Publicado

2021-07-01

Michael Kohlhaas, rabia y resistencia

Michael Kohlhaas, Rage and Resistance

DOI:

https://doi.org/10.15446/cp.v16n32.97636

Palabras clave:

Michael Kohlhaas, emociones, rabia, resistencia , revolución, literatura (es)
Michael Kohlhaas, Revolution, Rage, Resistance, Emotion, literature (en)

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Autores/as

En la condición humana convergen dos fuerzas constitutivas: la razón y las emociones. Sin embargo, a lo largo de la historia, con mayor o menor intensidad, ha prevalecido la constante de separar, cuando no subsumir, una de estas fuerzas en la otra. La balanza se ha inclinado en exceso a favor de la razón, al punto que se va por el mundo a medio andar, luego de haber confinado en el recoveco de lo “peligroso”, lo “caótico” y lo “irrazonable” la otra mitad de lo que somos: emociones y sentimientos. Una de las emociones que más se ha censurado es la rabia. Este artículo de reflexión descree de la lectura dominante, reafirma su potencial transformador y la asume como emoción política. Para hacerlo, se trazan vasos comunicantes entre la filosofía política y la literatura a partir de una interpretación del relato de Von Kleist titulado Michael Kohlhaas, buscando flexibilizar las fronteras imaginarias entre realidad y ficción.

Two constitutive forces converge in the human condition: reason and emotions. However, throughout history, with greater or lesser intensity, the constant of separating when not reducing one of these forces to the other has prevailed. The balance has tipped too much in favor of reason, to the point that today we are halfway around the world, after having confined the other half into the recess of the “dangerous”, the “chaotic” and the “unreasonable” of what we are: emotions and feelings. One of the emotions that has been most censored is anger. This reflection article disbelieves the dominant reading by reassurance the anger transformative potential and assumes it as a political emotion. To do so, communicating bridges are built between political philosophy and literature through an interpretation of Von Kleist’s Michael Kohlhaas, seeking for flexibility between the imaginary borders of reality and fiction. 

Recibido: 29 de diciembre de 2020; Aceptado: 15 de junio de 2021

Resumen

En la condición humana convergen dos fuerzas constitutivas: la razón y las emociones. Sin embargo, a lo largo de la historia, con mayor o menor intensidad, ha prevalecido la constante de separar, cuando no subsumir, una de estas fuerzas en la otra. La balanza se ha inclinado en exceso a favor de la razón, al punto que se va por el mundo a medio andar, luego de haber confinado en el recoveco de lo “peligroso”, lo “caótico” y lo “irrazonable” la otra mitad de lo que somos: emociones y sentimientos. Una de las emociones que más se ha censurado es la rabia. Este artículo de reflexión descree de la lectura dominante, reafirma su potencial transformador y la asume como emoción política. Para hacerlo, se trazan vasos comunicantes entre la filosofía política y la literatura a partir de una interpretación del relato de Von Kleist titulado Michael Kohlhaas, buscando flexibilizar las fronteras imaginarias entre realidad y ficción.

Palabras clave: emociones, literatura, Michael Kohlhaas, política, rabia, resistencia, revolución.

Abstract

Two constitutive forces converge in the human condition: reason and emotions. However, throughout history, with greater or lesser intensity, the constant of separating when not reducing one of these forces to the other has prevailed. The balance has tipped too much in favor of reason, to the point that today we are halfway around the world, after having confined the other half into the recess of the “dangerous”, the “chaotic” and the “unreasonable” of what we are: emotions and feelings. One of the emotions that has been most censored is anger. This reflection article disbelieves the dominant reading by reassurance the anger transformative potential and assumes it as a political emotion. To do so, communicating bridges are built between political philosophy and literature through an interpretation of Von Kleist’s Michael Kohlhaas, seeking for flexibility between the imaginary borders of reality and fiction.

Palabras clave: Emotion, Literature, Michael Kohlhaas, Politic, Rage, Resistance, Revolution.

Introducción

Cuando se reflexiona sobre la rabia, frecuentemente se afirma que se trata de una emoción de connotación negativa, que mina el espíritu y corroe todo a su paso. El consejo habitual es que, ante su eventual presencia, esta debe confinarse en los escondrijos de la mente y de la voluntad, y en ningún caso exteriorizarse, así contenerla implique una implosión en nuestra inmensidad íntima. Como antídoto para contrarrestarla se sugiere visitar a un sacerdote o a un profesional de la salud, ir a terapia, tomar aire, sostener la respiración al menos diez segundos, exhalar de nuevo y sonreír, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, cabe preguntar: ¿bien encaminada, esta emoción puede ser la semilla de un frondoso árbol?

En este texto se explora esa posibilidad, tras asumir la rabia como una emoción compleja, cuya vertiente instituyente, revolucionaria, soberana y colectiva le da la identidad de emoción política. Constituir un aporte a la prolífica y creciente reflexión sobre los vasos comunicantes entre la dimensión afectiva y las luchas por los derechos, a través de la resignificación política de la rabia, ese es el propósito de este texto, que ve en la superación de los abismos teóricos entre emociones y revolución la clave para una lectura sentipensante de la historia social. Sin desconocer los importantes estudios en los cuales se trazan diferencias entre un concepto y otro, aquí, rabia e ira tendrán un uso indistinto.

Bajo la premisa de que las Ciencias Sociales y las Humanidades no solo se complementan, sino que se completan (si una siembra las flores, la otra las riega), se propone reflexionar sobre la rabia y los modos de resistencia, a partir del análisis del célebre relato Michael Kohlhaas, del poeta, dramaturgo y novelista alemán Heinrich von Kleist,1 desde los lentes de la filosofía política, a propósito de la siguiente pregunta: ¿qué tipología de resistencia encarnó el protagonista de la historia?

En aras de abordar esta pregunta, inicialmente, se resumirá buena parte de la novela. En un segundo momento, se hará una aproximación a las formas de resistencia contra el tirano, la ley y el orden establecido, para, en un tercer momento, retomar el hilo de la historia de Von Kleist y analizar la gesta del protagonista. Finalmente, se reflexionará sobre lo que implica asumir la rabia como emoción política, preludio de insumisión y semilla del frondoso árbol de las luchas por la redistribución y el reconocimiento.

1. La parábola del castillo

Durante el siglo XVI, un tratante de caballos cruza, como de costumbre, las tierras de un barón local. Una barrera nunca vista atraviesa el camino. Se trata de un nuevo privilegio concedido al caballero del castillo. El guardabarrera le exige al tratante un gravamen para poder pasar. Sin mayor reparo, el tratante entrega el dinero y se dispone a seguir su viaje. En ese momento, una nueva voz lo interpela: “¿Trae usted el documento de paso?”, le pregunta el alcaide del castillo. Con extrañeza, pero sin dejar de lado su actitud estoica, el titular de los caballos le pregunta qué es un “documento de paso”. El alcaide asevera que ningún tratante puede atravesar la frontera sin el permiso del señor del territorio (era la decimosexta vez que atravesaba la frontera y la primera que esto pasaba).

Ante la terquedad desafiante del alcaide, el tratante da sus caballos al criado que lo acompaña y pide hablar personalmente con el señor del castillo. Minutos más tarde, el caballero, que está con algunos amigos, le pregunta al tratante qué quiere. Ni siquiera había llegado al meollo del asunto, cuando los escuchas se precipitaron a la ventana. “¿Caballos? ¿Dónde?” El noble propone ir a verlos. Al llegar al patio, los examinan con detalle. Se trata de un magnífico grupo de caballos como no hay más en el país. El noble pregunta qué precio tiene el bayo de gran alzada. Su administrador le sugiere comprar los dos imponentes caballos negros, pues serían de gran utilidad en las labores del campo.

Al final, no hay acuerdo. El tratante no insiste y dice que a lo mejor cierren el trato en una próxima ocasión. Hace una reverencia y se dispone a partir. Nuevamente, el alcaide le echa la retahíla del “documento especial”. El tratante le pregunta al noble si esa formalidad es realmente necesaria, pues destruye su negocio. “Sí, tienes que sacar el documento”. El tratante pide que por esta vez le deje cruzar la frontera, no sin antes asegurarle que no burlará las disposiciones legales y que acudirá a la cancillería para que le extiendan el documento respectivo. Comienza a llover. El noble le dice al alcaide que por esta ocasión lo deje marchar. Hace un gesto a sus amigos y todos se dirigen de vuelta al castillo. En ese momento, el alcaide le dice a su señor que le deberían dejar alguna garantía. El tratante es constreñido a dejar los dos caballos negros. Le encomienda a su criado cuidarlos bien hasta su regreso y emprende camino.

