La moral y la ambivalencia de los bienes. Un análisis básico para la teoría de la justicia social
Morality and the ambivalence of goods. A basic analysis for the theory of social justice
DOI:
https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.51646Palabras clave:
ética, justicia social, moral (es)ethics, morality, social justice (en)
Contra el esencialismo de las concepciones de la justicia social como desarrollo, se sostiene que los bienes se configuran siempre en relaciones recíprocas, nunca de manera objetiva e impersonal. El núcleo deontológico de la moral reside en la crítica de las formas de actuary reposa en una ontología natural, mientras que el amplio conjunto de creencias normativas que llamamos ética se basa en la crítica de los bienes y presupone una ontología dialéctica. Revelar que toda cosa buena es ambivalente, es la forma ética -y antigua- de reflexión práctica. La formación de bienes, fines y valores razonables acontece en el terreno de los intercambios recíprocos.
La moral y la ambivalencia de los bienes. Un análisis básico para la teoría de la justicia social
Morality and the ambivalence of goods. A basic analysis for the theory of social justice
Ciro Alegría-Varona*
* Pontificia Universidad Católica del Perú - Lima - Perú. Correo electrónico: calegri@pucp.pe
Como citar este artículo:
MLA: Alegría Varona, C. La moral y la ambivalencia de los bienes. Un análisis básico para la teoría de la justicia social" Ideas y Valores 66.164 (2017): 293-316.
APA: Alegría Varona, C. (2017). La moral y la ambivalencia de los bienes. Un análisis básico para la teoría de la justicia social. Ideas y Valores, 66 (164), 293-316.
CHICAGO: Ciro Alegría Varona. "La moral y la ambivalencia de los bienes. Un análisis básico para la teoría de la justicia social" Ideas y Valores 66, n.° 164 (2017): 293-316.
Contra el esencialismo de las concepciones de la justicia social como desarrollo, se sostiene que los bienes se configuran siempre en relaciones recíprocas, nunca de manera objetiva e impersonal. El núcleo deontológico de la moral reside en la crítica de las formas de actuary reposa en una ontología natural, mientras que el amplio conjunto de creencias normativas que llamamos ética se basa en la crítica de los bienes y presupone una ontología dialéctica. Revelar que toda cosa buena es ambivalente, es la forma ética -y antigua- de reflexión práctica. La formación de bienes, fines y valores razonables acontece en el terreno de los intercambios recíprocos.
Palabras-clave: ética; justicia social; moral
Against the essentialism of the conceptions of social justice as development, the article argues that goods are always shaped by reciprocal relations and never in an objective and impersonal manner. The deontological core of morality resides in the critique of the ways of acting grounded in a natural ontology, while the broad set of normative beliefs that we call ethics is based on the critique of goods and presupposes a dialectical ontology. Revealing that any good thing is ambivalent is the ethical -and ancient- form of practical reflection. The formation of reasonable goods, ends, and values takes place in the field of reciprocal interchange.
Key words: ethics; morality; social justice
Cuestionamiento de la justicia concebida como distribución de bienes básicos
Las concepciones de la justicia que proponen ordenar la sociedad según principios que garanticen una distribución justa de ciertos bienes básicos posponen la tarea principal de la justicia, que es realizar el derecho de cada ser humano a estar activo como colegislador en la configuración del poder que gravita sobre él y los demás. Esta reducción de los asuntos de justicia a la tarea de poner ciertos bienes al alcance de todos pasa por alto la problemática naturaleza del bien y se atiene al concepto de bien básico. Con la identificación de bienes necesarios para posibilitar una vida buena, se evita entrar al laberinto de la crítica social.
En lugar de reformar los sistemas normativos existentes mediante la crítica de la dominación, la teoría de las condiciones suficientes para asegurar el desarrollo humano da pautas para construir sistemas distributivos centrales de los que se espera que hagan posible la realización de cada individuo como sujeto de razón. Con ello, el enfoque de capacidades de Amartya Sen ha contribuido a la generación de programas mundiales de ayuda al desarrollo que consisten en superponer estructuras económicas, tecnológicas y administrativas, en todo caso no políticas, a los procesos políticos nacionales y locales (cf. Sen 1993; Nussbaum 2011). Los nuevos funcionarios del desarrollo, inspirados en estas teorías, observan desde fuera los procesos políticos y, en vez de tomarlos en serio, se proponen introducir, en los espacios sociales en que esos procesos acontecen, estructuras que aseguren el acceso de las personas a bienes básicos.
La intervención constructiva se considera un paso fundamental para que los pobladores, a partir de la experiencia elemental de justicia que tienen en la satisfacción de sus necesidades básicas, se sientan motivados y comprometidos a participar en el desarrollo de una sociedad libre de explotación, violencia, intolerancia y discriminación. Sin embargo, esta concepción desarrollista de la justicia prescinde de la investigación de las estructuras sociales, y no toma en cuenta los procesos conflictivos a través de los cuales se forma cada determinado orden social. Por ello, mantiene un silencio teórico y un desinterés práctico por los tipos de razones que los actores sociales reales dan y piden efectivamente; razones que el desarrollismo degrada a idiosincracias, aunque a veces las llame culturas o mentalidades.
La justicia, en su sentido amplio referido al orden social y político, consiste en vivir en sociedad de tal modo que las acciones estén acompañadas por la práctica de pedir y dar razones. En un sentido amplio, la justicia es la práctica personal y social de la justificación y, en sentido estricto, es la organización que da a individuos y grupos el poder de recurrir a instancias imparciales para hacer efectivo su derecho a la justificación. El asunto no es solamente determinar y aplicar un modelo correcto, sea una estructura social o un orden constitucional. Se trata más bien de aclarar los principios del debate normativo implícito en los conflictos sociales. La concepción crítica de la sociedad, elaborada por Jürgen Habermas, puso la cuestión de la justicia en el territorio de la comunicación social. En su formulación más avanzada, Facticidad y validez (1994), los principios críticos inmanentes a la praxis social forman un tejido en el que distintos tipos de poder, el poder transformador comunicativo y el poder estructurador de las normas morales y jurídicas, compiten pero también se complementan.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, John Rawls (2001) había reformulado su teoría con la idea de que, para que una sociedad sea justa, es necesario que esté basada en la cooperación de quienes participan en ella, lo que tiene muchos requisitos; la distribución justa de ciertos bienes básicos es solo uno de ellos. El interés filosófico por el complejo tejido de las formas de validez se ha desarrollado también en las investigaciones de Axel Honneth (1997) en busca de una gramática de los conflictos sociales, entendidos como luchas por el reconocimiento personal, jurídico y social. Sin embargo, en la obra de Honneth, como en la de Hegel, predomina a la larga el interés por la definición de metas objetivas de desarrollo individual y colectivo. Mientras tanto, Nancy Fraser (2004) ha mostrado que la estructura real de las luchas por la justicia está compuesta por demandas distributivas, demandas de reconocimiento y demandas de representación. Luc Boltanski y Laurence Thévenot (1991) habían identificado ya una estructura semejante en su sociología de los mundos del valor personal o grandeur: generalidad industrial, doméstica y cívica. Aun así, prefirieron dejar esta categorización abierta a los resultados de la investigación empírica, en vez de fijarla por medio de definiciones filosóficas. No es nuevo ni aislado, pues, el punto de vista, representado hoy por Rainer Forst (2007), que rechaza comprender la justicia simplemente como un asunto de distribución central de bienes básicos, y exige entenderla como la realización social de las distintas formas de pedir y dar razones que acompañan las relaciones entre los seres humanos.
