Publicado

2017-05-01

"Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill

“Another” liberalism. Individualism and collectivism in the work of John Stuart Mill

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326

Palabras clave:

J. S. Mill, liberalismo, neoliberalismo, socialismo (es)
J. S. Mill, liberalism, neoliberalism, socialism (en)

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Autores/as

  • Félix Aguirre Facultad de Humanidades, Universidad de Valparaíso

El artículo argumenta que, contrario a lo que sostiene el neoliberalismo contemporáneo, lo individual y lo colectivo no constituyen los extremos de una antítesis ante la que estemos obligados a elegir. Se examina el debate político de la segunda mitad del siglo victoriano sobre la pertinencia y los límites de la intervención estatal. Tomando como pretexto la obra de un pensador cuya posición sobre la libertad negativa marcará la historia del liberalismo positivo y del colectivismo, se concluye que la ideología que hereda y continúa la tradición del liberalismo político europeo no es el neoliberalismo, sino el socialismo.

The article argues that, contrary to what contemporary neoliberalism holds true, the individual and the collective are not the extremes of an antithesis that requires us to choose one or the other. It examines the political debate of the second half of the Victorian Era regarding the pertinence and limits of State intervention. On the basis of the work of a thinker whose position on negativefreedom will mark the history of positive liberalism and collectivism, the article concludes that the ideology inherited and continued by the tradition of European political liberalism is not neoliberalism, but rather, socialism.

“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill

“Another” liberalism. Individualism and collectivism in the work of John Stuart Mill

Félix J. Aguirre* 

 

* Universidad de Valparaíso-Valparaíso-Chile. Correo electrónico: felix.aguirre@uv.cl

Cómo citar este artículo:

MLA: Aguirre, F. J. “‘Otro’ liberalismo: individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill.” Ideas y Valores 66.164 (2017): 229-249.

APA: Aguirre, F. J. (2017). “Otro” liberalismo: individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas y Valores, 66 (164), 229-249.

CHICAGO: Félix J. Aguirre. “‘Otro’ liberalismo: individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill.” Ideas y Valores 66, n.° 164 (2017): 229-249.

 

RESUMEN

El artículo argumenta que, contrario a lo que sostiene el neoliberalismo contemporáneo, lo individual y lo colectivo no constituyen los extremos de una antítesis ante la que estemos obligados a elegir. Se examina el debate político de la segunda mitad del siglo victoriano sobre la pertinencia y los límites de la intervención estatal. Tomando como pretexto la obra de un pensador cuya posición sobre la libertad negativa marcará la historia del liberalismo positivo y del colectivismo, se concluye que la ideología que hereda y continúa la tradición del liberalismo político europeo no es el neoliberalismo, sino el socialismo.

Palabras-clave: J. S. Mill; liberalismo; neoliberalismo; socialismo

ABSTRACT

The article argues that, contrary to what contemporary neoliberalism holds true, the individual and the collective are not the extremes of an antithesis that requires us to choose one or the other. It examines the political debate of the second half of the Victorian Era regarding the pertinence and limits of State intervention. On the basis of the work of a thinker whose position on negative freedom will mark the history of positive liberalism and collectivism, the article concludes that the ideology inherited and continued by the tradition of European political liberalism is not neoliberalism, but rather, socialism.

Key words: J. S. Mill; liberalism; neoliberalism; socialism

Introducción

Como “socialismo” y “comunismo”, la palabra “individualismo” es una expresión decimonónica cuyo contenido polisémico ha sido responsable de un sinnúmero de debates en el seno de la historia de la filosofía política.(1) La naturaleza prometeica del término ha hecho posible presentar en forma coherente una serie de interpretaciones contradictorias sobre el carácter de épocas tan disímiles como el Renacimiento y la Ilustración. Peor aún, el concepto parece estar detrás de una suerte de tópicos nacionales que explicarían perfiles de pueblos tan diferentes entre sí como el francés, el alemán, el norteamericano, el inglés, etc., como si se tratara de gentes -por excelencia- “individualistas”.(2)

Pocos años después de que los seguidores de Saint-Simon adoptaran la palabra como un concepto clave para entender sus especulaciones sobre una inminente descomposición social, tras la Revolución de 1830, algunos intelectuales tan conocidos como La Martine, Balzac, SaintBeuve, Lamenais, Vinet y Tocqueville comienzan también a expresar sus temores ante lo que uno de ellos llama el odioso individualismo de la Edad Moderna (cf.Swart 196278).En ese momento el término es asociado a la filosofía política que había legitimado la conmoción revolucionaria del siglo anterior, impulsando una nueva condición de modernidad, que una mente tan lúcida como la de Tocqueville consideraba responsable del nuevo espíritu “democrático”; una mentalidad ajena e “indeseable” -recuerda Tocqueville- para el pueblo francés del Antiguo Régimen, cuando los individuos no estaban abocados a ese peligroso aislamiento tan de moda, sino que se sentían parte integrante y protagonista del devenir social (cf. i78).

Hasta ese momento, la mayoría de los escritores sostenían que el individualismo era el principal responsable de un prejuicio hondamente arraigado en el orden social y político de su tiempo. Pero a partir de 1850 comienzan a usar el concepto en un novedoso sentido “positivo”, y aparece por primera vez en la literatura política para aludir, al menos, a tres conjuntos de ideas, cada una de ellas con su correspondiente expresión política. En primer lugar, el idealismo igualitarista, fundamentado en el derecho natural e identificado con el liberalismo político. En segundo lugar, la ampliamente difundida doctrina económica antiestatista, complementada con el utilitarismo ortodoxo, que se identifica con el liberalismo económico del laissez faire. Por último, el culto aristocrático a la individualidad que conocemos con el término “individualismo romántico”.

En Inglaterra, al menos hasta 1840, ni los seguidores de Bentham ni los defensores del laissez faire emplean este concepto, aunque desde luego que los ecos y discusiones que esta palabra despertaba en el continente europeo se dejan sentir también en los círculos intelectuales londinenses. La interpretación francesa del individualismo comienza a discutirse después de la primera traducción de La democracia en América de Tocqueville (1840), casi siempre en su connotación peyorativa, singularmente por los primeros socialistas utópicos, como argumento para explicar las contradicciones y los efectos indeseables de la competición en el sistema capitalista.

