Rousseau y la sociedad como sentir colectivo
Rousseau and Society as Collective Feeling
DOI:
https://doi.org/10.15446/cp.v16n32.96912Palabras clave:
afectividad, autonomía, política, Rousseau, sentimientos, subjetividad, Libertad (es)Affectivity, Autonomy, Feelings, Politic, Rousseau, subjetivity, Freedom (en)
Rousseau no solo ha sido considerado como una de las figuras más representativas de la filosofía ilustrada, también se lo reconoce por ser pionero del romanticismo a causa de sus exhaustivas indagaciones en la subjetividad, con las que da cuenta de la relación entre lo afectivo e intelectivo. La indagación sobre la relación entre lo afectivo y la política ha sido un nicho prolífero de investigación en los estudios sobre Rousseau, en particular lo referente al análisis en torno al amor propio, el amor de sí y la compasión. A partir de esta grilla investigativa, este artículo indaga en la obra de Rousseau las raíces subjetivas de la afectividad humana y cómo estas sirven de guía para poder elucidar la sanción social como un mecanismo afectivo/intelectivo. Finalmente, se postula que el proyecto autónomo consiste en la apropiación y el uso deliberado de tales mecanismos.
Rousseau has been considered as one of the most important thinkers from the Enlightenment and, also, as a pioneer of romanticism for his investigations on human subjectivity, addressing feelings and intellective faculties. Feelings and politics have been a fructiferous field of research, especially those related with self-love, love of self and pity. Departing from this field, this article aims to inquire into the affective roots of subjectivity and how they allow to elucidate social sanctions as affective/intellective mechanisms. Finally, it will propose that autonomy is about appropriate and make a deliberate use of this mechanisms.
Recibido: 7 de diciembre de 2020; Aceptado: 2 de junio de 2021
Resumen
Rousseau no solo ha sido considerado como una de las figuras más representativas de la filosofía ilustrada, también se lo reconoce por ser pionero del romanticismo a causa de sus exhaustivas indagaciones en la subjetividad, con las que da cuenta de la relación entre lo afectivo e intelectivo. La indagación sobre la relación entre lo afectivo y la política ha sido un nicho prolífero de investigación en los estudios sobre Rousseau, en particular lo referente al análisis en torno al amor propio, el amor de sí y la compasión. A partir de esta grilla investigativa, este artículo indaga en la obra de Rousseau las raíces subjetivas de la afectividad humana y cómo estas sirven de guía para poder elucidar la sanción social como un mecanismo afectivo/intelectivo. Finalmente, se postula que el proyecto autónomo consiste en la apropiación y el uso deliberado de tales mecanismos.
Palabras clave: afectividad, autonomía, libertad, política, Rousseau, sentimientos.Abstract
Rousseau has not only been considered as one of the most important thinkers from the Enlightenment, but also, as a pioneer on Romanticism for his investigations on human subjectivity in which he addresses the relationship between affective and intellectual faculties. Affectivity and politics have been a fructiferous field of research in Rousseau studies, especially those related with self-love, love of self and pity. Departing from this field, this article aims to inquire into the affective roots of subjectivity and how they allow to elucidate social sanctions as affective/intellectual mechanisms. Finally, it proposes that autonomy is about appropriation and deliberate use of this mechanisms.
Palabras clave: Affectivity, Autonomy, Feelings, Freedom, Politics, Rousseau.Introducción
Es común señalar a Rousseau como una de las figuras fundacionales del ánimo intelectual y cultural del romanticismo, por cuenta de su decidido y dedicado análisis de la subjetividad humana formada por facultadas intelectivas y afectivas (Bardina, 2017; Osterwalder, 2012; Qvortrup, 2018; Tröhler, 2012; Yepes, 2014). Para este filósofo, una existencia abocada al proyecto de la autonomía individual y colectiva no solo tiene que ver con el desarrollo de la razón, sino con una serie de disposiciones afectivas. Igualmente, Rousseau demostró que todos los procesos de aprendizaje, construcción de saberes, socialización e internalización de imaginarios están informados por un ánimo afectivo, que influye en la forma cómo operan las facultades de la razón, la imaginación y la memoria (Davies, 2020; Qvortrup, 2018). Esta perspectiva antecedió muchas de las indagaciones en filosofía y ciencias sociales del siglo XX (Bolaños, 2016).
La recepción general de la propuesta de Rousseau llevó a que fuera entendido como un pensador contra-ilustración (Hicks, 2017; Verhaegh, 2005), a pesar de que compartía algunos puntos en común con muchos de sus contemporáneos, incluidos abordajes metodológicos y valoraciones particulares de lo social. Además, tomó una distancia radical al indagar lo humano desde una perspectiva más amplia que aquella abandonada a la razón y al pesimismo antropológico. Uno de los puntos más radicales de su escisión intelectual fue su concepción de naturaleza humana, a partir de la cual se postula una relación heterogénea, contradictoria, indeterminada y total entre la libertad, la afectividad y lo intelectivo. Con miras a esta dinámica, este artículo indagará la relación entre libertad y afectividad en el ámbito subjetivo y político.
