La ciudad y el Estado Moderno: La retícula urbana global
Miguel Silva Moyano
Universidad Pontificia Bolivariana - Medellín. Facultad de Ciencias Políticas. Correo electrónico: miguel.silvam@upb.edu.co
Resumen
Las ciudades han desempeñado un papel fundamental en la construcción de los Estados Modernos; en un principio las ciudades aparecieron como escenarios de oposición a la centralización del poder político por parte de los Monarcas Modernos, pero luego constituyeron una pieza indispensable para los ensamblajes políticos institucionales de la modernidad occidental. A medida en que el modelo de Estado Moderno se fue expandiendo por todo el mundo se fue construyendo una retícula urbana de alcance global que contribuyó al crecimiento de las ciudades y al aumento de su importancia política. Este artículo aborda la relación entre ciudad y Estado en el marco de la tradición de la modernidad occidental desde una perspectiva histórica y describe cómo ésta permitió la aparición de una retícula urbana de carácter global.
Palabras clave: Ciudad, Estado moderno, Poder político.
Introducción
En la primera década del siglo XXI, por primera vez en la historia de la humanidad, viven más personas en centros urbanos que en áreas rurales. Algunos centros urbanos se han reeditado, otros han desaparecido y muchos han aparecido incluso como mecanismo de intervención del Estado. Este cambio a escala global ha motivado reflexiones alrededor de los impactos que puede traer en términos políticos, culturales y económicos, entre otros. Actualmente se discute si estamos en presencia del surgimiento de entidades políticas semejantes a las ciudades-estado de la antigüedad o de la Edad Media. Al mismo tiempo, desde distintos ángulos analíticos, se cuestiona la vigencia del Estado Moderno. Este artículo desarrolla una revisión histórica del papel de las ciudades en la formación de los estados y contribuye a sentar las bases de nuevas explicaciones sobre los ensamblajes institucionales contemporáneos.
La historia del Estado moderno es reciente si se compara con experiencias previas de organización social entre las que se destacan las ciudades. Desde los siglos XIV y XV comenzó a construirse en Occidente un modelo de Estado moderno que resolvió la disputa entre las ciudades y su entorno feudal, generando una estructura política jerarquizada en la que los centros urbanos fueron conquistados y quedaron contenidos dentro de la dimensión territorial del Estado. Durante unos trescientos años los monarcas modernos lideraron esta empresa (van Creveld, 1999) y lograron, para el siglo XVII, establecer un sistema interestatal que terminó por sepultar el protagonismo de las ciudades en el plano internacional, marcando el inicio de la construcción de un mundo compuesto por estados que siguieron el guion de la Modernidad occidental. Esta victoria del Estado quedó plasmada en la obra de Thomas Hobbes quien llegó a sostener en ‘El Leviatán’ (p. 273) incluso que las ciudades eran como ascárides para los estados y que debían ser controladas para que el Estado pudiera sobrevivir.
Sin embrago, el aumento de la importancia de las ciudades dentro de los estados, en el marco de las revoluciones industriales, permitió la aparición de nuevos modelos de sociedad, más igualitarios, que empoderaron a la sociedad y facilitaron la formación de la democracia moderna, propiciaron mecanismos de control al poder del Estado y la definición de nuevos parámetros de civilidad como el discurso de los Derechos Humanos. De esta manera, la política occidental ha estado profundamente determinada por la concepción de Estado moderno; pero también por el escenario que brinda la urbanización de la sociedad. Aunque el Estado moderno ha controlado a las ciudades y las ha mantenido dentro de su jurisdicción, éstas han determinado en buena medida la vida cotidiana de los ciudadanos, constituyendo una relación de mutuo beneficio en la cual el Estado se vuelve funcional a las ciudades y las ciudades se convierten en pieza fundamental para los estados y al mismo tiempo integra a las sociedades a partir de la retícula urbana global que se va configurando a su paso.
