Publicado

2017-10-15

Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad

Rationalities and Irrationalities in Psychotic Experience and Intentionality Disorders

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653

Palabras clave:

Dsm, experiencia psicopatológica, fenomenología, psicosis, racionalidad. (es)
Dsm, psychopathologic experience, phenomenology, psychosis, rationality. (en)

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Autores/as

  • Juan José Botero Universidad Nacional de Colombia
  • Jorge Dávila Universidad de los Andes

Se ha presentado mucha controversia, desde hace años, acerca de la capacidad de la psiquiatría para mantener estándares médico-científicos comparables a los de otras especialidades de la medicina. La tendencia más reciente, basada en una fuerte crítica a la última edición del dsm, hace un énfasis particular en tratar de caracterizar los trastornos mentales con base en las neurociencias y abandonar toda otra forma de abordarlos. Este artículo revisa dicha tendencia y propone un enfoque multidimen­sional, haciendo énfasis en la investigación, con herramientas de la fenomenología, de la naturaleza experiencial de muchos trastornos psicopatológicos –especialmente las psicosis–, y mostrando su compatibilidad con el enfoque neurocientífico.

There has been much controversy over the years about the ability of psychiatry to maintain medical-scientific standards comparable to those of other medical special­ties. The most recent trend, based on a strong criticism of the latest edition of the dsm, focuses on trying to characterize mental disorders on the basis of neuroscience while abandoning all other approaches. The article reviews this trend and proposes a multidimensional approach, emphasizing the investigation, with tools from phenom­enology, of the experiential nature of many psychopathological disorders, especially psychoses, and showing their compatibility with the neuroscientific approach.

 

Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad

 

Rationalities and Irrationalities in Psychotic Experience and Intentionality Disorders

 

 

Juan José Botero Cadavid*

Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia

Jorge Dávila González**

Fundación Santa Fe / Universidad de los Andes - Bogotá – Colombia

 

 * jjboteroc@unal.edu.co

** jdavilagonzalez@gmail.com

 

Cómo citar este artículo:

MLA: Botero Cadavid, J. J., y Dávila González, J. “Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad.” Ideas y Valores 66. Sup. N.°3 (2017): 221-245.

APA: Botero Cadavid, J. J. y Dávila González, J. (2017). Racionalidades e irracionalida­des en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas y Valores, 66 (Sup. N.°3), 221-245.

CHICAGO: Juan José Botero Cadavid y Jorge Dávila González. “Racionalidades e irra­cionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad.” Ideas y Valores 66, Sup. N.°3 (2017): 221-245.  

RESUMEN

Se ha presentado mucha controversia, desde hace años, acerca de la capacidad de la psiquiatría para mantener estándares médico-científicos comparables a los de otras especialidades de la medicina. La tendencia más reciente, basada en una fuerte crítica a la última edición del dsm, hace un énfasis particular en tratar de caracterizar los trastornos mentales con base en las neurociencias y abandonar toda otra forma de abordarlos. Este artículo revisa dicha tendencia y propone un enfoque multidimen­sional, haciendo énfasis en la investigación, con herramientas de la fenomenología, de la naturaleza experiencial de muchos trastornos psicopatológicos –especialmente las psicosis–, y mostrando su compatibilidad con el enfoque neurocientífico.

Palabras clave: dsm, experiencia psicopatológica, fenomenología, psicosis, racionalidad.

 

ABSTRACT

There has been much controversy over the years about the ability of psychiatry to maintain medical-scientific standards comparable to those of other medical special­ties. The most recent trend, based on a strong criticism of the latest edition of the dsm, focuses on trying to characterize mental disorders on the basis of neuroscience while abandoning all other approaches. The article reviews this trend and proposes a multidimensional approach, emphasizing the investigation, with tools from phenom­enology, of the experiential nature of many psychopathological disorders, especially psychoses, and showing their compatibility with the neuroscientific approach.

Keywords: dsm, psychopathologic experience, phenomenology, psychosis, rationality.

Hay varias maneras de entender la diversidad de rasgos, estados y tendencias humanas aplicando ideas y conceptos provenientes de campos como la neurociencia, la psicología del desarrollo o la psicología evolu­cionista, sin embargo, no es muy común en el ámbito de la psiquiatría actual incluir a la filosofía en esta lista. Parece, no obstante, que algunos problemas serios que se han presentado recientemente en la elaboración de criterios diagnósticos aconsejan dirigir una mirada a lo que pudiera aportar la filosofía para afinar conceptualmente los proyectos de trabajo. Una de las corrientes que más contribuye en la actualidad a este propósito es la fenomenología.

Psicosis

“Psicosis”1 es, en general, un término que se usa para referirse a estados mentales anormales en los cuales la persona pierde contacto con la realidad. Una caracterización conceptual corriente la presen­taría como la incapacidad que tiene una persona para dar cuenta de su entorno externo e interno de manera apropiada, lo cual se conoce algunas veces como “pobre juicio de realidad [poor reality testing]” (apa 1994 273).

También se la puede caracterizar sintomáticamente por la presencia de alucinaciones y delirios –como, en el caso que se menciona ense­guida, un delirio de persecución–. Los pacientes psicóticos también pueden mostrar pérdida de motivación –o afecto plano–, y desorganiza­ción en los procesos de pensamiento, el discurso y el comportamiento. Como causas de la psicosis se han identificado varias condiciones: la esquizofrenia, el trastorno bipolar o maniaco-depresivo, la depresión severa que no es bipolar, la demencia –como el Alzheimer–, algunos estados inducidos por drogas, y otras condiciones médicas que afec­tan, se supone, el cerebro (cf. apa 1994 273). Tradicionalmente se ha considerado a la psicosis como el estado de anormalidad mental por antonomasia, incluso como sinónimo de términos del lenguaje co­mún como “locura”.

Considérese el siguiente caso:2

Un día, al salir de su trabajo en una compañía importante, una mujer joven encontró un kleenex adherido al parabrisas de su carro. Al verlo, tuvo una fuerte reacción: pensó que se trataba, sin ninguna duda, de un mensaje que le enviaban algunos colegas –quienes seguramente en ese mismo ins­tante la estaban observando desde una ventana en el cuarto piso del edificio de la compañía– para decirle que la atacarían hasta hacerla llorar –de ahí el kleenex–. Llegó a la misma conclusión cuando, varios días después, al abrir el periódico en su casa, encontró adherido a él un paquetico con los mismos elementos. No se le ocurrió pensar que se trataba de una estrategia de publi­cidad y mercadeo, sino, evidentemente, de una confirmación del mensaje anterior. Entonces recordó que en el camino al trabajo, a lo largo de la ave­nida por la que conducía a diario, algunos grafiti parecían decir “llorona”, y otros pintaban un rostro deformado derramando copiosas lágrimas. El hecho de que las pinturas estuvieran en el camino de su casa al trabajo le indicaba claramente que sus colegas le estaban anunciando a toda la ciudad algo sobre ella. Cuando, en otra ocasión, un pasante le entregó a ella –y a otras personas– unos volantes ofreciendo apartamentos para vender, pensó que se la estaba acosando con el mensaje de que debería irse a vivir a otro lado. A medida que pasaban los días, las pruebas y confirmaciones se acu­mulaban: toda la ciudad estaba ahora pendiente de ella, por culpa del acoso al que la estaban sometiendo sus compañeros de trabajo.

 

Hoy en día se tiende cada vez más a ver los trastornos psiquiátricos en general –con algunas excepciones– como formas exageradas o ex­tremas de rasgos y estados humanos generales normales. Esto podría permitir entenderlos como pertenecientes a un continuum, teniendo a la normalidad en un extremo de la curva, por decirlo así, y no como estados totalmente distintos de los que caracterizan a la normalidad.

