Publicado

2023-12-29

Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política

Towards a Reinterpretation of the Concept of Hegemonic Power from the Impact of International Conflict in the Political Culture

DOI:

https://doi.org/10.15446/cp.v18n36.104160

Palabras clave:

cultura política, desequilibrio sistémico, geoestrategia, ideología, potencia, seguridad global (es)
Geostrategy, Global Security, Ideology, political culture, Power, Systemic Imbalance (en)

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Autores/as

En pleno proceso de reconfiguración del poder entre la inviabilidad del dominio mundial y la imparable globalización se observan importantes y hasta abruptos cambios de lideraz- gos regionales con aspiración de hegemonía. El objetivo del artículo es señalar algunos ejes discursivos que están cambiando en el tiempo actual la noción de potencia, tanto conceptual como terminológicamente. La incidencia de dinámicas complejas que afectan simultánea- mente a las dimensiones política, económica y cultural aconseja un cambio metodológico de análisis, que afecta incluso al plano epistémico, sustentado en la plena interdisciplina- riedad. La principal conclusión es la primacía de un concepto diferente de potencia política en el escenario internacional, susceptible de aplicarse a las próximas transformaciones de la teoría política, las prácticas de gobierno y las notas de dependencia económica, polarización, volatilidad de las alianzas y atomización de los escenarios, con una creciente influencia de la hiperconectividad tecnológica y la vulnerabilidad del ciberespacio.

In the process of reconfiguring power between the infeasibility of world domination and the unstoppable globalization, significant and even abrupt shifts in regional leadership with aspirations of hegemony are evident. The objective of the article is to highlight some discursive axes that are currently altering the notion of power, both conceptually and termi- nologically. The impact of complex dynamics simultaneously affecting political, economic, and cultural dimensions suggests a methodological shift in analysis, extending even to the epistemic level, grounded in full interdisciplinarity. The main conclusion is the primacy of a different concept of political power on the international stage, applicable to forthcoming transformations in political theory, governance practices, and aspects of economic depen- dence, polarization, alliance volatility, and scenario atomization. This is accompanied by a growing influence of technological hyperconnectivity and the vulnerability of cyberspace.

Recibido: 8 de agosto de 2022; Aceptado: 11 de octubre de 2023

Resumen

En pleno proceso de reconfiguración del poder entre la inviabilidad del dominio mundial y la imparable globalización se observan importantes y hasta abruptos cambios de liderazgos regionales con aspiración de hegemonía. El objetivo del artículo es señalar algunos ejes discursivos que están cambiando en el tiempo actual la noción de potencia, tanto conceptual como terminológicamente. La incidencia de dinámicas complejas que afectan simultáneamente a las dimensiones política, económica y cultural aconseja un cambio metodológico de análisis, que afecta incluso al plano epistémico, sustentado en la plena interdisciplina-riedad. La principal conclusión es la primacía de un concepto diferente de potencia política en el escenario internacional, susceptible de aplicarse a las próximas transformaciones de la teoría política, las prácticas de gobierno y las notas de dependencia económica, polarización, volatilidad de las alianzas y atomización de los escenarios, con una creciente influencia de la hiperconectividad tecnológica y la vulnerabilidad del ciberespacio.

Palabras clave: cultura política, desequilibrio sistémico, geoestrategia, ideología, potencia, seguridad global.

Abstract

In the process of reconfiguring power between the infeasibility of world domination and the unstoppable globalization, significant and even abrupt shifts in regional leadership with aspirations of hegemony are evident. The objective of the article is to highlight some discursive axes that are currently altering the notion of power, both conceptually and termi-nologically. The impact of complex dynamics simultaneously affecting political, economic, and cultural dimensions suggests a methodological shift in analysis, extending even to the epistemic level, grounded in full interdisciplinarity. The main conclusion is the primacy of a different concept of political power on the international stage, applicable to forthcoming transformations in political theory, governance practices, and aspects of economic depen-dence, polarization, alliance volatility, and scenario atomization. This is accompanied by a growing influence of technological hyperconnectivity and the vulnerability of cyberspace

Palabras clave: Geostrategy, Global Security, Ideology, Political Culture, Power, Systemic Imbalance.

1. Introducción: correlaciones sistémicas de fuerzas y percepciones del poder

Uno de los temas centrales de la reflexión politológica que han heredado disciplinarmente las relaciones internacionales es el del concepto y alcance del poder (Duso, 2013, p. 142; Hermida del Llano, 2002, p. 55; Muñera Ruiz, 2005, p. 33). Los nombres de los grandes pensadores de la política jalonan la evolución histórica del concepto de poder y su personificación en las potencias internacionales, desde Aristóteles a Hannah Arendt, pasando por Cicerón, Vitoria, Maquiavelo, Bodin, Hobbes o Marx, entre otros muchos. En la esfera internacional, tanto política como jurídica, tal reflexión adquiere perfiles propios de gran relevancia porque se encarna, en particular, en actores políticos de dimensión y naturaleza considerablemente diferentes a los de la contienda política nacional, con menos relevancia de los ciudadanos y aun de las empresas y la creciente influencia de otras organizaciones, desde las internacionales institucionalizadas a las no gubernamentales, pero con una presencia aún decisiva de los actores estatales dotados de una soberanía que amplía casi irrestrictamente su capacidad de obrar (Herrero, 1999; Márquez Carrasco, 2019; Marx, 2008; Restrepo Vélez, 2013; Serrano Caballero, 2000).

En la dinámica cambiante de protagonismos de los distintos actores de las relaciones internacionales en los tiempos recientes sigue permaneciendo la sensación de que algunos de ellos son más preminentes que otros, por mucho que se asista desde el comienzo del siglo XXI a un desafío creciente del papel principal de los Estados como sujetos destacados y casi únicos de las relaciones internacionales (Cohen, 2005, p. 410). Dentro de los Estados subsiste en el imaginario popular la sensación de mayor penetración política, económica y cultural de unos, todavía identificados bajo el término de potencias, frente a los restantes. En este contexto, el presente artículo reclama analizar la permanencia de este paradigma clasifi-catorio de los actores internacionales en época de disfunciones, conflictos y nuevas luchas por la hegemonía mundial, comprendiendo las perdura-ciones profundas que aún subsisten desde el siglo XX.

Estas últimas circunstancias reclaman una comprensión distinta de los constituyentes fundamentales de las relaciones políticas en la sociedad internacional. E incluso de la idea misma de hegemonía, en singular, frente a hegemonías plurales, complejas e interrelacionadas (a nivel económico, político y cultural), aunque también respecto a hegemonías sociales. Entre esos fundamentos esenciales se encuentran algunos elementos subjetivos relacionados con la personificación del poder en la esfera internacional, que condicionan otros aspectos objetivos, como la naturaleza, clase, rendimiento y límites de las relaciones superpuestas entre los actores de las relaciones internacionales. Y de manera destacada, entre los elementos subjetivos deben revisitarse periódicamente los intentos de establecimiento de taxonomías estables para clasificar los actores políticos, sobre todo los de naturaleza estatal.

Muchas veces se ha justificado la distinción entre potencias medias, potencias regionales, potencias globales y superpotencias mediante la vinculación entre dos componentes: una clasificación didáctica de los actores políticos y la verificación de que se ordena el poder en la comunidad internacional, al menos teleológicamente, hacia la consecución de la hegemonía. Pero este ha sido un proceso y no un resultado, y ha visto completarse una profunda mutación en su carácter, desde una naturaleza exclusivamente jurídica que se centraba en los sujetos del ordenamiento internacional, con la preminencia de los Estados en el Derecho Internacional Público, hasta una mayor impronta politológica en la teoría de las relaciones internacionales, para completarse más recientemente con nuevos aportes desde la Economía Internacional y una visión socio-lógicamente más inclusiva y antropológicamente más rica de los factores culturales. De ahí la preferencia por la identificación de las potencias como actores políticos y no solo como sujetos jurídicos, sobre todo porque es creciente la relevancia de los actores no estatales, desde las organizaciones no gubernamentales a las organizaciones internacionales.

El problema de partida, académico y político a la vez, es que tantas veces se ha proclamado el surgimiento de nuevos órdenes mundiales que se hace imprescindible precisar actualmente qué aspectos pesan más en semejante afirmación. En particular, porque los componentes políticos se han combinado e incluso han perdido efectividad frente a las relaciones económicas y sus implicaciones, en especial, cuando se afirma con tanta reiteración como imprecisión la superación del orden capitalista internacional como contexto de esas nuevas hegemonías, mientras se observa en los Estados que ideológicamente se siguen reclamando herederos del socialismo real la flexibilidad de la fórmula “un país, dos sistemas”, tan alejada ya de la primera formulación por Deng Xiaoping para el caso chino, modélico a los efectos perseguidos en este artículo de redefinición del concepto de potencia hegemónica en la intersección entre lo político y lo macroeconómico.