Este artículo tomará como base, en primera medida, los trabajos de Martin Van Creveld (1999) y Charles Tilly (1992) sobre el proceso de construcción de Estados ubicando el papel que cumplen las ciudades en este; en un segundo momento se toma como base la idea de los ensamblajes expuesta por Saskia Sassen (2010) y a partir de allí se complementa con una revisión de múltiples fuentes para abordar tanto el proceso de conformación de ensamblajes a escala global como para caracterizar su impacto en el mundo contemporáneo.
La ciudad en la formación del Estado moderno
Según Martin van Creveld (1999), los primeros estados modernos propiamente dichos aparecieron en Europa como producto de un proceso de centralización del poder político emprendido por monarcas modernos quienes, a través de la guerra, buscaron imponer un modelo de territorialización del poder político que se mantuviera lejos del alcance del poder universal del Sacro Imperio Romano Germánico y de la Iglesia Católica, y a la vez sometiera la dispersión de poderes locales. El Estado moderno apareció como un objeto particularista, que comenzó a definir los ámbitos de lo interno y lo externo al tiempo que se preocupó por establecer un orden social homogéneo que culminó con la construcción de las naciones como modelo de cohesión social y vínculo identitario.
En este proceso, según van Creveld (1999), una de las disputas más importantes emprendidas por los monarcas modernos fue contra las ciudades, ya que estas representaban la concreción de poderes locales. Sin embargo, y a pesar del poder que lograron acumular y la proyección geopolítica que construyeron, las ciudades no lograron competir eficazmente y al final sucumbieron en la disputa, quedando bajo el control de los estados. Buena parte de esta limitación se debió a las dificultades de las ciudades para superar el modelo de guerra fundamentado en la contratación de mercenarios y migrar hacia lo que autores como Geoffrey Parker (2002) y William McNeill (1988) han denominado la ‘revolución militar’.
La monopolización de la coerción y el establecimiento de un modelo de construcción de Estado sobre la vía de lo que Charles Tilly (1992) definió como ‘coerción capitalizada’ (p. 226), permitió a los estados incluir a las ciudades dentro de su territorialización del poder político. Desde la perspectiva de Tilly, las ciudades son fundamentalmente centros de acumulación de capital y como tal significaron una fuente de recursos imprescindible para el Estado. Según Tilly, este fue el principal atributo que permitió crear una relación simbiótica con el Estado, partiendo de una perspectiva en la cual las ciudades también necesitaron a los estados para cumplir con su función de acumulación de capital; ya que para que ésta pueda aparecer se requiere de un grado suficiente de coerción que logre brindar protección, pero que para que los estados sean sostenibles requieren una fuente de financiación derivada de la acumulación de capital. En este sentido, uno de los resultados del establecimiento de estados modernos fue el de la construcción de retículas urbanas que gozaron de gran vitalidad gracias al comercio y, posteriormente, a la industrialización. Parafraseando uno de los axiomas del trabajo de Tilly (1992) según el cual el Estado hace la guerra y la guerra hace al Estado, para efectos de este trabajo también se podría plantear que la ciudad hace al Estado y el Estado hace a la ciudad.
De esta manera, en la teoría política de la Modernidad occidental, la ciudad se concibe como un objeto político sometido y controlado por el Estado. Esta noción quedó plasmada incluso en la obra de Thomas Hobbes (2010), cuando éste planteó que las ciudades son una especie de ascárides para el Leviatán, con lo cual señaló que si el Estado no establece límites al crecimiento de las ciudades, éstas podrían acaparar vorazmente los recursos del Estado y llevarlo, siguiendo con la metáfora hobbesiana, a una condición de desnutrición.
Dada esta relación de simbiosis, el modelo de Estado moderno resultó ser una construcción profundamente urbana, en la medida en que las ciudades marcaron el ritmo de su crecimiento y además se convirtieron en los escenarios predilectos para la formación de la ciudadanía. Poco a poco, esta condición permitió que la institucionalidad de las ciudades se fusionara con la de los estados y se borraran los límites de las autonomías locales, hasta el punto de ser utilizadas como una herramienta de expansión estatal y de control territorial. Aunque para van Creveld (1999), los monarcas modernos triunfaron sobre las ciudades, valdría la pena señalar también, siguiendo la tesis de Tilly, que fue un triunfo relativo, en el que, si bien los centros urbanos quedaron sometidos bajo la jurisdicción del Estado moderno, este no puede vivir sin ciudades.