En la cancillería, los funcionarios confirman la sospecha: lo del documento es pura fábula. Ya de vuelta en el castillo, se topa con dos malas noticias: el criado que dejó al cuidado de los caballos recibió una paliza y fue expulsado. Para completar, “en lugar de sus dos magníficos caballos, bien alimentados y relucientes, se vio frente a dos jamelgos esqueléticos y esquilmados”.

Con un débil relincho, saludan a su querido amo. Indignado, le pregunta a un encargado qué ha sucedido. Las excusas son absurdas. Aún así, el tratante se dispone a partir con sus maltrechos caballos. Justo entonces aparece el alcaide. Ante las preguntas del dueño de los caballos, este espetó que el criado que dejó al cuidado fue arrojado y que nadie tenía por qué cuidar de los jamelgos. Lo propio, asegura, es que los animales se ganen la comida con su trabajo. De pronto, aparece el señor del castillo con una escolta de perros, criados y caballeros. Viene de una partida de caza. Al preguntar por lo que sucede, el alcaide da una versión distorsionada de los hechos. Con insolencia, el noble soslaya los reclamos del tratante que, finalmente, advierte que encontrará la manera de hacer justicia y se va del castillo.

El comerciante redacta una demanda. Pide “el castigo de los culpables, restitución de los caballos en su estado anterior e indemnización de los daños y perjuicios que tanto él como su criado habían sufrido”. La demanda es arrumbada; el noble tiene parientes en el gobierno.

El tratante decide vender su casa, pues se siente excluido dentro de su país –expulsado de la comunidad en cuanto desprotegido por la ley–. No soporta estar en un lugar donde no se amparan sus derechos. Su esposa, no obstante, lo persuade para que le confíe la demanda. Ella le propone entregársela directamente al soberano del territorio. La empresa, empero, es la más desdichada de todas. Su esposa es gravemente herida por un lacayo del soberano. Nuestro personaje brama de furia. Ella le estrecha la mano y expira.

Luego de más desmanes, pasará lo indefectible: la nobleza de espíritu desafiará la nobleza de título. El caparazón de aparente rectitud del Estado fue confrontado por el filo de la espada y un ballet de fuego. Al sobrepasar las capas y ver el interior, no había más que podredumbre y malevolencia. Otros descontentos y desposeídos se sumaron a la causa, que era su misma causa: la lucha por la dignidad.

Muchos intentaron detener por la fuerza la resistencia en marcha. Sin embargo, esta era incontenible. La rabia de las gentes había dado vida a un volcán popular andante. El fuego arrasaba con todo a su paso, pero también vaticinaba un nuevo comienzo. Este fuego era uno de rostro heraclíteo, que hacía las veces de arjé social-restaurador. Así como se encendió, según un orden regular, así también se apagaría. Tal como una llama viva representa un constante devenir donde hay algo que permanece insistente: un tácito orden en la materia, lo propio pasa con la insumisión de los comunes: como el fuego, se expande, se contrae, pero siempre preservando un orden inalterado a medida que fluctúa. Si la metáfora del devenir de la vida es el fuego, la revolución es su correlato.

Hubo alguien que intentó persuadir a nuestro personaje con la fuerza más contundente de todas: la de las ideas. Se trataba de un célebre teólogo y fraile, que le escribió un manifiesto luego de tener conocimiento de su acción abrasadora. Para el fraile, lo hecho por el personaje no era encomiable bajo ningún punto de vista. Acusó al tratante de arrogante y argucioso, de empuñar la espada de la desgracia, de hablar como justiciero y actuar como rebelde. El fraile era Martín Lutero. Los relojes de la historia marcaban sus tiempos y los de la reforma protestante.

El maltrato a los caballos representa el signo obstinado de la negación del otro, el no-respeto recíproco, base de la amistad civil. Los desafueros cometidos contra el criado van más allá de la mera afrenta al orgullo, pues no se trataba de una llana relación de trabajo; entre uno y otro había camaradería. La muerte de la amada, bueno, es también la muerte de nuestro personaje. Ella era toda su vida.

A esta triple herida se suma otra: la sensación de paria, al ser un hombre de ley, irónicamente vulnerado en sus derechos por la propia ley que admiraba y honraba con sus actos. La idea de vivir en un país donde vulneraban sus derechos lo abrumaba, al punto que llevaba a cuestas la autoconciencia del expulsado.

¿Cómo el fraile pudo inquirir que el meollo del asunto era una cuestión insignificante? Al entrevistarse directamente con el hombre que acusaba y conocer algo de sus heridas morales, decidió entrar en contacto con el elector del caso. Su intercesión tendrá efectos decisivos y la historia dará giros dramáticos. Habrá un doble veredicto y la ironía de ser y no ser desafiará el principio de no contradicción.

Antes de referir el desenlace, valga evocar la vieja idea de que un mismo acontecimiento puede leerse de diferentes formas. Mientras, para algunos, la gesta de nuestro personaje puede interpretarse como un dignificante acto de resistencia, para otros, no hay nada distinto a un impulso inserto en la ley del talión.

Con el propósito de dar una clave de lectura sobre la manifestación de resistencia que, a mi juicio, constituyó el actuar del personaje, se hará un breve comentario sobre las más conocidas formas de insumisión. Una vez presentados los caminos, se retomará el hilo de la historia y se dará una hipótesis. Aunque hay un amplio mar de posibilidades interpretativas, procuraré ser riguroso en mi lectura, pues, en vez del peligroso relativismo, se reafirma la tesis de verdad en el mundo moral de Dworkin (2013), es decir, la idea según la cual en el vasto mundo de la interpretación se debe asumir como verdadera la concepción que se integra coherentemente con otras razones en “una red de valor a la que prestamos una adhesión auténtica” (Dworkin, 2013, p. 104).

2. Resistencia y emociones

La idea subyacente de este apartado es que la rabia política ha tenido un papel instituyente en la historia social, pese a que se ha tratado como elemento secundario. Cuando la vileza acecha, la alegría escampa, por lo que tarde o temprano la indignación dialoga con la rabia, que la rehabilitan, al erigir un principio de esperanza, traducido en oponer resistencia a la tormenta incesante. Esta fuerza en el ámbito político se expresa de diferentes formas, por ejemplo, confrontando al tirano, a la ley injusta o a todo el orden establecido, cuando este es hacedor de desigualdades y menosprecio.

Un caso paradigmático del primer supuesto lo constituye el asesinato de Hiparco de Atenas (514 a.C.). A su vez, incipientes teorizaciones sobre la legitimidad de esta praxis pueden hallarse en autores como Polibio (1986), Cicerón (1959) y Plutarco (1987). La primera formulación lúcida y esclarecedora del tiranicidio en Europa suele adjudicarse a Juan de Salisbury (1984); la más célebre, por su parte, a Juan de Mariana (1981).

En la Vindiciae contra tyrannos (Junius, 2008), clásico de la teoría política, considerado la biblia del derecho de resistencia, se hacen reflexiones en torno a la defensa de los derechos del pueblo frente al absolutismo monárquico, la degeneración del gobernante en tirano, la procedencia de la resistencia ante el despotismo y, en casos extremos, del tiranicidio.

Hobbes y Locke también le dieron un espaldarazo a la legitimidad del principio de resistencia contra la autoridad constituida, en defensa de los derechos naturales y siempre que esta desconozca los fines por los cuales fue conformada: en el caso de Hobbes (1980), amenace la vida, la paz o la seguridad; en el caso de Locke (2006), la vida, la libertad o las posesiones. En las construcciones teóricas del contractualismo clásico no es posible hacer resistencia legítima contra las leyes sin que el contra-to sea terminado y la sociedad civil disuelta.

Rawls moderó decididamente este paradigma al asumir el rechazo de conciencia y la desobediencia civil como “instrumentos de supervisión, presión y resistencia de la ciudadanía sobre el ordenamiento jurídico positivo” (Mejía, 2016, p. 349). Pese a suponer el cuestionamiento y la confrontación de leyes o mandatos de corte gubernamental o administrativo, estos instrumentos no constituyen un retorno al estado de naturaleza. La resistencia contra el ordenamiento hace las veces de estabilizador del sistema. Ambos mecanismos cumplen un papel protagónico en la Teoría de la justicia (Rawls, 1995), donde Rawls planteó un modelo de justicia como equidad, orientado a “satisfacer por consenso las expectativas de igual libertad y justicia distributiva de la sociedad” (Mejía, 2016, p. 261) y, en efecto, a afrontar “la crisis de legitimación en las democracias moderno-tardías” (Mejía, 2016, p. 261).

