Publicado

2017-05-01

Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión

Moral integrity as the emotional extension of self-reflection

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069

Palabras clave:

H. Frankfurt, C. Korsgaard, C. Taylor, integridad moral, meta-emoción. (es)
H. Frankfurt, C. Korsgaard, C Taylor, moral integrity, meta-emotion (en)

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Autores/as

  • Helena Modzelewski Universidad de la República, Uruguay.

El artículo propone definir la integridad moral a partir de la autorreflexión, la meta emoción y la identidad. Se parte de la autorreflexión de H. Frankfurt y se amplía su evaluación de los deseos mediante los conceptos de autorreflexión débil y fuerte de C. Taylor. Si bien las emociones tienen relevancia en la motivación, lo que cuenta para evaluar la reflexividad de alguien son sus acciones. Se plantea que las emociones, aun sin cristalizar en acción, son relevantes para determinar la identidad moral. Así mismo, se presentan las metaemociones como un tipo de deseo de segundo orden que no se enlaza necesariamente a la volición, pero que tiene potencial similar a las voliciones de segundo orden. Se propone considerar a las emociones morales, según las define C. Korsgaard, como equivalentes a las metaemociones que, junto con las razones, determinan la integridad moral.

The purpose of the article is to define moral integrity on the basis of self-reflection, meta-emotion, and identity. Starting out from H. Frankfurt’s notion of self-reflection, the article expands his assessment of desires with the help of C. Taylor‘s concepts of strong and weak self-reflection. While it is true that emotions are relevant for motivation, it is an individual’s actions that count when assessing reflexivity. The article suggests that emotions, even when they have not materialized into actions, are relevant in determining moral identity. Likewise, it discusses meta-emotions as a type of second-order desire that is not necessarily linked to volition, but whose potential is similar to that of second-order volitions. It suggests that moral emotions, according to C. Korsgaard, be considered equivalent to meta-emotions, which, together with reasons, determine moral integrity.

Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión

Moral integrity as the emotional extension of self-reflection

Helena Modzelewski* 

* Universidad de la República Montevideo-Uruguay. Correo electrónico: hmodzelewski@fhuce.edu.uy

Cómo citar este artículo:

MLA: Modzelewski, H. “Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión.” Ideas y Valores 66.164 (2017): 181-201.

APA: Modzelewski, H. (2017). Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas y Valores, 66 (164), 181-201.

CHICAGO: Helena Modzelewski. “Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión.” Ideas y Valores 66, n.° 164 (2017): 181-201.

 

RESUMEN

El artículo propone definir la integridad moral a partir de la autorreflexión, la meta emoción y la identidad. Se parte de la autorreflexión de H. Frankfurt y se amplía su evaluación de los deseos mediante los conceptos de autorreflexión débil y fuerte de C. Taylor. Si bien las emociones tienen relevancia en la motivación, lo que cuenta para evaluar la reflexividad de alguien son sus acciones. Se plantea que las emociones, aun sin cristalizar en acción, son relevantes para determinar la identidad moral. Así mismo, se presentan las metaemociones como un tipo de deseo de segundo orden que no se enlaza necesariamente a la volición, pero que tiene potencial similar a las voliciones de segundo orden. Se propone considerar a las emociones morales, según las define C. Korsgaard, como equivalentes a las metaemociones que, junto con las razones, determinan la integridad moral.

Palabras-clave: H. Frankfurt; C. Korsgaard; C Taylor; integridad moral; meta-emoción

ABSTRACT

The purpose of the article is to define moral integrity on the basis of self-reflection, meta-emotion, and identity. Starting out from H. Frankfurt’s notion of self-reflection, the article expands his assessment of desires with the help of C. Taylor‘s concepts of strong and weak self-reflection. While it is true that emotions are relevant for motivation, it is an individual’s actions that count when assessing reflexivity. The article suggests that emotions, even when they have not materialized into actions, are relevant in determining moral identity. Likewise, it discusses meta-emotions as a type of second-order desire that is not necessarily linked to volition, but whose potential is similar to that of second-order volitions. It suggests that moral emotions, according to C. Korsgaard, be considered equivalent to meta-emotions, which, together with reasons, determine moral integrity.

Key words: H. Frankfurt; C. Korsgaard; C Taylor; moral integrity; meta-emotion

En la película uruguaya La demora (2012), María abandona en una plaza a su padre, que sufre de Alzheimer, con la esperanza de que los servicios sociales del Estado lo recojan. Esta acción reprochable habría dado sus frutos si no hubiera sido porque el padre, al ser abordado por los asistentes sociales, se niega a recibir auxilio, ya que -según repite una y otra vez- su hija vendrá a buscarlo y que solo se trata de una “demora”. Finalmente, María cumple con el vaticinio del padre: vuelve por él. En definitiva, el padre parecía conocer a su hija mejor que ella misma.

¿Qué hace que una persona sea quien es? ¿Qué determina el hecho de que otros confíen en sus promesas, que se sientan calificados para decir con certeza que esa persona “es así”? ¿Qué es lo que la convierte en alguien relativamente predecible? Una respuesta esperable a estos interrogantes podría ser que esa persona es moralmente “íntegra”. ¿Pero qué significa esto exactamente?

La propuesta de este artículo es definir el concepto de integridad moral, lo que se hará desde la conjunción de las nociones de autorreflexión, metaemoción e identidad. Con este fin, se tomará, en primer lugar, el concepto de autorreflexión como clave para definir el término “persona”, según el análisis de la estructura de la voluntad que realiza Harry Frankfurt, tomando como punto de partida la generación de deseos de segundo orden que se transforman en voliciones. En segundo lugar, se trabajará con los conceptos de autorreflexión débil y autorreflexión fuerte propuestos por Charles Taylor, que amplían la visión de la evaluación de los deseos que sostiene Frankfurt: si bien la capacidad de tener deseos de segundo orden y consecuentes voliciones de segundo orden permiten identificar a una persona y diferenciarla de otro individuo que no lo es, esto no sería suficiente para hablar de integridad moral. La referencia a la moralidad requiere que los elementos que entran en juego en la elección de un deseo de primer orden frente a otro, para pasar a un deseo de segundo orden, tengan que ver con elecciones que vayan más allá de lo trivial -“¿cuánto placer me brindará?”- y se relacionen con aquello intangible referente a la clase de persona que quiero ser -“¿en qué tipo de persona me convertiría una acción como esta?”-. Si bien tanto para Frankfurt como para Taylor las emociones tienen una relevancia considerable en la motivación de las personas, las acciones que se evidencian son lo que en última instancia cuenta para evaluar la reflexividad de alguien. Se propone en este artículo que las emociones, aun cuando no cristalizan en la acción, pueden resultar relevantes para la determinación de la identidad de una persona. En este texto se plantea que las metaemociones son un tipo de deseo de segundo orden que no necesariamente se enlaza con la volición, pero que tiene un potencial similar a las voliciones de segundo orden. Así mismo, la inclusión de la noción de metaemoción robustece, ampliando, el planteamiento de Taylor de la autorreflexión fuerte. De hecho, se plantea que la autorreflexión fuerte incluye necesariamente la metaemoción.