Una simple revisión de los términos utilizados históricamente para designar el poder político como abstracción de gobierno en las Relaciones Exteriores revela profundos cambios de mentalidad. Las tradicionales rivalidades entre reinos, que parcialmente mutaron a enfrentamientos hegemónicos con la llegada del Estado moderno, dieron lugar en las formulaciones políticas, estratégicas y jurídicas decimonónicas a la introducción definitiva, en el paso del sistema de Westfalia al de Utrecht, del término potencia –dotado de un gráfico sentido descriptivo– para referirse a las realidades estatales de implantación internacional con aspiraciones de control de amplios espacios geopolíticos, aunque no llegasen a establecer un dominio hegemónico. Naturalmente, penetraba en esta posición conceptual la relevancia conferida a las ideologías en el debate sobre el pensamiento político internacional. De esta manera, subyacía a mediados del siglo XX en el concepto de potencia una aproximación ideológica imposible de sustentar desde la globalización con igual intensidad y sentido que hasta la disolución del mundo bipolar.

Por su parte, el mero cambio de las correlaciones de fuerzas no puede considerarse evidencia de la denominada “nueva hegemonía”, manifestada como consecuencia de la pérdida de peso de Estados Unidos en América Latina, en Europa occidental y en toda África. En este punto, sin embargo, se advierten las inercias del relato político, que no es más que una narrativa difícil de sustentar hoy en la acción exterior eficaz de los Estados Unidos en un mundo globalizado que guarda pocas trazas de la estructura bipolar, frente al que cabe oponer un discurso articulado y académico que tiene presentes otros componentes diferentes a los solamente ideológicos y que se insertan mejor en predisposiciones propias de la cultura política, como el rechazo a la idea de tutela y subordinación propia de la concepción norteamericana de potencia.

Por ejemplo, que ante el ritmo de la Alianza del Pacífico se haya retomado la compleja colaboración birregional entre la Unión Europea (UE) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en la reciente cumbre de Bruselas de julio de 2023, para dar un nuevo impulso a los objetivos establecidos en la Cumbre de Ciudad de México de 2020, es un paso acertado para subrayar la existencia de legítimos intereses diferenciados por dos circunstancias: un enfoque cooperativo frente a uno conflictivo y el protagonismo de esferas amplias territoriales, aún con inestables procesos de integración, por encima de los liderazgos estatales que siguen pesando en una noción de potencia tan proclive a interferencias nacionalistas o cuando menos nacionales.

En consecuencia, la pregunta de esta investigación, que se articula inductivamente desde la realidad política hasta el debate académico, se plantea así: ¿cuáles son los constituyentes y los marcadores del cambio de rol de algunos actores políticos internacionales que identifican paradigmas interpretativos de la noción de potencia en la cultura política?

Pregunta que se anuda a tres hipótesis de trabajo que impulsan cada elemento de la pregunta. La primera se enuncia así: la comprensión de las causas de esta mutación está condicionada por los factores contextuales del tiempo presente referidos a la volatilidad de las alianzas y la intensificación de enfrentamientos asimétricos e híbridos en los principales escenarios políticos y teatros de operaciones geoestratégicos mundiales. La segunda hipótesis es: los marcadores o indicadores del cambio de noción de potencia han de incorporar simultáneamente las dimensiones económica y política, pero la dimensión cultural introduce una heterogénea atomización inconciliable con una nueva noción coherente de potencia en términos conceptuales. Y la tercera hipótesis propone que en los casos de Latinoamérica y de la UE, mucho más específicos que los de toda América y toda Europa, la sustitución de una noción de potencia se relaciona más con la cultura política que con factores ideológicos.

2. Del dominio territorial a los sujetos del Derecho Internacional Público. De los actores políticos de la comunidad internacional a la cultura cooperativa

El cambio en las percepciones de las relaciones internacionales ha tenido su correlato en la visión académica. Y aunque este no es un artículo centrado en la revisión bibliográfica, un somero repaso al estado de la cuestión muestra la evolución en tres líneas preferentes de atención respecto al análisis de la pervivencia del concepto de potencia.

La primera línea sigue siendo la georreferenciación de las potencias, esto es, su identificación en función de zonas de dominio e influencia, aun cuando la globalización está mostrando nuevas vías de penetración distintas a la meramente territorial.

Para superar esas aparentes contradicciones analíticas, estudios recientes –previos a la invasión de Ucrania– han puesto de manifiesto la alteración profunda del sistema internacional y la consecuente necesidad de contemplar objetos de estudio mucho más acotados por zonas de interés geopolítico (González del Miño, 2020), lo que de paso subraya la existencia de zonas de interés preferente en el análisis académico (cifré-moslas en Asia-Pacífico, Europa y Latinoamérica) y, aún más restrictivamente, en las prioridades de la política exterior de muchos países.

Aunque es antigua la adaptación conceptual de las potencias a los espacios regionales (Rubio García, 1968, p. 4), después de la caída del muro se revisitó tímidamente un cambio de concepto de potencia internacional (Guerrero et al., 1996, p. 155) que pudiera explicar la emergencia de nuevos protagonismos regionales y subregionales (Wrana, 2012, p. 23-24), así como darles forma a las relaciones multilaterales mundializadas.

La segunda línea, por su parte, fue ganando atención en el gozne entre siglos, con miradas más plurales a los actores políticos visibilizados a nivel regional gracias a la desaparición inicial de las fuertes tensiones bipolares heredadas de la Guerra Fría. Particularmente fructíferos han sido los estudios destinados a introducir criterios de medida cuantitativa de las potencias, que han dado lugar a modelos teóricos sofisticados para distinguir potencias medias y regionales (Rocha Valencia y Morales Ruvalcaba, 2010, p. 275). Cabe aclarar que no ha sido ajeno a esta tendencia el estudio de los casos latinoamericanos (Ardila, 2014, p. 99; Morales Ruvalcaba y Lara Pacheco, 2013, p. 55-59; Moy, 2014, p. 10), incluso con la compleja referencia a la calidad democrática (Tovar Ruiz, 2021, p. 157).

La tercera línea refleja la incidencia de la cultura política como multi-culturalidad inconclusa, aun en las relaciones internacionales. Esto implica pasar del dominio territorial a la influencia cultural y de ahí a la diversidad multicultural. Regionalismo, multipolaridad, indigenismo y ascenso de intereses sociales frente a los exclusivamente políticos y económicos, junto con una modulación de estos últimos sobre la base de una triada de exigencias de sostenibilidad, ambientalismo y suficiencia energética, son notas caracterizadoras de la orientación de las políticas estatales a las que no puede sustraerse ningún enfoque sobre el concepto de potencias. No es solo la emergencia del Sur, sino una generalizada aceptación de que las relaciones internacionales no pueden ya disciplinarse únicamente sobre la aceptación pasiva de las esferas de influencia, y de que hay actores estatales cuyas propuestas políticas y culturales rebasan ampliamente su capacidad militar, su anterior influencia estratégica y su potencia económica (Requejo Coll, 2006, p. 78; Vargas Hernández, 2004, p. 200).

Desde hace un lustro se viene afirmando la concatenación de algunos cambios que tienen carácter sistémico, más allá de la relevancia creciente del soft power frente al hard power (Green, 2016, p. 141). Cambios del sistema internacional que son perceptibles a ambos lados del Atlántico (Domínguez, 2016; Gordeeva, 2016, p. 10) y que tiene mucho que ver —con esta sensación de cambio abrupto— los sucesos derivados de la invasión rusa a Ucrania y el shock producido en los organismos internacionales de defensa y en los países de la UE.

Que la revista Ciencia Política dedique un monográfico a los conflictos por la hegemonía política global obliga a reconsiderar en qué medida los parámetros conceptuales, la terminología y los desarrollos académicos pueden ayudar a comprender mejor el contexto actual, y es prueba de la necesidad de adaptación teórica de algunas nociones recurres utilizadas para explicar el papel de algunos de estos actores internacionales en el mundo actual. Además, que lo haga partiendo de la correlación entre conflicto y hegemonía en el contexto de la globalización establece atina-damente el marco territorial, estratégico, académico y normativo en el que debe desarrollarse esta reflexión.

