González de Requena Farré, Juan Antonio. “La injusticia epistémica y la justicia del testimonio.” Discusiones Filosóficas 16.26 (2015): 49-67.
DOI:
https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n164.64998Palabras clave:
Justicia testimonial, injusticia epistémica. (es)
González de Requena Farré, Juan Antonio. “La injusticia epistémica y la justicia del testimonio.” Discusiones Filosóficas 16.26 (2015): 49-67.
Lina María Camacho Pinzón
Universidad Nacional de Colombia Bogotá - Colombia
lmcamachop@unal.edu.co
En la introducción a su artículo, González afirma que su pretensión es “problematizar la noción de injusticia testimonial propuesta por Miranda Fricker (2007), mediante una reconstrucción histórico-filosófica de algunos usos contemporáneos del testimonio” (49). A pesar de esta declaración expresa, lo que parece efectivamente perseguirse en el artículo es mostrar que el tratamiento que se ha dado a la figura del testimonio en épocas recientes constituye una injusticia testimonial, con algunas particularidades que la harían distinta a la noción de injusticia testimonial tal y como fue propuesta originalmente por Fricker. Así, más que problematizar, lo que intenta el autor es “ampliar la noción de injusticia testimonial para que, además del desconocimiento o rechazo de la palabra ajena, incorpore el enrarecimiento de la testificación que cabe reconocer en cierto paradigma contemporáneo expresivista de la memoria testimonial.” (ibd.).
De acuerdo con González, el tratamiento contemporáneo del testimonio –en el que este es reconocido y se destaca una dimensión eminentemente subjetiva y terapéutica– conlleva un peligro notable de injusticia testimonial, porque con él “se descontextualiza el testimonio en un marco no pertinente, de manera que se cuestiona la relevancia de lo testificado para el asunto en discusión” (González 63); esto es, para la identificación y reconocimiento social de los hechos objeto del testimonio y de su importancia histórico-política. Para demostrar su punto, el autor apela a dos momentos históricos concretos en los que él observa que este “enrarecimiento” del testimonio de las víctimas ha tenido lugar: el Holocausto nazi y los regímenes dictatoriales de Latinoamérica. A partir del análisis que hace de estos dos casos, González pretende mostrar que, aunque estamos frente a casos de injusticia testimonial, estos no pueden ser completamente aprehendidos en la noción de Fricker, sino que se trata de un tipo distinto y particular de injusticia testimonial.
En este escrito discutiré las dos ideas centrales que constituyen la tesis del autor: inicialmente plantearé algunas inquietudes respecto a su inferencia relativa a que el tratamiento subjetivista y terapéutico del testimonio implica su enrarecimiento y descontextualización en los ámbitos histórico, jurídico y político; posteriormente mostraré que, aun si se admite que el tratamiento contemporáneo del testimonio –en los términos en los que lo concibe González– podría generar riesgos para la correcta valoración de un testimonio, este eventual fallo epistémico podría no ser un caso de injusticia testimonial –debido a que no se dan en él los elementos constitutivos de ella–; más bien, podría tratarse de un mero error en la comprensión de la pluralidad de dimensiones que puede tener un mismo acto de habla.
¿La exaltación de la dimensión subjetiva implica su enrarecimiento?
El argumento central del autor tiene la siguiente estructura: González empieza constatando que, tanto en el caso del Holocausto nazi como en las dictaduras latinoamericanas, los testimonios de las víctimas han sido considerados por algunos jueces, historiadores y teóricos en general como ejercicios subjetivos y terapéuticos de reconstrucción de la propia individualidad, e incluso como manifestaciones estéticas e ideológicas de lo irrepresentable e indecible. A partir de esta consideración, concluye:
Semejante enrarecimiento del testimonio (al tratarlo como una instancia abstracta, emocional, meramente subjetiva y terapéutica, independientemente de sus contextos de uso históricos y políticos) introduce un tipo de injusticia testimonial que, con frecuencia, continúa con los medios de la teoría cuando se sobredimensiona el carácter excepcional, irrepresentable e indecible del testimonio, o bien cuando se hace del testimonio una simple consigna esquemática o una técnica de montaje discursivo al servicio de algún libreto ideológico. (González 50)
Este paso argumentativo necesita, para ser apropiado en términos lógicos, una premisa tácita que puede ser reconstruida así: reconocer que el testimonio de una víctima tiene un fuerte componente subjetivo, terapéutico y de reafirmación de su propia individualidad implica enrarecer (cuando no desconocer) su capacidad para dar cuenta de descripciones fácticas adecuadas y de procesos históricos y políticos que estuvieron en el fondo de lo ocurrido. González parece asumir sin más esta idea, pero –en mi opinión– no se trata de un asunto obvio.
