"A SOBAR". PRODUCCIÓN ARTESANAL DE PAN EN LACASA RUIZ-QUEVEDO (CÁQUEZA, CUNDINAMARCA)


Marinella Lozano Cruz
1
Universidad Nacional de Colombia


Y la artesa estaba lista! Esa era la señal de que el trabajo comenzaba. A eso de las tres de la tarde, la señora Otilia Quevedo puso la artesa sobre una banca de madera, de la que apenas hacía unos minutos contaba que tenía más de sesenta años, "de buena madera". Y Omaira, afirmando lo que su mamá decía, explicaba que desde que recordaba, esas bancas estaban en la casa. Antes de empezar, yo le pregunté a Omaira a qué hora comenzaría todo, pero no había hora fija. No era como pactar una cita, aunque evidentemente era un encuentro. No era necesario decir a qué hora se veían quienes venían a sobar; aun así, todos llegaron, todos fueron a la cita.

La señora Otilia echó sagú sobre la artesa, luego agregó sal. ¿Cuánta?, no lo sé. Le pregunté cómo sabía cuánta sal debía echar; "eso uno sabe", respondió. ¡Claro!, uno sabe. Yo emprendí la mezcla: sal y sagú. "Ya me lavé las manos", dije. La señora Otilia sonrió. En ese momento yo creía que eso era importante. Luego entendí que no. Así que empecé a sobar, no a amasar; a sobar, como suelen decir allá. Doña Otilia añadió una libra de mantequilla, cuajada y levadura. Ella solo agregó los ingredientes mientras yo, con las manos untadas, lo revolví todo. La sensación era agradable en las manos; la masa se me metía entre los dedos y su textura era elástica.

La artesa estaba como a un metro de altura, de manera que había que inclinarse bastante para poder sobar. Poco a poco la mezcla se humedecía en forma homogénea. Yo esperaba que la señora Otilia le agregara agua, porque creía que eso haría más fácil mi trabajo; sin embargo, ella me explicó que al sagú no se le puede echar agua porque se endurece el pan. Este es un proceso que requiere fuerza porque solo se moja con cuajada y/o mantequilla, lo que hace que se deba calentar la masa para que la textura sea homogénea. Cuando se usa harina de trigo o de maíz, es posible agregar agua, pero también se soba la masa. Para enseñarme -y probablemente para que yo no echara a perder toda la masa- la señora Otilia empezó a sobar una parte. Ella en un extremo de la artesa y yo en el otro.

Sus manos, marcadas por el trabajo de años, eran tan hábiles que hacían avergonzar a las mías, tan frágiles y torpes, y pese a que muchas veces mis manos han trabajado, se necesita de mucho más trabajo para lograr esa destreza. El movimiento era rápido; ella no hablaba, no me daba indicaciones, simplemente lo hacía para que yo aprendiera. Nada más eso, sin instrucción: era viendo y haciendo.

Cuando se soba, la masa parece un trapo, y en verdad el movimiento es similar al que hace una persona al lavar ropa fregándola contra una piedra. Tuve que sobar mucho mi parte de la masa para que tuviera la textura que se buscaba. Yo no sabía cuál era esa textura; para mí ya estaba lista, pero la señora Otilia seguía. Entonces yo también lo hacía. Sobé y sobé hasta que la señora Otilia por fin dijo que ya estaba. Para ese momento yo ya estaba cansada de los brazos. No se trata solo de fregar la masa sobre la artesa, ya que no es igual amasar que sobar. A amasar yo aprendí medianamente en mi casa, pero a sobar ni siquiera después de muchos intentos, puesto que esta destreza tiene una relación directa con la textura que espera obtenerse. No es simplemente mezclar ingredientes; más allá de eso, lo que se espera es que la masa logre a través del calor provocado por la fricción, humedecerse y ser enteramente maleable.

La familia no siempre ha sobado pan, sin embargo, si se les pregunta a las muchachas, dicen que desde que lo recuerdan hacen pan en la casa. La señora Otilia dice que empezaron a hacer su propio pan porque era demasiado dispendioso hacer arepas, sobre todo cuando tenían obreros en la casa, así que, intentando un día, descubrieron que era más fácil hacer el pan para toda la semana que andar haciendo arepas todos los días.

