Publicado

2020-01-01

Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia

The Rise and Fall of Supermax: How the US Prison Model and Ultra Punitive Penal Policy Travelled to Colombia

DOI:

https://doi.org/10.15446/cp.v15n29.79734

Palabras clave:

Colombia, encarcelamiento masivo, Estados Unidos, giro punitivo, movilidad de las políticas prisiones supermax (es)
Colombia, Mass Imprisonment, Policy Mobilities, Punitive Turn, Supermax Prisons, USA (en)

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Autores/as

  • Julio Cruz Universidad de Caldas, Manizales, Colombia
  • Jennier Grajales Universidad de Caldas, Manizales, Colombia

En el contexto del programa antinarcótico estadounidense, Plan Colombia, durante la primera década del siglo XXI, agentes especiales de la Oficina Estadounidense de Prisiones (BOP, por sus siglas en inglés) se posicionaron en el corazón de la administración carcelaria colombiana. Su tarea fue liderar una reforma profunda del sector, basada en el régimen penal ultra punitivo y sus unidades de confinamiento supermax.1 Basado en un extensivo trabajo de campo con arquitectos de cárceles, presos y otros actores de los sistemas penales de Estados Unidos y Colombia, este trabajo analiza cómo la reforma fue preparada en el terreno, arrojando luces sobre los intereses y las expectativas parcialmente divergentes de ambos gobiernos en el contexto neocolonial del Plan Colombia. Mostramos cómo, por una parte, la reforma tuvo un éxito parcial en la militarización de la vida carcelaria y en la desurbanización del sistema de prisiones, aislando espacialmente a los presos de su entorno social y familiar. Por otra parte, mostramos que la reforma eventualmente falló, por razones políticas e institucionales, al no lograr su objetivo declarado de modernizar las prisiones colombianas.Desde una perspectiva más teórica y basados en literatura reciente sobre la movilidad de las políticas y las formas arquitectónicas,3 el trabajo argumenta que la introducción de las prisiones supermax en Colombia es un llamativo caso en el que una política móvil y un tipo arquitectónico ambulante coinciden y se complementan mutuamente. También sugiere que para mejorar nuestro entendimiento de cómo el espacio es producido en la arena global, se deben considerar más sistemáticamente las interconexiones entre los circuitos de la política y las movilidades de la arquitectura.

In the context of the US anti-narcotic program, ‘Plan Colombia’, during the first decade of the 21st century, special agents of the US Federal Bureau of Prisons (BOP) took position in the heart of the Colombian penitentiary administration. Their task was to lead a profound reform of the sector, based on the US ultra-punitive penal regime and its ‘supermax’ housing units. Based on extensive fieldwork with prison architects, inmates and other actors in the penal systems of the US and Colombia, this paper analyzes how the reform was set up on the ground, shedding light on the partially divergent interests and expectations of both governments within the neocolonial context of ‘Plan Colombia’. We show how, on the one hand, the reform partially succeeded in militarizing carceral life and deurbanizing the prison system, spatially isolating inmates from their social and family environment. On the other hand, we show that the reform eventually failed, for institutional and political reasons, to meet its declared goal of modernizing Colombian prisons. From a more theoretical perspective and drawing on recent literature on the mobility of policies and built forms, the paper argues that the introduction of supermax prisons in Colombia is a striking case where a mobile policy and a traveling architectural type coincided and complemented each other, and suggests that in order to advance our understanding of how space is produced in a global arena, interconnections between circuits of policy and architectural mobilities should be more systematically considered.

Resumen

En el contexto del programa antinarcótico estadounidense, Plan Colombia, durante la primera década del siglo XXI, agentes especiales de la Oficina Estadounidense de Prisiones (BOP, por sus siglas en inglés) se posicionaron en el corazón de la administración carcelaria colombiana. Su tarea fue liderar una reforma profunda del sector, basada en el régimen penal ultra punitivo y sus unidades de confinamiento supermax.1 Basado en un extensivo trabajo de campo con arquitectos de cárceles, presos y otros actores de los sistemas penales de Estados Unidos y Colombia, este trabajo analiza cómo la reforma fue preparada en el terreno, arrojando luces sobre los intereses y las expectativas parcialmente divergentes de ambos gobiernos en el contexto neocolonial del Plan Colombia. Mostramos cómo, por una parte, la reforma tuvo un éxito parcial en la militarización de la vida carcelaria y en la desurbanización del sistema de prisiones, aislando espacialmente a los presos de su entorno social y familiar. Por otra parte, mostramos que la reforma eventualmente falló, por razones políticas e institucionales, al no lograr su objetivo declarado de modernizar las prisiones colombianas. Desde una perspectiva más teórica y basados en literatura reciente sobre la movilidad de las políticas2 y las formas arquitectónicas,3 el trabajo argumenta que la introducción de las prisiones supermax en Colombia es un llamativo caso en el que una política móvil y un tipo arquitectónico ambulante coinciden y se complementan mutuamente. También sugiere que para mejorar nuestro entendimiento de cómo el espacio es producido en la arena global, se deben considerar más sistemáticamente las interconexiones entre los circuitos de la política y las movilidades de la arquitectura.

Palabras clave: Colombia, encarcelamiento masivo, Estados Unidos, giro punitivo, movilidad de las políticas prisiones supermax.

Abstract

In the context of the US anti-narcotic program, ‘Plan Colombia’, during the first decade of the 21st century, special agents of the US Federal Bureau of Prisons (BOP) took position in the heart of the Colombian penitentiary administration. Their task was to lead a profound reform of the sector, based on the US ultra-punitive penal regime and its ‘supermax’ housing units. Based on extensive fieldwork with prison architects, inmates and other actors in the penal systems of the US and Colombia, this paper analyzes how the reform was set up on the ground, shedding light on the partially divergent interests and expectations of both governments within the neocolonial context of ‘Plan Colombia’. We show how, on the one hand, the reform partially succeeded in militarizing carceral life and deurbanizing the prison system, spatially isolating inmates from their social and family environment. On the other hand, we show that the reform eventually failed, for institutional and political reasons, to meet its declared goal of modernizing Colombian prisons. From a more theoretical perspective and drawing on recent literature on the mobility of policies and built forms, the paper argues that the introduction of supermax prisons in Colombia is a striking case where a mobile policy and a traveling architectural type coincided and complemented each other, and suggests that in order to advance our understanding of how space is produced in a global arena, interconnections between circuits of policy and architectural mobilities should be more systematically considered.

Palabras clave: Colombia, Mass Imprisonment, Policy Mobilities, Punitive Turn, Supermax Prisons, USA.

Introducción

En 1999, el presidente estadounidense Bill Clinton lanzó el Plan Colombia, un episodio más en la larga historia de intervenciones de Estados Unidos en Latinoamérica. En la era de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno colombiano había sido un aliado fiel y constante de la política para Latinoamérica del gobierno estadounidense, primero en la guerra contra el comunismo y luego, desde la década de los setenta en adelante, contra las drogas, de la cual el Plan Colombia fue parte. Entre 1999 y 2010, el gobierno estadounidense inyectó 7,3 mil millones de dólares a este programa, lo que convirtió a Colombia en uno de los objetivos de ayuda estadounidense más grandes en el mundo (Isacson, 2010) y la puso bajo la tutela de facto del gobierno estadouni-dense (Pécaut, 2000).

La mayoría de estas inversiones fueron usadas para acciones militares y en la destrucción de los campos de coca. En el Plan Colombia, la reforma de las prisiones colombianas –el foco de este trabajo– es solo una pequeña línea presupuestaria4 y generalmente un aspecto ignorado de este, aunque ha reformado profundamente el mundo de las prisiones en Colombia. Como parte de esta reforma aconsejada por la Oficina Estadounidense Federal de Prisiones (BOP, por sus siglas en inglés), fueron construidas 16 nuevas prisiones de acuerdo con las líneas del modelo penitenciario de Estados Unidos, incrementando la capacidad del sistema penitenciario colombiano a casi el 70 %. Entre las 30.545 camas instaladas en los nuevos complejos, de 1000 a 1500 corresponden a las celdas de castigo de las Unidades de Tratamiento Especial (UTE), directamente inspiradas en los bloques de seguridad del supermax desarrollados en Estados Unidos durante los años noventa. Estos bloques se caracterizan por un aislamiento casi total de los prisioneros, privación sensorial e interacción mínima entre los prisioneros y los guardas.