El ocaso del siglo comienza a revelar un cambio significativo en las ideas dominantes del liberalismo inglés. El individualismo se convierte en un concepto-fuerza que comienza a ser utilizado en abierto contraste con el socialismo, el comunismo y el colectivismo. Desde luego que el liberalismo se mantiene alerta ante cualquier insinuación de abuso de los poderes públicos que ponga en entredicho las libertades individuales, pero esta preocupación descansa en un principio ético en plena transformación, pues las restricciones externas que soportaban los individuos descansaban cada vez menos en los efectos de la coacción legal y mucho más en las condiciones que impedían el normal desenvolvimiento de una enorme masa de ciudadanos castrados por la pobreza y la ignorancia, en un contexto social agravado por el estrangulamiento de un orden económico que, hasta entonces, se había rehusado a cualquier intento de regulación. De modo que, para una gran masa de ciudadanos que sentían la hostilidad de un mundo que parecía haberles abandonado a su suerte, el viejo eslogan liberal de Richard Cobden, “paz, contención y reforma [Peace, Retrenchment, and Reform]”, resultaba ser palabras vacías, que en 1881 -como afirma su biógrafo John Morley- parecían volverse contra el propio liberalismo (cf. cap. VIII).

En 1883, G. J. Goschen, quien pasó de ser un liberal al servicio del gobierno de Gladstone a un conservador militante, quizá desencantado por la dirección y el cariz que comenzaba a adoptar la política liberal tras las sucesivas reformas electorales y el otorgamiento de un Home Rule para Irlanda, se lamentaba en estos términos, al evocar la evolución del programa político liberal:

[…] A medida que pasan los años y se renuevan los parlamentos; si ponemos atención a lo que se publica en los libros que van apareciendo, vemos cómo se estrecha cada vez más el límite asignado a la aplicación del principio de laissez faire, mientras que la esfera de control del Gobierno y la interferencia se expande en todos los temas. (cit. en Greenleaf 1983 198)

Las palabras de Goschen delimitan muy nítidamente las dos grandes tendencias del liberalismo de fines del siglo xix: los defensores enconados del laissez faire y una pléyade de nuevos liberales más proclives a debatir sobre la ampliación del control y de la intervención del Estado. Ambas corrientes reclamarán para sí la etiqueta de “individualistas”. Los primeros veían en ese otro liberalismo una puerta abierta al colectivismo que desembocaría en el “abismo” del socialismo; los segundos proclamaban la complementación entre la competencia individual y la necesidad de distribuir más equitativamente los recursos y la riqueza, marcando con ello la distancia respecto al colectivismo compulsivo y la centralización que reclamaba por entonces el mundo socialista.

Buena parte de la obra de John Stuart Mill asume esta tensión. Al discutir la pertinencia y los límites de la intervención estatal, que constituye el gran debate político e intelectual de todo el siglo victoriano, pareciera que el lugar reservado a On Liberty en el Pritaneo de la historia de las ideas políticas proyecta en él una sombra del arquetipo liberal-individualista que eclipsa cualquier intento de resituarlo en su contexto. Sin embargo, algunos valores que incorpora una parte del socialismo británico, especialmente cuando apuesta por la abolición de los privilegios sociales y de los monopolios económicos, o cuando denuncia que las discriminaciones sociales están provocadas por una injusta distribución de la riqueza y del talento, pueden rastrearse en los avatares de esta transición en el seno del pensamiento liberal que encuentra, en el socialismo de los primeros fabianos -por ejemplo-,un excelente exponente clásico. El origen intelectual radical de la mayoría de estos, su progresiva conversión al colectivismo y ese atípico remanente individualista que emerge de sus escritos -y que nunca les impidió reconocerse como socialistas- sin duda que debe mucho a esta “otra” herencia liberal.(3)

Además de constituir un magnífico ensayo introductorio al pensamiento político de Mill, el trabajo de A. Ryan, The Philosophy of John Stuart Mill (1975), tiene, entre muchas virtudes, la de enfatizar que la contribución más importante de este filósofo al debate sobre la intervención ha de rastrearse en algunos párrafos olvidados de sus Principles, mucho más que en la reiteración de los argumentos de On Liberty, pese a que las conclusiones apresuradas del propio autor insistan más en la necesidad de evitar etiquetar a Mill como “un fabiano antes de su tiempo” (Ryan 160), que en el análisis riguroso del libro v de los Principles al que nos remite. De acuerdo con Ryan, resulta anacrónico y poco apropiado pensar que Mill fuese la inspiración del colectivismo del siglo XX:

Por el contrario, lo más que se puede decir es que la lectura que propone Mill sobre las excepciones al principio del laissez faire hizo más digerible la aceptación de un incremento de la acción del Estado para la gente educada. (Ryan 175)

Un sarcasmo propio del mismísimo Mill, que liberaría a este de la paternidad intelectual del socialismo radical, pero que explicaría tanto la enorme influencia que su pensamiento tiene en el New Radicalism de los años ochenta, como la penetración de sus ideas en el socialismo más elegante de aquel momento: el fabianismo.

Planteada en estos términos, la postura de Mill sobre la intromisión de lo público en el devenir socioeconómico de un capitalismo victoriano, que comienza a dar signos de debilidad, se presenta, cuando menos, mal orientada. El problema no se agota añadiendo el nombre de Mill a la interminable lista de los que se declararon a favor o en contra de una mayor presencia del Estado en la vida política. Interesa mucho más saber qué argumentos utiliza Mill al hablar de excepciones al principio del laissez faire; es decir, en qué circunstancias debe prevalecer como regla natural la práctica de este principio, y qué colectivismo es el que realmente insinuó defender.

Dejar hacer no es abandonar. El criterio de oportunidad en la acción del Gobierno

Las palabras con las que se abre el capítulo primero del libro v de los Principles, “On the Influence of Government”, apartan a Mill notoriamente de ese nocivo “espíritu de resistencia a la interferencia del gobierno”, insistiendo en que esa estrechez de miras es “decididamente predominante” en la opinión pública de su tiempo. Concretamente, su intención es negar que la sola protección contra la “fuerza y el fraude”, principio citado con profusión desde la tribuna conservadora, se considere la única fundamentación legítima para justificar la acción estatal (cf. Mill 1963 799). Una primera objeción al principio clásico del laissez faire que, por lo demás, ya aparece en el ensayo que Mill dedica a Coleridge, ocho años antes de la publicación de los Principles. Let alone -recordaba Mill entonces- era el resultado del “manifiesto egoísmo e incompetencia de los gobiernos europeos”, objeción que el propio Mill reitera a su amigo Cairnes cuando alude a la conveniencia de revisar estos viejos conceptos, para mostrar “cuán lejos de la verdad está el hecho de que los fenómenos económicos de una sociedad como la actual logren arreglarse espontáneamente alineándose con el bien común” (Mill 1963 x 165).