Cuando terminamos de sobar la parte de la señora Otilia, llegaron Lorena, Maribel, Angélica y Juan Diego, el hijo de esta última. Ellas en su casa no tienen artesa y deben sobar en un platón, lo que les resulta bastante incómodo porque dicen que el platón, a diferencia de la artesa, se mueve para un lado y para otro, lo que hace difícil la sobada. Aun así, para hacer más rápido el proceso, siempre traen parte de su harina sobada y el otro tanto se soba en la casa. Dejaron todo sobre la mesa y enseguida Angélica, sin más reparos, metió las manos en la masa sobada que teníamos en la artesa. En ese momento entendí que allá la asepsia no representaba lo mismo que representa para mí; allá no existe ese tipo de preocupaciones microscópicas; simplemente las manos van en la masa, sin pensar en neuróticos protocolos de higiene. Fue entonces cuando entendí la sonrisa de la señora Otilia cuando me lavé las manos y lo anuncié.

Mientras se arman los panes, es necesario también ir sobando, porque la masa se enfría y, cuando se van a hacer las formas, se quiebran. De manera que debe sobarse constantemente. Además de roscas, hicimos arepas, figuras en forma de volcán que en el interior y en la punta llevan cuajada.

Cuando Angélica empezó a sobar me sentí aún más enclenque y sentí aún más vergüenza. A ella y a Lorena les daba risa que yo pretendiera aprender a sobar; además, al ser una invitada en la casa, el protocolo a seguir -como cuando familiares de Bogotá visitan el lugar- hubiese sido que yo me sentase a esperar atenciones. Después de varias veces ayudando los sábados, sin embargo, las diferencias se atenuaron un poco. Una vez, mientras sobábamos, Lorena me dijo: "alcance una lata"; yo la alcancé sin mayor reparo e inmediatamente después de decirlo, ella se percató de que era una orden la que me había dado y, en medio de risas, se disculpó.

Cuando fue necesario armar las roscas de sagú, yo empecé a imitar lo que en otras ocasiones había visto hacer. Tomé un pedazo de masa, le di un par de vueltas en la mano como tratando de hacer una bolita y luego, contra el borde de la artesa, empecé a estirar la masa, frotándola con una sola mano cual si fuera plastilina y como si tratara de hacer una culebra. Las muchachas decían que se debe calentar la masa, y por eso se hace una bolita antes de estirarla, ya que, según ellas, al calentarla se hace más moldeable. Luego de tener la tira hecha, se unen las dos puntas y voilà: la rosca está hecha. Yo no veía ninguna diferencia entre las mías y las que ellas hacían, puesto que se iban poniendo todas en una lata engrasada para más tarde ser llevadas al horno. Sin embargo, ellas decían: "esta es de Marinella" y, efectivamente, señalaban las que yo había hecho. Ellas se reían, pero yo seguía viéndolas todas iguales.

La masa que traían lista Lorena y Angélica no era de sagú sino de maíz, lo que la hacía no blanca, como la otra, sino amarillenta. Esta masa, mucho más húmeda que la de sagú, fue más fácil de manejar. Yo intentaba camuflar mis roscas, tratando de imitar las suyas, pero ellas seguían reconociéndolas. Más tarde llegó María Eugenia. Ella, por lo general, no alista con anticipación sus ingredientes, sino que los va juntando camino a casa de su mamá. Esta vez trajo harina de trigo y cuajada. Lorena empezó a sobársela. A esta harina, a diferencia del sagú, se le puede agregar agua tibia.

Lorena sobaba y María Eugenia iba agregando el agua y azúcar; pero se le fue la mano, de manera que la masa se le volvió una melcocha y empezó a pegarse en la artesa. Esto ocurre cuando se agrega más agua de la debida, entonces es necesario agregar más harina de lo que sea que se esté sobando o, en su defecto, de lo que haya. Por fin la masa se arregló y empezamos nuevamente a hacer formas. Enseguida llegaron Marcela y Yeimi, cada una con masa sobada para armar. En ese momento nos encontrábamos en torno a la artesa María Eugenia, Omaira, Yeimi, Marcela, Angélica, Lorena y yo. Así, la artesa, además de marcar el inicio de la sobada, es el centro en torno al cual se reúnen estas mujeres. La artesa tiene muchas conversaciones y acontecimientos por contar.