Ahora bien, la psicosis se presenta como el trastorno aparentemen­te más lejos de poderse entender en términos de un continuum. Como ocurría en las versiones precedentes, en la quinta versión del dsm la caracterización de la mayoría de los trastornos incluye el criterio de que “cause, o esté asociado a, aflicción o impedimento clínicamente significativo en el campo social, ocupacional/académico u otras áreas importantes de funcionamiento [del individuo]” (apa 2013 496). Se deja al juicio del clínico determinar cuánta aflicción o disfunción califica como clínicamente significativa. Además, para la mayoría de los tras­tornos se estipula un número mínimo de síntomas con una duración y persistencia específicas. Parece que no hay lugar a confusión, y que para un especialista siempre es posible determinar si una persona está o no afectada de, por ejemplo, psicosis.

Pero, por otro lado, hay algunas evidencias que apuntan en la dirección del continuum. Algunos psiquiatras, inclusive, se han mos­trado partidarios de cuestionar el uso de términos categóricos, como por ejemplo “delirio [delusion]”, que llevan a enfrentar lo que es una realidad compleja y sin bordes precisos como si se tratara de entidades bien definidas. Hay estudios, como uno de la oms (cf. Nuevo et al. 2012), en donde se muestra que, si se considera a la distorsión de la realidad no como un estado bien definido, sino como una dimensión, se encontrará que es relativamente común que haya personas que experimenten síntomas psicóticos transitorios, e incluso crónicos, sin mostrar signos de ninguna categoría estándar de trastorno psicótico. “Mientras más síntomas tenga el sujeto, mayor será el impacto en la salud” (Nuevo et al. 482), incluso entre personas que no cumplen con los criterios de ningún trastorno mental. También hay evidencia de que ciertas clases de déficits cogniti­vos sutiles que se encuentran en la población general se pueden asociar con la propensión a tener un modo de pensar, o de percibir la realidad, de tipo psicótico. Es como si el sistema de pesos y contrapesos menta­les que opera para mantener bajo control nuestras “irracionalidades normales” estuviera funcionando mal, y, en el caso de la psicosis, sim­plemente se hubiera perdido del todo.

Realidad, razón, experiencia

En el centro de muchas caracterizaciones de la psicosis, como aquella a la que nos hemos venido refiriendo, es recurrente la apari­ción, explícita o tácita, de conceptos que no se definen, o no se aclaran convenientemente, pues no se presentan como conceptos técnicos de la especialidad psiquiátrica: tal es el caso de los conceptos de racionalidad y de realidad. Suponemos que el estado de “normalidad” es un estado de plena racionalidad, aunque considerándola con una amplitud sufi­ciente para admitir aquellas situaciones mencionadas en las cuales hay presencia de síntomas psicóticos en la población general. Este estado de racionalidad se caracteriza en términos que, tarde o temprano, remi­ten a ese “contacto con la realidad” mencionado en todos los manuales diagnósticos. A la pérdida de contacto con la realidad, por su parte, se tiende a caracterizarla como la presencia de alucinaciones y delirios.

Las alucinaciones se definen habitualmente como experiencias de tipo perceptual que no están respaldadas por ningún hecho o que no son evidentes para otras personas. Aquí, “experiencia” es otro con­cepto que se asume como si fuera auto-evidente, para el cual no sería necesario proporcionar ninguna definición, o siquiera una aclaración de sentido. El empleo ingenuo, descuidado, de este término básico es particularmente notorio en la caracterización de los distintos tipos de alucinaciones.3

A las “alucinaciones primarias” se las llama también “ilusiones sen­soriales”, y se especifica que involucran normalmente la asignación de un sentido, o significación, a una sensación que ocurre de manera natu­ral en el entorno. Pero entonces resultaría que toda percepción sensible, en cuanto experiencia sensible dotada de sentido, sería una alucinación primaria, con lo cual simplemente desaparecería la diferencia que hace pertinente y significativo al concepto. Si toda percepción sensible es una ilusión, entonces uno de los dos conceptos sobra. En realidad, en las llamadas ilusiones sensoriales lo que encontramos es que la asigna­ción de sentido no corresponde al sentido “normal”, entendido como el sentido compartido intersubjetivamente. Así, por ejemplo, el frente de un auto puede aparecerle a una persona como un rostro humano, un raspón sobre la piel como un insecto, el sonido de un electrodoméstico como el sonido de un proyector de películas, y cosas así.

Las “alucinaciones secundarias” se consideran como un caso más serio. Se trata de sensaciones generadas “internamente”, es decir, que no son causadas por eventos que afectan al aparato sensorial, y que por lo general tienen algún sentido integrado; sentido que el paciente recono­ce, pero que algunas veces se da cuenta de que solamente existe “en su cabeza”. Las obsesiones del trastorno obsesivo-compulsivo (toc) pueden pertenecer a esta categoría.4

Las alucinaciones con las que se encuentran más frecuentemente los clínicos son las “alucinaciones terciarias”: los pacientes creen firme­mente que “son reales”, a pesar de toda evidencia contraria. Se pueden originar interna o externamente. Es común que los pacientes asignen a estas alucinaciones algún significado adicional, lo cual se ve refleja­do en delirios de diverso tipo (persecutorio, nihilista, erotomaníaco, somático, de grandeza, etc.).

Sobre los delirios entendidos como creencias falsas, fijas, que per­manecen inmutables frente a evidencias que las refutan, ya se ha dicho bastante (cf. Bortolotti 2016). A esta criticada caracterización se ha aña­dido la condición de que tales creencias no estén en consonancia con el trasfondo cultural, social y educativo de la persona, con el fin de excluir casos como, por ejemplo, la creencia en dios o en dioses (cf. APA 2013 819).

Estos casos, así como la enorme variedad de cosas extrañas y raras que los humanos podemos llegar a creer, deberían llevarnos a reconsi­derar lo que entendemos por “pérdida de contacto con la realidad” y, correlativamente, lo que damos por sentado que es racional o irracional.

Que la gente, en general, tiende a fabricar creencias extrañas que se pueden calificar como irracionales no es algo que necesite probarse.5 Una explicación de este fenómeno, que podríamos considerar como estándar en el ámbito de las ciencias cognitivas, diría más o menos lo siguiente: el cerebro humano es como una máquina que genera creencias. A partir del flujo de datos sensoriales, el cerebro comienza naturalmente a buscar y encontrar patrones, a los cuales impregna con sentidos. En realidad –así se sostiene–, el cerebro evolucionó para construir tales patrones significativos que explican por qué ocurren las cosas. Tales patrones se convierten en creencias, y estas creencias a su vez configuran nuestra comprensión de la realidad. Una vez que están formadas las creencias, el cerebro comienza a buscar y encontrar evidencia que las confirmen (cf. Shermer 2011 5-6).

La versión anterior puede parecer demasiado cruda, pero se acerca mucho a la idea generalmente aceptada hoy en día. Una cosa importante que ella pone de presente es la concepción de que “el cerebro” contribuye a construir, por decirlo así, el mundo en cuanto que realidad significa­tiva para nosotros. No se trata de una idea trivial. El realismo ingenuo con el cual parece operar la ciencia desde sus orígenes en la modernidad nos proporciona una idea un tanto diferente: la idea de que el mundo está ya pre-configurado significativamente y que el cerebro se limita a recolectar los patrones objetivos en forma de información que luego procesa gracias a sus motores lógicos. Lo que encontramos en la ver­sión que hemos resumido es una especie de idealismo materialista: los patrones significativos no están, como se dice, “totalmente ahí afuera”, sino que el cerebro participa en su construcción. Pero entonces, ¿qué hace que algunos de estos constructos cerebrales sean más irracionales que otros? No hay duda de que el enfoque “cerebrista” tiene formas de responder a esta pregunta, pero no nos vamos a detener mucho tiem­po en este punto.