Esta reforma, que endureció drásticamente las condiciones de retención y militarizó la cultura penitenciaria del país, complementó el “giro punitivo” en las políticas de justicia criminal iniciadas en Colombia a mediados de los años noventa. De este periodo en adelante, el gobierno colombiano introdujo nuevos y prolíficos delitos al código penal y endureció las penas por infracciones menores cometidos por los sectores más pobres de la población (Reed-Hurtado, 2012). Como resultado, en menos de 20 años, la población de las prisiones colombianas se cuadruplicó (de 39.676 presos en 1996 a 120.032 en 2013, de acuerdo con estadísticas oficiales sobre las prisiones) (INPEC, 2013, 2014). Dos décadas después de Estados Unidos, Colombia entró a su vez a la era de la encarcelación masiva.

El objetivo primario de este trabajo es arrojar luces sobre el proceso a través del cual el modelo de prisión de Estados Unidos se introdujo en Colombia y sobre los efectos de este proceso en el sistema penal de este país. Recurriendo a literatura que trata sobre la movilidad de las políticas (Peck y Theodore, 2010; McCann y Ward, 2011; McFarlane 2011; Robinson, 2013) y las formas arquitectónicas (Nasr y Volait, 2003; King, 2004; Guggenheim y Söderström, 2010; Jacobs y Lees, 2013), también apunta a entender mejor las coincidencias y divergencias entre los circuitos de las políticas y la movilidad arquitectónica.

Las políticas y las formas arquitectónicas a veces viajan de mane-ra independiente: las políticas de drogas o las ideas legales se pueden mover (McCann, 2008; Langer, 2007) sin estar acompañadas por una forma arquitectónica específica. Al contrario de esto, por ejemplo, el significado del estilo centro comercial en un nuevo contexto no necesariamente va de la mano con un cambio de política (Söderström, 2014). Además, los circuitos transnacionales de políticas y formas pueden diferir en términos de actores, espacios de circulación, intereses económicos, etc. Pero en el caso del supermax en Colombia, los cambios en la política penal y los cambios en la arquitectura de las prisiones son congruentes y complementarios.

La prisión supermax da forma material a un régimen penal ultrapunitivo en el que la seguridad y el castigo predominan sobre cualquier otra función (como la reeducación o la disuasión), asociada al encarcelamiento de perpetradores de lo que la jurisdicción considera un crimen. El régimen penal fue desarrollado en los Estados Unidos en los años ochenta y noventa. Uno de los propósitos del Plan Colombia fue exportarlo a Colombia. La reforma penal colombiana liderada por Estados Unidos es, por consiguiente, un fuerte ejemplo de una política móvil y de un estilo arquitectónico ambulante que apunta a rediseñar radicalmente la aplicación de la ley, el comportamiento de los prisioneros y guardas y la arquitectura de las prisiones.

Metodológicamente, nos dirigimos a la siguiente pregunta: ¿cómo se complementan las diferentes políticas y formas? Estas son algunas de las preguntas metodológicas sugeridas por este estudio de caso.5

En este trabajo sostenemos que la ruta hacia Colombia del régimen penal estadounidense y su ícono arquitectónico –el supermax– ha sido de trascendental importancia en el incremento de la encarcelación masiva en el país. También mostramos que la introducción de las prisiones inspiradas en el modelo estadounidense en Colombia inauguró un patrón sin precedentes de aislamiento operado a diferentes niveles: a escala regional, con la relocalización de una gran parte de la población carcelaria en complejos correccionales “desurbanizados”, donde el contacto con el ambiente social y familiar está drásticamente debilitado o destruido; y a escala local, a través de un ajuste arquitectónico y normativo que apunta a quebrar las dinámicas colectivas y eliminar el margen significativo de libertad que caracterizó el sistema penitenciario colombiano.

Sin embargo, discutimos que la reforma no triunfó en eliminar la cultura penitenciaria tradicional (o criolla6), basada en los lazos sociales de los internos dentro y fuera de la prisión, y que eventualmente falló. Nuestro análisis muestra que las divergentes interpretaciones del plan de acción para la reforma de las prisiones de los gobiernos colombiano y estadounidense –dos Estados cuyas relaciones estuvieron marcadas por una asimetría de poder en el contexto neocolonial del Plan Colombia– y la naturaleza heterogénea de los “espacios institucionales” entre los medios carcelarios de Estados Unidos y Colombia son la principal razón de esta transferencia fallida.

Este trabajo indaga extensivos trabajos de campo tanto en Estados Unidos como en Colombia entre 2009 y 2011, en un momento cuando algunas de las prisiones inspiradas en Estados Unidos ya estaban funcionando y otras todavía estaban bajo construcción en Colombia. Como para la mayoría de los expertos comprometidos con las prisiones, la pregunta de investigación fue un reto metodológico crucial para este estudio. El trabajo de campo en los estudios sobre las prisiones se ha convertido en algo más bien raro en los últimos treinta años; primero, porque las prisiones, en muchos países, se han convertido en instituciones altamente burocráticas y opacas cuya penetración para llevar a cabo la investigación se ha hecho muy difícil; y segundo, porque las agencias de financiación y las universidades hoy son refractarias a apoyar investigaciones de campo a largo plazo y a veces riesgosas en prisiones (Rhodes, 2001, p. 72; Wacquant, 2002, p. 387). Sin embargo, estos obstáculos pueden ser superados, como lo evidencian los estudios geográficos nuevos y rápidamente desarrollados que se enfocan en los espacios de encarcelamiento y confinación en la era de la nueva punitividad (Pratt et al., 2011) en una variedad de países (Bear, 2005; Dirsuweit, 2005; Moran et al., 2013; Moran, 2015; Peck y Theodore, 2008; Sibley y Van Hoven, 2008).

Para la presente investigación, las dificultades para tener acceso amplio a las prisiones fueron eludidas gracias a la colaboración de una ONG colombiana especializada en el monitoreo de los derechos humanos en los complejos de detención y la atención humanitaria a los prisioneros en Colombia.7 Metodológicamente, el estudio está basado en análisis documental, datos estadísticos, 50 visitas a un amplio rango de prisiones colombianas (incluyendo las secciones supermax o UTE), así como entrevistas en profundidad con prisioneros, exprisioneros, miembros de la familia, guardias de prisión, directores de cárceles, defensores de derechos humanos y gestores de la reforma penal. Adicionalmente, se dirigieron una serie de entrevistas con arquitectos de prisiones y empresarios en Estados Unidos.

Desarrollamos nuestro análisis en tres pasos: primero, situamos nuestro estudio en la reciente literatura sobre políticas móviles y formas arquitectónicas, propendiendo por una comparación entre los diferentes circuitos de los procesos relacionales de la producción de espacios. Luego, analizamos la reforma del sistema penal y penitenciario colombiano durante la primera década del siglo XXI describiendo su contexto político, deconstruyendo el proceso a través del cual la reforma tuvo lugar, y resaltando algunas de sus consecuencias. En la última parte del trabajo, apuntamos hacia de una mirada más plural en el análisis de procesos de producción de espacios.

De las políticas de movilidad a la producción relacional del espacio

Desde comienzos de la primera década del siglo XXI una serie de publicaciones que estudian la movilidad de las políticas públicas en espacios geográficos han generado nuevos elementos sobre la realización de políticas en la era de la globalización acelerada (McCann y Ward, 2011; McFarlane, 2011; Peck y Theodore, 2010; Robinson, 2013). En la discusión sobre el concepto de movilidad de las políticas, en lugar de transferencia –un término generalmente usado en ciencia política–, los geógrafos han resaltado el selectivo, empoderado, espacialmente complejo y a menudo impredecible proceso a través del cual viajan las políticas (McCann, 2011; McCann y Ward, 2010; Peck, 2011). Persiguiendo y profundizando el debate, otros autores recientemente han cuestionado a su vez el concepto de movilidad, con sus connotaciones materiales, como un concepto limitado por asumir las variadas formas en que una política en un lugar puede ser influenciada por una política en otro lugar (Allen y Cochrane, 2010; Robinson, 2013). Se ha sugerido que las investigaciones necesitan usar un repertorio de diferentes descriptores conceptuales y metodológicos, con el fin de capturar las formas materiales, inmateriales, imaginativas y a veces elusivas en que las políticas cruzan los espacios geográficos (Roy y Ong, 2011; Söderström y Geertman, 2013). Los debates sobre cómo se asume el sentido de las políticas en movimiento también se extiende más allá de las fronteras de la geografía.

Otros campos de investigación, en particular la historia urbana con los estudios sobre intercambios intermunicipales (Saunier, 2002; Saunier y Ewen, 2008) y las teorías de la planificación con estudios sobre prácticas de planeación transfronterizos (Saunier, 2002; Nasr y Volait, 2003; Saunier y Ewen, 2008; Healey y Upton, 2010; Healey, 2012), se han enfrentado con procesos similares (o casi similares) por largo tiempo. Un diálogo emergente a lo largo de estos campos de investigación está abriendo posibilidades a temáticas más amplias y de mayor profundidad histórica en los estudios sobre movilidad de las políticas (Clarke 2012; Harris y Moore, 2013). Esta conversación también es potencialmente fructífera ya que reúne, como Cook et al. (2014) señalan, trabajos teóricamente sofisticados en geografía con trabajos empíricamente ricos en otras disciplinas.

