¿"SOCIEDAD LIBRE DE DROGAS" O "REDUCCIÓN DE DAÑO"? UN FALSO DILEMA
¿“Sociedad libre de drogas” o “reducción de daño”? Un falso dilema
“Drug-free society” or “Harm reduction”? A false dilemma
Augusto Pérez Gómez*
Corporación Nuevos Rumbos, Bogotá, Colombia
* Correspondencia: aperez@nuevosrumbos.org
Calle 108 A # 4-15, Bogotá, Colombia
Recibido: 12 de septiembre del 2008 Aceptado: 09 del marzo de 2009
POR UNA infinita variedad de motivos, el tema del consumo de drogas suele ser un objeto preferente de estereotipos, ideas preconcebidas, afirmaciones sin fundamento y falsos dilemas. Uno de esto últimos es el de pretender que las sociedades contemporáneas se encuentran polarizadas entre dos tendencias extremas: aquella que pretende que el objetivo es tener una sociedad limpia, puritana, en la que no haya nadie que consuma drogas —lo que llevaría como saga el que no haya borrachos ni vagos ni ladrones, ni prostitutas—; y aquella que asegura que el objetivo debe ser el garantizar una salud óptima a quienes decidan consumir drogas, ofreciéndoles todos los medios para que utilicen su libertad como mejor les parezca, rodeados de todas las garantías que una sociedad altamente sofisticada puede ofrecerles. Así sea a costa del bienestar de otros. Trataré de expresar mis ideas sin eufemismos y sin tener en cuenta eso que suele llamarse lo “políticamente correcto”, que en la mayor parte de los casos no es más que una forma de pretender que uno cree algo cuando en realidad está pensando otra cosa. Deseo, en las páginas siguientes, tratar de mostrar que el pretendido dilema no existe ni ha existido nunca, salvo en la mente de unos pocos extremistas, y tal vez en el discurso inflamado de algún predicador o de algún político.
Porque ¿a quién con un mínimo de sensatez se le puede pasar por la cabeza que la búsqueda de una sociedad sin problemas es un objetivo plausible? ¿O incluso deseable? La literatura y la filosofía nos han permitido vislumbrar lo que serían eventualmente semejantes sociedades, pero el hecho concreto es que una sociedad no problemática no sería una utopía, en el sentido positivo de ese concepto: sería una monstruosidad. Sería una estructura que no cambia, que no evoluciona, porque los cambios siempre resultan amenazantes para algunos, una organización paralizada, que retiene su aliento porque teme caerse del filo de la navaja.
En el lado opuesto aparecerían los defensores de un cierto concepto de libertad a toda costa, de una forma de privilegiar los derechos individuales, incluso por encima de los derechos de la colectividad. Lo que se supone que proponen estas personas no tiene asidero, salvo en un momento histórico de gran riqueza en el que un sistema puede darse lujos extremos a causa de la sobreabundancia de bienes y servicios. Pero históricamente esas situaciones son por definición transitorias, porque la rueda de la fortuna nunca cesa de girar, y lo que está un día arriba al siguiente puede estar muy abajo. Basta con pensar en todos los imperios que han existido, y que cada vez tienden a durar menos tiempo. Esos “modelos” de vida, que por momentos han aparecido tan atractivos, se esfuman en cuanto la realidad brutal los confronta. El más cercano a nosotros en el tiempo y en el espacio fue el llamado “sueño americano”, del que no quedan más que las brumas del recuerdo y en el que ya casi nadie cree… No lo digo yo, lo dice el New York Times.
Y por supuesto, casi todos sabemos que esas posiciones extremas no se compadecen con el sentido común. Lo que decidan hacer los alemanes o los suizos es asunto de ellos, y estarán empleando como mejor les parezca sus riquezas; han conseguido satisfacer ampliamente todas las necesidades básicas de su población, y mucho más; sus prioridades y las nuestras tienen muy poco en común. Si quieren construir refugios para los sujetos dependientes de drogas, regalarles las drogas, darles las jeringas, rodearlos de todo el confort imaginable, bajo el concepto sombrilla de “reducción de daño”, eso no es asunto nuestro. Lo inaceptable es que haya quienes quieran hacernos creer que se trata de modelos a seguir, de paradigmas de vida que deberíamos imitar y que constituyen una alternativa válida y mejor que la de la “sociedad libre de problemas”.