Crítica de los bienes y crítica de las normas
Una causa determinante en contra de reducir la justicia a principios de distribución de bienes es que la misma percepción de algo como un bien depende de las relaciones entre las personas, y esta constitución social de los bienes no puede ser sustituida por una concepción objetiva del valor. La reaparición de la subjetividad en el intercambio de bienes es de esperarse siempre, debido a que no es posible reducir las razones para actuar a razones generales. Al lado de estas hay toda una vida de la razón que acontece entre los individuos, en sus relaciones recíprocas que se justifican a través de razones mutuas. Estas otras razones son imprescindibles para apreciar críticamente las razones generales. Para darle su lugar al estudio de las razones mutuas, se presenta como primera tarea analizar cómo se distinguen y se relacionan las razones generales de la moral con las razones que surgen de la referencia compartida a los bienes.
Las razones son generales cuando logran referirse a un contenido objetivo, necesario, independiente de la voluntad de alguien y, por lo tanto, impersonal, imparcial y desprovisto de toda evocación o representación imaginaria de un estado de cosas favorable que desencadene el deseo y motive la acción. Esta idea es paradójica, porque la completa neutralidad valorativa que promete se contradice notoriamente con el significado práctico de la palabra razón. Razón, en sentido fuerte, es la razón para actuar. Aunque esta requiera de la luz pública para explicitarse, su logro está en justificar la acción individual.A diferencia de la teoría, que es un proceder impersonal en que todo lo individual se ha vuelto accidentaly anecdótico, la práctica se refiere necesariamente a la particularidad del individuo. "Acción individual" es un pleonasmo, como "verano cálido". La idea de una razón general parece, sin embargo, imprescindible para la moral del respeto igualitario a todo ser humano.
Mientras tanto, las visiones compartidas sobre fines y bienes se despliegan en los diversos mundos de las razones mutuas, es decir, en los acuerdos interpersonales y sus celebraciones institucionales y públicas de muy diversa magnitud y circunstancia. Me propongo sostener aquí la doble tesis de que: a) las razones generales, es decir, morales y jurídicas universalistas, se forman en respuesta al colapso de las razones recíprocas como estructura social, debido a los conflictos que surgen en ellas; y que b)las razones generales, sin embargo, se justifican a su vez únicamente porque posibilitan nuevas formas de reciprocidad. En otras palabras, me propongo mostrar que la genealogía de las razones generales se remonta a las relaciones recíprocas -o, mejor dicho, a los males que la reciprocidad conlleva-, y que las razones generales no tienen otro propósito que hacer fluir de nuevo las razones recíprocas.
La transformación contemporánea de la filosofía en teoría crítica de la sociedad es resultado de una explicitación de los contextos prácticos en los que las ideas filosóficas operan como razones. Por eso, si la filosofía continúa su tarea ahora como filosofía social, es porque en cierto modo siempre lo fue. Desde Platón, pasando por los estoicos, hasta los modernos teóricos del derecho natural, es reconocible la formación de un repertorio cada vez más completo y depurado de argumentos a favor de la racionalización de la sociedad. Desde Platón, hay filósofos que pretenden conocer cuáles son las razones -las precisas, pocas, únicas razones- por las que se justifica que unos hombres dominen a otros.
Los teóricos de las instituciones del orden político legítimo, como realización concreta de la facultad racional del hombre, conforman, por decirlo así, el núcleo duro de la crítica filosófica de las costumbres y la sociedad. Tienen en común un método, a saber, la composición dialéctica de conocimientos fundamentales sobre leyes e instituciones políticas. Así, Platón ha encontrado, mediante la discusión de los conceptos usados en política, el principio de que la autonomía del poder público reposa sobre las virtudes de los ciudadanos (cf. 434c, 435a-e). Hobbes descubre, con un método semejante, que esta autonomía se deriva de la necesidad que tienen todos los hombres de salir del estado de guerra en que se encuentran por naturaleza (cf. cap. 13). Y Hegel vuelve a definir la autonomía delpoder público por la transformación de las necesidades privadas en virtudes institucionales (cf. 1986 7 §§260, 267). Esta noble tradición sostiene que el criterio de legitimidad del poder público se establece con una operación intelectual, filosófica, sin la cual el poder efectivo anda a ciegas.
Pero nunca ha faltado, frente a esa forma de filosofar, otra que ha destacado más bien las fuentes deliberativas y relacionales de la razón, y que ha contado para esto con un intercambio de perspectivas directo con las múltiples formas del discurso que hace experiencia práctica. Así, encontramos en Aristóteles referencias abundantes a fenómenos sociales y políticos, a la tradición homérica y trágica, y hasta un interés por las formas de argumentación que desplegaron los sofistas. La concepción aristotélica de la realidad rehace el camino de la razón a partir de las formas diversas de hablar y actuar (cf. EN 1096a). En el comienzo de la filosofía contemporánea -y de la filosofía como crítica social- están Kant y Hegel, el primero con una estrategia aristotélica renovada, centrada en un análisis categorial que cifra el bien en la disposición de quien lo denota (cf. Ak. IV 411-412), y el segundo con una nueva dialéctica real y positiva, que reconstruye la relativización mutua y conflictiva de los bienes vividos como tales en determinados momentos históricos y ámbitos sociales, para recomponer en seguida modelos institucionales de determinación y realización de fines y valores (cf. Hegel 1986 7 §§142-145). No es posible hacer aquí la historia de la filosofía como filosofía social, pero sí se puede reconocer el riesgo que hay en concebir, a partir de una ontología dialéctica que se pretende real y positiva, los bienes y valores como objetos de un conocimiento superior. El riesgo es que la intuición filosófica pretenda suplantar a la experiencia social e interpersonal. La apreciación del riesgo se hace desde la perspectiva contraria; la que mantiene dividida a la razón entre una ontología natural, la del conocimiento, y una ontología dialéctica meramente negativa, la de las nociones prácticas.
Una forma común y cotidiana de orientarse en la práctica es preguntar por el valor de los bienes. Podemos hablar de bienes en general para referirnos tanto a las cosas u objetos individuales que apreciamos por útiles, como a los estados de cosas que nos representamos como deseables por sí mismos; y es notorio que los primeros se valoran en relación con los segundos. La representación imaginaria de un estado de cosas, siempre que podamos controlarla y jugar con ella, lo hace ya agradable, en seguida deseable y, por este camino, se forma una voluntad de alcanzarlo. Sea lo representado una compleja visión de plenitud por transfiguración del mal, o una simple situación cotidiana de satisfacción de necesidades y deseos, cualquiera sabe que las perspectivas de felicidad, en medio de su brillo y atractivo, pueden ocultar consecuencias graves para quien se entrega a ellas irreflexivamente. La crítica de los bienes es el primer lenguaje de la reflexión ética es su acervo clásico. Sus piezas más preciosas las encontramos en las tragedias griegas, y en la moral platónica y aristotélica. "Sucede con frecuencia que las cosas buenas tienen consecuencias dañinas: ha habido quienes han sido arruinados por su riqueza, y otros por su valentía" (1094b), dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Tanto las tragedias como la filosofía moralantigua están dedicadas a advertir sobre las contradicciones del querer y la necesidad de transitar hacia una nueva forma de querer atenida a normas y conocimientos. Hizo falta el drástico lenguaje del apogeo y la abrupta caída de Edipo, lenguaje paradójico que en Eurípides llega a los extremos repugnantes del traje de novia envenenado, para destruir la confianza en los bienes e introducir el respeto a las leyes como un motivo suficiente para actuar. Si este nexo de la filosofía moral con la tragedia pareciera forzado, cito aquí una estrofa de Edipo rey de Sófocles.