En geografía, historia urbana y teoría de la planeación, el foco está en las políticas y cómo las municipalidades, planeadores y otros expertos están involucrados en el negocio de la realización de políticas más allá del lugar en que estos intervienen primariamente (una ciudad específica, región o país). Sin embargo, las relaciones entre ciudades no son restrictivas de las políticas, pero incluyen un amplio rango de intercambios desde negocios hasta movimientos sociales y estilos de vida (Söderström, 2014).

En este trabajo, discutimos que, para asir las dinámicas contemporáneas de la producción de espacios, el ámbito debe ser extendido para incluir trabajos enfocados en las geografías de la arquitectura. Las formas arquitectónicas en las diferentes ciudades están sin duda conectadas a través de la movilidad de los tipos arquitectónicos o modelos, tal como han demostrado otras corrientes de investigación en geografía y estudios urbanos (Faulconbridge, 2010; Faulconbridge, 2012; Guggenheim y Söderström, 2010; Jacobs, 2006; Jacobs y Lees, 2013; King, 1984; King, 2004; Mcneill, 2009). Esta literatura resalta procesos que en muchas formas son similares a aquellos descritos por los mostrados en los estudios sobre movilidad de las políticas, por ejemplo, que intermediarios tales como revistas especializadas o expertos locales juegan un importante papel en la movilidad de las formas arquitectónicas y que las formas son adaptadas durante su “viaje” más que simplemente copiadas.

Al mismo tiempo, también resaltamos las diferencias entre las lógicas de las políticas de gobierno y las formas arquitectónicas en movimiento en términos de actores, circuitos, motivación y efectos. Esto nos permitirá reflexionar acerca de la conclusión sobre las convergencias y divergencias entre estas relaciones transnacionales, y de este modo poner estos dos elementos de la literatura en conversación en un nivel metodológico y conceptual. De manera más general, sugerimos que el tipo de investigación comparativa, ampliamente diseñado en este trabajo, apunta a la necesidad de enfocarse en un entendimiento sintético sobre cómo el espacio es relacionalmente producido, más allá de un enfoque demasiado estrecho de conexiones en términos de políticas, formas o culturas urbanas.

Por su parte nuestro trabajo mira simultáneamente la circulación de una política penal y de un modelo de prisión, se basa de forma natural en recursos conceptuales tanto de los estudios de movilidad de políticas como de las geografías de la arquitectura. Conceptos como “microespacios globalizados” de negociación, derivados de estudios sobre movilidad de políticas (McCann, 2011, pp. 118-119) y “empotramientos institucionales” (Faulconbridge, 2012, p. 340), derivados de la geografía de la arquitectura, son por ende usados para dotar de sentido los fenómenos empíricos sobre los cuales este trabajo se enfoca.

De acuerdo con McCann (2011), el concepto de “microespacios globalizados” se refiere a “situaciones relacionales clave que son centrales para los procesos sociales de enseñanza y aprendizaje de políticas” (McCann, 2011, p. 120). Estas situaciones tales como reuniones, conferencias, visitas in situ, talleres, ceremonias de premiación y otros eventos reticulares son importantes nodos en la circulación global del conocimiento de políticas “donde la confianza es desarrollada, donde las reputaciones se hacen y se deshacen […] y donde los conocimientos, o lazos débiles, son hechos entre conferenciantes copresentes” (McCann 2011, pp. 118-120). Entre los principales microespacios globalizados están los campos turísticos asociados con la “política de turismo” (Cook et al. 2014; González, 2011; Ward, 2011), por ejemplo, los expertos en políticas viajando a lugares particulares de recepción a compartir experiencias o visitas de investigación a lugares específicos, así como reuniones y conferencias que incluyen “actividades a escala micro de política de embalaje, comunicación y persuasión” (Jacobs, 2012, p. 414). Como veremos más abajo, los microespacios globalizados jugaron un papel central en la “movilidad” del sistema de prisión estadounidense.

Si la atención a estos espacios permite una comprensión de los mecanismos facilitadores de la política y la movilidad arquitectónica, la noción de empotramiento institucional dirige nuestra atención a cómo los contextos institucionales heterogéneos crean fricciones en estas movilidades. Recientemente, los académicos han prestado mayor atención al papel de las instituciones, resaltando el hecho de que las políticas y las formas arquitectónicas no viajan sutilmente a través de los espacios regulados por diferentes sistemas culturales, legales, políticos y administrativos (Faulconbridge 2012; Healey, 2013). En este contexto, Faulconbridge (2012) sugiere que es esencial poseer una amplia definición de las “instituciones”:

Estudios existentes definen las instituciones como reglas formales y regulaciones establecidas por autoridades reconocidas en un campo institucional particular, y también como las normas informales, costumbres y tradiciones que están apoyadas y son resultado de las reglas formales […] Juntas, estas dos dimensiones de las instituciones influyen las prioridades, comportamientos y toma de decisiones de los actores. (Faulconbridge, 2012, p. 242)

Usando un ángulo analítico más amplio, mostraremos que las diver-gencias institucionales entre Colombia y los Estados Unidos en el dominio penitenciario son cruciales para explicar por qué esta parte del Plan Colombia eventualmente falló. Normas informales de la institución carcelaria –o para ponerlo en otros términos, los hábitos culturales de la prisión criolla– jugaron como mostramos más abajo un papel mayor en la prevención de una conversión completa al modelo estadounidense. La cultura penitenciaria criolla, expresada por las prácticas de rutina, discursos y representaciones de todos los agentes del sistema penitenciario colombiano (incluyendo prisioneros, guardias y autoridades penitenciarias), no pudo ser transformado por decreto. Fue solo temporalmente retocado durante los años en que la BOP y las autoridades locales intentaron transferir el paradigma de la prisión de máxima seguridad a Colombia y luego fue reversado.

Nueva penología y encarcelamiento masivo en Estados Unidos

Desde la segunda mitad de la década de los setenta, los Estados Unidos han sido la cuna de un cambio drástico en el campo del control del crimen, hacia las políticas ultrarepresivas de “la ley y el orden”. Este “giro punitivo” (Wacquant, 2010) representa no solo una nueva tendencia en cuanto a políticas, sino también un profundo cambio cultural. Lo que David Garland (2001a) llamó la “cultura del control” eleva la seguridad contra el crimen –y temas relacionados como la tolerancia cero y la guerra contra las drogas– a las más altas prioridades del gobierno, así como también de las preocupaciones de la gente y del debate público. Adicionalmente, las ideas neoconservadoras de Estados Unidos, las prácticas y las políticas respecto al control del crimen, lejos de ser un problema doméstico, se han vuelto altamente influyentes a escala global. Los académicos han descrito la convergencia internacional y la homo-genización de las políticas penales y de seguridad que siguen el ejemplo estadounidense, resaltando el rol de los tanques de pensamiento norteamericanos, las cadenas transnacionales de expertos, las asociaciones de profesionales y las conferencias internacionales en este proceso de influencia mundial (Christie, 1994; Garland, 2001a; Melossi, Sozzo and Sparks, 2011; Newburn y Sparks, 2004; Peck, 2003; Wacquant, 2004).

Uno de los impactos clave de este esquema ultrarepresivo ha sido el de empujar a Estados Unidos hacia una era de encarcelamiento masivo (Garland, 2001b), un fenómeno sin precedentes en la historia de las sociedades democráticas contemporáneas (Wacquant, 2005, 2009a, 2009b). Después de décadas de estabilidad en el rango de encarcelamiento, el ritmo vertiginoso del crecimiento carcelario desde finales de los años setenta tomó a todos los observadores sin opinión. El número de prisioneros en Estados Unidos creció de 379.000 en 1975 a 2’267.000 en 2010 (un crecimiento del 600 % en 35 años) y este mismo año alcanzó un record de 730 presos por cada 100.000 habitantes (Pew Charitable Trusts, 2012; Wacquant, 2009a, p. 136).

