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2012-01-01

Mi maestra de antropología y vida

Palabras clave:

antropología (es)

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  • Jaime Arocha Universidad Nacional de Colombia
Doña Alicia: ¿Sabe usted que hace 46 años nos conocimos? Le debo buena parte de lo que he llegado a ser como ser humano y como antropólogo. En 1963, yo estudiaba Ingeniería Mecánica, y hacía parte del grupo de acción comunal de la Universidad de los Andes. Durante las vacaciones trabajábamos en el desarrollo comunitario de los campesinos del valle del río Sinú, tratando de demostrar que no necesitábamos de los Cuerpos de Paz norteamericanos que nos había impuesto la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy[...]

MI MAESTRA DE ANTROPOLOGÍA Y VIDA
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Jaime Arocha Rodríguez
Miembro Comité Científico Internacional
Proyecto unesco
La Ruta del Esclavo, Memoria, Resistencia y Patrimonio

 

Doña Alicia: ¿Sabe usted que hace 46 años nos conocimos? Le debo buena parte de lo que he llegado a ser como ser humano y como antropólogo. En 1963, yo estudiaba Ingeniería Mecánica, y hacía parte del grupo de acción comunal de la Universidad de los Andes. Durante las vacaciones trabajábamos en el desarrollo comunitario de los campesinos del valle del río Sinú, tratando de demostrar que no necesitábamos de los Cuerpos de Paz norteamericanos que nos había impuesto la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy. El rector de la Universidad, don Ramón de Zubiría, veía con buenos ojos lo que hacíamos, de modo tal que le pareció indispensable que la conociéramos a usted y al doctor Reichel. Nos llevó a una oficina con mesas llenas de objetos que nos causaron curiosidad, pero acerca de los cuales no nos atrevimos a preguntar.

Semanas más tarde, cuando ese mismo rector nos urgió para que tomáramos el primer curso de Antropología General que ustedes dictaban, aprendimos que esos pedazos como de madera vieja que estaban sobre esas mesas consistían en la cerámica de Puerto Hormiga, para ese entonces la más antigua de América: también nos enseñaban que Louis y Mary Leackey habían descubierto al Zinjathropus, de millón y medio de años; que hablar de razas superiores, y considerarnos miembros de una de ellas, era la forma perversa como los colombianos habíamos aprendido a ejercer el racismo, y que combatir ese racismo era una de las metas fundamentales del oficio que les veíamos practicar. De ahí la vehemencia con la cual nos explicaban que tampoco había lenguas inferiores, llamadas dialectos, de manera despectiva, y que frente al catolicismo debíamos asumir una actitud dubitativa, con la cual, además, nos enseñaban a tener una mirada crítica con respecto al progreso, la modernidad y la supuesta infalibilidad de las innovaciones tecnológicas occidentales.

Recibíamos sus clases en el mismo galpón donde habíamos aprendido a usar escuadras, tiralíneas y compases, así como a tolerar el que varios de nuestros profesores ejercieran una pedagogía del miedo que nos hacía sentir algo ineptos. Irónico que ese mismo ámbito se convirtiera en el sitio para deslumbrarse con el conocimiento. Sin embargo, usted comprendió que nos asaltaban decenas de dudas y nos abrió las puertas de las oficinas de lo que luego sería el Departamento de Antropología. Para ese entonces, Carlos Morales ya estaba a punto de recibir su título de arquitecto. Con Hernando Suárez, otro estudiante de Arquitectura, había sido ideado el Grupo de Acción Comunal, de modo que nos volvimos huéspedes habituales de ese lugar de diálogo y amabilidad. Aprendimos que para la siguiente salida al Sinú (figuras 1, 2 y 3) deberíamos llevar una libreta de campo para apuntar lo que observaríamos y lo que conversaríamos, luego de buscar cuáles podrían ser los lugares para los encuentros informales de la comunidad, donde podríamos conocerla por las historias que contarían aquellos líderes que usted nos enseñó a distinguir como "naturales", para diferenciarlos de los que se empotraban en los pueblos por sus nexos clientelistas. De ahí la prevalencia que hoy sigo dándole a las esferas no institucionales de comunicación y a las alternativas de convivencia que la gente origina al margen del Estado y sus entidades.