Sin embargo, cuando es tan abundante la literatura científica y las aportaciones estratégicas provenientes del mundo político-administrativo y jurídico, ¿qué aportaría revisitar en este artículo el concepto de potencia como actor principal en una comunidad internacional globalizada? Dos pueden ser los elementos analíticos que se amplíen aquí con una cierta novedad. Por un lado, el recurso por convicción académica, pero también por realista necesidad política, de anclarse en un planteamiento interdisciplinar que sirva, si no para explicar, sí al menos para describir en estos momentos a qué tipo de actor internacional se alude al emplear los términos potencia, superpotencia o potencia regional. Por el otro lado, se postula en este artículo la necesidad de una definitiva sustitución de la ideología por la cultura política para comprender cómo la ciudadanía percibe a las potencias y no solo cómo lo hacen los políticos o los académicos.

Con todo, en el actual momento esa reconfiguración teórica e ideológica sobre el poder político ha cedido protagonismo por el empuje de los acontecimientos en las relaciones internacionales, sobre todo los que revisten una naturaleza conflictiva, a las cuestiones de incardinación práctica del ejercicio del gobierno.

3. Revisión conceptual en un nuevo marco epistémico y una diferente aproximación metodológica

Si en su momento se aplicaba la denominación de superpotencias a Estados Unidos y la URSS, cabe preguntarse ahora si se sigue manteniendo tal nomenclatura, teniendo en cuenta cinco circunstancias confluyentes.

Primera: para Estados Unidos ha existido un mayor mantenimiento de esa rúbrica de superpotencia: los medios ligados a la administración Trump proclamaban el monopolio en el ya lejano 2019 y los mensajes de la administración Biden, como consecuencia del expansionismo belicoso ruso, retoman la idea desde el atlantismo.

Segunda: hay que precisar si China se ha añadido a tal catálogo de superpotencias, esto es, si en momentos de zozobra a nivel planetario la actitud china de Xi Jinping es más autoafirmativa (respecto a su autonomía de acción en el concierto internacional) que puramente errática, atrapada por intereses económicos de signo contrapuesto que conviene no exacerbar en atención a las debilidades macroeconómicas entre ahorro y consumo interno, atonía de las exportaciones, tensiones monetarias y tenencia de deuda pública soberana de diversos países. La capacidad de mediación ante Rusia es, sin duda, un indicador.

Tercera: en atención a la política exterior expansionista rusa y su soporte militar, si al menos desde la óptica europea se ha vuelto a una reorientación de la estrategia de confrontación como única visión conceptual de Putin.

Cuarta: la certeza de que algunos Estados están adquiriendo protagonismos regionales muy notables en Asia y América (por razones muy distintas, y siempre desde la óptica europea, Colombia y Brasil, más que Méjico y Chile, por un lado, y Japón y Corea del Sur, por el otro, se destacan frente a otros Estados de cada área), que ponen en cuestión la clasificación tripartita entre Estados, potencias medias y superpotencias.

Quinta: la conjunción de la amenaza no sujeta a fronteras que ha supuesto el terrorismo internacional, la incidencia en la gobernanza global del control del ciberespacio y el papel que corresponde asumir a organizaciones internacionales, por no hablar de la permanente tensión interna en relación con la naturaleza de la UE en su política exterior y de seguridad (hay una recurrente búsqueda del papel propio del vicepresidente de la Comisión UE al frente de la Política Exterior y de Seguridad Común [PESC] y un permanente rehacer de la estrategia entre lo militar y lo político en el Eurocuerpo). Por todas estas circunstancias es indispensable revisitar el concepto de potencia desde nuevos prismas.

Al contemplar la incidencia cotidiana y profunda de los liderazgos mundiales, si es que son posibles, tan ligados a la globalización económica (empezando por las necesidades energéticas y de materias primas, particularmente las utilizadas en las nuevas tecnologías) y al poderío militar, el declinar de los Estados Unidos (a veces imperceptible y tantas veces fruto de un retraimiento voluntario reactivo en diversas administraciones frente a su costoso papel de gendarme del mundo), la indefinición de la PESC por parte de la UE, la resurrección de la OTAN, la alternativa China y la disruptiva estrategia de la tensión rusa, muchos ciudadanos se preguntan: ¿vivimos en un mundo abocado a asimetrías necesarias y desequilibrios sistémicos perpetuos? Los deseos de una mejora en la calidad de la democracia avalan las aspiraciones de mayor conocimiento para una más profunda participación política, después de una auténtica deliberación de la ciudadanía que venza la progresiva desafección y rescate a la política de los profesionales de la gestión internacional.

En esa línea se inscribe esta labor de actualización conceptual de la noción de potencia internacional susceptible de aplicarse a una variada tipología de actores con proyección regional o global, respondiendo a parámetros históricos, jurídicos, politológicos, sociológicos, económicos y culturales compartidos en diversos sistemas políticos. ¿Puede aspirarse a semejante reto con sensatez sin disolver la noción excesivamente? Para eludir este riesgo la primera obligación es abrir el objetivo desde el que se enfoca tan espinosa cuestión, y así evitar un sesgo eurocéntrico o, en su defecto, centrado prioritariamente en las relaciones atlánticas.

Tal vez el mejor momento para evitar ese sesgo no sea este, en el que se producen enfrentamientos armados por la invasión rusa a Ucrania y que ha puesto en el foco de atención un conflicto de calado mundial por involucrar tanto las relaciones comerciales, especialmente las energéticas, como por haber sustraído parte de la atención más reciente del escenario Asia-Pacífico. La cuestión taiwanesa, la tensión norcoreana, las aspiraciones rusas sobre el Ártico, los alternativos liderazgos latinoamericanos y la estrategia de contención yihadista en el Sahel son los puntos que quiebran esa tentación monolítica atlántica y eurocéntrica, naturalmente hablando en términos de conflicto, porque si se amplía la atención a la reconfiguración de las dependencias económicas, comerciales y productivas, energéticas y de materias primas, más susceptibles de reconducirse por la vía colaborativa que conflictiva, el panorama se ensancha con notoriedad. Y en la misma medida se complica el análisis de un concepto unívoco como el de potencia internacional.

No parece necesario detenerse excesivamente a estas alturas en la justificación de la necesidad de una interdisciplinariedad de análisis que se apoye en la variedad de dimensiones involucradas en los estudios político-jurídicos sobre la sociedad internacional (Arroyo Pichardo, 1998, p. 43; Beneyto Pérez, 2022, Capítulo 1; Iñiguez de Heredia, 2013, p. 14). A los fructíferos análisis de tipo multidisciplinar de hace una década es necesario, en estos momentos, imprimir un carácter interdisciplinar que conjugue también algunos enfoques lingüísticos, en atención al análisis crítico del discurso, la conveniencia de mantener una terminología que traslade una visión de dominación de la sociedad internacional, y no solo del dominio connatural, a una visión cenital del poder político a nivel global y, a su vez, no normativizar algunos usos de la política internacional que perpetúen la posición hegemónica de algunos Estados, evitando un ecosistema internacional oligárquico.

No basta la simple percepción de una transformación diacrónica de este concepto de base exclusivamente historicista por relación con otros saberes (Kramer, 2016, p. 46), como el de potencia, sino que es necesario un nuevo enfoque epistémico para aproximarnos a un objeto de estudio tan cambiante. La selección historiográfica de cada uno de los momentos en que evoluciona de forma significativa el concepto de potencia en la historia de las relaciones internacionales no deja de entrañar enormes riesgos sobre el uso público de la historia (Pasamar Alzuria, 2003, p. 222).

El reto no es una decisión puramente metodológica. Tampoco es una alternativa al recurso del método histórico para ver cómo cambian los contenidos en el comienzo del siglo XXI, ni al método jurídico para comprobar cómo se refleja el término en las normas constitucionales y los tratados sometidos al ordenamiento iuspublicista internacional, y ni siquiera al método filológico para distinguir las connotaciones del vocablo en distintos idiomas y su empleo para la construcción del discurso de la dominación ideológica en distintos bloques, o para analizar el relato del multilateralismo, tan transido de multiculturalidad. El reto es aún más complejo y profundo, y trasciende lo metodológico para alcanzar lo epistémico: por un lado, cómo se percibe la conformación de la sociedad internacional en función de los sujetos que ejercen prerrogativas exorbitantes de poder que los califican como potencias y, por el otro, cómo se proyecta sobre la autonomía de acción que se presume a la soberanía nacional de cada país esta graduación o prelación de actores políticos considerados potencias con capacidad decisoria por encima del resto de los Estados. Algunos interrogantes perfilan epistémicamente esa noción.

