Hacia un poema pobre: de las poéticas de Jerzy Grotowsky y Raúl Gómez Jattin
HACIA UN POEMA POBRE: DE LAS POÉTICAS DE JERZY GROTOWSKY Y RAÚL GÓMEZ JATTIN
TOWARDS THE POOR POEM: ON THE POETICS OF JERZY GROTOWSKY ANF RAÚL GÓMEZ JATTIN
Jaime Alberto Palacios Mahecha
Universidad Nacional de Colombia — Bogotá
jaimepalacios.jaime@gmail.com
El artículo inicia con la elaboración de una síntesis de la poética teatral de Jerzy Grotowsky con el ánimo de comparar sus prácticas teatrales con una propuesta de historia de la poética de la poesía en Colombia. Lo anterior permite situar la obra de Raúl Gómez Jattin en un doble diálogo: por un lado, con la poética grotowskyana y, por el otro, con la historia de la poesía colombiana. A partir de ello se concluye que algunas divergencias y concordancias se pueden interpretar o bien como fruto de la influencia de la propuesta teatral de Jerzy Grotowsky en el quehacer concreto del poeta colombiano, o bien como el fruto de una reacción parecida (en Grotowsky y en Gómez Jattin) ante una tradición aparentemente rica, pero, en realidad, pobre en experiencias humanas.
Palabras clave: historia de las poéticas en Colombia; poema pobre; poesía colombiana; poética de Jerzy Grotowsky; poética de Raúl Gómez Jattin; teatro pobre.
The article starts out with a synthesis of Jerzy Grotowsky’s theatrical poetics, aimed at comparing his theatrical practice with a possible history of the poetics of poetry in Colombia. This allows us to situate the work of Raúl Gómez Jattin in a double dialogue: with the grotowskyan poetics, on the one hand, and on the other, with the history of Colombian poetry. This leads to the conclusion that certain divergences and convergences can be interpreted, either as a result of the influence of Jerzy Grotowsky’s theatrical project on the Colombian poet’s concrete artistic activity, or as the product of a similar reaction (in Grotowsky and in Gómez Jattin) to a tradition which seems rich while actually being poor in human experience.
Key words: Colombian poetry; history of poetics in Colombia; poetics of Jerzy Grotowsky; poetics of Raúl Gómez Jattin; poor poem; poor theater.
Mis poemas no son despliegue sino reconocimiento de lo divino que hayen el mundo y en el alma de los hombres.
Raúl Gómez Jattin
Preliminares
Para discípulos y conocedores de la obra de Jerzy Grotowsky —o bien para quienes saben de su profunda influencia en la estética teatral del siglo XX— quizá suene un poco pretencioso un texto que busca establecer un diálogo entre su modo de comprensión del problema del teatro, y más específicamente de su nueva comprensión de la práctica del actor, y la obra de un poeta colombiano contemporáneo: Raúl Gómez Jattin. Incluso algunos lectores ya habrán conjeturado la derrota de tal texto porque proponer un diálogo —valiéndose de las palabras— con una poética a la que Grotowsky llega especialmente por medio de ejercicios no verbales, como él mismo señala de forma insistente1, puede parecer un contrasentido. Hasta tal punto es consciente de este hecho el propio Grotowsky que él mismo lo señala cuando habla de su método: “no se trata de una ‘filosofía del arte’, sino de un descubrimiento práctico” (Grotowsky 1970, 12). Ahora bien, lo que sí parece cierto es que hay una interesante convergencia entre el trabajo poético de Raúl Gómez Jattin y el fundamento de una posible poética grotowskyana. En este caso se verifica un encuentro —diciéndolo por medio de una palabra fundamental del polaco— entre una práctica teatral y una práctica poética, quizá porque en ambos casos, como afirma Grotowsky, “las producciones no surgen de postulados estéticos a priori; más bien, como dice Sartre, ‘toda técnica conduce a una metafísica’” (12). Así pues, lo técnico no se muestra sólo como una práctica que conduce a la ejecución perfecta, sino que también puede ser una vía que conduzca a otras formas de concebir el mundo. Aunado a lo anterior, también parece cierto que muchos de sus textos poéticos corresponden, de manera preferencial mas no exclusiva, con la verbalización de ciertas intuiciones preverbales (como los textos “teóricos” del propio Grotowsky), bien sean de corte físico o emocional, antes que con la realización consciente de un proyecto humanístico. Ambos —desde la práctica del teatro o desde el oficio de la poesía— parecen apostar por la recuperación de lo sagrado en un mundo que ha confundido la riqueza técnica (en el caso del teatro) o el despliegue verbal (en el caso de la poesía) con la experiencia humana que se descubre pobre y que, en lugar de extraer de allí su riqueza, se enmascara y finge.