El sector carcelario de Estados Unidos no solo cambió a escala dramática, sino también en cuanto a su naturaleza. De la década de los ochenta en adelante, el objetivo de la rehabilitación fue progresivamente abandonado y reemplazado por otras justificaciones fundamentales para el encarcelamiento: castigo, disuasión e incapacitación (Garland, 2001a, p. 61). Este no solo fue un cambio retórico, sino que también tuvo implicaciones materiales que llevaron a una profunda transformación del mundo correccional en Estados Unidos. La construcción de prisiones en remotas áreas rurales se incrementó y los prisioneros fueron sujetos a normas draconianas, supervisión permanente, tratamiento rudo y aislamiento geográfico, social y emocional (ADPSR, 2004; Gilmore 2007). En el espíritu de la ley, así como en el diseño arquitectónico y las reglas internas de los complejos, la seguridad se volvió la prioridad absoluta sobre y más allá de las demás consideraciones. La seguridad también se convirtió en la “marca” que distinguía a los expertos y constructores norteamericanos entre los bien informados círculos de la industria carcelaria mundial.8

Entre las recientes transformaciones en el diseño de las prisiones, la prisión de súper máxima seguridad (supermax) es emblemática, toda vez que materializa en una construcción el giro punitivo en las políticas de justicia criminal. Este modelo de prisión se expandió en los Estados Unidos entre finales de los ochenta y finales de los noventa, durante el crecimiento del boom carcelario (Reiter, 2013). Oficialmente llamadas “Unidades de Alojamiento Seguro” (SHU, por sus siglas en inglés), las supermax operan como prisiones dentro de las prisiones. Son construcciones hechas para que los internos permanezcan solos o también pueden ser alas de alojamiento especial construidas dentro de complejos carcelarios nacionales o estatales más grandes, y mantuvieron en 2013, alrededor de 20.000 prisioneros que supuestamente no podían ser controlados entre la población carcelaria general (en su mayoría latinos miembros de pandillas condenados a largas sentencias de prisión) (Reiter, 2012, p. 550; Ross, 2013, p. 11). La gente detenida en complejos supermax es sometida a confinamiento solitario de largo término bajo condiciones de privación sensorial radical (Kurki y Morris, 2001). Ellos permanecen en las celdas las 24 horas del día, excepto para periodos de breve y solitario ejercicio o para ducharse, son expuestos a una luz artificial permanente y tienen poco o ningún contacto humano durante semanas, meses o incluso años (Reiter, 2012, p. 531).

Mientras involucre solo una pequeña minoría de la población carcelaria del país, las supermax tienen una importancia simbólica, toda vez que se han convertido en el ícono arquitectónico del nuevo régimen del ultra castigo en Estados Unidos. A la luz de la influencia masiva del pensamiento y las políticas penales de Estados Unidos en el mundo, apenas sorprende que la supermax haya jugado un rol en la exportación del modelo carcelario estadounidense, como mostraremos a continuación.

Exportando la prisión estadounidense

Mientras las ideas y prácticas de la “cultura del control” han cruzado fronteras y han influido enormemente las políticas penitenciarias mundialmente en el último cuarto de siglo, la movilidad internacional del modelo carcelario estadounidense, un fenómeno casi ignorado en la literatura académica sobre políticas de circulación criminal hasta la fecha, empezó a incrementarse marcadamente en la primera década del siglo XXI, a través de dos circuitos corporativos y gubernamentales separados y complementarios.

Por un lado, después de que el mercado de la prisión domiciliaria empezó a agotarse siguiendo el leve pero continuo descenso en la población carcelaria estadounidense desde 2009 (Pager y Phelps, 2011), un “circuito con ánimo de lucro” –claramente con orientación comercial– ha movilizado categorías de agentes como arquitectos y planificadores de la poderosa industria de las correccionales estadounidenses, así como compañías productoras de herramientas de seguridad carcelaria, para redirigir parte de sus estrategias de negocio hacia la adquisición de mercados en el extranjero.9 Por otro lado, un “circuito estatal” liderado por el gobierno estadounidense o sus agencias (BOP, el instituto nacional de correcciones y el departamento de Estado), opera a través de la transferencia del modelo carcelario estadounidense en medio de intervenciones armadas en el extranjero, en el contexto de la “guerra global contra las drogas” y la “guerra contra el terrorismo”. En este contexto militar, el despliegue de los complejos correccionales inspirados por el estándar arquitectónico y el régimen disciplinario estadounidense apunta mayoritariamente a neutralizar las amenazas a los “intereses vitales” de Estados Unidos.

Así, la mayoría de las intervenciones militares estadounidenses en países foráneos ocurridas desde el comienzo del siglo XXI –las guerras de Irak y Afganistán, el plan Mérida en México– han incluido un componente carcelario: los complejos de Guantánamo (Ross y Rothe, 2013) y Abu Ghraib (Rothe, 2013) siendo de lejos los casos más publicitados. Los complejos carcelarios construidos en Colombia en el contexto del programa antinarcótico estadounidense en la primera década del siglo XXI son también claramente parte de este segundo circuito de exportaciones.

Los circuitos de exportaciones estatales y con ánimo de lucro no tienen los mismos objetivos y no involucran los mismos actores clave; sin embargo, múltiples colaboraciones, encuentros y amistades conectan los sectores público y privado comprometidos con el mundo correccional. Agentes de la industria de la prisión, servidores civiles y autoridades de la administración de las prisiones convergen en diferentes “microespacios globalizados” (McCann, 2011, pp. 118-119) que desempeñan un papel clave en la movilidad de las políticas. En el circuito con ánimo de lucro, por ejemplo, conferencias como el encuentro anual de la Asociación Internacional de Correcciones y Prisiones (ICPA, por sus siglas en inglés) son esenciales para que el sector privado de Estados Unidos refuerce su posición en el mercado mundial de correccionales y obtenga nuevos contratos en el extranjero. Juntando actores privados y representantes de administraciones carcelarias locales y nacionales de 90 países, la ICPA se ha convertido en un punto focal para la circulación internacional de políticas, prácticas, modelos de negocios, herramientas y tipos arquitectónicos relacionados con el confinamiento penal, así como la incubadora de ventajosos contratos para los empresarios de las prisiones (ICPA, 2010, 2014).

En el caso del circuito estatal que llevó el modelo supermax a Colombia, un microespacio de persuasión clave fueron las visitas tanto en Estados Unidos como en Colombia. Viajes cortos a las prisiones estadounidenses por parte de servidores civiles colombianos fueron organizadas por Washington a comienzos de la primera década del siglo XXI, y a su turno, expertos estadounidenses del BOP fueron invitados a una estancia de largo término en Colombia para llevar asistencia técnica. Un participante en la delegación colombiana invitado a visitar cinco prisiones en Estados Unidos explicó el impacto del viaje en 2004 en los siguientes términos:

Los americanos nos mostraron que todo debe funcionar de acuerdo con un procedimiento estricto y que cualquier clase de espacio debe ser diseñado para tal propósito. Mientras analizábamos la arquitectura y la tipología de los edificios, pudimos ver que todo era funcional. Cuando volvimos a Colombia, tomamos toda esta información, consultamos la ley penitenciaria nacional y reconfiguramos nuestro propio modelo.10

De manera similar, la estancia de largo término de los expertos estadounidenses al corazón de la administración penitenciaria colombiana fue una parte importante del proceso de transferencia, como se muestra en la siguiente sección.

La prisión estadounidense en Colombia: un guion, diferentes motivaciones

En los años 2000 y 2001, el proceso de transferencia del mode-lo de prisión de Estados Unidos fue planeado conjuntamente con los gobiernos estadounidense y colombiano y fue ratificado en un acuerdo bilateral conocido como el “programa de mejoramiento del sistema penitenciario colombiano”, que fue incluido en el más amplio marco del Plan Colombia (Agreement, 2000).11 Con el fin de comprender el trabajo del proceso de movilidad de políticas, es útil tomar prestada la extendida metáfora del “guion” desarrollada en la teoría del actor-red (Akrich, 1992). Un guion es un escenario o programa de acción inscrito en una tecnología o artefacto. Un “guion de análisis” de una innovación “sigue” un programa de acción desde su concepción hasta su inscripción en las tecnologías o artefactos y finalmente hasta su adopción o rechazo por parte de los usuarios. Este concepto puede ser aplicado de forma esclarecedora en el viaje de las políticas y los tipos arquitectónicos (Söderström 2013).

En Colombia, el guion del nuevo sistema penitenciario estaba ampliamente contenido en la esencia del Plan Colombia, esto es, en la implementación de las políticas ultrapunitivas “duras con el crimen”, especialmente respecto a asuntos de narcotráfico y terrorismo. Este programa de acción presentó una serie de medidas que fueron inscritas en el acuerdo bilateral estableciendo diferentes aspectos del aporte técnico de la oficina federal de prisiones (BOP) de los Estados Unidos en el sector carcelario colombiano.