La retícula urbana en la tradición occidental
Luego de la conquista del reino de Granada y la lucha constante por el sometimiento de Navarra, la Monarquía católica fue consolidando un modelo de centralización del poder político que le permitió establecer un esquema de territorialización institucional. En nombre del monarca, ‘los adelantados’ exploraron el Nuevo Mundo, apenas descubierto, y se adentraron primero en el centro y luego en el sur de América buscando riquezas pero también reinos que pudieran ofrecer al monarca en calidad de vasallaje. Tenochtitlan y Cusco, principales centro urbanos precolombinos, y capitales de los imperios Azteca e Inca respectivamente, aparecieron ante los ojos de los adelantados como objetivos estratégicos fundamentales (Fernández-Armesto, p. 58), ya que el control de los principales centros urbanos otorgaba al vencedor el dominio sobre los imperios precolombinos. Ambas ciudades fueron tomadas militarmente y luego refundadas por los adelantados para incluirlas de esta manera en el inventario de los dominios del monarca y establecer a partir de ellas un modelo de control territorial sobre el Nuevo Mundo. Mientras fundaban ciudades completamente nuevas, sometían a aquellas que iban encontrando en su camino y las iban integrando en una compleja red urbana interconectada. La Monarquía católica se expandió al ritmo de esta retícula urbana que creció paulatinamente abarcando lugares distantes en todo el mundo hasta alcanzar una escala global (Ferguson, p. 153).
En el modelo de Estado de la Monarquía católica la ciudad cumplió un papel primordial que según Manuel Lucena (2006) sirvió como “núcleo de estabilización e irradiación de la colonización” (p. 32). La ciudad se estableció como un nodo de intercambios a escala global; pero también como escenario para la producción de sujetos políticos leales a la Monarquía. Por otra parte, la red global de ciudades hispanas se fue jerarquizando hasta el punto de establecer una serie de centros urbanos principales conectados entre sí y una serie de pequeños asentamientos subsidiarios. Estos últimos fueron integrados dentro del hinterland de los más grandes y así completaron la función de irrigación de la civilización hispana. A medida que un centro urbano perdía interés estratégico para los adelantados y para la monarquía, o simplemente perdía funcionalidad para la red, su lugar era ocupado rápidamente por otro con mayor vitalidad. Cusco por ejemplo, incluso luego de su refundación hispana, mantuvo una condición de primacía, hasta que poco a poco fue desplazada por la ciudad de Lima, una ciudad portuaria con mayor capacidad para interconectarse con el resto de la red.
Dado que la Monarquía católica se manifestaba en los centros urbanos y que dicha dinámica producía un tipo específico de sujetos, este modelo facilitó la emergencia de un tipo de súbdito ambivalente en términos de legitimidad; ya que de una parte reconocía la universalidad del poder del monarca pero por otra parte reafirmaba su particularidad como miembro de una localidad. Esta particularidad explica en gran parte la sorprendente atomización del territorio de la América hispana ante la crisis de legitimidad y soberanía que se desató a principios del siglo XIX. Dicha crisis institucional arrojó como protagonistas a una serie de ciudades-provincia, sobre todo en la América hispana, que asumieron funciones de gobierno, se lanzaron a la guerra, unas contra otras y marcaron la pauta de las primeras décadas del largo camino de construcción de estados en América Latina: “Ante la desaparición del Estado, las ciudades-provincia emergieron como actores de movilización de recursos y centralización del poder político llenando a su modo el vacío dejado por la Monarquía” (Silva M., 2012, p. 83).
Durante los siguientes siglos también Francia e Inglaterra comenzaron a construir sus propias retículas urbanas de alcance global, aunque éstas estuvieron guiadas más por una pretensión de dominio mercantil que de establecimiento territorial de un Estado (Sassen, p. 125). Por lo que la funcionalidad de las ciudades no giró en torno a la posibilidad del control territorial, sino al mantenimiento de canales comerciales abiertos. La refundación del enclave holandés de Nueva Ámsterdam, en Norteamérica, bajo el nombre de Nueva York a mediados de siglo XVII, demuestra que la competencia geopolítica entre las potencias europeas por el control de centros urbanos no estuvo guiada por un objetivo de control territorial, sino por la ampliación de las redes comerciales.
