatinamente aromatizando el lugar con notas profundas de eucalipto y pino. O al menos eso yo alcanzaba a distinguir. Mireya soplaba intensamente mientras el calor galopaba en el viento directo a su rostro. Como todos los días, llegaba ya el mediodía y el almuerzo debía estar listo antes de que llegaran los trabajadores de ese día a almorzar. Su tarea era tan agotadora como la de aquellos: debía ir primero a la parcela que hubiese dado guatila, a la que tuviera una ahuyama lista, en caso de que en la habitación dispuesta para guardar alimentos cosechados no hubiese una -“cuarto”, como me decía que lo llamaban, sin complicarse la existencia-. Debía pelar las arracachas y las yucas, adobar la carne y hacer el arroz que cada mes debe comprarse en el pueblo, junto con el aceite y los productos de aseo. El maíz esperaba. Siempre esperaba, porque, aun cuando no fuese cosecha, se podía comer del que se recogía cuando se cosechaban papas o cuando las heladas acababan con algunas plantas, si no con todas las parcelas; porque, aunque el sabor variara en esa temporada, existían alternativas para su uso.

Parecía que preferían “el maíz maíz” y no la mazorca. Ahí fue cuando me di cuenta de que se llama “maíz” a la etapa más madura de esta gramínea y que la mazorca es aquella blanda recogida antes de tiempo… Pequé de ignorante, pero seguía observando el trajín. Sin embargo, el tiempo se me antojaba lerdo, tan denso como el humo que había ya escapado con el avance de la mañana a través de los espacios entre el techo y las paredes de la cocina. Ese día el sudado de yuca, arracacha y papa tendría un pedazo de mazorca para cada plato. La guatila y la ahuyama serían para otro día. Arroz, una pieza de cerdo asada de no más de 100 gramos y aguadepanela con limón mandarino complementaban el almuerzo.

Figura 6:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, 2017.

Así fue como la conocí mejor. Mireya era una mujer de unos treinta y tantos años, que al principio se mostraba reacia a hablar conmigo, algo desconfiada -y no la juzgo, porque ¿qué hacía yo en su casa?-. Hizo un curso de primeros auxilios y, cuando se proponía comenzar su carrera de enfermería, una enfermedad le impidió continuar.

-Ahora con los niños la cosa se pone muy difícil…. -De vez en cuando cruzamos algunas palabras y fue más que nada en la cocina, mientras hacía el almuerzo, cuando más compartimos-.

-¿Y también es así en su casa? -me dijo alguna vez que tomé mi plato, lo llevé al lavaplatos y lo lavé además del resto de loza que allí estaba. Otra vez veía sus ojos cafés, casi miel, mirar hacia el cielo buscando entre un cafetal la enredadera de guatila para tumbar algunas para el sudado del almuerzo; luego, reía cuando decía que era mejor que yo las tumbara, aprovechando que era más “largo”.

Vivía en San Luis desde sus ocho años porque su madre, hermana de Fercho, allí la dejó, y hoy se desconoce su paradero, mientras su padre vivía en ese momento del otro lado del río en su propia finca.

Por fin era el momento. Parecíera evidente que al cultivo solo van los hombres y que a las cocinas las mujeres, pero eso no es totalmente cierto… ¿O sí?

-Juan David a veces me ayuda, pero ¡jum!, eso cuando los tengo a todos acá -refiriéndose a las niñas y al niño- quieren ayudarme con alguna cosa… A Paula le gusta mucho más la cocina. Siempre que está en la casa se ofrece para rallar zanahoria, pelar papa o lo que toque hacer. Eso sí, si uno no está en la casa, Juan David viene y pone un maíz dentro del fogón y lo tuesta o se hace lo que quiera comer.