Al incluir, para caracterizar lo que es un delirio, la advertencia de que la creencia considerada no esté en consonancia con el trasfondo cultural, social y educativo de la persona, parece que se estuviera plan­teando lo que se conoce como una “restricción de racionalidad”: toda creencia de una persona tiene que ser compatible lógicamente con el resto de sus creencias; de no serlo, la persona estará dispuesta a corregirla, o a corregir algún sector de su arsenal de creencias, de modo que al final se reconfigure una red lógicamente coherente de ellas. Desde el punto de vista del realismo ingenuo, esta restricción está tácitamente respaldada por el supuesto –también tácito– de que la realidad misma, es decir, el mundo que existe ya pre-configurado de manera independiente de mí o de la existencia misma de seres humanos, es en sí mismo “racional”. Desde el punto de vista que se ha mencionado anteriormente, y que no sería tan ingenuamente realista, la consideración de la concordancia entre las creencias y esa realidad externa es secundaria con respecto a la consistencia de las creencias entre sí, tomadas como cuerpo, o como red global. Este es el punto de vista que parece más interesante.

La joven que ve en los kleenex que se encuentra por ahí mensa­jes amenazadores dirigidos a ella, no acepta razones que invoquen lo que realmente ocurre. Para ella, lo que importa es la coherencia de su pensamiento. Lo que observa que ocurre a su alrededor no puede ser mera coincidencia. Por eso, cada episodio es una prueba irrefutable de algo. Para la persona psicótica, en efecto, todo ocurre por alguna razón, y todo lo que ocurre le concierne a ella. Un momento: ¿para la persona psicótica?

Quizás nos pueda parecer normal que la gente –nosotros– tienda, de manera instintiva, a buscar propósitos y significados en sus vidas. Consideramos como una tendencia natural la suposición de que todo lo que ocurre, no solamente los encadenamientos de eventos singulares, sino la vida y el universo como un todo, tiene inherentemente un pro­pósito, que todo es intencional y está, por decirlo así, prediseñado; que las cosas son como tienen que ser. Esta idea, lo mismo que la de que “todo ocurre por alguna razón”, puede parecer tranquilizadora y reconfortan­te, pero también puede coadyuvar a la emergencia de crisis personales angustiantes y aflictivas, cuando, ante una adversidad, la persona se pregunta cosas como: “¿por qué yo?”, “¿por qué a mí?”.

Si se acepta la teoría de que el cerebro construye patrones que configuran nuestra realidad; si esta aceptación, además, nos lleva a considerar como una tendencia natural humana el percibir intencio­nes y propósito en todo lo que ocurre; y si, finalmente, esto equivale a identificar lo racional con explicación por razones, entonces no hay una clara diferencia entre personas psicóticas y personas irracionales aunque no psicóticas. De cierta manera se justifica considerar a la psi­cosis como un fenómeno que ocurre en un continuum, teniendo en un extremo a las personas racionales, luego a las irracionales no psicóticas, y más allá a las personas psicóticas, todo con diversas gradaciones. Las diferencias entre los diversos grados se podrían ver como la magnitud creciente de la exageración o amplificación de esta “tendencia natural”. El asunto central, entonces, es el de la cuantificación, o el de establecer escalas a partir de la generación de esas magnitudes. ¿Cómo saber si, por ejemplo, tal persona se encuentra en el punto x de ese continuum, más cerca (¿cuánto, exactamente?) de la psicosis que de la normalidad? La respuesta parece estar en la neurociencia.

Afectividad y dopamina

Existe cada vez mayor acuerdo para considerar el papel que cumple la dopamina en la psicosis y la esquizofrenia. En pacientes que tienen este tipo de trastornos se detecta una excesiva transmisión dopaminér­gica, la cual se atribuye en general a anomalías que se presentan en los mecanismos presinápticos de liberación de la sustancia. Esta asociación de la dopamina con la esquizofrenia se ha estudiado debido al papel que ella cumple en la generación de saliencias, es decir, en la generación de especies de “atractores de la atención”, vinculados con mecanismos de recompensa, en el transcurso de la percepción. Según esta hipótesis, dice Shitij Kapur en su artículo de revisión sobre este tema:

La dopamina sirve de mediadora para la conversión de la represen­tación de un estímulo neural, de un frío y neutro “bit” de información, en una entidad que puede ser, o atractiva, o aversiva. En particular, se considera al sistema mesolímbico de la dopamina como un componen­te crítico en la “atribución de saliencia”, que es un proceso por el cual pensamientos y eventos capturan la atención, impulsan a la acción, e in­fluencian comportamientos con finalidades, debido a su asociación con la recompensa o el castigo. (14)

La propuesta, con respecto a la psicosis, es la siguiente:

 

En la psicosis existe una transmisión anómala de dopamina que con­duce a una liberación de esta, independiente del estímulo. Esta aberración neuroquímica usurpa el proceso normal de atribución de saliencia, que es inducido contextualmente, y conduce a la asignación aberrante de sa­liencia a objetos externos e interpretaciones internas. De este modo, la dopamina, que en condiciones normales es un mediador de saliencias contextualmente relevantes, se convierte en el estado psicótico en un creador de saliencias, pero aberrantes. (Kapur 14)

En otras palabras, al menos parte del mecanismo de los delirios y otros síntomas psicóticos está vinculada estrechamente con los pro­cesos de liberación y circulación de dopamina en el cerebro, gracias a que esta dota a un estímulo de una prominencia anormal, marcándolo como una señal que se destaca de un fondo que es “ruidoso”.

Así, la dopamina, según esta hipótesis, refuerza y orienta la atención y la motivación. Cuando se libera en el cerebro por un estímulo o una acción particular, se dice que la naturaleza le está señalando al sujeto que algo es importante para él, que hay que enfocarse en ese estímulo o persistir en la acción que está realizando. Se supone que este mecanismo cumple un papel crucial en el refuerzo selectivo de informaciones o ideas adquiridas, o de comportamientos importantes. Cuando, debido a una sobre-estimulación de los circuitos dopaminérgicos –por acción natural o de alguna droga–, detectamos más “señal” que “ruido”, el cerebro, se dice, identifica o configura más patrones significativos. Si la señal es demasiado alta con relación al ruido, puede ocurrir que se configuren patrones donde no existen. Por ejemplo: asignarle a un simple kleenex el ser portador de un importante y amenazante mensaje.

De este modo, una escala de sobreactividad dopaminérgica pue­de trazar un continuo entre, en un extremo, la racionalidad, luego un rango más o menos amplio de irracionalidades bajas, y la psicosis en el extremo más alto. Los cambios en la transmisión de dopamina que ocurren en la psicosis pueden incluso, en situaciones extremas, llevar al cerebro a no poder discriminar entre estímulos que son y que no son importantes.

La mente como objeto médico

Entre las discusiones que se han generado a raíz de la publicación del dsm-5, la controversia suscitada con el Instituto Nacional de Salud Mental (nimh) de los Estados Unidos es particularmente relevante en este momento (cf. nimh 2011).

Para este organismo, el trabajo sobre la salud mental y los trastornos psiquiátricos se debería orientar hacia la generación de clasificaciones que surjan de la investigación básica en la neurociencia del compor­tamiento. El punto de partida no debería ser la definición de una enfermedad para luego buscar su correlato neurobiológico, sino, al contrario, comenzar con lo que se conoce acerca de las relaciones entre el funcionamiento del cerebro y la conducta, para luego sí establecer vínculos con los fenómenos clínicos. Habría que partir de constructos que reflejen lo que se conoce acerca de tres grandes aspectos de la vida mental: motivación, cognición y conducta social; esos constructos es­tarían a su vez agrupados en grandes dominios funcionales: sistemas de valencia negativa (por ejemplo, sistemas de motivación adversa); sis­temas de valencia positiva (por ejemplo, sistemas para la “motivación de acercamiento”); sistemas cognitivos; sistemas para procesos socia­les; y sistemas regulatorios-excitatorios. Y habría que analizarlos aún más para poder estudiarlos en los niveles genético, molecular, celular, fisiológico, conductual, de los circuitos neuronales y de los reportes en primera persona. Por ejemplo, en lugar de diagnosticar una situación como “trastorno de estrés post-traumático”, se nombra a un fenóme­no como “respuesta a una amenaza aguda”, y se lo determina en varios niveles que sean neurocientíficamente manejables: genético, molecular –qué moléculas produce–, celular, cerebral –nivel de circuitos cere­brales–, fisiológico y conductual. Se supone que se deberían establecer vínculos entre todos estos niveles. A este sistema de diagnóstico se le dio el nombre de Research Domain Criteria (rdoc).