1. Para una poética grotowskyana
El libro Hacia un teatro pobre es, quizá, el compendio fundamental de artículos que recoge la poética de Jerzy Grotowsky. En este libro están recogidas las reflexiones del propio Grotowsky —y de algunos de sus más cercanos colaboradores— en cuanto a la forma en la que concibe la práctica teatral2.
La “Nota a la traducción”, que aparece en la edición hecha por la editorial Siglo xxi, parece una buena posibilidad de acceso a un pensamiento y prácticas que se presentan al mismo tiempo tan sencillos y complejos, especialmente en lo que se refiere al nuevo matiz que adquiere el adjetivo pobre:
Un teatro pobre es a la vez el teatro pobre de recursos, pobre porque carece de escenografía y técnicas complicadas, porque carece de vestuarios suntuosos, o porque prescinde de la iluminación y el maquillaje. (Glatz 1970, 1).
En ese sentido, lo anterior parece una buena comprensión de la poética de Grotowsky, pues él mismo parte de dos hechos fundamentales. El primero de ellos niega la idea de que el teatro sea una summa de otras disciplinas (Grotowsky 1970, 9). El segundo hecho se refiere a su particular concepción acerca de que lo más importante en el teatro es “la relación que se establece entre el actor y el público” (9). Bajo esta premisa, y en la práctica concreta del Laboratorio Teatral polaco, la idea de Grotowsky es que el actor consiga lo que él llama su “madurez” por medio “de una tensión elevada al extremo, de una desnudez total, de una exposición absoluta de su propia intimidad” (10). La intención de Grotowsky supera la tradicional concepción del teatro —basada en el autorregodeo del actor con la aparente perfección de su arte— para dar a luz una práctica revolucionaria de la disciplina por medio de la búsqueda del desvanecimiento del cuerpo del actor, con el objetivo de que el espectador sólo contemple “una serie de impulsos visibles” (11).
Hemos llegado así al punto central de la propuesta del teatro pobre de Grotowsky: se trata de ir despojando al teatro de todo “lo que se demostraba como superfluo” (13). Tal proceso de pobreza autoconsciente reveló al Laboratorio Teatral polaco una práctica llena de otro tipo de riqueza, quizá más importante:
[…] el teatro puede existir sin maquillaje, sin vestuarios especiales, sin escenografía, sin un espacio separado para la representación (escenario), sin iluminación, sin efectos de sonido, etc. No puede existir sin la relación actor-espectador en la que se establece la comunión perceptual, directa y “viva”. (Grotowsky 1970, 13)
Por oposición al teatro pobre, el teatro “rico”, aquél que parte del supuesto de que este arte es una especie de síntesis de una amplia gama de disciplinas creativas —tales como la literatura, la escultura, la pintura, la arquitectura, la iluminación, la actuación, etc.—, demuestra ser, más bien, y con razón, un arte que depende irremediablemente de la “cleptomanía artística” y, así, paradójicamente, rico “en defectos” (Grotowsky 1970, 13).
El proceso, que algunos han calificado de ascético, de la sencilla y humilde “aceptación de la pobreza en el teatro” (16) le reveló a Grotowsky y a su grupo otro elemento importante de lo que parece constituir su poética: sólo por medio del despojo autoconsciente de lo superfluo y trivial en el arte, en cualquier arte quizá, se puede llegar a alcanzar “la riqueza escondida en la naturaleza misma de la forma artística” (Grotowsky, 16). En ese sentido, haber hecho una síntesis de una parte importante de la práctica y del pensamiento de Grotowsky nos permite, por contraste, discutir la forma en la cual la poesía en Colombia ha sido, en muchas ocasiones, el fruto trivial de una aparente riqueza que, en el fondo, quizá no sea más que otra de las caras de una manifiesta (pero deliberadamente ignorada) pobreza (véase Gutiérrez Girardot 1980).
2. Para una poética de la poesía colombiana
El Modernismo fue nuestro verdadero romanticismo, y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo.
Octavio Paz. Los hijos del Limo
Situar el fenómeno poético en las coordenadas de nuestro país implica tomar conciencia de una situación innegable. Tal hecho podría hacerse poema en los versos de Julio Flórez: “Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!”. Esto implica que algunas poéticas, que primero surgen en ciertos países de Europa, llegan a nuestro territorio cuando ya han irradiado ampliamente a otros lugares o cuando han sido reemplazadas en sus países de origen —como especies de productos que ya hubieran sido despachados por obsoletos en sus países originales y que, en tiempos de pobreza intelectual, se reciben con mentes acríticamente abiertas—. Este fenómeno de irradiación de las ideas, sujeto al tiempo y al espacio, es justamente lo que Octavio Paz señala —en el epígrafe de esta sección— y que bien puede servir para pensar el trasegar de algunas de las más cuestionables e influyentes poéticas en Colombia3.