Ese sábado la melancolía se metió entre la masa y no pude dejar de sentirme culpable. Como mis roscas eran tan particulares, empezaron a hablar acerca de la suegra de Omaira a quien le gusta que las formas fueran perfectas. También recordaron que Alcira, una de las hermanas que murió hace casi un año, hacía las roscas como las mías. "Así le quedaban las roscas a Alcira, más delgaditas a un lado". Hubo un pequeño silencio, horrible para mí, causado por el doloroso recuerdo. Ahí me quedó claro que el ojo también se aguza cuando se hace el pan y que la formación de este pareciera tener, además, la marca de quien lo hace; esa persona está contenida en el pan, porque este puede lograr que se recuerde a quién lo elabora o, como en este caso, a quien lo elaboraba.

Las hijas de Alcira, Lorena y Angélica, recordaron que su mamá hacía las roscas sin mayor cuidado: "ella no se ponía con tanta vaina". La muerte de Alcira es un evento presente en la sobada. Y hay momentos en que su presencia es aún mayor durante la sobada. Por ejemplo, en víspera del día de la madre, Maribel, su hija menor, hizo para su abuela y todas sus tías unas tarjetas en papel foami en las que les deseaba feliz día de la madre y les decía que las quería mucho. A la señora Otilia, por ser la mamá de todas -porque nadie la llama abuela, sino mamá- le entregaron una rosa roja artificial y una bolsa negra con un regalo que yo no logré ver. Tan pronto se lo dieron, Lorena la abrazó y le dijo: "feliz día de la madre... la queremos mucho, mucho, mucho". Todas lloraron y todas sabían que su llanto era por Alcira. Omaira, Angélica, Lorena y la señora Otilia lo hicieron al unísono. Yo, que al igual que ellas sabía el motivo, clavé la mirada en la masa y no pude evitar contagiarme. En cada una de las sobadas siempre algo recuerda la ausencia de Alcira.

Luego de eso, el objetivo se centró en armar las roscas, bolas y rollitos; estos últimos fueron para mí un absoluto fracaso. Fue imposible lograr hacerlos pese a que observaba la estrategia de las demás mujeres. Aun así lo intenté, pero cuando salieron del horno horas más tarde, nuevamente la risa de las muchachas apareció, porque todos los que yo había hecho se habían desbaratado; parecían borrachos en medio de un escuadrón, y a los que mejor les fue, se convirtieron en una S. Más tarde llegó Francelina con sus ingredientes y así estuvo completo el grupo de mujeres2.

En la tarde Omaira alistó el horno; tan pronto estuvo consumida la madera, se barrieron las brasas con ramas de chilco3 amarradas a la punta de un palo de unos dos metros de largo. Tal labor se hace con dicha planta porque es resistente al fuego. Las brasas se corren hacia el lado izquierdo puesto que allí se encuentra una abertura interior que debe quedar casi cubierta; la superficie debe quedar limpia antes de meter las latas. Luego, es necesario "torear" al horno; ellas lo asumen como algo vivo y, cual si fuera una corrida, lo "tantean" para saber cómo será "la faena". Para esto, dejaron una lata pequeña de pan en el centro: así sabrían cuánto tiempo debían dejar el pan sin que se queme. Lo ideal cuando se hornea es poner primero el pan de maíz porque tarda más tiempo en cocerse. Como en todo el proceso, las instrucciones son mínimas.

Esta vez la horneada me tocó a mí. Omaira se molestó un poco porque las muchachas no gustan de hornear, y siempre es la señora Otilia quien termina haciéndolo cuando aquella no está. Una a una fui poniendo las latas hasta que el horno quedó completamente cubierto en su base; para esto, las latas se ponen sobre la vara y, haciendo equilibrio con ella, se corren hasta el fondo del horno. Luego es necesario acomodarlas aprovechando al máximo el espacio, porque debe caber la mayor cantidad de latas posible en el horno, que al ser circular, requiere de mucha habilidad, teniendo en cuenta que las latas son rectangulares.

Omaira se sorprendió bastante porque no tuve mayor problema para hacerlo; "bueno, Marinella tiene paciencia y eso es importante", decía. Las demás alegan que les da miedo que el pan se queme y que por eso no lo hacen. Hay entonces una clara oposición entre el sobar y el hornear. Solo la experiencia y los años que vienen con ella logran que se pueda ser experto tanto en una parte del proceso como en la otra. Mientras tanto, cuando se inicia el desarrollo de estas destrezas, pareciera que ser hábil en una excluyera a la otra.