El rechazo de conciencia es el derecho fundamental que tiene toda persona en un régimen democrático de resistirse a obedecer un mandato legislativo o una orden administrativa, debido a la tensión entre dicho precepto y sus convicciones éticas y morales. Este modo de resistencia “no se basa necesariamente en principios políticos; puede fundarse en principios religiosos o de otra índole, en desacuerdo con el orden constitucional” (Rawls, 1995, p. 336). Se trata de un derecho autónomo, aunque intrínsecamente relacionado con la libertad de conciencia. Un ejemplo es el rechazo para prestar el servicio militar obligatorio por considerar que va en contra de los dictados de la conciencia individual. Lo mismo pasa con la negativa a prestar juramento, la realización de actividades laborales los sábados y el estudio de específicas materias religiosas en una institución educativa.

Por su parte, Rawls (1995) define la desobediencia civil “como un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno” (Rawls, 1995, p. 332). La teoría hecha ejemplo frecuentemente lleva a pensar en Gandhi y su llamado a la no violencia activa en el proceso de independencia de la India.

Gandhi (2002) destacó con especial cariño un ensayo: El deber de la desobediencia civil, de Thoreau: “En la persona de Thoreau me han dado un maestro. Su ensayo […] me proporcionó la confirmación científica de las razones de mi acción” (Gandhi, 2002, p. 77).

Sin restar mérito a los pensadores que le anteceden, no es un despropósito decir que Thoreau es el primer gran representante de la expresión de resistencia que lleva el mismo nombre que su ensayo (González, 2010). Luego de prender las alarmas al advertir que “un sexto de la población de una nación que se ha comprometido a ser el refugio de la libertad son esclavos, y todo un país es injustamente invadido y conquistado por un ejército extranjero” (Thoreau, 1990, p. 349), el autor exige que Estados Unidos “debe dejar de tener esclavos y de hacerle la guerra a México, aunque le cueste su existencia como pueblo” (Thoreau, 1990, p. 350). Ante las leyes que respaldan las prácticas que él condena, Thoreau (1990) hace dos preguntas que aún resuenan en nuestro tiempo:

Las leyes injustas existen: ¿deberíamos contentarnos con obedecerlas, o bien deberíamos luchar por enmendarlas? ¿Y deberíamos seguir obedeciéndolas hasta que tuviésemos éxito, o bien deberíamos transgredirlas inmediatamente? […] [Thoreau responde] Si la injusticia […] es de tal naturaleza que le exige a usted ser el agente de injusticia para otro, entonces yo le digo, incumpla la ley. Deje que su vida sea la contrafricción que pare la máquina. (Thoreau, 1990, pp. 354-355)

El llamado a la acción se complementa con una analogía: “Si una planta no puede vivir de acuerdo a la naturaleza, se muere; lo mismo el hombre” (Thoreau, 1990, p. 361). Lo natural es vivir sin ser subyugados, como sostuvieron los sofistas de la última época. Alcidamas, por ejemplo, llegó a afirmar que “la naturaleza no ha hecho esclavo a ningún hombre” (Alcidamas, como se citó en Sabine, 1945, p. 34). Por su parte, Antifón negó que naturalmente existiese alguna diferencia entre un bárbaro y un griego (Sabine, 1945).

Thoreau puso en práctica los mismos postulados de desobediencia civil que teorizó. La anécdota más recordada es que se negó a pagar un impuesto de capitación, pues hacerlo implicaría apoyar la esclavitud (legal por aquel entonces en los estados del sur de Estados Unidos) y contribuir a sufragar los gastos de la guerra de Estados Unidos contra México por el territorio de Texas. Según Thoreau (1990), si bien no es nuestro deber proscribir el mal de la humanidad, sí lo es no ser aliados de la injusticia. Así como Thoreau inspiró a Gandhi, estos hicieron lo mismo con Martin Luther King. Al igual que ellos, también fue un hombre en el cual la práctica se hizo teoría y viceversa.

Según Rawls (1995), “el rechazo de conciencia no es una forma de apelar al sentido de justicia de la mayoría [Por el contrario] la desobediencia civil es el llamado a una concepción de la justicia comúnmente compartida” (Rawls, 1995, p. 336). El rechazo de conciencia apela al fuero interno y ostenta un carácter privado, aunque no en la connotación de secreto. El que se exprese públicamente es lo que distingue el rechazo de la evasión de conciencia. Su carácter privado obedece a que el objetor rechaza el mandato legislativo o la orden administrativa por la advertencia de la inmensidad íntima, según la cual aquellos riñen con las propias convicciones.

Los conceptos de “apelación al sentido de justicia de la mayoría” y “carácter privado” han generado múltiples confusiones, al punto que los criterios cualitativos se convierten en cuantitativos, bajo la tesis de que, mientras el rechazo de conciencia se realiza individualmente, la desobediencia civil se ejerce en grupo. Sin embargo, “la distinción puede revelarse engañosa, al convertir un grupo de objetores en desobedientes y a un desobediente solitario en un objetor de conciencia” (Capdevielle, 2015, p. 27).

Otra diferencia es que el rechazo de conciencia es directo; recae concretamente sobre la norma invasiva. La desobediencia civil puede ser directa o indirecta. En este último caso, más que contrariar deliberadamente la norma respectiva:

Provoca elementos disruptivos sin relación con la medida, pero buscando su revocación. Por ejemplo, mientras Martin Luther King llamaba al boicot de los autobuses para luchar frontalmente contra las políticas segregacionistas en los transportes, Gandhi organizaba la Marcha de la Sal para alentar simbólicamente a sus compatriotas a violar el monopolio del gobierno británico sobre la sal, y así llamar la atención sobre una situación de injusticia. (Capdevielle, 2015, p. 30)

Una distinción más: el rechazo de conciencia no pone en tela de juicio el marco jurídico vigente. Hay un respeto general hacia los fundamentos del Estado y las instituciones. La desobediencia civil, en cambio, supone tanto una crítica mordaz al modelo/oxímoron democrático representativo (Mejía, 2009) como un acto de insumisión contra el ordenamiento; aunque persiste, en mayor o menor medida, el respeto por el régimen político-constitucional (Habermas, 1988). Se puede ser infiel a la ley, pero leal al derecho, porque la constitución es normativa, no nominal-subsidiaria. Rechazo y desobediencia, en todo caso, pese a ser “recursos estabilizadores del sistema constitucional” (Rawls, 1995, p. 348), están irónicamente expuestos al castigo, más la segunda que el primero, dado su nebuloso carácter bifurcado ilegal-constitucional. Las probabilidades aumentan cuando el establecimiento pone el código por encima de la constitución, reduciendo el derecho a la ley. Hay, pues, una posibilidad real de ser castigado, que el objetor o el desobediente bien pueden aceptar o buscar evadir (Raz, 1985).

Aunque la vía de la resistencia contra leyes injustas ha alcanzado un cénit teórico y metodológico con pensadores como Thoreau, Gandhi, Luther King y Rawls, no por ello puede asumirse como exclusiva de la contemporaneidad. Esta ha sido protagónica de múltiples momentos estelares. El caso más conocido de la Antigüedad –y quizá de la historia de Occidente–, a propósito del conflicto entre la ley humana y la ley divina, la ley positiva y la ley natural, se encuentra en la tragedia Antígona.

En la filosofía medieval, y específicamente en la rica y compleja tradición del iusnaturalismo teológico, pensadores como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino se refirieron a los límites del poder establecido al plantear que la ley humana no puede contravenir la ley natural (participación de la ley eterna en la criatura racional). Si así ocurriera, aquella debería ser desobedecida. No en vano, los principios de justicia que esta comprende, de manera objetiva, universal, inmutable e indeleble, deben concretarse en la ley humana. De lo contrario, sostiene Tomás de Aquino (1993), la ley positiva “ya no es ley, sino corrupción de la ley” (De Aquino, 1993, p. 742). En este sentido, varios siglos antes, Agustín de Hipona (1947) dijo, en Del libre albedrío, que le “parece que no es ley la que no es justa” (De Hipona, 1947, p. 212).