La poesía colombiana del siglo XIX tiene, según Camacho Guizado, tres momentos importantes. El primero de ellos apunta a una “transición de un neoclasicismo tardío a un romanticismo incipiente, dominada inicialmente por himno heroico, por los rezagos del naturalismo pastoril rococó […] y más adelante por el lirismo personal y la reflexión filosófica en verso. El período está dominado por la figura señera de José Eusebio Caro” (Camacho 1982, 616). El segundo fue “una época revolucionaria de liberalismo, federalismo, desamortización de los bienes eclesiásticos y reacción conservadora […] en la que se manifiesta en la literatura la insurgencia de los poetas románticos” (617). Por último, el tercer momento estuvo dominado “casi totalmente por la contrarrevolución conservadora, […] [que] produce en literatura diversas y valiosas manifestaciones que van desde el romanticismo tardío hasta la incubación y afirmación del Modernismo” (617).
Según Camacho, la “imitación demasiado estrecha” de la literatura del primer período ocasionó que no se creara nada “de verdadero valor, nada original” (618-619), pobre, en el mal sentido del adjetivo, debido quizá al hecho de que el modelo europeo fue un yugo muy pesado para la experiencia americana. Según esta forma de ver el siglo XIX, la poesía del período muestra que “el poeta tiene poco que decir, pero lo grita” (620), lo que, finalmente, es otra manera de decir que la poesía poco o nada profundiza en el conocimiento del ser humano, a pesar —o quizá por ello mismo— del tono altisonante con el que lo expresa. La poesía del período se niega a descubrirse pobre —como si ello fuera una ofensa capital— y emplea los recursos del lenguaje en enmascarar tal condición: la acumulación excesiva de adjetivos, hipérboles o exclamaciones políticas o religiosas.
En este contexto, se supone que el poema es una especie de “prosa enriquecida” como lo pone de manifiesto la noticia de que “Caro escribía inicialmente sus poemas en prosa para luego ‘traducirlos’ al verso y ésta puede ser, tal vez, la clave de su rigidez” (Camacho 626). Pero no sólo ésta es la clave de la rigidez, sino de la pobreza misma de la poesía del período, ya que el procedimiento de Caro implica per se una poética según la cual la poesía puede reducirse a una prosa adornada, artificialmente enriquecida. Tal parece ser el hecho que permite entender la rigidez poética de todo el período, pues la noticia anterior también revela que —en gran parte al menos— la poesía de ese momento puede ser definida bajo la idea del arte como algo exclusivamente ornamental. Bajo esta concepción de la poesía, se hace imposible la presencia de una pobreza consentida, entendida como la intención de recuperar la sencillez, y no como la caída inevitable en el tono altisonante del panfleto, del discurso político o del sermón de iglesia.
La idea del arte como adorno trivial de una clase rica implica que muchos de los poetas de ese momento olvidan que “todos los componentes de la obra de arte, hasta los más ‘formales’, poseen un valor comunicativo propio, independiente del tema” (Mukařovský 2000, 91). Ignorar lo anterior supone, en el marco de la tradición poética colombiana, que sólo el tema “bonito”, el tema “profundo”, “filosófico”, o el adorno lingüístico, las palabras “lindas”, son el único origen posible de la poesía —su única riqueza—, y que, justamente, la mejor poesía es aquella que de forma deliberada hace coincidir unos supuestos temas poéticos con un presunto lenguaje poético4.
En el marco de la señorial sociedad colombiana del siglo XIX y de gran parte del XX, aquella afincada en la moral y las buenas costumbres —lo que implica tomar conciencia del alcance de una barrera social en cuanto a la formación de una estética—, esta poética supuso el hecho, aún más terrible para la propia poesía, de que el acto de escribir se concibió como una vía privilegiada de influir moralmente en el país, por medio de la loa a nuestros héroes y el escarnio a nuestros villanos. De este modo —y si alguien aún sostiene que forma y contenido son dos cosas independientes—, aquello que se desdeñó porque sólo se vio como el aspecto formal de la escritura es lo que hoy nos permite comprender sus elementos constitutivos. Así pues, esta escritura, a pesar de sí misma —a diferencia del caso de Flaubert, en el que el proceso es deliberado—, señala “su máscara con el dedo” (Barthes 2006, 68). Esta escritura poética demuestra ser una máscara que nos revela que la poesía se entiende sólo como un ornamento, un objeto de lujo burgués, hecho que lamentablemente asfixia uno de los primeros deseos de toda poesía: indagar en torno a la condición humana y no ratificar el hecho bien discutible de que todo anda bien, como diría aquel poeta con un alto grado de inconciencia: “salvo mi corazón, todo está bien” (Carranza citado en Jaramillo 1978, 70)5.