Como siempre, era yo la más torpe en las tareas de preparación del pan. Omaira no pudo evitar decir: "si Marinella pudo... ¿cómo no van a poder ustedes?". No sabía si sentirme orgullosa por mi proeza, o avergonzada por mi evidente torpeza.

La horneada es un trabajo realmente duro. El calor es bastante y se corre el riesgo de cometer errores en cualquier momento y ser la burla del resto de las mujeres. Como era yo quien estaba en la tarea de hornear, era obvio que estaban esperando la hora en que tal error se presentaría; y ¡claro!, no pude evitar darles ese gusto.

Meter las latas fue fácil; las organicé como mi lógica me iba diciendo y estuvo bien para Omaira. Al principio el pan se deja no más de cinco minutos y está listo. Poco a poco el horno se va enfriando y es necesario, a medida que se va metiendo más pan, dejarlo allí dentro más tiempo. Cuando se van a sacar las latas, se cometen errores. Si la lata se ladea, el pan puede salirse y se llena de ceniza; y si se acerca demasiado a la brasa, se quema rápidamente. Como era de esperarse, al sacar una lata la acerqué demasiado a la brasa y toda la fila de pan puesta en la orilla se llenó de ceniza y se alcanzó a quemar un poco. Una vez estuvo fuera la lata -la que contenía el pan de Lorena y Angélica-, la burla no se hizo esperar y mi vergüenza tampoco; pareciera que para ellas mis traspiés fuesen apenas normales, teniendo en cuenta mi ineptitud.

Seguí metiendo las latas. Omaira me enseñó que el pan de sagú no se broncea tanto como el de maíz o el de trigo, entonces es necesario tantear con la vara si los panes están duros; es ahí cuando deben sacarse. El pan de maíz o el de trigo, por el contrario, se pone moreno, entonces esa es la forma en que se sabe que ya está listo.

Además del pan tradicional de sagú y de maíz, se hacen colaciones, que se preparan con harina de trigo, huevo, mantequilla y azúcar. Luego se les pone más azúcar por encima y parecen galletas.

Esta vez Marcela hizo una quesadilla, que no es más que una mezcla similar para la preparación de pan, pero que se deja más aguada para poder extenderla sobre la lata y luego llevarla al horno. Ella la llama quesadilla y cuando le pregunté cuál era la diferencia con la torta o la mantecada, no supo responder, porque hay cosas que difícilmente se ponen en palabras, aunque se conozcan perfectamente.

Como el horno ya estaba enfriándose, fue necesario remover las brasas y avivar un poco el fuego. Esto hizo que nuevamente le cayera ceniza al pan y que las burlas aparecieran entre las espectadoras. Parecía que ellas disfrutaban bastante de mis equivocaciones, pues esperaban a que yo echara a perder las cosas para decir algo. Por ejemplo, cuando estaba sacando pan, pusieron en el piso unas latas que ya estaban horneadas; las dejaron justo detrás de mí, y aun cuando veían que yo iba a pisar el pan, permanecieron calladas y solo esperaron a que lo pisara para reírse y decir: "nosotras sabíamos que lo iba a pisar". Esa era su forma de enseñarme.

Omaira siempre que hornea espera a que salga el último pan para sentarse, a manera de victoria, a celebrar con una taza bien sea de aguapanela o de chocolate y un pan recién hecho. Yo no entendía por qué hacía siempre esto, pues todo el mundo, sobre todo los niños, tan pronto empieza a salir el pan, va a hacerse al suyo. Sin embargo, cuando fue mi turno de hornear, supe que era en verdad satisfactorio sentarse plácidamente a disfrutar de un pan caliente, luego de casi quemarse la cara en el horno, de hacer mucha fuerza y de sentir el intenso dolor de cintura que resulta de la sobada y la horneada. Así lo hice, cuando terminé la horneada: me tomé mi aguapanela con leche y comí un par de panes como forma de celebrar el triunfo de mi horneada. Como era de esperarse, la preparación terminó tarde. Para ese momento la cocina estaba a reventar. No se podía ni siquiera entrar, de manera que me perdí la conversación, como muchas tantas, dadas en la cocina cuando estaba a rebosar. Tal vez en verdad no quería entrar allí, porque seguramente estaba Alcira en el ambiente, y no quería profanar ese momento suyo.

