Publicado

2023-08-31

Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer

Feminist struggle and experience: elements for a critical theory of the public sphere of women

DOI:

https://doi.org/10.15446/cp.v18n35.103793

Palabras clave:

Esfera pública, teoría política, marxismo, feminismo, economía política, capitalismo (es)
Public sphere, political theory, marxism, feminism, political economy, capitalism (en)

Descargas

Autores/as

Este artículo presenta un análisis crítico de la relación entre la lucha feminista, la esfera pública y el capitalismo, a la luz del concepto de bloqueos de la experiencia desarrollado por los autores Alexander Kluge y Oskar Negt, vinculados a la Escuela de Frankfurt. Para ello se reconstruyen tres momentos de la lucha feminista: la redistribución, la representación y el reconocimiento. Finalmente, se realiza un esbozo materialista sobre los bloqueos distintivos de la experiencia de la mujer en relación con la esfera pública burguesa. Así, desde un enfoque hermenéutico-crítico de la teoría política y social, el objetivo es resaltar la necesidad de ampliar el marco conceptual en el que se encuentra la lucha feminista contemporánea con relación a la esfera pública, rescatando presupuestos clásicos de una comprensión económi-co-política del conflicto social. Como resultado se concluye la necesidad de hacer inteligible la relación de la praxis y la teoría a la luz de presupuestos marxistas, de tal manera que la originalidad del presente artículo consiste en realizar un esbozo materialista de las contradicciones objetivas y subjetivas de la experiencia de las mujeres, comprendiendo su condición de sujeto emancipatorio.

 

This article presents a critical analysis of the relationship between feminist struggle, the public sphere and capitalism in the light of the concept of blockages of experience developed by the Frankfurt School linked authors Alexander Kluge and Oskar Negt. Three moments of the feminist struggle are reconstructed: redistribution, representation and recognition. Finally, a materialist outline is made from the distinctive blockages of women's experience in relation to the bourgeois public sphere. Thus, from a hermeneutic-critical approach to political and social theory, the aim is to highlight the need to broaden the conceptual framework in which the contemporary feminist struggle is situated in relation to the public sphere, rescuing classical presuppositions of an economic-political understanding of social conflict. As a result, it is concluded that it is necessary to make the bond between praxis and theory intelligible in the light of Marxist assumptions. Therefore the originality of this article consists in making a materialist outline of the objective and subjective contradictions of women's experience, understanding their condition of emancipatory subject in negative terms

 

Recibido: 21 de octubre de 2022; Aceptado: 29 de junio de 2023

Resumen

Este artículo presenta un análisis crítico de la relación entre la lucha feminista, la esfera pública y el capitalismo, a la luz del concepto de bloqueos de la experiencia desarrollado por los autores Alexander Kluge y Oskar Negt, vinculados a la Escuela de Frankfurt. Para ello se reconstruyen tres momentos de la lucha feminista: la redistribución, la representación y el reconocimiento. Finalmente, se realiza un esbozo materialista sobre los bloqueos distintivos de la experiencia de la mujer en relación con la esfera pública burguesa. Así, desde un enfoque hermenéutico-crítico de la teoría política y social, el objetivo es resaltar la necesidad de ampliar el marco conceptual en el que se encuentra la lucha feminista contemporánea con relación a la esfera pública, rescatando presupuestos clásicos de una comprensión económico-política del conflicto social. Como resultado se concluye la necesidad de hacer inteligible la relación de la praxis y la teoría a la luz de presupuestos marxistas, de tal manera que la originalidad del presente artículo consiste en realizar un esbozo materialista de las contradicciones objetivas y subjetivas de la experiencia de las mujeres, comprendiendo su condición de sujeto emancipatorio.

Palabras clave: esfera pública, teoría política, marxismo, feminismo, experiencia, economía política, capitalismo.

Abstract

This article presents a critical analysis of the relationship between feminist struggle, the public sphere and capitalism in the light of the concept of blockages of experience developed by the Frankfurt School linked authors Alexander Kluge and Oskar Negt. Three moments of the feminist struggle are reconstructed: redistribution, representation and recognition. Finally, a materialist outline is made from the distinctive blockages of women's experience in relation to the bourgeois public sphere. Thus, from a hermeneutic-critical approach to political and social theory, the aim is to highlight the need to broaden the conceptual framework in which the contemporary feminist struggle is situated in relation to the public sphere, rescuing classical presuppositions of an economic-political understanding of social conflict. As a result, it is concluded that it is necessary to make the bond between praxis and theory intelligible in the light of Marxist assumptions. Therefore the originality of this article consists in making a materialist outline of the objective and subjective contradictions of women's experience, understanding their condition of emancipatory subject.

Palabras clave: Public Sphere, Political Theory, Marxism, Feminism, Experience, Political Economy, Capitalism.

Introducción

La reproducción precede a la producción social.

Si tocas a las mujeres, tocas la base.

Peter Lineabaugh, The Magna Carta Manifesto, 2008.

El movimiento feminista ha planteado un conjunto de presupuestos normativos que pretenden dar respuesta a la necesidad de asegurar una posición política de las mujeres, determinada por su experiencia en la esfera pública. Estos se pueden identificar a la luz de tres momentos históricos. En un primer momento, la segunda ola del feminismo comenzó cuestionando la división entre lo público y lo privado que prevaleció en las sociedades capitalistas de la posguerra, organizadas por el Estado; al hacer alusión a las labores reproductivas, entre las que se encontraba el trabajo doméstico, surgió la máxima de “lo personal es político”, poniendo de manifiesto la necesidad de una redistribución del mercado capitalista respecto a las condiciones laborales de las mujeres (Fraser, 2015, p. 16). Al tiempo, se derivó un segundo momento, en el que el movimiento feminista defendía la necesidad de una participación activa como sujeto político, dentro del escenario público, a partir de la representación. Y, finalmente, el movimiento trasladó su atención al plano del reconocimiento, reivindicando valores culturales e identitarios.

Este fue el diagnóstico histórico que se derivó del pensamiento feminista. Por el contrario, en este texto se considera que las demandas implicadas en cada uno de esos momentos deben tomarse como expresiones generales de un momento histórico específico de la relación existente entre las mujeres y la sociedad; se advierte, por ello, que estos estadios de la experiencia no se desarrollan linealmente uno tras otro, como una lógica moderna de progreso, sino que solo las condiciones objetivas de la sociedad y el desarrollo subjetivo de las mujeres podrían determinar históricamente los acontecimientos.

La discusión contemporánea respecto al papel político de las mujeres gira en torno a la disyuntiva entre el principio de igualdad y el principio de diferencia / identidad, o sobre la ampliación de la redistribución, la representación y el reconocimiento, como consecuencia de la idea del individuo moderno y la doctrina racionalista del derecho. Dichas tensiones parten de la percepción de una realidad en la que la experiencia de las mujeres está subsumida dentro de la consolidación de la esfera pública burguesa, es decir, se crea y se forma a partir de los presupuestos modernos de racionalidad productiva sostenidos por el capitalismo. Siguiendo la propuesta de Oskar Negt y Alexander Kluge (1974), se utilizará el concepto de esfera pública burguesa de aquí en adelante, “como una invitación al lector a reflexionar críticamente sobre los orígenes sociales del concepto dominante de esfera pública”1 (p. xliv), vinculando este objetivo al problema de la experiencia de las mujeres que aparece latente en el desarrollo del movimiento feminista en el último siglo, en conexión con las instituciones sociales y políticas que se comprenden con una noción crítica del espacio social.

En ese sentido, el interés del artículo no es tanto exponer una crítica al feminismo, sino realizar un análisis partiendo del concepto de esfera pública burguesa, para develar la conexión que tienen las instituciones públicas con la reproducción del sistema capitalista, y plantear la pregunta acerca de las consecuencias de esta relación en el movimiento feminista, a la luz de un análisis marxista, que introduzca el estudio de la esfera pública alrededor de la experiencia distintiva de las mujeres. El concepto de esfera pública resulta relevante para las discusiones de teoría política crítica que intentan comprender la sociedad contemporánea. Jürgen Habermas (1994) planteó la exclusión de las mujeres en el espacio público como un factor constitutivo de las diferencias entre publicidad y estructura de la vida privada, que han resultado representar ideas fundamentales para las instituciones sociales y políticas de la Modernidad.

En este sentido, en conexión específica con la problemática de la esfera pública se pudo evidenciar que la exclusión de las mujeres podía incluirse en un conjunto de sujetos que por su clase, raza o sexo son excluidos por la sociedad burguesa para sostener el desarrollo del capitalismo. De tal manera, la vigencia de esa sociedad permite el entendimiento de las condiciones reales de las mujeres solo en el nivel de lo aparente: las demandas o reclamos de las mujeres, en tanto expresión de necesidades reales, solo han alcanzado el nivel de su administración por medio de políticas sociales que, a partir de una reorganización burocrática, se presentan como instrumentos para mantener la cohesión de una sociedad sobre su propia negación y exclusión. En esta dirección y en conexión directa con la evolución de la esfera pública moderna, Habermas (1994) ha impulsado la comprensión del conjunto de instituciones sociales que constituyen la esfera pública como un concepto político que debe ser captado en su propio funcionamiento histórico y normativo.