El artículo está dividido en tres partes: (1) Sentir la libertad: una indagación sobre las raíces subjetivas de la libertad y la afectividad, que considera los sentimientos como el “amor de sí” y la “compasión”; (2) Vivir la libertad: un análisis de la libertad y la afectividad en el ámbito social, que considera que este tiene un estatus ontológico que hace ser al individuo; y (3) La vergüenza de ser libre: cómo la afectividad constituye un momento ineludible del proyecto autónomo que implica la “apropiación” de los mecanismos sociales afectivos. La metodología está dada por las dimensiones o los niveles de análisis: subjetivo, social y político. Esta división solo se realiza con fines de facilitar el análisis filosófico planteado; en la realidad estos tienen un carácter co-originario.
1. Sentir la libertad: raíces subjetivas de la afectividad libre
Cuando se relaciona a la libertad con los sentimientos, la mayoría de las reflexiones parecen apuntar en dos direcciones: por un lado, los sentimientos son condición de posibilidad de la libertad, es decir, aquellos sentires (deseo, empatía, solidaridad, compasión) que la hacen posible y promueven la acción que la vuelven concreta; por otro lado, el sentimiento de estar en una situación efectiva de libertad, que parece aludir más que nada a un ánimo general o a una disposición subjetiva. En los dos casos el el eje central es la elección entre dejar la elección entre dejar ser o contener los sentimientos. Para Platón (Rep.) la opción consiste en encontrar un equilibrio en el alma donde se manifiesten adecuadamente facultades y sentimientos. Lo anterior tuvo una influencia decisiva para Rousseau. En la Ilustración, la balanza se inclinó hacia una suerte de contención o apaciguamiento de lo afectivo (Hollis, 2015; Nietzsche, 2011; Steingress-Carballar, 2018). Desde el siglo XIX se han planteado posturas que abogaban por oponerse a tales tipos de represión (Bolaños, 2016; Bruni, 2019; Marín y Quintero, 2017). Este es un lugar común actual que hace de la postura de Rousseau algo pertinente.
Para Rousseau el eje central de la discusión parte de que la dimensión afectiva no es reprimible, ocultable o extraíble ni tampoco enteramente libre e incontenible. Sin importar qué, la realidad humana es en todo momento afectiva y la relación de esta dimensión con las facultades intelectivas es la de una totalidad indeterminada, heterogénea y conflictiva que es la subjetividad: “vivir no es respirar, es obrar; hacer uso de nuestros órganos, nuestros sentidos, de nuestras facultades, de todas las partes de nosotros mismos que nos dan el sentimiento de nuestra existencia” (Rousseau, 1990, p. 42). La vida viene de un solo golpe y en un solo movimiento involucra facultades, sentimientos y facticidad. Se la asume, todo tiene su lugar y su importancia en el desorden del alma (Castoriadis, 2002). No se trata entonces de reprimir o liberar los sentimientos, sino de conocer su naturaleza para que, de acuerdo con cada caso, se puedan tomar las disposiciones necesarias para alcanzar la libertad y comprometerse con el proyecto autónomo (Rousseau, 1990, p. 39).
Conocer la naturaleza humana fue una preocupación central para Rousseau y la tarea inacabable a la que se dedicó hasta su muerte. En su primera etapa, en obras como los Discursos y Emilio, la reflexión se enfocó en la búsqueda de un hombre que solo es posible identificar en un estado de naturaleza. Conocer este tipo de hombre es fundamental para dar con las raíces subjetivas de lo humano, al acceder a un conocimiento indispensable para elucidar y postular una educación y un proyecto político encaminados a la libertad.
La tarea por elucidar al hombre natural y el estado de naturaleza ha sido entendida por algunos especialistas como una reflexión que tiene una connotación de rigurosidad empírica. Hoy en día esta perspectiva puede fundamentarse en hallazgos científicos (Bellah, 2002; Qvortrup, 2018) y contrastarse con interpretaciones como las de Taylor (2010, p. 14) o Simmel (2001) que ven en la postura rousseauniana una suerte de ambigüedad. Sin embargo, Rousseau (2002b) en el Segundo Discurso postula: “las investigaciones en las cuales nos comprometemos en esta ocasión, no deben ser tomadas como una verdad histórica, sino meramente como hipotéticas” (Rousseau, 2002b, p. 88, traducción propia). Puede haber correspondencias entre los hallazgos científicos y la narrativa rousseauniana, pero no era a esto a lo que apuntaba Rousseau. Lo que se pretende con esta metodología es abordar la realidad humana en su profundidad, no en la rigurosidad del saber científico. El Primer discurso (2002a), Rousseau plantea una actitud escéptica con respecto a la ciencia para abordar la realidad humana (Pignol, 2017; Wolker, 2001; Yepes, 2014).
La respuesta a qué es la profundidad humana tiene dos partes. La primera parte tiene que ver con el carácter indeterminado de la naturaleza humana en el Segundo discurso. Tal indeterminación no tiene que ver con una especie de desvinculación de las personas con su cuerpo o el ambiente donde viven. De la naturaleza del hombre surgen las disposiciones propicias que dan lugar a una indeterminación (auto)determinante posible por su ser libre. El hombre en estado de naturaleza, que tal vez nunca existió, se encuentra en una “bondadosa condición” (Damiani, 2015), que se deriva del hecho de que se mantiene indeterminado: no es bueno ni malo, no es cariñoso ni cruel, no es mentiroso ni sincero. La “libertad natural” no parece otra cosa que un aturdimiento benévolo, mantenerse perplejo ante los instintos y la correspondencia entre deseos y fuerza (Rousseau, 2002b, p. 95). Una vez esta indeterminación se hace determinante, las personas se ven atrapadas en el duelo de la significancia de la significación, por el que es posible la (auto)determinación como proyecto personal y social.