¿Queda algo de la obligación de proteger, suscrita en la Cumbre de la ONU de 2005, como criterio distintivo de las grandes potencias? ¿Algún recordatorio psicológico del reparto bipolar como criterio de las super-potencias? La primera pregunta ayuda en lo que se refiere a la proyección exterior del Pilar II: International Assistance and Capacity-Building, en cuanto este puede reforzar la sensación en la opinión pública de la persistencia de potencias más obligadas que el común de los Estados a la protección en el ámbito internacional. Una forma más periodística de reflexionar al respecto responde a la pregunta: ¿cuántos gendarmes del mundo son necesarios para ese deber de proteger en estos momentos, a la vista de la disímil respuesta militar y de exclusión aérea en Bosnia y en Ucrania o en atención a las mareas de refugiados internacionales y su distinto tratamiento de acogida, por ejemplo, entre los refugiados sirios y los ucranianos?

¿Cuánto han sustituido los poderes blandos al poderío militar y la capacidad de influencia económica? ¿Esta se mide exclusivamente en términos del producto interior bruto, exportaciones netas, compra de deuda pública internacional o transacciones en el ciberespacio? Respecto a ese poder blando, además de las variables más comúnmente aceptadas en relación con la tecnología, el avance científico, la generación de flujos lingüísticos y turísticos, ¿cuánto pesa en la concepción de la opinión pública sobre una potencia internacional su dinámica demográfica, su imagen exterior, su estabilidad institucional o su cohesión social interna? ¿Cómo se cuantifica la influencia religiosa en la adopción de alianzas o en la coordinación de acciones internacionales para simplificar la pregunta estaliniana de cuántas divisiones tiene el papado?

¿Sobre cuántos ejes relacionales se proyecta la diplomacia de las potencias? ¿Interesa a la ciudadanía el rumbo de la diplomacia debido a las políticas públicas exteriores de sus gobiernos? Frente al aludido poderío militar, ¿cuánto privilegian las opiniones públicas nacionales la opción prioritaria por la diplomacia cultural o la diplomacia económica policéntrica llevada a cabo entre los poderes públicos y las empresas transnacionales? Y lo que es más relevante en términos de política empírica, ¿cuánto condicionan esas perspectivas el comportamiento electoral de los votantes en las que pudieran considerarse potencias medias?

¿Cómo se mide la influencia cultural mundial en el ciberespacio, entre dominios, páginas web, idiomas prevalentes y flujos de contenidos, incluidos los musicales, televisivos y cinematográficos? ¿Es importante en la proyección de la influencia cultural hegemónica a nivel global o regional la política de apoyo público, fomento o subvención, de algunas manifestaciones externas perceptibles de poder blando que han llegado a calificarse en los medios como “diplomacia de Turkish Airlines” o “diplomacia de Netflix”? Desde el punto de vista de la cultura política, ¿cómo se homogeneiza hoy el concepto de liderazgo internacional y cómo se perciben sus manifestaciones ostensibles? Es un criterio subjetivo cualitativo para evitar la cuantificación acumulativa en la secuencia: potencia emergente potencia media potencia regional gran potencia superpotencia.

Probablemente cada uno de estos interrogantes justificase por sí solo una línea de investigación, pues no se está solamente ante un problema de medición o de metodología de diseño de las hipótesis de investigación, sino que estas preguntas manifiestan la pervivencia en el imaginario social de la asimetría entre unos Estados y otros en su acción internacional, aunque teóricamente se reclame una igualdad difícil de conciliar en el contraste con la realidad. Esto es, desvelan las radicales diferencias entre las ideas políticas de los ciudadanos y sus percepciones.

No es este el lugar de desgranar pormenorizadamente las nociones de ideología y de cultura política. Una abundantísima literatura académica exime de tal digresión (Villoro, 2008). A estos efectos, una ideología vendría a ser la resultante de la vinculación de unas representaciones mentales sobre la sociedad internacional, sus problemas, dinámicas y expectativas, con un programa para la acción política encaminado a solventar los problemas de las relaciones entre los sujetos que intervienen en las relaciones internacionales. Sin duda, esta es una definición aproximativa que cumple los requerimientos de los conceptos politológicos de ideología más aceptados (Denzau y North, 2000, p. 23; Eagleton, 1997, p. 71; Jost et al., 2009, p. 308).

Ahora bien, ¿en qué medida afecta la ideología al replanteamiento de la noción de potencia? Pareciera que a ambos términos de la ecuación, tanto en lo que hace al sistema de representaciones mentales sobre la sociedad internacional, como en lo que afecta a los programas políticos que inciden en los cambiantes flujos internacionales del poder, en particular, cuando se privilegian las relaciones de conflicto y enfrentamiento frente a las de cooperación, el uni o bilateralismo frente al mul-tilateralismo y la comprensión de ordenación jerárquica vertical de los sujetos internacionales frente a una visión horizontal más igualitaria y colaborativa entre Estados. Por añadidura, vertida sobre las relaciones internacionales, la noción de ideología termina adquiriendo un tinte metaideológico por el extraordinario peso que la política exterior tiene en las formulaciones programáticas actuales.

A diferencia de la noción de cultura política manejada en la historia de las relaciones internacionales, mayoritariamente alusiva a un bagaje de referencias teóricas que iluminan cada estrategia exterior en momentos históricos acotados, una noción más politológica parte de la incorporación de elementos decisorios diversos y de percepciones menos detalladas en sus elementos teóricos, pero más pegadas a las sensaciones y asunciones apriorísticas. Vale a estos efectos su identificación con la predisposición psicológica de los actores políticos hacia determinados objetos políticos (Almond y Verba, 1963, Capítulo 1), que en este caso se centran en las relaciones de poder y subordinación entre Estados. Resulta mejor, entonces, trasladar desde la dimensión de la ideología a la de la cultura política la reformulación del concepto de potencia, porque entran en juego algunos aspectos no puramente intelectivos o reflexivos de la política y las relaciones internacionales, sino también afectivos (Pye y Verba, 1965; Thompson, 1992).

Muchas veces se han subrayado desde los planteamientos de la sociología de las relaciones internacionales estas conexiones entre pensamiento internacionalista, creencias, convicciones, intereses y sentimientos para escudriñar las relaciones entre los actores estatales y la sociedad en la globalización, en medio de la disputa por la hegemonía y dentro de las variaciones del sustrato de base del sistema capitalista.

Por último, una precisión epistémica previa sobre el objeto de conocimiento (en qué consisten las potencias internacionales) exige una extraordinaria precisión en el paso del pensamiento político al lenguaje político. De esta forma, sobre la teoría política internacionalista se ciernen las implicaciones propias del lenguaje político profundamente connotado frente al más evidente empleo de las denotaciones habituales; sobre todo, es notoria la especialidad del uso del lenguaje diplomático. Al respecto, las recientes controversias sociales en muchos países con ocasión de la distinción entre “operación especial militar”, “guerra” e “invasión de Ucrania” son suficientemente elocuentes.

En este sentido, lengua y lenguaje no son intercambiables, sino que producen algunas diferencias notables en las connotaciones de poder, un término altamente dependiente de una compleja polisemia y afectado así mismo por la ambigüedad de la sinonimia, particularmente por la de potencia, pero también por poderío, potestad, dominio. Fácilmente apreciable prima facie resultan las distinciones entre el español y el inglés respecto al uso del término, con una diferencia clara en el español entre poder y potencia, matiz menos agudo que en el inglés. Como también son apreciables algunas distinciones entre potencia y superpotencia, por un lado, y power and superpowers, por otro, que jalonan este itinerario terminológico, que en estos momentos ha perdido gran parte del sentido que históricamente se le atribuyó.

4. Hegemonía, dominación, dominio y conflicto internacional como constituyentes de una nueva noción de potencia

El empuje de la modernidad tardía sobre las sociedades líquidas (Bauman, 2003, p. 11) ha multiplicado los riesgos asociados a la postver-dad, tan proclive a los flujos internacionales de ingeniería social del que se sirven las campañas de desinformación de boots en las redes sociales, auspiciadas por algunos países para incidir en las opiniones públicas de otros. En este contexto, ¿cuáles son los elementos que constituirían una noción más actual y adecuada a las exigencias de la cultura política diversa en valores y percepciones, y respetuosa con la libertad decisoria de las ciudadanías de Estados con agrupaciones multinivel en la esfera internacional? Estos elementos se intuyen en el nivel abstracto de la teorización, pero se han de concretar para una implementación en el discurso político a un nivel más práctico. Por ello, en este apartado se proponen algunos contenidos de la teorización y en el siguiente se abordará su aplicación empírica para observar un cierto desacoplamiento en la coyuntura actual.