Según el acuerdo, la BOP estaba encargada de dar asesoría sobre el diseño, la construcción, el equipamiento, y las reglas internas de los nuevos establecimientos de máxima seguridad; actualización de los niveles de seguridad en los centros; rediseño del programa de entrenamiento en la escuela nacional de penitenciaría; la creación y entrenamiento de nuevos grupos especiales de comando dentro del Instituto Nacional Penitenciario de Colombia (INPEC); y la formación y entrenamiento de grupos de inteligencia, auditores e instructores. Adicionalmente, este programa de acción prescribió la implementación de un nuevo mode-lo arquitectónico. Financieramente, el gobierno norteamericano solo financió la ayuda técnica de la delegación de expertos de la BOP, así como algunos aparatos de cómputo y seguridad, mientras que Bogotá era responsable por las más grandes inversiones en el sector carcelario tales como gastos de personal, costos de construcción, equipamiento y mantenimiento (Agreement, 2000).

De los muchos ejemplos posibles proveídos por el catálogo de edificios penitenciarios de Estados Unidos, la BOP seleccionó la prisión de máxima seguridad del complejo correccional federal Coleman en Florida como modelo para ser reproducido en Colombia, como explicaron en un halagador reportaje agentes de enlace de la BOP en Colombia a la prensa especializada en 2002 (Wilkey y Rivera, 2002). Sin embargo, el proceso de transferencia que eventualmente resultó fue mucho más problemático de lo que habría sugerido el ideal de cooperación descrito por la BOP en ese momento. A pesar de que el contenido de la transferencia fue suscrito en la carta del acuerdo y en la elección del diseño arquitectónico de Coleman, un análisis más cercano del proceso revela que, debido a sus respectivos contextos políticos e intereses, la interpretación del guion difirió dependiendo de los puntos de vista de los actores en ambos extremos del proceso.

Para el gobierno estadounidense, construir instituciones judiciales más estables en Colombia era una necesidad imperiosa para mantener a los traficantes de droga colombianos (y en menor medida, a los líderes guerrilleros) perseguidos y eventualmente extraditados a Estados Unidos, donde eran reconocidos como criminales a los ojos de la ley estadounidense. En efecto, de acuerdo con la embajada de Estados Unidos en Colombia, entre 1999 y 2011, al menos 1200 traficantes de droga fueron extraditados a EE. UU., donde la mayoría de ellos han sido acusados y condenados a sentencias severas (“En los últimos 13 años”, 2011). El interés de Washington era entonces construir prisiones de alta seguridad, de donde era casi imposible escapar, para que los prisioneros se mantuvieran asegurados en custodia durante meses o años antes de su extradición a Estados Unidos.

Desde la perspectiva colombiana, el acuerdo alimentó expectativas más amplias. Más allá de la voluntad por satisfacer a Washington, Bogotá percibía que la ayuda de Estados Unidos era una oportunidad para “modernizar” su sistema penitenciario y poner fin a la crisis endé-mica de las prisiones, plagadas de terribles condiciones de hacinamiento, mal estado e inseguridad. A finales de los años noventa, el gobierno colombiano no solo estaba bajo la presión de Estados Unidos, también tuvo que enfrentar paros del personal de las prisiones y motines de los prisioneros. Adicionalmente, en 1998, la Corte Constitucional declaró todo el sistema penitenciario inconstitucional, debido a violaciones sistemáticas de los derechos fundamentales de los internos (Sentencia T-153, 1998), situación exacerbada por la explosión de la población penitenciaria que empezó a mediados de los noventa.

De acuerdo con mensajes gubernamentales dirigidos al parlamento, la intervención estadounidense en los asuntos penitenciarios apuntaba a nada más que limpiar el tablero y lanzar un nuevo modelo de orden y seguridad, inspirado en el modelo norteamericano. El gobierno colombiano albergó la ambición de posicionar el país en el tope de las administraciones carcelarias más modernas del continente (DANE, 2000). El solo nombre de la reforma “nueva cultura penitenciaria” reflejaba este deseo de revolucionar las políticas carcelarias: no era simplemente la introducción de unas pocas prácticas y cambios arquitectónicos; más bien el objetivo era alcanzar la transformación fundamental de la cultura penitenciaria. A pesar de la importancia de este asunto, la reforma penitenciaria y la colaboración con la BOP fueron llevadas a cabo de forma discreta –casi secreta– por el gobierno colombiano. El acuerdo nunca fue suministrado al parlamento nacional y el gobierno manejó directamente la reforma penitenciaria con poderes discrecionales, sin tener en cuenta al congreso en ningún momento.

Poco después de la firma de la primera parte del acuerdo en el año 2000, una delegación de expertos de la BOP fue enviada a Bogotá. Rápidamente ganaron considerable influencia, suficiente para que se convirtieran en una especie de comité administrativo escondido en la administración carcelaria colombiana, una posición que mantuvieron hasta que dejaron Colombia en 2005. Este estatus se refleja en los comentarios de varios agentes del INPEC, notablemente un líder del sindicato de guardias:

Todos sabíamos que la figura clave en el INPEC era J. [el jefe de la delegación de la BOP]. Todos sabíamos perfectamente bien que el sistema penitenciario era manejado por la [oficina del BOP en la dirección del INPEC], al menos para los asuntos estratégicos principales. Los empleados solíamos ir a su oficina a pedir favores personales, dada su influencia.12

En términos de movilidad de las políticas, este es un caso donde, lejos de tener una relación simétrica entre municipalidades o Estados nación, tenemos oficiales de gobiernos foráneos creando un enclave en otro país para maniobrar directamente las implementaciones de una nueva política en medio de unas muy asimétricas relaciones internacionales.

Entre 2000 y 2003, el diseño de la prisión Coleman inspiró la construcción de seis grandes complejos carcelarios de alta seguridad con base en la “nueva cultura penitenciaria” de 1600 camas, cada una en diferentes regiones del país (prisiones de máxima seguridad en Valledupar, Cómbita, Acacías, La Dorada, Girón y Popayán), que fueron oficialmente clasificadas como de “segunda generación”. Como generalmente pasa en los procesos de movilidad de políticas, el modelo original no fue literal-mente copiado. Más bien, las características generales de la penitenciaría Coleman fueron enseñadas a las autoridades colombianas.

En 2003, a pesar de la inauguración de 10000 nuevas camas en las seis prisiones, el gobierno colombiano admitió que, contrario a lo que habían prometido, el rango de hacinamiento no se había reducido. El incremento sustancial del número de prisioneros resultante de las leyes penales severas había excedido por mucho el ritmo de la construcción. En 2004, por consejo de la BOP, Colombia empezó a diseñar diez prisiones de tercera generación, complejos mega-carcelarios diseñados para albergar más de 4300 internos cada uno, que incluye un sitio más grande, instalaciones separadas con diferentes niveles de seguridad (bajo, medio y alto). Diez de estos mega-complejos fueron construidos después de que la BOP abandonara Colombia en 2005 (ver Figura 1).

A pesar de la proliferación sin precedentes de prisiones durante los años de la reforma de la “nueva cultura penitenciaria”, las nuevas construcciones nunca pudieron mantener el ritmo del crecimiento dramático de la población carcelaria resultante del incremento masivo de delincuentes menores. Como con la “penalización de la pobreza” que ocurrió en Estados Unidos desde finales de los años setenta (Wacquant, 2009a, 2009b), el giro punitivo que empezó en Colombia a mediados de los noventa claramente apuntó a las fracciones más pobres de la población. Las estadísticas de los niveles de educación entre los prisioneros en Colombia claramente corroboran esto. Casi la mitad de los internos (45 %) no han recibido educación después de la primaria (5 años de escolaridad) (INPEC, 2012), un rango educativo de lejos inferior que el promedio nacional (Banco Mundial, 2011).

De la cultura criolla a un patrón de aislamiento

Un objetivo central de la “nueva cultura de la prisión” fue librarse de los viejos hábitos de la cultura carcelaria tradicional o criolla, que estaba basada en la flexibilidad, así como la integración social y geográfica. Tomando prestada la noción émica de lo criollo, ampliamente usada en Colombia en el habla diaria para dar a entender “lo típico de nuestra propia tierra” o “lo distintivo de nuestra cultura”, definimos la cultura carcelaria criolla como una serie de prácticas culturalmente insertadas y forjadas durante el siglo XX que mejoró considerablemente la calidad de vida tras las rejas, limitando la despersonalización y desocialización inherentes al encarcelamiento, a pesar de las terribles condiciones de deterioro de la infraestructura, pobre administración, corrupción e inseguridad.