Es Christine Korsgaard, presentada hacia el final de este artículo, quien hace explícita la inclusión de las emociones, en especial las emociones morales, con su noción de identidad moral. Propongo que dichas emociones morales son equivalentes a las emociones que denomino metaemociones, y que, junto con las razones morales, son lo que determina la integridad moral de una persona.

El argumento de La demora ofrece un ejemplo dramático para ilustrar estos conceptos. Se trata de una historia mínima que transcurre a lo largo de un día. María, la protagonista, vive en un diminuto apartamento con sus tres hijos pequeños y su padre anciano. Este envejece a pasos agigantados, perdiendo la memoria y requiriendo cuidados cada vez más intensos de parte de María. Necesita ayuda para bañarse, para vestirse, y cuando decide dar un paseo, se pierde y causa evidentes trastornos familiares. María tiene un trabajo de costurera a destajo: cose desde su casa para una fábrica de vestimenta. El dinero no le alcanza y necesita buscar un trabajo estable, fuera de la casa.

Por esas razones -y aquí comienza el nudo argumental-, María y su padre inician los trámites para que a este lo admitan en un hogar de ancianos del Estado. Pero en la oficina estatal le informan que solo se acoge a gente muy pobre, prácticamente indigente, y que no tiene a nadie que se haga cargo. Por lo tanto, el padre de María no califica como interno de un hogar estatal, y ella pierde las esperanzas de mejorar su situación.

En un impulso irreflexivo, María deja a su padre sentado en el banco de una plaza, le dice que no se mueva de allí y lo abandona. Más tarde llama al Ministerio de Desarrollo Social para denunciar anónimamente que ha visto a un hombre muy mayor sentado hace horas en una plaza, y da la dirección. El plan está bien pensado: en Uruguay los funcionarios de este ministerio se encargan de recoger a las personas sin techo que los vecinos reportan y las llevan a hogares estatales. Con lo que no cuenta María es con que su padre se negará rotundamente a acompañar a ningún funcionario o vecino, porque está esperando a su hija -que por alguna razón no ha regresado- dado que sabe que vendrá por él.

Para efectos de este trabajo, el clímax de la película, el corazón del dilema, tiene lugar en una corta frase que María dice a una enfermera: “discúlpame, yo no soy así”. El contexto en el que tiene lugar la frase es el siguiente: al caer la noche, María recapacita y decide ir a buscar al padre. No imagina que pueda seguir en el mismo sitio donde lo dejó, ya que, a esas horas de la noche, sería natural que los funcionarios del ministerio ya lo hubieran recogido. Un amigo accede a llevarla en su coche. Simulando una pretendida visita, recorren varios refugios del

Estado donde el padre podría haber sido trasladado. Cuando una enfermera le pregunta el nombre del interno, no lo encuentran, y María insiste diciendo que a veces el padre no recordaba su propio nombre; queda en evidencia que el hombre debe haber ingresado solo y no acompañado por su familia, como correspondería. Es entonces cuando, para obtener la comprensión y la colaboración de la enfermera, María narra lo que ha hecho. De cualquier manera, su padre no está en ese lugar y, en el momento de despedirse de la enfermera, María emite la memorable frase: “discúlpame, yo no soy así”. “Así” se refiere a lo que María ha hecho: abandonar a su padre en una plaza.

María es consciente de que una acción es capaz de hablar de la identidad del sujeto que la lleva adelante; de ahí su necesidad de negar el vínculo entre acción y persona: “yo no soy así”. ¿Pero cómo no es “así” alguien que ha hecho lo que queda en evidencia? Se intentará en las siguientes páginas responder a esta pregunta.

Autorreflexión, persona y metaemociones

En la búsqueda de una definición del término “persona”, Harry Frankfurt presenta la estructura de la voluntad como la diferencia esencial entre las personas y otras criaturas.1 La estructura de la voluntad típica de una persona radica en los “deseos de segundo orden”, es decir:

además de querer, elegir y ser inducidos a hacer esto o aquello, es posible que los hombres también quieran tener (o no) ciertos deseos y motivaciones. Son capaces de querer ser diferentes, en sus preferencias y en sus propósitos, de lo que son. (Frankfurt 2006a27)

La formación de deseos de segundo orden pone de manifiesto la capacidad de realizar una “autoevaluación reflexiva”, que es su enfoque de la autorreflexión (cf.Frankfurt 2006a27).

Frankfurt habla de una determinada estructura de la voluntad: no cualquiera, porque la noción de voluntad coincide muchas veces con uno o más de los deseos de primer orden de un agente; sino que “la noción de voluntad, según la estoy empleando, no es coextensiva con la noción de deseo de primer orden” (Frankfurt 2006a 29). La noción de voluntad de Frankfurt no se relaciona con la ejecución de un deseo contingente cualquiera sino con los deseos de segundo orden, que surgen de la necesidad que nos impone el hecho de que algo nos “preocupe”. En definitiva, se originan en el amor:

La autoridad de la razón práctica es menos fundamental que la del amor. De hecho, creo que su autoridad se fundamenta y deriva de la autoridad del amor. Ahora, el amor se constituye de deseos, intenciones, compromisos y [sentimientos] similares. (Frankfurt 2006b 3)

Alguien ve un pedazo de pastel y desea comerlo, pero es consciente de que está siguiendo una dieta y de que el pastel la romperá. El individuo está comprometido con su dieta; es lo que le preocupa o importa -sea cuidar su salud o su estética-. Igualmente come el pastel, pero esta acción, producto de la obediencia a un deseo de primer orden, no es su voluntad. Hacer la voluntad de uno mismo tiene lugar cuando la persona es consciente de que desea hacer algo -o no hacerlo- porque le importa o preocupa y, en consecuencia, aspira a que ese deseo sea lo suficientemente fuerte como para vencer otros deseos que se dan simultáneamente. Por ejemplo, alguien está siguiendo una dieta y sabe que con ese fin le conviene elegir como postre una fruta en lugar de un pastel. Ese agente quiere consumir la fruta no como deseo de primer orden, porque en realidad le atrae más el pastel, sino como deseo de segundo orden, ya que entre las ganas -que entran en conflicto- de comer el pastel y de respetar su dieta el agente ha optado -por medio de un deseo de segundo orden- por el impulso de respetar su dieta, porque ese es el deseo que se relaciona con lo que le preocupa; es decir, es un deseo de que se haga efectiva la acción considerada buena, de que se haga su voluntad. Por eso, Frankfurt decide llamar a este tipo de deseo de segundo orden no simplemente “deseo”, sino volición de segundo orden (cf. 2006a 32). Un simple deseo de segundo orden podría ser tan solo querer tener cierto deseo,2 pero en la generalidad de los casos no se trata solo de desear tener un deseo, sino de que se convierta en nuestra voluntad. En este caso, Frankfurt se siente más cómodo utilizando la expresión “volición de segundo orden”, pero cabe aclarar que no es más que un deseo de segundo orden que trasciende el aspirado deseo y apunta a convertirlo efectivamente en una acción.