Es en este sentido en el que debe entenderse el apoyo entusiasta que Mill prestó durante 1832 a una serie de propuestas para limitar el trabajo de mujeres y niños en el todavía poderoso sector industrial, rechazando algunos discursos anti-intervencionistas. Y es que, para Mill, laissez faire y let alone no expresan ideas y principios que vayan de la mano. Excluir el deber de las autoridades públicas para intervenir, bajo ciertas condiciones, en aquellas parcelas de la actividad económica de manifiesto interés colectivo era tanto como renegar de un utilitarismo renovado, que no exigía a Mill creer en las supuestas verdades incuestionables que encierra la naturaleza humana (cf. 1984 100). Consecuentemente, ninguna certeza sobre la conducta del ser humano podía, por sí misma, acotar el ámbito de lo político, porque tanto la naturaleza humana como el propio Gobierno eran realidades cambiantes, y Mill siempre se caracterizó por sus actitudes pragmáticas: los problemas debían ser atajados cuando se presentaran, asunto por asunto y caso por caso. Este eclecticismo lo persuadió para clamar por los grandes principios y las explicaciones unilaterales, de forma que sus insinuaciones sobre la disonancia entre let alone y laissez faire le permitieron defender el compromiso ineludible del político con la comunidad y también reforzar su convicción en el laissez faire. Después de todo, si era cierto que no podían enunciarse verdades definitivas sobre la naturaleza humana, no era extraño continuar afirmando que ningún principio justificaba teoría universal alguna, ni sobre la conducta de nuestros semejantes, ni sobre los límites de la intervención estatal.

De ahí que -para Mill-, lo trascendental sea aclarar las circunstancias en las cuales la iniciativa individual y el esfuerzo voluntariodeben preservarse, incluso promoverse, sin obligatoriedad legal alguna. Los capítulos que dedica al laissez faire en los Principles son buena muestra de ello:

La justificación del principio práctico de la no intervención [descansaba en que] la mayoría de las personas poseen una visión más inteligente y justa sobre su propio interés, y de los medios necesarios para promoverlo, que la que pudiera prescribir para ellos cualquier legislación. (Mill 1963 iii 951)

El principio parece tan simple como sugerente: nadie puede determinar lo que es mejor para otra persona; esto significa tanto como defender que el interés de cada cual se circunscribe al conjunto de condiciones necesarias para la satisfacción de sus deseos, puesto que todos tienen deseos que satisfacer y todos persiguen sus intereses de forma activa e inteligente. La defensa de esta cultura del individuo modela una personalidad que facilita una conducta social, si no previsible, sin duda más responsable; una moral social que parece estar cimentada en la necesidad de lograr la plena interdependencia entre el carácter y la conducta, y cuyo fomento se vindica en Mill de diferentes maneras: defendiendo, en ocasiones, el acceso de las nuevas clases medias a las instituciones locales (cf. 1833 496) y, en otras, insistiendo en hacer de la cuestión del sufragio el caballo de batalla del nuevo radicalismo, apostando, al final de sus días, por una redistribución de la propiedad de la tierra mucho más acorde con el curso de los tiempos.

Pero no solamente hay una poderosa convicción moral que enfrentar contra ese “espíritu de resistencia” que Mill constata en sus contemporáneos detractores del intervencionismo. En los Principles, Mill nos ilustra también con una serie de consideraciones prácticas que avalan la injerencia del gobierno en el desempeño de una serie de funciones que él no duda en denominar “necesarias”. Al utilizar este término, Mill se refiere a aquellas acciones “inseparables” de la función de gobernar, precisamente, para distinguirlas de esas otras funciones “opcionales”, caracterizadas por su discrecionalidad, y que se le antojan “cuestionables”, tanto si de hecho se ponen en práctica por un gobierno como si no (cf. Mill 1963 iii 954).

Tras describir alguna de estas funciones “necesarias”, Mill propone una segunda distinción más trascendente, entre las formas autorizadas y no autorizadas de intervención, insistiendo en que las primeras “poseen una esfera de acción legítima mucho más limitada” que las segundas, ya que estas requieren “una mayor y más contundente justificación caso por caso” y, por ello, “muchos aspectos de la vida humana han de permanecer protegidos y excluidos de manera imperiosa” (Mill 1963 III 956). Es entonces cuando Mill señala los peligros que comporta cualquier intento de incrementar el poder y la influencia del Estado, la superior eficiencia que suelen demostrar las agencias privadas en la gestión económica y, ante todo, el deterioro que una errada elección en la manera de intervenir puede provocar en lo que él llama “hábitos de acción colectiva”, de modo que solo entonces “el laissez faire debiera considerarse una práctica general” (Mill 1963 III 988).

Una conclusión natural, si se ha seguido correctamente el argumento de los Principles, y si rememoramos algunos párrafos de la versión milliana del utilitarismo, en la que los resabios del hedonismo individualista de sus predecesores dan paso a un universalismo solidario; en términos del propio Mill, da lugar a una cierta base sentimental natural que hace impensable concebir a un ser humano de otra forma que como miembro de una colectividad (cf.Mill 1984 83).

Es por eso que el principio que ha de guiar toda intención a favor o en contra de la intervención debe cimentarse en lo que denominamos criterio de oportunidad. Podemos seguir la pista de esta sencilla regla de oportunidad en las palabras con que Mill encabeza la larga lista de “excepciones” al principio clásico del laissez faire con la que cierra el capítulo v de sus Principles (cf. 1984 8). No debería provocarnos extrañeza esta serie de excepciones que Mill quiere destacar, ya que no hay contradicción alguna en sostener una presunción general a favor de la no-intervención, reconociendo, al tiempo, la necesidad de hacer recaer sobre el Gobierno una serie de funciones que el consenso general estima como indispensables para el bienestar colectivo. Es importante anotar esta confusión porque, además de ayudar a clarificar la posición de Mill, es un hecho que toda la discusión sobre el intervencionismo durante el último tercio del siglo xix va a tener como telón de fondo las supuestas ambigüedades de este autor al respecto, de modo que es esta misma polémica la que otorga argumentos a aquellos que aseguran que Mill contradice la línea general expuesta en On Liberty (cf. Collini 242).