Es decir que, a diferencia de lo sucedido con la Monarquía católica, Francia e Inglaterra montaron una retícula urbana global, en cierto modo, despolitizada y, en buena medida, cosmopolita. En estos casos, en la periferia de la retícula, la vida urbana no implicó un vínculo tan directo entre los sujetos y el Estado. Estos estados nunca tuvieron una política de urbanización similar a la hispana, por lo que los nuevos asentamientos, como los de la parte Este de Norteamérica aparecieron más por iniciativa privada que como resultado de una racionalización estatal del territorio. A medida que las retículas inglesa y francesa, entre otras, se fueron expandiendo, permitieron el aumento del poder de las metrópolis, mientras que en el caso hispano la propia retícula estableció sus propias centralidades dificultando la posibilidad de establecer una sola metrópoli dominante. En este sentido, ciudades como la de México, fundada sobre las ruinas de Tenochtitlan, y la de Lima, que terminó por desplazar a la Cusco precolombina, aparecieron como nodos mucho más importantes que muchas ciudades peninsulares (Pérez V., 2010). Por otra parte, la consolidación de los imperios coloniales europeos, estableciendo el control sobre sus propias retículas urbanas les llevó a enfrentarse a través de la guerra como en el caso de la de los Siete Años en el siglo XVIII (Patiño V., 2013). Aunque la rapiña por el control de ciudades estratégicas ya había quedado en evidencia con la refundación de Nueva York, por parte de los ingleses, durante esta guerra los principales enfrentamientos aparecieron a escala global en escenarios como los de Montreal y Quebec, en Norteamérica, Pondicherry y Bengala en el subcontinente indio, y La Habana en el Mar Caribe, por citar solo algunos de los ejemplos más visibles.
Mientras las retícula urbana de la Monarquía Católica se fragmentó en pequeños segmentos que sirvieron de base para la construcción de estados, sobre todo en América Latina, durante las primeras décadas del siglo XIX, en el caso de las construidas por Francia e Inglaterra fueron el escenario para la transformación de las instituciones estatales al punto que fue en dichos espacios en los que se concretaron dos revoluciones claves en el seno del mundo occidental. Luego de la Guerra de los Siete Años, y a pesar de haber vencido a Francia, Inglaterra tuvo que enfrentar la escisión de la parte americana de su sistema urbano que sirvió de base tanto para la aparición de un pequeño Estado con su propia dinámica urbanizadora, como para la gestación de una revolución política profundamente democrática en la que se redefinió la dimensión de la ciudadanía y se establecieron las bases para una concepción global de la misma a través de los Derechos Humanos. Como sostiene Lynn Hunt (2009), la declaración norteamericana de 1776 sentó las bases para una concepción universalista de los derechos de los hombres que además fue tomada como referente para la declaración francesa de 1789.
La revolución norteamericana tardó relativamente poco tiempo en establecer su propia metrópoli y aprovechó el auge de la primera y la segunda revoluciones industriales para dinamizar su proceso de urbanización, lo que se tradujo en un evidente fortalecimiento del Estado que se hizo mucho más visible con la finalización de la Guerra Civil estadounidense a partir de la cual se impuso un modelo de sociedad fundamentado en la producción industrial. Los Estados Unidos construyeron su propia red de ciudades de costa a costa, interconectada a través de una red de ferrocarriles, lo que les permitió la conquista y el control definitivo del territorio. El proceso de urbanización estatalizada se tradujo en una transformación de la sociedad. El surgimiento de espacios como el de la opinión pública, señalaron la ruta para el nuevo sujeto, mucho más involucrado en la esfera de lo público y con mayor capacidad para establecer controles directos sobre el Estado.