Me parece que lo que he dicho hasta aquí muestra por qué pienso que se trata de un falso dilema: no tenemos por qué optar entre un mundo que no puede existir, ni ha existido nunca, y otro que nos es tan ajeno y tan lejano como los planetas júpiter y Saturno. Si nos referimos concretamente al problema de las drogas, no tenemos por qué pretender que nuestro objetivo es que no haya drogadictos, y mucho menos que lo que tenemos que hacer es instalar fumaderos de basuco o sitios para que los que lo deseen se inyecten heroína con los recursos del estado. O que tenga sentido invertir millones de dólares en proteger a los adultos que consumen alcohol. No, en todo caso, mientras haya niños con hambre, niños en riesgo porque no se invierte nada en protegerlos contra la venta libre, aun cuando ilegal, de alcohol y cigarrillos, ancianos que viven en la indigencia y bebés que mueren de diarrea porque no hay acueductos apropiados.
La dificultad con el concepto de reducción de daño representa una tendencia muy común. En efecto, tendemos con extrema facilidad a convertir en estereotipos y en conceptos rígidos ideas que, en el punto de partida, habrían podido llegar a ser excelentes opciones aplicables a situaciones específicas; la moda actual nos lleva a creer que queremos que todo puede ser “universal” y “globalizado”; asumimos que las “buenas soluciones” lo son sin tener en cuenta las particularidades de un pueblo, de una nación o de una colectividad organizada en cualquier forma. Una de las estrategias más frecuentes para lograr estos propósitos consiste en desvalorizar (rara vez con argumentos serios) las opiniones de quienes estén en desacuerdo, insinuando que las ideas que se están presentando son realmente “de avanzada”, que han mostrado su eficacia “más allá de toda duda”, que representan “auténticas opciones democráticas”, “humanitarias”, etc. Debo decir que, hasta donde puedo ver, prácticamente nunca estas afirmaciones corresponden a realidades fundamentadas, sino a posiciones tomadas por unas cuantas personas que suelen hablar bastante duro y que creen que lo que ellos piensan debe ser de obligatorio cumplimiento para el resto de la humanidad. Esta es una tendencia de algunos países de Occidente, que asumen la actitud extremadamente arrogante del desaparecido Imperio Británico, en el que se afirmaba sin rubor que “lo que es bueno para un británico es bueno para todo el mundo”. Estaban equivocados, por supuesto, pero creo que nunca se dieron cuenta de ello.
Ahora bien, es necesario profundizar estas ideas para no dejar la impresión de que considero la reducción de daño, globalmente, una idea perversa. Muy por el contrario, ya en 1992, en la célebre conferencia de ONG organizada por las Naciones Unidas en Tailandia, yo hice parte del comité que redactó la declaración de Bangkok, en la que se instaba a considerar este concepto. Pero sí es cierto que estoy en contra de una cierta concepción de la reducción de daño, y eso es lo que trataré de explicar ahora.
Quiero advertir que mis reflexiones sobre este tema no abarcan solamente el asunto de las drogas. Yo me defino a mí mismo, y no de ahora sino desde hace 30 años, como escéptico y un poco iconoclasta. Mi posición tiende a una radicalización de los cuestionamientos provocada por las imposiciones arbitrarias y despectivas que observo como parte de la historia en general, y de la historia reciente en particular. Por ejemplo, (y a partir de aquí soy consciente de que algunas personas van a mirarme como se miraba a un hereje en la Edad Media), yo no acepto que algo sea “autoevidente”: yo quiero ver pruebas. No me gustan las verdades reveladas. No acepto que eso que se llama “democracia” sea necesariamente la mejor forma de organización para todos los humanos, la única digna de ser tenida en cuenta y que haya que imponerla a culatazos; no acepto que haya valores universales, como pretende Kohlberg sin demostrarlo; y creo que algunos de los llamados “derechos humanos” tal como se conciben hoy en día son imposiciones que llevan a algunos países a calificarlos de “imperialistas”. Creo, por el contrario, que muchas de estas cosas reflejan la situación de sociedades profundamente complacientes, temerosas, rebosantes de riqueza y sobrealimentadas. Como soy psicólogo, defiendo las diferencias individuales; no creo en la globalización como un concepto que haga que “todo sea igual a todo en cualquier parte del mundo”, ni creo que haya que universalizar nada. No creo que por el hecho de que yo pueda comunicarme por Internet con un tailandés o un nigeriano, él y yo tengamos la misma visión del mundo. Y no creo que eso sea conveniente o positivo. Ni necesario, en ningún sentido.
