Publicado

2017-01-01

Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI

Three Approaches to Pluralism for 21st Century Politics

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358

Palabras clave:

C. Mouffe, J. Rawls, W. E. Connolly, pluralismo, política (es)
C. Mouffe, J. Rawls, W. E. Connolly, pluralism, politics (en)

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Autores/as

  • Moira Pérez Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Lomas de Zamora
Desde diversos ámbitos se ha señalado la necesidad de abordar las nociones y difi-cultades del pluralismo que caracteriza a la sociedad actual. Se busca aportar una lectura crítica de tres abordajes considerablemente diferentes del tema: En torno a lo político (2005) de Chantal Mouffe, Political Liberalism (1996) de John Rawls y Pluralism (2005) de William E. Connolly. Se sopesan sus fortalezas y debilidades, así como las posibilidades que brindan para comprender el pluralismo y llevar los aportes teóricos a la esfera práctica.
Different sectors have expressed the need to address the different notions of pluralism that characterize modern society, as well as their difficulties. The article provides a critical reading of three significantly different approaches to the issue: Chantal Mouffe’s On the Political (2005), John Rawls’ Political Liberalism (1996), and William E. Connolly’s Pluralism (2005). It discusses their strengths and weaknesses, as well as the possibilities they provide to understand pluralism and take their theoretical contributions to the field of practice.

Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI

Three Approaches to Pluralism for 21st Century Politics

Moira Pérez

Universidad de Buenos Aires / CONICET - Buenos Aires – Argentina

RESUMEN

Desde diversos ámbitos se ha señalado la necesidad de abordar las nociones y dificultades del pluralismo que caracteriza a la sociedad actual. Se busca aportar una lectura crítica de tres abordajes considerablemente diferentes del tema: En torno a lo político (2005) de Chantal Mouffe, Political Liberalism (1996) de John Rawls y Pluralism (2005) de William E. Connolly. Se sopesan sus fortalezas y debilidades, así como las posibilidades que brindan para comprender el pluralismo y llevar los aportes teóricos a la esfera práctica.

Palabras clave: C. Mouffe, J. Rawls, W. E. Connolly, pluralismo, política.

ABSTRACT

Different sectors have expressed the need to address the different notions of pluralism that characterize modern society, as well as their difficulties. The article provides a critical reading of three significantly different approaches to the issue: Chantal Mouffe’s On the Political (2005), John Rawls’ Political Liberalism (1996), and William E. Connolly’s Pluralism (2005). It discusses their strengths and weaknesses, as well as the possibilities they provide to understand pluralism and take their theoretical contributions to the field of practice.

Keywords: C. Mouffe, J. Rawls, W. E. Connolly, pluralism, politics.

El concepto de pluralismo es comprendido de diversas maneras dentro de la teoría política actual; además, ha tomado muchas otras formas en otras áreas de las humanidades. Se ha hablado de pluralismo metodológico, pluralismo cultural y religioso, pluralismo histórico, pluralismo moral o de valores, pluralismo legal y económico, y pluralismo político. El pluralismo metodológico o científico sostiene que las ciencias no pueden regirse por una única metodología, debido a la naturaleza diversa de sus objetos de estudio, mientras que el cultural defiende la coexistencia de variadas cosmovisiones en una misma sociedad. El pluralismo histórico es la postura que afirma la existencia de más de un relato plausible acerca del pasado o, en una versión ligeramente diferente, de una pluralidad de construcciones igualmente significativas de aquel terreno indeterminado de ocurrencias pasadas que es convencionalmente llamado “historia”. El pluralismo moral, por su parte, indaga en la constitución misma de la moralidad humana, sosteniendo la necesidad de convivencia de diversos valores en una misma persona o sistema, en respuesta al “monismo” que defiende la posibilidad de subsumir la multiplicidad de valores a uno solo. Quienes estudian el concepto desde lo cultural, religioso, legal o económico tienen en común la afirmación de la convivencia de diversos sistemas (culturales, religiosos, etc.) en una misma comunidad, que puede darse como una descripción de hecho, o como una defensa –por ejemplo, por parte de aquellos grupos minoritarios que aspiran a la aceptación de su sistema dentro de una comunidad específica–. El pluralismo cultural está estrechamente relacionado con el multiculturalismo, que defiende la convivencia, dentro de una misma comunidad, de una multiplicidad de culturas, orientaciones y cosmovisiones que deben ser aceptadas como iguales.

Finalmente, la denominación pluralismo político, que será el objeto de nuestro análisis, refiere a dos sistemas conceptuales diferentes. Por un lado, existe una corriente teórica denominada pluralismo político o pluralismo estructural, que ha sido definida por uno de sus exponentes como “una comprensión de la vida social como incluyendo múltiples fuentes de autoridad –individuos, progenitores, asociaciones civiles, instituciones religiosas y el Estado, entre otras– ninguna de las cuales es dominante en todas las esferas, para toda finalidad, en toda ocasión” (Galston 1-2). Esta corriente, cuyos principales exponentes son Robert Dahl y Charles Lindblom, lidia principalmente con la descentralización de la toma de decisiones dentro de una comunidad, y no es, por lo tanto, central al objetivo del presente trabajo. Sí nos detendremos, en cambio, en la segunda acepción, que entiende pluralismo político como pluralismo social, y afirma el hecho de que en las sociedades contemporáneas conviven diversas cosmovisiones, indagando en las maneras más apropiadas (por parte del gobierno, la academia y la sociedad en general) de encarar dicho panorama. Se trata, a fin de cuentas, de buscar el mejor modo de balancear la diversidad de los grupos que conviven en toda gran sociedad contemporánea. Las respuestas que se han dado tradicionalmente a esta problemática cubren un amplio espectro: desde la idea de que absolutamente todos los sistemas deben ser aceptados y tolerados, hasta la que sostiene que pueden serlo solo los sistemas “razonables” (con diversas explicaciones de lo que esto significa; veremos un caso paradigmático en Rawls), y la de quienes defienden la prioridad de los análisis locales y particulares por sobre los universales y abstractos.1

Tal vez sean las corrientes filosóficas liberales las que han encarado el problema del pluralismo de manera más sistemática, probablemente debido a que, en gran parte, se trata de la dificultad de cómo conciliar (y garantizar) los derechos individuales de quienes sostienen cosmovisiones radicalmente diferentes (y, muchas veces, conflictivas entre sí) en una misma sociedad. Tal como la entiende Chantal Mouffe, en una descripción que sería probablemente avalada tanto por defensores como por críticos del liberalismo:

La típica comprensión liberal del pluralismo afirma que vivimos en un mundo en el cual existen, de hecho, diversos valores y perspectivas que –debido a limitaciones empíricas– nunca podremos adoptar en su totalidad, pero que en su vinculación constituyen un conjunto armonioso y no conflictivo. (2007 17)

Volveremos sobre el trabajo de Mouffe más adelante. Por ahora, bastará con notar que no se está hablando aquí de un orden prevaleciente que “tolere” la existencia de posiciones diferentes, ni de la necesidad de establecer un criterio de “razonabilidad” que determine cuáles órdenes convivirán en equidad de condiciones y cuáles no.

Desde diversos ámbitos de la teoría política contemporánea se ha llamado la atención sobre la necesidad de abordar, en todo análisis descriptivo o normativo de la política y lo político, las nociones y dificultades vinculadas con el pluralismo que caracteriza a las sociedades en las que vivimos. Este artículo tiene como objetivo aportar a dicha discusión una lectura crítica de tres abordajes considerablemente diferentes del tema, propuestos por Chantal Mouffe, John Rawls y William E. Connolly. Con el propósito de profundizar en el análisis, nos centraremos exclusivamente en un texto de cada uno. En primer lugar, abordaremos En torno a lo político de Mouffe (2007), y las diversas críticas que opone a las teorías que denomina “pospolíticas”, así como también la propuesta que presenta como alternativa, haciendo particular énfasis en su idea de “consenso conflictual” y su visión “agonista” de la política como conflicto y hegemonía. En el caso de John Rawls, tomaremos como eje su obra Liberalismo político (1996) y los conceptos de “pluralismo razonable” y “consenso superpuesto”, y ofreceremos algunas posibles objeciones a la luz de lo visto con Mouffe. Finalmente, el análisis se centrará en Pluralismo (2005) de William Connolly, su propuesta teórica, sus críticas a una concepción “superficial” del pluralismo y su respuesta a las acusaciones de relativismo y ambigüedad. Mediante un diálogo entre estos trabajos, sopesaremos sus fortalezas y debilidades, y las proyectaremos hacia las posibilidades que brindan para comprender el fenómeno del pluralismo y llevar los aportes teóricos a la esfera práctica.