Reiteremos entonces que, para considerar que alguien es persona, Frankfurt exige la condición de que sea capaz de albergar voliciones de segundo orden, porque el solo deseo de segundo orden no es suficiente. En consecuencia, esta noción de autorreflexión está íntimamente relacionada con la acción. Es la acción, en particular aquella que proviene de la autorreflexión -en el sentido del desarrollo de voliciones de segundo orden-, lo que nos convierte en personas.3

Esta forma de explicar nuestra condición de personas, no obstante, deja afuera una manifestación de autorreflexión que no está necesariamente relacionada con la acción, pero sí es la expresión de una seria autoevaluación. Me refiero a la reflexión sobre las propias emociones. Es cierto que Frankfurt incluye a las emociones en la autoevaluación reflexiva, ya que esta consiste en atender “nuestros propios sentimientos y deseos, nuestras actitudes y motivos, y nuestras disposiciones a actuar de ciertas maneras” (2006b 5-6). De hecho, el deseo incluye a la emoción, en la forma de un impulso, en el sentido utilizado por Dewey (cf. 1966) -esto es, como disposición específica a una acción-, pero el problema está en la forma en que se puede manifestar la voluntad en estas instancias.

Si bien existen emociones que ofician como un estadio previo a su manifestación externa a través de la acción -como la ira o la cólera, que no pueden llamarse tales si no vienen acompañadas de su expresión violenta; o la misericordia, que no lo sería si no viniera acompañada por una dispensación del castigo a la persona por la que la sentimos-, no hay que olvidar que existe otro tipo de emociones que está disociado de la acción. Esas emociones no son las que se tematizan principalmente, ya que desde el origen de la investigación científica sobre las emociones, con Charles Darwin (1984) como punto de partida, estas han sido relacionadas con la acción, y su evolución se ha supuesto como íntimamente conectada con acciones favorables (o no) a la supervivencia de los individuos. Si nos referimos a la autorreflexión acerca de esta clase “activa” de emociones, sí podría hablarse de voliciones de segundo orden, porque el deseo de segundo orden, de tener o no una determinada emoción, debería llevar al emprendimiento de una acción para que el sujeto pudiera ser definido como persona. Por ejemplo, alguien que considera valioso comportarse de manera misericordiosa, debería de hecho dispensar de castigo a su víctima. De lo contrario, el sujeto no sería autónomo, sino simplemente presa de sus propias emociones, que funcionarían en ese caso como fuerzas ciegas.

No obstante, existen ejemplos en relación con las emociones donde estas no habilitan una volición de segundo orden, porque se trata de emociones que no tienen un vínculo con la acción -aunque sí ponen de manifiesto una profunda autorreflexión-. Esto ya fue señalado en 1884 por E. Gurney, quien presentaba argumentos a favor del cognitivismo de las emociones, dando ejemplos, entre otros, de emociones en las cuales no se manifiestan signos corporales y que sin embargo perturban al sujeto, como la pena por la pérdida de un ser querido, que puede durar años sin que sea evidente corporalmente, o el caso de las emociones estéticas, intelectuales y morales (cf. 424-425). Las emociones estéticas fueron tematizadas extensivamente por R. Fry (cf. 1921) y M. Budd (cf. 1995), y más recientemente por Jon Elster (cf. 2002).

Imaginemos que alguien que se atribuye a sí mismo una considerable cultura siente placer al escuchar determinado tipo de música que entre los miembros de su sociedad es considerado vulgar, propio de personas con poca instrucción. Esa persona se avergonzaría de las emociones que reconoce en sí misma, pero no habría acción alguna que pudiera tomar para cambiar sus emociones estéticas favorables hacia esa clase de música. Como no se relaciona con acciones que la persona podría emprender, este deseo de segundo orden no merecería el nombre de volición de segundo orden. Pero, a diferencia de lo sostenido por Frankfurt, no implicaría un menoscabo de su condición de persona. Muy por el contrario, se trata de la manifestación de una profunda autorreflexión, porque la capacidad que posee alguien de mirar dentro de sí mismo, de reconocer las emociones que tiene y desarrollara partir de ellas un deseo de modificarlas o fomentarlas, implica una constitución del sujeto profunda y atenta.

La conclusión que puede extraerse es que, cuando se trata de deseos acerca de emociones, para que un sujeto pueda ser llamado persona no necesariamente deben tener lugar voliciones de segundo orden, sino que, para una cierta clase de emociones, el simple deseo de segundo ordenes capaz de poner de manifiesto su calidad de persona. Como ese deseo de segundo orden es causado generalmente por otra emoción -por ejemplo, culpa o vergüenza-, podemos identificar este tipo de deseo de segundo orden con una metaemoción, es decir, una emoción acerca de una emoción. Esto es incluso compatible con Frankfurt, quien señala que, cuando tomamos distancia de una inmersión acrítica en una experiencia propia y observamos “qué pensamos sobre ella o cómo nos hace sentir” (2006b 6, énfasis agregado), allí está implícita la metaemoción

-lo que sentimos acerca de una experiencia, que bien podría ser una emoción-, aunque no mencione jamás el término. La reflexión acerca de las propias emociones es lo que, para Robert Solomon, permite su control, y consiste en traerlas a la superficie por medio de la reflexión, volverlas explícitas y comprenderlas (cf. 200335).

La reflexión sobre nuestras emociones es algo que aprendemos a hacer:

[…] porque deseamos perfeccionar nuestras emociones. Ahora bien, cuando reflexionamos sobre nuestras emociones, a menudo nos sentimos instados a considerar las alternativas, lo cual suscita la cuestión de la elección y el control, aun cuando estemos bastante satisfechos con nuestras reacciones emocionales […].(Solomon 2007272)

Es en este sentido en el que asimilo el concepto de metaemoción con la noción de deseo de segundo orden respecto a las emociones. Esta ampliación de la perspectiva de Frankfurt puede esquematizarse de la siguiente manera:

http://www.scielo.org.co/img/revistas/idval/v66n164/0120-0062-idval-66-164-00181-i001.jpg

Existe una asimetría entre el caso general de las acciones y el caso particular de las emociones, algunas de las cuales conllevan acciones y otras no. En el caso de las emociones que no necesariamente se expresan por medio de acciones, la reflexividad (la generación de metaemoción) garantiza la condición de sujeto autónomo.