A diferencia de los mecanismos mencionados (rechazo de conciencia y desobediencia civil), la rebelión reivindica el uso legítimo de la violencia, esto es, de una violencia direccionada a desenmascarar la aparente legitimidad y justeza del orden establecido. En una línea de pensamiento como la de Frantz Fanon –el Rousseau de la revolución argelina, según Krim Belkacem (Clairmonte, 1964), y el primero después de Engels en hacer también una teoría coherente y sistemática de la violencia, según Sartre (1963)–, la violencia que reavivan expresiones colectivas de resistencia y formas radicales de insumisión es una de identidad revolucionaria, que moviliza a las masas al tiempo que las unifica como pueblo, luego de introducir “en cada conciencia la noción de causa común, de destino nacional, de historia colectiva” (Fanon, 1965, p. 46).

Esta violencia no necesariamente es cruenta, pero casi siempre consiste en luchar contra la opresión o, en una segunda fase de construcción de la nación, después de la liberación nacional, en “luchar contra la miseria, el analfabetismo, el subdesarrollo […] El pueblo comprueba que la vida es un combate interminable” (Fanon, 1965, pp. 46-47). La violencia-revolucionaria, en suma, goza de un torrencial poder catártico, pues acompañada de ideas e imaginación tiene la capacidad de liberar a los cuerpos y las mentes del yugo; mientras confronta los complejos de inferioridad, inherentes a cualquier sistema de sujeción, y empodera en acto a las gentes como seres de pensamiento crítico y complejo, capaces de alterar en potencia el poder del destino con la fuerza de la voluntad. En este sentido, “la violencia desintoxica” (Fanon, 1965, p. 47) y libera al individuo “de sus actitudes contemplativas o desesperadas. Lo hace intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos” (Fanon, 1965, p. 47). A su vez, sobre la identidad revolucionaria de la violencia, Engels (2014) manifestó que:

La violencia juega también otro papel en la historia, tiene un papel revolucionario: es, según la frase de Marx, la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva sociedad, es el instrumento con ayuda del cual el movimiento social se abre paso y rompe formas políticas muertas. (Engels, 2014, p. 263)

Para ilustrar un caso de violencia-revolucionaria cifrada en rebelión, recordemos el protagonismo del que esta gozó en algunas constituciones revolucionarias estadounidenses aprobadas en 1776. La Constitución del Pueblo de Pensilvania, que muestra “vestigios evidentes de una difusa ideología republicana de impronta democrático-radical” (Fioravanti, 2007, p. 88), es un ejemplo de ello. Basta citar el numeral V, del capítulo I, según el cual “la comunidad tiene un derecho indudable, inalienable e inanulable para reformar, modificar o abolir el gobierno en la manera que dicha comunidad considere mejor para el bienestar público” (Grau, 2009, p. 55). Este derecho, a su vez, tuvo como fundamento la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América del 4 de julio de 1776. El preámbulo es contundente: ampara la vida, la libertad y la felicidad, al tiempo que reconoce como derecho del pueblo –y más, como deber–, derrocar todo gobierno despótico que lo someta, en pos de establecer nuevos resguardos para su futura seguridad.

En la atmósfera francesa liberal-burguesa, la toma de La Bastilla el 14 de julio de 1789 representa el ejercicio del derecho natural a la rebelión. En el artículo 2 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, dicho derecho fue consagrado expresamente. A la postre, la rebelión sería protocolizada en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Sánchez y Maldonado, 2000).

La pugna entre libertad y poder es tan antigua como determinante en las gramáticas de la historia. Por lo mismo, la incursión en vías como la rebelión es también de vieja data, pues su subtexto es la defensa de la vida ante estructuras leoninas y déspotas que la amenazan. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de todos los tiempos es el de Espartaco, que lideró la gran rebelión contra la República romana en suelo itálico.

Las ideas políticas sobre esta forma de insumisión también gozan de una amplia carga de profundidad histórica. Un siglo antes de la Declaración de Independencia de 1776, Spinoza ya había considerado que, si un Estado no sigue los consejos de la razón y transgrede derechos naturales, como la vida o los ligados a la libertad de pensamiento, se habilita una última vía para la defensa del bien común: la rebelión, que es consecuencia de la infidelidad del Estado con sus coasociados (disolución del contrato) (Spinoza, 1986). Según Hermosa (1989): “constituye su último recurso frente a un soberano cuyo comportamiento se guía por la sinrazón” (Hermosa, 1989, p. 69).

En lo que atañe a su caracterización, valga decir que su origen no proviene de ningún derecho legalmente reconocido, lo que permite situar el derecho de rebelión en el orden del derecho natural. Por otra parte, no se puede perder de vista que lo de Spinoza no es una mera extensión de la doctrina del tiranicidio. En palabras de Ernest Mandel (2020):

Mientras que la doctrina de la rebelión legítima contra los tiranos se sigue derivando directamente de una disposición de la soberanía del rey (que se declara limitada), la legitimidad de la revolución de Spinoza se basa en una doctrina de la esencia del Estado como servicio al bienestar de sus ciudadanos. Cuando ya no cumple esa función, los ciudadanos tienen derecho a rebelarse. (Mandel, 2020)

Por elementos democrático-revolucionarios como este, Mandel (2020) sostiene: “el Tractatus Politicus […] constituye un paso adelante extraordinariamente importante con respecto al Tractatus Theologico-Politicus” (Mandel, 2020).

La más prístina expresión de insumisión colectiva es la revolución, que se manifiesta generalmente a través del derecho natural a la rebelión. No obstante, esta es habitualmente subestimada y calumniada por un argumento que ha hecho carrera en la historia de las ideas: “la revolución es irracional, puesto que recurre a la violencia, que en última instancia es movida por las emociones”.

Este argumento tiene al menos tres ideas subyacentes: (1) las emociones son irracionales, (2) las emociones que suscitan la violencia-legítima-popular tienen una connotación negativa, (3) solo las emociones, nunca la razón, mueven a la violencia-legítima-popular, por lo que la revolución es irracional.

Estas tres ideas, en particular, y las que van en esta línea, en general, tienen una causa común. En la condición humana convergen dos fuerzas constitutivas: la razón y las emociones. Sin embargo, salvo algunas tradiciones y momentos excepcionales, a lo largo de la historia ha existido una constante encaminada a separar cuando no reducir una de estas fuerzas a la otra (un ejemplo a este respecto son las teorías dualistas de Platón y Descartes). La balanza se ha inclinado en gran medida a favor de la razón, al punto que hoy vamos por el mundo a medio andar, luego de haber confinado en el recoveco de lo “peligroso”, lo “caótico” y lo “irrazonable” la otra mitad de lo que somos: emociones y sentimientos. En una corriente alterna, pensadores como Nussbaum, Gilligan, Mouffe, Rorty, Damasio, Singer y Elster han hecho importantes contribuciones.

Lo mismo se ha de decir de los trabajos circunscritos en la corriente teórico-reflexiva del giro afectivo. Estas investigaciones, que se han desarrollado sobre todo a lo largo de las últimas tres décadas, se han distinguido por recoger la crítica fundadora a la dicotomía razón/emoción, mientras horadan en las relaciones entre la dimensión afectiva, la vida pública y política, y repiensan el cuerpo, junto con sus capacidades para afectar y ser afectado. La transdisciplinariedad es la estrategia metodológica asumida, por incentivar un diálogo de saberes lo más completo posible.

El giro afectivo, que constituye una suerte de emocionalización de las ciencias sociales, ha forjado vasos comunicantes entre la sociología y la filosofía; pero más concretamente entre los estudios de género, las teorías feministas, el posestructuralismo, los estudios culturales, la neurociencia y el psicoanálisis. Brian Massumi, Moira Gatens, Eve Sedgwick y Adam Frank son algunos de los autores fundadores del boom afectivo. Una influencia generalizada es Spinoza. Gilles Deleuze y Silvan Tomkins también ocupan un lugar importante. En los últimos años, Lauren Berlant, Sianne Ngai, Ann Cvetkovich, Heather Love, Sara Ahmed, Jack Halberstam y José Esteban Muñoz han dado mucho de qué hablar por sus aportes al giro afectivo.