Por su parte, el particularismo derivado de los relatos específicos de nación sirvió para que apareciera una diferenciación sustancial en el seno de las retículas urbanas globales. Los estados-nación se preocuparon por establecer parámetros de homogeneización de la sociedad y buscaron dotar de contenido identitario al concepto de ciudadanía, lo cual también significó la nacionalización de las ciudades y la reescritura de su papel en el guión de cada relato particular. Las ciudades entonces adquirieron nuevos sentidos en la medida en que no solo fueron funcionales al Estado en términos de acumulación de capital sino que también se constituyeron en mecanismos simbólicos de reproducción de los relatos de Nación sobre todo a través de la arquitectura y la construcción de monumentos: calles, parques, plazas, edificios, estatuas y otras piezas urbanas fueron la expresión inmediata del Estado-Nación en las ciudades (Centeno, 2003).
Como sostiene Saskia Sassen (2010), la segunda mitad del siglo XX fue el escenario para la aparición de una serie de instituciones internacionales cuya preocupación principal fue la del fortalecimiento de los estados-nación. Buena parte de dichos esfuerzos dieron como resultado la aparición de un modelo de Estado mucho más especializado y cargado de funciones, conocido como Estado de bienestar y cuyo impacto fue fundamentalmente urbano. El orden internacional de la segunda mitad del siglo XX, universalizó el modelo de Estado-Nación y alentó la formación de sistemas urbanos nacionales. Debido a que la industrialización constituyó uno de los principales incentivos para el crecimiento demográfico, tanto por que estimuló las migraciones desde el mundo rural, como por que mejoró la calidad de vida de los seres humanos, el Estado de bienestar integró aún más las retículas urbanas nacionalizadas y profundizó la dimensión del vínculo entre el individuo y el Estado. En este sentido la construcción de estados-nación y la aplicación del modelo de Estado de bienestar constituyeron un segundo impulso para la urbanización sobre todo de aquellas regiones como América Latina que no participaron plenamente en las dos primeras revoluciones industriales.
La posibilidad de proveer de agua potable a las zonas residenciales concentradas en ciudades y luego la instalación de redes de energía eléctrica permitieron a los ciudadanos vivir más y mejor (Glaeser, 2011). Sin embargo, en aquellos lugares en los que el Estado-Nación no asumió la gestión de su dimensión urbana sino que la dejó a la deriva, las ciudades no constituyeron una solución sino un grave problema de propagación de miseria (Glaeser, 2011). El modelo de orden internacional de la segunda mitad del Siglo XX construyó estados-nación que no necesariamente cumplieron con la condición de la vía de la coerción capitalizada. Buena parte de ellos, en especial los que surgieron de la descolonización, no fueron producto de la centralización del poder político, el monopolio de la coerción o el establecimiento de una retícula urbana nacionalizada, sino que aparecieron como decisión del sistema internacional. En estos casos, las ciudades escasamente acumulan capital y contribuyen realmente muy poco a la construcción de sus propios estados.
En el Siglo XXI, la combinación de algunos factores descritos anteriormente llevó a un crecimiento urbano sin precedentes en la historia de la humanidad. Como consecuencia de esta dinámica han aparecido ciudades gigantescas que superan por mucho las dimensiones poblacionales de la mayoría los estados conocidos para el siglo XIX y derivado de lo anterior las ciudades cada vez acumulan más poder frente a los estados lo cual podría amenazar la condición de sometimiento urbano y la reaparición de los centros urbanos como actores de poder internacional.
Tanto Manuel Castells (1996) como Saskia Sassen (2010) coinciden en afirmar que la denominada ‘Era de la información’, llamada popularmente ‘globalización’, no es otra cosa que un conjunto de flujos globales, de información, personas y mercancías entre otros. De hecho, una versión básica de globalización la señala como una especie de retícula urbana global en la que ciudades enteras se establecen como nodos. Castells (1996) se aparta un poco de esta concepción territorializada de ciudad y señala que aunque dichos flujos sí tejen una red que integra diferentes nodos, estos no son una categoría geográfica sino que deben entenderse como un proceso. En este sentido, se puede establecer que la ciudad contemporánea se define en función de la retícula nacional, a la cual pertenece o ha pertenecido tradicionalmente, pero también de la manera en que se inserta en la red global del tipo de rol que cumple en ella y de los segmentos de la sociedad que involucra. Estas dos condiciones asignan nuevos valores de las ciudades en términos geoestratégicos.