El día de sobar, la casa siempre estaba llena. Llegaban niños, adultos y, por supuesto, una manada de perros. A veces parecía que había más perros que gente en la casa. Así, mientras los adultos sobaban y alistaban el pan, los niños se tomaban la casa. Allí predominan las mujeres, no solo las que preparan el pan, sino las niñas, ya que el sexo femenino representaba el 90% de quienes generalmente se encontraban en la casa. Las niñas y los pocos niños que llegaban, jugaban hasta que terminaba la labor del pan bien entrada la noche y entre semana; aún sin una medida del tiempo como la de los adultos, suelen preguntar cuántos días faltan para ir a sobar, pues ese es el día de la semana en que más se juega y donde tienen la oportunidad de estar juntos.

La labor terminaba por lo general muy tarde, y aun cuando se le cerraran los ojos de cansancio, la señora Otilia se iba a dormir solo hasta cuando se hacía el último pan. A eso de las once de la noche nos íbamos todos a acostar. Poco a poco se iba desocupando la casa y cada quien regresaba a la suya. Al día siguiente de cada sobada, el silencio en la casa era total. La algarabía de hacer pan terminaba. El horno aún permanecía caliente, pero las voces ya no estaban. La casa ahora estaba vacía, hasta la próxima semana cuando, sin necesidad de una cita, todos llegaban a la casa y todo volvía a empezar...

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El tiempo es quizás uno de los elementos que mayor trabajo representa para mí la estadía en la casa Ruiz-Quevedo. Es inevitable desprenderse de los vicios que se tienen, sobre todo si se está acostumbrado a que el tiempo marque los acontecimientos y no a la inversa. Estando allí, jamás escuché que las mujeres que se reúnen a sobar acuerden una determinada hora a la que se supone todas deben estar, y sin embargo, la cita no pactada se cumple. Todas —sin excepción— van llegando de una manera casi programada.

Una vez se pone la artesa, pareciera que simplemente los ingredientes que estén a la mano vienen a ella. Sin embargo, no es enteramente una obra de bricolaje en la medida en que, además de elementos contingentes, hay relaciones necesarias. Es decir, el proceso tiene una lógica implícita -y explícita también-. Así, es posible que en el proceso el sagú se reemplace por harina de maíz en algunos casos, y que la mantequilla se sustituya por cuajada, en otros. Los ingredientes en cuanto son sustituibles, serían la parte contingente del proceso. Sin embargo, la técnica, es decir, el cómo, es todo un conjunto de relaciones necesarias que no pueden ser intercambiadas por otras. Se soba de una manera y quienes lo aprenden deben hacerlo así; sobar, al igual que el "gesto manual, se aprende lentamente. Cada técnica propiamente dicha tiene su forma" (Mauss, 1971, p. 338); la masa se calienta, y esto le da la textura necesaria para poder armar las figuras -roscas, rollos o bolitas-. El movimiento es ligero y el calor al que se pretende llevar la masa depende de la destreza en las manos.

Sobar es así una parte del proceso que implica mantener la temperatura de la masa en un punto en el que esta sea lo suficientemente maleable. Pareciera entonces que el calor, además de estar presente en el horno, es parte fundamental en todo el proceso. No obstante, aquí hornear y sobar son dos partes que se oponen dentro del proceso mismo. Por ejemplo: Omaira -la hija menor de la familia- sabe hornear muy bien, pero no conoce nada de cantidades ni es experta en sobar como las otras mujeres de la familia. Además, dice que no tiene obligaciones, ya que según ella, si tuviera un hogar aparte y viviera con el papá de su hija -como las demás mujeres que tienen hijos o que tienen a su cargo las responsabilidades de un hogar- ya sabría hacerlo, puesto que cada una asume la preparación del pan cuando se encuentra al frente de una familia. Mientras tanto, Omaira, como vive con sus padres, se abastece del pan que prepara la señora Otilia.