En la base de esta premisa tácita, de la que depende el éxito lógico del argumento del autor, hay un supuesto que es, cuando menos, discutible. El supuesto al que me refiero consiste en asumir que cuando los seres humanos decimos algo estamos significando una sola cosa, tenemos una sola intención comunicativa y que, al decirlo, estamos haciendo solo una cosa con las palabras (v.g. dando órdenes, desahogándonos, describiendo un hecho vivido o quejándonos), pero que no es posible que estemos haciendo varias al tiempo; o que, aun cuando fuera posible hacer varias cosas al tiempo con las palabras, el oyente es incapaz de advertir la multiplicidad de actos de habla y solo puede reconocer uno, “enrareciendo” nuestro discurso en las demás dimensiones que pueda tener.
A partir de un ejemplo muy simple mostraré algunas debilidades de este supuesto: alguien, vestido de cocinero, aparece en la puerta de la cocina de un restaurante gritando “¡se incendia la cocina!”. Esta expresión carga en ella varios actos de habla: el personaje está efectivamente describiendo un hecho –que hay fuego en la cocina–, pero también puede estar advirtiendo a quienes están en el lugar que hay fuego y que, en consecuencia, están en peligro; e incluso puede estar también pidiendo ayuda para hacer cesar el fuego, y expresando su preocupación al respecto. Como puede verse, una misma expresión, y una muy simple, puede estar “cargando” una pluralidad de actos de habla: describir, advertir, pedir ayuda, expresar sentimientos, etc.
Ahora bien, lo más común en una situación como la relatada es que los comensales del restaurante, una vez escuchan el grito desesperado del cocinero, adviertan en él todos los actos de habla que está expresando. Los clientes del restaurante reconocerán que el grito del cocinero es una descripción de un hecho –que hay fuego–, y seguramente ellos reconocerán la preocupación del cocinero y advertirán que se trata de un grito de auxilio y de una advertencia. El hecho de que los comensales reconozcan el componente subjetivo de la expresión (la preocupación del cocinero, su angustia, el hecho de que el grito sea una llamada de auxilio) no hace que los clientes del restaurante duden de la capacidad de descripción objetiva de sus palabras, no hará que sospechen sobre si es cierto o no que hay fuego en la cocina.
El caso del restaurante es un ejemplo de cómo un mismo enunciado puede servir para expresar –o realizar– varios actos de habla. Y además, de que un oyente promedio, enfrentado a un enunciado de esta naturaleza, es perfectamente capaz de advertir la multiplicidad de actos de habla que se le presenta.
Ahora bien, recordemos que lo que González nos propone es que, al reconocer los testimonios de las víctimas como un ejercicio subjetivo y terapéutico, se le está negando su capacidad (enrareciendo) de dar cuenta objetiva de una descripción fáctica y de un análisis sociopolítico confiable de lo ocurrido. En otras palabras, el autor sostiene que reconocer y exaltar la dimensión subjetiva en un testimonio implica desconocer que, además, este puede ser también, por ejemplo, una descripción confiable de hechos, un ejercicio serio de análisis político, o una valiosa y rigurosa reflexión de carácter moral. Sin embargo, como nos muestra el ejemplo del restaurante, nada parece impedir que un mismo acto de habla pueda tener y en él puedan reconocerse varias dimensiones; y en este sentido, no resulta evidente que sea imposible un reconocimiento simultáneo de la expresividad subjetiva del testimonio y de su valor como fuente fidedigna de información.
Por lo anterior, sería deseable que el autor propusiera una explicación sobre qué hace tan especial a los testimonios de las víctimas, para que en estos casos –a diferencia de, por ejemplo, el caso del restaurante– el reconocimiento por parte del oyente de la dimensión expresiva o subjetiva del testimonio implique su enrareciendo y suponga el desconocimiento de sus otras dimensiones. Se echan de menos las razones por las cuales el autor rechaza que un acto de reconocimiento subjetivo, de empoderamiento de la víctima –que además puede resultar terapéutico para ella– pueda ser, a la vez, un acto de habla descriptivo acerca de los hechos que experimentó. Y que, además, así sea reconocido por sus oyentes: los jueces, los historiadores, los teóricos, etc.