Por su parte, Oscar Negt y Alexander Kluge (1974) han analizado las condiciones universales y particulares de la sociedad moderna, permitiendo evidenciar las contradicciones concretas de las sociedades capitalistas avanzadas en relación con algunos grupos sociales, incluidas las mujeres, y la esfera pública. Su trabajo resulta ser un punto de cristalización de la relación entre el individuo y la esfera pública burguesa, proponiendo que en el nivel de la experiencia humana operan lo que ellos llaman “bloqueos”, producidos por la forma de organización social de la Modernidad (el capitalismo) y las instituciones sociales que la conforman. Son los “bloqueos de la experiencia” los que mantienen unida la totalidad compleja que constituye el sistema de organización social, la existencia humana individual y las instituciones, tales como el sistema político, los medios de comunicación, el sistema educativo, etc., a partir de la separación radical entre el sujeto y los medios de producción de su propia experiencia, que vendrían siendo, en parte, dichas instituciones sociales.

Para ello analizan los procesos que están en la base de la producción capitalista, por medio de lo que denominan las “nuevas esferas públicas de producción”. Estas, “a diferencia de la forma tradicional de esfera pública, trabajan la materia prima de la vida cotidiana y derivan su fuerza de penetración directamente del interés productivo capitalista. Al sortear el ámbito intermedio de la esfera pública tradicional [...] buscan el acceso directo a la esfera privada del individuo” (Negt y Kluge, 1974, p. xlvi). Las nuevas esferas públicas de producción introducen al mundo de la vida un proceso que condiciona y deforma no solo las instituciones sociales, que ya estaban contempladas por el dominio de la esfera pública tradicional, sino también los procesos subjetivos de socialización en el espacio público.

La experiencia social que es, a su vez, experiencia subjetiva está constituida por fenómenos que se presentan como exteriores, pero que no son más que mecanismos profundamente interiorizados por los mismos procesos de ocultamiento que produce el capital. Kluge y Negt (1974) llaman “bloqueo” al proceso social que niega la posibilidad de la experiencia de un sujeto más allá de las determinaciones económico-políticas de la sociedad, convirtiéndola en una experiencia unificadora y homogeneizadora. Aquel funciona como una “barrera”, un muro, entre los portadores de la experiencia y su relación con la esfera pública, es decir, una barrera entre los sujetos y los medios por los cuales esa experiencia puede ser reproducida y expresada.

El objetivo de este estudio es llevar dichos análisis a la comprensión de la experiencia distintiva de las mujeres, teniendo en cuenta las diferenciaciones de raza y clase al interior de esta misma categoría de experiencia, tomando como base los estudios desarrollados sobre su relación con la esfera pública y tratarlos metodológicamente como una historia de los momentos que han constituido bloqueos en la experiencia social de las mujeres, para ofrecer luces sobre la formación de la subjetividad, en la disputa por reformar las instituciones sociales.

De esta manera, este artículo busca hacer un análisis inmanente de las contradicciones que surgen de las posturas tanto teóricas como prácticas del movimiento feminista en relación con la esfera pública burguesa, tomando tres dimensiones analíticas: económica, política y cultural. Se aleja tanto de especulaciones utópicas (Fraser, 2015) que concilian nuevamente los antagonismos, como de postulados que desean recuperar un “pasado perdido”, un mundo imaginado en el que la mujer no se hallaba oprimida (Federici, 2013; Fortunati, 2019). Se reclama la comprensión del movimiento feminista como un producto histórico, partiendo de la intuición de que los tres momentos mencionados figuran como estadios no lineales del desarrollo de la experiencia de la mujer y que son el resultado de un modo específico de producción, razón por la cual no podríamos concebir la experiencia ganada por las mujeres como un criterio a priori de la emancipación.

Los estadios de experiencia de las mujeres no son una condición auténtica meramente de su propia capacidad, sino que son los productos de elementos que sostienen su propia exclusión social. La intención de este artículo no es abordar la experiencia como un proceso acabado, sino vislumbrar este concepto en relación con aquello que lo niega: su vínculo con el funcionamiento de la esfera pública. En el plano metodológico, el texto se orienta por un enfoque hermenéutico-crítico de las ciencias sociales y la teoría política, en el cual se busca determinar el carácter material e histórico de las instituciones que configuran un orden social y las implicaciones negativas que ese determinado conjunto de instituciones tiene sobre la vida de los sujetos, en términos de dominación.

El análisis del movimiento feminista permite mostrar las luchas concretas por la liberación de las mujeres como argumento crítico contra la sociedad existente. Por lo tanto, lo que se pone en evidencia es una concepción teórica y práctica de las relaciones sociales y las instituciones que las sostienen. Al tiempo que el feminismo ha funcionado para organizar formas de rechazo en torno al interés experiencial de la mujer y realizar cambios dentro del sistema político, también ha posibilitado el refinamiento de la estructura clasista y los controles que aparecen como mecanismos de contención contra la posibilidad de una transformación radical.

La redistribución: un salario para el trabajo doméstico

En 1970, la segunda ola del feminismo intentó demostrar las diferencias fundamentales del trabajo reproductivo y otras clases de trabajo, debido a la condición no remunerada del primero (Fortunati, 2019). La campaña “salario para el trabajo doméstico” se alzó en 1972 por el Colectivo Feminista Internacional, integrado por un grupo de mujeres de Italia, Inglaterra, Francia y Estados Unidos, y se extendió más tarde por los países con influencia feminista (Federici, 2013, p. 25). Estas demandas pretendían que el trabajo doméstico fuera reconocido por el Estado como trabajo y, por tanto, como una actividad que debía ser remunerada. Sin embargo, mientras las discusiones giraban alrededor de una ampliación del salario que cubriera el trabajo doméstico o de la protección a la madre cuidadora, lo que quedó de lado fue la reestructuración de las relaciones de clase, comenzando por el proceso de producción social (Federici, 2013, p. 27).

Este momento histórico se toma como el más radical, porque se afirma que intentó transformar la sociedad desde la raíz (Fraser, 2015, p. 17). Tras la crisis del pleno empleo en los Estados capitalistas avanzados y el declive del salario familiar, se hicieron evidentes ciertas fracturas que cristalizaron una serie de exclusiones ocultas en el imaginario socialdemócrata. Aparecieron presupuestos feministas alternativos para cerrar estas brechas: el proveedor universal y la paridad del cuidador fueron algunos de ellos; el primero, impulsado por las feministas de la igualdad y las liberales, garantizando principalmente la posibilidad de un salario igual dentro del mercado laboral para las mujeres, y el segundo, promovido por las feministas de la diferencia y las conservadoras, en el que se proponían políticas públicas que sirvieran de ayudas económicas para el cuidador (Fraser, 2015).

Sin resolver aún la compleja posición de la mujer como sujeto político, parte de las teorías feministas contemporáneas (Davis, 2005; Fortunati, 2019; Nussbaum, 2014; Weeks, 2020; James y Dalla Costa, 1979; Federici, 2013; Rubin, 1986; Fraser, 2020) han intentado responder a la pregunta sobre cuál es el papel del trabajo reproductivo en la sociedad capitalista y su relación con la esfera pública, creando marcos normativos que buscan resolver sus contradicciones inmanentes: “los comunes” (Federici, 2013), que tiene como principio la puesta en común de las cargas individuales; “robotización del hogar” (Fortunati, 2019), que parte de la pregunta por la industrialización y tecnificación de las tareas del hogar mediante avances tecnológicos; “cuidador universal” (Fraser, 2015), entre otros. No obstante, después de una vasta pluralidad de literatura producida, la teoría política sigue en la búsqueda por clarificar los elementos internos del trabajo reproductivo.

Varios de estos desarrollos teóricos parten de un lugar en el que las relaciones sociales se encuentran determinadas por la estructura y organización del sistema económico y, por ende, la situación de la mujer en la familia y la sociedad depende de su papel en el sistema productivo (Davis, 2005). Dichos avances teóricos tienen como objeto arrojar luz sobre las bases represivas del trabajo reproductivo, para dilucidar la posición social de las mujeres (Fraser, 2015), que particularmente aparece en relación con el sistema de trabajo asalariado y con el trabajo reproductivo que se concibe como privado (Weeks, 2020). Este último, del cual hace parte el trabajo doméstico, representa para la riqueza de las sociedades capitalistas una circulación (Fortunati, 2019) y producción social diferentes al proceso de producción de mercancías, pero no por ello se encuentra fuera de su dinámica. Se constituye como un trabajo humano que crea valores de uso y, sin embargo, es externo a las relaciones de intercambio mercantil inmediatamente.

El trabajo reproductivo se encuentra determinado por una doble condición: al tiempo que se ubica por fuera del espectro público del modo de producción capitalista, es condición de existencia del mismo (Davis, 2005). Este “no puede ser definido sólo como un elemento integrante de la producción capitalista. Más bien, se encuentra ligado a la producción en tanto precondición” (p. 231). El trabajo reproductivo busca satisfacer necesidades humanas a partir del trabajo concreto y útil, pero no por ello su proceso se encuentra mediado por valores de cambio, del mismo modo que una mercancía. Por esta razón, es un trabajo sobre el cual aún no se han podido determinar con claridad categorías conceptuales como plusvalía o valor de cambio. Este produce valor de uso en forma de reproducción de las condiciones para la producción de mercancías, pero en sí mismo no puede producirlas, al menos no con las categorías clásicas de la economía política. De ahí su existencia como precondición del capitalismo y no como mero producto. La diferencia existente entre trabajo reproductivo (que es el que comprende todas las esferas del cuidado social necesarias para que la vida humana se mantenga) y otro trabajo es que aquel funciona también y, sobre todo, como medio de producción, de reproducción. De allí su potencial emancipatorio y también el nivel de dominación implícito en él para las mujeres, que son el sujeto que mueve la máquina del hogar.