Chantal Mouffe: la política como antagonismo y hegemonía

En torno a lo político es un trabajo en el que Mouffe analiza las concepciones que denomina “pospolíticas”, grupo en el que incluye fundamentalmente a tres corrientes: enfoques sociológicos tales como el de Beck y la “tercera vía” de Giddens, el liberalismo cosmopolita o “cosmopolítico” (Strauss, Falk, Held, Archibugi) y la propuesta de Hardt y Negri en Imperio (2000). Según la autora, estos análisis comparten los cimientos, aun presentándose como proyectos discordantes, y conllevan una serie de falencias teóricas y –lo que quizás es peor– peligrosas consecuencias prácticas, tanto en el ámbito local como en el internacional. Las críticas que sostiene Mouffe respecto de las teorías pospolíticas se centran en el desconocimiento de estas respecto de la injerencia de las dimensiones adversarial y hegemónica en la política. A continuación, pasaremos revista brevemente de algunos de estos puntos, para luego reconstruir la propuesta teórica de la autora.

Fin de los conflictos

La pospolítica es, antes que nada, una teoría acerca de un nuevo orden mundial, en el que los conflictos (políticos, étnicos, religiosos o de cualquier otra naturaleza) están llegando a su fin. En política nacional, esto significa el fin de las divisiones de clase y las luchas partidarias –y, con ellas, de la histórica división izquierda/derecha–. La ciudadanía converge en un diálogo conciliador que permite, finalmente, dejar las hostilidades atrás y dedicarse al desarrollo personal. En el nivel internacional, se vaticina la caída de las fronteras nacionales, y la libre circulación de bienes y personas alrededor del globo. El Estado pospolítico no se enfrenta ya a enemigos, sino a “peligros”: de hecho, es significativo que las catástrofes naturales desencadenadas por el uso irresponsable de los recursos, los ataques fundamentalistas y las epidemias sean analizadas en un mismo nivel, lo que cambia radicalmente la perspectiva en cuanto al surgimiento de este tipo de fenómenos. Tanto en el caso de la política nacional como en el de la internacional, se torna obsoleta la idea de un “adversario”, gracias al desarrollo de la razón humana, que posibilita el consenso en un marco de tolerancia mutua. Cabe aclarar que la globalización es recibida por estos autores con optimismo, y todo movimiento grupal (en lo nacional: partidos políticos, clases sociales, movimientos sindicales) o local (en lo internacional: rivalidades entre Estados) es visto como un retroceso que eventualmente deberá ser superado.

Fin de las identidades colectivas

De acuerdo con la interpretación de Mouffe, la pospolítica entiende la individualidad como la esencia de esta nueva era. El proceso de individualización desplaza poco a poco las formas colectivas de vida, que otrora habrían dado lugar a la conciencia colectiva y a los diversos modos de hacer política que le correspondían. Por un lado, se admite al individuo en estructuras de poder a las que antes se podía acceder exclusivamente desde lo corporativo. Como explica Ulrich Beck en Reflexive Modernization, en un pasaje que luego recuperará Mouffe:

[A] los agentes externos al sistema político o corporativo se les permite aparecer en el escenario del diseño social, [y] no solo los agentes sociales y colectivos, sino también los individuos compiten con estos últimos y entre sí por el creciente poder configurador de lo político. (Beck 38; cit. en Mouffe 2007 45)

De hecho, las instituciones básicas de la sociedad (tales como sindicatos y partidos políticos) han tomado en la era pospolítica una orientación hacia el individuo, y ya no hacia lo grupal (familia, grupos de interés). Por otro lado, al expandirse el individualismo crece también el peso de las responsabilidades individuales: “[l]as fuentes de sentido colectivas y específicas de grupos se están agotando, y ahora se espera que los individuos vivan con una amplia variedad de riesgos personales y globales, sin las antiguas certezas” (Mouffe 2007 55). De acuerdo con estos teóricos, al erradicarse las agrupaciones y las facciones, se facilita el diálogo y el cosmopolitismo, lo que da lugar a lo que los autores de Imperio llaman “una soberanía sin centro” (Hardt y Negri 115): el poder se presenta bajo la forma de una red descentralizada, apelando directamente a las capacidades racionales del individuo.

Desplazamiento de la política a la moral

Esta idea de red descentralizada de toma de decisiones nos lleva a lo que, en la interpretación de Mouffe, es uno de los aspectos más peligrosos de las teorías pospolíticas: la invisibilización de la verdadera naturaleza de la política como lucha de poder. Las rivalidades –innegables tanto en el plano nacional como en el internacional– son ahora planteadas desde la esfera de la moralidad: “el nosotros/ellos, en lugar de ser definido mediante categorías políticas, se establece ahora en términos morales. En lugar de una lucha entre ‘izquierda y derecha’ nos enfrentamos a una lucha entre ‘bien y mal’” (Mouffe 2007 13). Esta tendencia (nacida en el ámbito de la política internacional, y luego adoptada también para los análisis de la esfera doméstica) llevaría, según Mouffe, a que los teóricos de la pospolítica solo puedan concebir la oposición como tradicionalismo o fundamentalismo: es decir, como elementos anacrónicos que se oponen a los avances de la razón humana común. Una vez desplazado el rival a este plano, se lo transforma en una oposición con la que no se puede dialogar: “[e]sos tradicionalistas o fundamentalistas, por su propio rechazo a los progresos de la modernización reflexiva, se enfrentan al curso de la historia y, obviamente, no se les puede permitir que participen en la discusión dialógica” (Mouffe 2007 56). El “otro” es quien no ha abrazado la racionalidad que posibilita la democracia liberal; con él no es posible argumentar: es el mal y debe ser erradicado. Este fenómeno, según la autora, no se debería ciertamente a una desaparición del plano político (léase: conflictivo) en las relaciones humanas (algo que, desde su punto de vista, sería imposible), sino más bien a su desplazamiento a un “registro de la moralidad” (cf. id. 81); sería entonces una de las causas, y no de las consecuencias, de la ausencia casi absoluta del plano político (al menos en los términos en que lo entiende Mouffe) en el análisis que presentan estos autores.

Racionalidad y desconocimiento de las pasiones

En coherencia con lo dicho hasta ahora, las corrientes liberales que fundamentan su programa político en el consenso apuestan por un diálogo racional universal como herramienta de resolución de problemas. Para ello, consideran necesario dejar atrás la dimensión de lo que Mouffe denomina “las pasiones”, esto es, “las diversas fuerzas afectivas que están en el origen de las formas colectivas de identificación” (2007 31). El racionalismo liberal considera estas fuerzas no como algo que puede existir en paralelo a las capacidades de la razón, sino como un residuo de épocas pasadas en las que esta no había llegado a su desarrollo actual. Es por esto que imagina que, en el marco de una sociedad liberal y democrática, “aquellas ‘pasiones’ supuestamente arcaicas están destinadas a desaparecer con el avance del individualismo y el progreso de la racionalidad” (id. 13). Cualquier expresión que pudiera parecer, a primera vista, nacida de estas “pasiones” es entendida como una reacción racional de seres humanos que desde su moralidad intentan defender valores universales, con frecuencia haciéndolo precisamente contra quienes, incapaces de ascender al plano de la democracia consensual, aún presentarían residuos de los modos arcaicos –afectivos– de hacer política. La racionalidad puede expresarse a través de un cálculo de intereses o de una constante deliberación moral, de acuerdo con la vertiente liberal de la que se trate; en ambos casos, la dimensión afectiva deberá estar ausente por completo de la esfera pública, si es que se aspira a llegar a un consenso pacífico a la hora de tomar decisiones positivas para la sociedad.