Mireya resultaba menos tímida en ese espacio que podría pensarse como su cocina. Aunque es la señora Soledad a quien podría llamársele la señora de la casa (entiendo este rol como el que asume todas las responsabilidades del cuidado de los demás miembros del hogar), ha sido Mireya quien se ha encargado de la alimentación de la familia. Aprendió a cocinar viendo a su abuelita, aquella anciana que vi saliendo con su caminador cada tarde a tomar algo de sol de manera indirecta en el porche mientras yo estaba sentado observando lo que sucedía a mi alrededor o esperando a alguien.

El día que hablé con Lorena y la señora Inés, durante el rosario, también había hablado con Mireya. La idea de que estuviese allí, de hecho, fue de Fercho y de ella misma. Llevé cuajada, indispensable para los envueltos, las arepas y la mazamorra de dulce. Pareció que las veces que tuve que ir a conseguirla al pueblo estuve de suerte, porque no mucha gente produce cuajada allí, tanto así que la mayoría de las ocasiones hay que encargarla a alguna carnicería con un día de antelación; en las arepas y los envueltos hay que desmoronarla y hace parte de la masa.

Todo el maíz para los envueltos lo desgranamos el día anterior entre la señora Rosa María, Camilo, la pareja de Érika, María Verónica, Sofía, Mayerly y yo. Claro, sobró maíz para después. Todavía aparte del bulto recogido, quedaba para repartir y para cocinar.

-Usted debería ir a MasterChef -le dije entre chiste y chanza luego de probarlos. Mireya rió y me dijo que no, que los envueltos tenían un sabor “normal”. Cuando le insistí con la idea, me dijo que, como en esos programas usaban estufas de gas, ella no lograría cocinar bien en una de esas, porque ya estaba acostumbrada a la estufa de leña, a pesar de que en casa hay una estufa de gas que se usa más que nada en las mañanas entre semana cuando el tiempo parece ser más corto y las tareas se multiplican-.

Figura 7:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Hablando de concursos, hay un certamen que busca la mejor arepa de maíz pelado del Guavio y, en 2017, se llevó a cabo en el vecino municipio de Junín. Varias participantes estuvieron allí y fue una de San Pedro Bajo la ganadora. Dicen que fue por el tamaño, casi un metro de diámetro, según me contaban, que no es poca cosa, creo yo, porque apenas lograr que una del tamaño de mi mano se mantuviese con la cuajada dentro y, además, tuviese una perfecta circunferencia resultaba todo un desafío. No era así para la señora Olga.

Fue a quien conocí más tardíamente durante el trabajo de campo. También en uno de los rosarios, iba con sus dos hijas y con su marido, el señor Luis Carlos Zaque. Viven muy cerca del ramal de Junín, así que de regreso de la casa de Fercho debíamos tomar el mismo camino. Mientras caminábamos bajo un cielo estrellado, iba hablando con ella y con su marido sobre creencias y religión.

-No se ofenda, pero es que, si en su casa ni su mamá ni su papá le enseñan, pues es obvio que usted no sepa de las celebraciones de la iglesia -me dijo al momento de contarle que no me consideraba católico, pero que me habían criado bajo el catolicismo. Muy abierta, me invitó a hacer arepas en su casa apenas le conté los motivos por los que les estaba hablando-.

Figura 8:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

-¿Llevo algo? -pregunté en voz alta, hablando con todos-.

-No se preocupe, más bien allá lo espero. A las doce, ¿no? -me advirtió moviendo el dedo índice de su mano derecha. Señaló su casa al borde del camino. Sus perras la saludaron y yo seguí mi sendero-. Aprendí con mi suegra y con mi mamá, así, practicando y viendo… Me gusta mucho cocinar. Las arepas las hago cuando viene la mayor de Bogotá para que se las lleve. -Hablaba de su hija. Esa vez la mitad fueron para su novio y para ella. Pueden durar hasta una semana en la nevera sin que se dañen, pero a mi juicio y más por cuestiones organolépticas es mejor comérselas recién preparadas-.

-Esta laja me la regaló una señora y es para mí un tesoro… Vaya me trae un poco de leña de ahí atrás -le decía a Luis, su esposo. Ella me miraba con curiosidad, me contaba que no le gustaban esos eventos porque después lo tenían entre ojos para cualquier cosa-, y si uno no hace lo que la otra gente quiere entonces, ¡jum!, vaya uno a ver.