Pese a ser cierto el hecho de que Mill habla favorablemente del socialismo por primera vez en la tercera edición de los Principles, también es este mismo criterio de oportunidad el que acaba imponiéndose sobre las declaraciones formales. Ahí donde el socialismo parecía implicar una restricción ilegítima de las libertades individuales, debía considerarse inaceptable; pero Mill siempre hizo una tajante distinción entre lo que con nuestras palabras llamaríamos un socialismo de Estado y un socialismo cooperativo, y es esta segunda acepción la que Mill consideró digna de una estimación intelectual, y que por esta razón debería ser tenida en cuenta. Es por eso que tendríamos que destacar, una vez más, que On Liberty no se ocupa tanto de las premisas morales que avalan la acción del Estado, como de los límites de esta coerción legítima sobre los individuos.

Es evidente que Mill no restringe la intervención a la función de prevenir contra la fuerza y el fraude, sino que tan solo traza unos límites, ciertamente ambiguos, que el gobierno no debe traspasar, y que casi siempre ilustran la desconfianza que sintió frente al peligroso aumento del poder de la burocracia. Fuera de esto, la cuestión sobre la necesidad de una mayor o menor intervención queda abierta a una serie de decisiones y premisas de carácter discrecional, emanadas de una voluntad política que depende siempre del buen juicio en la elección y en la oportunidad.

Los desafíos morales del socialismo

Si ha de buscarse alguna convicción socialista en Mill, deberíamos aclarar que el socialismo al que siempre aludió era el que defendieron Owen, Saint-Simon y Fourier, y que, efectivamente, nunca entendió el término socialismo en otro sentido (cf. Brown 142). Desde luego que, como escritor especulativo, a nadie debía rendir cuentas sobre las conjeturas que lo asaltaban cuando trataba de esclarecer algún dilema filosófico. Pero, como secretario de la Compañía Británica de las Indias, apenas podía recomendar una orden sin consultar su conveniencia con las personas más cercanas a sus intereses (cf.Mill 1986 100). Algo muy parecido sucedía con su apego al socialismo: como intelectual insatisfecho con el mundo y comprometido con su reforma, no tuvo reparo alguno en considerar el socialismo como una de esas íntimas convicciones que conforman la región de los “últimos fines” y que constituyen “los más altos ideales realizables de la vida humana”; pero como hombre de acción, que sabe distinguir y apreciar “lo que es útil de una manera inmediata y prácticamente alcanzable”, no pudo evitar denunciar las inconsistencias y peligros del socialismo que pregonaban sus contemporáneos (cf. Mill 1986 186).

Aun admitiendo que el principio de la competencia constituía el estímulo necesario para aumentar la productividad de cualquier sistema económico, cuando la riqueza total era manifiestamente insuficiente para satisfacer los requerimientos del conjunto de la población, el ideal capitalista -según Mill- carecía de respuestas. Era solo entonces cuando el horizonte de una common account hacía aconsejable, adelantando su propia conclusión, socializar la producción basándose en algún principio de justicia acordado previamente (cf.Mill 1963 II 754).

Esta denuncia sobre la falta de reflexión que el capitalismo había demostrado en momentos de recesión era compartida por los seguidores de Owen, fundadores de la Sociedad Cooperativa. A pesar de esta postura, Mill nunca comulgó con la filosofía, ni con la puesta en práctica de una serie de medidas que este socialismo promulgaba, pues lo consideraba como una etapa final en la evolución moral de la humanidad. Entonces, según Mill, solo sería apropiado hablar de un socialismo económico, en última instancia, como ulterior desarrollo de la sociedad, es decir, cuando esta lograra alcanzar un equilibrio sostenido entre el crecimiento de su riqueza y el control del aumento de su población (cf.Mill 1986 132 y ss.). Solo entonces la moral que impone la perfección intelectual impregnaría a una nueva clase política capaz de dar lugar a un amplio consenso muy parecido al propuesto por Auguste Comte.

Esta es una defensa moral del socialismo que aparece intermitentemente en su Autobiografía, especialmente cuando advierte que un “cambio de carácter” debe preceder a cualquier intento de transformación social; de modo que “el problema social del futuro” exigiría unir la mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del globo. La idea de una comunidad cooperativa era, en ese momento, un horizonte ingenuamente utópico, y Mill parecía satisfecho al apoyar pequeños experimentos de cooperativas voluntarias, para las que no escatima elogios, porque “constituían una utilísima educación para quienes participaban en ellas” (Mill 1986 222). Para Mill, el socialismo era, por el momento, una declaración de principios enteramente privada, y no la enunciación de un juicio científico:

No éramos tan presuntuosos como para suponer que podíamos ya anticipar con claridad qué tipo preciso de instituciones haría permisible alcanzar estos objetivos del modo más eficaz, ni si pasaría poco o mucho tiempo antes de que esto fuera practicable. (id.223)

Apenas un año después de su muerte, cuando la versión final de la Autobiografía sale de la imprenta, esta ingenua concepción del socialismo se había tornado tan arcaica, que el testimonio y las opiniones de Mill comenzaban a ser terreno abonado a malinterpretaciones.

¿Colectivismo liberal? ¿Socialismo? Resulta difícil etiquetar a Mill en uno u otro sentido. La tesis clásica del profesor Willard Wolfe se detiene en los orígenes del socialismo milliano, en su convicción en el progreso moral de la humanidad mediante la inculcación paulatina de valores altruistas, de modo que la propia confesión de Mill sobre su adscripción al socialismo resumiría tanto su sólida vocación social, como su carácter emotivo y vehemente.

Ciertamente que ninguna de estas ideas del escritor de On Liberty, sobre la necesidad de una nueva moral más solidaria, mereció una atención especial por parte de los estudiosos de Mill durante estos últimos treinta años, a pesar de que sus contemporáneos percibieron de inmediato esta “pasión” por la regeneración social. Es precisamente esta suerte de “religión social” milliana lo que nos interesa rescatar de la aportación del profesor Wolfe; una idea que este mismo autor entresaca de algunos de los párrafos más brillantes que Mill dedica a la solidaridad y a la fraternidad en sus Three Essays On Religion. Para Mill, “religion” es sinónimo de “un sentido de unidad con la humanidad y un sentimiento profundo por el bien común” (Wolfe 32).