Hasta ahora ha habido escasas investigaciones filosóficas acerca de la metaemoción, e incluso en el ámbito de la psicología los trabajos se apoyan sobre unos pocos pilares teóricos, lo cual presenta la necesidad de un desarrollo de este concepto, a lo que se pretende aportar en este artículo.4

Autorreflexión débil, autorreflexión fuerte e identidad

El desarrollo del concepto seguido hasta aquí de autorreflexión es iluminado por el trabajo de Charles Taylor en su artículo “What Is Human Agency?”. Allí -a partir de la definición de deseo de segundo orden presentada por Frankfurt-, Taylor va más allá y discrimina, dentro de la evaluación humana acerca de los deseos que lleva a un deseo de segundo orden, dos tipos de evaluación: una evaluación débil y una fuerte (cf. 1977 104). La evaluación débil de los deseos se relaciona con un interés en los resultados, mientras que la evaluación fuerte se asimila a la calidad de nuestra motivación. Más precisamente, lo que en verdad importa en una evaluación fuerte tiene que ver con el valor cualitativo de los diferentes deseos. Por ejemplo, en una decisión entre el deseo de ir a almorzar a la playa o al centro de la ciudad no habrá una elección basada en el valor subyacente de la motivación. No hay conflicto moral alguno, y la elección entre los dos deseos se tomará con base en lo que considero que me dará más placer o será más eficiente -por ejemplo, cuánto tiempo me tomará llegar al lugar-. Desde el punto de vista dela evaluación fuerte, para Taylor, en este caso “no hay nada qué elegir” (1977 105), porque la elección es muy sencilla, cuantitativa -en contraste con el carácter cualitativo de la evaluación fuerte-, en el sentido de que se puede calcular cuál de los dos cumplimientos del deseo me traerá más beneficios. Así, no hay nada que elegir, porque en el plano cuantitativo toda decisión es relativamente fácil de justificar, y es sencillamente evidente para cualquiera cuál decisión deberá tomarse.

Taylor va más allá que Frankfurt en su afirmación de que puede tenerse una volición de segundo orden sobre la base de una evaluación débil. El ejemplo dado más arriba, sobre el deseo de segundo orden de refrenar mi deseo de comer un postre a favor de mantener mi peso, se trataría de una evaluación débil, donde no considero la opción como “admirable, por ejemplo, como cuando quiero ser capaz de un gran y resuelto amor o lealtad” (Taylor 1977 106). Al tener en cuenta esta descripción, podría decirse que, para que algo sea juzgado como bueno en la evaluación débil, es suficiente que sea deseado; pero en la evaluación fuerte que se lo desee no es suficiente, sino que debe haber otro concepto adosado al deseo, como desear algo porque es noble o valioso. El deseo de lo noble o valioso va más allá de desear simplemente, puesto que implica una forma de vida, conlleva una aspiración a ser una clase de persona que determinada acción definiría.

La elección entre dos deseos podría resultar ser la misma, pero la diferencia estaría en las razones para la elección. Por ejemplo, deseo ir a la playa, pero también quiero quedarme acompañando a mi amigo que está enfermo, y termino por elegir quedarme con mi amigo. En el caso de una evaluación débil, la elección se haría simplemente porque tendría que ir sola a la playa, debido a que no tengo quien me acompañe, y con mi amigo enfermo nos hacemos mutua compañía. En una evaluación fuerte, elijo quedarme con mi amigo porque aspiro a ser una buena amiga, aunque la playa me apetece igualmente o más que quedarme con él. La segunda decisión no pone en la balanza elementos conmensurables, como “compañía frente a soledad”, sino elementos que justamente no tienen nada que ver uno con otro, como “diversión frente a solidaridad”. Dije antes que, según Frankfurt, el deseo de segundo orden no era suficiente para que alguien pudiera ser definido como persona a raíz de ese deseo, y que para ello se necesitaba la volición de segundo orden. A esto repliqué con la noción de metaemoción, que sí puede estar basada en una profunda autorreflexión, aunque no conlleve una volición de segundo orden y su acción correspondiente. Taylor dice algo similar:

[…] la evaluación fuerte generalmente no es respecto a los deseos o motivaciones, sino a la calidad de las acciones […] pero estamos seriamente equivocados si pensamos que lo que se evalúa son las acciones como distintas de las motivaciones. La cobardía y otras clases de bajezas son tales en parte en virtud de su motivación. Tan es así que la evaluación fuerte necesariamente involucra una distinción cualitativa de deseos. (1977 106)

Entonces, lo que se debe evaluar es cuál es nuestra verdadera motivación y por qué razones la tenemos. Las emociones toman aquí un papel fundamental, porque ellas son muchas veces la motivación para la acción; pero también son importantes porque, aun cuando se trate de emociones que no se manifiesten en acciones, son capaces de definir la clase de individuo que las experimenta, aunque solo sea ante sí mismo. Por eso puede decirse que, en el caso de la autorreflexión acerca delas emociones -que resultará en una metaemoción-, el tipo de examen que entra en juego es la evaluación fuerte que postula Taylor. Porque sentir envidia, ser autoconsciente de ella, pero no desarrollar como consecuencia de esa autorreflexión una metaemoción que la rechace, equivale a tomar una explícita decisión acerca de la clase de persona que deseo ser; me siento cómodo, o por lo menos indiferente, siendo una persona envidiosa. No elijo dar rienda suelta a mi rumiar llevado por la envidia de la misma manera que elijo un sabor de helado, porque mi envidia -sea evidente o no para los otros- me definirá como persona, mientras que el sabor del helado no. Así mismo, es evidente que sentirse culpable por tener una emoción como la envidia no es producto de un cálculo acerca de la maximización del placer, sino una evaluación de lo que la emoción hace de mí como persona. La metaemoción, entonces, definitivamente es el producto de una evaluación fuerte.