Diría que es algo desconfiada debido a que, en algún otro momento de su vida, fue partícipe de una organización para defender el río y, si bien no me contó qué sucedió, dijo que había tenido problemas luego con una gente por andar con otra, tensiones que no faltan en un pueblo, ni mucho menos en una vereda.

-¿Y usted ya hizo huecos?

-¿Huecos? -pregunté. Ahí estuvimos un par de minutos mientras la señora Olga me explicaba eso de lo que me estaba hablando. A esos envueltos de maíz pelado, aquellos tan sabrosos que hice con Mireya, les dicen “huecos”, porque llevan levadura. La levadura tiene el efecto de hacer crecer una masa, haciéndola más suave y esponjosa, como si tuviese aire; de ahí que esos envueltos reciban ese nombre. También los llaman “bollos”, como en la costa Atlántica, aunque debe aclararse que los bollos de allá y los de Gachetá tienen diferencias en el modo de preparación. Sin embargo, yo no estaba ahí para, de nuevo, hacer envueltos; estaba haciendo arepas de maíz pelado y, entre risas y anécdotas, se nos fue la tarde conociéndonos un poco.

-¿A usté le gusta la morcilla? ¿Ha visto que le echan hierbas?... Pues a mí no me gusta. A mis hijos tampoco les gusta así. Yo misma las hago; compro la sangre y las relleno. ¡Eso me quedan más ricas!

-Espere me arreglo para que las fotos queden bien -me dijo apenas saqué la cámara de la maleta-.

Figura 9:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

Hasta ahora, tanto cuando llegaba de trabajar en los cultivos, como cuando llegaba apenas de visita y como en lo que había visto en estas cocinas, ¿qué había percibido sobre el trabajo en estas?

El trabajo en la cocina, según pude observar, y como llega a suceder en cocinas domésticas urbanas, es dirigido y ejecutado por quien sea considerada la más próxima al jefe o jefa del hogar cuando no es aquella quien así lo hace. Esto no quiere decir que no exista un interés de los hombres en participar en las labores de la cocina, sino que más bien se trata de una permanencia en la estructura social del campesinado en San Pedro Bajo que viene de generaciones atrás.

Sin embargo, Gachetá es un pueblo de tradición conservadora que desconoce la frontera entre política y religión, un pueblo que reproduce los roles heteronormativos de género como los únicos posibles, lo que lleva a Mireya, por ejemplo, y casi de manera estoica, a ir más allá de sus propias capacidades físicas. Ella es abnegada, pero no tan sumisa, como dictan sus propias creencias, puesto que la forma en que ejerce su rol en la casa de Fercho es la gratitud que ella siente deberle por haberla acogido cuando fue abandonada. Desde ahí, emprendió un camino en el que incorporó la religión católica, como todas las personas en su casa, como el fundamento para sobrellevar los problemas de salud que la han aquejado. Eventualmente, se ha convertido en una de las protagonistas en la organización de eventos religiosos -misas, rosarios, celebraciones de santos y santas, etcétera- con el sacerdote del pueblo. Durante mis visitas a campo -cabe recalcar- fue común ver más a mujeres, niñas y niños en las ceremonias. Los hombres asistían siempre que fuera con sus respectivas parejas. Nunca tuve la oportunidad de ver a hombres solos o en grupo asistiendo a alguno de los eventos. Este último detalle, sin duda, revela dentro del rol de cuidado la responsabilidad sobre la educación religiosa y espiritual y, en consecuencia, la formación de una estructura moral particular sobre el deber ser de niños y niñas. No quiere decir que los hombres, en su trabajo de la tierra, en la demostración de los actos del cuidado de los animales y los cultivos, no enseñasen nada. Sin embargo, a la luz de la educación recibida, la responsabilidad recae aún hoy en día en las mujeres. Este tan solo es un ejemplo.