Voy a comenzar mi argumentación con siete casos, porque a través de ellos podré dejar perfectamente clara la razón de mi suspicacia con respecto a la moda conocida bajo el nombre de reducción de daño. Porque efectivamente, creo que se trata de una “moda”, de esas que se imponen por un tiempo y luego desaparecen cuando sus defensores las cambian por otras. No tengo la menor pretensión de que quienes me lean acepten lo que yo digo: sólo espero que estas ideas provoquen algunas reflexiones útiles.
1. A mediados de los años ochenta se logró, siguiendo los mandatos de las Naciones Unidas y con base en las opiniones expertas de una gran cantidad de asesores occidentales, que algunos países del Extremo Oriente cerraran los milenarios fumaderos de opio y convirtieran en ilegal esta costumbre. Dada la amplia disponibilidad de heroína fabricada para satisfacer las necesidades de los europeos, los fumadores de opio comenzaron a inyectarse heroína en Vietnam, Myanmar, Tailandia y Burma; desgraciadamente, como en esos países no había jeringas disponibles, se creó la profesión de “inyector”: el feliz propietario de una aguja hipodérmica inyectaba por unos centavos a todos sus clientes, insuflándoles la sustancia en las venas a través de un tubo de caucho y afilando de vez en cuando la aguja en una piedra. Este fenómeno está ampliamente documentado en fotografías y en videos. El resultado: se pasó de un nivel 0 de VIH/sida, a un 95% entre los inyectores; por supuesto, dados los niveles de pobreza y desnutrición en esos países, ninguno de los infectados sobrevivió. No tengo información sobre alguna acción o resolución de las organizaciones de Derechos Humanos con respecto a esta especie de masacre. Creo que algunos de los promotores de la reducción de daño salieron a dar gritos en los congresos diciendo que la acción humanitaria a emprender era, por supuesto, darles las jeringas gratis a esos pobres sujetos. Yo, por mi parte, me pregunto si esas respuestas revelan realmente algún grado de inteligencia y de comprensión de los problemas.
2. En los años ochenta se popularizaron en Europa las comunidades terapéuticas, inspiradas fundamentalmente en las experiencias de Daytop Village, en Nueva York, y de Phoenix House, en California. En nombre de la “transferencia de tecnología”, esa forma de trabajo se impuso en toda América Latina con resultados pobrísimos; primero, porque era una estrategia surgida de la experiencia de heroinómanos, y en esa época virtualmente no había heroína en América Latina; segundo, porque era extremadamente agresiva y concebía la confrontación como un permanente ataque personal. Ya en esos lejanos años yo dije públicamente que rechazaba la estrategia porque con nuestros niveles de violencia nada bueno podía esperarse de esa forma de actuar. Europa terminó abandonando esas prácticas, e incluso pidiendo públicamente perdón por haberlas empleado y promovido, pero entre nosotros sobrevivieron todavía durante bastante tiempo y, de hecho, todavía quedan algunos rezagados que no han podido adaptarse a las circunstancias.
3. A comienzos de los noventa una comisión de Derechos Humanos armó un escándalo tremendo a nivel mundial porque unos indígenas paeces iban a ser sometidos a lo que la comisión consideraban un castigo cruel e inhumano, luego de haber asesinado a un pescador. El castigo era el impuesto por la ley indígena: azotes, estar colgado varias horas de los pies y servicio a la comunidad en los fines de semana durante varios años; los miembros de la comisión pretendían que los indígenas fueran enviados a la cárcel, como todo el mundo. Se necesitaron muchos meses para que los expertos entendieran que para un indígena ir a la cárcel es mil veces peor que una muerte atroz, y que no solamente estaban de acuerdo con la pena que se les había impuesto, sino que la consideraban totalmente justa y exigían que los dejaran cumplirla en paz.4. Llevo años preguntándome qué es lo que hay realmente detrás de la campaña contra el tabaco, justificada desde muchos puntos de vista, pero que no tiene una campaña paralela contra la marihuana, a pesar de que se sabe que el humo de esta última es más cancerígeno que el del tabaco. Debo advertir que dejé de fumar hace mucho y que el olor del tabaco me resulta fastidioso. Pero hay en todo esto algo no convincente: la epidemia de cáncer de pulmón apareció hace veinte años, pero el tabaco se consume masivamente hace 300 años; las estadísticas no me parecen claras, ni las fracciones atribuibles de la OMS con respecto a la relación cáncer/tabaco. Es verdad que poco a poco me he convertido en alguien profundamente desconfiado y pesimista, pero es con buenas razones: lo que he podido observar en cerca de veinticinco años de trabajo en el campo de las drogas es que la consideración principal, cuando no la única, tiene que ver con dinero y con poder; y eso genera engaños, hipocresía, manipulaciones vergonzosas. Un ejemplo concreto y simple: la guerra contra la marihuana colombiana desencadenada por los Estados Unidos en los años setenta tenía, según muchos analistas, como principal motivación el convertir a ese país en el mayor productor de marihuana del mundo; y no soy yo quien lo dice: son los mismos estudiosos estadounidenses del asunto. Hoy escucho dar grandes gritos a favor de la legalización de la marihuana a las mismas personas que están exigiendo que se condene al ostracismo y al repudio público a quien se fuma un cigarrillo, y no puedo dejar de preguntarme qué es lo que hay detrás de semejantes incongruencias.