En términos prácticos este traslape de retículas (nacional-global) arroja como resultado ciudades ambivalentes y sociedades profundamente heterogéneas, ya que en un extremo se encuentra la parte de la sociedad que representa a la retícula global, que Sassen (2010) denomina ciudad global y al otro extremo se encuentra una parte de la sociedad claramente localizada, con un margen muy pequeño de movilidad social y aferrada a los parámetros tradicionales de definición de la sociedad. Por otra parte y dado que las ciudades constituyen el escenario predilecto de esta nueva revolución industrial, y están siendo transformadas al igual que en el siglo pasado, algunos estados no propiamente occidentales, como China e India, han seguido con el proceso de urbanización y han fortalecido sus propias retículas urbanas en función de la III revolución industrial. La red urbana global contemporánea, que no pertenece a un Estado particular, incide de manera directa en la constitución de las sociedades, en la definición de sus conflictos y, por supuesto, en el modelo del Estado moderno que deberá asumir el proceso de urbanización desde la perspectiva de la III revolución industrial, teniendo en cuenta que cualquier fortalecimiento de lo urbano podría traducirse en una tentativa, como en el pasado, de cambio institucional.
Conclusión
Tras la victoria de los monarcas modernos en su lucha por la centralización del poder político contra el orden de precedencias de la Edad Media y su profunda atomización institucional, las ciudades quedaron sometidas al poder de los estados modernos y éstos a su vez las transformaron hasta el punto que lograron desaparecerlas como sujetos políticos autónomos. Sin embargo, en la medida en que los estados sometían a las ciudades, generaron una relación de dependencia que les permitió constituirse como un modelo de ordenamiento de la sociedad profundamente urbano. La ciudad dejó de ser una especie de actor político autónomo, con acceso a recursos de poder diferenciados, para convertirse en un escenario de manifestación de la relación del atributo de la ciudadanía y de materialización del Estado. La simbología del Estado, así como las sociedades modernas, se manifestaron fundamentalmente en ciudades.
El Siglo XXI está marcando un resurgimiento de lo urbano en varias dimensiones con afectación directa sobre el modelo de Estado Moderno: por una parte, lo urbano, en algunos casos, emerge nuevamente como actor, más que como escenario, y en este sentido, resulta pertinente preguntarse sobre la posibilidad de que en estos casos pueda acceder a determinados medios de coerción que en principio estaban restringidos a la jurisdicción de los estados. Por otra parte la constitución de una retícula global está dando como resultado la aparición de ciudades ambivalentes que no encuentran como insertarse plenamente en el nuevo escenario y terminan vinculando asuntos de la agenda local como la criminalidad y proyectándolos de manera global a través de dicha retícula; en particular, esto supone que, al establecerse la retícula global, los vacíos institucionales de una ciudad específica pueden tener una afectación evidente sobre el resto de la red, por lo que los estados tendrán que dar respuesta a los desafíos que de aquí se deriven. Por último, la retícula global establece un nuevo nivel para el entendimiento del sujeto occidental en el mundo contemporáneo ya que éste está siendo definido tanto por la dinámica global como por la local lo que implica una transformación de la concepción de la ciudadanía que había sido nacionalizada dos siglos atrás. Si bien, desde su aparición, el Estado moderno ha sufrido una serie de transformaciones profundas, en el centro de las cuales se encuentran las ciudades, cabe señalar que cualquier transformación que se proyecte para los estados deberá contar con la retícula global que llegó para quedarse. Si en el pasado, cuando el Estado lideró y agenció el funcionamiento de sus retículas internas, esto se tradujo en una mejora en la calidad de vida y en los índices de expectativa de vida, los estados modernos contemporáneos deberán asumir el proceso de urbanización en función de la III Revolución Industrial como un asunto estratégico que le permitirá no solo fortalecerse en términos de poder sino brindar mejores niveles de desarrollo para sus ciudadanos.
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