La primera de las tres ideas olvida que existen emociones complejas, como la indignación, que se diferencian de emociones simples, como el dolor, por cuanto solo emergen luego de un proceso racional (Elster, 1996). Si el pueblo se siente indignado con respecto al poder constituido, es porque previamente ya ha analizado minuciosamente los factores y deducido. Por ejemplo, que las principales instituciones son ineficientes e injustas, que el drama de la vida tiene como uno de sus detonantes el oxímoron de que el poder público violenta, precisamente, los derechos que debería salvaguardar, que la ley no goza de validez material, sino meramente formal, y que la misma ley le hace la coartada al poder constituido, dan atavío de legalidad y, en el peor de los casos, de justicia (a la luz de una corriente de positivismo ideológico) a lo que a todas luces es ilegítimo. Si se reconocen estos rasgos, probablemente la rabia colectiva transformadora florezca e impulse la acción. Sería una rosa erguida en medio de un jardín de lirios marchitos.

A propósito de la segunda idea, cabe recordar que hay al menos dos acepciones sobre la violencia: una según la cual la violencia enajena y ata, y otra para la que la violencia ensimisma y libera. Aparte de las distinciones dadas por Engels y Fanon, podría decirse que, aunque en esta y aquella las pasiones siempre están a flor de piel, en el caso de la violencia-revolucionaria las emociones a las que usualmente se les asigna una connotación negativa trascienden dicha apreciación. La indignación y la ira se tornan primas-hermanas, cuando no almas gemelas, de la empatía, la solidaridad y el amor. ¿Cómo amar la libertad sin indignarse ante la esclavitud?

En la revolución, aunque hay múltiples causas, sufrimientos, clamores, intereses y sinergias, prevalece con mayor o menor intensidad un deseo común: la superación de la opresión como precondición de la conquista de la libertad. La lucha colectiva por la libertad es un acto de amor propio y con el otro, que implica empatía y solidaridad, al tiempo que se desdobla en tiempo presente y futuro. Las conquistas de hoy resuenan en el devenir.

La idea según la cual solo las emociones, y nunca la razón, mueven a la violencia, centra tanto la atención en el árbol que pierde de vista el bosque. La revolución –y por tanto la violencia-revolucionaria–, aunque apuesta por la reivindicación de las emociones, es sobre todo una legítima expresión de acciones e ideas (deliberada en su lucha por desmontar estructuras abominables e inhumanas, y espontánea en la creatividad de los medios y las formas), que tiene como propósito la constitución de la libertad. En este punto y en atención a la eventual pregunta sobre qué diferencia a esta forma de resistencia de todas las demás expresiones de resistencia violenta-revolucionaria, Hannah Arendt (1992) plantea que:

Todos estos fenómenos [insurrecciones, guerras civiles, golpes de Estado] tienen en común con las revoluciones su realización mediante la violencia, razón por la cual a menudo han sido identificados con ella. Pero ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución. (Arendt, 1992, pp. 35-36)

Si un gobierno hostil o impostado, por ejemplo, es enfrentado o proscrito a través de una insurrección o un golpe de Estado, se configura una auténtica liberación: la violencia media la consecución de un fin que bien puede ser el cese de la causa concreta que provocó el levantamiento o la sustitución del poder de unas manos por otras. Ahora bien, aunque una insurrección victoriosa, como señaló Trotsky (2019), “solo puede ser la obra de una clase destinada a colocarse a la cabeza de la nación” (Trotsky, 2019, p. 877), lo cual es profundamente distinto a lo que pasa con un golpe de Estado, en cuanto “realizado por conspiradores que actúan a espaldas de las masas” (Trotsky, 2019, p. 877), todo indica que ni en este caso ni en el del “arte de la insurrección” están dadas las claves distintivas de la revolución, pues, como ya se dijo, no se trata de la conquista de la liberación, sino de la libertad. No obstante, ya que la primera es condición de la última y esta, a su vez, suele ser el sentido de aquella, la insurrección, dado su apoyo en “el auge revolucionario del pueblo” (Lenin, 1976, p. 132), a menudo funge como preludio de la revolución y factor concomitante.

La libertad a la que se refiere la revolución es política, por lo que aparte de la liberación se requiere de un cambio profundo y radical de la estructura económica, que sea antecedente de la emancipación, y la emancipación, la condición de posibilidad de la democracia.

Un incipiente ejemplo de guerra-revolucionaria, aunque interrumpida, es la guerra de los campesinos alemanes. La reforma protestante allanó el camino de una nueva alianza. Burgueses y príncipes, cautivados por la idea de hacer suyas las inmensas extensiones de tierra de la Iglesia católica, dieron un paso adelante y formalizaron la coalición. A caballo de la reforma, miles y miles de campesinos se alzaron e intentaron limitar cuando no abolir la explotación feudal. La coalición entre burguesía ascendente y principado elector demandaba la perpetuación de la institución de la servidumbre, en aras de garantizar su dominación jurisdiccional y territorial.

La ironía de desafiar a la Iglesia católica, primer poder feudal, y preservar relaciones de señorío y servidumbre, hizo mella en “los de abajo”. Entre 1524 y 1525, los campesinos llevaron a cabo una revuelta popular colosal. Solo hasta la revolución francesa de 1789, Europa verá una gesta más ruidosa, generalizada y masiva. Si el paso de un cometa por la Tierra es un fenómeno astronómico extraordinario, la revolución es un cometa político-mundanizado. Entre 1524 y 1525, el cometa que maravilló la existencia de las gentes, al tiempo que conmovió y estremeció a los observadores del mundo, recibió el nombre de la revolución del hombre común. Fue un acontecimiento que sacudió todo el Sacro Imperio Romano Germánico.

La nueva alianza, sin embargo, hizo hasta lo imposible por evitar su esplendor.2 Ante el cometa plebeyo-campesino, los enemigos olvidaron viejos rencores y limaron asperezas. Lutero y el Papa, príncipes y burgueses, curas y nobles “se aliaron ‘contra las bandas asesinas de campesinos ladrones’. ‘Hay que despedazarlos, degollarlos y apuñalarlos, en secreto y en público; ¡y los que puedan que los maten como se mata a un perro rabioso!’, gritaba Lutero” (Engels, 1974, p. 31), que pasó de clérigo rebelde a contrarrevolucionario.

El caudillo de los campesinos fue Thomas Müntzer. Su alter ego, como se detallará más adelante, es Michael Kohlhaas, el protagonista del relato. Por ahora, un adelanto sobre este símil de personalidades: “En la misma Turingia, donde vivía Lutero, establecieron su cuartel general los más decididos insurgentes capitaneados por Müntzer” (Engels, 1974, pp. 30-31). Algunos éxitos más, afirma Engels, “y Alemania entera ardía en llamas, Lutero era apresado –y tal vez ‘pasado por las baquetas’ como traidor– y la reforma burguesa arrastrada por la marea de la revolución campesina y plebeya” (Engels, 1974, p. 31).

La guerra-revolucionaria del hombre común es un testimonio vivo del cual hay mucho que aprender, “en cuanto retorno del más antiguo ensueño, en cuanto más ancho estallido de la historia de las herejías, en cuanto éxtasis del caminar erguido y de la impaciente, rebelde y severa voluntad de paraíso” (Bloch, 1968, p. 67).

3. La rabia como puente entre la tristeza y la alegría

Presentado este marco de reflexión, cabe preguntarse: ¿qué tipología de resistencia encarnó Michael Kohlhaas, el protagonista del relato? Es interesante la lectura que tiene el narrador de la historia. Según él, su hazaña se reviste de las formas de la venganza o la toma de justicia por propia mano:

Tan pronto como quedó cubierta la tumba, colocada la cruz sobre ella, y despedidos los invitados que habían acompañado el cadáver a su última morada, cayó de rodillas […] ante el lecho de su esposa, ahora desierto, y comenzó a poner en obra su venganza. […] El mundo hubiera bendecido todavía hoy su memoria, si no hubiera pecado de excesivo en una virtud. Su sentimiento de la justicia, empero, le convirtió en asesino y bandolero. (Von Kleist, 2007, pp. 1, 17)

Otras célebres voces también interpelaron el obrar de nuestro personaje y manifestaron que la espada que esgrimió es la del asesinato y el robo, que más que paladín de justicia no fue más que un vulgar rebelde. A lo sumo, un insurrecto.

A diferencia de la postura dominante, quisiera sostener, en gracia de discusión, otra clave de lectura y sugerir que la gesta de resistencia capitaneada por nuestro personaje se trató de una revolución en ciernes, aunque interrumpida, de una revolución en potencia, que no perdió su identidad pese a ser eclipsada en acto, de una tentativa de revolución orientada a dar vida a un nuevo orden de cosas fundador de libertad.