Potencia y hegemonía –al menos como propensión teleológica– siguen estrechamente vinculadas, tanto a escala global como regional. Con todo, se está reformulando la hegemonía para relativizar las seguridades perdidas de los dogmas ideológicos, repensando la noción de hegemonía política para asentarla en el cruce entre el control económico a escala planetaria y la influencia cultural.

La primera propuesta para reformular la noción de potencia es vincularla a la influencia relativa y no a la hegemonía absoluta. La antigua función de flexibilidad adaptativa de la política internacional ha quedado desbordada por la sucesión de acontecimientos en un aluvión difícil de procesar desde certezas teóricas que no dan tiempo de asimilar, en un complejo desbalance teórico superado por los acontecimientos en Ucrania, Nagorno Karabaj o Israel, puesto que para causar un impacto de amplias ondas no es necesario ya esa hegemonía.

Si el debate era precisar el contenido, alcance y límites de la dupla dominio/dominación desde el punto de vista ideológico, la inesperada pervivencia de la hegemonía regional como objetivo alcanzable y legítimo de la acción exterior de los Estados ha introducido nuevas urgencias pragmáticas, con sacudidas profundas como consecuencia del shock pandémico a nivel global que aparentemente debilitó las grandes hegemonías al mostrar las vulnerabilidades generalizadas de las sociedades abiertas hiperconectadas.

Pese a la tantas veces anunciada superación gramsciana de la hegemonía, o al menos su crisis como consecuencia de los procesos revolucionarios o de cambio abrupto y sistémico (Frosini, 2017, p. 61), asistimos a la recurrente afirmación de la intangibilidad de la orientación hege-mónica del poder. Es preciso, entonces cambiar esa intersección entre hegemonía del poder a escala global, transformación coyuntural y permanencias sistémicas, que parece arrinconar definitivamente el cosmopolitismo, arrumbando de paso buena parte del valor colaborativo que pudiera tener la Asamblea de la ONU como instancia moderadora de la polarización. La hegemonía no puede erigirse en fundamento de las visiones realistas basadas en la observación empírica de la sucesión de enfrentamientos a lo largo de la última década (Sanahuja Perales, 2008; Sodupe Corcuera y Moure Peñín, 2010), y en estos momentos de intensificación de las confrontaciones se aboga por una aceptación menos matizada del denominado “multilateralismo hegemónico”.

Para la segunda propuesta, una diferente noción de potencia pivota desde la crisis financiera iniciada en 2008 en torno a cuestiones económicas más que militares o de penetración de la influencia política, superando las fases recesivas más agudas de la crisis (Vidal Bonifaz, 2010, p. 18). Lo ha hecho sin contrapeso de visiones más equilibradas y menos jerárquicas sobre la intervención de los países presupuestariamente superavitarios y de las organizaciones económicas internacionales que han establecido las exigencias y las líneas interpretativas de la ortodoxia fiscal y monetaria a nivel global, fundamentalmente el FMI y la Unión Europea, sin olvidar el papel de los principales bancos centrales.

Cabe preguntarse en qué medida esa hegemonía difiere de los planteamientos de comienzo de siglo, quizás enmascarando discretamente pretensiones de continuidad sustantiva de algunos rasgos de colonialismo económico y de imperialismo político. El principal problema es el sesgo ideológico de origen que implica tal cuestión, con frecuencia atrapada por revisionismos más dependientes de maximalismos dogmáticos doctrinales que de una observación empírica de las relaciones políticas y económicas efectivamente planteadas en el mundo desde el comienzo del año 2022. Y eso que un análisis desapasionado revela fuertes persistencias en ambos sentidos cuando se estudia la estructura reciente de los intercambios energéticos y de materias primas introducidos por la sacudida de la invasión rusa a Ucrania. Se está llegando así, paradójicamente, a las potencias como crisis de la globalización (Sanahuja Perales, 2020, p. 20).

Esta forma de comprender la existencia actual de potencias renuncia a planteamientos monopolísticos, tiene que abrazarse con necesidad a cambios coyunturales y ya ha interiorizado las transformaciones sisté-micas que se han operado mediante un cambio acumulativo secuencial y no mediante procesos revolucionarios en los términos estratégicos de las relaciones políticas. Solamente así puede entenderse la hegemonía como una condición constatable, con el multilateralismo que parece hoy incuestionable (Méndez Coto, 2016, p. 19). Es por ello que, la hegemonía de base dual política y económica del mundo actual, aun mostrando ciertos rasgos imperialistas (Borón, 2004, p. 76), difiere de la hegemonía político militar del mundo contemporáneo y no alcanza la exclusión de los países retadores que caracterizó al mundo moderno, de modo que es compatible con un cierto grado de reto y una libertad de acción política, además de una ventaja competitiva económica por parte de las potencias medias. E incluso puede resultar incólume a pesar de que las rivalidades estratégicas se hayan instalado de forma sistémica como características estructurales en las relaciones internacionales recientes y en las que se proyectan en el corto plazo, como sucede en los casos de Estados Unidos y China (Kausikan, 2021, p. 70) o Estados Unidos y la UE (Castro García, 2022, p. 24).

Así pues, una potencia requiere preminencia en la influencia, la acción exterior y la posición de ventaja competitiva en lo económico, más nunca en el desplazamiento absoluto del adversario. Es, además, compatible con la posibilidad de que no se proyecte por igual en los ámbitos político, militar, institucional en las organizaciones internacionales, económico y cultural, sino de forma deliberadamente asimétrica en función de los intereses nacionales de cada Estado y no solo en función del peso relativo que este adquiere en los mercados mundiales.

En el imaginario de la opinión pública mundial una potencia requiere competitividad macroeconómica (Iranzo Gutiérrez, 2022; Steinberg, 2007), fundamentalmente comercial en la competencia marcada tradicionalmente por aspirar a una posición dominante en el comercio internacional de aspiraciones oligopolistas en las dos décadas anteriores, con el fenómeno de la multiplicación de las cadenas de valor, el traslado de la prestación de servicios al ciberespacio y la multiplicación de medios de pago verificables, así como una mayor predisposición de la comunidad internacional por alcanzar acuerdos en el seno de la Organización Mundial del Comercio. Aunque también se proyectaron negativamente el aumento de la competencia internacional a larga distancia, la irrupción de nuevos países productores en sectores tradicionales como el agroalimentario o el textil y la recurrencia a las localizaciones favorecidas por la globalización para minar la posición de las potencias tradicionales y colocar nuevos actores comerciales en el sudeste asiático que no son siquiera potencias regionales.

Sobre tal escenario se proyecta el conflicto tecnológico derivado de la persistencia de la brecha digital, así como la contracción de los mercados de materias primas y el nuevo contexto de ultradependencia energética. El resultado no puede ser otro que el entrecruzamiento más intenso de conflictos económicos a larga distancia y lo que parecía ser el surgimiento de nuevas potencias económicas regionales, como Brasil o Turquía, e incluso de potencias medias con aspiraciones de intervención de mercados sectoriales, como el caso de la India con los servicios de software. En cuanto a la lucha por la hegemonía económica, esta se percibe como un juego de suma cero, pues irrupción de nuevos países que pudieran poner en riesgo el equilibrio de las potencias emergentes no puede entenderse más que como un factor de desestabilización a largo plazo.

La tercera propuesta ha subrayado la necesidad de un componente lingüístico para el análisis del discurso político sobre las potencias y del relato autojustificativo de sus ejes más expansionistas. En tal sentido, la naturaleza de la potencia se manifestaría externamente mediante el conflicto. Más allá de la adscripción a corrientes más realistas que insti-tucionalistas, conviene fijar de manera clara los contenidos sustanciales y las diferencias temáticas de un topos tan recurrente como el del conflicto en las relaciones internacionales (Abad Quintanal, 2017; Bengochea Tirado et al., 2015; Márquez-Padilla, 2011; Steinberg, 2008). Conflicto, enfrentamiento, confrontación, oposición, desavenencias, desencuentros, guerras, tensiones, agresiones, inseguridades, desordenes, son manifestaciones de una manera de entender las relaciones internacionales que acepta y aprovecha el recurso a la posición de fuerza.