2.1 Nuestro verdadero romanticismo: las palabras y la poesía
La figura de José Asunción Silva es ejemplar —por cuanto constituye una reacción a una gran parte de la poética anterior— ya que su vida y obra son la muestra concreta de que “la poesía comienza a verse y a experimentarse como un gesto vital, realizado en actos y coronado con la muerte, no meramente como una realización literaria” (Jiménez 1991, 113). Así pues, dejando atrás la concepción del arte de la poesía del siglo XIX, en su mayor parte ornamental y falsamente rica —la de los falsos oropeles de una riqueza quizá cómplice de enmascarar la pobreza real del país—, la poesía colombiana del siglo XX —cuyo inicio situamos en el año de 1896 con el suicidio claramente antiornamental y pobre de José Asunción Silva— se abre a lo moderno con la necesidad de que el arte sea una forma de indagación de la condición humana.
Era de esperarse que —en un país que por largo tiempo ha entendido (y que en amplios sectores sigue entendiendo aún) a la literatura y al arte como ornamentos exclusivos de una clase social privilegiada— tal poética de la falsa riqueza hubiera tenido también una continuidad y una situación dominante a lo largo, al menos, de la primera mitad del siglo XX6 —y que coexiste con el influjo de la obra de Silva— en la obra de Guillermo Valencia. Bajo esta perspectiva, se comprende por qué la propuesta histórico-literaria de Armando Romero, para comprender la poesía colombiana del siglo XX, empieza por la obra de Silva, ya que busca contrastarla con la de Valencia. Para Romero, la dual historia política colombiana (la escisión del país en partidos antagónicos que degeneraría muchas veces en guerras civiles) es la causa de que exista una dual tradición poética, que gira en torno a los dos grandes referentes de la poesía para las generaciones siguientes: Silva y Valencia. Para este crítico, la situación de las repúblicas conservadoras, liberales y el Frente Nacional marca de forma contundente la generalidad de la producción poética de las generaciones del siglo XX, que ofrecen, por lo tanto, dispares resultados. Tal interpretación es útil por cuanto da un panorama certero sobre cómo se presentan dos formas hegemónicas de concebir el oficio poético que pugnan por imponerse y que, de alguna manera, determinan las producciones concretas de quienes toman partido por una u otra estética.
Junto a lo anterior, el peso de la tradición del siglo XIX aún se haría sentir de forma contundente en poetas del siglo XX. Tal es el caso de Rafael Maya, quien, acertadamente, y no sólo en términos cronológicos, señala hacia finales de los setenta: “Tengo, más o menos, la misma edad del siglo” (Maya citado en Jaramillo 1978, 14). Su poesía —mas no su obra crítica— parece ser la prolongación de la poética dominante del siglo anterior, lo que hace que su obra poética prolongue una tradición de cuño clásico —aparentemente rica, pero pobre en su peor sentido— de la que por largo tiempo, y de forma quizá un poco fatua, se enorgulleció el país, y que vendría a cristalizar tristemente en la falsa concepción de nuestra capital como una “Atenas sudamericana”.
Como posible respuesta a esta tradición ornamental, y a pesar de lo que afirman sus detractores, surge la obra de León de Greiff. La aparente forma “ornamental” de su poesía no es sino una máscara que justamente quiere poner en crisis la idea del arte como un adorno más de cierta clase social. De esta manera “el modernismo del antioqueño viene a aparecer como la evolución del más profundo romanticismo, motivada en la asimilación directa del simbolismo francés” (Fajardo 1991, 280). Esto significa, en otras palabras, que, al menos en la tradición colombiana, modernismo puede ser entendido como romanticismo y, así en parte, como crisis del estamento burgués.
La poética de la vanguardia en Colombia se presenta en clara oposición a tal tradición clasicista y a un mal entendido romanticismo, visto sólo como una exacerbada exaltación lírica o sentimental. El giro de la tradición poética colombiana, que podemos llamar el del ornamento a la indagación, fue profundo gracias también a la obra poética de Luis Carlos López y a las aportaciones de Luis Vidales, de un estilo llano, muy cercano a una poesía de lo cotidiano. En términos historiográficos, bien se ha dicho de López que “fue, no hay duda, un poeta que secó los excesos retóricos del Modernismo y puso un dique al caudal lacrimógeno del Romanticismo” (Jaramillo Zuluaga y Cobo Borda 1991, 261).