-En la época antigua, diga usted hace unos treinta o cuarenta años, a los hombres no los dejaban entrar a la cocina. Ahora con mi mujer es que he aprendido a hacer alguito, porque antes se me quemaba hasta el agua hervida -me contó Luis Carlos el día que fui a hacer arepas con la señora Olga en la casa de ellos-, porque si uno no sabe cocinar, vaya y le falte la mujer, entonces ¿uno se va a morir? ¡Nooo! uno tiene que saber hacerse algo, que un arroz con huevo, que una pasta… -complementaba-.

Así las cosas, el interés radica en la necesidad de alimentarse y no en la obligación social de alimentar al otro como se les exige directa o indirectamente a las mujeres, que deben velar por la gente de menor edad, por las personas de la tercera edad y, por lo general, por todo aquel que pueda necesitar esa ayuda social propia del rol femenino construido, incluso -me atrevo a afirmar-, desde la religión católica, al menos para lo que supone esta en la vida social de mis interlocutores e interlocutoras en San Pedro Bajo.

Los usos del maíz han variado más bien poco en las últimas dos generaciones; no solo los usos, sino también la idea que de este cereal se tiene. Hay gente que lleva artesanías hechas con los ameros a algunas ferias organizadas por las alcaldías de Junín y Gachetá, como en el conocido Día del Campesino, pero únicamente para ese día, “porque el que se dedique solo a eso, se muere de hambre”, me contaba doña Olga. Los utensilios son más bien los mismos: ollas de aluminio y acero, cucharas y cucharones de madera, así como procedimientos que quedan en las cocinas como herencia para quien llegue a ocupar el puesto de cocinera o cocinero principal de la finca. No obstante, debo reconocer que, por lo menos en las familias con las que trabajé, se destacaba la presencia de las mujeres para la cocina en su forma colectiva. Cuando se trató de platos individuales o momentos de servir, hubo ocasiones en que eran hombres quienes se acercaban, pero precisamente para servir sus propias raciones. Es raro ver a alguno lavando la loza, por ejemplo, y a quien vi en esas e, incluso, cuidando las ollas con la comida, era a John en la casa de Fercho. Creo que por eso notaba la sorpresa de la gente cuando preguntaban por mí y les decían que estaba lavando la loza en la cocina. Eventualmente, incluso, Mireya llegó a considerarme su asistente.

Otro aspecto que había llamado mi atención unas semanas antes era cómo operaban las relaciones de compadrazgo en esta etapa de transformación del maíz. Afortunadamente, esa duda sería parcialmente resuelta la vez que aprendí a hacer maíz pelao.

Figura 10:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

La señora Cecilia fue la primera mujer que conocí al comenzar el trabajo de campo. Madre de diez hijos de diferente padre, ella tiene una pequeña finca de menos de una fanegada donde cría gallinas y una res a la cual de vez en cuando le saca cría -hasta ahora ha vendido un ternero y tiene una ternera de cuatro meses de edad-. Es importante recordar que esta unidad de área es el resultado de la planeación de construcción de las fundaciones españolas en América; equivalen a 6400 m2 y así es como en el pueblo hoy en día se divide la tierra, partiendo desde el plano lingüístico y como es usual en el altiplano cundiboyacense.

Figura 11:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

La construcción principal se remonta al menos a tres generaciones, según lo que ella compartió conmigo. Hoy vive allí con su madre, de noventa años; Jairo, uno de sus hijos; y una de sus nietas quien a sus veintiocho tiene un hijo, Sebastián, de nueve años.

Como vecina y comadre de mi tío, tiene ciertas obligaciones sociales. Todas estas obligaciones están relacionadas con el trabajo de la tierra y el manejo de las cosechas bajo las formas de trabajo que especifiqué anteriormente, así como las relaciones sociales que se van configurando a medida que se estrechan los lazos, resultado de la vecindad. Es así como aquella cuestión del compadrazgo se establece luego de que, por medio de una petición que hace una de las partes, que consiste en solicitarle al entonces vecino o vecina que sea padrino o madrina de bautismo, cambia su rol a compadre o comadre según sea el caso.