En una de esas reuniones, nos prestaron el manual de George Murdock para recopilar datos etnográficos y nos explicaron que, por ejemplo, bajo "cultura material" y "tecnología" deberíamos escribir palabras como tinajero para el agua, fogón de tres piedras o planchón hecho de canoas para cruzar el río Sinú, haciendo al mismo tiempo dibujos que ilustraran cómo estaban dispuestos y armados los objetos (figura 4). O que bajo la categoría de "organización social" registráramos el eje abuela-madre-hija, que con seguridad hallaríamos en sitos como Matecaña, y de cuya fuerza nos hablarían los niños, que en el Retiro de los Indios ya habíamos visto caminar como hormiguitas llevando ollas de comida de una casa a otra. Porque, ojo, usted nos aleccionaba: lo más probable es que allá haya poliginia, y que esposa y queridas mantengan relaciones amables que refuerzan intercambiando comida.

La gente sinuana, que en febrero de 1964 apareció en esos cuadernos Cardenal de 80 hojas que yo había comprado en Montería, me convenció de que mi pasión era la antropología. Abandoné la ingeniería y me propuse aprovechar al máximo la generosidad con la cual usted nos brindaba sus conocimientos. Visitar su casa para que nos prestara libros y resolviera inquietudes se volvió un hábito de viernes por la tarde, en especial después de gastar cada periodo de vacaciones haciendo acción comunal en el valle del Sinú (figura 5). Aquella lección suya, que hoy parece obvia, referente a que cualquier propuesta para el desarrollo de una vereda debería basarse en las necesidades sentidas por la gente, antecedió mi comprensión del etnodesarrollo, fue la clave para admirar la sabiduría local y, dos años más tarde, para hacer discusiones relevantes dentro del Seminario de Antropología Aplicada, que tomé con Conrad Arensberg en Columbia College.

 

Mi ingreso a la escuela que fundó Franz Boas en Nueva York no fue ajeno a sus lecciones. La escogí porque usted y el doctor Reichel ya nos habían enseñado quiénes eran algunos de sus profesores, como Margaret Mead, Andrew Vayda o Charles Wagley. Lo que yo no imaginaba es que ese entrenamiento que ustedes habían impartido me permitiera desempeñarme con solvencia en los cursos de doctorado que mi tutor, Robert Murphy, me sugirió tomar dentro del pregrado, luego de que él hubiera leído y evaluado esas narrativas etnográficas sobre la gente del Sinú, cuyos borradores yo había escrito guiado por sus lecciones.

Uno de esos cursos en Columbia estuvo a cargo de Michael Harner, y se refería a los indígenas de América del Sur. Llevé a cabo el ejercicio, que en 1981 quedó plasmado y publicado en Herederos del jaguar y la anaconda (1992), consistente en hacer un relato etnográfico a partir de la suposición de "si yo fuera kogui", y, de esa manera, materializar aquel reto de describir el mundo, viéndolo con algo parecido a sus propios ojos y poniéndose en su posición. Hecha la exposición dentro de ese seminario, Harner me preguntó por mis años de convivencia en la Sierra Nevada. Se sorprendió porque le dije que nunca había ido hasta allá y que mi presentación se había basado en dos etnografías, Los kogi (1985) y The people of Aritama (2012), así como en las clases sobre esos pueblos que había recibido en los Andes. El enfoque que este último texto tiene sobre el desajuste sistemático entre la educación formal que recibían lomeros y placeros y su cotidianidad dejó en mí una huella indeleble. Desde entonces he considerado que los antropólogos debemos contribuir a crear alternativas educativas que mejoren la autoestima y erosionen el eurocentrismo racista. De ahí el trabajo que el Grupo de Estudios Afrocolombianos ha desarrollado con maestros del Distrito alrededor de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos, así como la investigación y montaje de la exposición Velorios y santos vivos, que realizamos con el Museo Nacional, el Ministerio de Cultura y organizaciones afrocolombianas para la educación, la gestión cultural o la inclusión ciudadana.