Las leyes nacen solo en la casa de los dioses.
No las engendra un mortal cuerpo humano.
El olvido no logra adormecerlas.
En ellas vive un gran dios que no envejece.
(versos 866-871)
El estoicismo es la forma en que la moral antigua alcanza los tiempos modernos y sigue actuando en ellos. En la noche de la vida dañada, en medio del desengaño de la ilusión de la felicidad, crece otra forma de orientarse en la práctica, a saber, la reflexión sobre los límites que la realidad impone a todos los deseos humanos de forma impersonal e imparcial. La ley eterna, al destellar en la conciencia individual, funda la dignidad del individuo. A la luz de esta reflexión, las normas dejan de ser meros instrumentos del poder o convenciones sociales, y se revelan como fundamentos del ser persona. La crítica de las normas particulares a la luz de leyes eternas se convierte luego en el elemento de la construcción racional de un nuevo orden social basado en el derecho que asiste a cada uno. Esta ley, históricamente, hunde sus raíces en las civilizaciones orientales y en el judaísmo, en la voz que habla a patriarcas y profetas, se despliega más tarde como la disciplina estoica del imperio romano, se desarrolla en la cristiandad como vocación redentora espiritual y caballeresca y, finalmente, se instala como condición de la vida humana en el mundo moderno.
En medio de toda su riqueza, la crítica de las normas nunca deja de recomenzar en la crítica de los bienes, como se ve claramente en las tragedias griegas, lo que implica una contradicción productiva dentro de ella. El regreso manifiesto del antiguo espíritu de la crítica de los bienes, que todo lo transforma y no deja perder nada, ha sucedido, de forma bastante súbita, cuando Hegel ha formulado la dialéctica de la voluntad (cf. 1986 7 §§119-140). Pero, como estas referencias históricas no bastan y hasta pueden parecer meras invocaciones a la autoridad de los autores, dediquémonos de una vez al análisis de la compleja relación entre la moral y los cambiantes rostros del bien.
Según la más básica idea de moral, el valor de los bienes depende del carácter de las acciones que se realizan por ellos o con ellos. Por ejemplo, si se trata de la riqueza, la cuestión moral es, por un lado, si es bien habida o mal habida y, por otro, si es usada para hacer el bien o para hacer el mal. La tarea principal de la moral es aclarar el carácter de las acciones, para lo que es necesario considerar las razones por las que las acciones se realizan. Si se trata, por ejemplo, de un acto de servicio, donación o caridad, la cuestión moral es si ese acto se hace por prestigio, para encubrir abusos o si se realiza por una buena razón, digamos para ayudar a los que necesitan ayuda. La idea moral contiene pues dos operaciones, una experiencial y prefilosófica, que es reconocer que el valor de los bienes depende del carácter de las acciones, y otra reflexiva y filosófica, que es juzgar el carácter de las acciones según la fuerza de las razones que las justifican.
Si se quiere saber cuál es el valor de un bien desde el punto de vista moral, hay que preguntar primero cuál es el carácter de las acciones por las que accedemos a este bien, y luego, para aclarar el carácter moral de las acciones, hay que explicar si las razones alas que responden las justifican plenamente, es decir, si son razones suficientes para actuar. Si la acción se justifica porque es medio para alcanzar un fin deseable, entonces está solo relativamente justificada, dependiendo de si esa relación entre medio y fin es realy de si el fin es realmente deseable o no. Las concepciones del bien y de lo que tiene mayor o menor valor, como se refieren a objetos, son razones para actuar relativas, siempre dependientes de las circunstancias y de las personas y, por tanto, nunca suficientes. Se encuentran en el mismo nivel que los fines, y no son más que síntesis imaginarias de lo que nos parece deseable o conveniente en ciertas circunstancias. Para encontrar una justificación suficiente, no referida solo a si una acción es conveniente o inconveniente, sino a si es correcta o incorrecta, tenemos que dejar atrás el concepto de valor, porque todo valor es un grado en una escala y es relativo a otros valores.
Entonces, "valor moral" es un oxímoron, un círculo cuadrado, como decir valor absoluto, valor fuera de la serie, valor incomparable, magnitud inconmensurable, cantidad infinita, cosa tan fácil de decir como difícil de entender. Mientras no tengamos más razones para actuar que ciertos fines, bienes o valores, nuestras acciones no estarán plenamente justificadas, porque la idea misma de razón suficiente, que es una razón que produce sus efectos por sí misma y no requiere para ello de ulterior confirmación, escapa al ámbito de las representaciones imaginarias de objetos. Luego, independientemente de si una acción es conveniente o no según su relación con valores y fines, su carácter moral, es decir, si es correcta o incorrecta, depende de su relación con principios morales. Los principios o normas morales se refieren a formas de actuar, no a estados de cosas imaginarios deseables. En general, la posibilidad de referirse a acciones consiste en poder pensar ideas generadoras de acciones, ideas que hablan de procedimientos o criterios para definir formas y modos de actuar.
La primera operación, la evaluación de los bienes según las acciones que conducen a ellos, acontece todavía fuera de la moral, en las contradicciones del mundo ético, donde las motivaciones son dadas directamente por los bienes. Por ejemplo, Edipo quería librarse del destino que le anunció el oráculo, pero en medio del esfuerzo por lograrlo quiso otras cosas, como fueron resistir a un hombre prepotente que se le cruzó en el camino, librar de la peste a Tebas, aceptar el honor de casarse con la reina, tener con ella bellos hijos. Lo que él no podía saber, pero debió haber sabido para no actuar mal, es que estos otros bienes que consiguió con tanto esfuerzo, que eran buenos en general, eran al mismo tiempo malos en relación con él en particular, pues implicaban la realización del oráculo. Él no es solo un desventurado más, sino el caso de perfecta desventura que consigue, mediante las contradicciones humanas entre los bienes, hacer explícitas las leyes divinas. En el gran estudio de la poesía griega de Richard Seaford, Reciprocity and Ritual, Homer and Tragedy in the Developing City-State (1995), se reconstruye detalladamente la representación trágica de las catástrofes a la que conducen la reciprocidad y sus ritos. Christian Meier (1983) ha mostrado el origen de la democracia en la celebración trágica de la ruptura de la cadena de las venganzas.
Comúnmente subestimamos las desgracias que han tenido que suceder para que aprendamos a tener presente el criterio de la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. Este criterio, que es la moral propiamente dicha, viene a la mente con ocasión del trastrocamiento del valor de los bienes que acontece en la práctica. Lo que en un momento se vive como la mayor felicidad se muestra de pronto negativo, mediante una peripecia llena de reconocimiento, para usar un concepto de la Poética de Aristóteles (cf. 1452a-b). A través de las contradicciones entre los bienes, la moral avanza enmascarada y gana todo lo que el mundo ético pierde cuando, por alcanzar un bien, se destruye otro más precioso.