Mientras tanto, me encontraba aprendiendo y de paso recordando aquellas pequeñas labores que de niño hacía en casa de mi abuela materna, ahora con el mandado que me había hecho mi tía. Recordaba así mis primeros pasos en la cocina.

Nunca en mi vida había visto cómo se pelaba maíz. El hunche del grano, la piel que lo recubre, debe caer por completo durante la cocción que se hace poniendo en un cazo u olla, de acuerdo con la cantidad de maíz por pelar, una parte de ceniza de leña, que la señora Cecilia obtuvo de su propia estufa, con agua. La cocción aquel día tardó más de dos horas y, mientras tanto, estuve escuchándola hablar sobre eventos de su vida y de sus vecinos. Contaba de aquella que le habían matado al papá sin ningún motivo aparente, del hijo de esa misma que era un pilo para las matemáticas, de la que había sido infiel, del vecino que vendió sus tierras, del hombre que le pegó a su mujer y de lo vieja que era esa casa, en parte testigo de algunas de sus historias.

Figura 12:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

“Chino jedioncho”, me decía cada que respondía a cualquiera de sus preguntas y siempre acompañaba esa expresión con una risa tenue que sonaba juguetona. Luego de haber aromatizado y humedecido sus historias con un perico que también compartió conmigo, lavó el maíz ya cocido y me despedí de ella. Tocaba dejarlo toda la noche en reposo para que se le quitase todo el sabor que dejaba en él la lejía de la cocción.

Mi tío y su esposa, quien es mi tía abuela por consanguinidad, tenían como propiedad dos fincas en la vereda. Una es la que queda sobre la vía principal, lugar donde pasé la mayoría de mis estancias, y la otra queda más cerca del río y de las fincas de mis interlocutores. En esta última sembraban, además de fríjol, maíz, yuca, arracacha, sagú, papa y café, así como los anturios y el rusco que venden en Bogotá por encargo a floristerías. Dicha finca no tiene más de tres fanegadas, dimensiones que son vistas como grandes para sus vecinos, vecinas, compadres y comadres, pero que, en una perspectiva más amplia, a nivel nacional, es un microfundio, es decir, de menos de 5 ha según la definición de la Ley 160 de 1994 (art. 38), como la mayoría de las tierras de esas dimensiones que, a lo largo y ancho del territorio nacional, pertenecen a pequeños productores.

-¡Puaj!, esa viejita si no… -Mi tía no parecía estar satisfecha con la manera en que su comadre le había ayudado, por lo que puso a cocinar de nuevo el maíz solamente en agua. Según ella todavía el hunche estaba muy pegado al grano y así no se podía moler bien para hacer los envueltos. Mi tía encomendó a mi tío Ismael para que fuéramos por lo que hacía falta al pueblo. Igualmente, era necesario el reposo del maíz. Faltaban panela, queso, huevos… y ameros (así se llama en algunas regiones de Colombia a la hoja que cubre la mazorca). Eran esos los ingredientes de los envueltos de maíz pelado, los mismos que haría semanas después con Mireya.

“Cocinados ojalá en fogón de leña”, decía mi tía mientras yo escribía raudo en el portátil. También faltaba moler el maíz. En la casa no había con qué molerlo, por lo que Ismael y yo tuvimos que ir a una panadería del pueblo para que nos hiciesen el favor. Por supuesto, eso no iba a ser gratuito. Mientras tanto, le conté mucho de lo que me había hablado su comadre mientras pelaba el maíz. Pedimos un masato de arroz y arepas de sagú. Lo único que no debíamos llevar era panela, porque la panela siempre se la compra él a Fercho, cada sábado, cuando así lo requiere.

A la mañana siguiente, muy temprano, mi tía preparó la masa de los envueltos, que finalmente cocinamos al aire libre en una pequeña parrilla en la noche.