Retomando mis palabras sobre la experiencia académica que viví en Nueva York, le diré que ella me permitió comprender las razones que en 1967 llevaron a John Murra, el afamado teórico de la integración vertical de los pueblos serranos del Perú, y a Richard Adams, entonces presidente de la American Anthropological Association, a proponer que se le diera el carácter de maestría en antropología para América Latina al diseño curricular que usted y el doctor Reichel habían llevado a cabo con José de Recasens, Remy Bastien, Lucy Cohen, Sylvia Broadbent y William Brubaker, entre otros, quienes también fueron nuestros profesores. Uno de los distintivos fundamentales de ese currículo consistía en la investigación de terreno que cada profesor se comprometía a realizar durante un semestre, para nutrir las clases que ofrecería durante el siguiente periodo académico. Otro, fueron las conferencias a cargo de profesores muy prestigiosos que visitaban nuestro departamento, como el propio John Murra de la Universidad de Cornell, Anthony Leeds de la Universidad de Texas o de Johanes Wilbert de la Universidad de California en Los Ángeles. Este último antropólogo contribuiría a financiar un programa de salidas de campo para los estudiantes del Departamento, y del cual me enteré en la distancia, cuando había ingresado a Columbia. En una entrevista, que usted tuvo la amabilidad de concederme el 28 de marzo de 2008, me habló de que esa exaltación excepcional de su programa académico había tenido lugar dentro de un simposio que promovió la Wenner-Gren Foundation, y la cito a usted:

[…] en el castillo de Wartenstein, que ellos tenían cerca de Viena. Fui la única mujer del simposio y, después de quince días de discusión, por unanimidad, resolvieron que [en realidad] esa maestría para toda América Latina ya existía en la Universidad de los Andes, en Colombia.

El que para ese entonces, no solo ese aval, sino la respectiva financiación para los posgrados en nuestro campo se hubieran perdido es una cuenta de cobro que algún día tendrán que pagar los responsables de aquella versión nacional de mayo del 68, por la cual ustedes tuvieron que abandonar el departamento que habían creado. Como es lógico, hoy seguimos pagando las consecuencias de esos 25 años de atraso, en lugar de haber hecho aquella nivelación por lo alto. Quizás los doctorados ya inaugurados, o próximos a inaugurarse, contribuyan a remediar el vacío causado. La genealogía académica de los unos y de los otros deberá basarse en las contribuciones que usted ha hecho a la antropología aplicada, a la etnografía de las mujeres indígenas y campesinas, a la arqueología o a esa museografía incluyente de la gente subalterna, por la cual usted tanto ha propendido en el marco de compromisos políticos que ni apelan al dogma, ni a las consignas estridentes.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Reichel-Dolmatoff, G. y Reichel-Dolmatoff, A. ([1961] 2012). La gente de Aritama: la personalidad cultural de una aldea mestizo en Colombia  (J. P. Benítez, trad.). Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.

Reichel-Dolmatoff, G. (1985). Los kogi: una tribu de la Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia. Bogotá: Procultura.

Sánchez de Friedemann, N. y Arocha, J. (1992). Herederos del jaguar y la anaconda. Bogotá: Carlos Valencia.

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Arocha, J. (2012). Mi maestra de antropología y vida. Maguaré, 26(1), 339–345. https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308

ACM

[1]
Arocha, J. 2012. Mi maestra de antropología y vida. Maguaré. 26, 1 (ene. 2012), 339–345.

ACS

(1)
Arocha, J. Mi maestra de antropología y vida. Maguaré 2012, 26, 339-345.

ABNT

AROCHA, J. Mi maestra de antropología y vida. Maguaré, [S. l.], v. 26, n. 1, p. 339–345, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308. Acesso em: 17 abr. 2025.

Chicago

Arocha, Jaime. 2012. «Mi maestra de antropología y vida». Maguaré 26 (1):339-45. https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308.

Harvard

Arocha, J. (2012) «Mi maestra de antropología y vida», Maguaré, 26(1), pp. 339–345. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308 (Accedido: 17 abril 2025).

IEEE

[1]
J. Arocha, «Mi maestra de antropología y vida», Maguaré, vol. 26, n.º 1, pp. 339–345, ene. 2012.

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Arocha, J. «Mi maestra de antropología y vida». Maguaré, vol. 26, n.º 1, enero de 2012, pp. 339-45, https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308.

Turabian

Arocha, Jaime. «Mi maestra de antropología y vida». Maguaré 26, no. 1 (enero 1, 2012): 339–345. Accedido abril 17, 2025. https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308.

Vancouver

1.
Arocha J. Mi maestra de antropología y vida. Maguaré [Internet]. 1 de enero de 2012 [citado 17 de abril de 2025];26(1):339-45. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/view/35308

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