¿El supuesto enrarecimiento del testimonio es un caso de injusticia testimonial?
Ahora bien, independientemente de lo anterior y admitiendo que en algunos casos puede ocurrir que el reconocimiento que hace el oyente de un testimonio como un ejercicio terapéutico para la víctima puede viciar su confianza en la objetividad de este, quedaría pendiente mostrar si este error en la valoración del contenido del testimonio configura un evento de injusticia testimonial, como afirma el autor, o si se trata de un fenómeno distinto. Para esto es necesario echar mano de los elementos constitutivos de la noción de injusticia testimonial propuesta por Fricker, y tratar de ver si se dan en el caso particular que el autor propone.
La injusticia testimonial, como la construye Fricker, exige que el error en el juicio de credibilidad –en perjuicio del agente epistémico en cuestión– sea un error injusto, esto es, que el déficit epistémico en el que se deja equivocadamente a un agente esté causado, no por simple mala suerte epistémica o por un error honesto en la apreciación, sino por la presencia de prejuicios identitarios1 en el oyente (cf. 2007 17-27). Estos prejuicios de los que habla Fricker son consecuencia de las relaciones de poder asimétricas que existen en la sociedad, y su aplicación como criterios de asignación de credibilidad resulta injusto en la medida en que permite que asuntos irrelevantes epistémicamente (diferencia de razas, credos, género, etc.) vicien, por medio de los prejuicios provenientes de desequilibrios sociales, los juicios de credibilidad, que son juicios de carácter típicamente epistémico.
Lo primero que habría que decir al respecto es que, en los casos propuesto por González, no hay una atribución deficitaria de credibilidad. No se trata de que a las víctimas del Holocausto nazi o de las dictaduras latinoamericanas no se les crea lo que dicen, ni se presume que dicen mentiras o que son incapaces de distinguir lo verdadero de lo falso o la imaginación de la realidad. La cuestión es más bien que, aun creyéndoles, no se le imprime al testimonio un valor histórico o político importante, ni es reconocida su importancia en la comprensión social y judicial de los hechos. La injusticia que parece advertir el autor no se basa en la asignación deficitaria de credibilidad, sino en la incorrecta valoración de la relevancia de lo dicho en ciertos ámbitos, en los cuales los testimonios deberían ser considerados de suma importancia.
En su defensa, González podría decir que es precisamente este el rasgo distintivo que quiere resaltar al afirmar que es necesario ampliar la noción de injusticia testimonial, justamente porque en los casos que él relata, aunque hay injusticia frente a un testimonio, esta injusticia no se da –como en la caracterización de Fricker– en la credibilidad, sino en otro criterio de valoración. Si ese fuera el caso, sería necesario, de todas maneras, comprobar que se sigan dando todos los demás rasgos distintivos de la injusticia testimonial. Esto es, que se trate de un error en la apreciación epistémica que es consecuencia de un prejuicio identitario que opera en el oyente y le impide hacer un juicio adecuado del testimonio, aun en presencia de evidencia adicional que lo respalde.
Sin embargo, González se abstiene de rastrear estos rasgos distintivos de la injusticia testimonial en los ejemplos que propone, por lo que parece haber un vacío en la argumentación, ya que el autor pasa –inmediatamente y sin mayor justificación– de la identificación de un posible juicio epistémico equivocado a la calificación de este error como un caso de injusticia testimonial (y además uno nuevo y distinto).
Por ahora, una revisión preliminar pareciera arrojar que, en los casos propuestos por el autor –la valoración de los testimonios del Holocausto nazi y de las dictaduras latinoamericanas–, no están presentes los elementos constitutivos de la injusticia testimonial y, en consecuencia, que el error de valoración que puede darse en ellos –si se da– es de naturaleza distinta al error que se da en los casos de injusticia testimonial. Veamos.