Al comienzo de su célebre Fundamentación para la metafísica de las costumbres (cf. GMS, Ak. IV 393-394), Kant hace notar la ambivalencia de los bienes, los de naturaleza y los de la fortuna, la salud, la riqueza y las dotes personales, incluidas las virtudes, sin exceptuar siquiera la prudencia, con el propósito de desplazar el problema de la determinación de su valor al mundo de los principios que guían a las acciones. Si no son guiadas por una buena voluntad, las mejores condiciones, excelencias y capacidades humanas son todas un mal. La tragedia humana queda abreviada así en un juego de palabras que se limita a precisar que las virtudes se refieren a formas de ser, o sea, bienes, y no a formas de actuar; estas se expresan más bien como normas o principios. Basta considerar que la forma de ser, si quiere ser práctica, tiene que realizarse en acciones, para darse cuenta de que el carácter de las acciones que produce es lo que determina su valor. La primera parte de Fundamentación de Kant, titulada "Tránsito del conocimiento ético racional común al filosófico", pretende realizar esta primera operación de la moral, pero abrevia demasiado la tarea y pasa pronto a la siguiente.
Como lo ha mostrado Ernst Tugendhat en sus Lecciones de ética, la primera parte de Fundamentación no cumple lo que ofrece, que es obtener el concepto filosófico simplemente por una aclaración del contenido de los razonamientos éticos comunes y corrientes. Hay un hiato entre la presentación crítica de las contradicciones del lenguaje común de la ética, que es el de los bienes, las virtudes o la felicidad, y la enunciación de un principio racional que resista el análisis filosófico. El principio, actuar de tal forma que la propia máxima pueda convertirse en ley universal se expresa en términos deontológicos, y ya no eudaimonistas ni teleológicos (cf. Tugendhat Lección 6).
Mostrar cómo los bienes no tienen otro valor que el carácter moral de las acciones vinculadas a ellos presupone un trabajo de destrucción que acontece en un mundo concebido de forma pre- y extramoral. Para leer investigaciones filosóficas sobre la autodestrucción de la forma de vida directamente motivada por los bienes, hay que esperar a la Fenomenología del espíritu de Hegel, en especial a su capítulo V, en el que surge la idea de espíritu a través de la dialéctica trágica de las instituciones primitivas. Esta misma dialéctica, convertida en método de investigación crítica y ya sin pretensión alguna de fundamentar objetivamente instituciones, es retomada por Nietzsche en su Genealogía de la moral.
Una vez introducida la idea de la acción correcta o incorrecta, la investigación de cuáles son los principios para hacer esta diferencia parece ser solo una cuestión de análisis, pero los problemas que aquejan al mundo ético de los bienes reaparecen dentro de la moralidad a través de la misma cuestión de los principios, como lo mostraremos. Mientras el valor de los bienes cambia según las cualidades de las personas que los toman o los dan, y son por esto, digamos, tornasolados, las acciones son concebidas de entrada a la luz de formas generales de actuar y parece fácil reducirlas a normas o principios con preguntas como "¿qué crees que estás haciendo?" Toda posible respuesta a esta pregunta tiene la forma de un juicio y subsume el acto particular que trata bajo una forma general de actuar. La moral, al establecer valores generales para las acciones, no elimina la ambivalencia de los bienes, pero la pone de lado y evita sus efectos más perturbadores. La idea moral queda ofrecida así como una fuente inagotable de motivación en medio del descrédito general de los bienes. Cuando la esperanza de conseguir la felicidad ya no ayuda, es posible todavía motivarse a actuar dignamente siguiendo una norma general. En esto consiste la ventaja estratégica de los profetas y mártires sobre los espléndidos dioses y héroes del mundo mítico.
Aunque la mayoría de las personas son movidas, si no arrastradas, a actuar por el deseo de los bienes, sus relaciones y ordenamientos son destruidos tarde o temprano por las contradicciones entre los objetos deseados. Los objetos que coexisten apaciblemente, mientras se conciben como causas relativas, meramente necesarias, se desmienten y se destruyen unos a otros tan pronto se conciben como causas suficientes para actuar. Entonces, en medio de las ruinas de la esperanza, se levanta, irónica, la conciencia moral, que hace contemplación y teoría de la catástrofe. La moral se instaura como causa fundamental de la acción una vez que las excelencias humanas han mordido el polvo. La cuestión restante es entonces si la idea del criterio que permite diferenciar lo correcto de lo incorrecto es, ella sí, razón suficiente para actuar.
En un sentido extramoral, limitado a las meras conveniencias, una cosa es buena solo para ciertas personas y en determinadas circunstancias y, por tanto, la misma cosa es mala en otro contexto. De este tipo es la observación de Aristóteles en Ética a Nicómaco, de que una ración de alimento, que es demasiado pequeña para el atleta Milón, es demasiado grande para una persona nada atlética (cf. 1106b); ola paradoja del fármaco en el Timeo de Platón, que en cierta dosis sana a la persona gravemente enferma y en dosis desmedida empeora a quien no está tan mal (cf. 89b). Esta valoración directa de las cosas en relación con las cualidades de las personas es un aspecto importante de la justicia, pese a que no consiste en la comparación de acciones con normas generales. El saber ético, según Aristóteles, no es conocimiento de generalidades. La rectitud del juicio práctico se alcanza en la comprensión profunda del caso particular. La persona ignorante de esta diferencia cree que en ética puede haber demostraciones o deducciones que van de lo general a lo particular, como en las ciencias exactas (cf. EN 1094b). La teoría de los bienes y las virtudes no puede aspirar a más claridad que la que consigue con referencia a cada caso particular, al considerar cómo cambia el valor de un bien según las relaciones que representa entre las personas. Todavía en el pensamiento barroco se apreciaba la distinción entre bienes de naturaleza y de fortuna, según estén más o menos unidos a la forma de ser del individuo que los posee. Esta es una idea central en Don Quijote de Cervantes: "en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante" (I, XIV).
El descrédito de este tipo de valoración surge de su enorme complejidad. A fuerza de errores trágicos, hemos aprendido a desconfiar del saber sobre las conveniencias. El valor de los bienes no solo es relativo a las circunstancias y cualidades de quien los hace suyos, sino también a las de quien los da o los pierde. Es sabido que, por ejemplo, la riqueza mal habida no es verdadera riqueza y una donación no es siempre verdaderamente generosa. Un bien cambia de valor según de cuáles manos viene y a cuáles va. Ejemplos: no es honroso ser condecorado por un tirano, la fortuna obtenida casualmente suele ser fatídica y el que da lo que le sobra no es especialmente generoso. Los bienes muestran su ambivalencia cuando las relaciones entre individuos fluyen a través de ellos. Frente a la posibilidad abierta por la filosofía moral de subordinar la cuestión del valor de los bienes al asunto del carácter correcto o incorrecto de las acciones, existe siempre la posibilidad de persistir en la aclaración del significado relacional de los bienes. Esta opción señala una racionalidad inmanente de la forma de vida que también puede entenderse como el modo de justificación de las acciones referidas a los bienes, es decir, las acciones en cuanto definidas en un contexto ético.