¿Cómo se decide, en esa autorreflexión, que una emoción es una razón para actuar y que por lo tanto será la que defina nuestra acción? Según Taylor, eso solo podemos conocerlo una vez que tengamos claro el significado que las cosas tienen para nosotros y en qué medida: “hay un conflicto de autointerpretaciones. Cuál adoptemos en parte dará forma a los significados que las cosas tienen para nosotros” (1977 111). Lo que nos permite decidir es la reflexión sobre la relevancia que cada tipo de vida tiene para la persona que lo adopta, es decir, el debate acerca de qué formas de vida queremos llevar adelante; sobre la base de esa evaluación fuerte será claro cuál elegir.5 Lo importante no es el resultado de la consumación de la acción, que puede ser fallido o no llegar a manifestarse, sino lo que la motivación hace sentir al sujeto que la experimenta. Es, entonces, la emoción que lo motiva lo que hace que el sujeto se sienta virtuoso, y no necesariamente el resultado evidente. De ahí que la evaluación fuerte se relacione con la aspiración a un modo de vida y no con el placer que una u otra opción nos podría dar.

Las motivaciones y los deseos no cuentan en virtud del atractivo de su consumación, sino en cuanto a la clase de sujeto a los que estos deseos se adhieren. Como el deseo de tener una emoción brota de una preferencia por una clase de vida, por un tipo de sujeto que quiero ser, surge el deseo de segundo orden de cultivar una determinada emoción.

Para conocer qué clase de sujeto quiero ser es necesaria una reflexión; esta se hace sobre uno mismo y por eso se denomina autorreflexión.

Las evaluaciones no provienen de simples descripciones de eventos, sino que son articuladoras de las impresiones que surgen a partir de ellos; constituyen un intento de formular de forma coherente lo que al comienzo aparece mal o poco formulado, y ese objeto está lejos de quedar inalterado por la evaluación. Por el contrario, como la articulación de las impresiones acerca del objeto implica dar forma a lo que deseamos o consideramos importante de alguna manera, la evaluación nos revela un objeto de cierta forma nuevo, modificado. Tómese el siguiente ejemplo, que presentamos antes en otros términos: pue do optar entre pasar la tarde en la playa con amigos divirtiéndome o acompañar a un amigo que está solo en el hospital, lo que no será muy divertido, pero deseo hacerlo igualmente porque amo a esta persona. Una simple descripción diría lo que acabo de señalar. Sin embargo, para poder desarrollar un deseo de segundo orden, tendré que evaluar ambas situaciones. El examen no se basará, como una reflexión débil, en la cantidad de diversión que obtendré, sino en el valor que tendrá una u otra opción. Si opto por pasar la tarde en el hospital, eso reflejará un valor que yo le estoy dando al hecho de acompañar a un amigo que me necesita. Esto no es una simple acción, sino que habla de mi persona. Por su parte, el objeto evaluado -esto es, acompañar al amigo en el hospital- deja de ser un objeto simplemente descrito, como lo hice al comienzo de este ejemplo, y pasa a ser modificado, puesto que se le ha adosado un valor que lo cambia considerablemente. Ya no se trata de una forma de pasar la tarde, con quién, dónde y qué tan divertido es, sino que empieza a ser visto como una opción más valiosa que la otra y que, en consecuencia, se magnifica.

Lo interesante de esta reflexión, que provoca evaluaciones de nuestros deseos y transforma los diferentes objetos de nuestro deseo en excelentes o triviales, está en que no todas las evaluaciones pueden ocupar el papel de constituyentes de la identidad. En esto consiste la autorreflexión para Taylor, y por eso puede decirse que este autor va un paso más allá que Frankfurt:

Esta evaluación radical es una reflexión profunda, así como una autorreflexión en un sentido especial: es una reflexión acerca del yo, sus cuestiones más fundamentales, y una reflexión que involucra al yo de la manera más completa y profunda posible. Como involucra al yo completo sin un patrón fijo, puede ser llamada una reflexión personal […] y lo que emerge de ella es una autorresolución en un sentido fuerte, porque en esta reflexión el yo entra en cuestión; lo que está en juego es la definición de ciertas evaluaciones rudimentarias que se perciben como esenciales para nuestra identidad. (Taylor 1977 133)

Es decir, somos rudimentariamente capaces de ciertas evaluaciones, pero en cuanto algunas de ellas son intuidas como conformadoras de nuestra identidad, es necesario entregarse a una evaluación profunda para descubrir quiénes queremos ser y, en efecto, proponernos serlo.

Autorreflexión, razones para la acción e integridad moral

Hasta ahora he definido y profundizado en el concepto de autorreflexión desde la perspectiva de los deseos de primer y segundo orden, complementándolo con las metaemociones. Christine Korsgaard agrega una nueva dimensión: ella relaciona la autorreflexión -que llama simplemente “reflexión”- con la necesidad de determinar si un impulso para actuar es una razón para ello. Según es expresado por Korsgaard, la mente reflexiva no puede conformarse con la percepción y el deseo en cuanto tales, sino que necesita una razón para la acción (cf. 2000 117-164). Esto se relaciona claramente con la formulación de deseos de segundo orden: percibir algo que me es atractivo y desearlo no me convierte en una mente reflexiva. En palabras de Frankfurt, percibir y desear no me hacen “persona”, ya que para ello es necesario preguntarse si deseo tener ese deseo (cf. 2006a). Y según Korsgaard, el deseo podrá hacerse efectivo para una mente reflexiva si supera la prueba de la razón para actuar (cf. 2000, 2006). Debo tener una razón para perseguir ese deseo de primer orden. Si no la tengo, generaré entonces un deseo de segundo orden que se oponga al primero, y ese nuevo deseo será efectivo si se convierte en una volición de segundo orden. En esta línea, ambos pensamientos son similares, aunque expresados con términos diferentes.

En la palabra “razón”, Korsgaard señala una referencia a una clase de éxito reflexivo (cf. 2000 121). Esto quiere decir que si podemos dar una razón, es porque hemos llevado a cabo un cierto proceso reflexivo que ha conducido a una determinada conclusión; de ahí que se denomine “éxito”. La capacidad para dar una razón que revela un éxito reflexivo puede asimilarse con una volición de segundo orden -según es definida por Frankfurt-, para quien esta se da cuando un deseo se impone sobre otro y llega a convertirse en la acción elegida. Para Korsgaard, “si decido que mi deseo es una razón para actuar, debo decidir que, tras reflexionar al respecto, asiento a ese deseo” (2000 125), lo cual guarda notorias similitudes con la volición de segundo orden.

Pero Korsgaard no se queda en la formulación de voliciones de segundo orden, sino que señala que la estructura reflexiva de la mente es una fuente de autoconciencia porque nos fuerza a tener una concepción de nosotros mismos. Eso significa que el principio por el cual se de terminan las acciones de alguien expresa la identidad de esa persona, porque esta ha elegido su acción sobre la base de un principio con el que se identifica; por esa razón la acción, que refleja un principio, es la persona (cf.Korsgaard 2000 129). Hay una estrecha relación entre las razones para actuar de una persona y su identidad. En este sentido, el asentimiento ante una razón se relaciona con la evaluación fuerte de Taylor. Korsgaard no parece interesarse por la autoevaluación débil, y se concentra en la autoevaluación fuerte, que nos convierte en una clase determinada de persona -es decir, define nuestra identidad-. Y de manera análoga, las obligaciones surgen a partir de lo que esa identidad prohíbe.