Lo que importa señalar en este momento es la orientación cerebro-neurológica que parece marcar el futuro inmediato de las investigaciones. Se trata, ciertamente, de un enfoque que hace honor al carácter cientí­fico que siempre se le ha querido reconocer a la psiquiatría, así como a la psicología contemporánea.

La cientificidad, aquí, se resume en la consideración acerca de si la psiquiatría es, o puede ser, una ciencia médica en sentido propio. La inquietud es apenas lógica, si se tiene en cuenta lo que le haría falta a esta disciplina para ser considerada como científica. En este ámbito –el de la ciencia– se exige poder dar cuenta de datos empíricos observables con el fin de formular o validar leyes generales predictivas. Esto ocu­rre de manera natural cuando se dispone de modelos que tengan un número limitado de variables, de las cuales se pueda dar cuenta, y que se puedan mantener constantes. Por ejemplo, piénsese en funciones sensoriales específicas, o en las funciones limitadas de ciertas células u órganos muy específicos, como el corazón o los riñones.

¿Es posible hacer el mismo tipo de predicciones acerca del compor­tamiento de los humanos? Quizás, en términos de la generalidad de la especie, pero por el momento tendemos a considerar que los individuos humanos tienen ciertas características que dificultan enormemente la tarea de considerarlos como una clase de autómatas: vivimos en situa­ciones y en contextos fluidos, y no prestablecidos rígidamente; tenemos preferencias, experiencias, necesidades que configuramos consciente­mente, e incluso nos planteamos objetivos, metas, cosas aún inexistentes que quisiéramos hacer existir. Los comportamientos humanos aparecen como eventos dinámicos y complejos, y aunque ciertamente están vincu­lados a operaciones de uno o varios sistemas neurológicos, por lo general estas operaciones involucran elevados números de variables, lo cual hace muy improbable que se puedan establecer correlaciones con un grado de precisión comparable al que se requiere para hacer predicciones útiles o significativas.

En general, las intervenciones médicas tienen como objetivo arre­glar algo que no funciona bien, o solucionar un problema que se deriva de un daño en alguna parte de nuestro cuerpo. Pero, para poder hacer esto, es necesario poder determinar cuándo algo está dañado, o fallando, y en qué consiste exactamente el daño. Es por esta razón que el enfoque científico es útil e indispensable en medicina. Y es precisamente por esta razón que se espera que la psiquiatría pueda operar del modo más “médico” posible, es decir, que sus intervenciones estén soportadas por el mismo enfoque científico que soporta al resto de las especialidades médicas. Así como, por ejemplo, un nefrólogo dispone de los conoci­mientos y las herramientas para establecer si un riñón está saludable o no, porque conoce los detalles de su morfología y función, se espera que un psiquiatra pueda hacer lo mismo con respecto al “órgano” de su especialidad, es decir, al cerebro.

Sin embargo, parece que no se dispone de un modelo universalmente aceptado que permita definir con exactitud en qué consiste el funcio­namiento normal de un cerebro cuando produce los “comportamientos normales” de una persona. Por eso los diagnósticos en psiquiatría no resultan, en general y hasta ahora, de exámenes semejantes a los que haría cualquier otra especialidad médica, sino de reportes subjetivos de los pacientes o de su entorno, de conjeturas realizadas por el psiquiatra, de caracterizaciones contenidas en los manuales estándar, y solamente después se trata de buscar si hay –porque debe haberlos– marcadores biológicos correspondientes.6

La tendencia actual, que se concreta en el enfoque propuesto por el nimh-usa (rdoc) que se mencionó más arriba, busca precisamente darle fuerza a la investigación de ese “órgano” responsable de la salud mental humana, con la esperanza de que en un futuro cercano la psiquiatría pueda operar en el mismo rango de cientificidad de las demás especia­lidades médicas. Ante las incertidumbres que generan los manuales diagnósticos disponibles, basados esencialmente en la catalogación de síntomas, lo que se pretende es, como vimos, darle la vuelta al modelo de investigación, y partir de caracterizaciones basadas en las neurocien­cias con respecto a lo que es el funcionamiento normal del cerebro, para entonces sí buscar las correspondencias con las observaciones clínicas.

No obstante, cabe preguntarse si con esto se resuelven realmente las insuficiencias y fallas que han generado la insatisfacción creciente entre numerosos científicos y profesionales que se ocupan de los trastornos mentales. De hecho, la psiquiatría ya alberga una larga historia de con­troversias acerca de si la neurociencia es o no es clínicamente relevante.7

Ciertamente, se estaría tratando de ir más allá de lo que se conoce como “reduccionismo psicosocial” –el de los terapeutas tradicionales–; pero ¿no se estaría proponiendo en su lugar otro reduccionismo, esta vez, digamos, un “reduccionismo cerebrista”? La pregunta cabe, si se piensa en que la preocupación por hacer de la psiquiatría una especialidad más médica parece descansar en un doble supuesto que, a primera vista, da la impresión de ser una ingenuidad: la consideración de que la vida mental de las personas se caracteriza fundamentalmente a partir de la observa­ción de comportamientos, y que estos son causados por la actividad de un órgano particular: el cerebro. Es este segundo supuesto, y en espe­cial lo que él implica como simplificación, el que vale la pena examinar ahora con más cuidado.

Cerebrismo

Se puede mirar a los trastornos psiquiátricos, como las psicosis, des­de muchas perspectivas diferentes. Pero es claro que ellos no son hechos que se puedan establecer de manera singular, como si ocurrieran en una cápsula con límites y bordes bien definidos –como entidades–. Los trastornos mentales del tipo que estamos considerando aquí ocurren en forma de experiencias vividas, las cuales a veces están acompañadas de juicios, y que emergen en el transcurrir de nuestro navegar acoplados con los entornos naturales y sociales. Es cierto que estas experiencias pue­den resultar muy dolorosas, o que algunas conductas relacionadas con ellas pueden producir respuestas emocionales molestas que sería bueno alterar. Pero es difícil pensar en ellas del mismo modo como se piensa en enfermedades como el cáncer, la peste o la enfermedad de Huntington. En estos casos, incluso si aceptamos que el concepto mismo de enferme­dad es impreciso –quizás relativo a condiciones histórico-sociales–, se cuenta con elementos de validación difícilmente contestables, como son unas evidentes alteraciones morfológicas claramente observables.

Quizás este tipo de contrastes sea una de las fuerzas que más con­tribuyen a la actual orientación dominante en la psiquiatría. Aunque, a diferencia de otras ramas de la medicina, aquí sea difícil encontrar tales evidencias morfológicas, se considera como un supuesto incontesta­ble el que los trastornos psiquiátricos ocurren como –o se manifiestan en– alteraciones detectables en lo que, de manera quizás no muy bien reflexionada, se presupone que es el órgano de la vida mental: el cerebro. Al fin y al cabo, se dispone de herramientas para detectar cosas físicas que ocurren allí; y hacer la correlación entre esas ocurrencias y el diag­nóstico parece ser una simple cuestión de aplicación. Una vez establecida la enfermedad en esos términos, la psiquiatría parece hacer prevalecer su identidad como disciplina médica gracias al tratamiento de tales pertur­baciones mediante la adecuada manipulación técnica de medicamentos.

Una de las principales fallas o imperfecciones, quizás inevitable, que se le atribuyen a la quinta versión del manual dsm de la apa, estriba en que los criterios diagnósticos parecen descansar casi completamente en síntomas que provienen en gran medida de los reportes de los pro­pios pacientes, en lugar de basarse en exámenes objetivos; esto se debe ante todo a que, a la fecha, todos los marcadores biológicos –genéticos o de otro tipo– identificados para enfermedades mentales carecen de la suficiente especificidad. Otra falla, tal vez resultante de la anterior, es la considerable superposición y traslape de trastornos entre sí y con la condición de normalidad, lo cual se muestra en que la mayoría de las ca­tegorías diagnósticas tiene límites difusos. Aquí vale la pena hacer notar nuevamente que el problema de definir la enfermedad o trastorno y sus límites con la normalidad es a menudo, y de manera cada vez mayor, un tema de debates en la medicina en general, y es esto lo que ha llevado a entender al proceso de la enfermedad más en términos de un continuum que de entidades discretas.