El Estado no era legítimo, pues las leyes, cuando no injustas, eran desacatadas (por los poderosos) y las instituciones, podridas. A propósito de esta atmósfera kafkiana, es menester recordar la tesis rawlsiana: “No importa si las leyes o las instituciones son eficientes y bien estructuradas, estas deben de reformarse o abolirse si son injustas” (Rawls, 1995, p. 17). Pues bien, en el relato evocado, aquellas ni eran justas ni eficientes, de modo que la resistencia y consecuente lucha asumieron la forma de una instancia de corrección moral-política del orden establecido. Kohlhaas no es un eventual tiranicida ni un insurrecto stricto sensu; su propósito trasciende la muerte del déspota o el alzamiento momentáneo. No se queda en las ramas. Tampoco en el tronco. Va hasta las profundidades. Acaricia la semilla. La resistencia abonó la tierra para el creciente surgimiento de un poder ilimitado que, a diferencia del gobierno, es creador, originario e incondicionado, en cuanto revolucionario. “Al principio, las autoridades tratan sus acciones como meros actos de bandidaje, pero a medida que atrae cada vez más partidarios, reconocen que puede ser el origen de un levantamiento popular” (Coetzee, 2013, p. 18).

Así pues, vale pensar que lo que movió al personaje no fue una ira genuina-explosiva –pulsión que ha sido cuestionada desde Aristóteles3 hasta Montaigne–.4 Tampoco la puesta en marcha de un atavismo retributivo-vindicativo, traducido en pagar con mal a quien mal le ha tratado. La rabia llana mutó en ira transicional, por lo que Kohlhaas no tuvo como horizonte la venganza en tiempo presente, sino la aspiración de un futuro donde la dignidad no estuviera en cuidados intensivos, para lo cual fue imperioso luchar y valerse de un uso estratégico de la violencia,5 que liberara al tiempo que uniera. En palabras de Ihering, “no es un salvaje sentimiento de venganza lo que le anima; no se torna bandolero y asesino” (Ihering, 2018, p. 96). Para Ihering, Kohlhaas actúa “bajo la influencia de una idea moral […] no lleva adelante una guerra de aniquilación desprovista de objetivos, sino que se enfrenta únicamente a los culpables y a todos los que hacen con él causa común” (Ihering, 2018, p. 96).

Lo anterior constituye un intento por poner en diálogo los conceptos de ira transicional y violencia-revolucionaria-catártica. Así como se dieron unas pinceladas sobre el segundo término y su autor, hagamos lo mismo con el primero y su autora.

Martha Nussbaum (2018) es una de las pensadoras que con mayor rigor se ha dedicado al estudio de las emociones. En lo que respecta a la ira, su libroLa ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia (Nussbaum, 2018) es un referente excepcional. La autora retorna a la filosofía griega y romana. Igualmente, se detiene en tradiciones como la judeocristiana y en paradigmas del pensamiento, como el filósofo y teólogo inglés Joseph Butler, en aras de allanar el camino para recorrer analíticamente tiempos más actuales, y considera culturas como la estadounidense y la india.

Nussbaum (2018) analiza las relaciones entre ira y religión; ira y género; ira y otras emociones; ira y condición humana; ira y trasfondo éticomoral; ira, cotidianidad y relaciones íntimas, ira y derecho. En el capítulo VII, “La esfera política: justicia revolucionaria” (Nussbaum, 2018, p. 328), aborda el concepto de ira transicional. Esta, a diferencia de la ira genuina, no se enfoca en la venganza, sino en la construcción de un futuro compartido. La generosidad, la empatía y el perdón subliman y transforman la ira en favor del bien común. Como ejemplos, cita a Gandhi, a King y a Mandela.

Podría pensarse que el obrar de nuestro personaje no encaja del todo en el concepto de ira transicional. ¿Pero necesariamente debe ser así? A lo mejor este punto de vista se puede flexibilizar con el concepto de violencia-revolucionaria-catártica, de Fanon (1965). Cuando la violencia libera, mientras une en la lucha contra la opresión y busca superar estadios de odio para anticipar la creación de comunidades de vida inclusivas y respetuosas de la dignidad, esta violencia no es de carácter genuino, vindicativo, sino de identidad transicional. ¿Kohlhaas sintió dolor e ira genuina?, sí. ¿Pero esta mutó en empatía e ira transicional?, también. La violencia revolucionaria y catártica fue su aliada. Aún se recuerda vivamente su exhortación al pueblo “a fin de que se uniera a él para establecer en el país un orden de cosas más justo” (Von Kleist, 2007, p. 23).

En el caso evocado, empero, la hazaña no fue completa. Hubo violencia legítima encaminada a un cambio superlativo o nuevo estado de cosas. Sin embargo, esta fue confrontada por la violencia despótica/ no legítima: los resquicios hegemónicos dominantes de las estructuras burocráticas.

El fraile, doctor Martín Lutero, le propuso al elector del caso otorgarle una amnistía a Michael Kohlhaas por todos sus crímenes, en aras de que el pleito que tenía con el caballero pudiera someterse de nuevo a juicio. El elector resolvió concederle un salvoconducto para que viaje a Dresde y presente otra vez su demanda ante tribunal competente. Cuando Kohlhaas vio que su derecho podría ser restaurado, depuso voluntariamente sus armas. Pero aquí no terminaría todo, Kohlhaas parecía destinado a mostrar en carne propia:

Hasta qué punto la ignominia, la ilegalidad y la bajeza de carácter llegaron a rebajarse en esa época [Fue así como] se faltó a la promesa de amnistía, se violó el salvoconducto del que se le había provisto y terminó su vida en el patíbulo. (Ihering, 2018, pp. 96-97)

En la travesía hacia la muerte, una cápsula que colgaba del cuello de Kohlhaas adquiriría una importancia suprema. Lo que la cápsula llevaba adentro era un talismán de libertad. Al día siguiente del entierro de su esposa, Kohlhaas tuvo contacto con una gitana. Ella fue quien le entregó la cápsula, acompañada por un acertijo: “Un amuleto es lo que te doy, Michael Kohlhaas; consérvalo cuidadosamente, que un día te salvará la vida” (Von Kleist, 2007, p. 51).

Por distintos azares, el elector de Sajonia escuchó del propio Kohlhaas la historia del amuleto. Hacerse con el trozo de papel que reposaba al interior de la cápsula se convirtió en su obsesión. A cambio, le ofreció la libertad y la vida. Kohlhaas retuvo el papel. ¿Por qué era de tanta importancia para el elector? Él también había tenido un encuentro con la gitana. Ningún buen vaticinio tuvo para darle. La gitana escribió en un papel el nombre del último soberano de su casa, el año en que perdería su trono y el nombre de quien se apoderaría de él por las armas. De Kohlhaas dependía la develación del secreto. ¡Qué ironía! El elector a hurtadillas veló porque le cortaran la cabeza a Kohlhaas, sin saber, si no hasta muy tarde, que de su cuello pendía la fragilidad de su trono.

Kohlhaas finalmente fue acusado por su majestad imperial, que no se hallaba compelido por la amnistía del elector de Sajonia. Antes de morir, sin embargo, Kohlhaas vería satisfechos sus derechos. Se le devolvieron sus dos caballos, los florines, la bufanda, la ropa e incluso los gastos de curación de su criado y escudero muerto en batalla. Inefable fue la expresión de su rostro al leer en la sentencia que el caballero Wenzel von Tronka –arquetipo de una nobleza corrupta, menor, decadente y paquidérmica– fue condenado a dos años de prisión.

Así como Sócrates prefirió la cicuta a ceder ante una transacción indebida de la justicia, Kohlhaas prefirió el encuentro con el hacha a un pacto oscuro y desdeñable con la hipocresía. Instantes previos a la cita con el cadalso, Kohlhaas caminó erguido y engulló el amuleto. Este acto es la última réplica por medio de la cual el tratante confronta la tramoya del elector.