-Las arepas de maíz pelado son propias de aquí, de la región del Guavio. Llevan cuajada, mantequilla, queso… Se preparan en una laja especial donde se asan y siempre, como los envueltos, en un fogón de leña -me contó mi tía en alguna de las conversaciones que sostuvimos ese día. A ella no le gustan las fotos a no ser que sea en eventos especiales como cumpleaños, matrimonios, bautizos.

-[Para] los envueltos de mazorca… se muele la mazorca, se prepara la masa con queso, con cuajada, con mantequilla, y se envuelven en los mismos ameros de la mazorca, y se cocinan. La mazamorra de maíz [se hace] con maíz maduro, molido y colado. Se prepara un caldo con arveja, fríjol, carne (res o cerdo o pollo, o de todas), papa. Se le añade la masa cuando el caldo está listo (mazamorra chiquita, una sopa que tiene como ingrediente principal el maíz).

Mientras mi tía me contaba esto, recordaba la avidez con la que en mi infancia devoraba los platos que se cocían en los fogones de mi abuela materna. Aquellos fogones estaban alimentados con gas propano y esta vez fue el calor de las brasas lo que me sacó del ensimismamiento. Recordé. Había entendido en parte cómo operaban los lazos de compadrazgo, pero de nuevo el constante andar de mi pensamiento me llevó a otro lado...

Figura 13:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

-¿De dónde saca la madera? -había preguntado unas horas antes-. De por ahí arriba -decía la señora Cecilia señalando con la boca un lugar fuera de la cocina.

Corpoguavio es la corporación autónoma regional de la provincia y uno de sus planes de reforestación y manejo sostenible de los recursos naturales consiste en ofrecer alternativas en el uso del suelo que, de paso, ayuden a mitigar el impacto que sobre los bosques nativos tienen las comunidades campesinas de toda la provincia. En este sentido, el intercambio consiste en lo siguiente: en una finca, sus administradores o propietarios apartan un lote o parcela de sus tierras para la siembra de árboles maderables, particularmente eucalipto y acacia -que no son nativos, irónicamente-. La corporación les da los árboles cuando todavía son pequeños y, cuando el acuerdo está firmado, cuando en la finca han determinado el área para la siembra de tales árboles, Corpoguavio garantiza la entrega y la construcción de una estufa para la cocina de la casa principal de la finca.

Era momento de irme. Sentía el vacío de haber logrado poco, de no haber ido el tiempo suficiente y, mientras contemplaba los sobrevivientes guamos que sirven como límites entre las fincas, recordé que no todo en la vida humana es trabajar, producir y consumir. Afortunadamente la vida social permite que exista tiempo para todo. Cada día andado con el peso de mis cámaras en la espalda y el peso mismo de la ropa culminaba siempre con un rato de jolgorio. Ya habría tiempo de reflexionar sobre lo aprendido, sobre lo vivido.

Aquella tarde, antes de volver a Bogotá, unas polas me fui a tomar y con el tejo en la mano, luego de tanto trabajar, mis nuevos amigos me invitaron también a jugar. ¿Acaso usted se negaría? Ese día incluso Rojitas, el dueño del único campo de minitejo y proveedor acérrimo de pola para las familias vecinas, había estado sacando gravilla del río junto con quienes pusieron su fuerza de trabajo para un bien común: arreglar el camino que fue también construido con pica y pala; yeguas, caballos y persistencia.

Como ocurre cada día al final de una dura jornada, como ocurre cada sábado casi el día entero mientras se hace panela y miel en el trapiche de Fercho, así llegaba la cosecha, no en una gran, dispendiosa y ataviada celebración, más bien con la sonrisa resultante del jadeante esfuerzo. El humo salía tímido por las chimeneas, marcando el momento de comer. De forma muy sencilla, celebramos así la vida.

Figura 14:

Fuente: fotografía tomada por Germán Piñeros-Cortés, Gachetá, 2017.