Todo lo anterior lleva a concluir que, a pesar del influjo innegable de la tradición poética del siglo XIX en los poetas de comienzos del siglo XX —al menos en los términos en los que se ha explicado antes—, tomar distancia con respecto a las tendencias provenientes del siglo XIX, y de sus epígonos del siglo XX, se convirtió en una preocupación de muchos poetas del siglo XX. Este afán quizá haya sido la causa de la constante aparición y desaparición de grupos y revistas literarias. A este respecto, el testimonio de Charry Lara, como poeta-crítico, es fundamental para comprender la evolución poética en nuestro país:
Comenzaban a interesarnos menos las tendencias preocupadas por el brillo de la palabra y nos atraían, en cambio, sin caer en franco irracionalismo, las zonas nocturnas de la poesía surrealista. Queríamos conciliar la vigilia y el sueño, la conciencia y el delirio. La exactitud debería valer tanto como el delirio. (Charry Lara citado en Jaramillo 1978, 92)
Aquí puede entenderse por “brillo de la palabra” aquello que se ha señalado como una tendencia poética cuya fuerza se basa fundamentalmente en el ornamento: la poesía como discurso altisonante, como discurso aparentemente rico. De igual forma, esas “zonas nocturnas” pueden ser entendidas como aquella indagación que comienza a hacerse de forma más decidida —lo cual hizo que escribir ya no fuera una forma de civismo, quizá un proceso específico del siglo xx en Colombia— en el que el oficio de poeta y las faenas de la política ya no coincidieron más en la misma persona.
Las poéticas opuestas que se han mencionado anteriormente demuestran que, para muchos de los poetas de nuestro país, es cierto aquello de que “los ‘grandes estilos’ actúan como mensajes textuales compactos” (Lotman 1996, 60). Esto significa que el conflicto de estas diferentes poéticas, por cuanto generan distintos pesos poéticos en la poesía colombiana, es fundamental para comprender la obra de Raúl Gómez Jattin. El peso que la tradición ejerce en el poema que entra en ella se puede sopesar por la ruptura o la continuidad que el lenguaje allí presente experimenta con relación a la historia de la poesía de la lengua. En ese sentido, se comprende por qué revisar, revisitar y cuestionar la tradición es fundamental para un poeta que busca su propia palabra, como lo hace, creo que de forma impecable, el poeta Mario Rivero:
Quiero decir que considero a la poesía en muchos casos, en cuanto tenga como base “gustar”, como una especie de mercancía literaria de consumo, por cuanto sus autores utilizan expresiones ya cargadas de contenido emocional o de forma poética, elementos revestidos de toda una capacidad de noción afectiva (como podrían ser noche, mar, alba, cielo, veste, etc.), de modo que el efecto emotivo queda ya provocado y garantizado a priori, con lo cual se logra dar la impresión de que todo un contexto pobre, es arte. (Rivero citado en Jaramillo 1978, 112)
Esta poética que Mario Rivero señala —y que confunde poesía con brillo de la superficie verbal, con riqueza aparente— crea una sutil y doble trampa de disfrute en torno a cierto tipo de lector, adaptado quizá sólo al goce de este tipo de poesía —que cristaliza en el cuarzo apenas piedra-pobre de gran parte de la poesía piedracielista— y que puede llegar a suponer que leer líneas, que no versos, con determinadas palabras, es garantía de un goce estético elevado.
Esta concepción puede llevar a despreciar o a entronizar la obra poética de Raúl Gómez Jattin por dos vías: o bien el lector tradicional puede pensar que ciertas palabras en un verso (como crica, burra, orgasmo, etc.) son inaceptables e indecentes, y por lo tanto no poéticas, con lo cual caería en lo que señala Mario Rivero; o bien un lector no tradicional, amante quizá de la poesía nadaísta, puede pensar justamente lo contrario: que sólo los versos que lleven las palabras del escándalo son poéticos, por obra del efecto de esas palabras, con lo cual también caería en una trampa, pero por vía negativa.
Todo lo anterior lleva a concluir que no sólo la presencia de unas u otras palabras per se (lo falsamente rico) permite la aparición de lo poético, sino que la poesía surge allí donde el poema actualiza otra riqueza: la de las relaciones que se establecen entre sus palabras (sean o no impúdicas, sencillas o rebuscadas), la de la existencia del lector, la de la tradición poética y la del lenguaje.
Para discutir de forma certera tal panorama de aparente riqueza poética —el triste lugar común afirma que Colombia ha sido un país de bardos fecundos—, pero de aún más innegable pobreza, más digna de compasión, por haber sido ingenua y largamente ignorada, aparece un poeta como Raúl Gómez Jattin. Un poeta, pobre él mismo en posesiones materiales, pero rico en vida interior, que nos deja una obra sencilla y breve, pero intensa y rica.