Tanto la práctica de la organización feminista de la segunda ola como la teoría que intentaba capturar la experiencia de la mujer dentro de ese momento histórico evidenciaron, en relación con la esfera de producción y la esfera pública, la sustancia del trabajo reproductivo como un factor negador de la experiencia tanto pública como privada de las mujeres, es decir, la imposibilidad de configurar la subjetividad más allá de la esfera doméstica. Las labores del cuidado constituyeron la pauta para que múltiples demandas se organizaran en un escenario de discusión política. La experiencia ganada de la organización del movimiento feminista en torno al trabajo doméstico y su salario fue la posibilidad de entrever lo que estaba siendo excluido dentro de la esfera privada del hogar y cómo la comprensión de la esfera pública respecto al mercado suprimía, apoyándose en violencia racial y de clase, una esfera de trabajo que servía para su propio funcionamiento: el trabajo doméstico. En otras palabras, el trabajo doméstico se rodeó de un potencial para redefinir radicalmente la naturaleza del mismo y la posibilidad de que las mujeres construyeran una subjetividad más allá de él.

El aumento de la mano de obra femenina conllevó a un aumento de mujeres dentro del sistema de producción, que hizo cada vez más difícil cumplir su labor dentro del hogar respecto a patrones tradicionales (Davis, 2005, p. 222). Esto evidenció, incluso, de manera más objetiva y clara, la división sexual del trabajo dentro del sistema de producción capitalista regido por una jerarquía de sujetos excluidos. El trabajo reproductivo dejó de aparecer como un producto histórico acabado debido al avance subjetivo y social que permitió el mismo desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo industrial. Aquellas labores que de forma estructural se consideraban inferiores comenzaron a ser redefinidas dentro de la esfera pública. Aun así, estas labores siguen siendo el reflejo de una tensión mucho más profunda, “el ama de casa es, en gran medida, el trabajo que realiza: por ello la separación entre los elementos subjetivos y objetivos en la situación que se crea es, esencialmente, más difícil de establecer” (Oakley, 1975, p. 53).

Lo concreto del trabajo doméstico solo se presenta en tanto resultado; las labores dentro de la vida privada se muestran como realizadas: la cama tendida, la comida terminada, el bebé dormido (Davis, 2005, p. 221). La división pública y privada ha mantenido oculta la estructura de producción y las formas en las que se encuentran posicionadas las mujeres al interior de la institución de la familia. Los ritmos acelerados que son fijados como una decisión subjetiva y particular se presentan como una percepción de realidad insuperable. Bajo las condiciones del capitalismo, el trabajo significa trabajo embrutecedor, no creativo y alienante (Davis, 2005, p. 236). El hecho de que las mujeres subyugadas a la vida del hogar pudieran unirse y organizarse para desafiar los fundamentos de la producción capitalista, comenzaba a formar una fuerza solidaria alrededor y en contra de un sistema capitalista monopolista (Davis, 2005, p. 236).

Las labores domésticas imprimen un ritmo específico dentro del contexto de vida de la ama de casa; los objetos como la escoba y la cocina transmiten escalas de ritmos que cosifican la vida de las mujeres. También, en la infancia de la mujer, el juego se organiza a partir de un proceso de identificación del trabajo doméstico, en el que se encuentra la relación madre-hija. La niña sufre un aplastamiento cognitivo debido a los ritmos de producción, al igual que el niño moldea sus capacidades en torno a otros tipos de trabajos. Aquella está adecuada a espacios y objetos de juego: el bebé, el aseo, la cocina, las muñecas. Los tiempos de crianza se ven absorbidos por las necesidades que demanda la esfera doméstica, en la cual la madre no puede experimentar una relación con el juego de su hija. En cambio, debido a la ocupación de sus quehaceres, la hija imita y se adapta a los ritmos de la esfera doméstica, creando fantasías de juego; allí no solo se adapta a un objeto que materializa la opresión de su madre, sino que con ello distorsiona sus propias capacidades creativas e imaginativas que no pueden pensarse más allá de juegos cosificados por la esfera de producción. Desde la infancia, los impulsos cognitivos de la mujer se ven aplastados por los ritmos que imponen las esferas de producción. Existe aquí una inyección de disciplina del trabajo en la edad temprana de las mujeres.

En el hogar, el juego se convierte para las niñas en una relación íntima y sensual con los objetos domésticos típicamente femeninos: escoba, tacones, delantales. Y, a su vez, el espacio de intromisión del principio del trabajo en el principio del juego (Kluge y Negt, 2014). Aquí se moldean las características primarias y los instintos femeninos hacia las exigencias del mundo del trabajo. La quietud del juego femenino, el pudor, el silencio, la prudencia; todas son características que el mundo del trabajo reproductivo requiere para su efectividad, y moldearlas en el juego es asegurar su permanencia. Al moldear la experiencia femenina a partir de estas características específicas, las niñas son preparadas para unos trabajos también específicos, más allá del trabajo reproductivo en el hogar. Las mujeres que pasan de amas de casa a mujeres proletarias siguen estando ligadas a trabajos reproductivos, esta vez bajo el régimen asalariado (James y Dalla Costa, 1977). Enfermeras, maestras de primaria y guardería, cuidadoras en asilos y centros psiquiátricos. El trabajo femenino sigue pareciendo una labor caritativa a la sociedad (Davis, 2005). Es, ciertamente, una labor en beneficio de la acumulación de capital.

Sin embargo, una buena cantidad de desarrollo teórico respecto al problema de la redistribución se enfoca en lo único que suele verse como opresivo del trabajo doméstico: que no es retribuido. Así se ha dejado de lado, en la discusión feminista sobre la redistribución, la configuración de la experiencia y los instintos femeninos en el trabajo reproductivo (siendo la cuestión del juego solo una de sus herramientas de sublimación represiva) y se ha pasado directamente al problema del salario. A este reclamo se han sumado la mayoría de los sectores feministas. ¡Un pago para la trabajadora doméstica!, ¡tanto camello sin pago!, aceptando en este reclamo que lo cuestionable no es el trabajo doméstico, sino que no se pague; que lo cuestionable no es el salario, sino que a todos los integrantes de la sociedad no se les dé uno. Estos planteamientos son contemplados como posibilidad de realización en la esfera pública burguesa, porque tienden a ser efectivamente administrados por las políticas sociales del Estado. Sin embargo, del otro lado queda la posición de que el trabajo, como centro del conflicto social, es castrador de las capacidades y sensibilidades humanas de los sujetos, por supuesto también de las mujeres.

A pesar de las designaciones que se le da al trabajo reproductivo como productor de fuerza de trabajo (Federici, 2013) o como productor indirecto de plusvalor (Rubin, 1986), sigue sin aparecer con claridad su posición respecto del sistema de producción. Esta falta de determinaciones puede deberse al hecho de que el trabajo reproductivo se encuentra históricamente sujeto a una división del trabajo en la familia y las sociedades fundamentada en la separación de las esferas pública y privada, de la cual el feminismo no puede deshacerse con facilidad. La forma en que se constituye la experiencia de las mujeres proletarias está mediada por un espacio diferente al que comparte con el proletario: la esfera doméstica y el conjunto de labores que se apartan del proceso de trabajo asalariado en forma de trabajo reproductivo. Mientras que el trabajo reproductivo, como trabajo concreto (labores del cuidado, trabajo doméstico, mantenimiento de las relaciones conyugales y familiares) se hace evidente públicamente, su papel en la producción y circulación social sigue siendo confuso.

Representación: hacia una feminización de la política

El trabajo reproductivo, que históricamente relegó a la mujer a la esfera privada en la Modernidad, permitió también acumular experiencias tanto subjetivas como objetivas que justifican la participación de la mujer como sujeto político dentro de la esfera pública. Aquel se fundamentó en la división sexual del trabajo dentro de la sociedad capitalista y ante el desarrollo tecnológico de las fuerzas de producción, la necesidad cada vez mayor de mano de obra, la reorganización de los servicios domésticos bajo el esquema mercantil y la reducción del tamaño de la familia (Federici, 2013, p. 81), el trabajo doméstico derivó en la necesidad de acomodarse a la concepción idealista de lo público y de la ciudadanía.

Las convicciones políticas sobre las que se sostiene el concepto de esfera pública se atribuyen a los logros de los gritos revolucionarios de la burguesía (Negt y Kluge, 1974, p. 9) como respuesta a unas necesidades históricas específicas. Para Kant —siguiendo a Negt y Kluge— la razón servía como principio trascendental de autoridad para la participación comunicativa por parte de los miembros de la sociedad que estuvieran capacitados para esta tarea, reconociendo que existía algo conflictivo en la constitución de la esfera pública alrededor de los intereses particulares. Sin embargo, la forma en la que intentó teóricamente esquivar estas necesidades reales terminó por reafirmar los procesos de desarrollo de la producción burguesa (Negt y Kluge, 1974), pues en la práctica política se siguieron sosteniendo los ideales burgueses sin determinar los modos de vida que engendraba la producción mercantil. La negación de la base material de la esfera pública posibilita mantenerla como un escenario de la experiencia organizativa de la sociedad por medio de derechos y disposiciones abstractas postulados desde arriba. Las luchas por los derechos, la paridad y la representación se mueven partiendo del anhelo de la concepción idealista de lo público que se ha desarrollado teóricamente como esfera pública clásica.