Sin embargo, lo cierto es que el primer acercamiento de Mill al socialismo se produce casi treinta años antes de la aparición de lo que el profesor Wolfe llama “convicciones” socialistas del creador de On Liberty. En 1825, junto a los utilitaristas Roebuck y Austin, participa asiduamente en los debates de la Cooperative Society (cf.Mill 1986 132). Los seguidores de Owen se reunían en el barrio londinense de Chancery Lane, predicando un asociacionismo que comulgaba mal con la defensa del principio de la competencia o con el remedio malthusiano contra la pobreza. Estos valores y términos identificaban por entonces a la filosofía radical con la que Mill y sus amigos se sentían familiarizados. Para algunos estudiosos parece estar demostrado que Mill quedó mucho más impresionado por el mensaje owenita de lo que él mismo confesó (cf. Wolfe 37). Pero si nos atenemos a la soberbia intelectual con la que se expresa en su Autobiografía al recordar estos encuentros, no podemos concluir que Mill pareciera muy convencido ni de la relevancia ni de la novedad del mensaje owenita (cf. 1986 133).

En realidad, hubo que esperar a que los intelectuales británicos dejaran de tratar con tanta dureza a la centuria revolucionaria anterior, para que se comenzara a atisbar en Mill algún signo del germen idealista que el profesor Wolfe parece haber descubierto mucho antes. La crisis de identidad que apartó a Mill definitivamente de la ortodoxia benthamita, y que Packer (uno de sus biógrafos clásicos) sitúa entre 1826 y 1827, le permitió acercarse por vez primera a la poesía romántica y a la metafísica de la mano de un puñado de buenos amigos que compartían una sincera veneración por Coleridge (cf. Packer 1954). Efectivamente, la reacción de Mill a la rigidez de su educación es, en buena medida, la protesta de una parte del pensamiento político victoriano contra el rigor que sus padres intelectuales mostraron ante la sombra revolucionaria del siglo de las luces. Pero también esta adaptación de las teorías continentales a la idiosincrasia del pensamiento político de las islas es importante para comprender por qué es precisamente allí donde el marxismo es despojado de buena parte de su bagaje revolucionario.

La liberación de esta autocensura, estimulada por la estricta educación utilitarista, es también, en buena medida, la responsable del acercamiento de Mill al círculo de seguidores de Saint-Simon, que en 1830 se presentaban como los defensores de un genuino proyecto social renovador. En ese mismo año, con la mediación de su amigo Gustave d’Eichtcal -como relata en su Autobiografía-, Mill entra en contacto con Bazard y Enfantin. La emoción que le produce este encuentro podría sugerirnos que fue esta influencia sansimoniana la que desarrolló su convicción de que era posible modelar una conducta conscientemente altruista para toda la sociedad: “mis ojos descubrieron el valor muy limitado y temporal de la vieja economía política, que asume la propiedad privada y la herencia como hechos imprescriptibles, y la libertad de producción e intercambio como la ‘última palabra’ del progreso social” (Mill 1986 173). Una conducta solidaria que potencialmente estaba presente en la humanidad, y que era muy diferente del resultado azaroso que la suma de las utilidades podía a la postre proporcionar.

El anhelo de un liderazgo espiritual que personificara este proceso no podía obviar el libre pensamiento y la discusión pública, como salvaguardias ante una transformación a largo plazo que requeriría una aceptación “gradual” y espontánea de la sociedad. La esperanza de lograr un amplio consenso para sentar las bases de un nuevo orden moral, cimentado en el fomento de la discusión y en la defensa de la autonomía individual, pasaba por la aceptación de una minoría dirigente que no emergiera de los canales políticos tradicionales, pues el establishment había dado suficientes muestras de vulgaridad e impotencia; y Mill, a la manera radical, creía sinceramente que esta clientela, “representante de los intereses sociales más ‘siniestros’”, era la responsable de la “desmoralización” de la sociedad y el principal obstáculo del nuevo “poder espiritual” que pugnaba por tomar las riendas institucionales (cf. 1986 45-48). Pero nunca sugirió que tal reforma, por sí misma, se convirtiera en la realización última de la utopía. Se trataba -para utilizar el vocabulario positivista- del necesario primer paso para completar la época crítica que precede a la sociedad orgánica.

En una fecha tan temprana como 1830, Mill parece ya intuir que esta construcción orgánica probablemente tomaría la forma de lo que muy vagamente podemos describir como socialismo, aunque nunca profetizó la forma institucional que este adoptaría. Nunca aceptó la idea de reorganización industrial de Saint-Simon, excesivamente benevolente con la centralización, autoritaria y considerada por él “impracticable, y no deseable si practicable” (Mineka 1963 47). Pero, el hecho de que Mill reconozca que el orden social al que tiende el positivismo “bajo alguna modificación u otra… tiende a ser la condición final y permanente de la raza humana” sugiere la aspiración a un socialismo que, más que una convicción, aparece como la proyección de un desafío moral (cf.Mineka 1963 47, Wolfe 40).

A pesar del relativismo histórico del que hace gala cuando se refiere a la institución de la propiedad y de su llamado a perder el miedoa discutir sobre su futuro, la desconfianza que Mill expresaba ante las soluciones que proponía el socialismo vuelve a aparecer en algunos párrafos de su obra póstuma Chapters on Socialism, publicada por Helen Taylor solo unos meses después de su muerte. Para Mill, el problema del socialismo no es que constituya la segura amenaza de una inevitable tiranía política, sino su tendencia a la postración de todas las opiniones individuales y deseos ante la mayoría. Mill acepta que bajo las reglas estrictas del capitalismo se carece de un estándar de justicia distributiva, pero aclara que es ingenuo creer que las desigualdades en la distribución del producto entre capital y trabajo pudieran revertirse con un simple incentivo presupuestario dirigido a aliviar las bajas remuneraciones de los trabajadores, “como los socialistas, y muchos otros además de los socialistas, puedan suponer” (Mill 1963 745). Para luego añadir, en un tono orgulloso propio de un radical que no está dispuesto a reconocer que el mundo que ayudó a transformar es el peor de los posibles que, “al contrario de los que creen muchos socialistas, el modelo actual no está condenándonos a ese estado de indigencia general y esclavitud del que el socialismo nos vendrá a salvar” (Mill 1963 745).

Esta sutil invitación a una posible reforma gradual de la propiedad fue una de las principales ideas que Mill compartirá con el socialismo fabiano, pero de nuevo, para disgusto de sus sucesores, no encontramos base alguna que nos permita afirmar que este proceso gradual y reformista acabe siendo cualitativamente superior, moral o económicamente, a un capitalismo que ya en ese momento -al menos en Inglaterra- comenzaba a cuestionar seriamente muchos de sus dogmas. Desde luego que, para Mill, el socialismo parecía comprender mucho mejor que las ideologías precedentes cuáles eran las necesidades de las mayorías. Pero, salvo este reconocimiento, nada impedía que el sistema se purgase, prescindiendo del glosario de salvadores que en ese momento proliferaban por doquier.