3. Hacia el poema pobre
Antes de que Raúl Gómez Jattin tomara la decisión inapelable por la poesía, fue un joven dedicado al teatro. Su relación con el teatro se remonta a la época en que realizó estudios universitarios de Derecho, cuando participó en el grupo de teatro de la Universidad Externado de Colombia, dirigido en ese entonces por Carlos José Reyes. Tan íntima y estrecha fue la relación del poeta con el arte dramático que, bajo la profesión de actor y, a veces, de director, alcanzó cierta notoriedad regional e incluso tuvo en algún momento su propia compañía, con la que realizó pequeñas giras presentando algunas obras literarias adaptadas por él mismo.
En cuanto a las formas de verificar la influencia de la poética de Grotowsky en Gómez Jattin, hay que decir que los testimonios de personas cercanas al poeta no arrojan ninguna referencia respecto a que él mismo haya tenido contacto directo con las ideas del primero (véase Ory 2004). En este caso aparecen dos posibilidades: o bien que el poeta colombiano haya sido permeado por la poética de Grotowsky a través de los consejos (y, quizá, en especial la práctica) del maestro Carlos José Reyes; o bien que se tratara de un proceso independiente que respondiera a una reacción contra una tradición estética recargada que llevara al poeta a un camino de sencillez, de concreción verbal y de descubrimiento de una nueva riqueza.
Este asunto parece insoluble; si además se piensa en que no sólo se tienen las influencias que se admiten o que se asimilan de forma consciente, parece mejor recurrir directamente a un poema central de la obra de Raúl Gómez Jattin y, de su comentario, extraer las conclusiones que parezcan pertinentes para el problema de este ensayo.
Uno de los textos del poeta que mejor permite reflexionar el problema que nos atañe —la pobreza aparente en el arte que revela una más importante riqueza— es el siguiente:
Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres
Si los colores del río no figuran los designios del Dios de las Aguas
Si no remiendas con tus manos de astromelias las comisuras de mi alma
Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos
Qué será de mí
(Gómez Jattin 2006, 11)
En este poema se ve cómo la palabra que hace alusión a las nubes pretende ser la nube misma que invita a la reflexión acerca de un más allá que aparece en el aquí y ahora del poema: por ello, ciertamente, la nube puede ser vista como un anticipo de la “historia de los hombres”7. Por otra parte, el color del río, las manos y la presencia de los amigos aparecen para mostrar que el hombre puede trascender en ciertos momentos su mortalidad y revelarse así en una condición angélica. En este poema, el poeta vidente y el poeta artista ya no luchan entre sí, sino que trabajan juntos y ofrecen al lector la posibilidad de que viva una experiencia estético-filosófica y, por medio de ella, quizá, o porque verdaderamente tal cosa exista, que viva una experiencia metafísica.
El poema plantea la posibilidad de que ocurra una epifanía, esto es, la revelación de lo sagrado en el mundo de lo profano —una “hierofanía”, en términos de Eliade (1981)—. A ello se alude mediante la conjunción condicional con que comienza. El “si”, repetido cuatro veces en el comienzo de los cuatro primeros versos, invita a volver sobre un mundo que ha sido parcialmente olvidado. Las posibilidades del retorno son éstas: por la correspondencia del cielo con las experiencias de los hombres (“Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres”); por la relación de la tierra con el mundo de los dioses (“Si los colores del río no figura los designios del Dios de las Aguas”); o por las mutuas relaciones de los mortales entre sí (“Si no remiendas con tus manos de astromelias las comisuras de mi alma”)8.
Así pues, este poema también es una crítica acerca del tipo de relaciones que los seres humanos hemos establecido entre nosotros y con la naturaleza. Este tipo de vinculación ha abierto grietas en el habitar del hombre, en su casa, que amenaza ruina, como la de Usher. Estas grietas sólo pueden ser reparadas por la vuelta de la presencia sencilla y desinteresada de la experiencia humana conectada con la tierra. Lo anterior está representado, simbólicamente, en la metáfora de las manos de astromelias, esto es, mediante la presencia humana que se arraiga más a la tierra, cuya belleza tiene su fin en sí misma y que quizá no esté a nuestro lado sólo para el lucro comercial, sino también para la contemplación y el gozo.
El sentido del poema se articula a partir de la necesidad que experimenta el yo poético de que los elementos terrestres se revelen como rastros de la divinidad: que los hombres cotidianos, los amigos, se muestren en relación con los dioses, es decir, en calidad de ángeles. Hay que aclarar que no se trata aquí de una especie de misticismo que proclama la existencia de un mundo de ángeles paralelo al mundo de los mortales, sino que más bien se trata de la conjunción de la palabra poética con la necesidad de volver a recuperar el aspecto fundamental de ver también el ser humano como una de las formas de la divinidad9.