Los reclamos por un Estado feminista (MacKinnon, 1989), un “Estado cuidador” y la “feminización de la política”, dilucidaban una exclusión respecto a las leyes civiles, como principios universalizadores que permitían la participación entre una comunidad de individuos racionales (Negt y Kluge, 1974). En consecuencia, la organización de las mujeres desde el feminismo promovió la necesidad de representación y participación en los lugares de la esfera pública en los que aún no estaba presente su actividad, dando por sentado que esta tenía un interés en la formación de su experiencia política. El reclamo por la paridad laboral que el mismo mercado impulsaba potenció al tiempo reclamos por la paridad en cargos políticos, empresariales y burocráticos, y la formación de la experiencia política dentro de escenarios de opinión pública, tales como la radio, las redes sociales, la televisión y la prensa. Esta necesidad de representación conceptuaba barreras de paridad participativa que habían estado atrincheradas en la constitución política de la sociedad, revelando obstáculos a los que Fraser (2015) llama “orden de estatus”. Es decir, el orden comunicativo en el que se reclama que todos los sujetos tengan poder real sobre las estructuras interpretativas de la sociedad. La lucha por el desarraigo natural de la mujer a la familia comenzaba a eliminar aparentemente los patrones tradicionales respecto a la participación y la representación de la mujer.

No bastó entonces con la estrategia del salario como redistribución del trabajo doméstico, pues el rechazo de las mujeres iba direccionado a las divisiones de lo público y lo privado que históricamente las habían negado como sujetos políticos, debido a su papel en torno a la producción. “La mujer, a pesar de su trabajo relativamente duro, no era un miembro útil a los ojos del Estado y de la sociedad, porque en efecto servía con su trabajo solamente a su propia familia” (Kollontai, 1976, p. 36). Tal afirmación escondía el papel productivo del trabajo doméstico dentro del mercado. En consecuencia, las demandas por representación y participación se manifestaron de manera inmediata como la posibilidad para transformar las profundas estructuras sexistas del capitalismo, recurriendo al principio de reconocimiento político para impulsar sus reivindicaciones (Fraser, 2015, p. 21). Sus reclamos ya no eran solo económicos, sino también políticos. Con la vigencia de la premisa de “lo personal es político” en las propuestas de un Estado cuidador, se adoptó y formuló el reclamo por la paridad en cargos públicos, en cargos empresariales, al ser contratadas, etc. Este reclamo fue —y aún lo es— particularmente puesto en discusión respecto de la política: paridad en el Congreso, en los concejos municipales; y condujo al movimiento feminista a otro tipo de organización, ahora ya no solo más allá de las marchas, sino también más allá de las formaciones y proyectos populares, barriales y educativos. Se requería una organización fuerte que no solo reclamara paridad, sino que pudiera ocupar los cargos que, tras su triunfo, tomarían.

Si bien los movimientos feministas concebían que las relaciones más particulares de las mujeres respecto de la sociedad no iban a modificarse de manera profunda insertándose en una agenda pública, sí pensaban que el trabajo doméstico y el bloqueo a la experiencia como sujetos políticos podría tornarse diferente por medio de la representación igualitaria. Desde esta perspectiva, lo opresivo del trabajo doméstico y el funcionamiento de la familia nuclear (Horkheimer, 2003) iba a ser distinto a medida que el escenario de reconocimiento fuera cada vez más amplio. El libre acceso de todas las mujeres a la formación profesional y a la vida política se convirtió en un campo de disputa.

Esa convicción fue un reclamo que se configuró de forma objetiva en la lucha de las mujeres como síntoma de una derrota histórica. En la Revolución Francesa existió un movimiento combatiente llamado “el club de las ciudadanas revolucionarias”, que intentaba comprender la condición de clase de la mujer respecto a la totalidad de la sociedad, para así cambiarla radicalmente. Sus peticiones giraban en torno al derecho al trabajo y a la abolición de los gremios, y no tanto a la lucha limitada por los derechos de la mujer (Kollontai, 1976, p. 49). Sin embargo, “tras la caída de los jacobinos y el triunfo de la contrarrevolución se castigó severamente toda aparición de las mujeres en público” (Kollontai, 1976, p. 45). El movimiento que tomó fuerza nacería en América con las luchas feministas burguesas que intentaban equiparar los derechos del hombre y la mujer, pero esta idea unilateral del reconocimiento “aseguró con más firmeza los privilegios de las mujeres que pertenecían a las clases más favorecidas, las mujeres del proletariado quedaron otra vez in albis” (Kollontai, 1976, p. 46). Así, la lucha feminista quedaría direccionada históricamente a un momento por la participación positiva, que tenía como intención elevarse a la igualdad con los hombres dentro de la esfera pública burguesa. En su necesidad, “las feministas intentaron trasladar la lucha por los derechos de la mujer del fundamento estable de la lucha de clases al terreno de la lucha de los sexos” (Kollontai, 1976, p. 50).

La dimensión práctica y teórica de la experiencia política de la mujer sentó raíces alrededor de los derechos positivos. En el siglo XX, con la segunda ola feminista, las demandas que volvieron a tornarse relevantes fueron un continuum de unas circunstancias históricas que inhibieron la posibilidad de comprender la contradicción inmanente que existía dentro del ideal de participación en la esfera pública burguesa. No obstante, este proceso era producto de las condiciones modificadas del capitalismo, que necesitaba cada vez más un aparato estatal que satisficiera ciertas labores especiales respecto, por ejemplo, a la enseñanza y la sanidad (Kollontai, 1976, p. 52). El impulso subversivo del movimiento feminista por la liberación de las mujeres de la vida privada, en este estadio de la experiencia, promovió no solo el reconocimiento abstracto de la igualdad de los derechos de la mujer, sino la posibilidad del ingreso a educación, trabajo, servicios sociales, entre otros, generando un cambio cuantitativo a la sociedad existente y subrayando nuevamente las limitaciones y faltas que se erigían en torno a la condición de la mujer como sujeto político. Lo que quedó por fuera de esto fue la realidad de una cualidad de vida nueva y diferente a lo ya existente en la esfera pública.

El cambio cualitativo debe modificar las necesidades, la infraestructura del hombre [...]: la nueva dirección, las nuevas instituciones y relaciones de producción, deben expresar la afloración de necesidades y satisfacciones muy diferentes (incluso antagónicas) de aquellas que pre valecen en las sociedades explotadoras. Tal cambio constituirá la base instintiva de la libertad que la larga historia de la sociedad de clases ha inhibido. (Marcuse, 1969, p. 12)

La formación de la experiencia política de las mujeres y su posibilidad de participación ha abierto el espacio para la problematización del papel de la mujer en la familia y la esfera pública burguesa, dando paso a una reflexión respecto de su funcionamiento y la forma en que se acomodan los movimientos sociales a sus intereses. La discusión que se visibilizó con el tiempo fue la de que la mujer no puede ser incluida dentro de una esfera pública que representa su propia negación en el mundo y sentirse satisfecha. Sin embargo, históricamente se ha ceñido a ella, más que por una decisión propia, por una necesidad para reproducir su propia vida, debido a la imposibilidad de concretar su experiencia a partir de la autocomprensión de su contexto de vida (Habermas, 1994). El triunfo de la lucha por la representación y el reclamo de paridad política fue, entonces, la organización de iniciativas y proyectos en torno a la formulación de una agenda política feminista, es decir, una propuesta de ejecución que recogiera las preocupaciones de las mujeres y las encaminara con una propuesta política que rompiera con los modos organizativos hegemónicos y con quienes conciben la participación política como el fin último de la lucha feminista. Además, con el reclamo por la paridad y el acceso a la formación profesional continuó abierto el debate sobre quién es el sujeto político de la lucha de las mujeres: ¿las feministas?, ¿las mujeres?, ¿qué mujeres? Este reclamo por la paridad se convirtió en una bandera dentro de la agenda política y el plan de acción también de movimientos y partidos contrarrevolucionarios o de extrema derecha.

Las relaciones sociales se modificaron históricamente al difuminar las formas de producción que organizaban las estructuras de poder de las sociedades establecidas, por ejemplo, la familia. En esta “otra cara” del triunfo por la paridad, la relación del movimiento feminista con la experiencia de las mujeres puede entenderse a partir de lo que Negt y Kluge (1974) denominan las “nuevas esferas de producción”. A diferencia de la esfera pública, en la que existe la pretensión de una formación de la experiencia colectiva aislada de los intereses privados, las “nuevas esferas de producción” se incorporan a las vidas cotidianas de los sujetos y utilizan lo privado en nuevos procesos de producción mercantil. En este caso, por ejemplo, el mercado, en nombre del movimiento feminista, incluye los intereses diversos de las mujeres y los hace parte esencial de sus demandas, hasta el punto en que se configura y mantiene a partir de ellos, ocultando que los intereses del capital no son análogos a los de los individuos negados históricamente. Lo que se incluye no son intereses que emanen de la experiencia “auténtica” de estos sujetos explotados, simplemente porque las mujeres no tienen una experiencia “auténtica”, en cambio, los intereses que aparecen no son más que los producidos en el proceso de valorización del capital y son después expresados por las mujeres a partir de “fachadas de legitimación”, es decir, de la ilusión de que los intereses y necesidades burguesas son la voluntad de toda la sociedad (Kluge y Negt, 1974), como si los intereses de quien dominan fuesen los mismos de quienes deben obediencia.

Así, el interés que algunas mujeres tienen de participar en cargos públicos se convierte en el interés auténtico de todas las mujeres, tal como el de una organización de trabajadores para que se aumente el 1 % del salario mínimo se convierte en el interés auténtico, aparentemente más revolucionario, de todos los trabajadores. La discusión por la paridad y el ascenso de las mujeres en cargos públicos y empresariales ha ocupado gran espacio en el debate feminista de los últimos años y es un reclamo por la igualdad de los sexos que plantea posibilidades de autodesarrollo para las mujeres. La crítica feminista dirigida al hecho cuantitativo de que hay menor cantidad de mujeres en cargos empresariales o públicos se convierte en una promesa de ascenso que recoge ilusoriamente a todas las mujeres y pocas veces contempla las implicaciones raciales y de clase. Así pues, el ideal de representación para todas desconoce las condiciones objetivas y subjetivas de existencia de la mayoría de ellas.