Rousseau entendió los comportamientos egoístas y violentos defendidos por sus contemporáneos como hechos demasiado elaborados, que solo podían presentarse en personas ya involucradas en la sociedad (Conforti, 2009; Ossewaarde-Lowtoo, 2020; Pignol, 2017). Lo que Rousseau vio en el hipotético estado de naturaleza era un ser sensible cuya afectividad está guiada por dos principios que antecedían a la razón: (1) el amor de sí (amour de soi), pasión muy similar a la de autopreservación en los animales y en donde no existe una conciencia clara de los otros que conduzca a evaluar la preservación en términos de significaciones sociales imaginarias (Bellah, 2002; Neuhouser, 2009); y (2) la compasión, que es la pasión por medio de la cual rechazamos ver o infligir sufrimiento, una actitud natural y universal frente al sufriente (Steingress-Carballar, 2018). Estas son las bases de la receptividad, de la profundidad como la cualidad de ser afectados cada vez por lo que nos rodea, la vulnerabilidad de la existencia.
La segunda dimensión de la profundidad tiene que ver con la fuente y dirección de la indagación (metodología), que desde el Primer discurso fue planteada como: “¿Cuál bien implica buscar la felicidad en la opinión de los otros si podemos encontrarla en nosotros mismos?” (Rousseau, 2002a, p. 66, traducción propia). Para Rousseau la indagación interna y el involucramiento deben guiar toda investigación filosófica: si quiero indagar en la realidad humana, debo hacerlo sobre mí que soy un humano más. Dicha perspectiva apunta al “fondo sin fondo” del espíritu, a su indeterminación determinante. Este método debe ser complementado en la indagación del momento social. No tiene que ver con los métodos de abstracción a los que apunta la propuesta de Descartes o de Husserl, que es la subjetividad aislada que da cuenta de sí a partir de su clausura interna (Cely, 2011; Quintana, 2019; Salerno, 2020). El sujeto rousseauniano está siempre situado, atado a su ambiente y sobre todo a los otros que lo rodean (Lecaros, 2016). Esta perspectiva postula un sujeto que solo es posible por una mezcla de facultades y sentimientos que le permiten comprenderse como otro, en un proceso de aprendizaje que empieza por el sentir (Rousseau, 1967, 1990).
El aprendizaje del sujeto empieza de manera afectiva y percibe solo placer y dolor (Rousseau, 1990, p. 70). Así, las raíces subjetivas de la libertad son las de un sujeto total e indeterminado, que sobrelleva su existencia gracias al trabajo conjunto de facultades intelectivas y afectivas: el sujeto es pura profundidad. Contrario a lo que postula Berlin (2013), para Rousseau la libertad no se sustenta únicamente en la razón: somos libres porque podemos sentir y pensar; sentir lo pensado y pensar lo sentido; sentir para pensar y pensar para sentir; una profundidad que profundiza sin cesar. Esta es la dinámica que caracteriza a la libertad, que antes que complejidad es profundidad, un flujo infinito de representaciones que puede ser intervenido, maleado y creado para hacer a la historia como aquel ámbito donde se instituye el sentido, aquello que guía el sentir de la existencia humana (Castoriadis, 2004; Caviglia, 2018; Lecaros, 2016; Schneewind, 2009).
En el Segundo discurso se plantea un problema al cual se trata de hacer frente en Emilio: la libertad lleva a que las relaciones con nuestra propia naturaleza sean asimétricas. Esto quiere decir que no hay una relación absoluta o causal con el estrato biológico, sino en términos de supeditación a lo humano: “la mente pervierte los sentidos y cuando la naturaleza deja de hablar, la voluntad continúa dictando” (Rousseau, 2002b, p. 95, traducción propia). Esta es la condición de “agente libre” y el motivo por el cual las personas se encuentran enajenadas de su naturaleza, vulnerables, alteradas y alterantes para los otros. Tal escisión se manifiesta en: (1) la conciencia de libertad, que interviene en la formación y expresión de afecciones, y que rompe con toda lógica mecánica del instinto; (2) el poder de la voluntad, la capacidad de elegir de acuerdo con el contenido de la conciencia; y (3) la facultad de mejorar (perfectibilité), la cual es una suerte de desempeño total de las facultades intelectivas y afectivas con miras al cambio y la (auto)determinación (Rousseau, 2002b, pp. 95-96).
La relación asimétrica, a través de la cual las pasiones permiten a la razón desarrollarse, es muestra de que sufrir es el primer peldaño en la construcción del saber. La razón no es la causa sino la consecuencia del desarrollo de las raíces subjetivas de la libertad, es la facultad que tarda más en desarrollarse y que encuentra los mayores obstáculos (Rousseau, 1990, p. 107). Se acude a la razón porque se es libre y se es libre porque se es un ser afectivo, abierto y vulnerable.