El conflicto entendido como tensión permanente se ha vuelto manejable y ha permitido un tratamiento previsible en las estrategias de seguridad nacionales. Sin embargo, la intensidad del conflicto en los últimos años ha venido entendiéndose de forma muy acotada, referida en lo militar a actores no estatales, como en el caso del yihadismo, o vertida hacia adentro del Estado en el caso de las revueltas civiles, aunque raramente en forma de agresión exterior de un país a otro. En atención a las consecuencias en forma de rearme de varios países, de peticiones de incorporaciones tanto a la UE como a la OTAN por parte de otros y a los compromisos de aumento del gasto militar adquiridos en la cumbre de la OTAN en Madrid de 2022, este estado de cosas parece cambiar en el corto plazo. De tal modo que por conflicto pasa a entenderse de nuevo el enfrentamiento militar y no tanto las rivalidades culturales y la competencia económica en los mercados mundiales de bienes.

El conflicto sociocultural ha sido objeto de estudio también en las relaciones internacionales por el auge de los planteamientos multicultu-ralistas desde la distinción del análisis de los conflictos culturales (Vilas Nogueira, 1994) y la cultura del conflicto (Ruiz, 1998), casi siempre partiendo de la intensificación de las identidades culturales en el debate ideológico. Identidades entrecruzadas en una tupida red de creencias, intereses, afectos y credos; identidades religiosas y étnicas, lingüísticas y políticas, que parecían haber debilitado la cohesión interna de las potencias con la llegada de contingentes inmigrantes que aconsejaban el mul-ticulturalismo. Aun así, esta forma de ver las cosas, que está provocando tensiones derivadas de la mayor atención en los proyectos partidistas nacionales, en particular los de tinte más radical o populista, hacia las cuestiones de la homogeneidad cultural interna y la superioridad cultural proyectada hacia el exterior en distintos países como el Reino Unido, Italia o Francia, y también con otras formulaciones en Hungría o Polonia, no tiene en cuenta dos cuestiones. La primera, el grado de cooperación internacional que el indigenismo, como opción radical diferenciadora de los programas de acción política, tiene en muchos países latinoamericanos; la segunda, que difícilmente resulta aplicable al caso norteamericano, tantas veces configurado como un melting pot hacia adentro que no condiciona hacia afuera su expansiva política exterior.

En los tiempos más recientes se ha manifestado un mayor rendimiento del conflicto cultural como identificador potencial para la intervención militar exterior, desde las campañas norteamericanas en Afganistán hasta las justificaciones rusas para su injerencia en Ucrania o Bielorrusia, o para mantener una cierta tensión con las repúblicas bálticas en defensa de la población rusófona.

Desde el plano internacional el conflicto cultural choca con la diversidad de valores interiorizados como consecuencia de las libertades constitucionalmente consagradas en las democracias avanzadas, más abiertas, heterogéneas y socialmente flexibles frente a países con menor grado de apertura al exterior, que suaviza lo que en otras condiciones podría ser una permanente kulturkampf de uso político. En la medida en que la búsqueda de la hegemonía política o económica por las principales potencias se predica de países con un cierto tamaño demográfico que necesariamente presenta poblaciones étnica, cultural, religiosa y lingüís-ticamente diversas, paradójicamente esta cuestión opera en contra de la tradicional noción de hegemonía para identificar a las grandes potencias.

Una cuarta propuesta sigue demandando una dimensión militar que parecía haber pasado a un discreto segundo plano en los años anteriores. Se ha recolocado en el primer foco de atención con la invasión rusa a Ucrania, arrastrando importantes consecuencias estratégicas y políticas a nivel global (Feás y Steinberg, 2022), incluso para otras zonas más alejadas como sucede con Latinoamérica (Malamud Rikles y Núñez Castellano, 2022), pero también con el ataque de Hamas sobre Israel, lo que reintroduce la cuestión de la influencia indirecta en la lucha de aspirantes a potencia a escala regional, como es el caso de Irán frente a Arabia Saudí, lo que ya se percibió en la guerra de Yemen.

No se trata en este artículo de fijar el alcance de esta vuelta a la confrontación militar y a la estrategia de la tensión y la disuasión por el incremento armamentístico, cuestión que supera ampliamente el objetivo aquí fijado, sino de mencionar únicamente los parámetros que permiten reforzar el uso del término potencia en un sentido muy similar al empleado en el siglo XX. En efecto, con posterioridad se había podido percibir un período de colaboración militar frente a las amenazas desintegradoras de la convivencia social, fundamentalmente las bases territoriales internacionales del yihadismo que amenazaba a los países occidentales. Dicha visión cooperativa había sustituido progresiva y firmemente a la visión conflictiva, mientras que las estrategias de algunos países que no avanzaban en el mismo sentido, menos en el caso de China, más en el de Rusia y Corea del Norte, no parecían suponer una amenaza global sino más bien un riesgo geolocalizado.

Las variaciones significativas en la capacidad militar (Fernández-Montesinos, 2018; Mackinlay, 2009) y la apuesta por el mantenimiento de una disuasión basada en el armamento convencional parecían restar relevancia a las amenazas rusas y norcoreanas del recurso a la fuerza y del ensayo de misiles estratégicos, respectivamente. Pero esta sensación se ha roto de forma abrupta después de la invasión de Ucrania por las sonoras amenazas rusas al recurso de su arsenal nuclear.

En cambio, un factor de igualación por abajo para considerar como potencias emergentes a países de tamaño medio y dedicación presupuestaria relativamente contenida al gasto militar viene dado por las posibilidades de la ciberguerra. Esta requiere nuevas formulaciones de las estrategias nacionales de ciberseguridad por el menor coste económico frente al armamento tradicional, menos tiempo de espera en el abastecimiento de armamento y munición, menos exigencias logísticas, mayor impunidad en el recurso a la fuerza y, proporcionalmente, enormes efectos sociales y políticos nocivos, aunque también económicos en el adversario. Las notas de anonimato, larga distancia y disolución de las fronteras, y hasta la posibilidad de privatizar los ataques mediante grupos de hackers contratados, requieren una nueva atención, pues se estrecha la diferencia entre grandes potencias y Estados, e incluso la que hay entre organizaciones de crimen organizado común y organizaciones terroristas.

¿Necesitan las potencias del conflicto para afirmar su aspiración hegemónica? Ha pasado el momento de la mera disuasión y es necesaria alguna acción que cambie la estrategia reactiva y la mera participación en operaciones de establecimiento o mantenimiento de la paz bajo los paraguas: OTAN, ONU o UE. Es evidente que los niveles de disuasión para países no integrados en alianzas militares corren el riesgo de perder efectividad y con ellos la consideración de superpotencias de sus principales integrantes, pero esas acciones estratégicas no pueden ir únicamente encaminadas al restablecimiento de nuevas zonas de influencia, que en estos momentos de prioridad de las relaciones económicas no requieren ni a los Estados Unidos ni a China, ni a la UE.

5. Por unas características diferentes del concepto de potencia a la luz de la cultura política

Varias de las anteriores exigencias son una reformulación de los tradicionales requisitos teóricos. Por tanto, una noción diferente y actual de potencia requiere precisión ulterior al confrontar la comodidad de las definiciones teóricas con los imaginarios colectivos de la política práctica de gobernantes y de la ciudadanía. Por ello, hay que tener presentes factores intelectivos y factores emocionales para esbozar un concepto susceptible de explicar el papel de países cuya acción exterior y, expresamente, sus estrategias nacionales de seguridad pesan de forma especial en las relaciones internacionales y en la toma de posición de la comunidad internacional de otros países. Con frecuencia, en los primeros se centran más los análisis académicos, en los segundos los periodísticos y en un indefinido término medio suelen situarse los análisis de las cancillerías que deben responder simultáneamente a las exigencias de la diplomacia y a la rendición de cuentas interna de los gobiernos en sus respectivos parlamentos. En los dos últimos planos juega un papel relevante la percepción psicológica de la opinión pública.

Aunque parezca una obviedad, conviene comenzar resaltando que sigue existiendo, a los efectos de esas opiniones públicas, de los medios periodísticos, del debate social, de las discusiones partidistas e incluso de los pronunciamientos expresos de algunos políticos gubernamentales, el apego a la utilización del término potencia. La simple revisión de las referencias bibliográficas citadas en este artículo acredita que también se mantiene en los análisis académicos, con todos los matices que se quiera, respecto a la influencia global o regional de las potencias.

El primer matiz pragmático en una diferente noción de potencia requiere pasar de un concepto cuantitativo a otro cualitativo. No faltan iniciativas de distintos institutos internacionales dedicados a la cuantificación, con metodologías y propósitos muy diferentes, de la presencia exterior, la presencia global, la influencia integral o el uso del poder en la sociedad internacional (Índice Elcano de Presencia Global, Global Soft Power Index, World Power Index, Military Strength Ranking, Global Firepower Index y oros similares). Estos proporcionan interesantes apuntes sobre las variables independientes, algunas cuantitativas y otras dicotómicas, utilizadas para la medición del poder internacional que caracteriza a las potencias. Además, son un instrumento analítico muy interesante, si bien insuficiente por sí solo, sin referirlo a cuestiones no cuantitativas de imagen e influencia.

