Temblor de cielo, de Vicente Huidobro: un cometa que bien pudo llamarse Altazor
TEMBLOR DE CIELO, DE VICENTE HUIDOBRO: UN COMETA QUE BIEN PUDO LLAMARSE ALTAZOR
Emiro Santos García
Universidad de Cartagena – Colombia
esaga17@gmail.com
nevitable una comparación entre Altazor y Temblor de cielo. Más de una vez inevitable si se tiene en cuenta que ambos poemas de Vicente Huidobro, uno en verso y otro en prosa, fueron escritos casi simultáneamente y se publicaron en una misma ciudad, Madrid, y en un mismo año, 1931. Que la crítica haya obviado prontamente uno, pero nunca desdeñado los abandonos verticales de Altazor, no es para nosotros motivo de una correlación obligada: los paralelismos deberían existir únicamente en virtud de lo constitutivo que hubiera en ellos. Por otra parte, cuando el poeta chileno nos habla de prescindir de la realidad y de crear un universo inédito, de hacer llover la lluvia y florecer la rosa, no nos aboca a un absurdo, sino que sienta las bases para la construcción poética de un universo en sí y uno para su obra1. Si lo anterior es cierto, si el poeta ha oficiado como dios de los mundos y se ha complacido en retóricas cósmicas, no es improbable encontrar intertextualidades, pasajes y senderos ocultos que transiten de un poema a otro. He aquí la comunión de dos obras tan aparentemente dispares en la forma como Altazor y Temblor de cielo. He aquí el mundo común que les pertenece y al que han sido atadas.
El destino de Temblor de cielo, mucho más que el de cualquier otro poema de Huidobro, se construye bajo la presencia de la muerte, de la mujer y del cielo, de la tierra y el mar. Las numerosas lecturas a las que nos lleva se debaten entre paradojas. Como en Altazor, persiste la idea del ocaso del cristianismo, la muerte de Dios, el pasado de una caída, el anhelo de retorno y el ascenso, la continua aparición de cometas y figuras celestes; persiste la figura de la mujer elevada a categoría de símbolo inabarcable o dura abstracción que a veces condesciende a la materia. Podríamos afirmar así, entregándonos a una conjetural plenitud, que ambos poemas forman parte del mismo rostro, fragmentos cuyo deber es configurar la imagen de algo que intuimos y padecemos. Acaso una de las pocas distancias que existe entre Altazor y Temblor de cielo sea el no tan divergente destino del verso y la prosa.
El hombre por fin solo
Marguerite Yourcenar, en uno de sus cuadernos de notas, transcribía las siguientes líneas de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre” (Yourcenar 1985, 224). Estas palabras anticipan gran parte del drama del hombre de Huidobro. Tras la muerte de Cristo y de dos mil años de cristianismo —reza la severa proclamación de Altazor en el primer canto—, no nos queda en este cruce de tiempos solo el hombre, sino un hombre solo, despojado de cualquier auxilio y de toda nueva e ingente seguridad. Por ello el poeta chileno advierte en Altazor: “Abrí los ojos en el siglo/ En que moría el cristianismo” (Huidobro 1992a, i, v. 92-3)2. Y con desolación, con turbador júbilo: “Morirá el cristianismo que no ha resuelto ningún/ problema [...] Muere después de dos mil años de existencia” (i, v. 99-100).