Detrás de esta asimetría, del amor de sí y la compasión, de las dificultades que encuentra la razón, hay otra facultad: la imaginación. Para Rousseau (1990) la imaginación es la que “amplia la medida de lo posible, sea para bien o para mal, la que por consiguiente excita y alimenta los deseos” (Rousseau, 1990, p. 95). En el fondo de esa escisión entre la naturaleza y lo humano se encuentra la imaginación, que indetermina y determina cada vez las relaciones que se tienen con el estrato primario, material y psíquico. Gracias a la imaginación es posible ir más allá de lo dado a través de los instintos y la lógica heterónoma y clausurada (Chambliss, 1974).
La imaginación posibilita pensar y sentir lo que no es, e inserta la creación en la existencia para afrontar la profundidad de lo humano. Gracias a esta facultad, cada uno encuentra su individualidad y se entrega a un hacer que no es mera imitación (Conforti, 2009, p. 231). La imaginación y la razón afectados por los sentimientos, la posibilidad de gozo y el sufrimiento, permiten el cambio a nivel histórico-social (ordre social) y a nivel personal (perfectibilité). Lo que encontró Rousseau en su búsqueda incesante por las personas “tal y como son” (Bishop, 2019; Villaverde, 2002) fue un ser que es y no es. Esta es la potencia de un ser afectivo que se indetermina y determina cada vez, guiado por la preocupación constante de preservarse a sí mismo y a sus semejantes, y sin los cuales la vida no sería posible. La vivencia de la libertad es en todo momento una relación afectiva e intelectiva con el otro (Wingrove, 2000). Este es un hecho fundante de la sociedad y la política, tema de la siguiente sección.
2. Vivir la libertad: la afectividad en medio de los otros
Una de las hipótesis más escandalosas del estado de naturaleza rousseauniano es la imagen de un hombre solo y aislado. Desde el periodo en que postuló tal escenario, la biología, la antropología y la filosofía no han cesado de exponer pruebas de que el hombre y sus predecesores en la cadena evolutiva han sido seres sociales (Agamben, 2006; Harari, 2018). Sin embargo, esta hipótesis permite pensar, imaginar y sentir un estado a partir del cual es posible desglosar y elucidar lo social al identificar y descartar lo natural: al saber lo que es natural se podría deducir lo que es resultado de la libertad y del devenir social. De manera que la elucidación del estado de naturaleza permite ver al sujeto tal y como es. Esto no es posible en sociedad ya que cada uno está escondido en la reiteración de comportamientos y en las instituciones (Rousseau, 2002a, p. 50).
De la imagen que Rousseau ofrece de lo humano se colige que existe una escisión entre lo humano y lo natural que hace posible la (auto) determinación, como aquella capacidad de darse a uno mismo leyes propias (Ohana, 2017, p. 284). Esto incluye la libertad de elegirse esclavo o de comprometerse con un sistema injusto (Pénigaud, 2015; Rousseau, 1993). Más que experimentar un estado de naturaleza que no es posible ni deseable recrear (Bellah, 2002; Rousseau, 2002b), la postulación de un estado de naturaleza permite identificar lo social, lo que es maleable, sujeto a la libertad y a la creación. La vulnerabilidad, la dependencia y la piedad, son las bases naturales –no modificables– de la sociedad (Neuhouser, 2009; Steingress-Carballar, 2018); pero fuera de ello, la libertad lo pone todo bajo la tutela del poder de la voluntad. Por ello la preocupación de Rousseau en el Contrato social no es lo que es de una vez por todas, sino las “leyes, tal y como pueden ser” (Rousseau, 1993, p. 5).
La individualidad es el punto de partida del pensamiento de Rousseau (Conforti, 2009, p. 221), pero es necesario tomar en cuenta algunas consideraciones. El individuo rousseauniano no es un ser aislado y solitario, cuyo objetivo de vida sea liberarse de los otros y obtener la independencia absoluta frente a ellos (Berlin, 2013; Lévinas, 1999). Desde el punto de vista tanto filogenético como ontogenético, Rousseau postula un individuo como un ser sensible desde el momento de su nacimiento, esto supone una receptividad incesante de estímulos provenientes del entorno y de las otras personas: el individuo no es sino porque hay otros que se comprometen con su educación y su supervivencia. Las pasiones fundamentales (amor de sí y compasión) no hacen más que remitir al otro, donde encuentran su desarrollo: la educación y la política son la modulación de la influencia inevitable de los demás.
La comunidad o la sociedad son la posibilidad de que exista la individualidad y de que pueda tenerse conciencia de ello; lo que es fundamental para el ejercicio de la libertad civil y moral (Armiño, 1990; Bellah, 2002). Una vez que los otros estimulan el desarrollo de las facultades afectivas e intelectivas, el individuo puede pensarse como tal, tener conciencia de sí al compararse, diferenciarse y establecer relaciones con los demás para definir así sus límites y posibilidades (Lecaros, 2016; Thompson, 2017). En esta dinámica lo social adquiere un estatus ontológico: hay un ser socializado y un ser de lo social; hay un individuo social y una sociedad. Cada uno de estos permanece inserto en la dinámica donde lo indeterminado se determina cada vez y encuentra su particularidad en la institución total de sus imaginarios sociales (Cristiano, 2009; Klooger, 2013). La sociedad es un sentir y pensar conjunto, un ser que respira al unísono en medio de tensiones, conflictos, contradicciones y plasticidades: “tan pronto como esta multitud se reúne formando un cuerpo, no se puede ofender a uno de sus miembros sin atacar al cuerpo; ni menos aún ofender al cuerpo sin que sus miembros se resientan” (Rousseau, 1993, p. 18).