Desde el punto de vista moral, los acontecimientos, sean afortunados o desafortunados, no son objeto de valoración. A la moral le interesan únicamente las acciones que un individuo comete y, todavía más claramente, los principios que adopta. No inventa nada nuevo Kant cuando precisa que la acción mala, cuando es motivada por estímulos externos y ocasionales -el crimen pasional, por ejemplo-, no es tan mala como cuando se deriva de la adopción de principios que niegan la dignidad humana -por ejemplo, un Gobierno criminal (cf. Ak. VI II 29-30)-. Con esta distinción despliega el contenido de la idea moral, la que nunca se refiere al valor de las cosas, sino al de las acciones y los principios que las guían. La diferencia moral entre correcto e incorrecto supone que los seres humanos somos esencialmente agentes. Visto así, cada individuo es como el Gobierno de una república: es bueno cuando emprende acciones según determinadas leyes, y si no actúa en sus asuntos o lo hace contra las leyes, es malo y se autodestruye. En esta forma de valorar que llamamos moral, la ambivalencia de los bienes ya está resuelta mediante la supeditación de su valor al carácter correcto o incorrecto de las acciones. Las acciones, a su vez, no son más que reflejos de los principios que las motivan, así como los caracteres de un drama no son más que las cúspides en las que caen los rayos de las colisiones entre las fuerzas morales que rigen las acciones. Al traducir los valores de los bienes en principios de las acciones, se ha dejado de lado la mayor parte de la confusión humana y se ha elevado el pensamiento a la consideración de tipos fundamentales de acciones consideradas como procesos de producción de bienes.
Un buen ejemplo aparece fugazmente en el diálogo propedéutico que Kant añade al final de la Metafísica de las costumbres (cf. GM, AK. VI 480). Una persona de buenos sentimientos no se contenta con ser feliz a solas, quiere que los demás sean felices, pero no va a conseguir que lo sean si no reflexiona sobre las acciones y la norma generala que estas responden. Kant da el ejemplo de un alcohólico, para quien beber sin medida es la felicidad, pero darle lo que quiere no es una buena acción, porque es contribuir a que se destruya a sí mismo. Al presentar así las cosas, Kant reduce al absurdo el asunto de la proporción conveniente. Usa el ejemplo de un falso bien, el alcohol para el alcohólico, para pasar de inmediato a la cuestión moral de si podemos o no adoptar como norma el colaborar con la autodestrucción de una persona. El punto de vista moral evita todo lo posible las disquisiciones casuísticas y, por decirlo así, corta por lo sano, en el sentido quirúrgico de esta expresión. La pregunta de Kant es ¿qué es irrestrictamente bueno? Luego su respuesta tiene que abandonar el territorio de los bienes, que son todos de valor relativo, y debe referirse, en cambio, a la forma de actuar guiada por principios. La moral inaugura sus discursos en el mismo acto en que clausura el asunto de la proporción conveniente y del significado relacional de los bienes.
A diferencia de la cuestión de la conveniencia, la cuestión moral no hace acepción de personas. Desplaza el problema del valor al problema de la rectitud de la acción. La moral presupone que si las razones con que justificamos una forma de actuar son suficientes, entonces tal forma de actuar es sencillamente correcta. Al optar por este método para establecer el valor de los bienes que ganamos y perdemos, o que damos y recibimos, estamos presuponiendo que cada acción está caracterizada suficientemente por el principio que la genera y que ella es, a su vez, un proceso confiable de generación de determinados bienes. Bajo esta suposición, el carácter de la persona se decide en el carácter de su acción, porque los principios que adopto y las acciones que realizo a partir de ellos determinan en qué tipo de persona me estoy convirtiendo.
Desde el momento en que hacemos un juicio de corrección sobre una acción, en vez de proferir un juicio de valor sobre un bien o una circunstancia, estamos hablando el lenguaje de la moral. Los juicios de valor, como se refieren a bienes o circunstancias, son evidentemente relativos y por eso están lejos de ser razones suficientes para actuar. Al conocer la utilidad de un bien, la encontramos directamente vinculada a las circunstancias particulares y se abre abruptamente una brecha entre la utilidad, que expresa condiciones necesarias para actuar bien, y la rectitud, que expresa la condición suficiente y por esto es una justificación.
En Aristóteles queda oscuro de qué manera una deliberación que se refiere a un caso particular a partir de pareceres particulares produce un juicio recto; el portento de esta síntesis dialéctica queda a cargo de la virtud intelectual, en especial de la prudencia. Pero si llevamos esta concepción aristotélica a sus consecuencias, queda claro que la esencia de la virtud intelectual es su operación o efecto, a saber, el juicio recto, que así queda identificado como principio de la virtud y significa directamente una razón suficiente para actuar (cf. 1144a-1145a). En otras palabras, por la rectitud del juicio sabemos que la deliberación que conduce a él ha sido buena. En su preciso análisis de la Ética a Nicómaco, Úrsula Wolf concluye que la prudencia es el ejercicio habitual de un juicio empíricamente informado sobre cuál es la forma de actuar que, puesta en práctica, convierte a quien la ejecuta en una persona mejor (cf. 153). Si bien es cierto que el concepto de prudencia mantiene la pretensión, típicamente aristotélica y antigua, de dar acceso al bien, es decir, a aquello que uno quiere llegar a ser, también es cierto que el criterio para elegir el camino está en la forma del juicio. Para tomar bajo control la ambivalencia de los bienes y sus efectos en la identidad práctica de las personas, la moral pide que el valor de las diversas opciones que se nos presentan como objetos de interés, preferencia o deseo, sea replanteado en términos de razones suficientes para actuar, es decir, de justificaciones.
Hemos puesto en claro en estas consideraciones que la forma de orientación práctica que llamamos ética se refiere al valor de los bienes y, más específicamente, a las paradojas de la valoración de bienes que surgen de su función relacional. Frente a la ética se alza la moral con otra pretensión y otro objeto. El objeto de la moral es la acción y la pretensión de la moral es establecer principios para juzgar las acciones. Mientras el saber ético está plagado por la relatividad y admite que esta es parte esencial de su reflexión, la razón moral no admite otro contenido sino la norma universal. La autolimitación de la moral consiste en no negar que se le presentan dificultades al hablar de los casos particulares. Las normas morales tienen una pretensión de validez universal y se refieren a condiciones mínimas siempre exigibles, mientras que los valores éticos se comprenden como caminos de perfección que discurren por circunstancias y personas determinadas. Estamos ante dos tipos de justificación distintos pero, al parecer, complementarios. Esta distinción abre la posibilidad de encontrar la conexión adecuada y las formas en que se complementan la ética y la moral y, con ellas, sus concreciones en la política y el derecho.