Es muy probable que se haya exagerado en las expectativas puestas de antemano acerca del dsm-5. Hoy parece claro que tales expectati­vas eran poco realistas. Se confiaba en que los enormes avances de las neurociencias durante las últimas décadas se hubieran traducido en una redefinición radical de los trastornos mentales. Se esperaba, en consonancia con la orientación ya señalada, que las categorías revisadas estuvieran basadas en una comprensión sólida de una causalidad neurocerebral subyacente y de los mecanismos o procesos que producían los síntomas observables. La idea era que la investigación nos iba a permitir encontrar marcadores biológicos que pudieran servirnos para realizar pruebas diagnósticas objetivas útiles.

De hecho, siempre se ha considerado la utilidad de adoptar un en­foque dimensional para definir los trastornos mentales, principalmente con relación a dos propósitos: 1) que ellos se pudieran ubicar, como ya se dijo, en un continuum, a lo largo de varias dimensiones psicopatológicas entrecruzadas; y 2) que permitiera elaborar una especie de mapeo sobre procesos cerebrales y comportamentales subyacentes, el cual tuviera mayor validez que las categorizaciones corrientes. Infortunadamente, con la redacción de la más reciente versión del dsm resultó evidente que la ciencia simplemente no se encuentra aún en el nivel de desa­rrollo requerido para llevar a cabo semejante transformación, y que los trastornos cerebrales y mentales aparecían más complejos de lo que se pensaba generalmente. Las propias mediciones dimensionales presentan serias dificultades de aplicación, lo que difícilmente las hace operacionales en la práctica, o al menos mucho más complicadas que las categorizaciones existentes.

De vuelta a la psicosis

La visión cerebrista de la psicosis que se mencionó más arriba puede parecer coherente, y hasta se podría sostener que no está muy alejada –salvo por los detalles técnicos, claro está– de lo que constituye la idea general que se tiene de ella entre los psiquiatras. Al fin y al cabo, es un hecho que algunas drogas que sobre-activan los sistemas de dopamina pueden inducir psicosis, y que las drogas antipsicóticas que bloquean la transmisión de dopamina producen una mejoría visible en los pacientes.

Sin embargo, todo ese cuadro produce algunas incomodidades en el plano conceptual, similares a las que produce el enunciado del proyecto del nimh. Es clara la relación que se observa entre las drogas que afectan la actividad o circulación de la dopamina y la psicosis. Lo que no es claro es, ¿qué hay más allá de la simple observación de esta relación externa? Es decir, ¿por qué y cómo ocurre lo que ocurre? Si se mira bien, la forma como se describe la acción de la dopamina en los circuitos neuronales en donde ella opera es notoriamente ingenua desde el punto de vista del rigor conceptual que se espera encontrar en este tipo de temas. Se dice, por ejemplo, que es un neurotransmisor que refuerza y orienta la atención y la motivación, pero ni motivación ni atención se describen en los mismos términos en los que se describe la acción neuroquími­ca de la sustancia. Que la dopamina marque a un estímulo como una señal “importante” es algo difícil de entender en términos de la acción química: ¿qué quiere decir, en términos de la química cerebral, “impor­tante”? ¿Qué es una señal? ¿O, incluso, un estímulo? Si es cierto que “el cerebro” fabrica o constituye patrones significativos a partir de la relación del organismo con el entorno, entonces debería ser posible describir tales patrones en el mismo sistema conceptual en el que se describe la acción del cerebro, esto es, en conceptos propios de la neuroquímica cerebral. Si se quiere permanecer en el terreno estricto y exclusivo de la neurocien­cia, entonces no tiene sentido caracterizar a la acción de la circulación de neurotransmisores en los circuitos neuronales en términos de “señal”, “importante”, “motivación”, y mucho menos de “creencias”, “ideas”, etc. Ninguna de estas expresiones pertenece a la neurociencia.

Por otra parte, si es cierto que “el cerebro construye patrones signifi­cativos” a partir de las señales sensibles que recibe del exterior, entonces sería contradictorio sostener que por virtud de la acción de la dopamina el cerebro “identifica patrones en donde no existen”, pues, según se acaba de afirmar, el cerebro no identifica, sino que construye tales patrones; y si lo que se quiere decir es que “los inventa”, entonces se estaría supo­niendo que no debería construirlos en primer lugar. Tampoco sería muy coherente afirmar que la joven que encuentra patrones en situaciones corrientes –los kleenex, el grafiti, los volantes publicitarios– los fabrica en el “ruido”, no en la “señal”.

Este caso nos permite apreciar una insuficiencia más profunda de esta explicación. No es claro cómo se pasa de lo que ocurre en el nivel neuroquímico a lo que ocurre en el nivel de comportamientos, ideas, lenguaje, discurso, que es en el que ciertas manifestaciones nos apare­cen como trastornos mentales. Si no hay una manera de expresar en términos de la neuroquímica cerebral lo que es “importante”, mucho menos la hay para describir en esos términos el discurso delirante de la paciente, su lógica y su impacto en la organización de su cotidianeidad. Y no hablemos siquiera de lo que es racional, o irracional.

Tenemos, además, la superposición de dos planos, sin que se haya establecido cómo se relacionan entre sí. De un lado, parece que es un paso importante para las neurociencias el reconocimiento de que la realidad, el mundo en el que se desenvuelve cada persona, es en gran medida el producto de la actividad cerebral, y en esa medida se superan las apo­rías a las que conduce el realismo ingenuo; a pesar de ello, también es claro que ese mundo es a la vez, en un sentido preciso, real y racional.

De otro lado, al superar el realismo ingenuo que separa radicalmen­te la realidad y la vida mental, lo que sea racional deja ya de depender de la concordancia con una realidad en sí y se caracteriza más bien como coherencia interna. De este modo, lo que se espera de un com­portamiento racional no es que obedezca a una teoría verdadera sobre la realidad, sino que sea coherente en todas –o en la mayor parte de– sus manifestaciones. Una persona puede comportarse racionalmente, aun si vive en función de creencias que no resistirían un examen para evaluar su lógica ni su verdad.

¿Qué es, en el marco de las neurociencias, una persona racional? Admitiendo que en la psicosis intervienen otros factores además de la actividad de la dopamina, ¿a un psiquiatra que se orienta exclusivamen­te por lo que dicen las neurociencias le bastaría con establecer niveles de actividad dopaminérgica para determinar si una persona está o no psicótica? ¿Podría trazar una curva que coincidiera con la curva que marca el continuum que va desde la persona “sana” hasta la psicótica?

Quizás la respuesta a ambas preguntas podría ser positiva; pero entonces surge otra, aún más básica: ¿por qué habría que examinar en una persona los niveles de actividad de la dopamina, en primer lugar? ¿Qué observaciones suscitan la necesidad de llevar a cabo ese examen?

La dimensión experiencial

Quisiéramos proponer ahora que la psiquiatría se vería beneficiada si explorara la idea de que, además de las dimensiones del cerebro –o neu­ronales– y del comportamiento –las únicas reconocidas en el proyecto norteamericano de los rdoc–, hay un plano en el que ocurren los tras­tornos mentales para cuyo estudio ni las neurociencias ni las ciencias tradicionales del comportamiento disponen por sí solas de las herra­mientas requeridas para dar cuenta de ellos y, en consecuencia, para diseñar tratamientos apropiados. Se trata del plano experiencial, aquel en el cual tiene lugar el existir anímico básico de los seres humanos. Para estudiar de manera rigurosa este plano disponemos de una disci­plina de naturaleza filosófica: se llama fenomenología.