Uno de los elementos constitutivos de la injusticia testimonial –y quizá el más importante– es que sea un prejuicio identitario el que juega en contra del oyente causando el error que afecta negativamente la valoración que los otros hacen de su testimonio. En el caso del enrarecimiento o descontextualización del testimonio que propone González, no es claro cuál es el prejuicio identitario que afecta a las víctimas. En primera medida, porque no es evidente que las víctimas –tan diversas como pueden ser entre ellas– puedan ser consideradas un grupo social sobre el que pesan estereotipos,2 en el sentido que sería relevante para la injusticia epistémica; y en segundo lugar, porque aun aceptando que las víctimas sí puedan tener identidad como grupo social, normalmente su reconocimiento como víctimas, más que un acto de discriminación, supone un acto de reivindicación.
La capacidad de un prejuicio identitario de causar injusticia testimonial está estrechamente relacionada con el hecho de que el grupo social sobre el cual recae el prejuicio (las mujeres, los negros, los indígenas, los pobres, etc.) se encuentre en una situación desfavorable frente a otro grupo social advertido como superior (los hombres, los blancos, los ricos, etc.). Es este desequilibrio social –reforzado por los prejuicios identitarios– el que, trasladado a la esfera de los juicios de credibilidad, da lugar a la injusticia epistémica. El caso de las víctimas (cuando ya son consideradas como tales, lo que ocurre por lo general luego de que el victimario ha caído y no antes) no parece ser un caso de marginación o de discriminación, sino al contrario: lo que suele ocurrir es que el epíteto de víctima confiere cierta dignidad y respaldo social al grupo, lo que lo ubica en un “buen” lugar en la pirámide social. Esto parece no adecuarse a la idea de injusticia testimonial de Fricker.
Ahora bien, el carácter de injusticia resulta aún menos evidente en los casos que propone González, si a lo anterior se le suma que quienes han revestido el testimonio de ese carácter subjetivo, liberador y terapéutico no son quienes, desde el poder, buscan esconderlo o “enrarecerlo”, sino que son quienes buscan rescatarlo y exaltarlo. En consecuencia, acusar de injusticia a quienes han construido estos edificios teóricos alrededor de los testimonios de las víctimas no parece razonable.
Por último, restaría decir –a favor de la postura de González– que quienes están cometiendo la injusticia testimonial a la que él se refiere no son estos teóricos, sino aquellos que, influenciados por esa imagen fuertemente subjetivista del testimonio, no le dan el valor que puede tener en discusiones con pretensión de objetividad –como la reconstrucción histórica, el análisis político o los debates sobre responsabilidad judicial de los victimarios–. Pero incluso para estos no resulta evidente que se trate de un acto de injusticia testimonial, pues, de nuevo, no es claro cuál es el estereotipo que permite operar un prejuicio identitario que sea el que genere esta no valoración en cierto contexto.
Más que fruto de una injusticia, este error puede ser visto como producto de la incomprensión, por parte del oyente, del carácter multifacético de los actos de habla y de la complejidad que ellos pueden entrañar. Un testimonio de una víctima puede ser ignorado en el ámbito histórico o político en la medida en que el oyente es incapaz de advertir que en un testimonio desgarrador –en el que la víctima se queja, acusa y se duele– puede haber también un relato objetivo de hechos y un análisis ético y político confiable y valioso. Pero esta incapacidad del oyente, más que un acto de injusticia contra un miembro de un grupo social por el hecho de pertenecer a él, refleja una debilidad del oyente en cuanto oyente.
Bibliografía e
Fricker, M. Epistemic Injustice. Power and the Ethics of Knowing. New York: Oxford University Press, 2007.
1 Los prejuicios, en el sentido de Fricker, son juicios precipitados, hechos sin el cuidado racional que la situación y el objeto del juicio merecerían. En consecuencia, el prejuicio puede no ser dañino. El punto de quiebre en lo relativo a la injusticia testimonial, propone la autora, es la intromisión de los prejuicios identitarios, es decir, de aquellos que se basan en estereotipos relacionados con lo que significa o supone pertenecer a cierto grupo social, cuando estos son irrelevantes para el juicio epistémico que se emite y dejan al interlocutor en una situación desfavorable. (cf. Fricker 2007 30-41)
2 Los estereotipos son definidos por Fricker como una muy vaga asociación mental entre un grupo social y una serie de características que en algún sentido aceptamos como propias o constitutivas de ese grupo. Los estereotipos son imágenes compartidas socialmente y pueden operar en nosotros incluso cuando conscientemente no los aceptemos como verdaderos (cf. Fricker 2007 30-40).
Referencias
Fricker, M. Epistemic Injustice. Power and the Ethics of Knowing. New York: Oxford University Press, 2007.
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