La transvaloración de los bienes en la ontología dialéctica
La posibilidad de comprender la ética y la moral como heterogéneas, es decir, cada una de ellas con su mundo y sus principios, es descubierta por una forma de pensar característica. Fijémonos primero en el mundo ético. La pregunta por el bien es asombrosamente multiforme, contiene una abrumadora riqueza de tensiones y contrastes entre el bien propio y el bien ajeno, lo conveniente y lo justo, la felicidad y la perfección. Sin embargo, solo tiene sentido para quien se sitúa en un mundo ético, es decir, para quien encuentra las razones suficientes concretizadas en substancias éticas como la virtud, el honor, el amor, la fama, la felicidad, la salud, la fortuna, la paz, los dioses, los ancestros divinos, la humanidad, la patria o el reino de Dios. Para quien se encuentra situado en un mundo ético, las peripecias de la realización de los bienes son lo que verdaderamente acontece y, frente a ello, los estados físicos y las acciones consideradas desde un punto de vista puramente moral son circunstancias que prevalecen únicamente cuando la vida termina en un estado de melancolía contemplativa. El pensamiento sobre los principios de acción así substancializados, que llamamos bienes, se caracteriza por reconocer las afinidades, correspondencias y colisiones entre ellos. Las diferencias entre los bienes resultan ser, con frecuencia, relaciones de oposición entre contrarios y hasta entre contradictorios. Dentro del modo ético de encontrar razones podemos distinguir entre el simple hallarse inmerso en el campo de tensiones entre substancias éticas, lo que nos ocurre a todos en algún grado y en especial en las situaciones dramáticas, y el construir reflexivamente, como Platón y Hegel, sistemas de valores concretizados en instituciones y papeles institucionales. El discurso sobre los bienes tiene lugar, básicamente, en las múltiples constelaciones de valores contrapuestos de la vida activa cotidiana e histórica, pero se reinventa, como en un espejo, en la representación artística y la reflexión filosófica sobre esas constelaciones.
La Estética de Hegel recrea en un espejo filosófico la representación artística de los mundos éticos definidos por las colisiones entre "poderes éticos" vividos en la práctica. Las tensiones experimentadas entre, por ejemplo, la piedad ante lo sagrado y el deseo de felicidad, la fe y el honor, la lealtad y el amor, son retenidas en formas vibrantes por la poesía y el arte, primero, y luego sustraídas a esas formas contemplativas por la especulación filosófica, que les devuelve su sentido práctico (cf. 1985 I 498 y ss.). En la representación artística, la razón de actuar queda recogida en la unicidad del acto -Hegel dice die Tat- (cf. 1986 7 §115-116). En la reflexión ética esa misma razón de actuar, sin perder nada de su problematicidad, vuelve a fluir como motivo de la acción -en Hegel, die Handlung (cf. 1986 7 §117)-. El descubrimiento de Hegel es que la reflexión productiva y activa, que acontece en el arte y la filosofía sobre las colisiones entre los bienes, transforma esta paradoja destructora del mundo ético en razón para crear y actuar aquí y ahora.
Desde el punto de vista hegeliano, que es en esencia la perspectiva ética, el pensamiento no consiste en la aclaración de un criterio o principio fundamental a cuya luz se juzga el caso particular, antes bien, consiste en comprender como idea generadora de acción el proceso de la destrucción de los criterios o principios que se particularizan en bienes, destrucción que acontece por obra de las contradicciones entre los mismos bienes. Si la verdad de la substancia, según Hegel, es ser consigo a través de lo otro, entonces su verdad está en ser lo que ella no es (cf. 1986 3 575-576). La verdad de la substancia es quedar destruida como substancia individual, volverse fluida y transformarse en un momento de una entidad mayor, resultante del revelador encuentro con lo otro de sí misma. Este conocimiento de la dialéctica del bien disuelve la diferencia entre la substancia y la categoría, al tomar en serio como momentos de la acción a ambos componentes del juicio.
La diferencia de nivel entre el objeto y el concepto bajo el que este se identifica es característica de la experiencia que permanece inmersa en lo que Dieter Henrich (1982) ha llamado ontología natural. Kant hace explícita esta estructura básica del pensar. El conocimiento de los objetos y la aclaración analítica de las categorías con las que concebimos los objetos son actos completamente independientes. Kant extiende esta forma natural de la experiencia a los problemas de la acción y el bien, con lo que consigue un método filosófico para resolverlos que consiste en reemplazar la pregunta directa acerca del valor de los bienes por una elaborada pregunta filosófica sobre si una acción dada es correcta en relación con normas universales. Esta forma de experimentar el mundo como ámbito de los objetos que obedecen a leyes, semejante a la concepción científica de la naturaleza, es relativizada por Hegel cuando asume que la verdadera experiencia del mundo es otra, esto es, la forma ética de estar en el mundo. En esta, cada substancia está cargada desde el primer momento de una universalidad dinámica que la hace salir de los límites en que la conceptualizamos y revelarse como subjetividad actuante.
Este mundo de substancias con vida propia se nos muestra cada vez que el bien, al hacerse efectivo en las relaciones humanas, se torna en su contrario. Un buen ejemplo hegeliano posterior a Hegel es el caso del señor Goriot, recogido en la famosa novela de Balzac (2015). La vida de trabajo de papá Goriot en la fábrica de fideos con el único fin de que sus hijas llegaran a ser damas de la alta sociedad terminó en que ellas se convirtieron en unas frívolas arribistas que lo explotaron y lo despreciaron hasta causarle la muerte. No se trata aquí simplemente de un caso de inmoralidad. Lo fuerte de esta historia es que la virtud de Goriot, el bien de su vida, se revela como desgracia al realizarse en la relación que tiene con sus hijas. La abnegada vida de Goriot, santo o pobre diablo, se encuentra con su trágica verdad precisamente a través de aquello que ella no es, la gran vida reservada a sus hijas. Para el lector de la novela y para el novelista, lo que hay en el mundo y tenemos que conocer es esta peripecia en sus millones de variantes, y no simplemente la conciencia de la norma moral universal en su inacabable aplicación a los casos particulares.
Visto así, lo que Dieter Henrich llama ontología dialéctica es la comprensión ética del conjunto de la realidad (cf. 196). No hay cómo entender a qué se refiere Hegel con el ser consigo a través de lo otro ola revelación de la substancia como subjetividad, si no se tiene como referente la experiencia de la transvaloración de los bienes mediante las acciones de los individuos. Hegel mismo, sin embargo, se cuida mucho de este dinamismo de los bienes que aquí hemos llamado ambivalencia y que amenaza, desde su revelación en las tragedias griegas, con desbordar de nuevo todo intento de retenerlo en un sistema de ideas. El programa de Hegel es revelar en la lógica dialéctica la forma que rige el dinamismo del mundo vivido como ámbito y obra de la acción. La realización de este programa equivaldría a una explicación de cómo están resueltas, en el mundo de las ideas de Platón, las contradicciones entre los bienes expuestas en el pensamiento paradójico de la poesía, la historia, la filosofía presocrática y la retórica. Resueltas quiere decir puestas al servicio de la vida de los hombres, reconocidas como aquello que no solo es bello y excelente en sí, sino también bueno y conveniente para nosotros, kalós kai agathós.
Por más que este programa sea muy difícil de realizar, no hay derecho a abandonarlo, ni a declararlo inviable, porque, dado que es una de las formas en que la cuestión de la razón se nos revela, está inscrito en nuestras experiencias y es un camino para comprenderlas. Aunque no esté claro cómo la lógica dialéctica es una teoría fundamental de todas las demás ciencias, que es lo que pretendía Hegel, sí está claro que el juicio razonable sobre fines y valores, es decir, el juicio ético, se basa en la comprensión de la transvaloración de los bienes durante su efectuación en las interacciones humanas. Esa transvaloración solo es pensable en la perspectiva de una ontología dialéctica, bajo cuya luz es posible un mundo en que lo que es bueno pueda resultar malo para alguien y viceversa, según el carácter de las acciones que lo efectúan.