Considerado en este plano experiencial, el desarrollo de las capa­cidades mentales y del pensamiento humano consiste básicamente en la emergencia de una congruencia (o sintonía) básica con el entorno extra-mental y con los otros humanos. La pérdida, total o parcial, o bien la distorsión, de esta congruencia básica, hace emerger aquello que tratamos como síndromes o simplemente como enfermedades psiquiátricas. La evidencia disponible, proveniente tanto de la feno­menología como de algunos desarrollos de las ciencias cognitivas, nos lleva a concluir que el mundo que es significativo para nosotros –inclu­yendo, por supuesto, el mundo intersubjetivo– se constituye como tal para cada persona en la experiencia. Por consiguiente, para comprender y tratar fenómenos tales como los trastornos psicóticos, tenemos que en­contrar un modo de explicar cómo se genera dicha congruencia básica en las operaciones de ese sistema que podemos llamar cuerpo-mente. Es a esta congruencia o sintonía a lo que debemos llamar propiamente la realidad.

Nótese que al referirnos al sistema cuerpo-mente estamos suponien­do que la dimensión experiencial ocurre en la dinámica sistémica en la cual también podemos distinguir una dimensión neuroquímica, fisioló­gica, así como una dimensión psicológica y social-cultural. No se trata, entonces, de reducir la dinámica compleja del existir anímico humano a un elemento que se quiera privilegiar, sino, por el contrario, de buscar la forma para circular a través del operar del sistema en todas esas dimen­siones, de manera que podamos lidiar apropiadamente con la complejidad propia de nuestra vida anímica. El énfasis que estamos poniendo aquí en la dimensión experiencial se explica, porque en la práctica psiquiátrica y en las investigaciones que deberían sustentarla se ha tenido la tendencia a pasarla por alto.

La dimensión experiencial que es pertinente aquí es aquella en la cual se configura el sentido que nos permite fluir y navegar el entorno, viviendo la experiencia de fluir y de navegar en un mundo con sentido.

En este plano hay un nivel, el nivel ante-predicativo8 de las llamadas “proto-sensibilidades”, el cual es más básico que el nivel de las creencias, ideas, y en general de la vida cognoscitiva; es a partir de este nivel que se desarrollan las operaciones sintéticas que configuran el mundo de objetos y personas que vivenciamos experiencialmente. Este nivel está constituido, dice E. Husserl, “por su red de nexos tendenciosos, con sus constituciones objetivas, con sus regulaciones, que se formulan en el tema: aparece un mundo objetivo que hay que mantener concor­dantemente” (Husserl 1952 335-336, 388).

La noción experiencial de un mundo objetivo que hay que mante­ner concordantemente, nos proporciona una idea de racionalidad con la cual es posible abordar la comprensión del fenómeno de la psicosis en esta dimensión experiencial.

La operación de este nivel de proto-sensibilidades –en donde se constituyen los datos sensibles, por ejemplo–, orienta las síntesis cons­titutivas subsiguientes hacia la emergencia de un mundo que aparece como objetivo y en el cual la existencia cognitiva transcurre “concordan­temente”. Hay que subrayar que la emergencia de un mundo armonioso no significa un mundo-en-sí armonioso. Significa la emergencia de un transcurrir existencial en el cual la experiencia del mundo es una experiencia concordante, armoniosa. Un punto clave, aquí, es cómo entender dicha concordancia y armonía. Nos vamos a apoyar aquí en Maxine Sheets-Johnstone:

Un mundo armonioso o concordante es uno en el cual uno se mue­ve de manera confortable y sabiendo lo que hace, un mundo en el cual, cuando se presentan ansiedades y miedos, se tiene la seguridad de poseer la capacidad para enfrentar la situación de cualquier forma deseable que se requiera. (2007 9)

La armonía o concordancia que se requiere para la navegación fluida del mundo, no es, entonces, en primer lugar una armonía lógico-cog­noscitiva. Dada la naturaleza del humano, la experiencia armoniosa y concordante se constituye en primer lugar como experiencia espacio-temporal-cinética y afectiva, es decir, como la experiencia de que el movernos es un fluir armonioso en un espacio y un tiempo que se mantie­nen concordantes. El movimiento y la afectividad, a su vez, se constituyen como una dinámica compleja, por lo que el movimiento coherente va siempre con una emocionalidad concordante.

Estudiar la psicosis en este plano experiencial significa desentra­ñar qué y de qué modo interrumpe u obstaculiza ese fluir coherente cinético-afectivo. Para ello hay que emplear herramientas que permitan detectar la o las incoherencias fundamentales que impiden la armonía y fluidez del transcurrir experiencial del paciente. Esas herramientas las proporciona el riguroso método de la fenomenología.

Racionalidad y los trastornos de la Intencionalidad

Como en la propuesta del nimh, en fenomenología se parte de lo normal, que es el fluir de las experiencias en la vida cotidiana. Este fluir se experiencia en forma de un flujo continuo que se desarrolla natural­mente como mundo armonioso, coherente.

La interrupción del fluir hace emerger sentimientos de duda y extrañeza: hay un “retirarse” lejos del flujo. La reacción revela una in­coherencia fundamental, un quiebre en la continuidad coherente del fluir.

Es posible explorar la emergencia, en el plano experiencial, de estas ocurrencias, en relación con lo que hemos visto anteriormente acerca del plano del funcionamiento neuroquímico cerebral en individuos que padecen psicosis –no necesariamente de tipo esquizofrénico–. Así, por ejemplo: las categorías del sujeto corporizado-animado, que el análisis fenomenológico descubre en la actividad perceptiva, son, entre otras, la afección, la tendencia, la orientación, las cinestesias –o cenestesias– y distintas formas de aprehensión. Todas ellas forman parte de la noción de “cuerpo vivido [Leib]”, que es como una noción sintética del enfoque corporizado-anímico de la vida mental. En la descripción de las cinestesias que hace Husserl en el libro ya mencionado, estas resultan indisolublemen­te asociadas a otras estructuras de la receptividad tales como la afección y la orientación, estructuras que se pueden considerar como correlativas a lo que se destacaba anteriormente como “saliencias”.

Decimos, por ejemplo: lo que por su desemejanza es sacado y se desta­ca del fondo homogéneo “llama la atención”, y esto significa que desarrolla una tendencia afectiva hacia el yo. La síntesis de la coincidencia, ya sea en la fusión indiferenciada, ya sea sometida al antagonismo de lo no igual, poseen su fuerza afectiva, ejercen sobre el yo un estímulo para la orientación, ya sea que siga al estímulo o no. El dato se destaca de entre una pluralidad de cosas que afectan debido a su intensidad. (Husserl 1939, 1980 79-80, 82-83)

Más adelante en el mismo texto, Husserl deja en claro que las ci­nestesias únicamente serán posibles en la medida en que el sujeto sea afectable y orientable durante la experiencia (cf. id. 89-91). Así, lo que en la dimensión neuroquímica se caracteriza a partir de la hipótesis de la disrupción de las saliencias, podría tener un correlato en la dimen­sión experiencial relativo a un funcionamiento anómalo de todas estas operaciones de la pasividad ante-predicativa: afección, “tendencia”, orientación, cinestesias –o cenestesias– y aprehensión en sus distintas modalidades.

La racionalidad, en este contexto, hay que entenderla entonces en un sentido diferente al del concepto común de racionalidad formal. Lo que aquí llamamos racionalidad se comprende como una dinámi­ca corpo-cinética-afectiva en la cual emerge un continuo de sentido de realidad que hace posible y desencadena movimientos inteligentes. “Movimientos inteligentes” significa aquí el mover-se de manera per­tinente, conveniente y suficiente en una situación dada, de tal modo que la experiencia del mover-se se constituya como un fluir armónico, coherente, dadas las exigencias de tal situación. Así, la racionalidad aparece encarnada, por ejemplo, en el movimiento corporal o capaci­dades coreográficas del sujeto, en la inter-gestualidad, y otros rasgos del acople en la situación intersubjetiva.

De modo que, aun teniendo como punto de partida la dimensión descriptiva neuroquímica, rápidamente aparece la necesidad de acudir a categorizaciones y conceptos experienciales. Y la fenomenología se presenta como un enfoque pertinente para contribuir a dar cuenta de lo que ocurre. Algunos autores incluso consideran que, al explicar el modo como la disfunción de la dopamina podría estar a la base de los síntomas psicóticos, estos hallazgos podrían llenar la brecha explicativa entre neurobiología y fenomenología (cf. Howes y Nour 3).