En los imaginarios sociales se encuentran las valoraciones normativas y fácticas que remiten a sentimientos comunes, que hacen de la sociedad una coherencia interrumpida y rota orientada hacia unas afecciones, a formas concretas de enfrentar el dolor y el gozo. Lo social se siente y esta es una de las conclusiones más importantes del Primer discurso: al realizar el diagnóstico de la sociedad de su tiempo, Rousseau (2000a, p. 55) no puede más que preguntarse por lo vergonzoso y humillante de tales reflexiones. Esta vergüenza expresa el vínculo con los demás y hace patente la participación del individuo como un otro, en un ámbito social que forma al sujeto y viceversa (Chirolla, 2020). A la base de este sentir el ser social encuentra el amor propio (amour propre), la pasión y el deseo de ser reconocido por los demás, y preserva lo que es propio de la individualidad. Esta es la guía en la búsqueda por cumplir con las metas de cada quien (Newhouser, 2009, p. 31).
Lo anterior implica una consideración del otro mucho más amplia que aquella ofrecida por perspectivas racionalistas y utilitarias (Evcan, 2019; Pignol, 2017). Considerar al otro implica que este altera las facultades del individuo, sus estados anímicos y su experiencia de vida. La valoración que el individuo hace sobre sí, la reflexión llevada a cabo cuando este se hace otro que se juzga, siente y piensa, está atravesada irremediablemente por el otro (Davies, 2020; Lovejoy, 1961). Al igual como sucede con el individuo considerado aparte, lo social es un ser que se siente, piensa1 e instituye las regulaciones y manifestaciones de tal afectividad a través de sus miembros. Se siente, se piensa y se decide juntos cómo manifestar tales dinámicas.
Para instituir, la principal herramienta de la que se vale lo social es la sanción (Castoriadis, 1988, 2004), pero en la postura de Rousseau tal mecanismo tiene unas particularidades. En el primer libro del Contrato social, Rousseau hace una diferencia decisiva: “siempre habrá una diferencia fundamental entre someter una multitud y regir una sociedad” (Rousseau, 1993, p. 13). De un lado, someter (soumettre) supone dominar, sujetar, “poner debajo de”. Este es el carácter fundamental de la sanción en la multitud, una forma de convivencia que todavía no es o que es de manera incompleta. Lo que se pone por debajo de la voluntad de uno solo o de unos pocos es una multitud, individuos sin un sentir social –o interrumpido–. Si se falta a la participación de otras voluntades y se coarta el “poder de la voluntad” libre de cada uno, esta sanción no puede ser sino un acto violento. De otro lado, regir implica determinar y regular el esfuerzo conjunto en que los miembros de una comunidad dirigen y unen las fuerzas existentes de acuerdo con los contenidos que rigen su existencia (Rousseau, 1993, p. 14). Ambos casos suponen una obligatoriedad, pero la diferencia radical consiste en que una es arbitraria, ingenua, idiota e injusta; mientras la otra es obligatoriedad en el ámbito de la política, actividad por la que se instituyen los contenidos sociales.
Si el sentir y la afectividad son los fundamentos de todo aprendizaje y se descarta a la fuerza como principio de legitimidad de la sociedad (Armiño, 1990; Mínguez, et al., 2016; Rousseau, 1967, 1990; Tröhler, 2012), la sanción social no es otra cosa que un socializar por medio del aprendizaje de contenidos existenciales. Estos se valen de suplicios o la amenaza de estos, y pueden ser modos de violencia corporal (castigo, prisión, exilio); aunque en su mayoría son de carácter afectivo. Por este motivo, Rousseau hace hincapié en el carácter social del amor propio (NeuHouser, 2009; Ossewaarde-Lowtoo, 2020; Wokler, 2001), ya que es el que per-mite que la sanción social tenga algún sentido. Al recurrir al amor propio y al amor de sí, que son mecanismos para evitar el sufrimiento (Steingress-Carballar, 2018, p. 185), la sanción moldea los comportamientos de tal manera que es imposible distinguir aquello que en el individuo es natural (Rousseau, 2002a, p. 50).
En tal proceso de aprendizaje se (re)producen individuos adecuados a la sociedad y se establecen las condiciones adecuadas para sentir y para la manifestación particular de las facultades. Por ejemplo, la sociedad neoliberal delinea las condiciones de competencia que favorecen la emergencia de afectividades individualistas, el sentimiento de aislamiento y el apego al consumo (Baudrillard, 2014; Hardt y Negri, 2002; Laval y Dardot, 2013). No es posible diferenciar entre una sanción material y una afectiva, toda sanción involucra una dimensión afectiva e intelectiva que se manifiesta corporalmente y en el ambiente social. La memoria provee insumos necesarios a la imaginación para pensar los gozos o sanciones (sufrimientos) de los que el individuo sería objeto, si no corresponde con la institución de la sociedad. El efecto permanente de la socialización y la tendencia a la clausura de lo social solo son posibles por las facultades intelectivas, en particular la razón y la imaginación (Bisso, 2018; Hentea, 2010).