Reconocimiento: la lucha por la interpretación

La posibilidad de representación dentro de la esfera pública para las mujeres permitió que se cristalizaran las problemáticas y las falencias que existían dentro de los presupuestos universalistas por los que el movimiento feminista luchó históricamente. La representación dentro del campo político no fue suficiente, ni siquiera cuando las mujeres ya hacían parte del mercado como trabajadoras. El anhelo de participación dentro de la esfera pública yacía en la posibilidad real de hacer parte de un espacio en donde se toman las decisiones de la vida en comunidad. Sin embargo, las modificaciones que se generaron a niveles económico y político no se tradujeron, para la gran mayoría de las mujeres, en una participación política y en una estabilidad económica real, pues seguían apareciendo obstáculos para desempeñar su vida práctica en condiciones iguales, ligados a su condición de clase. Este descontento permitió llenar de otras determinaciones el imaginario feminista en una época en la que el neoliberalismo se encontraba en ascenso; se planteó la necesidad de un principio normativo, más allá de una modificación de las estructuras objetivas de la sociedad, en el que se pudiera derivar una subjetividad diferente dentro de la dinámica misma de las relaciones sociales. La lucha por la redistribución y la representación se volcó hacia una lucha por el reconocimiento de la particularidad de las mujeres dentro de la sociedad o, en otras palabras, hacia una lucha contra el principio de universalidad ligado tradicionalmente al desarrollo teórico ideal de lo público.

La Ilustración se edificó sobre la promesa de que la universalidad aseguraba un nivel de emancipación a todos los individuos de la sociedad (Amorós, 1991). Sin embargo, la crítica feminista que empezó a formarse en los espacios de la esfera pública dilucidó que esta promesa no abarcaba la vida de las mujeres y que, de hecho, se perpetuaba sobre ellas “como aquel sector que las luces no quieren iluminar […] Sin la Sofía doméstica y servil no podría existir el Emilio libre y autónomo” (Molina Petit, citado en Amorós y De Miguel, 2005 p. 218). Esta crítica parte de que la universalidad es una organización en la cual “una particularidad no examinada” se propone a sí misma como “lo universal” (Amorós y De Miguel, 2005, p. 218) y excluye radicalmente a las otras partes de la sociedad, incluidas las mujeres. La universalidad funciona entonces como una usurpación discursiva, a la que Amorós y De Miguel (2005) denominan “la ciudadanía”.

El concepto de reconocimiento se empezó a llenar de determinaciones en algunas teorías feministas, a raíz de la pregunta de por quién nombra y quién distribuye los espacios sociales (Petit, 1994). La respuesta de las feministas ya se anticipaba y se reforzó con la consideración de que existía una universalidad hegemónica y represiva. Se sostuvo que la mujer nunca ha tenido un lugar dominante en la construcción de estructuras comunicativas o en la distribución de espacios, más que como “mediadoras simbólicas de las alianzas entre varones” (Petit, 1994, p. 257)2. El concepto de reconocimiento debía, entonces, servir a una necesidad social fundamental: derribar las barreras que separan a las mujeres de la construcción de estructuras lingüísticas y marcos interpretativos que no les permiten, por un lado, una autocomprensión de su posición en la sociedad y, por el otro, el reconocimiento social de esa condición y su particularidad. La lucha por el establecimiento de una nueva universalidad se trata de la puesta en evidencia de que los marcos interpretativos que fueron establecidos excluyen procesos comunicativos y de aprendizaje, y ponen en común de forma ilusoria discusiones globales como los derechos humanos (Benhabib, 2008).

Por su parte, el movimiento feminista se ha encargado de trasladar esta necesidad al espacio público. La necesidad de crear otros marcos interpretativos y otras formas de nombrar para hacer posibles la comprensión y autocomprensión de las mujeres, a partir de una teoría del discurso, ha llevado al movimiento feminista a la lucha por la contrapolitización del lenguaje, es decir, a la construcción del carácter político del lenguaje, más allá de la función política que ha tenido ya históricamente; esto es, construir la otra parte de un carácter político negado, trabajar sobre esa negación.

Entender el proceso de construcción de identidades individuales, comprender la base social sobre la que aparecen nuevos colectivos, dilucidar los códigos lingüísticos hegemónicos y contrahegemónicos e identificar nuevas necesidades, sin las que una práctica política emancipatoria de las mujeres no sería posible, hacen parte de una conquista aún mayor: invertir el principio universalista de la esfera pública burguesa y esclarecer sus propias contradicciones. La experiencia del movimiento feminista, en ese estadio, logró hacer del particularismo una piedra de toque que serviría para la construcción del principio de reconocimiento. Este demostró que el principio universalista de la esfera pública burguesa nunca se desarrolló dentro del ámbito práctico, pues la posibilidad de participación, representación y capacidad mercantil del ideal universalista no reposaba sobre las condiciones objetivas y subjetivas reales de las mujeres. La experiencia sobre la cual se edifica el ideal de la esfera pública burguesa no podía quedar al margen del mundo, por el contrario, debía considerar la tensión entre lo que se pretendía ser como esfera pública y lo que era como sociedad burguesa real.

Postular un principio normativo que abarque los contextos y formas de vida distintivas que constituyen a la comunidad política es la tarea que la lucha feminista desarrolla en este estadio de la experiencia, reconociendo las determinaciones del principio de universalidad, sin las que este no sería posible, y que no se habían alcanzado a desarrollar aún en los dos estadios de la experiencia descritos anteriormente: la redistribución se entendió como la oportunidad de equiparar a todos los sujetos dentro de la categoría del salario y a la representación como la oportunidad de equipararlos en torno a la participación política. Ambos seguían manteniéndose en el concepto abstracto de la universalidad idealista de la esfera pública burguesa y la Ilustración, el reconocimiento fue el punto de quiebre respecto a la promesa de los derechos iguales (Marx, 1977), trasversal a las categorías universalistas en las que se desarrollaba la lucha feminista.

Sin embargo, el intento por alejarse del universal abstracto enraizado en las luchas por la distribución y la representación derivó en una nueva forma de abstracción al nivel de las luchas por la identidad. Una parte importante del movimiento feminista direccionó la teoría del discurso al ámbito del orden simbólico. La complejidad de la construcción de las identidades sociales, entendidas desde un modelo estructuralista del lenguaje, condicionó las causas del reconocimiento dentro de la lucha feminista a un modelo estático, sistémico y sincrónico lingüístico, el cual se alejaba, a saber, de la práctica social y el contexto social de comunicación que dotaba de sentido la lucha por la particularidad (Fraser, 2015). La lucha por la identidad debía entonces tornarse en una lucha por deconstruir los códigos lingüísticos que determinaban la codificación hegemónica de la autoridad cultural.

Dentro de esta perspectiva, el agente político terminaba por despolitizar, de nuevo, las relaciones sociales concretas que caracterizan de manera distintiva la experiencia de la mujer en el nivel de la particularidad. Este particularismo abstracto terminó ajustándose a las promesas del neoliberalismo en ascenso. La lucha por la introducción de las características privadas que determinaban las múltiples subjetividades terminó por sostener un sistema de explotación y negación de la mujer, pues desplazó de forma radical las condiciones objetivas y materiales a un modelo lingüístico independiente de la sociedad que lo constituía. Las nuevas esferas de producción deformaron las luchas por el reconocimiento, al introducir las características diversas de identidad y la ampliación del género en un modelo monolítico simbólico, desarticulado de las propias condiciones que producían la negación determinada de la mujer. Redujo un conflicto económico político a un problema meramente semántico.

La teoría de la identidad terminó por proporcionar un diagnóstico que otorgaría un único campo de validez de múltiples subjetividades que aparecían en el ámbito de lo político. En primer lugar, la política de la identidad, al igual que los anteriores estadios de la experiencia, solo capta aquellos conflictos que ya están dentro de la posibilidad de atención de la esfera pública burguesa, cuestión que se hace evidente cuando la comprensión de la injusticia se reduce a aquellos movimientos sociales que ya han obtenido de antemano la legitimación de la esfera pública. De aquí que “orientar en sentido normativo una teoría social crítica hacia las demandas públicamente perceptibles de los movimientos sociales tiene la consecuencia no buscada de reproducir las exclusiones políticas” (Fraser y Honneth, 2006, p. 91). Para entender la totalidad del descontento social hace falta —siguiendo a Axel Honneth— identificar los conflictos con independencia del reconocimiento público.

En segundo lugar, el interés inmediato por disolver la distinción histórica entre lo universal y lo particular, a la luz de un desarrollo performativo, es decir, por deconstruir la relación entre lo cultural y lo económico, difumina las condiciones concretas de opresión que hacen posible diferenciar un momento político de uno que no lo es. Dentro del discurso “todo es político”, en el escenario del particularismo se dificulta la posibilidad de conocer cuál es la institución social que se está buscando transformar. Dentro de la práctica performativa no se sabe qué o quién conforma el lazo de dominación que se anhela cambiar, básicamente porque existe la convicción inmediata de que no hace falta una ilustración posterior al señalamiento de la injusticia, debido a que los objetivos articulados por la multiplicidad, reunida en forma de movimiento, ya dice suficiente sobre los conflictos de la sociedad. La ausencia de elementos normativos termina por llenar de categorías positivas el potencial subjetivo de las mujeres, aunque aquellas sean demasiadas y distintas.