La combinación de estos factores resultaría en un programa autosustentado, gracias a un mecanismo bien aceitado: la dimensión adversarial y colectiva de la política es invisibilizada, expresando las diferencias en términos morales; y todo aquello que no entre en el nuevo marco pospolítico es rápidamente desechado como arcaico: “[t]oda oposición es automáticamente considerada como un símbolo de irracionalidad y retraso moral, y como ilegítima”, dice Mouffe en alusión a la teoría habermasiana (2007 91). De esta manera, no queda ningún conflicto que pueda ser atribuido al territorio de la política, y se puede seguir sosteniendo que en nuestros tiempos los vínculos se establecen de manera racional, individual y consensual.

Mouffe advierte que los riesgos de un modelo semejante son numerosos y preocupantes, ya que se dan no solo a nivel teórico, sino también en la práctica nacional e internacional. Al acallar el componente adversarial y pasional de la política, y negar la existencia de las divisiones nosotros/ellos, los conflictos (inherentes a toda relación humana) no encuentran un modo legítimo de expresarse, y se vuelcan a medios que ponen en riesgo la tan mentada paz pospolítica. “Cuando la división social no puede ser expresada por la división izquierda/derecha, las pasiones no pueden ser movilizadas hacia objetivos democráticos, y los antagonismos adoptan formas que pueden amenazar las instituciones democráticas” (Mouffe 2007 128; cf. 13 y 89). A esto se debe sumar el desplazamiento al registro moral que sirve para mantener al campo político libre de conflictos, pero a un alto costo: el antagonista moral no es explicado ni puede formar parte de un diálogo, simplemente debe ser erradicado (cf. id. 82). Es de esta manera como la política liberal se relacionaría con sus opositores, sin siquiera ensayar alguna hipótesis acerca de su surgimiento, ni algún tipo de autocrítica.2

Ante la injerencia cada vez más fuerte de las teorías pospolíticas, Mouffe presenta una alternativa que pretende dar cuenta de la naturaleza adversarial de la política, a la vez que se mantiene la posibilidad de conciliar pluralismo y democracia. Según la autora, la política consiste en la búsqueda de un modo de canalizar las adversidades sin por ello amenazar las instituciones democráticas (en un nivel nacional), ni la convivencia pacífica de los Estados (en el ámbito internacional). Todo orden es político, y toda política es hegemónica, contingente y colectiva: bajo la forma de divisiones nosotros/ellos, se entablan luchas por el poder que pueden ser invertidas en cualquier momento si un nuevo agente se vuelve hegemónico y desplaza a los anteriores (cf. Mouffe 2007 25). Imaginar que la vinculación de los individuos o las luchas con el ámbito global pueden solo ser directas (sin facciones, corporaciones, partidos y demás agentes colectivos) sería absurdo tanto teórica como empíricamente, además de peligroso. En este contexto, “el verdadero desafío que enfrenta la política democrática, tanto a nivel nacional como internacional, no [es] cómo superar la relación nosotros/ellos, sino cómo concebir formas de construcción del nosotros/ellos compatibles con un orden pluralista” (id. 122). De acuerdo con la autora, el modo más realista de encarar la política es desde un enfoque agonista que intente preservar las divisiones “nosotros/ellos” sin que se expresen como “amigo/enemigo”.

Es importante destacar que el modelo de pluralismo que propone Mouffe, aun celebrando la diversidad y abrazando las diferencias como algo inherente a la política, no es ilimitado y no tiene lugar para cualquier tipo de propuesta política o cualquier modo de inserción social. Con todo, ella misma se ocupa de aclarar que los límites que propone no son morales, sino políticos: no se excluyen voces por considerarlas “malas”, sino porque amenazan a las instituciones mismas a las que dirigen sus demandas.

La principal herramienta que ofrece Mouffe para la organización política es la que denomina “consenso conflictual”: las partes acuerdan sobre los valores éticos básicos (libertad e igualdad), pero disienten acerca de su interpretación y los modos de implementarlos. Una vez que se deje de lado la pretensión de universalidad (paradigmáticamente, en el caso de los derechos humanos) y de lograr un mundo completamente reconciliado, se podrá encarar la tarea política real de organizar un panorama conflictivo, pasional, dinámico y contingente. Mouffe admite que volcar esto a la práctica no será una tarea sencilla, pero se defiende comparándose con sus colegas liberales: “[n]o quiero minimizar los obstáculos que deben superarse, pero, al menos en el caso de la creación de un mundo multipolar, esos obstáculos son solo de naturaleza empírica, mientras que el proyecto cosmopolita también está basado en premisas teóricas defectuosas” (2007 125), y puede tener consecuencias prácticas peligrosas.

John Rawls: el pluralismo razonable

Uno de los autores liberales a los que alude Mouffe en sus críticas es John Rawls, de quien ella procura diferenciarse al momento de proponer su teoría del consenso conflictual. A diferencia de la autora, para quien, como vimos, los límites del pluralismo “constituye[n] siempre una decisión política, y debería[n] por lo tanto prestarse siempre a la discusión” (Mouffe 2007 129), Rawls pretendería, con su idea de pluralismo razonable, que el límite lo establezca la racionalidad, que servirá así mismo como sustento de la adhesión a la democracia liberal. En lo que sigue abordaremos algunos de los puntos fundamentales de Liberalismo político en relación con el concepto de “pluralismo razonable” y los modos que propone para su organización, y luego ofreceremos una breve reseña crítica de dichas categorías a la luz de las herramientas expuestas en la sección anterior.

El pluralismo como característica contemporánea

Rawls sostiene que cualquier teoría democrática de la justicia debe ser capaz de asegurar una “sociedad bien ordenada”, y para ello debe, antes que nada, dar cuenta del hecho innegable del pluralismo de las sociedades contemporáneas. Este hecho constituye la primera de tres características de la cultura política democrática: a) la diversidad de cosmovisiones y doctrinas no es una mera casualidad histórica, sino una consecuencia directa del ejercicio libre de la razón en el marco de las instituciones liberales; b) el único motivo por el cual esta pluralidad podría no darse, existiendo en su lugar una única doctrina compartida y estable a lo largo del tiempo, es el uso opresivo de las fuerzas estatales; y c) un régimen democrático prolongado y seguro debe contar con el apoyo voluntario y libre de la mayoría de la ciudadanía (Rawls 1996 37). Es por esto que todo orden político que se pretenda democrático debe tener la capacidad de subsistir en un panorama de pluralismo y diversidad religiosa, filosófica y moral.

Dos acepciones de “pluralismo”

Sin embargo, es necesario aclarar que Rawls propone dos nociones diferentes de pluralismo, de acuerdo con una clasificación que toma de Joshua Cohen (cf. 282; cit. en Rawls 1996 36). Todo orden político se encuentra inevitablemente ante el llamado “pluralismo a secas” o “pluralismo simple”: la coexistencia de numerosas posiciones –razonables o no– es fruto inevitable de la convivencia social. Rawls considera al pluralismo simple como una “condición poco afortunada de la vida humana, [...] dando lugar a doctrinas que son no solo irracionales, sino también alocadas y agresivas” (Rawls 1996 144).3 Solo a través de una lenta evolución política y moral puede llegarse al “pluralismo razonable”, es decir, a “una diversidad de doctrinas comprehensivas razonables afirmadas por personas razonables” (id. 64).4 Este estado es, según Rawls, la consecuencia del ejercicio libre de la razón humana en un contexto de libertad institucional y democracia (cf. id. 144). El pasaje de uno a otro se da en la interacción misma de las personas con los principios de justicia liberales (aceptados inicialmente como un mero modus vivendi), y hace posible lo que Rawls llama “consenso constitucional”, esto es, un acuerdo acerca de los principios políticos organizativos básicos de una sociedad.