El límite de la ontología dialéctica está en que, por pretender traducir íntegramente los problemas prácticos en términos de procesos reales, pierde el carácter práctico de los problemas y los convierte en problemas teóricos o de conocimiento. En efecto, Hegel deja atrás la palabra crítica, así como dejó en el camino su interés por lo trágico, porque la negatividad del juicio normativo, siempre enfrentada a la positividad de los hechos, queda reducida, en la ontología dialéctica, a un momento del proceso real (cf. Alegría 12). Esta absorción del juicio por el proceso de la realidad, aunque es obvia en el discurso ético, no lo es cuando se trata de usar críticamente la propia capacidad de juzgar. En la forma más usual y cotidiana de representarnos lo que hacemos cuando pensamos, lo mismo que en la conciencia científica, el principio general con que se juzga el caso particular permanece invariable, pues se establece de forma completamente independiente de lo que se presenta en los casos particulares. Esa independencia del principio respecto del cambiante contenido de la experiencia es precisamente lo que la ontología dialéctica de Hegel deja atrás. Por ello, abandona la forma de la crítica, pues no hay crítica si el criterio cambia según los casos.
La mejor manera de decir que alguien es oportunista o pánfilo es decir que tiene criterio amplio. El criterio se mantiene separado de los hechos que critica mediante su negación fundamental. Negamos que los hechos sean realidad en sentido fuerte, es decir, suficiente, desde que no admitimos que se determinen completamente por sí mismos y asumimos que su determinación completa recién acontece cuando se los contempla a la luz del criterio. Si las cosas se determinaran por sí mismas, es decir, si accediéramos por experiencia a la substancia en los diversos modos y momentos de su desarrollo universal, entonces conoceríamos las cosas en sí, con la terrible consecuencia de que las series causales que se nos muestran en la experiencia serían todo lo que puede existir y no habría lugar para la libertad en el mundo. "Si los fenómenos son cosas en sí, entonces la libertad está perdida" (Ak. III 365). Si las causas de las cosas que encontramos en la experiencia y que mencionamos siempre en tercera persona son causas suficientes para dar razón de todo lo que existe, entonces nuestros actos, en cuanto son nuestros y libres, no forman parte de la realidad y no hay razones prácticas, aquellas que rigen para cada uno en cuanto se considera a sí mismo como ser libre.
El resultado de este análisis de la relación entre el punto de vista moral y la ambivalencia de los bienes es que cada una de estas formas de reflexión sobre la ética puede desarrollarse por separado hasta conformar una concepción metafísica completa, a saber, la ontología crítico-natural kantiana y la ontología dialéctica hegeliana; este mismo desarrollo filosófico lleva a cada una de ellas hasta sus límites y, junto con su insuficiencia, muestra la necesidad de que se complementen entre sí. No podemos negar que las ambivalencias y colisiones de los bienes son éticamente relevantes, ni podemos tampoco simplemente reemplazar esta antigua forma de reflexión práctica por una crítica normativa de las acciones. Por ello descubrimos que la consideración de nosotros mismos como seres activos y prácticos, situados en un mundo ético, entraña la concepción de cada ser como siendo consigo a través de lo otro o determinándose por la negación de él efectuada por otro que no es él. Ello supone que cada uno recibe la determinación suficiente de sí mismo mediante su interacción con otro y que no existe otra forma de que conozca su identidad ética, sus propios fines ni valor alguno, sino mediante el intercambio recíproco con otro.
Hay que decir reciprocidad y no dialéctica para referirse a esta mediación de lo uno por su contrario, porque ella no se resuelve nunca totalmente en una pura relación intersubjetiva, transparente en y para una substancia completamente revelada como subjetividad que conversa consigo misma, antes bien la mediación acontece en el elemento ambiguo y claroscuro, si no trágicamente equívoco y opaco, de los bienes compartidos. Por ello no podemos acompañar a Hegel hasta la conclusión metafísica que él obtiene de que estas negaciones reales, inherentes a las acciones y a los procesos sociales e históricos, se nos revelan en la lógica dialéctica con claridad suficiente como para derivar los juicios prácticos a partir de dichas negaciones reales y las estructuras institucionales en que se concretizan. Eso haría que la reflexión sobre el juicio perdiera toda importancia filosófica y práctica. Al contrario, la reflexión sobre la ambivalencia de los bienes, así como se muestra necesaria para referirnos a las razones que acompañan a la identidad personal y la realidad social, da lugar también, por la negatividad irreconciliada que la caracteriza, al juicio de quien la ejerce y con ello a la crítica normativa.
Efectos de la ambivalencia de los bienes en los principios de moral y de justicia
La investigación de la dialéctica real de los bienes, o de cómo ellos colisionan entre sí y cambian de valor según las relaciones que trazan entre las personas, provee el único saber ético al que podemos acceder. La reflexión sobre la ambivalencia de los bienes es el contenido ético de la verdad histórica y artística, que son parte de la conciencia pública, porque no hay espacio ni asunto público que esté hecho principalmente de conceptos claramente definidos. La representación imaginaria compartida y considerada críticamente no es un saber que pueda desligarse de las múltiples historias que condensa, se parece más bien al saber sobre el amor reunido en los cuentos de La Celestina (2013). Esta presentación irreverente de las ideas éticas no se hace, sin embargo, con el propósito de anular su valor, sino de obtener principios concretos, digamos, fogueados en la experiencia práctica. La constatación crítica de que no es posible referirse de manera impersonal y absolutamente objetiva a los valores en la comunicación entre personas -por lo menos no como nos referimos a los fenómenos físicos conocidos- no implica la cancelación de la comunicación sobre asuntos éticos, antes bien, nos da el conocimiento de cómo son posibles instituciones éticas libres de esa falsa pretensión de objetividad total.
Así es como podemos compartir la idea, por ejemplo, de una institución educativa en que lo principal no es que una materia prima llamada alumno sea elaborada, mediante un programa de ejercicios y estudios, hasta convertirse en algo parecido a lo que se ha planeado; mejor será la educación que consista en reuniones para investigar juntos. Pero esta idea es práctica y concreta solo en la medida en que se gana mediante la problematización de los supuestos bienes que produce un centro educativo utilitarista y autoritario. Los problemas prácticos de una forma de vida se hacen evidentes cuando los bienes a los que se dedica resultan ambivalentes. La ambivalencia de los bienes salta a la vista cuando aparecen conflictos entre las acciones motivadas por estos. La acción de un individuo dirigida hacia un determinado bien tiende a negar a las demás acciones el carácter de acciones, las reduce a circunstancias. El individuo encauzado en la acción dirigida hacia un bien tiene que evitar lo más posible que el valor de dicho bien se ponga en juego desde la perspectiva de otro individuo, o de sí mismo en otra circunstancia, pero como la relación con otros y consigo mismo es también necesaria para la realización del bien, no puede mantenerse fiel a su concepto inicial del bien ni al curso de acción original. Por ello, los bienes que cambian de manos en los intercambios recíprocos, que son bienes relacionales, no tienen un valor fijo e impersonal, sino uno dependiente del destino de la relación, a diferencia de los bienes de valor contante y sonante que los intercambios estrictamente comerciales presuponen.