El concepto de integridad incluye esta conexión entre identidad, razón para actuar y obligación. Korsgaard define integridad como la noción que se refiere a “alguien que hace honor a sus propios principios” (2000 130). Nuevamente ronda esta definición alrededor del concepto de volición de segundo orden, porque si es necesario hacer honor a los principios, se debe a que es posible que por momentos aparezcan deseos de primer orden que contradigan estos principios. Es de esperar que una persona íntegra pueda generar voliciones de segundo orden que pongan de manifiesto esos principios que cognitivamente sostiene, haciéndolos prácticos. Hablamos de principios en el sentido de una reflexión profunda, según Taylor. No hay principios detrás de una elección como la que se toma entre un helado de frutilla o de chocolate; los principios determinan obligaciones incondicionales, cuyo incumplimiento significaría la pérdida de nuestra identidad:

Cuando una acción no puede llevarse a cabo sin perder alguna parte fundamental de la propia identidad, y para un agente daría lo mismo estar muerto, entonces la obligación de no hacerlo es completa e incondicional. Si las razones surgen del asentimiento reflexivo, la obligación surge del rechazo reflexivo. (Korsgaard 2000 131)

El papel que tienen las emociones en este ámbito, en apariencia exclusivamente racional, es explícito:

[…] la reflexión no tiene un poder irresistible sobre nosotros. Sin embargo, cuando efectivamente reflexionamos, no podemos sino pensar que deberíamos hacer lo que tras la reflexión concluimos que tenemos una razón para hacer; y cuando no lo hacemos, nos castigamos con el sentimiento de culpa, la compunción, el arrepentimiento y el remordimiento […]. No es el mero hecho de que sea buena idea realizar cierta acción lo que nos obliga a realizarla; es el hecho de que nos mandamos a nosotros mismos hacer lo que descubrimos que sería una buena idea hacer. (Korsgaard 2000 133-134)

Es claro que esa autoridad no está dada por la sola cognición -por ejemplo, el hecho de que entendamos como un precepto “esto es malo” no nos coacciona a no hacerlo-, sino por algo más que convierte a una acción en lo que nos obligamos a hacer: esto es, la percepción de una razón -por ejemplo, “esto es malo” sumada al hecho de que “una persona como yo no lo puede hacer sin convertirse en alguien que no quiero ser”-. Y una vez que encontramos -tras la reflexión- una razón para actuar, entra en juego la emoción, que es lo que en última instancia nos coacciona. Se da aquí una estrecha relación entre la reflexión y la emoción, ya que si bien la reflexión que da lugar a una razón para actuar es el origen de una acción por principio, la emoción está implicada irremediablemente: “Vernos motivados ‘por la razón’ significa, por lo general, vernos motivados por el asentimiento reflexivo de nuestros incentivos e impulsos, entre ellos los afectos, que surgen de una manera natural” (Korsgaard 2000 161). En especial, se trata de lo que Korsgaard llama “emociones morales negativas”, que son precisamente las mencionadas: la culpa, la compunción, el arrepentimiento y el remordimiento (cf. 2000 188). Esto, pregunta Korsgaard, ¿nos hace menos autónomos? ¿Actuamos por temor al castigo, no externo, pero sí interno, proveniente de nuestras propias emociones?

La respuesta a la anterior pregunta es negativa. Porque el dolores, según Korsgaard, la percepción de una razón. El dolor puede tener lugar cuando miramos el pasado, el presente o el futuro. Alguien que haya dejado de hacer lo que era su obligación experimentará dolor cada vez que lo recuerde; ese dolor es el arrepentimiento o el remordimiento, y si la razón concluida tras la reflexión fue alcanzada de manera veraz y auténtica, se experimentará incondicionalmente. Por lo tanto, la emoción moral está implicada en la reflexión; no consiste en un plus que puede o no ser adicionado a la percepción de una razón. Si alguien ha reflexionado y concluido una razón que implica una obligación -porque se trata de una reflexión profunda y no superficial, para recordar los términos de Taylor-, esta razón trae un dolor potencial ante la posibilidad de faltar a la obligación. De esta manera, no somos manejados por nuestras emociones, sino que estas ya forman parte de nuestra autonomía como seres reflexivos (cf.Korsgaard 2000 188-189).

Las emociones morales son, según han sido definidas en este trabajo, metaemociones: la culpa, el remordimiento, la compunción, el arrepentimiento, a las que podrían agregarse las llamadas por algunos autores “emociones de autoevaluación”, que incluyen la vergüenza y el orgullo (en el sentido de estar orgulloso de haber podido cumplir con la acción que consideramos correcta) (cf.Howard 2009, Taylor 1985). Estas emociones no surgen por sí mismas, en primer orden, sino como resultado de una autorreflexión. Podría decirse que existe un paralelismo entre: a) los deseos que a través de la reflexión se transforman (o no) en una razón para actuar; y b) las emociones de primer orden, que tras la reflexión se convierten en metaemociones -positivas o negativas, en el sentido de que refuerzan o rechazan la emoción de primer orden sobre la que se basan-. En el caso de las emociones cuya manifestación no conlleva una acción, este paralelismo es real, es decir, las dos líneas nunca se tocan. Ahora bien, si se trata de una emoción que sí conlleva una acción, bien podría decirse que ambos procesos están imbricados.

Esto se puede resumir en el siguiente esquema, según Frankfurt:

http://www.scielo.org.co/img/revistas/idval/v66n164/0120-0062-idval-66-164-00181-i002.jpg

La estructura reflexiva de la conciencia humana está relacionada intrínsecamente con la definición de autorreflexión. Veamos lo que dice acerca de ella Korsgaard:

La estructura reflexiva de la conciencia humana nos plantea un problema: la distancia reflexiva respecto de nuestros impulsos posibilita y hace necesario decidir conforme a cuál de ellos actuaremos, es decir, nos fuerza a actuar por razones. Al mismo tiempo, y en relación con esto, nos fuerza a tener una concepción de nuestra propia identidad, una concepción que nos identifique con la fuente de esas razones. De esta manera, nos convierte en leyes para nosotros mismos. Cuando un impulso, por ejemplo, un deseo, se nos presenta, nos preguntamos si dicho impulso podría ser una razón. (2000 144)

