Editorial
Fernando Montenegro Lizarralde. Arquitecto y profesor pensionado de la Universidad Nacional
de Colombia, sede Bogotá. Correo electrónico: fmontenegrol@unal.edu.co
En todas las operaciones económicas de la sociedad, ha
prevalecido una premisa fundamental: el costo se encuentra ligado al mercado,
la oferta y la demanda. Colombia ostenta la tercera población más grande de
América Latina, ubicándose detrás de Brasil y México. Esta población se
concentra mayoritariamente en menos de la mitad del territorio nacional,
específicamente en la cuenca del Magdalena y, en un altísimo porcentaje, en los
entornos urbanos. Sin embargo, esta composición poblacional no ha sido una
constante a lo largo de la historia; es un conjunto de hechos surgidos a partir
de los años cincuenta del siglo pasado; aunque no existe una interpretación
consensuada sobre las causas de este fenómeno, gradualmente empezamos a
entender las consecuencias. Uno de los resultados más evidentes es el déficit
de vivienda y, en la misma línea, el déficit de suelo urbanizable. Estas
condiciones urbanas se remontan a la colonia debido a las limitaciones técnicas
en la provisión de agua.
Las ciudades colombianas crecieron en un conjunto de valles andinos que, en
comparación con los de otros países latinoamericanos, son relativamente
estrechos, y mucho más pequeños en contraste con los valles urbanizados de
Europa, China o Estados Unidos. Esta geografía limita el tamaño de la ciudad,
el número de centros urbanos, la conectividad y la comunicación entre los
diversos núcleos, así como las relaciones con el entorno internacional.
Contradictoriamente, las comunidades han superado estas circunstancias en un
tiempo muy breve y, relativamente, con pocas dificultades, se diría que con las
mismas que han contado los vecinos del continente.
Las limitaciones fisiográficas y
climáticas del país han generado múltiples problemas en el proceso de expansión
de las ciudades. De una parte, surge un problema constante en la gestión de
riesgos relacionados con el medio natural. La limitada expansión de los valles
donde se asientan las ciudades conlleva serias dificultades ante inundaciones y
avenidas torrenciales asociadas a cauces modificados por un clima cambiante,
así como constantes deslaves y movimientos en masa causados por un relieve
inclinado y relativamente joven. Esta problemática se extiende a las
condiciones de igualdad y equilibrio en la utilización del suelo residencial.
Debido a los efectos del mercado y las tendencias de ordenamiento, los sectores
populares terminan siendo los más afectados y enfrentan mayores dificultades en
la mitigación de sus situaciones.
En segundo término, la configuración
fisiográfica de los Andes colombianos implica serias dificultades en la gestión
de los servicios públicos domiciliarios. Si bien se pueden aprovechar las
ventajas derivadas de los fuertes desniveles para la generación de energía, la
provisión de agua potable y el manejo de las aguas servidas presentan una
situación difícil y compleja. Bogotá destaca como la ciudad con el mejor
cubrimiento de acueducto en América Latina; sin embargo, a nivel nacional, la
realidad es absolutamente opuesta, con deficiencias notables en prácticamente
todas las regiones.
En tercer lugar, la
limitación física de los valles andinos conlleva serios desafíos en la
disponibilidad de suelo urbanizable. Esto impulsa la adopción de un modelo de
ocupación compacto de alta densidad, junto con tipologías residenciales de
viviendas multifamiliares en altura. Tal situación tiene una doble
interpretación: en primer lugar, positiva, por cuanto el modelo compacto
protege los suelos rurales de protección o de producción agrícola y promueve
una movilidad urbana simple, con un alto estándar de uso de transporte no
motorizado. En segundo lugar, negativa, al considerar los problemas básicos de
limitación y falencia de suelos para espacios públicos, transporte y
equipamientos sociales. La congestión urbana típica de las ciudades colombianas
se centra en el cubrimiento limitado del espacio de circulación, que se ubica
por debajo de los indicadores observados en ciudades de tamaño similar.