Kohlhaas es, en este orden de ideas, un mártir del derecho, un litigante obsesivo, en palabras de Bloch (1980), que “ha apremiado el cumplimiento de un artículo con tanta rebeldía como si se tratara del derecho natural” (Bloch, 1980, p. 79). Si se situó fuera de la ley, fue “por pasión jurídica” (Bloch, 1980, p. 80). En este sentido, Bloch hace una analogía entre Don Quijote y Kohlhaas, “aunque con la diferencia de que Kohlhaas no persigue […] ideales pasados, sino ideales empalidecidos e inmóviles, o bien la necia-sublime identidad: derecho tiene que ser derecho” (Bloch, 1980, p. 81). En todo caso, superadas las diferencias, dice Bloch:

Si Don Quijote es un caballero románticamente tardío, Michael Kohlhaas es un jacobino paradójicamente prematuro [Finalmente] y por lo que se refiere al rigorismo abstracto […] se podría también casi decir: Kohlhaas es el Immanuel Kant de la teoría del derecho, en tanto que Don Quijote. (Bloch, 1980, pp. 81-82)

Fue así como al final el héroe consiguió justicia en su caso, aunque fue sentenciado y condenado a muerte como gran villano. Una sentencia reconoció la justeza de su demanda; la otra censuró la radicalidad de sus actos. La discordancia de los tiempos se revela en un doble veredicto: el suplicio que vivió el hombre en el pasado es reprochable, así como lo es, según el tribunal, el posterior obrar del incendiario que comparece ante él en tiempo presente, como acusado de haber quebrantado la paz jurídica imperial.

Nuestro personaje aceptó las dos sentencias, junto con el oxímoron de ser culpable e inocente, víctima y victimario. El drama se entremezcla con la épica en un desenlace que retrata las pasiones humanas y hazañas de un funambulista que no le teme a la cuerda floja, sino a la aparente consistencia del sistema, verdadera soga endeble que cuelga sobre un precipicio.

La revolución en marcha del personaje tuvo un detonante emocional: la rabia. Esta, a su vez, fue el resultado de una amalgama de vivencias y razonamientos que trajeron consigo un viaje de formación sentimental. De la admiración a la ley y al orden establecido a la confusión; de la confusión a la decepción y la impotencia; y de estas al dolor empático, al miedo y a la sensación de exilio. Del deshabitar a la nostalgia y a la inconformidad intensa. Del estar inconforme al estar horrorizado e inmensamente triste al quedar sin la mitad de su alma. Del desgarrarse al desvanecerse y del volverse humo a la rabia.

Esta no es solo la historia de un noble que perdió un castillo por ocho herraduras ni la de un reino por dos caballos, sino la de un hombre aterrorizado ante la injusticia que se negó a renunciar a la dignidad, el único contacto que le quedaba con lo humano. Para no deshabitarse, la ira allanó el camino de la lucha por el reconocimiento mutuo. La rabia, más que cualquier otra cosa, fue un barniz de humanidad.

La injusticia, la desigualdad, la humillación y la opresión nos despotencian, pues amilanan nuestro deseo de permanencia en el mundo. Dicho de otro modo, nos entristecen. Insuflar tristeza es un modo de aniquilar la inclinación innata de existir y mejorar. La digna rabia, en cambio, nos potencia, al fungir como crisálida de emociones y anteceder lo extraordinario: la metamorfosis de oruga en mariposa. La rabia, apropiada como categoría “sentipensante”, da conciencia del paisaje y dice “basta” a la ignominia. Se articula con la espontaneidad creativa y la deliberación profunda, luego da vida a lo insospechado, una vez se expande entre la multitud. Esta no se asume como masa amorfa, sino como cuerpo colectivo autoorganizado, que no es acéfalo por carecer de un dirigente pastoril, pues a la cabeza están los que habitan el cuerpo mismo, en gran parte, porque entre afectos e ideas no hay jerarquía.

La rabia potencia la esperanza, la sinergia de cuerpos que se reconfortan, al reafirmar la resistencia a la autodestrucción. En resumen, supone alegría, y por eso, al seguir una línea de fuga como la spinozista, es dable decir que la rabia es buena porque es deseable, y es deseable porque nos potencia y empuja a romper la crisálida.

La resistencia a causas externas que buscan apagarnos se materializa en el esfuerzo por seguir existiendo y mejorar (conatus). Esta fuerza persigue la alegría, que es el afecto que nos hace conscientes de que aumentamos nuestra potencia. El conatus, a su vez:

Se funda en la constitución física y anímica del hombre, una constitución distinta en cada quien, pues resulta de la experiencia y forma de vida que se ha tenido. Spinoza utiliza el término “ingenio” para referirse al conjunto de imágenes, ideas y pasiones que la constitución de un hombre le han permitido tener; de ahí que lo identifica con la facultad de juicio de cada quien. [...] Para nuestro autor, juzgo que algo es bueno porque lo deseo o, al contrario, juzgo que algo es malo porque lo aborrezco. El juicio es producto del ingenio, de la conciencia de lo que aumenta o disminuye la potencia del conato, es decir, de la historia de encuentros positivos y negativos con el mundo. (Alarcón, 2007, p. 459)

Afecto, conatus e ingenium es una tríada compleja y fecunda en el pensamiento de Spinoza, que múltiples campos del conocimiento, como la sociología histórica, la crítica cultural y la ciencia política, han sabido recuperar, problematizar y enriquecer. Un ejemplo de esto es la obra Los afectos de la política, donde Lordon (2017) explica estas tres ideas del pensamiento spinozista: reafirma el ingenium como expresión política y la política como espacio de florecimiento de ideas-afectos.

Si Lordon revela una interpretación de la acción política en el lúcido y adelantado pensamiento de Spinoza, mutatis mutandis, en este ensayo se propone leer la rabia política ni como un punto de llegada ni como uno de partida, sino más bien como un puente entre la tristeza y la alegría, políticamente entendidos como la transición entre la servidumbre violenta o voluntaria y la constitución de una fuerza capaz de ser política, prejurídica e ilimitada. El pueblo, en su fase libre-multitudinaria, es conatus en esplendor, esfuerzo vivo por seguir existiendo y mejorar. Kohlhaas encarna el empeño por florecer, aunque las instituciones han marchitado. Su deseo revolucionario buscó animar un levantamiento popular que forja renovadas relaciones entre multitudes e instituciones.

Como un alter ego de Thomas Müntzer, Michael Kohlhaas no suscribió la línea de reformador burgués, sino la de revolucionario plebeyo. Como teólogo de la revolución, fue agitador político, acaudilló las clases populares y legitimó la lucha contra autoridades tiránicas en pro de una vigorosa transformación del orden existente. También en ambas historias, la real y la imaginada, la revolución fue interrumpida y Martín Lutero desempeñó un papel crucial.

Al ser el cultivo de las emociones una de las claves del relato, la historia se hace demasiado humana. En palabras de Calvino (1992), siempre tendrá algo por decir y por eso es un relato de arena, como diría Borges. Al seguir el argumento de Kafka y sus precursores (Borges, 1960), todo indica que esta historia tiene la potencia de resignificar el pasado, al punto que hoy podemos decir que tal o cual lucha de la antigüedad nos parece “kleistiana”.

Para ilustrar mejor los vasos comunicantes entre la novela y la vida, el pasado y el presente, a propósito de la emoción de la rabia y la frontera imaginaria entre ficción y realidad, valga citar otro ejemplo, también paradigmático: las luchas de las mujeres por sus derechos. En esta línea, la escritora, editora y periodista boliviana Liliana Colanzi (2019) afirma: “la rabia de las mujeres puede ser una extraordinaria fuerza revolucionaria” (Colanzi, 2019, p. 107), con un gran potencial desestabilizador y transformador de paradigmas hegemónicos. En defensa de su tesis, cita a la feminista afroamericana Audre Lorde y a la periodista y escritora Rebecca Traister:

Lorde fue una de las primeras en abordar este potencial en su extraordinario ensayo de 1981 “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, en el que habla del racismo, el sexismo y la homofobia como los soportes de la sociedad norteamericana, y de la ira como una herramienta de transformación. […] En Buenas y enojadas. El poder revolucionario de la rabia de las mujeres, Rebecca Traister reivindica la ira femenina como el motor de varias revoluciones que han transformado la cara de los Estados Unidos: en las huelgas de las obreras textiles que consiguieron cambiar las condiciones de trabajo en las fábricas en el siglo XIX, en la negativa de la activista negra Rosa Parks a sentarse en la parte trasera del autobús –hecho que inspiró la lucha por los derechos civiles de los negros–, y en la batalla de Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton por conseguir el sufragio femenino, la ira ha sido un factor fundamental de progreso y de cambio. Un día estas mujeres decidieron que no podían seguir soportando la situación de desigualdad en que vivían, y enfurecieron. Y entonces empezaron a organizarse y a actuar. (Colanzi, 2019, pp. 107-108)

A propósito del potencial desestabilizador de la rabia, dice Colanzi (2019):

Traister recuerda por ejemplo a Flo Kennedy, la abogada y activista negra que en 1969 organizó la protesta feminista contra la prohibición del aborto en Nueva York –anulada en 1970–; Kennedy era descrita por la prensa como “la boca más grande, ruidosa e indisputablemente insolente” entre las feministas, capaz de desatar la furia e inspirar a los demás a la acción. (Colanzi, 2019, p. 108)

Si se interioriza la reflexión de Colanzi (2019) sobre la extraordinaria fuerza revolucionaria de la rabia, en la línea de pensamiento de Lorde y Traister, se descubre que se trata de una máxima que interpela a todas y todos por igual. Si la revolución es la partitura, uno de sus compases es la rabia. Si la vida de pronto ha adquirido las formas del pentagrama, no caben dudas sobre lo que hay que hacer: música.