5. Hoy en día cualquier persona con pretensiones intelectuales se considera obligada a decir que la legalización de las drogas es la mejor opción. No se sabe mejor para qué o para quién, pero eso no parece ser importante. Quien exprese dudas, o esté en desacuerdo, aparece como retrógrado, ignorante o tonto. O las tres al tiempo; eso, naturalmente, si no se le considera miembro de algún grupo de ultraderecha o agente de la DEA. Sin embargo, he tenido la oportunidad de hablar con muchos de los más notables defensores de esta medida (Ethan Nadelmann, Peter Cohen, el ex embajador van der Tass, el ex embajador sir Keith Morris) y siempre me encuentro con lo mismo: ellos hablan de los intereses de sus países, pero no estoy seguro de que realmente entiendan qué es lo que pasa en nuestros países. ¿Qué puede decir un holandés con 400 años de historia democrática manchada por un único crimen político cometido hace pocos años sobre lo que vivimos aquí en Colombia? Simplemente, que no lo entiende y que no puede opinar. Y esa es la más honesta y certera de las respuestas.1
6. Una de las más notorias expresiones del humanismo, promovida por un buen número de organizaciones tanto nacionales como transnacionales, es el rechazo a la “estigmatización” de los consumidores de drogas. Esto significa básicamente que es considerado inaceptable el decir algo negativo sobre los usuarios de drogas, no importa lo que estén haciendo y a quiénes les hagan daño. Yo disiento profundamente de esta actitud, que considero resultante de muchos equívocos en la formulación de una propuesta social, pero que respeto. Respeto, siempre y cuando no me la quieran imponer a mí y a mi país. Porque existe información precisa —el trabajo del antropólogo Daniel Lende (2004) es un buen ejemplo— que muestra que la estigmatización es, en Colombia, uno de los principales factores protectores del abuso de sustancias. Lende se sorprende al constatar que nuestro país (él es estadounidense) tiene todos los factores de riesgo imaginables, una disponibilidad virtualmente ilimitada, una alta pureza de las drogas y unos precios extraordinariamente bajos. Y sin embargo, los niveles de consumo, que deberían ser astronómicos en tales circunstancias, son razonablemente moderados en la mayor parte del país y en la mayor parte de la población. Lende examina un cierto número de razones, y encuentra que el temor a la estigmatización es un freno para mucha gente en Colombia, digan lo que digan las organizaciones que aseguran lo contrario.
7. Deseo terminar esta parte de mi presentación con un caso concreto ocurrido en Italia hace pocos años: según la información de los periódicos (verificada posteriormente), la Corte Superior de Casación decidió que un padre debía seguir manteniendo económicamente a su hijo de 30 años, que había recibido todo a lo largo de su vida, incluyendo un título profesional de abogado, “hasta el momento en que encuentre un trabajo que sea de su agrado” (del agrado del hijo, por supuesto). Algún tiempo después leí que en España se habían presentado seis casos iguales, con los mismos resultados. Quiero decir, arriesgándome a ser objeto de todas las críticas imaginables, que me parece que una sociedad en la que la ley obliga a un padre a mantener a su hijo hasta que este encuentre un trabajo que le guste es una sociedad condenada a desaparecer. Y a desaparecer sin pena ni gloria. Una sociedad que se enreda en los hilos de su propia red y termina promoviendo el reinado de los perezosos.