Un buen ejemplo es la capacidad de influencia en las cadenas de valor económicas en la producción de bienes industriales, que acreditan la posibilidad de que determinados países generen sucesivas ondas de impacto, bien en el suministro de materias primas, como ocurre para determinados productos tecnológicos, por ejemplo el litio de las baterías y los chips superconductores, bien en la restricción de la disponibilidad de productos que retroalimenta el proceso inflacionista actual.

Por ello deben interiorizarse epistémicamente dos circunstancias. Por un lado, la difícil cuantificación de algunas de las más recientes incorporaciones de variables a estos estudios pone de relieve el cambio progresivo en la agrupación de criterios utilizados para medir la capacidad activa de las potencias desde las variables tradicionales: gasto militar, tamaño de las fuerzas armadas, población, capacidad de propuesta o veto en las organizaciones internacionales, y capacidad productiva y gasto público. Por el otro, la construcción de estos índices no deja de tener un fondo subjetivo que traslada visiones desde el interior de los países, por ejemplo, en relación con el porcentaje de criterios militares, económicos y culturales que integran la capacidad de influencia de las potencias internacionales. Algo similar podría decirse de la integración de distintas facetas y acciones que pueden incluirse en la concepción de los poderes blandos, con muchas menos dudas en torno a la capacidad tecnológica, el desarrollo científico y la excelencia educativa que respecto a la acción privada promovida en la cooperación internacional o los factores turísticos, deportivos o de difusión del patrimonio artístico y cultural. Esos factores se vinculan cualitativamente en el imaginario político para dar una imagen de conjunto alejada de las frías cifras cuantitativas.

El segundo matiz, combinado con el anterior, es aceptar la asimetría que existe para calificar intuitivamente a un Estado como potencia (ya sea potencia media, regional o global), e incluso como superpotencia, entre la desigual acumulación de su influencia política, su capacidad económica global y su poderío militar. En la práctica no se miden por igual todas las dimensiones que debería reunir una potencia; por el contrario, se admiten combinaciones de distinta proporción entre todos los factores citados, porque lo que importa es la resultante del conjunto. No es solo la dupla poder militar más poder económico, ni siquiera desagregar aquel en armamento, efectivos, tecnología y redes de alianzas, o este en materias primas, energía innovación, estabilidad y empleo, sino percibir que hay otros elementos que suplen carencias en cada grupo de factores o que combinados no despliegan plena eficacia por razones estratégicas, como el ejemplo de Japón demuestra.

A las tensiones preexistentes en materia de relaciones energéticas, marcadas por los intentos de sustitución de fuentes de energía y la des-carbonización, se suman las inmediatas y abruptas tensiones en el mercado de gases originadas por la ruptura de relaciones económicas con Rusia después de su invasión a Ucrania que, por razones de logística y operatividad inmediata derivada del transporte del gas por gasoducto o por barco, no permite contemplar un apoyo norteamericano a los países más gasodependientes en Europa, ni siquiera con incrementos del gas natural licuado y sin que el carbón pueda desempeñar el papel de contención en las energías de base, previa a la adopción de acuerdos de descarbonización tanto en el seno de la UE como en las sucesivas cumbres sobre el clima.

En casos como este se acrecienta la percepción de potencia económica regional de países con capacidad de suministro como Argelia, en el caso del gas, o algunos de la OPEP, en el caso del petróleo (véase el acuerdo con Venezuela después de la invasión rusa de Ucrania). Pero indudablemente todas esas medidas refuerzan el papel de Estados Unidos como superpo-tencia económica respecto al que tenía hace apenas un par de años. En un sentido similar, sobre la opinión pública se perciben las tensiones geopo-líticas con los países productores de petróleo derivadas del marco general de sustitución de los combustibles fósiles en la movilidad por otras fuentes eléctricas, que coinciden procíclicamente en favor de mayores tensiones inflacionistas subyacentes en estos momentos, dando al consumidor medio de muchos países la sensación de que se disuelve el concepto de potencia económica de los grandes países en favor de aquellos que son productores de materias primas energéticas o agroalimentarias.

Entre las variables económicas que marcan la dependencia y debilitan la idea clásica de potencia se encuentra la capacidad para interrumpir las cadenas globales de valor, como está sucediendo en el caso del sector automovilístico con la restricción de circulación de los semiconductores desde el comienzo de la pandemia, pero también con los materiales utilizados principalmente en baterías eléctricas y catalizadores, como el paladio, el aluminio que tenía en Rusia al principal suministrador de la UE y el cableado que provenía de Ucrania. ¿El ciudadano medio europeo percibe en estas circunstancias a la UE como una potencia económica en medio de tantas restricciones? Difícilmente, más aún cuando otro sector que muestra la capacidad de algunos países para convertirse en potencias económicas exportadoras es el agroalimentario, sobre todo en los subsec-tores cárnico, lácteo y cerealístico, al menos a escala regional.

Otros factores que complican percibir nítidamente en la opinión pública una visión uniforme de qué sea una potencia son los efectos indirectos en el sistema económico internacional, en particular el financiero, que afecta los pagos y el control de la deuda y las reservas, que han mostrado a algunos países como China el camino para dotarse de instrumentos propios, habida cuenta de la exclusión de los bancos rusos del sistema Swift, lo que amplificará una futura presión sobre una mayor autonomía financiera internacional de quienes aspiren a potencia económica. Menos claros pueden ser los efectos que algunas criptomonedas ejerzan sobre el sistema monetario internacional, de manera que se pudiera limitar la sensación de potencia financiera de la UE con el euro, como Estados Unidos con el dólar o el Reino Unido y la libra esterlina. Una derivada importante a este respecto es la utilización de algunas de esas divisas no solo como medidas de cotización internacional, sino como medios de pago estandarizados, particularmente para las materias primas y la energía, puesto que quien controla la moneda interviene en el mercado aunque no sea proveedor, como bien ha apuntado Rusia con la obligación del pago en rublos de sus productos energéticos.

Como tercer matiz se aboga por una labor académica más volcada desde el análisis lingüístico del discurso en la definición de algunas expresiones que requieren aún grandes dosis de consenso, tanto conceptual como terminológico, para apreciar y armonizar esas asimetrías sin caer en la discrecionalidad de lo que en cada caso sea una potencia. Únicamente por esa vía más desprovista de las interpolaciones ideológicas y de las presiones ejercidas desde la política activa internacional podrán precisarse los sutiles pero innegables matices entre las potencias emergentes, las potencias regionales y las potencias medias, más allá de una mirada historicista (O’Dell, 2019) con especial atención a momentos de grave intensificación de conflictos localizados.

En este sentido, existen notables diferencias entre el concepto de potencia emergente de hace una década (Barbé, 2010, p. 22; Palacio de Oteyza, 2011, p. 251) y el más reciente (Bergamaschi y Soulé-Kohndou, 2016, p. 91; González Levaggi, 2016, p. 26; Ito Ceron, 2021, p. 215), no tanto por la disolución de la cohesión interna de los BRICS, sino por la diferencia de percepciones en el resto del mundo a partir de un multilatera-lismo asimétrico que se ha revelado muy irregular en los últimos años (Renard y Biscop, 2012, p. XV).

Íntimamente relacionada con este aspecto está la percepción pública de que, a efectos de las relaciones internacionales y la taxonomía de las potencias, el tamaño sí importa. No tanto el de la extensión física que suele ser coincidente, o incluso el tamaño demográfico, sino la conjunción de uno y otro con el tamaño de la economía productiva y de la presencia en las redes transnacionales. Ninguna duda hay al respecto en el caso de los Estados Unidos y la UE tampoco en el caso chino; mientras que ofrecen más dudas el caso ruso entre las superpotencias y los ejemplos que bajo diversas denominaciones, con vaporosas diferencias, pretenden distinguir entre potencias emergentes, potencias regionales y potencias medias. En cualquier caso, la insuficiencia de la dupla territorio-demografía es evidente cuando se comparan, por ejemplo, los casos de México y Brasil con Japón y Corea del Sur, en ausencia de referencias contextuales económicas. No hay respecto a esta relevancia del tamaño posibilidad de modular la incidencia del glocal estratégico, por la reducida importancia de los factores locales frente a la globalización en particular, en los aspectos militares y estratégicos.