El retrato de un Mill individualista radical también se aleja bastante del argumento de este trabajo (cf. Hill 116-134). Aunque es indudable que una posible reforma de la propiedad privada fuera contemplada con buenos ojos por parte del radicalismo posterior a 1850, no podemos olvidar que Mill mostró algo más que simpatía por un socialismo identificado con la cooperación y la solidaridad. Es cierto que nunca compartió la idea de que el Estado se transformara en el nuevo señor de los medios de producción, ofreciendo servicios sociales financiados con las contribuciones de los ciudadanos, por lo que puede decirse que el horizonte de Mill no iba más allá de un sistema económico en el que los trabajadores propietarios de pequeñas industrias compitieran con empresas privadas de similar magnitud e importancia productiva. Efectivamente, el socialismo era el lado romántico de Mill, pero -conviene reiterarlo una vez más- nunca pensó en el socialismo como una posibilidad cercana, sino como la manera más probable de organizar el futuro de una sociedad que lentamente avanzaba hacia formas de organización cada vez más democráticas. La imagen típica de un filósofo radical se resquebraja ante esta visión romántica del futuro, que Mill compartía con sus amigos positivistas. En realidad, su idea del progreso social y sus proyecciones ante los cambios eran tan socialistas como democráticas, pero ni la democracia ni el socialismo parecían estar entre sus objetivos inmediatos.

Progreso moral y colectivismo

Podemos adelantar dos presunciones generales que arrojaría el análisis de las fuentes del socialismo milliano. Por un lado, Mill -junto con los primeros fabianos- emergería como la figura clave de una transición que dispone, para una parte de la izquierda intelectual, el camino hacia la asunción de valores defendidos por el radicalismo reformista. Por otro lado, el acercamiento de Mill al socialismo y el amplio número de excepciones a la regla general del laissez faire que podemos rastrear a lo largo de toda su obra, no serían razones suficientes para adscribirlo entre los defensores de una legislación colectivista que arropara una política netamente socialista. Muy al contrario, el propio crecimiento del movimiento socialista y la necesidad de una legislación social eran el producto lógico de una transición natural en el seno de la sociedad victoriana.

La desconfianza que Mill nunca ocultó al referirse a la sociedad democrática del futuro le debe mucho a un cierto elitismo platónico, que podemos inferir de los calificativos que dedica al gran timonel de esta conmoción moral e institucional que iba a suponer la democracia. Solía decir que la conducta de la clase trabajadora inglesa era “el más desordenado corrompido y rebelde, además de menos respetable y confiable de cualquier nación” (cit. en Cranston 44). De esto se sigue que una buena dosis de ese optimismo que sintió por los nuevos tiempos se diluyera, al enfrentar la realidad de una clase que -de acuerdo con Mill- carecía del temperamento y de la preparación necesaria para protagonizar la conmoción institucional que él presentía.

Aunque él aborrecía pocas cosas tanto como un gobierno emanado de la nobleza hereditaria, encontramos muchas insinuaciones sobre sus preferencias por un ejecutivo dirigido por una elite de administradores, burócratas responsables, como el propio Mill y muchos de sus colegas en la Compañía de las Indias Orientales. Se trataría entonces de un gobierno controlado por representantes, elegidos por un cuerpo de votantes y restringido a quienes pagan impuestos (taxpayers), que trabajaría codo a codo con un parlamento más crítico y deliberativo que legislativo, que otorgaría amplias facultades al ejecutivo y se acomodaría a la convivencia con algún tipo de comisión parlamentaria que cumpliera el requisito constitucional imprescindible para todo buen gobierno (cf.Mill 1835 341-371).

El primer requisito de todo buen gobierno era la defensa del principio utilitario ortodoxo de la identificación de intereses -hasta donde fuere posible- entre gobernantes y gobernados, al institucionalizar tal confluencia en una adecuada organización del sistema de representación. El segundo era la necesidad de contar con una élite, “un cuerpo selecto de gobierno” muy semejante al que en ese momento funcionaba en “el gobierno de Prusia, una poderosa y altamente organizada aristocracia con todos los hombres más educados del reino” ejemplo también de lo que -según Mill- venía ocurriendo en el “gobierno británico enla India” (Mill 1835 348).

Es una temprana afirmación, que dice mucho de la enorme importancia que para él tenía contar con un servicio civil competente e ilustrado, y que sin duda retomará más tarde el fabianismo. Casi in conscientemente aflora en Mill uno de los principios centrales del credo radical: su enorme desconfianza hacia la democracia directa, y una firme defensa de las virtudes profesionales y morales de los nuevos expertos de la política; algo que Mill ya había leído en la primera parte de La democracia en América. Los resabios aristocráticos de esta concepción del cambio político y constitucional que Mill aconsejaba (cf. Cranston 43), ese “conservadurismo práctico” con el que Mill se identificó en alguna ocasión, se debe mucho más a la aceptación progresiva de los juicios amargos que Tocqueville dedica a la democracia, que al anhelo de volver al Antiguo Régimen. La sagacidad de Tocqueville, al comprender la trascendencia de la práctica política como escuela moral de futuros ciudadanos responsables, hizo aflorar en Mill su enconada y temprana defensa de la educación política del ciudadano. Y es que el entusiasmo que Mill expresa por el socialismo, durante la década de los treinta del siglo xix, termina en el preciso instante en que se produce el primer encuentro con la obra del autor de La democracia en América, en 1835.

Tan solo el eco de lo que sucedía al otro lado del canal, en 1848, sacó a nuestro autor de ese letargo conservador. Como una buena parte de los intelectuales radicales que se acercaban a los clubes londinenses a polemizar sobre la vecina revolución, vivió el levantamiento de las masas parisinas como el destello de una nueva conciencia moral entre la ciudadanía. La moda nacionalizadora de fábricas y talleres artesanales, que siguió al pronunciamiento popular, le devolvió la confianza en las posibilidades que, a largo plazo, predicaba el socialismo. Los años siguientes fueron los de mayor entusiasmo y compromiso ideológico de Mill. Un estado de ánimo que se tradujo en las modificaciones a su Political Economy, en la redacción de la mayor parte de la Autobiografía y en el resto de su producción intelectual hasta mediados de los años cincuenta. Más allá de esta fecha, la prosa de Mill se carga de un hondo pesimismo histórico, estimulado por el repunte autoritario en el Gobierno de París, y por la sensibilidad social, cada vez más extrema, que sus circunstancias personales despertaban en la opinión pública. Reafirmar la importancia de la individualidad y oponerse a cualquier aventura democrática que pudiera repetir en Inglaterra el desafortunado desenlace de la segunda República francesa, fueron las dos inquietudes que permearon toda la redacción de On Liberty y de Representative Government.