El aporte que queremos hacer aquí, respeto a la tarea de aclarar la diferencia entre las razones morales y las razones éticas y conectarlas adecuadamente, parte de la observación de que el particularismo de las concepciones éticas no es causado principalmente por la pluralidad de culturas o doctrinas, sino porque el valor de los bienes se determina en las relaciones personales que los bienes trazan. Como los bienes cambian de valor cada vez que cambian de manos, la apreciación justa de su valor acontece en su contexto social o, aún de manera más precisa, interpersonal. El valor de los bienes podría fijarse sin referencia al contexto relacional si supiéramos positivamente cuál es la esencia del ser humano. De forma convencional y aproximativa es posible referirse a determinadas condiciones objetivas y generales del desarrollo humano, pero está claro que al proceder así se pierde contacto con lo que cada individuo o cada grupo social concreto experimenta sobre sí mismo en su relación con los demás.
Al representarse su propia vida como un bien, es decir, como aquel bien al que el individuo se refiere cuando responde ala pregunta ¿quién soy yo?, el individuo se define en relación con otros bienes, especialmente con los bienes que lo relacionan con otras personas. Con el yo, o la propia identidad libre, sucede lo mismo que con otras ideas metafísicas, como el mundo y Dios; que no podemos hacernos ninguna idea sin mezcla de las circunstancias y cosas que casualmente nos rodean. Impersonalmente pienso en mí como en un ser humano sujeto de razón, de derechos y otras ideas filosóficas, pero personalmente me comprendo a partir de mis relaciones biográficas, sociales, corporales, que me dan un rostro marcado por mi constelación particular y al mismo tiempo tercamente pretensioso de libertad e infinitud.
Al pensarme personalmente, los demás bienes adquieren un gran poder sobre mí. Lo malo de esto es que las circunstancias concretas suelen contener contradicciones entre bienes que socavan la identidad personal. La crisis de la identidad personal no acontece solo por efecto de la falta de respeto o de reconocimiento por parte de otros, es también, y principalmente, resultado de las propias acciones. Nuevos bienes relacionales descubiertos por las propias acciones colisionan con los bienes relacionales constitutivos de la propia identidad y la afectan definitivamente. Aunque logremos en cierto grado conciliar los bienes en una imagen compleja de la propia identidad, la complejidad llega a un punto de saturación a partir del cual ya no se puede esperar nada bueno de las deliberaciones sobre los bienes y empieza la reflexión sobre las acciones ylas normas. La moral se encarga de esta reflexión para conseguir motivaciones puramente normativas de la acción o razones suficientes para actuar, después de que las motivaciones por anticipación imaginaria de bienes han traicionado nuestras esperanzas. Esta conexión negativa de la moral con la ética tiene consecuencias para la moral.
La ambivalencia de los bienes se infiltra en el trabajo de la moral y lo complica desde dentro. Sucede que las razones que los principios unifican no están dadas universalmente, no podemos hallar lista su síntesis en algo así como una intuición suprasensible que todos tienen que aceptar necesariamente. La reflexión moral, en la medida en que parte del rechazo a la ambivalencia de los bienes, ha arribado a la pluralidad de las perspectivas en materia de principios y de esta nueva carga no puede librarse. En los principios se condensan aquellas combinaciones de razones que no bloquean, sino que, por el contrario, promueven el descubrimiento personal de razones. Las razones que solemos aducir para justificar normas son, por una parte, las razones impersonales y generales que se refieren a la naturaleza de las cosas, por ejemplo, la idea de que si nadie paga impuestos, el Gobierno no puede funcionar; pero, por otra parte, las razones suficientes, o morales, son personales, y no en el sentido del simple interés egoísta, sino en el buen sentido de las demandas que no son relativas a ciertas condiciones. Para diferenciarlas de las demandas relativas, expresamos las razones morales con palabras desconcertantes, en especial con exageraciones que ponen la magnitud del valor fuera de la serie de los grados de una escala, fuera de la cuenta. El estilo paradójico de las oraciones normativas no relativas hace referencia a su validez eminentemente personal. "Eso, nunca" no se refiere a un teórico e impersonal "tal cosa no sucede en la realidad", sino a un práctico y personal "conmigo no cuentes para eso" o hasta un "primero, muerto". La reflexión moral no puede sino investigar cuál es el contenido de los principios generales que recoge el sentido moral de las demandas incondicionadas que los individuos presentan en forma de testimonios personales.
La primera formulación del imperativo categórico -"actúa de tal forma que puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en ley universal" (Ak. IV 421)- demanda que consideremos a las acciones como determinadas por sus principios y no por los bienes a los que también se refieren. En cambio, la segunda formulación -"actúa de tal forma que trates a la humanidad siempre como un fin y nunca solo como un medio" (Ak. IV 429)- demanda que consideremos a cada ser humano como colegislador a la hora de elegir principios y acciones. La segunda formulación expresa algo que está implícito en la primera. Cuando decimos que hay que pensar con cuidado los principios a que responde nuestra voluntad, la concebimos no como una capacidad más o menos pasiva de percibir, sentir y desear un bien, sino como causa libre que realiza sus efectos a través de acciones. Al hablar de esta manera, decimos que no podemos dar nunca por cumplida esta actividad de examinar los principios. Si se tratara de desear un bien supremo, lo que querríamos sería liquidar nuestra actividad como causa libre. El supuesto sumo bien, justamente por ser perfecto y completo, reuniría en su existencia todas las razones de nuestra actividad y la terminaría. Lo esencial para la moralidad es ejercer siempre de nuevo el examen de las normas en uso, no acceder de una buena vez, por alguna intuición privilegiada, a principios unidos al fin último de la realidad que vivimos. El examen permanente de los principios con ocasión de cada acción es la actividad distintiva de la moralidad. En este sentido, cada ser humano es un fin en sí, pues la reflexión moral, que es la actividad esencial del hombre, lo es.
He aquí, dentro de la moral, la huella de la ambivalencia de los bienes. Como no podemos dilucidar el valor definitivo de estos, pues, al diversificarse según las perspectivas personales y las relaciones que trazan entre las personas, nos llevan a error, entonces debemos tomar distancia frente a ellos y dedicarnos a encontrar buenas formas generales de actuar. Este origen de la moralidad en la ignorancia ética hace que el principio de los principios sea no adoptar jamás un principio que bloquee la discusión de los principios. Las personas ante quienes un principio tiene que justificarse no son meros especímenes de una especie conocida, son colegisladores con pleno derecho a revisar íntegramente el principio en cuestión desde sus puntos de vista personales. Querer dar por establecido el contenido concreto de los principios sería pretender haber superado la causa de la ambivalencia de los bienes, que es la pluralidad de personas. La moral no absuelve las tareas incumplidas de la ética y la política en lo referente al valor relacional de los bienes, antes bien abre otra dimensión de la ética y la política, la de las acciones y los principios que las caracterizan. Pero este límite externo de la moral -no poder aclarar la relación concreta de las normas con los bienes- se refleja en una limitación interna para establecer las normas -no poder sustraer ninguna concepción de normas a un nuevo examen desde los puntos de vista personales-.
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Recibido: 02 de Julio de 2015; Aprobado: 01 de Noviembre de 2015
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