Profecía o dura sentencia que arrastra consigo lo pavoroso de una incertidumbre: “¿Y mañana que pondremos en el sitio vacío?” (i, v. 95). Tal visión no puede leerse exclusivamente como una pirotecnia vanguardista. Así la constante que nos llegue de Huidobro sea la de un poeta capaz de oblicuas oscuridades lingüísticas, no hay en él ni en la agonía de los viejos paradigmas —laceración que empuja y proclama— una pueril obsesión con la anarquía o la decapitación de los mártires. Participa de un momento muy preciso del temperamento espiritual de Occidente, y dentro de este debe comprenderse3. En Altazor, y con mayor fuerza en Temblor de cielo, el hombre que ha sobrevivido a las grandes catástrofes de los sistemas de pensamiento es dueño y víctima de un vacío proporcional en tamaño a la magnitud de su fracaso:
Pero no hay un Dios suficientemente profundo para mi corazón, para la angustia de este corazón habituado a las más grandes olas y el corazón prefiere vegetar en su puerto y pudrirse entre las algas. (T.C., 164)
Hay en este hombre una ausencia, la búsqueda de una nueva “verdad” que no guarde nada en común con el pasado. Es aquí donde presenciamos una de las mayores comuniones entre ambos poemas. “Murió la fe”, canta Temblor de cielo: “murieron todas las aves de rapiña que te roían el corazón” (144). No obstante, una afirmación así no deja de remitirnos a algunas preguntas: ¿Qué rumor, qué catástrofe implica? ¿Qué nuevo silencio y qué otra voz adviene con ella? Porque es de esperar que una deidad muerta, o un dios asesinado, anuncie el arribo de otra época y una mutación decisiva en las formas existentes. Dios agoniza, el cristianismo muere. Más allá del desencanto o el abismo que ello signifique, también algo muere en el hombre: su propia faz cambia. Por más que le sea dado deleitarse en las ruinas antiguas y escribir consignas contra lo que alguna vez fue, es más que necesario que el hombre, en su distancia de Dios, cambie. La muerte de la divinidad, como bien lo ha escrito Mircea Eliade sobre las cosmogonías arcaicas, transmuta de manera radical el modo de ser del hombre: es creadora, y sobre todo, algo “muy importante para la existencia humana aparece a consecuencia de su muerte”. (Eliade 1983, 106-7)
A despecho de la más generalizada convicción, Huidobro no es un flagrante deicida. No desde un principio. El crimen no es llevado hasta las últimas posibilidades de un crimen celeste. En Los dos poemas, Dios no ha sellado el abismo. Su sombra es constante; la necesidad de su olvido, irrevocable. La fluctuación en la que se halla inmerso este ser alcanza terribles alturas, y encontramos líneas de Temblor de cielo donde hay un Padre Eterno que “está fabricando tinieblas en su laboratorio y trabaja para volver sordos a los ciegos” (141); hay un Dios que “está meciendo un planeta recién nacido” (148) y un cielo que se desnuda “y [entonces] se ven los ojos agonizantes del que todo lo creó” —los ojos de un “fantasma nocturno”— (157)—. En Altazor, sorprendemos también a un Creador innominado “que es un simple hueco en el vacío”, y aun así es “hermoso como un ombligo” (“Prefacio”, 56). Estamos más próximos a un deus otiosus, en cuanto este dios se ha retirado del hombre y del mundo, y podríamos convenir, igualmente, que es impracticable su muerte. Es decir que, de acuerdo con Eliade, solo las divinidades que han aparecido en el mundo después de una creación pueden morir (Eliade 1983, 107). Las otras, como el Dios absoluto que prescinde de los predicados, solo pueden ser olvidadas4.
La reiteración de la muerte de Dios en ambos poemas comprueba lo contrario: que no ha muerto, que es necesario convocarle a los ocasos. Lo que sí ha muerto para Huidobro, o agoniza, es su imagen, el difícil rostro enseñado por el cristianismo y que, como un temblor celeste, parece romperse a finales del siglo xix5. Muere el cristianismo como narrativa fundacional, sus valores y una moral que ya antes había sido condenada por un filósofo de la intemperancia de Nietzsche, o anunciada en su ocaso divino por Hegel y Weber. Dios, en la poesía de Huidobro, se despoja ante el pequeño émulo que pretende crear la rosa en el poema y crear el poema como la naturaleza eleva el árbol. La divinidad se pierde en el silencio, y en la poesía de Huidobro se requerirán todavía algunos años para que el combate sea completo, definitivo: “Espero que esta guerra sea el sepulcro de Dios como he querido anunciarlo en Temblor de cielo [...]”, escribe años más tarde: “Dios debe ser enterrado para siempre y su sitio en el mundo será ocupado por la Poesía” (Huidobro citado por De Costa 1992, 456).
Temblor de cielo se define así bajo un anuncio: ser el sepulcro de Dios. Tal propósito queda confirmado en las líneas finales del poema: “El cielo es lento para morir. ¿Oyes clavar el ataúd del cielo?” (174). Pero tampoco podemos dejar de lado que, años más tarde, Huidobro se haya teñido de una desesperanza más aguda que la que se vislumbra en este poema. A los cincuenta y un años de edad, y como presintiendo su fin, el poeta se ve urgido en una batalla para no morir antes de la muerte de Dios: “Es forzoso el crimen si queréis volar otra vez” (164). Definitivamente se hacía forzoso matar una idea, todo un sistema, una palabra que en sus formas había caducado, para volver a emprender el vuelo. Temblor de cielo es por supuesto eso: la lenta agonía de un dios; pero también la incierta promesa del hombre.
El nuevo vuelo
Los mitos de Occidente, encrucijadas arcaicas de la memoria, son los antecedentes más directos de esta criatura, dios u hombre divinizado que “cae de sueño en sueño por los espacios de la muerte” y cuyo nombre es Altazor (A., 55; “Prefacio”)7. Asimismo, son el pasado legítimo del hablante lírico de Temblor de cielo. “Yo” que se acerca como ningún otro al abismo de la muerte e intenta despegar el vuelo tras el descenso. Estamos una vez más ante el ineludible motivo de la caída y ante una precipitación similar a la de Altazor.