El poema señala la necesidad de que el tiempo cotidiano se muestre diferente de aquello que las relaciones mecánicas han hecho de él (esto es, un objeto de mercancía, el tiempo entendido sólo como materia transmutable en oro, en lucro). De esta forma, cuando el yo poético dice “qué será de mí”, no sólo se refiere a su propia experiencia, sino que recoge la experiencia general del hombre y la mujer contemporáneos, aislados en el mundo de los subyugantes contratos mercantiles.
El ser humano que critica el poema ha perdido el rastro de la otra relación —la de los mortales y los dioses en el ámbito de la tierra— por dar primacía sólo a la interacción entre mortales. En ese sentido, dicha pérdida de conexión es trágica, pues ésta ofrece un reducto de resistencia a las duras prácticas del mercado. De esta manera, cuando el ser humano utiliza la tierra sólo a favor de su propio lucro, olvida que es en ella “en cuyo seno nosotros, los mortales, florecemos y del que recibimos la autenticidad de nuestras raíces (Bodenständigkeit). Si perdemos la tierra perdemos también las raíces” (Heidegger 1987, 184).
3.1 De un diálogo Grotowsky-Gómez Jattin
La experiencia que el poeta recupera no parte de lo libresco. Sus versos parecen hablar de un mundo que desborda la exclusiva percepción intelectual y que, así, toca las raíces de una experiencia compartida entre el mundo del texto y el mundo del lector. No hay en tales versos la expresión de una filosofía —a pesar de que se pueda leer en ellos también mucho de aquélla— sino que son una forma sencilla y pobre —en el sentido positivo del término— de hablar de una experiencia del mundo desnuda y, aparentemente, despoblada de artificios retóricos. En el poema, ha sido la técnica de la sencillez, de la pobreza buscada, la que ha permitido el surgimiento de una riqueza nueva, verdadera quizá, que no depende sólo del engaño de recoger en unos versos las palabras o las fórmulas entendidas convencionalmente como “poéticas”.
El poema no pretende llevar a cabo un proyecto humanístico: no hace uso de lo que Grotowsky llama la “cleptomanía artística” sino que, como se ha visto en el apartado anterior, apuesta por la recuperación de lo sagrado en el mundo de lo profano y, de hecho, lo consigue no por medio del despliegue verbal, sino por medio de la sencillez y la pobreza.
El poema —quizá como Raúl mismo— es pobre porque prescinde deliberadamente de los artificios largamente conocidos en la historia de la poesía colombiana: las referencias históricas o literarias traídas a cuento como pretexto; el tono encomiástico de las desgracias personales y su magnificación universal; la enumeración trivial de piedras, cielos o perfumes, etc.
De igual forma, el poema se actualiza por medio de la relación personal e irrepetible que forja, de manera íntima, entre el lenguaje y el lector —éste es uno de los aspectos quizá más grotowskyanos, por así decirlo—: lo importante del poema no es sólo la expresión de un estado de ánimo o de una intuición vital del poeta, lo que revela la riqueza de un texto sencillo como el anterior es el encuentro que se verifica entre el mundo del texto y el mundo del lector. El poeta, o el yo poético, más bien, para conseguir tal efecto ofrece —como el actor soñado por Grotowsky— una exposición total de su propia intimidad y, por medio de tal proceso, consigue la desintegración en las llamas de la desnudez de su propio yo, con lo que nace a una nueva vida: la del lenguaje. El yo poético no busca aquí regodearse de la especial visión del mundo a partir de la cual construye el texto sino que, al contrario, se inmola para que en el lector suceda un encuentro entre lenguaje, mundo, sensibilidad e interpretación.
La lección de la poesía de Raúl Gómez Jattin en la historia de la poesía colombiana parece, en ese sentido, capital. Tanto él como el propio Grotowsky nos han devuelto unas artes más sencillas, menos superfluas, y, quizá, más conscientes de que el arte no es sólo obra de artificio o técnica, o truco (como lo llama Borges), sino que —y quizá de manera fundamental— siempre puede llegar a ser una invitación al encuentro sencillo, al encuentro empobrecido de exclusivas trampas y coartadas artísticas, y por ello probablemente más rico en experiencias.
La poesía de Gómez Jattin demuestra que el poema no sólo puede existir sin máscara alguna —como las referencias complejas a la historia o la literatura, las palabras rebuscadas, las imágenes deliberadamente extrañas, o tantas otras cosas que complican lo sencillo del encuentro entre texto y lector— sino que, en la poesía colombiana de hoy, parece uno de los pocos caminos aún posibles para que muchos de los lectores que nunca se han acercado a un poema —por obra de una tradición que confundió el prejuicio con la riqueza— puedan estar en la posibilidad del cambio, de la transformación que, como enseña Grotowsky, sólo es un atributo que los verdaderos, sencillos y pobres encuentros poseen.