En el ocaso de su vida, tras el fracaso en la elección general de 1868, Mill dedica todo su esfuerzo a la organización de la Land Tenure Reform Association, de la que fue una de sus principales figuras públicas hasta su muerte. El programa político de la Asociación, publicadoa título póstumo el 19 de julio de 1873, “The Right of Property in Land”, anuncia una serie de propuestas sobre la reforma de la propiedad dela tierra tan radicales como el estado de la opinión pública estaba en ese momento dispuesto a admitir. Un programa tan ambicioso como para incluir en su organización y propaganda a aquellos miembros más aptos e “inteligentes” de la clase trabajadora, aconsejando una alianza estratégica con los diferentes grupos radicales de la clase media, para asegurar una suerte de compromiso -ambiguamente explicitado- que salvaguardara los intereses de ambos grupos, identificando tales intereses con el bienestar general (cf.Mill 1871).

Las contradicciones vuelven a aparecer al revisar este Programa: “La nación pertenece […]en principio, a todos sus habitantes”, se dice en un momento, atrayendo la atención de los líderes obreros (cf.Mill 1871 4). Pero más adelante se añade que, pese a que la propiedad de la tierra era el caso de injusticia más clamoroso bajo las reglas económicas del capitalismo victoriano, en la práctica era mucho más prudente mantener la tenencia de la tierra en manos privadas y promover un impuesto (unearned increment) que gravara aquella parte de la renta del propietario que no provenía directamente de la productividad ganada a la naturaleza con su esfuerzo (ibd.).

A pesar de esta insistencia en frenar la explotación privada de tierras no cultivadas y aconsejar un uso público que terminara con las tradicionales reparticiones familiares, Mill también expresa su defensa del carácter “social” de la tierra y la necesidad de mantenerla en manos públicas, ya que “la apropiación de la tierra del país por privados y por las familias ya ha ido suficientemente lejos” (Wolfe 60).

En este sentido, el papel llamado a desempeñar por los municipios en el programa reformista parece más trascendente que el del Estado. Al implicar a los concejos locales se aseguraba una adjudicación más racional de los recursos agrícolas, al tiempo que la toma de decisiones se alejaba del centro metropolitano controlado por el gran enemigo del radicalismo, la “vieja corrupción”, con lo que otorgaba un mayor protagonismo a esta nueva clase media que dirigía ya el destino de las instituciones locales. De esta manera, además, el fomento de la actividad política local estimulaba la iniciativa y la responsabilidad del ciudadano. Concretamente, Mill era partidario de elaborar una normativa que permitiera al condado londinense dotarse de los recursos para la prestación de un conjunto de servicios más acorde con las demandas de una gran urbe moderna: una “administración central, federal y municipal”, con poder para gestionar recursos públicos y regular las condiciones habitacionales de las clases más deprimidas (cf. Wolfe 61).

Aunque Mill jamás extendió la necesidad de gravar la tierra al capital -como algunos positivistas y la mayoría de socialistas recomendaban-, y a pesar de las consecuencias políticas que esta idea de un impuesto especial podía tener, puesta en boca de otros reformadores con un carácter menos templado que el de Mill, parece que su asociación abonó el terreno que aprovechó la campaña exitosa sobre la tendencia de la tierra que protagonizó el economista y filántropo norteamericano Henry George, durante los años ochenta del siglo xix. No fue solo como sabia teórica. En realidad, el precedente de agitación y propaganda realizado por la asociación explica el éxito de George entre la clase media radical, de la que provenía la mayoría de los socialistas que años más tarde fundarían la SociedadFabiana.

Para el profesor Wolfe, el programa de reformas que defendió la Land Tenure Reform Association no es la única contribución de Mill a este colectivismo radical (cf. 63-65). Además de su intención de impulsar un impuesto gradual y diferenciado sobre la renta de la tierra, su recomendación para orientar una serie de subsidios que atendiera la grave situación habitacional de las clases trabajadoras, y su enconada defensa para lograr la implementación de un sistema de educación laica, competente y libre de los vicios fomentados por el odioso establishment (cf. Mill 1963 949), parecen estrechar aún más su relación con el New Radicalism (cf. Wolfe 52).

En realidad, si algo separaba a Mill del incipiente y fecundo radicalismo de los años setenta del siglo xix era el énfasis que ponía en sus opiniones sociales frente a la política contingente. Durante los últimos años de su vida, su espíritu reformista deambulaba entre la convicción de la responsabilidad que había de contraer todo gobierno con la promoción del bienestar general, y su preocupación por las implicaciones que esta intervención podía tener para el desarrollo de la libertad individual, pues -como ya lo hemos constatado- Mill nunca trazó una frontera nítida entre sus convicciones y sus preocupaciones; algo que, sin embargo, sus sucesores se dispusieron a separar de manera inmediata en uno u otro sentido.

A modo de epílogo

Para despejar el camino a seguir en pos de una interpretación más fiel de lo que fue la influencia de Mill en el contexto intelectual británico de los años ochenta del siglo XIX, creemos que han de tomarse en consideración dos cuestiones de alcance general.

En primer lugar, reconocer que entusiastas y detractores de On Liberty coinciden en señalar que este ensayo se inspiró en el repudio indisimulado que Mill sintió hacia la censura pública ejercida sobre una serie de asuntos que debía preservarse en los confines de la privacidad. En buena medida, On Liberty es un maravilloso alegato contra las restricciones de la moral convencional que afectaban al propio Mill, y contra muchos de los prejuicios contemporáneos que comenzaban a desvanecerse. Aunque Mill nunca dejó de creer, como sus predecesores liberales, en la libertad del ciudadano respecto al Estado, fue más allá que la intuición de aquellos en su defensa de la autonomía personal frente a los dictados caprichosos de la sociedad. Todavía en 1859, año en el que On Liberty ve la luz pública, las restricciones al Estado son pocas, pero las que son muchas son aquellas impuestas por la sociedad, y además -según Mill- son odiosas; de modo que creyó ver en estas leyes no escritas que rigen el mundo de la opinión pública un elemento tan castrador de la personalidad y tan siniestro como podía llegar a convertirse -para otros- la intervención del Estado.