Hay, sin embargo, notables diferencias entre ambos textos. Por un lado, el poema en prosa podría leerse como la contraparte del escrito en verso: si en Altazor el hombre desciende y atraviesa los cielos y se deja rozar la cabellera por los cometas y las estrellas, en el otro, el hombre —o ese sujeto misterioso que nos habla desde las sombras— ya ha bajado, ya se encuentra en el suelo y persigue (en continuo deseo de ascenso) el retorno: “Yo podría caerme de destino en destino pero siempre guardaré el recuerdo del cielo” (T.C., 142); y, por las mismas razones, con las pupilas de quien ha conocido lo negado, interpela inmediatamente a la amada: “¿Conoces las visiones de las alturas? ¿Has visto el corazón de la luz?” (142).
La caída ha sido cierta. Ha sucedido a un tiempo glorioso que, sin embargo, no sabemos por qué ha terminado. Altazor revela algunas razones: nos habla de la pérdida de una “primera serenidad”, de sentir repentinamente un “terror de ser” (i, v. 1, 4)8 y de una cercanía de la muerte que se nos antoja ajena al lugar del que se parte (“Prefacio”, 55). La caída en Temblor de cielo ha ocurrido enigmáticamente, pero juega en correspondencias con el destino de Altazor: es una precipitación de motivos desiguales. En Altazor, a pesar de responder a una caída surcada por el temor o la muerte, existe la sugerencia, quizás la promesa de una revelación:
Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo
de la sombra
Sin miedo al enigma de ti mismo
Acaso encuentres una luz sin noche
Perdida en las grietas de los precipicios.
(i, v. 31-35)
La precipitación en Temblor de cielo es violenta, ajena a los artilugios de un paracaídas o de otro encantamiento que entregue un viaje y no una condena. Este sufrimiento se evidencia en líneas donde se agitan figuras expatriadas. “A veces [escuchamos con tenebroso asombro] un relámpago nos hace ver en el cielo una mujer despedazada que viene cayendo desde hace ciento cuarenta años” (T.C., 142), o “De pronto una mano salió en medio del cielo, una mano como de náufrago, y apretó entre sus dedos la cabeza de un pájaro que cayó, sin una protesta de sus labios, lentamente sobre la tierra” (T.C., 150).
Tanto las formas terrestres como celestes han adquirido, en rigor, una preponderancia apocalíptica. Un azul oscuro domina paisajes agobiados por llamaradas de luciérnagas y estelas de cometas o explosiones astrales. Lo que en Altazor se nos prometía como un universo nuevo, con reglas inéditas y asombros de feliz poesía, adquiere un matiz sombrío que presagia una muerte más dolorosa. La muerte que reclama a Altazor es de índole intelectual, metafísica: encarnación de una pesadilla más que certeza de una descomposición. “He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae [...] Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño por los espacios de la muerte” (A., 55; “Prefacio”), para finalmente conmoverse, en una idea pura, desde una existencia sobrehumana que teme una muerte que no conoce (no porque no la haya experimentado, sino porque esencialmente no es suya):
Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de
atracción de la muerte y del sepulcro.
Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada.
(A., 56; “prefacio”)
Pero a diferencia de Altazor, el hombre de Temblor de cielo ha humanizado sus miembros, se ha convertido en hombre al arribar a la tierra. Es el Altazor que prometía el encuentro entre el arriba y el abajo, entre la eternidad y el tiempo, y ahora, con todo el derecho a los escombros, es partícipe total de la muerte. A diferencia del primer incorruptible Altazor, es de una pretendida naturaleza terrestre y humana temer la muerte que se sabe propia como herencia. A partir de esta condición material surge para este sujeto el deseo de regreso, y después de conocer sexualmente a la amada —a Isolda— se purifica tal aliento:
Sin embargo, aún sonrío esperando que de un momento a otro mi cuerpo pueda sentirse más ligero que el aire. O que caiga un lazo de quién sabe qué estrella y me pesque y me levante en el momento mismo de ir a tocar el suelo. (T.C., 155)
El germen de la comunión con el cielo no se hace esperar. Elementos que en un principio habían parecido absurdas criaturas se elevan bajo un impulso muy concreto, a veces siniestro, otras gozoso; juegan a prolongar el alma del hablante lírico; permiten la repetición de espejos y simetrías. El poeta y crítico argentino Saúl Yurkievich ha hablado de evasión, puesto que en repetidas (demasiadas) ocasiones se encuentran imágenes aladas, estelares, marinas y de viaje. Lo más conveniente sería hablar de nostalgia y de un trágico deseo puro: en Huidobro la evasión adquiere resonancias míticas. Mas no por ello es menos cierto que esta profusión de metáforas aéreas y desmaterializaciones, como lo sostiene Yurkievich, “tiende a desgravar, a aligerar y disolver la concreción material, como si aspirara a la naturaleza angélica” (Yurkievich 1984, 66).