El concepto de reducción de daño fue acuñado, o mejor, popularizado2 en los años ochenta frente a la epidemia de sida en Europa (la epidemia de sida en África no ha provocado el desarrollo de ningún concepto, aun cuando los muertos se cuentan por decenas de millones; al contrario, los laboratorios farmacéuticos han opuesto una resistencia feroz a la producción de drogas genéricas que salvarían millones de esas vidas). Aquí también encuentro con preocupación el uso frecuente de expresiones como “es la única solución” o “es la mejor opción” cuando se habla de distribuir jeringas, de distribuir información en las puertas de las discotecas sobre cómo y qué consumir, o incluso de crear áreas para que los drogadictos se inyecten o se droguen en cualquier forma. El grito de guerra de los promotores de estas prácticas es que su utilidad es autoevidente (es decir, que no necesita ser demostrada de nuevo); pero que haya demostraciones en Alemania, Inglaterra o Estados Unidos no nos dice nada sobre lo que significan esas medidas entre nosotros, y ese estudio nadie lo ha llevado a cabo.
Así, tendremos que precisar exactamente de qué estamos hablando: ¿nos referimos al daño que ocurre como resultado de un solo ensayo con una sustancia en particular?, ¿al daño acumulado por el uso persistente de una o varias sustancias (por ejemplo, daño hepático por consumo de alcohol)?, ¿lo que nos preocupa son los daños asociados a una forma particular de consumo?, ¿estamos interesados en los daños temporales o en los permanentes e irreversibles?
Podemos distinguir varias áreas posibles de daño, y tendremos que decidir cuál es la que queremos influir: la personal, la social, la legal o la financiera; pues no es ni siquiera concebible que las cuatro puedan ser objeto de manejos exitosos a través de una sola medida, al contrario: es altamente probable que se den inmensos desbalances al implementar esas supuestas soluciones; tendremos que determinar a qué nivel queremos que nuestra acción tenga la mayor fuerza: al individual, al familiar, al comunitario, al de la sociedad como un todo. Podemos, por supuesto, construir matrices en las cuales todos estos elementos se integren de manera que las decisiones que se tomen sean focalizadas y específicas, pero de unos costos enormes. En fin, y esto es muy importante, tendremos que tener en cuenta que el concepto reducción de daño recubre prácticamente todas las opciones imaginables, y que no se trata en absoluto de medidas simples y automáticas: tan reducción de daño puede ser en un contexto dado la prohibición absoluta y radical (como ocurre en muchos países islámicos), como en otro la liberalización completa; reducción de daño es lo que se propone la terapia con metas de abstención, tanto como la distribución gratuita de jeringas; reducción de daño es agregarle tiamina a la cerveza o vacunar masivamente contra la hepatitis B, construir refugios para los drogadictos, sancionar severamente el consumo en público o por parte de menores de edad, o incrementar los controles sobre las sustancias lícitas.
La sociedad occidental es cada vez más laxa, más permisiva y más tolerante; yo pienso que ese exceso de permisividad es un signo más amenazante que alentador, pero por supuesto esa es una opinión personal: no pretendo que nadie esté de acuerdo conmigo. Si se me permite que ponga las cosas en una forma un poco extrema, diría lo siguiente: no creo que nadie deba ser sancionado ni criticado por ser homosexual, pero jamás aceptaré que el comportamiento homosexual se convierta en algo obligatorio porque un grupo de sujetos lo considere un comportamiento altamente civilizado. Y desgraciadamente observo que en el campo de las drogas hay muchas cosas que tienden a tomar ese tipo de forma.
Quiero terminar este ensayo haciendo referencia al trabajo de Mugford (1993), quien asegura que en el campo de la reducción de daño hay cuatro elementos básicos que son tomados como base de la discusión: una posición moral, una descripción del problema, una sugerencia de solución y un beneficio.
La posición moral implica que el consumo de drogas no es bueno ni malo en sí mismo, sino que debe evaluarse según los daños provocados, a la sociedad en primer término, y al sujeto mismo en segundo término; la descripción del problema dice que evidentemente las leyes sobre estos temas no están funcionando, pero puesto que es claro que las drogas provocan y pueden provocar serios daños a las personas y a la sociedad, y que manifiestamente el problema más grave lo provocan las drogas legales, no se ve cómo la legalización sería una solución, salvo cuando se asume que las drogas son simple y llanamente un problema económico, y se ignoran todas las otras dimensiones. En cuanto a la propuesta de solución se afirma que el problema es irresoluble y que lo que hay que buscar es que el daño sea lo más pequeño posible; y el resultado esperado es que los sujetos puedan hacer uso de sus libertades individuales y que se ponga un freno a la explotación de la que son víctimas los consumidores por parte de los distribuidores y expendedores.