Desde la perspectiva rousseauniana no hay lugar al tipo de consideraciones que asocian las sanciones como respuestas a dinámicas instintivas o a los imperativos de otros tipos como las leyes naturales, las leyes de la historia, el inconsciente, entre otros. La sanción solo puede ser el resultado del devenir histórico-social y su manifestación depende de cada individuo. En Emilio, Rousseau (1990) insiste en más de una ocasión que la fortaleza de una persona depende de su capacidad de hacer frente a las ventajas y sanciones que ofrece la sociedad. De esta fortaleza depende que una persona sea dueña de sí y su capacidad de hacer el bien (Rousseau, 1990, p. 77), así como comportarse de acuerdo con un principio de justica y moral para respetar la libertad de los demás (O’Hagan, 2005, p. 69). Pero la determinación de comportamientos como respuesta a la influencia social a nivel individual es solo el objetivo de la educación. En la dimensión colectiva esta fortaleza se manifiesta en el ámbito de la política, donde la relación entre lo afectivo y la sanción social aún tiene matices más complejos.
3. La vergüenza de ser libre o la sociedad del sentimiento
Por ser el momento de la crítica y del diagnóstico que serviría de pun-to de partida para la posterior producción de Rousseau, el Discurso sobre las ciencias y el arte podría dar la sensación de adoptar una postura pesimista. Sin embargo, en este texto comenzaron a delinearse las bases que dieron paso a una perspectiva de la autonomía como proyecto personal y colectivo. Si la crítica existe es por la capacidad de previsión donde lo humano determina cada vez los límites de lo posible (Rousseau, 1990, p. 95), esto es, la capacidad de tomar conciencia de una situación y plan-tear la posibilidad de otra radicalmente distinta: “la previsión que nos lleva constantemente más allá de nosotros y nos sitúa a menudo donde no llegaremos” (Rousseau, 1990, p. 97). Si tal estado de cosas, marcado por la injusticia y la desigualdad, es posible; si las ciencias y el arte tienen algo que ocultar; si todo esto sucede y somos capaces de reflexionar al respecto partiendo del sentimiento de inconformidad, culpa y vergüenza; si todo esto es posible es porque podría ser de otra forma y esta situación la deseamos y la sentimos antes de poder pensarla.
Esto no se reduce únicamente a pensar y sentir una situación para poder imaginar otra. Gracias al funcionamiento de las facultades y afectividades es posible transformar la realidad humana: cuando se trata de asuntos morales o sociales (choses morales), los límites de lo posible son indeterminados y la búsqueda incesante de otras formas de existir solo está limitada por nuestras flaquezas, prejuicios, vicios y afectividades (Rousseau, 1964, p. 298). Tal postura, planteada en el Contrato social, no es más que la continuación del trabajo iniciado en los Discursos: solo de esta manera es comprensible la ausencia de ciertos elementos y el énfasis en otros cuando se trata de abordar lo político. Como aquel hecho en la razón que ha llevado a interpretaciones que identifican en Rousseau un racionalista “paranoico” (Berlin, 2013; Hicks, 2017). También existen posturas que, sin caer en interpretaciones reduccionistas, postulan que no existe tal continuidad en el corpus rousseauniano (McDonald y Hoffman, 2005; Wingrove, 2000; Wokler, 2001).
A diferencia de lo que podría colegirse de algunos fragmentos de los Discursos y de Emilio, en el Contrato social Rousseau se muestra mucho más entusiasta en lo que respecta a tomar distancia de la naturaleza. Uno de los lugares donde se expresa tal entusiasmo es en el primer libro, donde se hace una distinción entre: (1) libertad natural, aquella que tie-ne el individuo por cuenta de sus fuerzas naturales; (2) libertad civil, aquella que está dada por la voluntad general, es decir, por el involucramiento en el ser social; y (3) libertad moral, la cual solo es posible por la anterior y es la que permite que el hombre sea dueño de sí (Rousseau, 1993, p. 20). De lo anterior se sigue que, quien es dueño de sí, lo es por y para a la sociedad: la libertad como un estado efectivo es relacional. En Emilio, la posibilidad de ser dueño de sí depende de la fortaleza del individuo, que es entendida en términos corporales y afectivos (Rousseau, 1990, p. 71). En el Contrato social depende de la convivencia con los demás y de las posibilidades abiertas por el proyecto autónomo.