Temblor de cielo no puede ser más explícito. La aspiración a una condición prístina es monumental e implica las manifestaciones de la naturaleza: “Entonces en el horizonte apareció un cometa con un largo manto de luciérnagas y empezó a levantarse sobre el cielo que lo recibía con los brazos abiertos” (T.C., 153), y luego adviene la transfiguración: cada “ola se convierte en ángel y vuela. Porque el mar soltó sus amarras y se fue por el cielo […], la tierra huye bramando por el cielo [...] y el aire pierde sus límites propios” (164).
La explosión total ha ocurrido: el temblor de cielo que anuncia la catástrofe, que prefigura la agonía de Dios y comprueba la conmoción de la muerte y el impulso del vuelo. Es el Temblor encauzado por una escenografía cósmica donde los cometas anuncian desgracias y la consumación de lo que ha perdurado demasiado. Pocos poemas, en verdad, han logrado la pulsación y la poética anarquía de este poema. Pocas obras han cantado la epifanía de un hombre que reclama su derecho al retorno, aunque no lo logre. En esto, aunque inversamente al destino redento de los justos, se equipara al Apocalipsis de Juan. En esto y en la tragedia del mundo —pero no en la victoria de su Dios— como el libro escrito en Patmos es el anuncio, la advertencia de otro tiempo.
La presencia de los cometas
Persiste en Temblor de cielo la irrealización de una promesa, el final del camino y un desenlace cuyo devenir no culmina en la victoria, pero que ha sido anticipado en las luces celestes. Los cometas, con mayor o menor fortuna pirotécnica rebelde en Altazor, se re-definen y adoptan nuevas cargas de valor más acordes con la tradición clásica astronómica y no (como podrían pensarse) con la total e iluminada resemantización creacionista. Ya el filósofo romano Cicerón, al escribir sobre una de las cuatro causas que explicarían la formación de las nociones divinas, hablaba del temor que inspiran los rayos y las tormentas: “lo que los griegos llaman ‘cometas’ y nosotros ‘estrellas de larga cabellera [stella cometa]’”. Precursores de espantosos desastres (Cicerón 1984, ii, 5, v. 14).
Este turbio simbolismo marca durante muchos siglos una tradición interpretativa y prefigura el magnicidio divino de Temblor de cielo. Ya sean juzgados como portentos o señales maléficas ajenas a un orden natural, se hace evidente en las pretéritas cosmologías mediterráneas que las irregularidades de aparición de los cometas difieren de la armonía de los astros y no pueden corresponderse con el último cielo, inmutable y eterno, de la divinidad9. Debido a su sobrenatural e inconstante carácter, Cornelio Gemma se refirió a ellos en términos de “cuerpos metafísicos” y “milagro[s] del cielo”. Tycho Brahe y Thaddaeus Hagecius, respectivamente, convinieron en considerarlos astros de naturaleza milagrosa. Signos de tiempos cambiantes, los llamaría Helisaeus Roeslin (Theoria nova coelestium meteorum 1578), y el jesuita Eusebio Kino, hombre de estrafalaria metafísica, “monstruos del cielo”, “tácitos amagos del altísimo y senos de divina severidad [sic]” (Lorente Medina 2006, 26).
Tradición escatológica —legitimada por una cosmología aristotélico-ptolemaica— en la que se insertan los cuerpos celestes de Huidobro. Tanto los comentas como los meteoros juegan en su poesía un papel decisivo. En Altazor, no obstante, podríamos referirnos a ellos como elementos de fino entusiasmo, ansiosos de juegos luminosos que adornan el cielo y todavía son testigos de un Creador: “La cola de un cometa me azota el rostro y pasa/ relleno de eternidad” (i, v. 15-16). No han adquirido todavía una sombra maligna, pues solo en Temblor de cielo nos enfrentaremos a la mutación, como pródromos, anuncios de muerte: “[...] llegó la hora de temblar ante la voracidad de la muerte [...] los árboles están retorcidos [...] Y millones de meteoros que caen del cielo forman espirales en la atmósfera nuestra como si fueran piedras en el agua” (148).