De esta manera, Korsgaard complementa la autorreflexión de Frankfurt, al confrontar la noción de volición de segundo orden con la de razón. La volición de segundo orden se vuelve tal porque existe una razón para ello, y esta se vincula íntimamente con la identidad del sujeto. La diferencia esencial entre la volición de segundo orden de Frankfurt y la razón de la que habla Korsgaard está en el origen de la coerción: en el caso de Frankfurt, la autoridad de la razón práctica “está basada y se deriva de la autoridad del amor” (Frankfurt 2006b 12), es decir, el deseo de segundo orden con el que me comprometo es lo que dirige la acción; mientras que para Korsgaard, la autoridad de la razón práctica es la que lleva a que el sujeto se sienta inclinado (deseo)a realizar un medio que llevará a un fin. Comprender que una acción es deseable universal y públicamente -y en esto consiste una razón, esto es, que pueda ser esgrimida universal y públicamente-, es lo que me lleva a comprometerme con ella. En este sentido, Korsgaard fundamenta la “preocupación” de Frankfurt más allá de en un deseo personal y por lo tanto contingente, es decir, la funda en una razón universal:

Creo que, en lugar de pensar en proyectos personales como surgiendo de valores específicos o personales, deberíamos pensar en ellos como si surgieran del deseo de estar en una relación especial con algo que consideramos que tiene un valor intersubjetivo y universal. El amor, como yo lo entiendo, sería un ejemplo de esto. Cuando amo, digamos, a una persona, considero su humanidad -su autonomía y sus intereses- como algo de valor universal y público. Estos son los valores que creo que todo el mundo tiene razones para respetar y, quizá, incluso alguna razón para promover. (Korsgaard 200673)

En definitiva, para Korsgaard la estructura reflexiva de la conciencia humana es lo que nos permite distanciarnos de nosotros mismos y legislar sobre lo que deseamos para nuestra propia identidad, que, tras la reflexión, no puede ser otra cosa que algo que consideramos que tiene un valor universal. Esta legislación actúa con autoridad sobre nosotros mismos, y la sanción, además de la motivación para actuar, está dada por las emociones morales o metaemociones. El tipo de deseos de segundo orden -o “razones”, en terminología korsgaardiana- que generaremos a partir de nuestros impulsos dependerá de la concepción práctica que tengamos de nuestra propia identidad. Y nuestra obediencia a la obligación que genere esa autorreflexión determinará nuestra integridad moral.

La integridad moral de María en La demora

María pronuncia una memorable frase que tiene mucho de la integridad korsgaardiana: “Discúlpame, yo no soy así”. “Así” es lo que María ha hecho, renunciar a su padre y dejarlo en una plaza. María es consciente de que esta acción está definiendo la clase de persona que ella es; por esta razón hace una negación de lo que ha hecho. María no miente, no dice que no ha hecho lo que es evidente que ha realizado y que acaba de confesar; y sin embargo, niega el vínculo entre su acción y su identidad. ¿Cómo es eso posible?

Esto es posible si se lo interpreta desde la perspectiva de autorreflexión desarrollada en este artículo. Bajo esta luz, puede decirse que María irreflexivamente permitió que un deseo de primer orden se convirtiera en acción. Esa irreflexión es producto de la presión que María sufre cada día, dividida entre las exigencias del trabajo, sus hijos y su padre, todos tirando de ella en direcciones opuestas. Sin embargo, una vez que pasan las horas y María tiene la posibilidad de hacer una autorreflexión, le resulta evidente que ella no debería haber actuado de esa manera porque no está entre sus principios la posibilidad de asentir al deseo abandonar a su padre. Si María se hubiera dado a sí misma la posibilidad de reflexionar en su momento, la obligación que surgiría del rechazo reflexivo de esa idea habría impedido que la llevara a cabo. Pero la desesperación la condujo a que actuara sin reflexionar, por lo que obedeció a su deseo de primer orden.

Arrepentida, María sale en busca de su padre, y es en esa búsqueda en donde se redime, ya que los espectadores entendemos que María “no es así”. La verdadera María es la que surge de la autorreflexión, la que acata la obligación que le imponen sus principios y el modelo de hija al que ella asiente. En el acto de locura de abandonar al padre, el personaje de María se “desintegra”, pierde su integridad. También se desintegra porque nadie, ni sus hijos, ni los espectadores, sabemos quién es ella. Tampoco su padre, que con razón insiste en esperarla, porque sabe que ella volverá. De hecho, María es íntegra. Solo necesitó un poco más de tiempo para hacer su autorreflexión, deshacerlas acciones que siguieron a su deseo de primer orden y obedecer a su obligación.

Se dijo en el tercer apartado que puede establecerse un paralelismo entre los deseos -que a través de la reflexión se transforman o no en razones para actuar- y las emociones de primer orden -que tras la reflexión se transforman en metaemociones-, y que estos dos procesos se encuentran entrelazados cuando se refieren a emociones que implican una acción. En el caso de la película que nos sirve de ejemplo, María se siente agobiada por la responsabilidad que su padre representa en su vida y, de acuerdo con esto, planifica internarlo en un asilo de ancianos. Tras corroborar que ningún programa del Estado la auxiliará, se desespera. La desesperación (emoción de primer orden) se manifiesta en una acción: el abandono del padre. Allí no media la reflexión, y María permite que la emoción se traduzca en su correspondiente acción. Tras instancias intersubjetivas con otros, principalmente su hija, María tiene la oportunidad de reflexionar. De ahí que se avergüence (emoción de segundo orden o metaemoción) de lo que su desesperación la llevó a hacer, y quiera deshacer su deseo de primer orden consumado (abandonar a su padre), ahora, saliendo a buscarlo. En el modelo de Korsgaard, la vergüenza experimentada por María cumple el papel de una emoción moral, que actúa a posteriori sobre una acción realizada que, tras la reflexión, se muestra como una acción hacia la que María expresa su rechazo reflexivo. Por esto digo que ambas, la acción movida por una razón tras la reflexión y la metaemoción, se entretejen en una trama simultánea.

María no es su deseo de primer orden de abandonar a su padre; María es la acción producto de su reflexión-metaemoción de ir a buscarlo. Por eso es importante el título de la película, La demora. De hecho, eso fue toda la situación, una demora en la autorreflexión. Su padre lo sabía y por eso la esperó; él sabía, más que cualquier otra persona, quién era su hija. Bajo esta luz, el agridulce final, que deja entrever un futuro igualmente gris para María, es a fin de cuentas un final feliz, porque María recupera su integridad.

Conclusiones

El concepto de autorreflexión, a través de los desarrollos de Frankfurt y Taylor, nos da la base para responder a la pregunta que motivaba este artículo: ¿qué hace que seamos quienes somos? La autorreflexión, de la mano de las voliciones y enfocada en cuestiones cualitativas relacionadas con lo que una persona considera valioso, da forma a su identidad, define quién es la persona en cuestión.