El esfuerzo por comprender teóricamente las contradicciones que aparecen en el campo político queda cortado de raíz en el momento en que la lucha de las mujeres representa por sí sola un autoentendimiento de las injusticias. El reclamo por el reconocimiento se convierte en un momento positivo cuando de forma completa sabe que se debe deconstruir, aunque sea difusa la materialidad que supone la experiencia de la mujer respecto al mundo. Así pues, el particularismo supone tener la capacidad de mostrar cuál es el sujeto de la lucha feminista, en tan-to son claros los intereses de la experiencia total de la mujer. Lo que hay del otro lado de esta performatividad acabada es la ausencia de un diagnóstico social e histórico que ha sido completamente abandonado y un retorno idealista que supone la separación entre la praxis y la teoría como un momento natural.

La esfera pública, en la que subyacen las demandas particulares del reconocimiento, oculta el modo en cómo dicha sociedad se produce. Lo visible se convierte en el producto acabado, afirmando un “vuelco” en las relaciones de consumo. Sin embargo, lo que se encuentra inhibido de la comprensión es la capacidad de las “nuevas esferas de producción” de deformar y consumir las experiencias de los sujetos a partir de sus propias demandas. La experiencia de la mujer aparece como algo independiente de las condiciones históricas de las formas de producción que se encuentran enraizadas dentro del funcionamiento de la esfera pública burguesa. La lucha por el reconocimiento considera político aquel sustrato que no es más que el nivel aparente e inmediato de la organización de un movimiento. La agrupación sensible de los sujetos —ya sea por solidaridad o indignación— se toma como un acto constitutivamente transformador y radical, sin prever que el lenguaje inclusivo y los principales presupuestos de la teoría feminista que plantea la política identitaria, junto a sistemas de códigos simbólicos, se han instalado dentro de las instituciones sociales al tiempo —o incluso después— de que el capital los ha valorizado.

A modo de conclusión: esbozo materialista sobre los bloqueos distintivos de la experiencia de la mujer

El desarrollo histórico de la esfera pública ha permitido condensar en ella tanto el desarrollo objetivo de las instituciones sociales como el desarrollo subjetivo de la experiencia, anclado en la disputa entre lo particular y lo universal. Las sociedades contemporáneas presuponen la esfera pública como un campo político de interacción comunicativa que se ratifica en la pluralidad de todos los sujetos racionales (Habermas, 1994), y la lucha feminista en los estadios desarrollados de la redistribución, la representación y el reconocimiento cristalizaron las contradicciones que aparecían en lo concreto de dicha interacción. El feminismo hizo visible el problema de la negación que sufre la experiencia de las mujeres en la esfera pública y sus instituciones. Sin embargo, las contradicciones internas del movimiento feminista que se lograron capturar dentro de cada uno de estos momentos seguían estando ancladas a la lógica de lo que Kluge y Negt (1974) llaman “ideología de campos”, que consiste en la interiorización de que las problemáticas o conflictos de los sujetos y la sociedad se reduzca a la existencia de dos grupos con intereses contrapuestos, que dividen lo que se encuentra afuera y adentro de la esfera pública, es decir, la creencia a partir de la cual se crean grupos antagónicos y disputas al interior de los mismos grupos sociales oprimidos. Esta división existe y de hecho es fortalecida por las instituciones sociales como dos “campos hostiles” (Marx y Engels, 2014), que resultan de la extrema simplificación de los antagonismos sociales. Esto implica una reducción de la noción que se tiene de conflicto social y de los sujetos involucrados como actores de ese conflicto, imposibilitando una comprensión más compleja de la jerarquía de la dominación, más allá de lo aparente e inmediato. El concepto de “ideología de campos” responde a la necesidad de “demostrar que la división que fomenta el sistema no puede convertirse en un elemento político y estratégico afirmativo de los intereses de la clase obrera” (Kluge y Negt, 1974).

Una parte de la lucha feminista se desarrolló en la lógica reduccionista de inclusión / exclusión respecto a la esfera pública. Lo que hacía distintiva la experiencia de las mujeres dentro de estos tres estadios —el económico, el político y el cultural— se fundamentaba en la imposibilidad de aparecer dentro de la sociedad del mismo modo que los sujetos incluidos en ella por jerarquías sexuales, raciales y de clase. El elemento distintivo de la experiencia de la mujer se convirtió en un elemento político y estratégico afirmativo de sus intereses, que ocultó la condición de negación radical sobre la que se fundamentan los intereses de la esfera pública burguesa. La “ideología de campos” no supone que no exista tal división, sino que es precisamente esa división la que soporta la cohesión de los mecanismos represivos y la negación, en tanto aparece como el elemento político que a priori puede afirmar los intereses de los sujetos dentro de la sociedad. La contradicción que surge en este contexto es que la lucha feminista se considera un campo que puede enfrentarse a aquello que la ha mantenido excluida y aun así termina integrándose a los ideales de la esfera pública burguesa. El concepto de inclusión social se quiebra cuando las mujeres como sujeto político excluido carecen de la posibilidad real de establecerse dentro de la esfera pública, porque han sido excluidas como condición de posibilidad de su establecimiento. Esto supone que la esfera pública no es un espacio en el cual la mujer pueda partir de su propio modo de producción, del fruto de su trabajo o del control de la producción material.

El medio de producción femenino que tiene como objeto la satisfacción de necesidades [...] se vincula en oposición a lo patriarcal y al mundo capitalista que lo rodea. Este modo de producción es absolutamente superior a los mecanismos de este mundo, pero está aislado del grado de socialización de la comunicación social en general. La superioridad de este modo de producción legitima el reclamo de emancipación de las mujeres: hace uso, por oprimidas y deformadas que sean, de las experiencias dentro de un modo superior de producción, si tan sólo es capaz de captar la sociedad en su totalidad. (Negt y Kluge, 1974, p. 22)

Si bien un movimiento feminista lleva consigo la movilización de intereses y solidaridades, estas son derrumbadas en el plano organizativo de la esfera pública (Negt y Kluge, 1974) al ser cooptadas por las “nuevas esferas de producción”. Lo que aparece de forma inmediata en el campo político, los diferentes progresos que se elevan a las demandas por la inclusión, no son más que la posibilidad de bloquear una experiencia pública viva o, en otras palabras, de reproducir la separación existente entre las mujeres y la producción de su propia experiencia fuera de las formas hegemónicas de organización y subjetividad.

Ahora bien, la “ideología de campos” es transversal a la experiencia de todos los sujetos; esta condición es común desde las luchas sindicalistas de los proletarios hasta las demandas performativas de los grupos LGBTQI+, que rivalizan los estatus del reconocimiento. Sin embargo, este concepto sirve aquí para exponer la experiencia distintiva de la mujer y la manera afirmativa en la cual ha sido abordada, asegurando de antemano entender los intereses “reales” de las mujeres y las vías por medio de las cuales estos intereses deben resolverse e incluirse en la agenda pública. Contrario a esto, el intento materialista que se pretende esbozar en este punto se encuentra anclado a la experiencia de las mujeres, partiendo de la negatividad de la misma, es decir, de su relación contradictoria con la sociedad, que no permite que exista y se desarrolle en los márgenes de su funcionamiento. Por tanto, la pregunta no se cierra en saber cuál es la experiencia distintiva de las mujeres respecto a los demás sujetos que integran la esfera pública o respecto a los demás sujetos excluidos de ella, sino, en un sentido contrario, en ¿cuáles son los bloqueos distintivos de la experiencia de las mujeres en la esfera pública?, es decir, ¿qué es lo que construye la subjetividad de las mujeres, partiendo de su posición en la sociedad, alejadas de la posibilidad de formar su propia experiencia vital? La primera pregunta puede encontrarse en múltiples respuestas que aparecen en los tres estadios de la experiencia abordados; la segunda intenta comprender lo que ha imposibilitado la realización de la experiencia por medio de los “bloqueos de la experiencia”.

Así pues, la esfera pública no funciona con la agrupación universal de la experiencia de todos los sujetos, tal como se presenta en la idea de la esfera pública clásica. Funciona sobre la base de los intereses burgueses, pero fundamentalmente reposa sobre la deformación, creación y divulgación de los intereses del proletariado; intereses que las nuevas esferas de producción logran captar y absorber de la intimidad, a la que el sujeto considera solo suya, para posteriormente valorizarla. No se trata tanto de qué tan universal o particular se expongan los intereses de los sujetos en la sociedad, sino que la condición de existencia de lo público reposa en un conjunto de instituciones sociales con la capacidad real de alienar los impulsos cognitivos de todos los sujetos, sirviéndose de la separación entre lo público y lo privado, al tiempo en que la experiencia no posible de los sujetos proporciona la cohesión y el refinamiento de su propia exclusión.

El proceso de producción de la esfera pública se refleja ante todos los sujetos como algo indiferenciado y extraño. El sujeto está imposibilitado para entenderse con relación al objeto y al mundo, por tanto, solo puede entenderse como individuo. Lo que se manifiesta para este como la realidad, mediante su historia e interés personal, no es más que la adaptación de las condiciones externas al mundo de la vida y viceversa. Ante este bloqueo no es posible comprender al hombre o a la mujer más allá de sí, como un testimonio de otra cosa, ni mucho menos es posible articularlo dentro de una experiencia social. El sujeto no encuentra la posibilidad de articularse dentro de una esfera —o contraesfera— pública autónoma que le permita verse en el interés de la mayoría, en comunidad. Por lo tanto, el trabajador, la mujer, el refugiado, la prostituta, el desplazado se presentan, cada uno, como un sujeto abstracto desligado de la materialidad de la sociedad. Esto priva a los sujetos de comprender su propia experiencia, partiendo de una orientación hacia la totalidad, que contiene todo el contexto experiencial de la lucha de clases.