En segundo lugar, reparar en el hecho de que para aquellos que defendían una mayor presencia del Estado en el acontecer político era imprescindible denunciar las premisas que sostenían los individualistas, quizá por haber malinterpretado la auténtica naturaleza de la libertad, pero sobre todo para ejercitar el potencial crítico propio de una nueva generación que no estaba dispuesta a aceptar la antítesis comúnmente asumida entre libertad y ley. Los nuevos liberales constituyeron una generación que adquiere progresivamente la coherencia y hondura que proporciona la discusión pública, así como la enorme difusión de muchos conceptos retomados del idealismo filosófico; por lo que no puede extrañar que Mill se convirtiera también en el blanco favorito de este idealismo crítico, y que su “individualismo”, para muchos, hubiera alcanzado el epíteto de “abstracto”.

Con todo, On Liberty se convirtió en el ápice de una supuesta ortodoxia liberal-radical; una suerte de centro gravitatorio para el pensamiento de mediados del siglo xix, más allá del cual todo intento de revisiónobligaba a medir cada paso escrupulosamente. La veneración con la que A.V. Dicey se refiere a la obra de Mill es un excelente ejemplo que puede ilustrar lo anterior: On Liberty expresaba “la opinión predominante del momento”, la culminación del “individualismo benthemita” que, para “miles de admiradores discípulos”, se transformó en “la demostración final y concluyente de la verdad absoluta que encierra el individualismo” (Dicey 183).

Para la mayoría de sus contemporáneos y discípulos, Mill era, por tanto, lo más parecido a un “santón del racionalismo” (Cranston 38), una imagen que -afortunadamente- sus biógrafos más recientes se han preocupado por mostrar más humana y menos formidable.(4) En cualquier caso, y aunque es muy probable que esta sombra proyectada por On Liberty sea la principal responsable de la escasa atención que los historiadores han dedicado a la influencia que Mill legó al bagaje intelectual de la tradición socialista británica, algunas autoridades, como Ernest Baker, le otorgan una importancia crucial en la formación del socialismo Fabiano. “Sirvió -asegura Barker- durante los años 1848 a 1880 como un puente entre la doctrina del laissez faire y la necesidad de una mayor justicia social protagonizada por el Estado, así como del Radicalismo político al Socialismo económico” (248-252), al señalar a la teoría económica milliana como la mayor inspiración de las ideas fabianas posteriores. Sin embargo, como hemos visto, sus ideas sobre los principios morales y contingentes que movían el sistema económico casi nunca fueron muy favorables a los postulados que decía defender el socialismo de sus coetáneos. Es más, casi podríamos afirmar que su acercamiento al socialismo configura más una apuesta moral que insinuaciones pragmáticas que, a la postre, justificarán un programa concreto de reformas políticas y económicas.

Más arriba aludimos a la importancia que para Mill tuvo la convicción de la existencia de una “base sentimental natural” que hacía posible y deseable la solidaridad humana. I. Berlin ha hecho notar que quizá Mill “dio por supuesta la solidaridad humana [...] con demasiada fe” (cit. en Mill 1988 22). Pero, sea como fuere, su acercamiento al socialismo debe mucho a esta intuición sobre un futuro próximo que exigiría a cada uno reconocerse como miembro activo de una sociedad más solidaria. En este sentido, y aunque es muy cierto que Mill siempre comprendió mejor el aislamiento y la genialidad que la uniformidad impuesta a golpe de intolerancia, casi nunca consideró el socialismo de sus contemporáneos como una amenaza contra la libertad individual:

A pesar de sus afirmaciones socialistas, ninguno de los líderes socialistas de su tiempo [...] pareció considerarlo como un compañero de viaje. Para ellos era la auténtica encarnación de un blando reformador liberal y un burgués radical. Solamente los fabianos lo proclamaron como antecesor. (Berlin 22)

Es posible que los calificativos que dedicaron a Mill los líderes socialistas de su tiempo tengan que ver más con su carencia de don profético que con su militancia radical y burguesa. Sin embargo, su agudeza para analizar el presente fue suficiente para recelar de la mediocridad a la que irresistiblemente tendía su mundo. Y para desconfiar de una historia que, muy a su pesar, estaba del lado de la democracia y de un socialismo que, al menos en la tradición británica, fue el primero en intuirlo.

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1 Sin querer intervenir en una de estas polémicas, todavía vigente, entre teóricos y contractualistas -véase, por ejemplo, Bevir (2003)-, he procurado limitar mi atención al contexto intelectual en el que, razonablemente, pueden analizarse esas siempre complejas intenciones que impulsan a un autor a escribir.

2 Nos servimos de los dos magníficos trabajos de Koenraad W. Swart (cf. 1962), completados y ampliados por Steven Lukes (cf. 1971 45-72).

3 Por ejemplo Willard Wolfe (cf. 77-93). También, Bruce Baum (cf. 98-123) y William Stafford (cf. 325-345).

4 Véase, por ejemplo, Bruce Baum, Wendy Donner (13-143) y Frederick Rosen (113-127).

Recibido: 09 de Junio de 2015; Aprobado: 24 de Septiembre de 2015

 

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Aguirre, F. «“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill». Ideas y Valores, vol. 66, n.º 164, mayo de 2017, pp. 229-4, doi:10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326.

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[1]
Aguirre, F. 2017. "Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas y Valores. 66, 164 (may 2017), 229–249. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326.

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Aguirre, F. "Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas Valores 2017, 66, 229-249.

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Aguirre, F. (2017). "Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas y Valores, 66(164), 229–249. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326

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AGUIRRE, F. "Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas y Valores, [S. l.], v. 66, n. 164, p. 229–249, 2017. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51326. Acesso em: 28 mar. 2024.

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Aguirre, Félix. 2017. «“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill». Ideas Y Valores 66 (164):229-49. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326.

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Aguirre, F. (2017) «“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill», Ideas y Valores, 66(164), pp. 229–249. doi: 10.15446/ideasyvalores.v66n164.51326.

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F. Aguirre, «“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill», Ideas Valores, vol. 66, n.º 164, pp. 229–249, may 2017.

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Aguirre, Félix. «“Otro” liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill». Ideas y Valores 66, no. 164 (mayo 1, 2017): 229–249. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51326.

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Aguirre F. "Otro" liberalismo. Individualismo y colectivismo en la obra de John Stuart Mill. Ideas Valores [Internet]. 1 de mayo de 2017 [citado 28 de marzo de 2024];66(164):229-4. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/51326

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