Los cometas y los meteoros preceden, asimismo, el ocaso del hombre que se tragó las luciérnagas —el hombre que acaso mató a una mujer, a la eterna Isolda—. Tras la condena pronunciada por los hombres, hay entonces un redoble de tambores que “viene bajando por el cielo como si cayera una lluvia de piedras en la luna” (152). Y, al instante, un cometa asciende, con un “largo manto de luciérnagas”. Vemos entonces una novia que se asoma “con los hermosos ojos adormilados mirando al cometa y tratando de adivinar el presagio, acaso doloroso, que anunciaba su presencia entre los hombres” (153). Luego sobreviene un “espantoso terremoto”, un épouvantable tremblement, un tremblement du ciel.
La agonía del hablante lírico (como ha ocurrido con la decapitación del hombre de las luciérnagas) irá acompañada de un enorme repertorio aéreo, “un derrumbe en el cielo” (173). Aun así, no debemos pasar por alto un detalle: en Huidobro los valores oscilan, los sentidos estallan y se superan a sí mismos. En esta línea, los cometas, tan funestos y marcados por hados malignos, son también la posibilidad de una conexión entre el cielo y la tierra. Están formados de la ambigua materia terrestre, de fuego astral y abismal noche. Anuncian calamidades, es cierto, pero de igual forma anuncian, puesto que, como súbitos ángeles, cumplen funciones de heraldos. ¿Cuál puede ser su mensaje? ¿Cuál su razón para abandonar las regiones distantes del cielo? Hemos hablado de cambios a escala cósmica, de transmutaciones siderales que parten de una encendida conciencia humana. Acaso por esto, la transición de un estado a otro, de una edad pasada a una prometida, implique mucho de barroca maquinaria. Así, es legítimo preguntarnos: ¿anticipan los cometas de Temblor de cielo exclusivamente el lamento de la muerte? ¿Es este su único y siniestro mensaje?
En las líneas de De conjuctionibus magnis (1564)10, el astrólogo y matemático bohemio Cyprianus Leovitius nos da algunas luces11. Para él, una gran conjunción en Escorpión habría previsto la monarquía romana iniciada con Julio César, y la expansión del Islam estaría relatada en un funesto trígono acuoso, así como el quebrantamiento de la religión habría coincidido con una conjunción de planetas superiores en Leo y el eclipse de 1563. He aquí algunos puntos que juegan con una identificación entre el macrocosmos y el microcosmos, entre el arriba y el abajo, entre el pasado y el advenimiento de un nuevo tiempo. No obstante, ¿son estas, más allá de la muerte, también las cargas de sentido que se asumen en Temblor de cielo? ¿Es la fisura cosmológica que abre en Huidobro la mutación de los tiempos? Si ello es así, más que un canto a lo inevitable de la muerte y más que la destrucción de un mundo, el poema clamaría por otra época. En un proyecto tan ambicioso como el de Leovitius, escribe Huidobro a su amigo Juan Larrea:
Dios debe ser enterrado para siempre y su sitio en el mundo será ocupado por la Poesía. Debemos llenar la vida de Poesía, infiltrar la Poesía en todos lados, hacer que el planeta Tierra esté cruzado de Poesía por todas partes. Que cuando nos miren de Marte vean largos canales de Poesía que atraviesan la tierra. (Huidobro citado por De Costa 1992, 45)
Hemos vuelto, por nuevos caminos, al apocalipsis de Dios y la religión, al surgimiento de un nuevo tiempo cuyos estandartes han sido las conmociones del cielo. A pesar del dios teológico, sin embargo —parece indicar Huidobro—, los cometas y las tinieblas que este fabrica “para volver sordos a los ciegos” (T.C., 141), así como su maquinaria de portentos celestes, se vuelven en su contra. Las luces y convulsiones de astros y fuegos que inspiraron la noción de los dioses son ahora los signos de su agonía. Por eso hemos anotado que los valores fluctúan continuamente en los poemas de Vicente Huidobro. El poeta propende por el deicidio, apresura con sus gritos de visionario la muerte del cristianismo y el surgimiento de otro mundo como resultado de los temblores del cielo: la unión de Gea y Urano, de la Tierra y el Cielo, del Hombre y la Mujer, del hablante lírico e Isolda en un esquema binario naturalizado cósmicamente. Esta unión intenta enfrentarse a la muerte y al olvido por medio de una abstracción que sobrepasa la condena de lo contingente: una figura que aspira a la eternidad y el infinito.
La última caída
Que Temblor de cielo sea para Huidobro el sepulcro de Dios ha quedado demostrado. Que la tumba no concluya en su abismo y su Dios agonice en un laboratorio de ceguera y tinieblas es una conjunción demostrable. Sin embargo, después del primer sobresalto no nos inquieta tanto la muerte de una idea, o de un fundamento que sostuvo por mucho tiempo un rostro y un mundo, como el estremecimiento de incompletud ante el vacío que resta después del ocaso. Puesto que esta doliente divinidad, a diferencia de los númenes no cosmogónicos, desaparecerá llevándose todo consigo. El crimen, el forzoso crimen, a estas alturas no tiene como recompensa la impunidad, sino la nada. Por ello Altazor se pregunta: “¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío?” (i, v. 95). Y como negándose a una nueva esclavitud, se interroga: “¿Y hay que poner algo acaso?”, (v. 97). No hay respuesta. Sabemos, aun así, que es necesario instaurar un nuevo ídolo, inventariar un catálogo de esperanzas o de odios. No importa, siempre y cuando cierren la brecha que amenaza consumir las ruinas y los despojos de la reciente guerra.