En consecuencia, sobar en sí mismo es un elemento complejo en el proceso y es el resultado de los compromisos adquiridos cuando se abandona la familia nuclear para contraer matrimonio o vivir en lo que se denomina unión libre. Solo hasta cuando se asumen las riendas de un hogar es posible adquirir las destrezas que sobar implica. En este caso la independencia del hogar y las nuevas relaciones que se forman van de la mano de este ejercicio. Podría decirse entonces que el sobar es un elemento que se encuentra en estrecha relación con la iniciación sexual de las mujeres, puesto que solo aquellas que ya tienen hijos o que en su defecto han asumido las responsabilidades de un hogar y el cuidado de hermanos menores, como consecuencia de la madre ausente, participan en esta labor; o como lo dijera una de las muchachas en una de las tantas veces que estuvimos allí: se empieza a sobar "cuando se empieza a entender".

En la casa Ruiz-Quevedo el visitante es, indiscutiblemente, el mayor acreedor de atenciones y dones por parte de los miembros de la familia, lo que hizo que fuera bastante difícil convencer a la señora Otilia de que no era necesario matar una gallina en cada una de mis estancias allí. Una vez convencida, lo normal era que la bienvenida fuera con un plato a rebosar de ensalada de calabaza, arroz, plátano asado; un sudado compuesto de guatila, batata, papa, yuca, carne recién traída del pueblo o huevo en tortilla, y pese a que se le sugiriera servir una pequeña cantidad, la generosidad no se hacía esperar; el intercambio de dones aparecía y su encanto radicaba en dar a manos llenas, en llenar al otro y casi hacer reventar al comensal.

En la casa Ruiz-Quevedo el proceso es lo importante. Los panes no requieren curvas perfectas ni bronceado uniforme. Lo realmente valioso es el proceso de preparación y todas aquellas relaciones que en sus inmediaciones se construyen. Este es el momento de recordar a sus muertos, de evocar la infancia y de tejer chismes encantadores que generan en una y otra incontenible risa.

La lógica capitalista le exige al individuo aislarse para que su productividad no se vea afectada; en la producción artesanal de pan que aquí se da, el trabajo y el momento de sobar son la mejor excusa para compartir, para conversar acerca de las cosas de la familia y de lo que le sucede a cada una de las mujeres que allí se reúnen, así como para recordar la infancia que vivieron juntas y que ahora proyectan en sus hijas al verlas jugar -en ocasiones- cosas similares a las que ellas mismas jugaron. Actualmente hay dos mujeres embarazadas: Yeimi y Francelina, y cuando se soba se habla de cosas como esta: de otras mujeres en la vereda, de amores platónicos, de bailes y de novios. La primera vez que estuve sobando, las mujeres de la casa empezaron a hablar de otras familias y de otras personas. De repente, se percataron de que yo estaba ahí: "qué dirá Marinella, que somos unas chismosas... pero bueno, así como nosotras hablamos, alguien más hablará de nosotras". Se rieron y siguieron hablando. En ocasiones, mientras las muchachas soban, la señora Otilia pareciera estar y no estar allí. Camina de un lado a otro haciendo otras cosas, pero es parte de la conversación. Ella también cuenta las historias del pasado, y a las muchachas les agrada escucharla.

La sobada es el escenario idóneo en el que más allá del bienestar inmediato que genera la producción de pan, se entretejen las relaciones de los miembros de la familia Ruiz-Quevedo. De manera concreta es el pan lo que se elabora y se consume, pero pareciera no ser esta la razón fundamental del encuentro semanal; los sentires de quienes participan de la sobada confluyen y se hacen manifiestos durante el proceso. La sobada, más allá de ser el procedimiento por el cual se produce el pan, se convierte en el momento en el que las conversaciones y los sentires de la familia acuden, porque quizás ese es el lapso de mayor cercanía entre quienes van a sobar.


1 Integrante del grupo de investigación Galatea, categoría D, Colciencias.

2 Durabio es el único hombre que asume la responsabilidad de ir a sobar, y como de costumbre llegó último luego de cumplir sus tareas del campo. Siempre es necesario nuevamente alistar el horno porque para cuando él termina de sobar ya está frío. Su esposa, Mireya, en ocasiones le acompaña.

3 El nombre científico de la especie es baccharis latifolia.


REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

Mauss, M. (1971). Sociología y antropología. Madrid: Ed. Tecnos.