La cultura carcelaria criolla puede ser definida por cuatro características: primero, el estilo de vida comunal y autónomo de los prisioneros; segundo, un significativo margen de diálogo y negociación entre la población carcelaria y la administración de la cárcel; tercero, la preservación del contacto regular e íntimo con la familia (notablemente a través de una especie de “día abierto” cada fin de semana, con decenas de cientos de visitantes, incluidos niños, entrando por largas horas a los espacios de vida de los prisioneros); y cuarto, la ubicación geográfica de las prisiones en sitios accesibles en las áreas urbanas. Las prisiones criollas fueron ciertamente diseñadas para castigar a los delincuentes, pero no para excluirlos radicalmente de la sociedad.

El plan de aislamiento de la nueva cultura carcelaria chocó abruptamente con este viejo marco institucional y representó un cambió dramático, al tiempo que inauguró una fase de control extremadamente severo y privaciones sin precedentes, que precisamente apuntó a la destrucción de los hábitos permisivos “criollos”, operando sobre varias escalas espaciales: regional (ubicación de las prisiones fuera de las áreas urbanas), local (transformaciones del espacio mismo de la prisión) y micro-espacial (interacción social, prácticas y regulaciones de la vida diaria en las prisiones).

Primero, el muevo modelo apuntó al patrón previo de integración social y geográfica del sistema penitenciario en la sociedad colombiana. Así, dos dinámicas aparentemente contradictorias crecieron simultáneamente durante este periodo: hubo, por una parte, un crecimiento sin precedentes del número de instalaciones correccionales y de la población carcelaria; y, por otra parte, el archipiélago carcelario se hizo invisible, al ser extraído de las ciudades y reubicado en áreas rurales remotas (Figura 1).

La desurbanización fue particularmente aguda en la región de Bogotá. Allí, entre 2003 y 2011, fueron construidas siete prisiones nuevas en 200 km de radio de la capital, equipadas con 14400 camas: una capacidad adicional de camas 2,5 más alta que las tres prisiones criollas de Bogotá, donde los prisioneros habían sido concentrados por décadas13 (Figura 2). Consecuentemente, el contacto de los prisioneros con sus familias no solo fue debilitado a través de una dramática reducción de “reglas de visita”, sino también como resultado de la distancia física que los separaba de sus familias, parejas y amigos.

Mapa de nuevas prisiones construidas en Colombia después del 2000 con el consejo de la Oficina Federal de Prisiones de EE. UU. (BOP, por sus siglas en inglés)

Figura 1.: Mapa de nuevas prisiones construidas en Colombia después del 2000 con el consejo de la Oficina Federal de Prisiones de EE. UU. (BOP, por sus siglas en inglés)

Nota. Elaborado a partir de INPEC (2013, 2014).
La desurbanización del sistema penitenciario: mapa de instalaciones penitenciarias construidas desde 2003 dentro de un radio de 200 km de Bogotá

Figura 2.: La desurbanización del sistema penitenciario: mapa de instalaciones penitenciarias construidas desde 2003 dentro de un radio de 200 km de Bogotá

Nota. Elaborado a partir de INPEC (2013, 2014).

Segundo, el nuevo modelo transformó la prisión en sí, con la introducción de una serie de estándares arquitectónicos y regulativos que emulaban la prisión Coleman en Estados Unidos: la construcción de bloques de alojamiento separados y autónomos, con la intención de suprimir fácilmente cualquier tipo de disturbio de los prisioneros y prevenir la propagación de protestas a otros bloques; el uso masivo de estructuras de cemento gris para crear una atmósfera austera de castigo y obediencia; la introducción de celdas ocupadas individual o dualmente; y de una serie de artefactos de seguridad tales como video vigilancia gene-ralizada y salones para visitantes separados por vidrio. Adicionalmente, se construyó en un ala una “unidad de alojamiento de seguridad” en cada prisión, mejor conocida en EE. UU. como supermax. En Colombia, el supermax fue renombrado como “Unidad de Tratamiento Especial” (UTE), diseñada para concentrar prisioneros considerados peligrosos o recalcitrantes por cortos o largos periodos en confinamiento solitario, como medio de castigo disciplinario.

Tercero, la transferencia del modelo carcelario estadounidense a Colombia involucró también la promoción de nuevas prácticas y reglas en un micro-nivel entre los nuevos espacios carcelarios. La prescripción sobre qué tipo de régimen disciplinario tenía que ser implementado y cómo comportarse en las prisiones de máxima seguridad fue considerado por la BOP tan importante como la construcción de las prisiones mismas. Por lo tanto, se transmitieron instrucciones precisas sobre cómo manejar las instalaciones inspiradas en el modelo estadounidense a través de manuales de entrenamiento y sesiones prácticas para los guardas y el personal administrativo.

Si el supermax es el guion ultrapunitivo convertido en piedra, aquí tenemos, para usar las palabras de Akrich (1992) otra vez, el borrador acerca del uso correcto de este nuevo tipo de arquitectura carcelaria en Colombia. De acuerdo con el equipo de expertos de EE. UU., la transformación cultural del sistema penitenciario tenía que ocurrir a través de la implementación de procedimientos administrativos y operacionales eficientes que fueran traducidos palabra por palabra de los libros de entrenamiento de EE. UU. para crear los nuevos manuales en la escuela nacional penitenciaria de Colombia (INPEC, 2002). El equipo administrativo y los guardas fueron así formados en las “nuevas técnicas penitenciarias” prestadas de los protocolos correccionales de Estados Unidos.

Las nuevas fuerzas especiales creadas por los consejeros estadounidenses –el grupo de respuesta inmediata (GRI) y los cuerpos de escoltas especiales (CORES)– fueron entrenados de acuerdo con los métodos de seguridad de EE. UU., incluyendo el uso brutal de la fuerza para someter individuos o grupos recalcitrantes. Los guardas en las torres de vigilancia fueron dotados de armas de largo calibre. Las prácticas y atuendos de los guardas de prisión fueron modelados con base en los uniformes militares y de camuflaje, reemplazando los atuendos civiles. La militarización se volvió, de facto, un aspecto clave de buen entendimiento y sutil comunicación entre los expertos estadounidenses y el personal local, la administración penitenciaria colombiana ha sido formada durante largo tiempo según los marcos organizacionales y operativos militares. Por décadas, los puestos más altos de la administración penitenciaria habían sido asignados exclusivamente a miembros de alto rango del ejército o la policía, desde los directores generales del INPEC hasta los guardas de las principales prisiones del país. Como lo recalcó un antiguo jefe de la oficina de ingeniería civil del INPEC:

Siempre hemos tenido un perfil militar en la cúspide [del INPEC]. Y las fuerzas militares han trabajado por años bajo el mando de los norteamericanos, así que ellos dominan su lenguaje; ellos inmediatamente saben cómo ejecutar las instrucciones y procedimientos.14

El endurecimiento de los procedimientos también se reflejó en el trato a los prisioneros. Los guardas fueron instruidos para quebrar los “malos hábitos” de la cultura carcelaria criolla, tales como hablar con los prisioneros o saludarlos de mano. Se introdujeron intervenciones sin precedentes al cuerpo de los prisioneros, como el uso del uniforme naranja inspirado en EE. UU., la afeitada compulsiva de las cabezas y el bello facial, y el aseguramiento de manos y pies mientras son movilizados fuera de los bloques de alojamiento.

En suma, la eliminación planificada del sistema criollo se hizo a través de la acción combinada de una nueva política penal, ubicación geográfica, estándares arquitectónicos y programas de entrenamiento del personal.

La falla del traslado de la política

No obstante, las cosas no funcionaron de la forma como esperaban al principio la BOP y los agentes de transferencia local. Haciendo inventario de la evolución del sistema penitenciario colombiano a lo largo de los últimos 15 años, la brecha entre el guion inicial del modelo estadounidense y la realidad de la “nueva cultura carcelaria” es sorprendente. Mientras que el patrón de aislamiento sí tuvo un impacto importante a largo plazo en las prisiones y prisioneros colombianos, el cambio radical hacia un orden perfecto y un control absoluto en el sistema penitenciario no ocurrió. En esta última sección, sugerimos una serie de explicaciones de por qué esta transferencia político-arquitectónica falló y analizamos cuáles fueron, a pesar de ello, los efectos de la reforma penitenciaria.

La reforma falló en la medida que no logró alcanzar sus objetivos proclamados por una serie de razones políticas e institucionales. Desde el inicio del proceso de transferencia, dadas las diferencias en las reglas formales entre los sistemas penitenciarios estadounidense y colombiano, los expertos de la BOP tuvieron que adaptarse a las condiciones locales que limitaban su capacidad de maniobra. Por ejemplo, la falta de financiación en el sector penitenciario colombiano restringió la instalación de los dispositivos tecnológicos de seguridad e impidió el incremento del número de guardas; mientras el relativamente restrictivo marco legal colombiano limitó el uso de la fuerza dentro de las cárceles, en comparación con Estados Unidos.