Temblor de cielo y Altazor se encuentran así en una doble encrucijada. Por un lado, intentan devolver la libertad, la voluntad y el poder al hombre (“Cortad la cabeza al monstruo que ruge en la puerta del sueño. Y luego que nadie prohíba nada” (T.C., 146)). Y por otro, persiguen un camino que conjure la brevedad. Ambos poemas, como lo afirma el crítico español Mauricio Ostria, “comparten la misma visión [...]: la experiencia de un sujeto descentrado en procura de un fundamento siempre huidizo” (1999-2000, 18). Descentrado significa, por supuesto, carente de un rumbo que haya coronado su frente y sus brazos, pero también un hombre solo, sin la cálida humanidad del antiguo ethos. Después de haberse producido el derrumbamiento del cielo, el hombre de Huidobro se encuentra con su soledad: “Estás perdido[...]/ Solo en medio del universo”, (A., i, v. 9-10), la “distancia que va de cuerpo a cuerpo/ Es tan grande como la que hay de alma a alma” (v. 134-36).
A partir de este desamparo surge una figura, al principio mínima y mortal, pero que adquiere una estatura equiparable a la deidad que agoniza: la mujer. El canto ii de Altazor es su epifanía por excelencia: el lugar donde Huidobro la ha soñado para devolvérnosla remota y carnal, legendaria y eterna en Temblor de cielo. No es esta, por supuesto, una mujer cualquiera, corresponde a una espléndida criatura signada bajo el nombre de la Isolda de la tradición bretona. La Isolda de las manos blancas, la hija del rey de Irlanda que, por obra de un filtro mágico, queda atada al trágico amor de Tristán. Emblema del amor y la muerte, en esta turbadora comunión de Eros y Thánatos, ella será buscada por el sujeto de Temblor de cielo para conjurar la muerte, pues “[s]olamente Isolda conoce el misterio” (142).
El hablante lírico la muestra preñada de eternidad e infinito: “A través de las rejas se ve la eternidad dormida con una placidez indescriptible. ¿Qué más quieres?” (T.C., 162). Ya desde el segundo canto de Altazor ha perdido materia y se ha convertido en una suerte de negación de la muerte. Es esa, al menos, la secreta pretensión de Altazor al celebrarla como la solución y la necesidad:
[Construida de] miedo altivo y de silencio
Haces dudar al tiempo
Y al cielo con instintos de infinito
Lejos de ti todo es mortal
Sólo lo que piensa en ti tiene sabor a eternidad.”
(A., ii, v. 43-46)
El canto ii de Altazor se transfigura en el lugar de su nacimiento: ciento setenta versos, en su mayoría compuestos con base en enumeraciones y comparaciones sublimadas. Por lo mismo, no será difícil advertir que a cada paso deviene en una corporalidad irreal y que contiende por llegar a ser sentido, motivo, todo:
Mujer el mundo está amueblado por tus ojos
Se hace más alto el cielo en tu presencia” (A., ii, v. 1-2),
[…]
Tu voz hace un imperio en el espacio
Y esa mano que se levanta en ti como si fuera a
colgar soles en el aire” (ii, v. 158-60)
Ante la ausencia de un sentido y de razones, la Mujer será para el poeta la reinvención de lo que se deshace entre las manos:
Si tú murieras
Las estrellas a pesar de su lámpara encendida
Perderían el camino
¿Qué sería del universo? (ii, v. 167-70)
Entonces se completa el pacto roto: la tierra y el mar se unen con el cielo. El hombre, después de buscar a Isolda a través de otras mujeres —“Isolda, te amo y a través de todas las otras sólo he buscado amarte más” (T.C., 155)—, la encuentra y se una a ella, porque solo a través de ella puede asomarse por un instante a la eternidad (al tiempo “primordial” castrado por la historia crónica), y el sexo, semejante al temblor que ha sacudido los cimientos del mundo, le eleva a la ardua comunión de los cuerpos. Isolda, por su condición absoluta, completa el simbolismo y se instaura como poesía, como los ríos y canales que propendiera Huidobro. No podría entenderse de otro modo la profusión de metáforas de ese enigmático segundo canto de Altazor en el cual, a pesar de encontrarnos frente a una mujer, presentimos un enorme símbolo, un cuidadoso y bello símbolo que, en Temblor de cielo, responde a cómo la muerte, es decir, el deicidio próximo de Dios, puede ser suplido con una entidad metafísica como la poesía.