El consenso superpuesto

Vimos que, según el autor, toda teoría política debe dar cuenta del hecho inevitable del pluralismo –el cual, en un panorama favorable, eventualmente evolucionará hacia un “pluralismo razonable”–. La solución que él propone para lidiar con la realidad de una sociedad plural es el “consenso superpuesto”, que representaría un paso adelante respecto del consenso constitucional simple. Se trata en este caso de “una pluralidad de doctrinas comprehensivas razonables, plausibles de persistir y sumar adherentes a lo largo del tiempo, en el marco de una estructura básica justa” (Rawls 1996 141), que difieren en gran parte de sus aspectos, pero concuerdan en la postura moral de adherir a la concepción política de justicia vigente en la sociedad en cuestión. De esta manera, la ciudadanía puede sostener una amplia pluralidad de doctrinas, y aun así apoyar profunda y ampliamente la organización política de la justicia que el Estado haya adoptado.

Las doctrinas generales y comprehensivas

En las sociedades pluralistas en las que vivimos, la única alternativa a este consenso superpuesto es la imposición de una doctrina exclusiva a través del uso de la fuerza estatal. Esto iría en contra no solo de los principios liberales que defiende el autor, sino también de la estabilidad recomendable para el desarrollo de toda sociedad. Ante la ausencia de una imposición forzada, el ejercicio mismo de la razón humana en condiciones de libertad llevará necesariamente a una multiplicidad de posturas políticas y cosmovisiones amplias. Las doctrinas generales y comprehensivas seguirán existiendo siempre, en mayor o menor medida, aun cuando Rawls sostiene que la mayoría de las personas se guía por una serie de principios no vinculados entre sí, ni meditados con mayor profundidad de la requerida por las prácticas cotidianas. Con todo, políticamente es necesario dejar estas doctrinas de lado, llevando a la esfera pública solo sus aspectos relacionados con la convivencia social. El resto del espectro abarcado por ellas –que da sustento moral a la adhesión a los principios políticos– deberá quedar en el ámbito privado, si es que se quiere lograr una concordia social estable.

Principios políticos y principios no políticos

Los presupuestos necesarios para sostener una teoría semejante son, previsiblemente, numerosos y complejos. En primer lugar, se afirma la posibilidad de dividir netamente los valores políticos de aquellos que no lo son:

Doy por supuesto, entonces, que las ideas generales de los ciudadanos tienen dos partes: una que puede ser considerada como, o coincidente con, la concepción de justicia reconocida públicamente; la otra parte es una doctrina (total o parcialmente) comprehensiva, a la que la concepción política está vinculada de alguna manera. (Rawls 1996 38)

Para llegar a un estado de consenso superpuesto en un contexto de pluralismo razonable, los diversos grupos que conforman la ciudadanía deben compartir los elementos políticos de su cosmovisión, aunque difieran en aquellos que no están directamente relacionados con la organización social. No obstante, la adhesión a aquella “primera parte” debe ser profunda, amplia y a la vez específica: debe llegar a los conceptos fundantes de la concepción política vigente, cubrir todos sus principios y valores, y estar anclada en los cimientos morales de la doctrina comprehensiva (cf. Rawls 1996 147, 149). En segundo lugar, la conciliación se facilita por el hecho de que los principios políticos tendrían más peso que sus contrapartes religiosas, filosóficas u otras, a la hora de encarar un debate público:

[L]os valores relativos a lo político son valores muy importantes, y por lo tanto no son fácilmente infringidos: estos valores gobiernan el marco básico de la vida social –los cimientos mismos de nuestra existencia– y especifican los términos fundamentales de la cooperación política y social. (Rawls 1996 139)

“Lo político”

Vale aclarar, sin embargo, que estamos ante un concepto particular de “político”, con aires de las teorías que Mouffe analiza bajo el paraguas de la “pospolítica”. Rawls distingue, en efecto, lo político como una posición autónoma de lo político “en el modo inadecuado” –esto es, básicamente, lo político como estrategia o negociación de poder–. Lo político en el modo inadecuado se refiere a aquellas posiciones “afectadas por el balance de poder existente entre diversas doctrinas comprehensivas” (cf. Rawls 1996 142), es decir, fruto del orden contingente o de una negociación entre las cosmovisiones efectivas, y por lo tanto sumamente inestable, más aún, en contextos de pluralismo (simple o razonable). Lo político bien entendido, en cambio, es una postura autónoma de acuerdo con los requisitos de la posición original tal como la elabora Rawls en su Teoría de la justicia –esto es, un conjunto de principios desarrollados sin reparar en el escenario contingente, a partir de conceptos básicos evidentes para la razón humana común– (Rawls 1995 25). Rawls deja en claro la importancia de esta distinción entre los dos tipos de política, al tomarla como una de las posibles objeciones a su idea de consenso superpuesto: antes que nada, cree necesario aclarar que este consenso no es ni debe ser nunca un mero modus vivendi (cf. Rawls 1996 145-150). Lo sería si los principios que lo componen estuvieran basados en intereses individuales o grupales, o si fuera el fruto de una negociación estratégica. De ser ese el caso, el orden tendría la inestabilidad propia de su fundamento contingente, y la adhesión de la ciudadanía al orden vigente estaría sujeta a cada cambio en la balanza de poder.

La noción de política que defiende Rawls es uno de los tantos puntos en los que el autor nos remite a las críticas al liberalismo expuestas por Chantal Mouffe. A continuación, indagaremos en algunos puntos de la propuesta rawlsiana que podrían ser vistos como problemáticos a la hora de analizar el fenómeno del pluralismo y su manera de abordarlo políticamente. Un análisis de su postura (y de los presupuestos que implica) a partir de la perspectiva de Mouffe, llevaría a afirmar la necesidad de incluir otros requisitos (además del tratamiento del pluralismo propuesto por Rawls) para estar en condiciones de abordar las sociedades actuales. Veamos, entonces, algunos de estos cruces entre las dos teorías expuestas hasta el momento, antes de pasar a nuestro próximo autor.

Vimos cómo, según Rawls, una teoría democrática de la justicia que pretenda aplicarse en el contexto político actual debe tener en cuenta el factor innegable del pluralismo que impera en las sociedades contemporáneas. Ya sea que hablemos del pluralismo simple o del razonable, siempre tendremos que lidiar con la realidad de que los principios fundantes de nuestra postura política deben poder ser explicados ante una multiplicidad de cosmovisiones divergentes –aspirando, idealmente, a sumar adhesiones a nuestras filas–. Para Rawls, este es un requisito fundamental e ineludible de toda propuesta de organización social y política; considera también que su teoría de la justicia como equidad no solo es capaz de dar cuenta de este fenómeno, sino que incluso obtendría sin mayores dificultades el aval de una pluralidad de cosmovisiones radicalmente divergentes.

Por su parte, Mouffe afirma que toda teoría democrática de la justicia debe tener en cuenta no solo el pluralismo, sino los conflictos y las relaciones de poder que se desprenden de él. Probablemente Rawls respondería a este planteo sosteniendo que todos los seres humanos llegarán eventualmente a acordar con una serie de principios básicos en pos de la armonía social: el pluralismo simple dará lugar, con el tiempo y el ejercicio de las prácticas democráticas, a un pluralismo razonable, libre de elementos irracionales, agresivos y peligrosos. Sin embargo, esta respuesta es posible solo gracias a una serie de estrategias teóricas y prácticas que no deberían pasar inadvertidas.