Además de que la educación prepara a los hombres y mujeres para ser ciudadanos (Armiño, 1990; Conforti, 2009), el “cuerpo político” constituye ese ser social a partir del cual será posible sentir, pensar y actuar de acuerdo con principios de igualdad y justicia (Thompson, 2017). A lo largo de sus obras Rousseau elucida las tendencias más recurrentes en los grupos sociales al identificar la “naturaleza” de los individuos. Uno de los aportes más importantes que hace al respecto es el de postular el ya mencionado estatus ontológico del ser social, el cual, por medio de mecanismos afectivos, intelectivos y corporales es capaz de modular las facultades y los sentimientos de las personas, y afecta de manera decisiva su capacidad de representar y ver el mundo (Ossewaarde-Lowtoo, 2020). De esta dinámica se manifiesta lo que Wingrove (2000, p. 29) denomina como una “dialéctica de control”. Por cuenta de la (re)producción de individuos se desarrolla una dinámica donde estos se debaten constantemente entre la coerción y el consentimiento. Afectada su capacidad de representación y su sensibilidad, cada uno enfrenta una serie de dificultades para acceder a la realidad efectiva de lo social y se siente tentado y amenazado a reproducir la sociedad tal cual es, así se evita el cambio (Bellah, 2002; Rousseau, 2002a).
Para Nehouser (2008), la solución planteada por Rousseau consiste en limitar la desigualdad social y hacer que las oportunidades de base estén disponibles para todos. Lo anterior se logra por medio de la institución de una sociedad que cuente con mecanismos de reconocimiento igualitarios (Nehouser, 2008, pp. 164-166). Esto no es otra cosa que generar las condiciones adecuadas para que se manifieste un amor propio en el marco de la igualdad y la fraternidad, y que el individuo esté en capacidad de entregarse deliberadamente al sentimiento de libertad: el deseo de darse unas propias leyes de existencia (libertad moral). Como el sujeto es una indeterminación cada vez determinante, vulnerable y expuesta a todo tipo de estímulos, es necesaria la guía, de modo que incluso en un proyecto autónomo la sociedad debe servirse de ciertas sanciones y coerciones: “quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado [contraint] por todo el cuerpo: lo que no significa otra cosa que se lo obligará [forcera] a ser libre” (Rousseau, 1993, p. 19, traducción propia).
En el anterior fragmento la obligación aparece en dos momentos: por un lado, un momento social, de disposiciones adoptadas por los otros (voluntad general) y donde la obligación (contraint) supone forzar, presionar e incluso amenazar con la coerción. Por otro lado, un momento individual, donde el individuo se ve obligado (forcer), forzado, sin opción, y donde se aprecia un sobrepasar, un ejecutar exagerado y un forzarse a ir más allá de lo natural. Esta formulación suele entenderse en términos aporéticos. Sin embargo, como un estado totalmente relacional que depende del otro, la libertad solo es posible por la existencia de una ley que la asegure (Lévinas, 1993). Descartadas en el primer libro del Contrato social, las legitimaciones del orden social a partir de la fuerza, de la desigualdad natural y de la propiedad no pueden ser el fundamento de la obligatoriedad de la libertad. Esta proviene, entonces, de aquellas sanciones intelectivas y afectivas que hacen que el individuo sea proclive a ciertos comportamientos: se obliga a ser libre sintiendo la libertad propia y ajena; se expone la vulnerabilidad e individualidad de cada uno; y se expo-ne a la vergüenza de ser libre y a la libertad de sentir vergüenza. Hay un devenir común del cual cada uno es responsable en partes iguales (Rousseau, 1993, p. 20).
En el libro dos del Contrato social se habla del derecho de vida y muerte. Aunque un buen gobierno basado en la voluntad general se caracteriza por ejecutar pocos castigos (Rousseau, 1993, p. 35), Rousseau no niega la posibilidad de que exista tal cosa como la pena de muerte o el exilio. Sin embargo, este tipo de castigos no son los que obligan a la persona a ser libre: si estoy muerto o soy expulsado del cuerpo político, ¿cómo podría ser libre? Simplemente no es posible. La obligación, entonces, viene del hecho de que la sociedad se instituye y configura las condiciones o el ambiente “artificial”, donde las personas importan y responden unas a otras (Savater, 2015, p. 48). Dichas condiciones exponen al individuo a la libertad bajo la amenaza de una sanción afectiva como la vergüenza, el rechazo o la inconformidad de sí: en la sociedad autónoma se protege al individuo haciéndole sentir todo el rigor de la vergüenza de ser libre, de saberse responsable del otro y de estar comprometido con su futuro. Esta es una tarea titánica que Rousseau entiende como:
Aquel que ose emprender la obra de instituir [instituer] un pueblo, debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana […] arrebatar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean extrañas y de las cuales no puede hacer uso sin el auxilio del otro. (Rousseau, 1993, p. 40, énfasis añadido)
Frente al hombre en estado de naturaleza, atrapado y aturdido por la inmediatez de su entorno, se postula un hombre comprometido con la autonomía: afectividad y racionalidad posibles por el "auxilio" del otro. El cuerpo social es el objeto de la institución, pero este ser social está compuesto de voluntades individuales. Esto hace que la institución y la política como la actividad de instituir deliberadamente (autodeterminación) sea una actividad que recae directamente sobre el individuo: el objeto de la institución no puede ser otro que el individuo, su forma de percibir el mundo y de crear afectividades.