1 Al respecto, el hombre de teatro parece categórico: “mis formulaciones no se derivan de las disciplinas humanísticas” (Grotowsky 1970, 19).
2 Lo anterior implica que otros aportes, aun los que aparecen firmados por otros nombres, pueden ser tomados en algunos casos como parte de la propia poética grotowskyana.
3 Parece sólido tal argumento si se piensa que, en la historia de la poesía en Colombia, lo que habitualmente se conoce como “romanticismo” poco o nada tiene que ver con la experiencia europea, y más bien debe entenderse por poesía romántica lo que aquí habitualmente se suele llamar poesía modernista que, en el caso colombiano, encuentra una de sus obras centrales en la obra del poeta José Asunción Silva. Así pues, he aquí un nuevo ejemplo de cómo debe hacerse explícito qué se entiende por una misma palabra, para evitar equívocos, cada vez que se usan los rótulos que la historia literaria emplea para referirse a diversos momentos del desarrollo literario. Esta necesidad es aún mayor en el caso de la poesía en Colombia, un país en cual por mucho tiempo una vasta escuela de poetas y críticos se empeñó —quizá con el afán de sentirse legítimos descendientes de la tradición europea— en repetir los mismos nombres para explicar poéticas diferentes. De tal forma un acercamiento a las dificultades de la periodización literaria ciertamente evita caer en equívocos y rotulaciones apresuradas.
4 En ese sentido, la lección de muchos versos de Francisco de Quevedo es imperecedera: no es obligatorio que el lenguaje y los temas sean siempre sublimes para encontrar la poesía.
5 El análisis histórico de la poesía francesa hecho por Marcel Raymond demuestra cómo este tipo de práctica no fue exclusiva de nuestro país: “Hubo un tiempo en que un discurso versificado era poesía; necesitaba también el adorno de algunas ‘figuras audaces’; luego vino el reinado de la imagen, y el complemento de los juegos de sonoridades” (1960, 292).
6 Por fortuna tal situación no fue del todo destructora de otras voces. En ese sentido, la poesía de Eduardo Castillo (1981) es otra voz divergente, sencilla y atormentada por el abismo de la condición humana.
7 Este verso también recuerda dos cosas. Por una parte, la poética de Huidobro: “Esta idea de artista como creador absoluto, del Artista-Dios, me la sugirió un viejo poeta indígena de Sudamérica (aimará) que dijo: ‘El poeta es un dios; no cantes a la lluvia, poeta, haz llover’. A pesar de que el autor de estos versos cayó en el error de confundir al poeta con el mago y creer que el artista para aparecer como un creador debe cambiar las leyes del mundo, cuando lo que ha de hacer consiste en crear su propio mundo, paralelo e independiente de la Naturaleza” (Huidobro 1921). Por otra, los versos del poema “No tenemos conjuros” de Giovanni Quessep: “No tenemos conjuros / Quien crea la leyenda / Puede mirar las nubes / Verá que empieza a detenerse el tiempo” (Quessep 2000, 19). Estas dos confluencias nos revelan nuevas formas según las cuales mirar las nubes puede ser una de las formas de conocer la historia de los hombres (hechos de tiempo y mundos propios), como enseña el diálogo de los poemas de Jattin y Quessep en relación con la reflexión de Huidobro.
8 Este poema es un buen ejemplo de “acumulación semántica”, según la cual “en el momento en que percibimos la unidad b, ya está en nuestra conciencia la unidad a, al percibir la unidad c ya conocemos las unidades a-b, etc. […] La poesía actualiza la acumulación semántica complicando el proceso mediante la acumulación de significados mutuamente muy distantes, dentro de una misma unidad oracional” (Mukařovský 2000, 110).
9 Una interesante lectura de uno de los versos de este mismo poema afirma que: “eso de Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres no es más que la antiquísima teoría de los presagios […] y que afirma que nada en la naturaleza se presenta de súbito, que toda manifestación se halla precedida de signos que anticipan el fenómeno. La ocupación de los Mantis era descifrar aquellos signos, en el hígado de las aves entre los etruscos o en la forma de las nubes de Raúl. Este reciclaje del pensamiento griego antiguo vertido con la más sofisticada belleza a un lenguaje de nuestro tiempo es a mi juicio el bordado fundamental de su obra. Como Europa recibió a los griegos a través de Nietzsche, nosotros los recibimos a través de Raúl” (Mercado citado en Ory 2004, 257).
Obras citadas
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