Por un lado, Rawls debe sostenerse en el presupuesto típicamente liberal de que existe una razón humana común, que con el tiempo llevará a toda la ciudadanía a acordar con un conjunto determinado de posturas e ideales, con los que se podrá eventualmente elaborar una constitución democrática. La práctica demostrará que los principios fundantes de su propuesta representan el mejor modo de abordar lo político, ya sea en un contexto de pluralismo simple o razonable (cf. Rawls 1996 64).5

En segundo lugar, su sistema debe contemplar una división entre los aspectos políticos de una doctrina y aquellos que no lo son, donde los segundos quedan por fuera del debate público y la toma de decisiones. Rawls sostiene que, si bien es cierto que todos los valores de una determinada cosmovisión están fuertemente relacionados entre sí, y que aquellos que son políticos están sustentados en los filosóficos, religiosos o morales, también es posible considerarlos por separado, y llevar al plano público solamente los principios que estén directamente relacionados con cada problemática concreta. Estamos aquí ante la división liberal entre público y privado del tipo que, tal como veremos más adelante, William Connolly critica en Pluralismo (cf. 58-59). Según este autor, sería vano intentar desglosar los diversos aspectos de una cosmovisión, dado que se trata de un sistema filosófico integral con total interdependencia en cada uno de sus aspectos. La marca falaz de nacimiento del pluralismo liberal sería, entonces, la pretensión de que lo “privado” (los hábitos, los sentimientos, la fe, los rituales) pueda ser dejado de lado al entrar en el ámbito de lo “público”; las divisiones mismas entre privado/público, fe/razón, sensaciones/intelecto deben ser puestas en cuestión. Y aun si fuera posible, tampoco sería deseable dejar de lado estos aspectos de una doctrina a la hora de hacerla pública, dado que es justamente esta riqueza y pluralidad de visiones la que posibilita el crecimiento de una sociedad. El pluralismo es, de acuerdo con Connolly, una característica ineludible del ser humano, la sociedad y el universo; y es en el ejercicio democrático del debate público que esta pluralidad de sistemas de pensamiento se desarrolla y perfecciona (121-127).

Aun defendiendo esta separación entre público y privado, Rawls debe reconocer que existen y seguirán existiendo puntos conflictivos en el debate político, y para ellos propone una solución en el plano de la práctica: “[f]rente al hecho del pluralismo razonable, una postura liberal elimina de la agenda política los temas más polémicos, cuya discusión en profundidad corroe necesariamente las bases de la cooperación social” (1996 157). Nos encontramos nuevamente con un desplazamiento del factor antagónico de la política, de modo aún más evidente que el denunciado por Mouffe: en este caso, la política se deshace de las diferencias más radicales, a través de la confianza en la razón humana, por un lado, y, por el otro, eliminando, con un movimiento estratégico, los conflictos más irreconciliables de la agenda política. Del mismo modo que los teóricos postpolíticos, Rawls puede sostener que la política propiamente entendida no es hegemónica, gracias a la atribución de todo factor de poder o negociación al ámbito de lo político “en el modo inadecuado”, y al desplazamiento de todo conflicto a los elementos “no razonables”. Quien no adhiera a los principios básicos liberales defendidos en la sociedad que imagina Rawls, es por ello mismo “no razonable” o incluso “irracional”, y frente a él solo resta imponer la concepción “razonable” a la fuerza, como recurso límite.

Este recurso metodológico remite al denunciado por Mouffe respecto de la moral: la pospolítica, según ella, solo podía liberarse del conflicto al costo de desplazarlo al ámbito de la moral. Cuando la oposición es arrojada al ámbito de lo “maligno” o “inmoral”, pierde el derecho a réplica y ni siquiera es explicado: debe, simplemente, ser eliminado. De hecho, un ulterior análisis nos muestra que el recurso a la moral no está del todo ausente en Rawls: en efecto, las principales diferencias entre un mero modus vivendi y el consenso superpuesto rawlsiano residirían en su carácter moral. Si este consenso puede ser tan estable, se debe en gran parte a que tanto su objeto como sus fundamentos son morales:

[E]l objeto del consenso –la concepción política de la justicia– es en sí mismo una concepción moral [...] y [...] es afirmada sobre una base moral, esto es, incluye concepciones de la sociedad y de los ciudadanos como personas, así como principios de justicia, y una elucidación de las virtudes políticas a través de las cuales esos principios se encarnan en el carácter humano y se expresan en la vida pública. (Rawls 1996 147)

Esto es lo que permite que las posiciones que entran en debate en el pluralismo razonable adhieran a los principios básicos de la justicia como equidad, más allá de las contingencias estratégicas o los vaivenes políticos de las doctrinas en juego.

Hasta aquí hemos repasado el aporte fundamental de Rawls al debate político contemporáneo en relación con los modos más apropiados de organizar una sociedad pluralista y democrática, en diálogo con lo planteado por Mouffe. A continuación, añadiremos al aparato teórico la contribución de Connolly, quien, desde nuestro punto de vista, suma elementos fundamentales para comprender y actuar en este tipo de contextos.

William E. Connolly: el pluralismo profundo

Uno de los autores que critican la postura rawlsiana es William E. Connolly, quien dedica su libro Pluralismo (2005) al concepto que nos ocupa, tomándolo desde diversas dimensiones, tales como el relativismo, el tiempo, la soberanía y la religión. El trabajo de Connolly no solamente incluye la presentación de una postura respecto del modo de organizar una sociedad pluralista, sino que también ofrece un rico análisis de la realidad contemporánea (en particular, las políticas estadounidenses y el trato prodigado a la comunidad musulmana luego de los eventos del 11 de septiembre del año 2001), recursos a autores clásicos de la filosofía (Bergson y su concepto de tiempo, James y la idea de un universo pluralista), y algunas críticas a autores unitaristas6 o pluralistas moderados. Asimismo, el autor aborda algunas objeciones frecuentes a las teorías pluralistas, e intenta evacuarlas mediante una serie de sólidas argumentaciones.

En lo que sigue repasaremos el texto de Connolly, ocupándonos en primer lugar de algunos de los problemas que el autor encuentra en las teorías vigentes acerca del pluralismo, para luego presentar los lineamientos principales de su propia postura y, finalmente, reproducir algunas de las objeciones que, según el autor, se oponen habitualmente a las teorías pluralistas.

Connolly trabaja en la búsqueda de un concepto (y una práctica) de pluralismo que se diferencie, por un lado, de ciertos modelos “superficiales” y “seculares” que se han propuesto en el pasado, y, por el otro, de la idea de una nación fuertemente centralizada y unificada (tal como la que esgrimiría, por ejemplo, la derecha estadounidense contemporánea). En referencia a los primeros, cuyo caso paradigmático sería el de las teorías pluralistas liberales (incluyendo la de Rawls que expusimos más arriba), Connolly sostiene ante todo que no son útiles para un mundo como el actual: vertiginoso, en permanente cambio y con una infinita multiplicidad de cosmovisiones. En cuanto a los segundos, constituirían una restricción a la libertad individual y al desarrollo de las diferencias dentro de la sociedad, por considerar que una nación solo puede desarrollarse si cuenta con una idiosincrasia unificada y un propósito en común (postura a la que volveremos más adelante).

Cualquiera de estas dos posiciones debe partir de una base teórica que Connolly desglosa y critica a lo largo de su trabajo. La premisa más fuerte de la que se servirían aquellas teorías “superficiales” del pluralismo afirma la posibilidad de dividir la esfera pública de la privada a la hora de pensar un orden social. Del lado de la esfera privada quedarían la fe, la sensibilidad, los hábitos y rituales idiosincráticos; del lado de lo público, la razón y la intelectualidad. Ambas esferas podrían aparentemente ser distinguidas tanto teórica como prácticamente, y el ámbito público se vería perjudicado si ingresaran en él factores del privado. En este sentido, por ejemplo, tenemos a los que Connolly llama “intelectualistas”, que consideran posible separar el intelecto humano (incluyendo la filosofía, la ética y la moral) de la sensibilidad (“el carácter”) y la experiencia del individuo: el filósofo debe desarrollar una teoría moral sistemática, en la que no se filtren elementos “heterónomos” relacionados con los sentimientos personales, las pasiones, los afectos o la experiencia (cf. Connolly 91-92).