La suma de estas
consideraciones generales conlleva un conjunto de implicaciones sociales y
económicas que se reflejan especialmente en el manejo de los recursos
destinados a vivienda y del sector inmobiliario. Estas cuestiones están
arraigadas en las particularidades de un mercado en donde la demanda creció en
forma vertiginosa, lo que a su vez ha aumentado los costos de la solución, amén
de las dificultades en el empleo que ello genera y en la ocupación del espacio
público con fines comerciales, donde la falta de regulación puede propiciar
abusos. A lo largo del siglo XX, el Estado colombiano asumió un rol de
liderazgo en la provisión de vivienda y en la concepción de una ciudad. En esta
visión, el uso residencial en las áreas urbanas consideraba la solución y el
desarrollo de un soporte dotacional y de transporte que facilitaba la vida en
la urbe. Sin embargo, esta dinámica nunca logró la eficiencia requerida.
A mediados de
siglo, el sector de la construcción, apalancado por la gestión gubernamental,
se convirtió en uno de los pilares del crecimiento económico. Este sector
desempeñó un papel clave en términos de generación de empleo y el desarrollo de
la tecnología y la industria, y, de cierta manera, proporcionó oportunidades de
crecimiento del medio urbano y de las familias que buscaban superar las
limitaciones en la calidad de vida en el ámbito rural.
Frente a las
limitaciones económicas del Estado en la política de vivienda, el modelo
evolucionó en varias etapas. En un principio, se orientó hacia la financiación
directa de los adquirientes y promovió una cierta política de autoconstrucción.
Posteriormente, avanzó hacia la actualización constante del crédito a través de
los conocidos UPAC y, por último, se produjo el retiro voluntario del sector
público en beneficio de los actores privados. Estos últimos, con razón y
consideración en el manejo del capital, reunieron el conjunto de las variables
de la construcción en una sola gestión. A pesar de estas soluciones frente al
crecimiento urbano, se ha evidenciado la incapacidad para atender las demandas
y se mantienen las dificultades derivadas de una economía que se fundamenta en
una demanda en constante aumento, mientras la capacidad de cubrimiento sigue
siendo ineficiente, con los consiguientes costos que ello ocasiona.
Ahora bien, la
vivienda en el medio urbano, e incluso en zonas rurales, no es meramente una
combinación de dormitorios, cocinas y baños. Es, además de ello, un conjunto de
actividades sociales que se materializan físicamente para cumplir con su
cometido. Estas actividades, por simplificación, se piensan de manera diferida
respecto a la provisión de la casa o apartamento, posponiendo las soluciones
urbanas y con ello, la solución al empleo, a la calidad de vida y al desarrollo
económico. El transporte, la salud, la educación o el bienestar son temas
fundamentales en el funcionamiento de la ciudad, de la vivienda y de la
sociedad. Si no se prevé una solución, se afecta el universo urbano.
Con un crecimiento
urbano decidido y consciente, las políticas públicas y las acciones privadas se
orientan hacia el conjunto de necesidades urbanas, en donde la vivienda, como
problema singular, es un componente más dentro de la ecuación. El factor central
de esta dinámica reside en los recursos económicos y en su sostenibilidad. En
consecuencia, se busca un medio administrativo que permita capturar parte del
desarrollo que la misma ciudad genera. En primera instancia y por facilidad en
su reconocimiento, la ciudad se enfoca en la urbanización y en la construcción.
Estos temas implican el cambio de valor del suelo y el aprovechamiento de la
norma para pensar en recursos utilizables en la infraestructura, en los
servicios dotacionales y en el espacio público.
En el presente
número se presentan diversas reflexiones en torno a este enfoque. Se abordan
desde reflexiones directas sobre el tema de la urbanización hasta los efectos
económicos que se perciben en la cotidianeidad de la vida barrial.