En cada uno de los estadios de la experiencia de la lucha feminista podría identificarse esta escisión. Los intereses que se convierten en demandas solo son entendidos en tanto las nuevas esferas de producción utilizan la insatisfacción y las rupturas históricas, convirtiéndolas en componentes de la esfera pública burguesa. La experiencia sensible de la mujer —universal o particular— es igualada no solo a los ritmos mercantiles que deforman y crean intereses sociales (como es el caso de la experiencia acelerada de la maternidad), sino que es profundizada en las dinámicas institucionales que cohesionan la represión dentro de la sociedad. La experiencia histórica acumulada de las mujeres y el movimiento feminista se condensan en un punto tal en el que los intereses de las mujeres no pueden ser entendidos por fuera de los propios bloqueos de su experiencia. De ahí que la incapacidad de comprenderse en relación con la totalidad social podría ser explicada a partir de un bloqueo distintivo que ha construido y mantenido cohesionada esta relación contradictoria. Kluge y Negt (1974) han conceptualizado las barreras del lenguaje como una ruptura comunicativa que, por un lado, imposibilita a los sujetos autocomprender su contexto de vida (lebenzusamenhang), es decir, su condición histórica, social y objetiva, y, por el otro, dificulta al sujeto expresar dicha comprensión de sí, esto es, del lugar que como sujeto ocupa respecto al todo social. Este bloqueo tiene el potencial de exponer la condición bloqueada distintiva de las mujeres respecto a otros sujetos negados de la esfera pública burguesa, una condición sobre la que hasta ahora no hay posibilidades de concretización.

Las barreras del lenguaje que aparecen en la experiencia de las mujeres funcionan como puente entre los impulsos cognitivos que han sido deformados en la infancia por medio de las herramientas socializadoras y los escenarios públicos en los cuales tal experiencia formada es compartida como interés autónomo. La “materia prima” de las barreras del lenguaje son los aplastamientos cognitivos que se imprimen en la vida de los sujetos, debido a los ritmos productivos del mundo del trabajo. Estos aplastamientos incluyen, para las mujeres, castraciones a su sensibilidad, como, por ejemplo, la lejanía con el proceso de gestación y maternidad o con su propia sexualidad, al ser interiorizada como posibilidad de mercado. En la experiencia de las mujeres, los ritmos productivos no se remiten solo a la esfera del trabajo asalariado, sino —y sobre todo— al trabajo reproductivo relegado a su privacidad; es en las labores de socialización temprana en donde ocurre la mayoría del aplastamiento cognitivo. La repetición mecánica del trabajo, que equipara al humano a la condición de máquina (Marx, 2003), moldea la producción de conocimiento en el nivel subjetivo y luego lo refleja públicamente, por ejemplo, la conducta imitativa de la niña que toma las labores y la vida de su madre como centro de su imitación constituye para ella un enfoque específico en el mundo que desarrolla en forma de intereses, que luego expresa en la vida pública, en el mercado laboral, etc.

Esa formación subjetiva de la experiencia femenina, que hunde sus raíces en la infancia, luego se expresa públicamente por medio del lenguaje: los intereses formados en su socialización temprana salen a la luz en la forma de hobbies, temas de interés y profesiones, es decir, en los lugares que la mujer ocupa en lo público. Esta posición en la publicidad le debe su variación histórica a la transformación de los modos de producción y al refinamiento de los mismos; el hecho de que la mujer, en el último siglo, esté dando pasos hacia la vida pública y saliendo del estrecho mundo del hogar, obedece a ese refinamiento de la producción que solicita su fuerza de trabajo enfocada, a consecuencia de su aplastamiento cognitivo, en labores específicamente femeninas. Esta es la génesis de lo que desde la teoría feminista han llamado división sexual del trabajo, que consiste, básicamente, en la división del mundo del trabajo de acuerdo con lo que la sociedad considera “capacidades naturales” con base en el sexo, y que es una escisión fundada en el refinamiento de la producción y su influencia en la esfera más íntima del sujeto, en su imaginación, su fantasía, su deseo y sus intereses.

El nivel de la creación de un interés se desarrolla en la etapa temprana del aprendizaje y es posteriormente profundizado en otras escalas temporales: en la escuela se termina de “especializar” y direccionar, en la familia triunfa ese aplastamiento como la preparación temprana para continuar con un modelo productivo específico y en el trabajo se reclama el resto de su fuerza humana para continuar con la disputa pública inclusión / exclusión. En el nivel de la divulgación de un interés, es decir, en el de la comunicación social, aparecen las barreras de lenguaje para anclar todo este repertorio subjetivo e íntimo con la publicidad. Este es el momento en el que la lucha feminista, sus marchas, sus partidos políticos, sus encuentros asamblearios, sus proyectos comunitarios y, en general, el feminismo como movimiento social, ha tomado vocería. Los esfuerzos por la paridad y el reconocimiento de la identidad y la diversidad son triunfos feministas que consisten en la adecuación de las mujeres al lenguaje público, son triunfos mediados por las barreras del lenguaje, por un intento de crear nuevas formas de decir y categorizar que puedan incluirlas de forma efectiva en el orden público, concreto y simbólico. Las mujeres hablan en televisión, dirigen noticieros, son representantes comunales, voceras estudiantiles, senadoras. A ellas se les reconoce como parte de la sociedad y ellas también se reconocen como sujetos con alguna relevancia social, pero este nivel de reconocimiento se basa en una condición de clase específica que no incluye a la totalidad de las mujeres. Es en el hogar donde la autocomprensión de la mujer sobre su posición en la producción social se inhibe y, por ende, su reconocimiento y posibilidad de representar, más allá de la afirmación, su propia existencia. Es a partir de esa inhibición que la mujer no puede buscar un escenario contrapúblico en el cual representarse, es decir, un espacio en el que su participación no legitime la negación de las mismas mujeres, sino uno que dispute su dominio.

Las concentraciones estudiantiles, los encuentros asamblearios y las reuniones para organizar plantones, marchas o protestas son escenarios de confrontación con las instituciones sociales y de disputa de la esfera pública. Varios grupos excluidos de la sociedad han también transitado, cada uno de forma distinta, los reclamos comunes; los sujetos que conforman los escenarios en disputa de lo público son los mismos que han emprendido alguna de estas luchas: negros, indígenas, migrantes, trabajadores y mujeres son los constructores de la organización de la “lucha popular”. Uno de los lugares en que se puede evidenciar el bloqueo distintivo en términos materialistas es el punto en el cual la experiencia de la mujer retorna a un estadio económico político, debido a condiciones históricas. Las barreras del lenguaje en el estadio de representación y reconocimiento no tienen la capacidad inmanente de detonar el conflicto social respecto a las formas de producción, en tanto la mujer sigue apareciendo separada de la producción de su experiencia, así como los demás sujetos excluidos.

Los reclamos económicos, políticos y culturales se trasladaron como bandera política a los escenarios que se organizan en contra de la esfera pública burguesa, sin embargo, la mujer quedó allí igualmente designada a las labores domésticas: ellas están encargadas de la olla comunitaria, de la organización logística, del mercado, del aseo y del cuidado de las personas. Las mujeres intuyeron que, por ser mujeres, su experiencia en un espacio de este tipo iba más allá de las consignas en contra del trabajo asalariado y denunciaron que ni siquiera en ese espacio podrían deshacerse del trabajo reproductivo. Los intereses abstractos que se reclamaban en cada uno de los estadios del desarrollo de la experiencia feminista daban cuenta de que las luchas culturales y políticas no eran suficientes. Ahora no solo veían su representación y reconocimiento negado en las instituciones clásicas de la esfera pública burguesa, sino también en los campos organizados en contra de ella. Mientras las mujeres se ocupan de llevar estas reivindicaciones a todos los escenarios, su experiencia práctica las sigue anclando, por su condición de trabajadoras domésticas, a un momento económico que ellas no pueden comprender ni expresar. El momento de la redistribución no permite a priori la comprensión de las mujeres en su propia historicidad, y las barreras del lenguaje imposibilitan, aun con este retorno, que las estructuras comunicativas de la sociedad sean terreno fértil para que las mujeres expresen los bloqueos de su propia experiencia. Ahora bien, es necesario volcarse a un momento económico-político en el que la mujer aún pueda aprender su propia experiencia escindida dentro del papel que ocupa respecto a la producción social.

Aún con esta necesidad, el problema del hogar y el trabajo reproductivo se encuentra difuminado, los tres estadios de la experiencia expuestos con anterioridad son tomados como momentos diferenciados y progresivos, teniendo como consecuencia un problema metodológico en el momento de investigar el objeto del feminismo. La opresión de la mujer no puede conocerse si no se conectan dialécticamente todas las partes que la integran objetiva y subjetivamente. Un objeto no puede ser conocido a cabalidad si solo se estudia y profundiza un fragmento de él; aquellos otros “momentos” del objeto que quedan fuera de estudio podrían hacer saltar a la luz del investigador un conocimiento diferente del objeto. El fragmento que se ha dejado por fuera del objeto del feminismo ha sido el problema del trabajo reproductivo y sus consecuencias en la formación subjetiva de las mujeres, que luego no tiene posibilidades comunicativas concretas en lo público.

La opresión de la mujer, su lucha por representarse y reconocerse queda limitada al desconocimiento de su propia génesis, porque la totalidad social, sus códigos lingüísticos, sus estructuras culturales y sus instituciones sociales inhiben esa posibilidad, refinando la estructura totalitaria de la sociedad con la esfera pública burguesa. La simplificación de la experiencia de la mujer no es capaz de dar cuenta de su relación con la totalidad y deja de lado la necesidad de comprender los elementos del trabajo reproductivo mediante una crítica radical a la economía política. Los bloqueos de la experiencia —en este caso las barreras del lenguaje— han reprimido la comprensión social de su papel productivo, social y comunicativo.