El autor denuncia dos errores en estas posturas: por un lado, sobreestiman la autonomía de la razón pública, mientras que, por el otro, subestiman la influencia de la fe, la sensibilidad y los hábitos en instituciones y prácticas políticas.7 En el caso particular de la fe, se tiende a despojarla de sus elementos performativos, y se la considera como un modo más de conocimiento (de aquello que no es accesible desde la racionalidad); dichos elementos se consideran simplemente una expresión de los contenidos de una creencia preexistente. El problema de esta perspectiva, según el autor, sería no percibir que los rituales y hábitos que acompañan una fe forman parte integral de ella, y contribuyen a constituirla y asentarla tanto como su doctrina y su jerarquía de valores. La recurrencia de esta postura serviría para explicar el trato prodigado a gran parte de las minorías religiosas (sobre todo la musulmana) en Europa y los Estados Unidos: al mismo tiempo que se considera que el “ser europeo” consiste en poder separar los dos ámbitos (lo que reduce la propia fe a una serie de creencias abstractas), se desprecia a una minoría por carecer de esta “capacidad” de distinguir creencia privada de comportamiento público –capacidad que, por otra parte, sería condición necesaria para la constitución de una sociedad tolerante– (cf. Connolly 57-58).

En la práctica, estas posturas derivan en lo que Connolly llama “tolerancia liberal”: una tolerancia pública de diferencias públicas. Se trata de un derecho “concedido a las minorías privadas por una mayoría putativa que ocupa el centro público de autoridad, [mayoría que] con frecuencia establece su posición como más allá de cualquier cuestionamiento” (Connolly 123). Este tipo de tolerancia no solo mantiene a las minorías en un lugar de sujeción política y cultural (ante todo por no permitirles llevar sus hábitos y rituales a la esfera pública, ya que los considera escindibles y pertenecientes al ámbito privado), sino que también es inútil ante una política que, en nuestros días, se presenta con un dinamismo vertiginoso –si es que alguna vez no lo tuvo–.

Para abordar este panorama político, Connolly presenta un modelo de pluralismo más dinámico, profundo, activo e integral. Desde su punto de vista, el pluralismo como fenómeno se caracteriza por una tensión permanente e inevitable entre, por un lado, el patrón de diversidad preexistente y, por el otro, el surgimiento constante de nuevas idiosincrasias en busca de legitimidad. Presenta además una multiplicidad de potencialidades para la acción ciudadana, tanto en el interior del Estado, como por encima de él (cf. 7). Es por todo esto que Connolly piensa en un pluralismo que transcurre más en la esfera política del devenir, que en la del ser: de hecho, la política correspondiente al ser no es más que una decantación de políticas del devenir, cristalizadas a través del tiempo y luego de una larga serie de negociaciones y presiones (cf. 121). Las propuestas que no contemplan la contingencia y el conflicto inherentes a la política, no solo son insuficientes para la organización de una sociedad, sino que tienden a colapsar bajo la fuerza de la derecha más radical (cf. Connolly 8), tal como también denunciaba Mouffe en el trabajo que analizamos más arriba.

El modelo propuesto es el de “una red de pluralismo denso”, que, según el autor, “supera tanto a los modelos de pluralismo superficiales y seculares, como a la idea de una nación fuertemente centralizada” (Connolly 8). Veamos a continuación algunas de las características principales de esta propuesta, para luego pasar a las principales objeciones a las que se anticipa el autor.

Pluralismo profundo

El modelo que propone Connolly es, ante todo, uno que alcanza todas las esferas de la vida de los individuos: dada la imposibilidad de separar lo “público” (la razón, lo intelectual, la participación política) de lo “privado” (la fe, la sensibilidad, las pasiones, los rituales relacionados con las creencias personales), toda propuesta para la organización de una sociedad debe dar cuenta necesariamente de ambas esferas. Es esto lo que el autor llama “pluralismo profundo”: no uno que garantice tolerancia frente a la diversidad en la esfera pública, sino uno que comprenda que los dos ámbitos son inseparables, y aspire a una libertad de expresión y de acción que respete los hábitos, rituales y creencias de cada persona.

En particular, el autor confiere una gran relevancia a la religión y a la fe como partes integrales de la cosmovisión y la práctica de los individuos: es absurdo pensar que ellas puedan dejarse de lado al ingresar en la esfera pública, así como también que, dentro de la fe misma, pueda escindirse la creencia o filosofía de la práctica ritual y la sensibilidad que la enmarcan. Es por esto que, según Connolly, un pluralismo secular no es suficiente para abordar el problema de la pretensión de universalidad de la mayoría gobernante:

[H]oy en día, el secularismo occidental surgido de la Ilustración es demasiado ciego ante el rol que lo performativo, la disciplina y lo ritual juegan en su propio modo de ser, y demasiado confiado en proyectar una separación clara entre razón y fe. (28)8

Como ejemplo de esta tendencia, el autor cita justamente la propuesta de Rawls para “des-esencializar” la fe que, de acuerdo con la reconstrucción de Connolly, constaría de tres pasos:

[P]rimero, quitarle a cada práctica de la fe la exigencia de que provea el núcleo central de autoridad en torno al cual gire la política del Estado; segundo, desconectar la creencia (pero no su expresión simbólica) de los actos de devoción y las expresiones rituales; tercero, alcanzar un consenso sobre un discurso de justicia pública que esté por encima de la diversidad de religiones privadas, a la vez que sea compatible con la mayoría de ellas. (60)

Connolly está de acuerdo con la primera consigna, pero no cree que sea posible ni deseable implementar las dos que le siguen, por los motivos que ya expusimos: quienes proponen separar lo público de lo privado no hacen más que ocultar los elementos “privados” que inevitablemente se arrastran junto con los “públicos”. A su vez, el pluralismo que él mismo postula resulta todavía más “profundo”, si se tiene en cuenta que en él la fe –que es tradicionalmente excluida de las propuestas pluralistas– incluye no solo un determinado credo o filosofía, sino también una cierta sensibilidad, un ethos y una serie de hábitos y rituales que la constituyen y moldean. Todos estos elementos deben ser incluidos en el alcance de un pluralismo que realmente pretenda ser “profundo”:

En una cultura política de pluralismo profundo con un elemento extra, cada fe practica sus rituales específicos, y cada minoría religiosa lleva consigo fragmentos y dimensiones de su fe a la esfera pública, cuando es pertinente al tema específico en cuestión. El pluralismo profundo reestablece así el vínculo entre práctica y creencia que había sido eliminado artificialmente por el secularismo; y también anula la consigna imposible de suspender la propia fe cuando se participa en política. (Connolly 64)

Pluralismo multidimensional

Un elemento sumamente interesante de la propuesta de Connolly es su enfoque “multidimensional” del pluralismo: mientras más se expandan los principios pluralistas a diversos ámbitos de la sociedad, serán influenciadas más esferas y surgirán nuevas minorías. No solo “la expansión de la diversidad en un ámbito ventila la vida también en los otros ámbitos”, haciendo surgir nuevas minorías, sino que, al existir una mayor cantidad de identidades minoritarias, las necesidades de cada una pueden ser defendidas de manera conjunta, gracias al sentimiento de solidaridad que surgirá de la convivencia (Connolly 6; cf. 61).

Connolly propone, entonces, dejar atrás la idea de una nación como “una mayoría central rodeada de minorías”, ofreciendo en su lugar la de “minorías de diversos tipos, interdependientes y conectadas a través de múltiples líneas de afiliación” (61). El ejercicio que resta por hacer es exponer las minorías ocultas a la vida pública (“sacarlas del clóset”), e incrementar la visibilidad y el conocimiento público de las ya existentes. Para ello, deberá ampliarse el espectro de diversidades legítimas en el marco del Estado, reducir la gama de prácticas que se consideran ofensivas para cada una de ellas, y proveer un marco apropiado para el ejercicio de cosmovisiones minoritarias –en el que, idealmente, cada persona llegará a formar parte de varias minorías diferentes, de acuerdo con distintos aspectos de su existencia–.

Enfoque bicameral de la ciudadanía

Connolly sostiene que cada postura política, filosófica o religiosa está siempre acompañada de un ethos o una sensibilidad que determina el comportamiento del individuo en su relación consigo mismo y con sus pares. Una misma sensibilidad puede acompañar a diferentes enfoques teóricos y viceversa, lo que da lugar a una infinita diversidad de actitudes y comportamientos. En el caso del pluralismo en particular, será necesario que cada individuo adopte lo que el autor denomina un “ethos bicameral”, o un “enfoque bicameral de la ciudadanía”: esto es, cultivar “el coraje de cargar con la agonía de la diversidad, en pos de promover la libertad de expresión, y obstaculizar los llamados a la violencia” (Connolly 81). La postura agónica conjuga la adhesión a la propia doctrina con el reconocimiento de que para otros esta puede ser cuestionable (exponiendo sus elementos menos nítidos y sus puntos débiles), y el respeto hacia quienes sostienen una filosofía diferente.