Además, más allá de este proceso de adaptación inicial, ninguno de los logros anunciados de la reforma, como obtener la certificación ISO 9000 para instalaciones de alta seguridad o acabar con el hacinamiento, se hizo realidad. A través de los años, las nuevas prisiones, que inicialmente fueron presentadas con orgullo como un exitoso símbolo de modernización, probaron estar plagadas de problemas de pobre construcción, disfunciones endémicas y abuso de los derechos humanos. Desde finales de la primera década del siglo XXI en adelante, la imagen negativa del sistema penitenciario fue tal que el gobierno colombiano dejó de mencionar la política de la “nueva cultura carcelaria” o la colaboración con la BOP en los documentos oficiales o en intervenciones públicas.

La profunda transformación cultural del mundo penitenciario que se predijo no se materializó tampoco. A este respecto, la dimensión informal de la interiorización institucional (Faulconbridge, 2012, p. 340) jugó un papel importante. Los hábitos culturales de la prisión criolla fueron un factor clave que inhibió la conversión total hacia el plan estadouni-dense de aislamiento radical, normas draconianas y control estricto. El plan se estrelló con unas prácticas profundamente arraigadas como el estilo de vida fuertemente comunal entre los prisioneros, los amplios derechos de visita para familiares y amigos y la libertad de acción para negociar entre los prisioneros y la administración de las prisiones (De Dardel 2013, p. 194). Así, en las 16 cárceles inspiradas por Coleman (cuya totalidad incluía unidades supermax), donde hoy un cuarto de la población carcelaria de Colombia vive, el régimen severo instituido por los consejeros norteamericanos continúa aplicándose, pero ha sido ampliamente infiltrado por las prácticas y normas no oficiales de la cultura criolla, especialmente después de las repetidas protestas de los presos y actos de resistencia (De Dardel, 2013, pp. 188-195) que recibieron el apoyo de ONG colombianas de derechos humanos denunciando la “nueva cultura carcelaria” como una pesadilla totalitaria.

Además de esto, la “nueva cultura carcelaria” no caló en la vasta mayo-ría de las viejas cárceles. En estas prisiones, miles de prisioneros hacinados en instalaciones arruinadas e insalubres continuaron viviendo de acuerdo con la cultura carcelaria criolla; ellos nunca han conocido el modelo estadounidense, excepto a través de rumores. En suma, el universo de la institución carcelaria colombiana se ha convertido en un sistema dual en el cual coexisten dos culturas penitenciarias contradictorias.

Se argumentan tres diferencias institucionales como razones políticas del fracaso, resultado de las interpretaciones divergentes del guion de acuerdo con los intereses particulares de cada gobierno, pero también por una carencia de voluntad política para hacer mejoras sustanciales en el sector carcelario. Desde el comienzo, los objetivos del gobierno estadounidense fueron claramente relacionados con su agenda de “guerra contra las drogas”. Tan pronto como el programa dejó de servir a sus intereses (por ejemplo, después de la extradición de cientos de traficantes de drogas), abandonaron la colaboración.

Después de que la BOP dejó el país en 2005, Washington borró el sector carcelario de su amplio programa de intervención en Colombia, incluso excluyendo la creación de un mecanismo de seguimiento para monitorear las prisiones de máxima seguridad y las supermax en el país. De manera adicional y exclusivamente concerniente a los asuntos de seguridad, ni el gobierno norteamericano ni el colombiano tuvieron siquiera la intención de incluir en el proceso de reforma elementos esenciales para dirigir el manejo del sistema penitenciario: corrupción; falta de asistencia básica en salud y programas de educación; privilegios para los jefes del crimen organizado, criminales de cuello blanco y altos mandos de las fuerzas militares; así como prácticas de tortura y violación de los derechos humanos.

Aún más importante, del lado del gobierno colombiano, hubo una contradicción inherente entre el proclamado objetivo de resolver el hacinamiento de la población carcelaria por medio de la construcción de nuevas cárceles y simultáneamente la activación del plan de explosión cuantitativa de la población carcelaria. Las prioridades de las autoridades colombianas habían así diferido enormemente de sus ambiciones de orden y modernidad para enfocarse en el manejo del encarcelamiento masivo.

Si la reforma fracasó con el cumplimiento de sus objetivos, en el mundo de las prisiones colombianas habían tenido lugar no obstante transformaciones significativas. Primero, los indicadores de violencia en las cárceles se habían reducido durante el Plan Colombia: el número de muertes violentas (esencialmente homicidios por arma de fuego), así como el promedio de mortalidad, declinaron firmemente entre el 2000 y el 2008. Segundo, mientras durante muchos años el poder estaba en manos de presos relacionados con el crimen organizado y el tráfico de droga, en gran medida, el Estado ha sido capaz de volver a ganar control y autoridad al interior del sistema penitenciario. Sin embargo, es altamente incierto qué tanto contribuyó la reforma penitenciaria inspirada en Estados Unidos en esta evolución. El crédito por dicho cambio no puede ser atribuido completamente al modelo carcelario ultrapunitivo de EE. UU., ya que es probable que estos indicadores hubieran mejorado de todas formas. Ciertamente, las altas tasas de violencia en las prisiones al final de los años noventa fueron un reflejo o una extensión de la violencia generalizada en Colombia, causada por la intensificación del conflicto armado, la expansión del terror paramilitar, el incontestable poder de los señores de la droga y un debilitamiento de la autoridad del Estado. Es probable, por consiguiente, que la caída registrada de la tasa de homicidios en las cárceles después del 2000 refleje mayoritariamente el fin de un episodio particularmente sangriento en la historia colombia-na más que un cambio en las políticas carcelarias.

La introducción del modelo penitenciario estadounidense llevó a la imposición parcial de un nuevo plan de control totalitario que apuntaba a aislar radicalmente a los prisioneros geográfica y socialmente. Esta base del modelo estadounidense se reflejó en el diseño arquitectónico y en las políticas penitenciarias prescritas por los expertos de la BOP. La ubicación de las instalaciones correccionales en áreas remotas e inaccesibles, el extendido uso de traslados que enviaban a los presos cientos o incluso miles de kilómetros lejos de sus lugares de origen y el fortalecimiento de la militarización, todo ello contribuyó a una situación de desconexión y desafiliación social entre los prisioneros. A este respecto, la desurbanización del sistema carcelario, que va de la mano con el movimiento hacia el encarcelamiento en masa, tendrá consecuencias a largo plazo que discutiremos en nuestra conclusión.

Conclusiones

Este trabajo ha explorado el viaje hacia Colombia de las políticas penitenciarias de Estados Unidos y en particular la prisión supermax, el ícono arquitectónico de la política penal ultrapunitiva de Estados Unidos. Nuestro análisis provee entendimiento sobre cómo, sobre la base de los modelos político y arquitectónico de EE. UU., dicha relación transnacional transformó las culturas penal y carcelaria de Colombia. También explica cómo la planeada revolución del sistema penitenciario colombiano a través de la reforma de la “nueva cultura carcelaria” eventualmente falló a largo plazo. A pesar de que nuestro objetivo en este documento es principalmente empírico, la historia también lleva a preguntas metodológicas interesantes relacionadas con los fenómenos de la movilidad de las políticas y las formas arquitectónicas, que son analizadas usualmente en dos campos de investigación ampliamente desconectados. Por ende, nuestra conclusión retorna primero a la pregunta planteada en nuestra introducción. ¿Cómo se complementan las políticas y las formas? ¿Siguen las mismas rutas? ¿Son puestas en circulación por los mismos actores? Luego reflexionamos brevemente sobre dos aspectos frecuentemente descuidados en dichos procesos: las asimetrías y las fallas del poder.

Las formas arquitectónicas hacen las políticas tangibles y duraderas. Observando las conexiones entre la reforma a las políticas penales y la nueva arquitectura de las cárceles, se resalta cómo las nuevas estrategias del Estado se inscriben en formas tangibles y cómo esto nos permite comprender mejor los efectos de las políticas en las mentalidades, cuerpos y vidas diarias. En la dirección opuesta, conectar las formas con las políticas –o los guiones– de las que provienen nos da una mejor idea de qué formas de edificar resultan: esto revela su programa pedagógico (Söderström y Geertman, 2013). Como la tecnología de Latour (1991), las formas arquitectónicas también son “sociedad hecha durable”: ellas revelan la obstinación de las políticas incluso después de su aparente muerte. Así, las prisiones supermax han continuado –a través de su ubicación y organización espacial– modelando la cultura carcelaria colombiana después del fin de la colaboración penal con EE. UU., a pesar de que las prácticas criollas han retornado a estas cárceles. Dado que las formas arquitectónicas perpetúan los efectos de las políticas más allá de su tiempo de vida, por decirlo así, es heurísticamente muy fructífero hacer conexiones entre los análisis de movilidad de políticas y las movilidades arquitectónicas.