Además de regirse por una racionalidad y afectividad supeditada a principios de igualdad, el proyecto colectivo se caracteriza por apropiarse de lo social, de hacer un uso deliberado de sus mecanismos. Donde la sociedad ejerce sanciones y desarrolla procesos de aprendizaje que definen una representación particular del mundo de manera inconsciente y heterónoma (como si fueran ejecutados por fuerzas extra-sociales), el proyecto autónomo lo hace de manera deliberada, se soporta en la voluntad libre y en la capacidad de mejoramiento (pefectibilité), y responde de manera particular a cada situación (O’Hagan, 2005, pp. 92-94). ¿Cómo es posible apoderarse de tales mecanismos de manera deliberada? ¿Cuál es la actividad que logra controlarlos? La ley que es “cuando todo el pueblo decreta para sí mismo […] sin ninguna división del todo” (Rousseau, 1993, p. 37). Decretar es la forma como se rige (regir) una sociedad a sí misma, distinto al someter (soumettre).
A través de la ley se da vida al pacto social y se hace efectiva la institución de los significantes imaginarios sociales. Este es el “movimiento” que da vida al cuerpo político y lo inserta en la realidad, además de que lo obliga a funcionar de acuerdo con los principios del pacto. En el momento legislativo de lo político, la ley es aquella actividad de deliberación en la que se manifiesta la autonomía como proyecto colectivo (Ferrara, 2014; Jaramillo, 2012). A través de la ley se producen las convenciones, aquellas disposiciones afectivas e intelectivas sobre las cuales debe regirse la convivencia y la (re)producción de individuos. Son las leyes las que hacen efectiva la obligación, inevitable e ineludible, que siempre debe estar presente para poder guiar a cada miembro en la libertad de modo que interviene, modifica, responde y hace responder las costumbres ya existentes.
Por ejemplo, instituir una ley según la cual se prohíbe el homicidio, ¿no es exponer (obligar) al cuerpo político a la libertad, a buscar de manera creativa y mancomunada otras opciones promoviendo nuevos sentires y pensares? La ley, como es tratada en el Contrato social, no es una forma de disposición administrativa o burocrática, un inhibidor de comportamientos en el sentido expuesto por las teorías del juego y el behaviorismo. La ley es una suerte de costumbre deliberada ejercida cada vez en la vida con el otro, de manera que el cuerpo político pueda responder a lo pactado: la ley es la costumbre del cuerpo político republicano.
Al dar vida al cuerpo político a través del ser social, la ley cuida a la colectividad mientras cuida la individualidad de cada miembro, esto es, protege la “libertad civil”. El cuerpo político posibilita la “libertad moral”. Al garantizar la integridad de todos se garantiza la integridad de cada uno (Rousseau, 1993, p. 18). La ley es la acción política deliberada por medio de la cual se trata de hacer de la libertad de cada miembro un hecho efectivo. Se transforma la naturaleza humana y su percepción del mundo, y se expone a cada miembro a la experiencia de la libertad como libertad recíproca (O’Hagan, 2005, p. 68). La ley es la acción colectiva por medio de la cual los miembros de la sociedad se cuidan entre todos, al disponerse a sentir y pensar la libertad.
4. Conclusión
A lo largo de este artículo se ha demostrado la estrecha relación que existe en la propuesta rousseauniana entre las facultades intelectivas y las afectividades, así como la relación que estas guardan con el ámbito social/político. Han sido tres los principales hallazgos de esta investigación. El primero, en las raíces de la subjetividad se encuentran una serie de disposiciones naturales que, si bien no determinan a las personas de una vez por todas, sí le dan un carácter indeterminado a pesar de la necesidad de determinarse cada vez. Segundo, la sociedad es un conjunto de formas de hacer cosas y no hacerlas (instituciones), que sobre la base de imaginarios comunes reproducen al individuo (Castoriadis, 1988; Taylor, 2004). Esto supone generar las condiciones adecuadas para promover el desarrollo de las facultades y los sentimientos que rigen la acción. Finalmente, se infiere que el proyecto autónomo, en una de sus dimensiones, implica hacerse cargo de los mecanismos sociales. Estos se convierten en una actividad deliberada sobre principios de igualdad y reconocimiento que se desarrollan por medio de la ley.
Más allá de que el corpus rousseauniano postule una serie de hipótesis y principios que permiten desarrollar una indagación filosófica y académica, a lo largo de este artículo encontramos que la obra de Rousseau aporta una serie de elementos para pensar la realidad humana en su inconmensurabilidad e indeterminación. Además de ayudar a pensar en la totalidad e integridad que informan la individualidad de cada miembro de la comunidad, seres pensantes y sintientes. Más allá de ver al problema de la injusticia y la desigualdad como un problema del conocimiento o de técnicas políticas, con Rousseau es posible pensar que se trata de sentires y afectividades.
Rubén Darío García Escobar
Profesional en Relaciones Internacionales y Estudios Políticos de la Universidad Militar Nueva Granada, Bogotá. Magister en Relaciones Internacionales y Estudios Políticos de la Universidad del Rosario, Bogotá. Estudiante de la maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá. Consultor independiente para temas políticos y sociales, y miembro del grupo de investigación “Subjetividad Crítica” del departamento de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana.
Referencias
No se trata de antropomorfizar la sociedad, su estatus ontológico difiere del estatus ontológico del individuo, aunque lo involucra y solo es gracias a este último (Castoriadis, 2007; Cristiano, 2009; Klooger, 2013).
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