Virtudes ético-políticas

El enfoque bicameral de la ciudadanía requiere, entre otras cosas, el ejercicio de dos virtudes fundamentales: el respeto agonista y la capacidad de respuesta crítica. La primera se refiere a quienes ya han accedido a posiciones de participación política y funciona en la esfera de la política del ser. A partir de la conciencia de la necesidad de la fe para la vida, y –a la vez– de la inhabilidad de cada uno para desmentir las posturas ajenas, el individuo “asume la agonía de contar con elementos en la propia fe que son cuestionados por otros, y añade un cuestionamiento agónico al respeto que demuestra hacia ellos” (Connolly 124). La segunda virtud se refiere a la política del devenir, combina generosidad y disponibilidad de escucha frente a las cosmovisiones emergentes, con capacidad crítica de no aceptar todas las demandas que aquellas pudieran presentar. Quien cultiva esta virtud es crítico frente a las nuevas propuestas, aunque no desde un criterio preestablecido o universalizado, dado que pretende combatir justamente este tipo de universalismos (cf. id. 126).

Esta relación que establece Connolly entre el pluralismo político y sus virtudes (su ethos) correspondientes se relaciona con su idea de “pluralismo profundo” y con el estrecho vínculo que establece el autor entre ética y política. Tal como la explica él mismo:

Las virtudes aquí expuestas no eliminan a la política de la ética, ni se elevan por encima de la política. Más bien, proveen una dimensión ética a la experiencia de identidad, la práctica de la fe, la promoción del auto-interés y el compromiso político. (Connolly 122)

La ética siempre impregnará a las relaciones sociales y las posturas políticas, y, si se espera que estas últimas adhieran al pluralismo, entonces deberá cultivarse una ética que contemple estas virtudes, entre otras.

El pluralismo político, tal como lo proyecta Connolly, se caracteriza, entonces, por “una diversidad multidimensional y un enfoque bicameral de la ciudadanía. “[Y] enfrenta también la tensión constitutiva entre la diversidad existente y la política del devenir, mediante la cual surgen nuevas configuraciones que luchan por modificar el registro de diversidades legítimas” (Connolly 68). Las dificultades y los obstáculos propios de este origen hacen del pluralismo “un logro frágil que deberá ser cuidado, más que una consecuencia que pueda ser dada por sentado” (id. 64). Es en parte debido a este dinamismo propio de la política, que el autor entiende al pluralismo más como una posibilidad que deberá ser cultivada, que como el efecto necesario de una serie de condiciones previas. He aquí otro punto en el que Connolly se diferencia de Rawls, para quien la institución de un “pluralismo razonable” era consecuencia inevitable de la inmersión en instituciones liberales.

El autor se ocupa de responder a las acusaciones más frecuentes a los modelos pluralistas, particularmente las de relativismo y de ambigüedad. Al tratarse de las críticas más frecuentes, el autor dedica diversos puntos de su trabajo a refutarlas, cada una desde una estrategia opuesta. Concluiré esta sección con un breve repaso de las dos objeciones, así como de las respuestas que provee el autor, dada su importancia para avanzar en un proyecto político pluralista viable en la actualidad. En primer lugar, vemos que reconoce que suele acusarse a quienes defienden el pluralismo de egoístas y elitistas: una posición semejante implicaría, según sus detractores, vivir en una ambigüedad no apta para la “gente común”. Ante esta acusación, él sostiene que, si bien ciertamente se trata de una exageración, también contiene un elemento de verdad: no deja de ser cierto que quien adopte un enfoque bicameral de la ciudadanía tendrá que lidiar con un cierto elemento de ambigüedad (cf. Connolly 4), ya que, por un lado, adoptará una postura determinada (una filosofía, una religión, una orientación política) que defenderá ante sus pares, mientras que, por el otro, mantendrá siempre un mínimo elemento de sospecha respecto de ella. El pluralista en el que piensa Connolly abraza los elementos de duda que le ofrece su propia cosmovisión, y reconoce públicamente sus aspectos más cuestionables. El “respeto agonista”, clave para el pluralismo multidimensional, implica, entre otras cosas, el reconocimiento de los elementos misteriosos o inexplicables dentro de la propia creencia, y de las diferencias internas al propio grupo de pertenencia (cf. id. 62). Deberá ser consciente de que en la esfera pública es fundamental ser receptivo frente a otras doctrinas, así como también tener presente que indudablemente la suya será cuestionable para el resto de las personas: “[n]o es necesario relacionarse con la propia fe […] como si fuera incierta para uno mismo [...]. Simplemente hay que asumir, de manera visceral y positiva, hasta qué punto debe parecer profundamente cuestionable para los demás” (id. 32).

Sin embargo, el hecho de que el pluralismo invocado por Connolly deba aprender a lidiar con la ambigüedad, no significa que concuerde con la postura del relativismo cultural, “según la cual hay que defender a la cultura que sea dominante en un determinado lugar” (41). Quien sostenga esto deberá presuponer una imagen concéntrica de la cultura, esto es, la de un grupo humano como compuesto por círculos claramente delimitados, cada vez más amplios a medida que incorporan más miembros: desde una familia, hasta una localidad, una región y una nación. En el interior de cada uno de estos círculos existirían una cosmovisión, una serie de principios y otros tipos de rasgos culturales, que son precisamente los que el relativista propone avalar: “[e]n efecto, es la imagen concéntrica de la cultura la que permite, primero, aislar cada régimen territorial como una ‘cultura’ cerrada, y, luego, defender el contenido de cada cultura territorial definida de ese modo” (ibd.).

Connolly se preocupa por diferenciarse de los relativistas así entendidos, porque no está dispuesto a aceptar esta imagen de la cultura como concéntrica. El pluralismo que él propone es uno atento a las conexiones excéntricas que atraviesan las esferas de pertenencia y permiten la diversidad que el pluralista aprecia y defiende. Esta perspectiva hace que el pluralista no sea relativista, en tres sentidos. En primer lugar, no es ilimitadamente tolerante frente a alguno(s) de estos círculos concéntricos, dado que no cree en su existencia misma: será permisivo respecto de algunas posturas, combatiente contra otras y defenderá fervientemente a otras más. En segundo lugar, el pluralista establecerá límites a la tolerancia, porque considera imposible albergar toda la gama posible de diversidad bajo un mismo régimen. Estos límites se configuran a partir de una serie de virtudes generales que el pluralista defiende (este sería el tercer punto de divergencia con el relativista) y, entre otras cosas, determinarán el alcance de la tolerancia. Con todo, tendrá siempre el cuidado de no adosar a dichos límites y virtudes una necesidad eterna, para que no resulten contraproducentes para la causa democrática.

Conclusión

En un contexto histórico-político como el actual, en el que la diversidad es frecuentemente vista como una amenaza para la unidad nacional, y la diferencia se plantea muchas veces en términos binarios y excluyentes, es natural que las posturas pluralistas se enfrenten a numerosas objeciones. Tanto en las Américas como en Europa encontramos representantes de diversos puntos del arco político que sostienen, por ejemplo, que la seguridad y el desarrollo de un país dependen de su unidad de propósito, es decir, de que la ciudadanía comparta un único proyecto y defienda una misma serie de principios. El crecimiento de las agrupaciones xenofóbicas, de políticas anti inmigratorias y de criminalización de la diferencia étnica, religiosa o racial en las más diversas latitudes, son otros tantos ejemplos de los obstáculos que encuentra el pluralismo en la actualidad.9

Llevados estos posicionamientos a la arena teórica, se ha afirmado que las teorías pluralistas serían solo útiles para quienes viven en la abstracción de las disquisiciones filosóficas, pero no para las “personas comunes y corrientes”: no solo porque no poseerían las herramientas teóricas para comprender estos razonamientos, sino también –y sobre todo– porque deberían desenvolverse en el “mundo real”, en el que necesariamente hay que tomar partido en todo momento. Igualmente, se ha acusado a los teóricos del pluralismo de elitistas (o academicistas), nihilistas, subjetivistas, relativistas y/o ambiguos, tal como quedó en evidencia en el apartado anterior donde expusimos algunas respuestas de Connolly en este sentido.