Mugford considera que las dos primeras consideraciones son aceptables como están formuladas, pero no la tercera y la cuarta. Para él no es aceptable que se disminuya una forma de daño mientras que se aumentan las otras; por ejemplo, ¿sería aceptable que se evitara la muerte de 100 drogadictos anuales con un costo de 1000 nuevos casos de VIH/sida, o de 500 accidentes mortales de tráfico provocados por esas personas, o de una reducción del Producto Interno Bruto de un país por la proliferación de consumidores? Por supuesto, estamos hablando de algo hipotético, no de hechos concretos; lo esencial es que la reducción de daño no puede referirse a una sola dimensión del problema, sino que tiene que tener en cuenta tantas como sea posible, y debe especificar concretamente cuáles resuelve y cuáles no; debe poder precisar las implicaciones negativas y los riesgos nuevos que produce; debe poder evaluar en qué medida perpetúa los problemas en vez de resolverlos; y debe poder ofrecer un balance adecuado de costos y beneficios, no sólo de beneficios, y no sólo en el ámbito económico. En ningún caso puede ser propuesta como una “medida mágica”, ni como la “única posibilidad”, porque eso es una falacia y una forma de reduccionismo inaceptable.
Los juicios morales sobre lo bueno y lo malo de ciertas conductas no pueden evitarse, y es hora de que la ciencia se interese seriamente por esta dimensión de lo humano. Y no es que la ciencia pueda resolver el asunto, pero sí puede aclarar de qué manera se llega a la toma de ciertas opciones, en qué forma puede lograrse un cambio y con qué consecuencias. Es cada sociedad la que debe decidir y ninguna fuerza o poder político externo tiene el derecho de imponer cambios a ese respecto. ¿Se atrevería alguna multinacional a proponerles a los países islámicos, en nombre de las leyes de libre comercio, que tienen que aceptar el consumo de alcohol como una costumbre digna de imitación? Por supuesto, si tuvieran alguna posibilidad de lograrlo, lo harían...
El concepto de reducción de daño no es bueno ni malo en sí mismo; en realidad hay una sutil pero obvia sugerencia de su bondad en la medida en que actualmente nadie pretende (por lo menos no abiertamente) que sea deseable incrementar el daño que se les produce a otras personas. Pero nuevamente allí debemos cuestionarnos el valor de muchas ideas que resultan propuestas como válidas universalmente cuando no lo son. China ha puesto en entredicho algunos de esos conceptos, calificándolos de “imperialistas” y “capitalistas”, y en verdad lo son. Ello no los hace mejores ni peores que otros, pero simplemente los despoja de su pretensión de universalidad, que no siempre se merecen.
Puestas en un contexto apropiado, respetando debidamente las idiosincrasias, eliminando la aspiración de ser soluciones adecuadas para todos los países independientemente de sus características culturales, las estrategias de reducción de daños pueden constituirse en una fuente de inspiración de medidas positivas y altamente productivas. De lo contrario, llegan a ser literalmente una imposición que debe ser rechazada y combatida, porque se vuelven fuente de opresión y no solamente no disminuyen ningún daño, sino que los incrementan todos.
1 Uno de los asistentes a un encuentro que tuvo lugar en el sur de Inglaterra hace un par de años decía que la perversidad de la prohibición se hacía manifiesta en el hecho de que ciertas personas se “vieran obligadas” a transportar la droga dentro de su cuerpo, corriendo un grave peligro; según él, eso era una prueba más que suficiente de la necesidad de legalizar. Algunos días más tarde, cuando tuvimos un intenso intercambio de correos electrónicos, le pregunté si estaba preparado para aplicar el mismo razonamiento a los asaltantes de banco, quienes ponen en peligro su vida para obtener dinero rápido. Ahí terminó nuestra correspondencia.
2 En realidad, en los años sesenta se emprendieron múltiples acciones en la misma dirección, especialmente en Gran Bretaña, con inyectores y usuarios de estimulantes. En este país también se empezaron a tomar medidas para proteger a los alcohólicos crónicos y sin hogar.
Referencias
Lende, D. (2004). The paradox of Colombia: Drug use and abuse in a cross-cultural context. Manuscrito no publicado.
Mugford, S. (1993). Harm reduction: Does it lead where its proponents imagine? En N. Heather, A., Wodak, E., Nadelmann & P. O’Hare (Eds.), Psychoactive drugs and harm reduction: from faith to science. London: Whirr.
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