Las descripciones que aparecen en los estudios de la neuroquímica cerebral a propósito de la psicosis –en general muy centradas en las de tipo esquizofrénico–, en donde se muestra el papel que cumple en ella la disfunción de las vías dopaminérgicas cerebrales –la llamada “hi­pótesis dopaminérgica de la psicosis”–, han conducido, como vimos, a caracterizar la “saliencia aberrante” como uno de sus rasgos esenciales. Aun sin llegar todavía a establecer de qué modo un incremento signi­ficativo de la síntesis y liberación de dopamina en el cuerpo estriado causa los síntomas y signos de la psicosis, esta parece ser la hipótesis dominante en el campo.

Algunos autores consideran que la saliencia aberrante, así como otros trastornos asociados de los procesos de memoria, predicción y atención, contribuyen a la ocurrencia de fenómenos que caracterizarían a la psico­sis esquizofrénica, tales como la “hiper-reflexividad”, una aprehensión o “agarre” perturbado de los campos perceptual y conceptual, así como a un trastorno de la comprensión social intuitiva a la cual se le puede llamar “sentido común” (cf. Nelson, Whitford, Lavoie y Sass 20).

Sin embargo, parece a primera vista un poco singular el que se le pueda atribuir a un “correlato” neurobiológico tan concreto y espe­cífico como el de la actividad de una sola sustancia, un fenómeno tan complejo como el del comportamiento racional, tal como lo hemos caracterizado más arriba. Hoy en día parece más natural pensar tam­bién lo que ocurre en la dimensión química del cerebro en términos más complejos, sistémicos; por ejemplo, como si se tratara de –para utilizar una metáfora que aquí parece pertinente– unos “tejidos químicos” que se configuran dinámicamente en pliegues y disposiciones neuroquími­cas correlacionadas –de un modo aún oscuramente determinado– con competencias tales como la de “asignación de relevancia [salience]” (cf. Lahera, Freund y Sáiz-Ruiz 45). Quizás por ello resulte más útil por el momento concentrarse en este factor –el de la saliencia–, para vislum­brar de algún modo la correlación con su dimensión fenomenológica.

La dinámica neuroquímica de esos tejidos químicos genera una manera de acoplarse en el entorno que se puede describir como una dis­posición, en este caso, una afectabilidad, que se traduce, en la dimensión psico-fenomenológica, como ciertas dinámicas cinético-perceptivas. Por ejemplo, al orientar la mirada hacia un objeto –digamos que un plato– que se encuentra sobre la mesa, lo que captura la atención y afecta al sujeto es, quizás, su forma, su volumen, su contorno, algunas caracte­rísticas cromáticas, etc., en función de la tarea en la que se encuentra comprometido, pero –en situaciones normales, cotidianas– el sujeto no le presta tanta atención al reflejo del objeto sobre la superficie de ma­dera brillante de la mesa. El sujeto, por decirlo así, le asigna relevancia a ciertos factores que aparecen como destacados de la situación que vive en esos momentos. Si, en su lugar, el sujeto focaliza su atención exclu­sivamente, por ejemplo, en ese reflejo, y constituye su percepción como el emerger del plato –con las mismas, u otras características que las mencionadas antes– a partir de él, es porque acontece el fenómeno de la llamada saliencia aberrante, en la cual, lo que para nosotros es el re­flejo del objeto, se constituye en su percepción como el objeto percibido. No se trata de que el sujeto desplace su atención de un objeto a otro, sino de que perceptualmente constituya como su objeto a lo que en cir­cunstancias normales no se constituye como tal. La persona que al ver un kleenex en el parabrisas de su auto percibe un mensaje amenazante está, ciertamente, asignando relevancia de un modo que no ocurriría en el caso de una percepción normal de ese objeto.

Lo que se puede constatar es que hay una especie de correspondencia entre esa afectabilidad que se constituye en la dinámica del tejido quí­mico del cual venimos hablando, y la experiencia perceptual, descrita fenomenológicamente en primera persona. Hablamos de “correspon­dencia” ante todo, porque, en la descripción del fenómeno que ocurre, circulamos conceptualmente entre las dimensiones neuroquímica y experiencial, pero realmente no sabemos prácticamente nada de esta correspondencia, y por esa razón dicha circulación aparece como un tanto forzada, como si estuviéramos dando saltos sobre brechas des­criptivas, en lugar de establecer puentes apropiados para navegar sin sobresaltos sobre dichas brechas.

Una investigación que se lleve a cabo en esta dimensión neuroquí­mica tendría que partir de la honestidad conceptual de admitir que hay tal brecha: no se sabe cómo está dispuesto ese tejido para que se generen distintas saliencias en nuestra vida perceptual “normal”, o de sentido común, cuando nuestra dinámica perceptiva y vital se desarrolla de manera coherente, armónica. Entonces, en la investigación se procede a alterar ese tejido, como si se introdujera algo de “ruido” que trans­forma de manera compleja dicha dinámica, y a observar de qué formas se modifica la experiencia. ¿De qué maneras se altera o varía la expe­riencia cuando, por ejemplo, se alteran o modifican las cantidades o concentraciones de dopamina, de diversos modos? Si se ha admitido la presencia de la “brecha descriptiva”, no es posible pasar por alto el brinco que se da entre la descripción del fenómeno neuroquímico y la descripción de la experiencia vivida.

Habitualmente el investigador, o quizás el psiquiatra, describe desde su propio punto de vista la experiencia del sujeto afectado, atri­buyéndole los significados que él imagina o que alcanza a constituir narrativa y conceptualmente sobre la base de testimonios –muchas ve­ces fragmentarios–, y en general vagos, de dicho sujeto. Por ejemplo, a él le puede parecer como si hubieran desaparecido todos los referentes habituales del sujeto, como si el menor movimiento corporal le gene­rara una perplejidad insuperable, y de ahí avanzar hipótesis acerca de lo que su experiencia dispone como “rasgos pertinentes” –correlatos fenomenológicos de las saliencias en el tejido químico– que se confi­guran en su experiencia, y del sentido de realidad que constituye con ellas. El cuadro que tiene ante sí no parece encajar en ninguna realidad. No se trata, hay que subrayarlo, de comportamientos que se pudieran calificar de “irracionales” en el sentido normal de este término. Más bien se trata de unos movimientos en los cuales la experiencia no llega a constituir el sentido de una realidad, por decirlo así, navegable, en la cual el sujeto se sienta “él-mismo en casa”.9

El transitar continuo, que parece inevitable, del dominio “neuro” al “feno”, y viceversa, acarrea consigo la tendencia a olvidar la brecha descriptiva y, en muchos casos, a minimizar la pertinencia de alguna de las dos dimensiones para caracterizar lo que ocurre. Pero no tiene que ser así. Hay que darse cuenta de que nada es en sí mismo una sa­liencia. Ninguna ocurrencia neuroquímica constituye, aisladamente y tomada en sí misma, una saliencia. El hecho de que en el lenguaje de la neurociencia algo pueda ser llamado “saliencia”, indica que lo que se está considerando, en ese momento y en ese caso, cobra sentido como acontecimiento significativo en el vivir de una persona. Lo que allí se denomina de ese modo se puede ver, en la dimensión experiencial, como el emerger de sentido experiencial. Esta emergencia, continuada y recurrente, constituye la experiencia armónica y coherente –de un mundo armónico y coherente–, que es lo que llamamos propiamente racionalidad –y, en otros contextos, realidad, o mundo real–.