Ya Frankfurt incluye el tema de las emociones en su noción de “lo que nos preocupa”, pero Christine Korsgaard va más allá, imbricándolas explícitamente en el proceso de autorreflexión, a través de su inclusión de las emociones morales en el asentimiento y la obligación morales. El concepto de metaemoción propuesto en este artículo permite aunar los diferentes manejos de la autorreflexión que realizan los autores señalados, ampliándola y permitiéndole ajustarse a más acciones que las que los autores meramente indican. Las emociones están íntimamente conectadas con las acciones, muchas veces definiendo un tipo de acción -como la que resulta de la ira-, o simplemente siendo percibidas y provocando emociones morales -como la envidia, que no necesariamente traerá aparejado un evento-, además de acompañar, como una especie de premio o castigo, cada acción relevante en relación con la clase de persona que revela. De ahí que pueda entenderse que la integridad moral no proviene de una fría y calculadora autorreflexión, sino que siempre vendrá de la mano de emociones, de metaemociones, si hablamos de identidad moral.

Oscilamos entre deseos de primer orden -inmediatos, calurosos y urgentes- y deseos de segundo orden -algunos triviales, otros sustanciales- que son capaces de develar nuestra identidad. Esa identidad es, en resumidas cuentas, una amalgama entre nuestro ideal de persona, que sale a relucir en deseos de segundo orden ante deseos de primer orden que nos sorprenden, y la potencia de nuestra voluntad que se impondrá por medio de razones. A primera vista, parece una lucha entre un deseo candente, emotivo, y una estricta razón que surge dela autorreflexión; una lucha desigual, en la que la razón parece tener, en la mayoría de los casos, las de perder. A la luz de lo planteado en este artículo, la lucha no es desigual, también se trata de una conflagración entre elementos similares. La emoción del deseo contra la metaemoción de quién deseo ser, que igualmente surge de la autorreflexión. Es la metaemoción la que es capaz de guiarnos hasta nuestra integridad moral.

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1 Por “persona” no necesariamente entiende un ser humano, ya que “es posible, desde el punto de vista conceptual, que miembros de especies no humanas nuevas -o incluso conocidas- sean personas; y también es posible, desde el mismo punto de vista, que algunos miembros de la especie humana no sean personas” (Frankfurt 2006a 26-27, todas las traducciones al castellano de citas tomadas de publicaciones en inglés son mías). De manera ocurrente, esta afirmación puede interpretarse como la intuición que nos permite pactar con los supuestos que subyacen tanto en la novela El planeta de los simios de Pierre Boulle, como en las películas inspiradas en esta. Bajo esta luz, lo que permite que los simios dominen a los humanos y se nos haga inteligible la manera en que lo hacen es que se transformarían en personas. De cualquier manera, en este trabajo daré por sentado que me estoy refiriendo a seres humanos.

2 Para este caso, Frankfurt pone el extraño ejemplo de un médico que trata con drogadictos y que, para entenderlos, quiere tener el deseo de consumir la droga, aunque no desea llegar a consumirla. Ese es un caso excepcional y no es a lo que él se refiere cuando habla de autoevaluación reflexiva (cf.Frankfurt 2006a 30-31). Un ejemplo más intuitivo es el de una persona obesa que quisiera (deseo de segundo orden) no desear comer tanto. El deseo de segundo orden la persigue en cada momento y experimenta culpa cada vez que come en demasía, pero no toma iniciativa alguna para que ese deseo se haga efectivo y se convierta en su voluntad (por ejemplo, cocinar menor cantidad de comida); por lo tanto, no llega a ser volición de segundo orden, sino que se limita a ser un deseo de segundo orden.

3 Puede, tal vez, presentarse como caso anómalo la situación del adicto que consume contra su propia voluntad. ¿Puede considerarse persona? En la interpretación que hago de esta estructura de la voluntad según Frankfurt, el adicto sí es persona si se ha detenido a reflexionar y ha decidido tomar alguna acción para vencer su adicción (ir a grupos de ayuda, consultar a un médico, entre otras cosas). Igualmente, puede resultar que el adicto fracase: que, a pesar de tomar esas medidas, no logre su cometido de mantenerse lejos de la adicción; eso, a mi entender, no afecta su calidad de persona, porque hubo una acción (si bien frustrada) que hace que el deseo de segundo orden se convierta, además, en volición.

4 Entre los estudios con los que se cuentan sobre metaemoción se destaca J. M. Gottman con su Meta-emotion: How Families Communicate Emotionally (cf. 1997), sobre el cual continúa basándose la mayor parte de los estudios recientes de psicología que buscan mejorar los resultados de las terapias disponibles (cf. Mitmansgruber, Beck, Höfer y Schüßler 448-453).

5 Es probable que el atractivo de la tragedia griega esté en que los dilemas que allí se dan no se pueden resolver tan claramente como aquí lo estoy planteando. Eventualmente, el héroe o heroína toma partido por una entre dos acciones, pero ambas tienen que ver con una forma de vida a la que el personaje no aspira; por lo tanto, el héroe pierde cualquiera que sea la opción tomada. A la luz de este trabajo, la tragedia griega trata de opciones basadas en evaluaciones fuertes que afectan la autocomprensión del héroe o heroína, por eso su irresistible atractivo.

Recibido: 25 de Mayo de 2015; Aprobado: 03 de Julio de 2015

 

Referencias

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Cómo citar

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Modzelewski, H. «Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión». Ideas y Valores, vol. 66, n.º 164, mayo de 2017, pp. 181-0, doi:10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069.

ACM

[1]
Modzelewski, H. 2017. Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas y Valores. 66, 164 (may 2017), 181–201. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069.

ACS

(1)
Modzelewski, H. Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas Valores 2017, 66, 181-201.

APA

Modzelewski, H. (2017). Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas y Valores, 66(164), 181–201. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069

ABNT

MODZELEWSKI, H. Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas y Valores, [S. l.], v. 66, n. 164, p. 181–201, 2017. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51069. Acesso em: 29 mar. 2024.

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Modzelewski, Helena. 2017. «Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión». Ideas Y Valores 66 (164):181-201. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069.

Harvard

Modzelewski, H. (2017) «Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión», Ideas y Valores, 66(164), pp. 181–201. doi: 10.15446/ideasyvalores.v66n164.51069.

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[1]
H. Modzelewski, «Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión», Ideas Valores, vol. 66, n.º 164, pp. 181–201, may 2017.

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Modzelewski, Helena. «Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión». Ideas y Valores 66, no. 164 (mayo 1, 2017): 181–201. Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51069.

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1.
Modzelewski H. Integridad moral como ampliación emocional de la autorreflexión. Ideas Valores [Internet]. 1 de mayo de 2017 [citado 29 de marzo de 2024];66(164):181-20. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51069

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