Aun así ha de contarse con el suficiente cuidado de no reducir a estéril alegoría un ser como Isolda que es mujer y eternidad, infinito y retorno. Tampoco podremos creer completada la entronización de un ídolo sucedáneo. Es el mismo Altazor quien ha sentenciado lo inevitable de la caída y la inutilidad del amor: “Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada” (A., 56; “Prefacio”). Más, ¿a qué se refiere con ello? Isolda es, en efecto, una creación poética que no logra escapar a la sintomatología de la muerte, no a causa de su contradictoria y conmovedora eternidad, como por el hecho de depender de un Altazor que ha experimentado la proximidad de la muerte. Las sucesivas agonías y muertes de la Mujer en Temblor de cielo acaso indiquen los sucesivos fracasos en la elevación mental de esta mujer, y por ello solo cuando se hayan logrado quebrantar los prejuicios y las “aves de rapiña que te roían el corazón” (T.C., 144), el hablante lírico le dirá a Isolda, plena de existencia y arribando por fin a los mortales: “Se ha necesitado una hecatombe semejante para volver a encontrarnos” (154).
La destrucción del cielo tal vez entonces sea posible, y la derrota, por las mismas claves, no se hará esperar. Aunque, en apariencia, la oscuridad que se avecina sobre los amantes es un guiño a la tradición bretona y a la terribilità wagneriana, encierra un presentimiento: acaso sea imposible el retorno al cielo. Dios morirá, pero no se llevará consigo la muerte, pues esta ha sido su condena —el puñal del deicidio— y la única eternidad permitida a los hombres es el instante, el ahora del amor y del coito. El sujeto de Temblor de cielo lo sabe, lo padece, y, por lo mismo, deseará que ese instante perdure, simplemente exista. El sujeto lírico quiere lo inalcanzable; por eso nos dice que “dos cuerpos enlazados domestican la eternidad” (T.C., 149). Y sin embargo, más adelante habrá de comprender que “ese juego que habéis creído el juego de la vida, no es sino el juego de la muerte” (160). La eternidad restante es la absoluta perfección de la muerte. De allí que el hombre le pida a la amada esconderse en las más hondas catacumbas, acostarse en un nicho y esperar a que “los curiosos de mañana” encuentren sus huesos y sus calaveras mezcladas (162). Es esta la única trampa al tiempo (no otra), y la derrota, el oscuro halo que cubre los ojos. Incluso el exaltamiento de la poesía tiende al agotamiento. Huidobro lo experimentó. Acaso descubriera que el desalmado canto vii de Altazor era, más que una liberación de la palabra, su propia condena.
Si bien en Temblor de cielo palpita el vértigo de inventar el universo y labrar, con minuciosas palabras —palabras de hombre— las nervaduras de una hoja o el delicado tejido de una flor, queda siempre la muerte. Aún no muere Dios, y la única eternidad posible es truncada por el tiempo, porque el coito, el sexo, el mismo amor, no son más fuertes que los lamentos de la tumba. Omne animal triste post coitum: todo animal está triste después del coito. Agregaríamos también: está hecho, más que nunca, de la fibra temporal, del abandono de quien ha conocido lo incognoscible y no puede regresar a ello, pues en verdad: “No otra cosa sois que la muerte sobre la muerte”, (T.C., 160). El sepulcro de Dios está listo, pero la caída, el descenso padecido una vez, volverá a repetirse, y en esta ocasión de forma más cruenta porque arrastra consigo el vértigo de la muerte. Aunque Huidobro, Altazor y el hombre de Temblor de cielo se nieguen a reconocerlo, su fracaso era previsible desde el momento en que pretendieron remontar, como un inverso cometa, el vuelo.
1 “El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir”, pondera Huidobro en 1921. “Yo tengo derecho a querer ver una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arcoíris, y el que quiera negarme este derecho o limitar el campo de mis visiones debe ser considerado un simple inepto” (Huidobro 1992b, 177).
2 De ahora en adelante las referencias a los dos poemas de Vicente Huidobro se indicarán entre paréntesis, siguiendo la edición de Cátedra al cuidado de René de Costa (1992), conservando la división en verso de Altazor y los apartados en prosa de Temblor de cielo. Utilizaremos las abreviaturas A.y T.C., respectivamente.