Los derechos humanos son conquistas sociales mediadas por revoluciones, y las revoluciones son legítimas respuestas de vida digna contra paradigmas injustos. Pues bien, la sistematicidad de la discriminación allana el nacimiento de la rabia y esta suele ser el preludio de la revolución y de las demás formas de insumisión.

La rabia así vista es una emoción política revolucionaria, esto es, una modalidad de emoción compleja, prima-hermana de la empatía, la solidaridad y el amor. Bien cultivada, puede convertirse en una de las semillas del frondoso árbol de las luchas por la redistribución y el reconocimiento. Incluso, llevada a su esplendor, puede acompañar el proceso que conduce a la fundación de la libertad.

Ni “masculina” ni “irracional” ni “fea” ni “histérica” ni “antinatural” ni “monstruosa” ni “exagerada” ni “ridícula”. La rabia-revolucionaria es un motor de transformación que dice: “¡basta, no más indignidad!” Sin ira, la ignominia sería eterna:

Toda [persona] posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión, personal e institucional, que está en la raíz de esa ira. Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio. Y cuando hablo de cambio […] me refiero a la modificación profunda y radical de los supuestos en que se basa nuestra vida. (Lorde, 2003, p. 140)

Conclusión

Cuando las causas de la rabia son políticas, la rabia asume la forma de una emoción compleja revolucionaria, de una manifestación que al ponerse en marcha tiene la potencia de anteceder la apertura a nuevos mundos. Si el detonante de la rabia es la violencia institucional, la discriminación, la invisibilización y la desigualdad, más que nunca se revela que, lejos de ser un pecado capital, la ira encarna una virtud de resistencia.

En esta línea de resignificación política de las emociones, cabe una última precisión: este texto de ninguna manera exalta la emoción que supone la pérdida de la capacidad de autodeterminación y deviene en arbitraria muerte o tragedia. La manifestación que aquí se destaca es la rabia colectiva hecha sinergia y fiesta democrática, contestataria e insumisa, que implica un ejercicio de la libertad, defiende la vida y allana el camino de una gran gesta, fruto de la feliz síntesis entre ideas y acción. En otras palabras, no se resalta la emoción que enajena y genera posteriores arrepentimientos en quien fue apresado por ella, sino la que ensimisma, se vive intensamente y recuerda con satisfactoria nostalgia, dignidad y orgullo, dado que no encadena, libera, como ilustra La rage du peuple, de Keny Arkana (2006).

Lo que se enaltece, en últimas, es la emoción política que en tiempo presente cautiva y encanta con creatividad y esperanza de cambio, vela por deponer paradigmas, símbolos y sistemas teórico-prácticos despóticos heredados desde un pasado más o menos remoto, y clama por un futuro no distópico, al que por lo pronto impulsan los vientos de “progreso” que tanto aterran al ángel de la historia. Pues, aunque el huracán lleva al abismo, se cree que es un trampolín al mal soñado paraíso de mermelada y miel.

Se siente un aumento colectivo del ritmo cardíaco, de la presión sanguínea y de los niveles de adrenalina. Algo extraordinario se está gestando:

La rabia corrosiva que una larga frustración ha acumulado en nosotros ya no se dirige contra nosotros mismos, nuestras esposas y nuestros compañeros; ha encontrado finalmente el blanco hacia el que debe apuntar: el régimen de explotación. Es una rabia sana y franca y no la fuerza maligna que minaba nuestro ser. Es elemento necesario de nuestro amor hacia aquellos para los cuales tratamos de crear un mundo nuevo. Y nuestro afecto ya no está solamente hecho de compasión, protección, consuelo, sino de aliento, solidaridad, ayuda en el combate. Ya no nos amaremos como vencidos crónicos, sino como compañeros de una inmensa y riesgosa empresa llena de esperanza. Y si al final no conseguimos gran cosa como conquistas laborales, al menos conseguiremos lo esencial: descubrimos que la vida puede tener un sentido y que ese sentido es la lucha. (Zuleta, 1976)

Reconocimientos

Dedico este artículo a mi padre. También envío agradecimientos al maestro Ricardo Sánchez Ángel, a los profesores Adriana Rodríguez Peña y Germán Gaviria Álvarez y al grupo de investigación “Filosofía y Teoría Jurídica Contemporánea”, de la Universidad Libre, sede Bogotá D.C., al cual se halla adscrito este artículo.

Mateo Romo Ordóñez

Abogado, especialista y estudiante del programa de Maestría en Filosofía del Derecho de la Universidad Libre, sede Bogotá, D.C. Investigador auxiliar del Doctorado en Derecho e integrante del grupo de investigación “Filosofía y Teoría Jurídica Contemporánea”, de la misma universidad. Estudiante del programa de Creación Literaria en la Universidad Central, Bogotá, D.C.

Referencias

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Von Kleist es considerado uno de los más grandes escritores del romanticismo alemán y de toda la literatura alemana. Se lo sitúa al lado de Goethe y Schiller. Stefan Zweig, el “biógrafo de las almas”, le dedicó un estudio en su libro La lucha contra el demonio (Zweig, 1999). Escritores como Thomas Mann, Kafka y Coetzee fueron influenciados por la obra de Von Kleist.
Se suponía que la burguesía era la aliada natural de la masa de la nación. La alianza no merece un calificativo diferente a “traición”. La traición burguesa nuevamente hizo de las suyas en 1848.
Según Aristóteles (1999), la ira es un “apetito penoso de venganza por causa de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio” (Aristóteles (1999, p. 312).
Montaigne afirmó: “No hay pasión que trastorne tanto la rectitud de los juicios como la ira” (Montaigne, 1912, p. 100).
Estratégico, en cuanto dispuesto a acudir a un diálogo real. La lucha armada fue el último recurso en defensa de la vida y el bien común; la vía emergente hacia el reconocimiento mutuo.

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Romo, M. (2021). Michael Kohlhaas, rabia y resistencia. Ciencia Política, 16(32), 159–188. https://doi.org/10.15446/cp.v16n32.97636

ACM

[1]
Romo, M. 2021. Michael Kohlhaas, rabia y resistencia. Ciencia Política. 16, 32 (jul. 2021), 159–188. DOI:https://doi.org/10.15446/cp.v16n32.97636.

ACS

(1)
Romo, M. Michael Kohlhaas, rabia y resistencia. Cienc. politi. 2021, 16, 159-188.

ABNT

ROMO, M. Michael Kohlhaas, rabia y resistencia. Ciencia Política, [S. l.], v. 16, n. 32, p. 159–188, 2021. DOI: 10.15446/cp.v16n32.97636. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/97636. Acesso em: 12 oct. 2024.

Chicago

Romo, Mateo. 2021. «Michael Kohlhaas, rabia y resistencia». Ciencia Política 16 (32):159-88. https://doi.org/10.15446/cp.v16n32.97636.

Harvard

Romo, M. (2021) «Michael Kohlhaas, rabia y resistencia», Ciencia Política, 16(32), pp. 159–188. doi: 10.15446/cp.v16n32.97636.

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[1]
M. Romo, «Michael Kohlhaas, rabia y resistencia», Cienc. politi., vol. 16, n.º 32, pp. 159–188, jul. 2021.

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Romo, M. «Michael Kohlhaas, rabia y resistencia». Ciencia Política, vol. 16, n.º 32, julio de 2021, pp. 159-88, doi:10.15446/cp.v16n32.97636.

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Romo, Mateo. «Michael Kohlhaas, rabia y resistencia». Ciencia Política 16, no. 32 (julio 1, 2021): 159–188. Accedido octubre 12, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/97636.

Vancouver

1.
Romo M. Michael Kohlhaas, rabia y resistencia. Cienc. politi. [Internet]. 1 de julio de 2021 [citado 12 de octubre de 2024];16(32):159-88. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/cienciapol/article/view/97636

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