María Fernanda Álvarez Torres

Politóloga en formación de la Universidad de Medellín. Ha hecho parte de procesos comunitarios, políticos y educativos en el municipio de Santa Rosa de Osos como gestora cultural, creadora de proyectos y tallerista. Fue ganadora de la convocatoria a estímulos Jóvenes en Movimiento, del Ministerio de Cultura de Colombia, con un proyecto dirigido a mujeres rurales, para abordar el tema de la esfera pública feminista. Laboralmente se ha desempeñado como coinvestigadora en diversos proyectos y actualmente sus intereses profesionales están dirigidos a la investigación social con énfasis en conflicto y construcción de paz, el cine y la fotografía y las teorías feministas.

Valentina López Agudelo

Es politóloga de la Universidad de Medellín. Ha sido auxiliar de investigación en el proyecto Esfera pública: marco conceptual para el análisis del caso y contexto histórico colombiano, financiado por la Universidad de Medellín y la Corporación Instituto Colombiano para la Investigación Social (2020). Fue ganadora del programa “Jóvenes en movimiento del Ministerio de Cultura” en el 2021. Los procesos de promoción cultural de los que ha hecho parte fueron reconocidos con la beca de estímulos a la creación y la circulación del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquía (“Boceto de letras”) (2018) y con la Orden de Participación Cívica Cultural, del municipio de Sabaneta (2017).

De aquí en adelante, el texto “Public Sphere and Experience toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere” de Alexander Kluge y Oscar Negt será citado por medio de una traducción propia.
Este desarrollo teórico tiene sus bases en el paralelismo que Lévi-Strauss en Las estructuras elementales (1981) establece entre las dinámicas de alianza y las dinámicas de lenguaje. Ambas son formas de comunicación con efectos vinculantes en las sociedades. Este es un vínculo “sin el cual no podrían elevarse por encima de una organización biológica para lograr una comunicación social” (Lévi-Strauss, 1981, p. 574). Lévi-Strauss para exponer este paralelismo toma la exogamia (el intercambio de mujeres en las sociedades) como “el modo supremo de esta alianza” (Petit, 1994, p. 257).

Referencias

Amorós, C. (1991). Hacia una crítica de la razón patriarcal. Anthropos Editorial.

Amorós, C. y De Miguel, A. (2005). Teoría feminista. De la ilustración a la globalización. Minerva.

Benhabib, S. (2008). Otro universalismo: Sobre la unidad y diversidad. Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 175-203. https://doi.org/10.3989/isegoria.2008.i39.627[Link]

Davis, A. (2005). Mujeres, raza y clase. Akal.

Federici, S. (2013). Revolución en punto cero: Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Traficantes de sueños.

Fortunati, L. (2019). El arcano de la producción, amas de casa, prostitutas, obreros y capital. Traficantes de sueños.

Fraser, N. (2015). Fortunas del feminismo. Traficantes de sueños.

Fraser, N. (2020). Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda. Traficantes de Sueños.

Fraser, N. y Honneth, A. (2006). ¿Redistribución o reconocimiento?, un debate político filosófico. Morata S.L.

Habermas, J. (1994). Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. Gustavo Gili, S. A.

Horkheimer, M. (2003). Teoría crítica. En M. Horkheimer, Autoridad y familia. Amorrortu.

James, S. y Dalla Costa, M. (1979). El poder de la mujer y la subversión de la comunidad. Siglo Veintiuno editores, SA.

Kollontai, A. (1976). La mujer en el desarrollo social. Guadarrama.

Kluge, A. y Negt, O. (1974). Public Sphere and Experience Toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere. Minnesota.

Kluge, A. y Negt, O. (2014). History and Obstinacy. Zone Books.

Lévi-Strauss. (1981). Las estructuras elementales del parentesco. Paidós.

MacKinnon, C. (1989). Hacia una teoría feminista del Estado. Cátedra.

Marcuse, H. (1969). Un ensayo sobre la liberación. Joaquín Mortiz.

Marx, K. (1977). Crítica del programa de Gotha. Progreso.

Marx, K. (2003). Manuscritos de economía y filosofía. Alianza.

Marx, K. y Engels, F. (2014). El manifiesto comunista. La visagra.

Nussbaum, M. (2014). Emociones políticas ¿por qué el amor es importante en la justicia? Paidós.

Oakley, A. (1975). The Sociology of Housework. Pantheon Books.

Petit, C. M. (1994). Dialéctica feminista de la ilustración. Anthropos Editorial.

Rubín, G. (1986). El tráfico de las mujeres, notas sobre la “economía política” del sexo. Nueva Antropología, 95-145.

Weeks, K. (2020). El problema del trabajo, feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo. Traficantes de sueños.

Referencias

Amorós, C. (1991). Hacia una crítica de la razón patriarcal. Anthropos Editorial.

Amorós, C. y De Miguel, A. (2005). Teoría feminista. De la ilustración a la globalización. Minerva

Benhabib, S. (2008). Otro universalismo: Sobre la unidad y diversidad. Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 175-203. https://doi.org/10.3989/isegoria.2008.i39.627 DOI: https://doi.org/10.3989/isegoria.2008.i39.627

Davis, A. (2005). Mujeres, raza y clase. Akal.

Federici, S. (2013). Revolución en punto cero: Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Traficantes de sueños.

Fortunati, L. (2019). El arcano de la producción, amas de casa, prostitutas, obreros y capital. Traficantes de sueños.

Fraser, N. (2015). Fortunas del feminismo. Traficantes de sueños.

Fraser, N. (2020). Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda. Traficantes de Sueños.

Fraser, N. y Honneth, A. (2006). ¿Redistribución o reconocimiento?, un debate político filosófico. Morata S.L.

Habermas, J. (1994). Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. Gustavo Gili, S. A.

Horkheimer, M. (2003). Teoría crítica. En M. Horkheimer, Autoridad y familia. Amorrortu.

James, S. y Dalla Costa, M. (1979). El poder de la mujer y la subversión de la comunidad. Siglo Veintiuno editores, SA.

Kollontai, A. (1976). La mujer en el desarrollo social. Guadarrama.

Kluge, A. y Negt, O. (1974). Public Sphere and Experience Toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere. Minnesota.

Kluge, A. y Negt, O. (2014). History and Obstinacy. Zone Books.

Lévi-Strauss. (1981). Las estructuras elementales del parentesco. Paidós.

MacKinnon, C. (1989). Hacia una teoría feminista del Estado. Cátedra.

Marcuse, H. (1969). Un ensayo sobre la liberación. Joaquín Mortiz.Marx, K. (1977). Crítica del programa de Gotha. Progreso.

Marx, K. (2003). Manuscritos de economía y filosofía. Alianza.

Marx, K. y Engels, F. (2014). El manifiesto comunista. La visagra.

Nussbaum, M. (2014). Emociones políticas ¿por qué el amor es importante en la justicia?Paidós.

Oakley, A. (1975). The Sociology of Housework. Pantheon Books.

Petit, C. M. (1994). Dialéctica feminista de la ilustración. Anthropos Editorial.

Rubín, G. (1986). El tráfico de las mujeres, notas sobre la “economía política” del sexo. Nueva Antropología, 95-145.

Weeks, K. (2020). El problema del trabajo, feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo. Traficantes de sueños.

Cómo citar

APA

López Agudelo, V. y Álvarez Torres, M. F. . (2023). Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer. Ciencia Política, 18(35), 29–59. https://doi.org/10.15446/cp.v18n35.103793

ACM

[1]
López Agudelo, V. y Álvarez Torres, M.F. 2023. Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer. Ciencia Política. 18, 35 (ago. 2023), 29–59. DOI:https://doi.org/10.15446/cp.v18n35.103793.

ACS

(1)
López Agudelo, V.; Álvarez Torres, M. F. . Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer. Cienc. politi. 2023, 18, 29-59.

ABNT

LÓPEZ AGUDELO, V.; ÁLVAREZ TORRES, M. F. . Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer. Ciencia Política, [S. l.], v. 18, n. 35, p. 29–59, 2023. DOI: 10.15446/cp.v18n35.103793. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/103793. Acesso em: 17 oct. 2024.

Chicago

López Agudelo, Valentina, y Maria Fernanda Álvarez Torres. 2023. « Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer». Ciencia Política 18 (35):29-59. https://doi.org/10.15446/cp.v18n35.103793.

Harvard

López Agudelo, V. y Álvarez Torres, M. F. . (2023) « Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer», Ciencia Política, 18(35), pp. 29–59. doi: 10.15446/cp.v18n35.103793.

IEEE

[1]
V. López Agudelo y M. F. . Álvarez Torres, « Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer», Cienc. politi., vol. 18, n.º 35, pp. 29–59, ago. 2023.

MLA

López Agudelo, V., y M. F. . Álvarez Torres. « Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer». Ciencia Política, vol. 18, n.º 35, agosto de 2023, pp. 29-59, doi:10.15446/cp.v18n35.103793.

Turabian

López Agudelo, Valentina, y Maria Fernanda Álvarez Torres. « Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer». Ciencia Política 18, no. 35 (agosto 31, 2023): 29–59. Accedido octubre 17, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/103793.

Vancouver

1.
López Agudelo V, Álvarez Torres MF. Lucha feminista y experiencia: elementos para una teoría crítica de la esfera pública de la mujer. Cienc. politi. [Internet]. 31 de agosto de 2023 [citado 17 de octubre de 2024];18(35):29-5. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/103793

Descargar cita

CrossRef Cited-by

CrossRef citations0

Dimensions

PlumX

Visitas a la página del resumen del artículo

257

Descargas

Los datos de descargas todavía no están disponibles.