3 Sergio Givone, en Disincanto del mondo e pensiero tragico, apunta esta interesante paradoja: “¿Cómo recordar el tiempo en el que lo divino habitaba la tierra y unía en comunión hombres y naturaleza o el tiempo en el que la palabra fundadora representaba el diálogo con Dios? ¿Y cómo olvidar, contrariamente, aquel tiempo si la construcción del sentido, en la tierra abandonada por Dios, implica precisamente el hecho de que la comunión ha desaparecido, de que el diálogo es inverosímil?” (Givone 1991, 12).
4 Harold Bloom (2006), en un libro de fino escepticismo, advierte algo similar al referirse al terrible Dios del Pentateuco judío, “suplantado” en principio por un Dios abba y luego por un Jesús teológico. Pero, ¿es acaso este el destino legítimo de todo dios cosmogónico? ¿Es este su último camino?
5 Tal rompimiento “definitivo”, tal renuncia a lo divino y secularización de lo sagrado guardan algunos matices y no implican necesariamente un abandono del misterio o del mito, como bien lo comprueba la heterodoxa angelología de Rilke o como lo ha estudiado Morris Berman (1987). Para el caso especial de la poesía hispanoamericana, véase Gutiérrez Girardot (1987).
6 La cita es tomada de la carta que escribe Huidobro a Juan Larrea en 1944.
7 Baste mencionar a Faetón, hijo del Sol, precipitado desde el cielo por intentar conducir los caballos del día, o a Ícaro, derribado al mar, o el mismo Tántalo, profundizado en los infiernos por servir la carne de su hijo en oprobioso banquete a los dioses.
8 He aquí una interesante correspondencia (guardando las proporciones temporales y las distancias geográficas, pero no las relaciones intrapoéticas) con la obra de un poeta como Héctor Rojas Herazo, donde Adán, expulsado de una “luz primera”, jamás comprenderá cuál es la causa de su condenación o si tal causa en verdad existe. Al respecto, véase Santos 2008.
9 Aristóteles es uno de los primeros en dedicarse rigurosamente a su estudio. Para el Estagirita los cometas son meteoros de condición infralunar, que se forman por las exhalaciones de la Tierra y, al elevarse, se condensan e inflaman en la zona de fuego. Al respecto véase De meteoro, i.
10 Título que, como habrá de sospecharse, es inquietantemente pródigo: De conjuctionibus magnis insignioribus superiorum planetarum, solisdefectionibus et cometis, in quarta monarchia, cum eorundem effectuum historica expositione. His ad calcem accesit prognosticon ab anno Domini 1564 in viginti sequentes annos.
11 El método de Leovitius consiste en dividir la historia que va desde el Imperio Romano hasta las postrimerías del siglo xvi por medio de trígonos, apariciones de cometas y figuraciones estelares.
Obras citadas
Berman, Morris. El reencantamiento del mundo. Santiago: Cuatro Vientos. 1987.
Bloom, Harold. Jesús y Yahvé: los nombres divinos. Trad. Damián Alou. Madrid: Taurus. 2006.
Cicerón, Marco Tulio. Sobre la naturaleza de los dioses [De natura deorum]. Trad. Francisco de P. Samaranch. Madrid: Sarpe. 1984.
De Costa, René. “Introducción”. En Vicente Huidobro. Altazor-Temblor de cielo, 9-51. Madrid: Cátedra. 1992.
Eliade, Mircea. Mito y realidad. 5ed. Barcelona: Labor. 1983.
Givone, Sergio. Desencanto del mundo y pensamiento trágico. [Disincanto del mondo e pensiero tragico. Milano: Arnoldo Mondadori Editore, 1988]. Trad. Jesús Perona. Madrid: Visor. 1991.
Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo: supuestos históricos y culturales. Bogotá: Universidad Externado de Colombia – Fondo de Cultura Económica. 1987.
Huidobro, Vicente. Altazor-Temblor de cielo. Madrid: Cátedra.1992a.
Huidobro, Vicente. “La poesía”. En Altazor-Temblor de cielo, 177-179. Madrid: Cátedra. 1992b.
Lorente Medina, Antonio ed. Carlos de Sigüenza y Góngora: Oriental planeta evangélico. Madrid: Iberoamericana. 2006.
Ostria González, Mauricio. “Temblor de cielo: el umbral del abismo”. La página 38: 13-19. 1999-2000.
Santos García, Emiro. “El esplendor de la rebeldía: cuerpo trágico y hombre abismado en la obra poética de Héctor Rojas Herazo”. Trabajo de grado. Facultad de Ciencias Humanas – Universidad de Cartagena. 2008.
Yourcenar, Marguerite. “Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano”. En Memorias de Adriano. Trad. Marcelo Zapata. Bogotá: Planeta. 1985.
Yurkievich, Saúl. “Vicente Huidobro: El alto azor”. En Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, 55-113. Barcelona: Ariel. 1984.
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