Desde otro lado del espectro, estos desafíos del presente pueden encontrarse también con lo que Mouffe denomina la “estrategia de la retirada” (cf. 2008), que consiste en afirmar que, una vez detectadas las dificultades de las estructuras hegemónicas y entendida la imposibilidad de ubicarse enteramente por fuera de ellas, la única opción sería retirarse de la esfera pública. En el ámbito académico, esta estrategia implicaría retirar la reflexión teórica del ámbito de lo político, y específicamente de temáticas complejas tales como la del pluralismo. Coincidimos con la autora en que las propuestas planteadas “en términos de deserción y éxodo” (ibd.), al renunciar a ocupar un espacio dentro de las luchas hegemónicas, llevan a “una situación caótica de pura diseminación, dejando la puerta abierta para que penetren otros intentos de rearticulación por parte de fuerzas no progresivas” (ibd.). Esto se hace particularmente evidente al pensar en fenómenos sensibles y complejos tales como el pluralismo, en los que la estrategia de la retirada no hace más que reforzar las vertientes más reaccionarias en sus modos de abordar temáticas como la inmigración o la convivencia de diversos credos religiosos. Aquí tomamos, por el contrario, a los desafíos propios de la tarea teórica y política no como una razón para la retirada, sino como un incentivo para pensar críticamente tanto las propuestas (y prácticas) políticas, como los riesgos de abandonar el terreno de la investigación.

El panorama nos sitúa ante la necesidad de elaborar herramientas que sean sólidas y consistentes desde el punto de vista teórico-argumentativo, y que también sirvan para comprender y responder a estos fenómenos en la práctica concreta de las políticas ejercidas por los diversos sectores de la sociedad. Con el propósito de avanzar en esta dirección, nuestro trabajo ha optado por exponer tres enfoques diferentes del concepto de pluralismo, con sus fortalezas y debilidades, y establecer un diálogo entre ellos. En particular, los aportes de Mouffe y Connolly nos ofrecen herramientas para el abordaje de una –nuestra– realidad inevitablemente agónica, es decir, una en la que siempre habrá algún tipo de división “nosotros”/“ellos”. El desafío es, precisamente, la construcción de una política que pueda canalizar estas rivalidades, sin acallar la diversidad inherente a cualquier orden social. En particular, en nuestro caso puede sernos de utilidad la idea de que los límites del pluralismo son inevitablemente políticos, y que, por lo tanto, deberán ser discutidos siempre. Esto constituiría un significativo desvío respecto de la propuesta rawlsiana, en la que, como vimos, el criterio de selección pasa por una idea de “racionalidad” que puede resultar en la exclusión de, por ejemplo, cosmovisiones que no se adapten a la lógica eurocéntrica. Asimismo, podremos servirnos de la propuesta de incorporar el plano de las emociones en el tratamiento teórico y práctico de la política, así como de su cuestionamiento de la división público/privado, ya ampliamente cuestionada, entre otros, por los estudios de género.

La incorporación de estas y otras críticas al enfoque liberal puede servir para ampliar el debate acerca del panorama político contemporáneo, que requiere con urgencia un enfoque teórico que dé cuenta de su carácter pluralista y conflictivo. Dicho enfoque deberá indagar, con la ayuda de estos y otros instrumentos, en cómo contribuir a la construcción de una realidad –cultural, social, política– profunda y realmente pluralista.

Bibliografía

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1          El comunitarismo, nacido en gran parte como reacción a la propuesta rawlsiana, denuncia la imposibilidad de elaborar un sistema universal de valores en un mundo pluralista, ya que necesariamente llevará a una abstracción tan extrema que lo tornaría inutilizable, o a un localismo (liberal y eurocentrista, generalmente) encubierto bajo la fachada del universalismo.

2          Es así como se encaró el surgimiento de la nueva derecha europea, que, según Mouffe, habría sido –más allá de la aceptabilidad o no de sus propuestas– la única en comprender la necesidad de explicitar la naturaleza colectiva, pasional y adversarial de la política (cf. 2007 73-83).

3          Todas las traducciones de Rawls y de Connolly son propias, y fueron elaboradas a partir de la versión original en inglés.

4          Será una idea “razonable” aquella que “pueda de modo apropiado ganar apoyo dirigiéndose a la razón de cada ciudadano, explicándose a partir de su propio marco conceptual” (Rawls 1996 143).

5          De hecho, allí mismo se llega a sugerir que es sorprendente que, en un contexto de racionalidad, subsista una diversidad de doctrinas: “el que haya también numerosas doctrinas comprehensivas razonables afirmadas por personas razonables puede parecer sorprendente, dado que tendemos a pensar en una razón que conduce a la verdad, y a pensar en la verdad como única” (Rawls 1996 64).

6          Utilizaremos en adelante las palabras “unitarista” y “unitarismo” para traducir los términos ingleses “unitarian” y “unitarianism” a los que recurre Connolly para referirse a quienes se oponen al pluralismo en materia política.

7          Connolly coincide con el diagnóstico de Mouffe que expusimos anteriormente: “[a]l poner el acento ya sea en el cálculo racional de los intereses (modelo agregativo) o en la deliberación moral (modelo deliberativo), la actual teoría política democrática es incapaz de reconocer el rol de las ‘pasiones’ como una de las principales fuerzas movilizadoras en el campo de la política, y se encuentra desarmada cuando se enfrenta con sus diversas manifestaciones” (Mouffe 2007 31).

8          En la secularización, “diversas creencias son empujadas al ámbito privado, de modo que una matriz de razón pública (libre de cualquier fe en particular) pueda operar en la esfera pública. [...] Pero los secularistas mismos tienen con frecuencia una fe excesiva en la autosuficiencia de los procedimientos públicos a los que adhieren. Y en el corolario de que la fe puede dejarse en casa al ingresar en la esfera pública” (Connolly 28).

9          Pluralismo fue publicado en el año 2005, en pleno apogeo de la era Bush, y vuelve una y otra vez sobre la problemática de las minorías musulmanas en Estados Unidos y en Europa, el recurso al concepto de “terrorismo” para calificar a la oposición, el miedo a lo diferente y otros temas que continúan demostrando enorme vigencia en el panorama político actual. Por su parte, En torno a lo político, de 2007, dedica importantes esfuerzos a comprender y responder al avance de la derecha en Europa.

 

Referencias

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Cómo citar

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Pérez, M. «Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI». Ideas y Valores, vol. 66, n.º 163, enero de 2017, pp. 177-02, doi:10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358.

ACM

[1]
Pérez, M. 2017. Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI. Ideas y Valores. 66, 163 (ene. 2017), 177–202. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358.

ACS

(1)
Pérez, M. Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI. Ideas Valores 2017, 66, 177-202.

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Pérez, M. (2017). Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI. Ideas y Valores, 66(163), 177–202. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358

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PÉREZ, M. Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI. Ideas y Valores, [S. l.], v. 66, n. 163, p. 177–202, 2017. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/48358. Acesso em: 28 mar. 2024.

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Pérez, Moira. 2017. «Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI». Ideas Y Valores 66 (163):177-202. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358.

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Pérez, M. (2017) «Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI», Ideas y Valores, 66(163), pp. 177–202. doi: 10.15446/ideasyvalores.v66n163.48358.

IEEE

[1]
M. Pérez, «Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI», Ideas Valores, vol. 66, n.º 163, pp. 177–202, ene. 2017.

Turabian

Pérez, Moira. «Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI». Ideas y Valores 66, no. 163 (enero 1, 2017): 177–202. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/48358.

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1.
Pérez M. Tres enfoques del pluralismo para la política del siglo XXI. Ideas Valores [Internet]. 1 de enero de 2017 [citado 28 de marzo de 2024];66(163):177-202. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/48358

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