Las políticas y las formas arquitectónicas siguen circuitos distintos pero intercalados. Las formas arquitectónicas tienen sus circuitos específicos de circulación relacionados con el alcance y la red de contactos de las firmas arquitectónicas, así como la influencia de las revistas y escuelas de arquitectura (Faulconbridge, 2010; Guggenheim y Söderström 2010; Knox y Taylor, 2005). Ellas difieren de las redes de las políticas intermunicipales organizadas alrededor de las reuniones con el alcalde, la cooperación bilateral o las redes grandes de ciudades como la Red Mundial de Ciudades y Gobiernos Locales y Regionales (UCLG, por sus siglas en inglés). Además, si las revistas y los académicos juegan un papel importante en los circuitos arquitectónicos, las conferencias internacionales y viajes de estudio juegan un importante rol como “microespacios globales” para las políticas urbanas. Sin embargo, nuestro análisis del viaje del supermax muestra que estos circuitos también se cruzan: los actores involucrados en las políticas penitenciaria y criminal y los arquitectos de cárceles se conocen en las conferencias de la Asociación Internacional de Correccionales y Prisiones. Para avanzar hacia nuestro entendimiento sobre cómo el espacio es producido en un escenario global, se necesitaría hacer comparaciones sistemáticas entre estos diferentes circuitos.

De manera más general, las convergencias y divergencias entre estas formas de movilidad deberían alentarnos a movernos hacia análisis más completos de la producción relacional del espacio urbano. Para lograr esto, necesitamos reducir las barreras entre los campos de investigación como los estudios de políticas, la movilidad y la planeación arquitectónica. Cada uno de estos campos identifica diferentes lógicas de producción relacional del espacio que implican diferentes circuitos, actores y motivaciones. Una comparación sistemática de estas lógicas nos proveería de una mejor comprensión sobre cómo se desarrollan los espacios a través de diferentes “políticas de relación” (Söderström 2014).

Para concluir y retornar a nuestro estudio de caso, el análisis del ascenso y caída del supermax resalta dos aspectos descuidados en los procesos relacionales de la producción de espacios: el poder y sus fallas. Mientras las asimetrías de poder en cuanto a lo simbólico, económico y político en las políticas y los estudios de movilidad arquitectónica son raramente estudiadas, nuestro estudio de caso muestra qué tan centrales son en la forma como los modelos circulan. La creación de una especie de enclave de norma foránea que tuvo lugar en el Plan Colombia es difícil de imaginar en las relaciones de políticas norte-norte predominantes en la literatura, pero es más que excepcional cuando se consideran las relaciones norte-sur. Finalmente, como muestra este caso y como señala Jacobs (2012) es un error, en un periodo en el que el “discurso sobre las mejores prácticas” (Jacobs, 2012, p. 419) es tan influyente, ignorar lo que podemos aprender del fracaso de las transferencias y sus crudas consecuencias.

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(N. del Trad.) El término supermax es el acrónimo inglés de prisión de súper máxima seguridad (super-maximum security). Se refiere a un modelo específico de encarcelamiento reconocido por el aislamiento casi total de los internos, los cuales son confinados en celdas estrechas construidas en hormigón, donde permanecen 23 horas del día, sin contacto con los demás presos. Fue concebido en EE.UU. y se asigna a personas consideradas como criminales de alta peligrosidad. Se conserva en su forma original del inglés debido a que no existe equivalente en español para esta palabra, a que su pronunciación es sencilla y entendiendo que en el original se maneja como concepto.
(N. del Trad.) Esta categoría hace referencia a la capacidad que tienen algunas normas estatales de un país para viajar a otros e instalarse allí como parte de su cuerpo jurídico. Implica cierta forma de subordinación jurídica de un país hacia otro. En el texto original aparece indistintamente como policy mobilities, traveling policies y mobility of policies, haciendo referencia las tres formas a lo mismo. Cabe aclarar también que en inglés el término policy es diferente de la palabra politics; el primero se usa para referirse a las políticas, esto es, a las medidas tomadas por una administración y codificadas jurídicamente, mientras que el segundo hace alusión a la política como teoría y práctica, de manera general.
(N. del Trad.) Esta categoría (built forms en inglés), propia de la arquitectura, se refiere a la forma como luce una construcción, qué tan alta es, cuántos metros cuadrados ocupa, cuál es su distancia de la acera y su estilo arquitectónico entre otras cosas. Fue traducida de la presente manera dado que su forma literal (formas construidas) no logra expresar su contenido de la misma forma que en inglés.
Entre 1999 y 2012, el gobierno estadounidense invirtió 140 millones de dólares en el sector justicia colombiano, de los cuales 7 millones fueron usados para la provisión de asistencia técnica en el sistema penitenciario (US Embassy, 2012).
Esto significa que no nos enfocamos en el diseño de la prisión per se, sino más bien en su circulación transnacional.
(N. del Trad.) Este término aparece en español en el original.
Organización no gubernamental colombiana Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP, 2013).
Una serie de cuatro entrevistas con arquitectos de prisiones de Estados Unidos y empresarios.
Véase, por ejemplo, la construcción de la prisión federal de Ezeiza en Argentina hecha por la corporación multinacional AECOM, o los contratos públicos para el diseño y construcción de prisiones ganada por el líder en planificación de correccionales de Estados Unidos y compañía de diseño CGL en México, Singapur, y los Emiratos Árabes Unidos.
Entrevista con el antiguo jefe de la oficina de ingeniería civil del Instituto Nacional de Prisiones de Colombia INPEC, Bogotá, 20 de mayo de 2011.
(N. del Trad.) Susceptible de traducir como “acuerdo”, se conserva en su idioma original, toda vez que así está citado en las referencias.
Entrevista con un líder del sindicato de guardias de Colombia, Bogotá, 05 de agosto de 2011.
Las tres prisiones criollas de Bogotá todavía están entre las más hacinadas de Colombia, con una tasa promedio de sobrepoblación de aproximadamente 100 %. De manera más general, las 128 prisiones criollas de “primera generación” que todavía están funcionando en Colombia llevan el grueso del enorme hacinamiento de todo el sistema penitenciario, toda vez que estas brindaron el 60 % de la capacidad nacional (“camas” disponibles), pero sostienen en 74 % de la población carcelaria nacional (INPEC 2013, INPEC 2014).
Entrevista con un arquitecto de cárceles y antiguo jefe de la oficina de ingeniería civil del Instituto Nacional de Prisiones INPEC, 20 de mayo de 2011.

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Cómo citar

APA

Cruz, J. & Grajales, J. (2020). Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia. Ciencia Política, 15(29), 289–325. https://doi.org/10.15446/cp.v15n29.79734

ACM

[1]
Cruz, J. y Grajales, J. 2020. Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia. Ciencia Política. 15, 29 (ene. 2020), 289–325. DOI:https://doi.org/10.15446/cp.v15n29.79734.

ACS

(1)
Cruz, J.; Grajales, J. Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia. Cienc. politi. 2020, 15, 289-325.

ABNT

CRUZ, J.; GRAJALES, J. Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia. Ciencia Política, [S. l.], v. 15, n. 29, p. 289–325, 2020. DOI: 10.15446/cp.v15n29.79734. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/79734. Acesso em: 27 dic. 2025.

Chicago

Cruz, Julio, y Jennier Grajales. 2020. «Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia». Ciencia Política 15 (29):289-325. https://doi.org/10.15446/cp.v15n29.79734.

Harvard

Cruz, J. y Grajales, J. (2020) «Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia», Ciencia Política, 15(29), pp. 289–325. doi: 10.15446/cp.v15n29.79734.

IEEE

[1]
J. Cruz y J. Grajales, «Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia», Cienc. politi., vol. 15, n.º 29, pp. 289–325, ene. 2020.

MLA

Cruz, J., y J. Grajales. «Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia». Ciencia Política, vol. 15, n.º 29, enero de 2020, pp. 289-25, doi:10.15446/cp.v15n29.79734.

Turabian

Cruz, Julio, y Jennier Grajales. «Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia». Ciencia Política 15, no. 29 (enero 1, 2020): 289–325. Accedido diciembre 27, 2025. https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/79734.

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1.
Cruz J, Grajales J. Ascenso y caída del Supermax: cómo el modelo de prisión estadounidense y la política penal ultrapunitiva llegaron a Colombia. Cienc. politi. [Internet]. 1 de enero de 2020 [citado 27 de diciembre de 2025];15(29):289-325. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/79734

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