El concepto fenomenológico de experiencia permite intentar com­prender por qué parecen tan amplios los rangos entre los cuales transcurre aquello que podemos llamar “irracionalidades no patológicas”. Como ya debería estar claro a estas alturas, si se deja de lado la idea de irraciona­lidad como pérdida de competencias algorítmicas, lógico-cognoscitivas, lo que aparece como pertinente son las competencias para navegar el entorno, y estas admiten tal variedad de posibilidades que resulta un tanto forzado intentar delimitarlas de antemano. Si, por ejemplo, en la percepción del plato sobre la mesa –en el caso que hemos introducido más arriba–, un sujeto se encuentra atrapado por la emergencia de ese plato a partir del “objeto” que captura su aprehensión –el reflejo–, y construye con ello una pintura –al modo surrealista–, no hablaríamos en este caso de irracionalidad. Lo que importa siempre que se trata de determinar sentidos es la situación en la cual ellos emergen, la “tarea” a la cual está abocado el sujeto y que “polariza su cuerpo” –para decirlo con Merleau-Ponty (cf. 117)–. Uno siempre está, como se dice, “en algo”. Y son este estar en algo y el “algo” en el que se esté, quienes configuran las posibilidades de navegación y el sentido de lo real e irreal, que hacen inteligente, significativo, el mover-se del sujeto en esa (su) situación.

Esta caracterización nos da nuevas pistas y claves con que abor­dar la dimensión neuroquímica de la investigación, pues contaríamos con herramientas conceptuales congruentes con ella. Así, conceptos como saliencia, afectabilidad, e incluso realidad, sentido y racionali­dad, dejarían de aparecer como deslices conceptuales inadvertidos (o préstamos difícilmente reembolsables de un ámbito conceptual ajeno), pues dispondríamos de un ámbito de comprensión y entendimiento del fenómeno en el cual la circulación entre estas dos dimensiones de los fenómenos mentales ocurriría de manera transparente y sin tropie­zos para cualquiera que se aventurara a hacerla.

Una de las grandes dificultades que habría que superar son las tentaciones que ofrece un reduccionismo pocas veces advertido: la bús­queda de factores elementales, tales como saliencia; interior-exterior; experiencia auditiva, visual, cenestésica, propioceptiva o táctil, y otros semejantes, como elementos explicativos, o simplemente descriptivos, de un fenómeno natural que, al igual que la experiencia humana, es ante todo gestáltico, multi-modal, complejo y dinámico –es decir, en tránsito permanente–. Es comprensible que el modelo de explicación causal nos impulse a buscar la explicación más simple, y nada sería más simple que aislar, para cada tipo de trastorno mental, un elemento ge­nerador; pero, según lo dicho hasta ahora, este es un impulso que vale la pena controlar.

Desde este enfoque de la racionalidad, quizás sea necesario consi­derar que solamente llamaríamos irracional, no al estar “en algo muy extraño”, sino al “no estar en nada”. Con otras palabras: a la incapacidad, o inhabilidad, para generar situación –tarea– con sentido, es decir, unas condiciones de navegabilidad fluida y coherente. La noción fenomeno­lógica de experiencia, sobre todo en su forma desarrollada a partir de la consideración de su naturaleza corpórea, cinético-cinestésica y afecti­va (cf. Merleau-Ponty 1949; Sheets-Johnstone 2011), nos puede indicar qué es lo que habría que examinar para tratar de comprender mejor lo que sucede en individuos cuyo comportamiento esté catalogado como psicótico. Las anomalías o trastornos detectados y caracterizados de este modo en la dimensión clínica-psicológica, se entenderían entonces como perturbaciones de la capacidad para constituir experiencialmente situaciones con sentido, i. e. para un existir corpóreo polarizado por una tarea. Esta capacidad se conoce en la tradición fenomenológica como Intencionalidad. Los trastornos psicóticos, como los encontrados en formas tempranas y avanzadas de esquizofrenia, serían así trastornos de la Intencionalidad.

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NOTAS.

1 Un rasgo llamativo de los textos en donde se caracterizan trastornos mentales, en especial los más “técnicos”, es la aparente ausencia de preocupación por la precisión de ciertos términos. Por ejemplo, en los manuales de diagnóstico más utilizados se encuentra la expresión “psicótico” como adjetivo con el cual se califican ciertas manifestaciones; pero igualmente se hace referencia a “psicosis” como si se tratara del sustantivo correspon­diente. No se sabe cuál es el término primitivo. En general, este tipo de descuidos no se presentan en disciplinas que trabajan con sistemas conceptuales sólidos. Nosotros vamos a hacer eco de esta laxitud y vamos a utilizar el sustantivo, aunque es claro que este asunto por sí solo merecería una consideración especial.  

2 El caso está reportado por el Dr. Ralph Lewis, m.d. (cf. 2013 36). Aquí se presenta una adaptación.

3 El rasgo más notable del descuido conceptual aquí es que se la caracteriza como una experiencia “que tiene el impacto y la claridad de una percepción”, es decir, como un fenómeno que existe en cuanto experienciado por el sujeto –en primera persona–; no obstante, se añade el criterio de ausencia del estímulo sensorial pertinente, el cual solamente se puede establecer externamente –en tercera persona– (cf. apa 2013 822).  

4 En los dos casos anteriores es claro que se consideran como idénticos los conceptos de “percepción” y “sensación”, lo cual, en el mejor de los casos, ameritaría un argumento.

5 Véase, por ejemplo, Shermer (1997), para un catálogo de tales creencias extrañas.

6 Este problema ha sido expresado por la Doctora Jane Costello, profesora de psiquiatría y ciencias del comportamiento en la universidad de Duke, según un informe del pe­riódico The New York Times. Dice la doctora Costello que, en la psiquiatría, “el sistema de diagnóstico se encuentra 200 o 300 años atrasado con respecto a otras ramas de la medicina” (“What’s Wrong With a Child? Psychiatrists Often Disagree”. The New York Times, November 11, 2006, page A1).  

7 Al respecto, véase la opinión publicada en The New York Times el 14 de octubre de 2016, a raíz precisamente de la renuncia del director del nimh de los Estados Unidos y del nombramiento de su sucesor. El autor de esta opinión aboga por un cambio en las políticas del nimh, no para reivindicar completamente los diagnósticos del dsm, sino para impulsar de nuevo la investigación clínica (cf. Markowitz 2016 A21).

8 Como el término lo deja ver, “ante-predicativo” se refiere a un estrato de la vida cons­ciente humana en donde la mente realiza “operaciones pasivas”, que son condiciones para la constitución y uso de conceptos. Véase Husserl (1939, 1980).

9 Algunos autores, como L. Sass y J. Parnas, hablan de que ocurre una “ruptura de la ipseidad” en este tipo de casos. (cf. Sass 2014; Sass y Parnas 2003; Sass y Parnas 2007).

Referencias

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Botero, J. J., y J. Dávila. «Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad». Ideas y Valores, vol. 66, octubre de 2017, pp. 221-45, doi:10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653.

ACM

[1]
Botero, J.J. y Dávila, J. 2017. Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas y Valores. 66, (oct. 2017), 221–245. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653.

ACS

(1)
Botero, J. J.; Dávila, J. Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas Valores 2017, 66, 221-245.

APA

Botero, J. J. y Dávila, J. (2017). Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas y Valores, 66, 221–245. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653

ABNT

BOTERO, J. J.; DÁVILA, J. Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas y Valores, [S. l.], v. 66, p. 221–245, 2017. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/65653. Acesso em: 29 mar. 2024.

Chicago

Botero, Juan José, y Jorge Dávila. 2017. «Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad». Ideas Y Valores 66 (octubre):221-45. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653.

Harvard

Botero, J. J. y Dávila, J. (2017) «Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad», Ideas y Valores, 66, pp. 221–245. doi: 10.15446/ideasyvalores.v66n3Supl.65653.

IEEE

[1]
J. J. Botero y J. Dávila, «Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad», Ideas Valores, vol. 66, pp. 221–245, oct. 2017.

Turabian

Botero, Juan José, y Jorge Dávila. «Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad». Ideas y Valores 66 (octubre 15, 2017): 221–245. Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/65653.

Vancouver

1.
Botero JJ, Dávila J. Racionalidades e irracionalidades en la experiencia psicótica y los trastornos de la Intencionalidad. Ideas Valores [Internet]. 15 de octubre de 2017 [citado 29 de marzo de 2024];66:221-45. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/65653

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