A REPOSAR: CONCLUSIONES

Han pasado más de cinco años desde mi última visita a Gachetá. Aunque las firmes creencias religiosas persisten, de acuerdo con el contacto que he mantenido con algunos de mis interlocutores e interlocutoras, las relaciones se han modificado un poco, aunque las jerarquías, estructuras sociales y relaciones de género persisten.

Mireya continúa, junto con la señora Soledad, a cargo del cuidado de los demás miembros de la familia. Su enfermedad sigue presente limitando su habilidad, y parece que la cocina, poco a poco, deja de ser su espacio. Su cuerpo no quiere responder como antes… y con todas las responsabilidades que tiene, Mireya no puede darse el lujo de emprender la travesía para luchar por una adecuada atención en salud. Quisiera saber cómo va la vida de las demás mujeres, pero lo atómico de la vida social contemporánea, las limitaciones geográficas y tecnológicas, además del dinamismo propio de las relaciones humanas, han impedido que logremos mantener contacto.

Mientras estuve trabajando en campo, la relación establecida con cada una de las personas que fueron mis interlocutoras llegó a ser muy cercana, tanto que la cámara comenzó a pasar inadvertida. Adapté mi estilo de vida al de la gente: las prácticas matutinas, el lenguaje corporal, la identificación de los momentos propicios para usar la cámara… Como estrategia para contar y registrar, para mí mismo y para los usos posteriores que le he dado a las fotografías, estas me han permitido mantener en la frescura del ventanal de mi memoria todo lo experimentado. Ver las fotos me permite recordar sabores y aromas, además de emociones.

Pienso entonces en la fotografía como una herramienta que facilita la escritura de un diario de campo. Para ello, es necesario educarse visualmente, aprender a hacer una fotografía pensada como un elemento de comunicación que representa un potencial de transmisión de mensajes. Su poder me sirvió como diario, lenguaje descriptivo, documento y reflexión: como diario, me permitía hilar la historia que fragmentada se instalaba en mi mente luego de cada temporada de campo; como lenguaje descriptivo, me ayudó en ese mismo hilar a ahorrarme algunas palabras y así poder concentrarme en la oralidad; como documento, me ha permitido ordenar las experiencias vividas, darles un sentido, un lugar en el tiempo, un lugar en la antropología contemporánea colombiana y latinoamericana, al poner visible el acto de producir y consumir maíz, la estructura social involucrada y todo el complejo sistema de relaciones que la configuran, permitiéndole, a esta última, subsistir y reproducirse como modo de vida rural campesina. Son estos algunos de los elementos que componen, a mi juicio, los usos de la fotografía para la antropología.

Mi tía, a sus ochenta años, le ha contado a mi madre que todavía preguntan por mí, que siempre me recuerdan. Muchas veces, la gente se siente bien sabiendo que hay una colaboración, que trabajó con alguien bajo nociones de igualdad y horizontalidad, que recibió lo esperado, que hubo reciprocidad: ¿Siempre que nos invitan a una pola devolvemos la invitación con otra pola? A veces dar las gracias es suficiente. No puedo pretender que, un lustro después, aquella gente lea un artículo que recupera una versión de su vida de hace años. Sin embargo, he procurado escribir un tanto más cercano a mis interlocutoras; un poco más allá que acá. Volvemos a la reciprocidad. Finalmente, queda en la mesa el hablar sobre la comensalidad y la memoria. Esto será para otra ocasión.

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El presente artículo es resultado de la monografía Obturando realidades: una mirada a las prácticas agroalimentarias asociadas al maíz en Gachetá desde la fotografía antropológica, realizada para optar al título de grado como antropólogo en la Universidad Nacional de Colombia, 2018.
Cómo citar este artículo: Piñeros-Cortés, Germán. 2023. “Llegó la cosecha. Traiga la madera pa’ la estufa”: Usos de la fotografía antropológica para las prácticas de la vida en el campo. Maguaré 37, 2: 267-302. DOI: https://doi.org/10.15446/mag.v37n2.110663