Verdad es que algunas carencias de masa crítica suficiente en población o importancia económica se palían con los procesos de integración que afectan en especial a las zonas europea y latinoamericana, pero no es menos cierto que la asimetría de los procesos y la diferencia de sus resultados inciden notablemente en el posicionamiento exterior, condicionando la percepción de los agregados integrados como organizaciones internacionales, quizás con la única excepción eficaz de la UE en estos momentos. El mayor interés en el corto plazo se centra en las posibilidades de futuro de lo que se considera la emergencia del sur global, que tiene más bien carácter agregativo, pero que ayuda a romper el sesgo eurocéntrico.

Un cuarto matiz, de extraordinaria importancia para proveer una nueva noción de potencia, es combinar esas asimetrías aceptables con la capacidad de modulación de la agenda internacional. Esa capacidad de agenda setting y no de agenda building va más allá del poder blando y de las áreas de influencia regional. Naturalmente se trata de hacerlo sin el recurso a la fuerza, porque entonces en la actualidad se desdibujarían los límites entre Rusia, Azerbaiyán y Hamás a estos efectos.

Por esa vía se inducen realineamientos estratégicos más allá del corto plazo, bien mediante la capacidad de influencia para el establecimiento de alianzas o el condicionamiento de la política (Rusia sobre Bielorrusia) o de la economía de los países vecinos (China tanto como consumidor de energía sustitutivo de la UE con respecto a los productos energéticos, como modulando su oferta exterior en la ya duradera crisis de los chips semiconductores), bien a través del carácter reactivo (la UE y Estados Unidos en el caso de la OTAN como reacción a la invasión rusa).

La invasión de Ucrania ha puesto de manifiesto la distinta percepción en la capacidad de maniobra política internacional de las potencias, por ejemplo, en la votación celebrada el 2 de marzo de 2023 en la Asamblea de la ONU para evitar los vetos del Consejo de Seguridad, donde se evidencia la disparidad de criterios que alimenta esa idea de sur global indefinido, que no agrupa, pero sí ampara la acción exterior de algunos países. Descontada China son significativas las posturas de la India, Sudáfrica y algunos países de América Latina, cuyo único hilo conductor en este momento parece ser más la disparidad de criterios respecto a Bruselas y Washington que sus propias aspiraciones a potencia regional, con algunos países de la OTAN mirando con suspicacias a México en Centroamérica o a Irán en el Oriente Próximo.

Pero aquí se trata de una capacidad de influencia más profunda y paralela a los objetivos de las organizaciones internacionales para imponer asuntos de debate y decisión política a otros países como medida de la influencia de una potencia.

6. Conclusiones

Los principales aspectos a considerar hoy se refieren a los siguientes puntos.

En relación con la primera hipótesis manejada, la crisis de la hegemonía mundial de los Estados Unidos subraya la incidencia de los factores contextuales, algunos de contenido ideológico, como el giro aislacionista de una parte significativa del argumentario republicano o la limitada ambición del contraargumento demócrata por sus constricciones domésticas, y otros meramente utilitaristas, como su mirada restringida a Asia-Pacífico, su limitación del gasto militar o su escasa priorización de focos de atención, que parece más acumulación que prelación de intereses exteriores. Sin embargo, ante esta situación que permite la inercia del relato de la hegemonía, ni la UE, a pesar de su rearme tras la invasión rusa de Ucrania ni Latinoamérica están oponiendo un discurso estructurado que permita prescindir del concepto de potencia para otorgar mayor protagonismo a sus respectivos procesos de integración regional. Hay un largo recorrido aun para evitar que esta sea una oportunidad perdida que desdibuje el protagonismo de ambas zonas ante la nueva dualidad Estados Unidos-China.

A pesar de los cambios conceptuales y terminológicos introducidos en la teoría de las relaciones internacionales y en la práctica política de los Estados y las organizaciones internacionales, persiste la tentación de seguir empleando el término potencia para designar algunos países con mayor grado de influencia y capacidad de penetración política, económica y cultural en los países de su entorno. Esta es una conclusión descriptiva que en el paso hacia la valoración debe ir cediendo lugar frente a otras expresiones más adecuadas para explicar los aspectos subjetivos de las relaciones internacionales, en atención a una multipolaridad que solo en casos muy contados responde simultáneamente a factores socioeconómicos, culturales y políticos.

Debe acogerse de manera muy matizada aun la segunda hipótesis del artículo. Es probable que únicamente en el caso de la UE, los Estados Unidos y China se asista a la confluencia de esas tres dimensiones de forma simultánea, mientras que en el caso de Rusia la influencia cultural es mucho más matizada que la económica y mucho más localizada territorialmente que la política. Sin embargo, dado que no se tiene la misma percepción generalizada sobre todos los actores, esta percepción es evidencia de una nueva territorialidad del poder.

Los desequilibrios sistémicos ya se estaban evidenciando con claridad antes de la invasión rusa de Ucrania y apuntan hacia nuevos impulsos de las relaciones de fuerza en tres escenarios: el militar sobre el diplomático en el campo político, el comercial sobre el productivo en el campo macroeconómico y el cibernético de big data, block chains y servicios digitales sobre el tecnológico de las redes y sistemas en el campo de los poderes blandos.

La idea de umbral de poder, por tanto, puede constituirse en un criterio adecuado para escalar los matices de la noción de potencia, desde la esfera regional de las potencias medias hasta la esfera global de las grandes potencias y una eventual prospección sobre el futuro inmediato de coexistencia de superpotencias multipolares en el actual estadio evolutivo de la globalización.

Es deseable, entonces, un cambio pedagógico desde el mundo académico para sustituir progresivamente los términos potencia y superpo-tencia del vocabulario científico de las relaciones internacionales, pero también del léxico político práctico, y así evitar una idea de subordinación que con dificultad se sostiene en una globalización tan profunda. Mientras tanto deberían perfilarse con más nitidez los caracteres, notas y contenidos que permitan distinguir las superpotencias y grandes potencias de las potencias medias, emergentes y regionales para dar una idea más cabal y cercana de la variedad existente en las relaciones políticas, económicas y militares –en ese orden– en amplias zonas del planeta. Para ello, la capacidad de fijar o modificar la agenda internacional es definitoria de la percepción de la nueva potencia.

Reconocimientos

Este artículo es resultado de una estancia de investigación auspiciada por la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidade Lusófona de Oporto, en la línea de investigación: “Globalization, Deglobalisation and the International Order”. El autor agradece al profesor Tavares las facilidades para esta investigación.

Eduardo Fernández García

Doctor en Historia de las Ideas Políticas en el programa Mundo Hispánico de la Universidad de León; máster en Cultura y Pensamiento Europeo; licenciado en Derecho, graduado en Ciencia Política y de la Administración, graduado en Economía, graduado en Geografía e Historia y graduado en Español, Lengua y Literatura. Profesor de Relaciones Internacionales en el área de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos de la Universidad de León. Fuera del ámbito académico ha desempeñado distintos cargos públicos y fue diputado nacional en el Congreso de los diputados durante las legislaturas X, XI y XII hasta 2019, y miembro de la asamblea parlamentaria de la OTAN.

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Cómo citar

APA

Fernández García, E. (2023). Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política. Ciencia Política, 18(36), 79–111. https://doi.org/10.15446/cp.v18n36.104160

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[1]
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ACS

(1)
Fernández García, E. Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política. Cienc. politi. 2023, 18, 79-111.

ABNT

FERNÁNDEZ GARCÍA, E. Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política. Ciencia Política, [S. l.], v. 18, n. 36, p. 79–111, 2023. DOI: 10.15446/cp.v18n36.104160. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/104160. Acesso em: 17 jul. 2024.

Chicago

Fernández García, Eduardo. 2023. «Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política». Ciencia Política 18 (36):79-111. https://doi.org/10.15446/cp.v18n36.104160.

Harvard

Fernández García, E. (2023) «Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política», Ciencia Política, 18(36), pp. 79–111. doi: 10.15446/cp.v18n36.104160.

IEEE

[1]
E. Fernández García, «Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política», Cienc. politi., vol. 18, n.º 36, pp. 79–111, dic. 2023.

MLA

Fernández García, E. «Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política». Ciencia Política, vol. 18, n.º 36, diciembre de 2023, pp. 79-111, doi:10.15446/cp.v18n36.104160.

Turabian

Fernández García, Eduardo. «Por una reinterpretación del concepto de potencia hegemónica desde la incidencia del conflicto internacional en la cultura política». Ciencia Política 18, no. 36 (diciembre 29, 2023): 79–111. Accedido julio 17, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/104160.

Vancouver

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