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2012-01-01

Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes

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  • Alejandra Jaramillo Morales Universidad Nacional de Colombia

La conciencia del presente: entrevista a Luz Mary Giraldo1*

Entevista Alejandra Jaramillo Morales 


ALEJANDRA JARAMILLO

¿Cuál es tu balance de la literatura colombiana de las últimas dos décadas? 

LUZ MARY GIRALDO

Para mí, es claro que no se puede hablar solo de estos últimos veinte años. Habría que regresar hasta la década de los ochenta o un poco más atrás. Durante esos años, la narrativa colombiana tuvo una producción sumamente amplia de hombres y mujeres, de géneros, de propuestas y proyectos, tanto en novela como en cuento, en minicuento, para hablar solo sobre narrativa. Pienso que entonces ocurrió algo que no se había dado antes en Colombia, ni siquiera a mitad de siglo, cuando también hubo un crecimiento y cierta diversificación en la literatura colombiana. En estos últimos veinte o treinta años, la proliferación de autores ha sido fundamental, porque su diversidad de promociones ha permitido muchísimas búsquedas renovadoras. Hablo de promociones, porque no me parece adecuado hablar de generaciones. En la variedad de autores se ve la coexistencia de tendencias y preocupaciones muy diversas, lo que me hace pensar más bien en promociones. Dentro de ellas ha habido premios y autores que, en un momento dado, ocupan las primeras páginas de los periódicos, y también muchos autores y autoras muy importantes que no son muy reconocidos o lo suficientemente divulgados. 

* Es poetisa, ensayista, crítica literaria, profesora de literatura latinoamericana y colombiana, autora de varias antologías de cuento, nacida en Ibagué, Colombia en 1950 y licenciada en filosofía y letras por la Pontificia Universidad Javeriana. Sus textos han sido recogidos en algunas antologías del exterior y del país, así como traducidos al inglés, italiano y francés. Ha participado en distintos eventos nacionales y extranjeros como conferencista y crítica literaria. Entre los premios y distinciones que ha recibido se encuentran: Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo en la modalidad "Relato Negro", 1999, Escritora invitada del Hay Festival, (Cartagena, 2007), Festival Internacional de Poesía en Bogotá (2006, 2007), Festival Internacional de Poesía en Medellín (2008), Casa de la Luz y de la Poesía (Florencia, Italia, 2003), Encuentro Colombo Mexicano de Escritores (México, D. F., 1996), Jurado Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, Jurado Premio Internacional de Poesía Juan Valera Mora, Caracas. (Perfil biográfico tomado del sitio web Wikipedia, en http://es.wikipedia.org/wiki/Luz_Mary_ Giraldo. Consultado el 11 de mayo de 2012. Modificaciones del editor). 

En estos últimos años, se podría hablar de tres momentos o épocas que en el transcurso del tiempo se entrecruzan. Por una parte, la persistencia de autores que, desde los setenta y durante toda la década de los ochenta, se deslindan de las preocupaciones de los narradores del boom y, particularmente en el caso colombiano, de García Márquez, o en algunos aspectos también de Álvaro Mutis. Aunque algunos autores y autoras de esa promoción empezaron a hacer camino a fines de la década de los setenta o un poco antes, es durante los ochenta y noventa cuando la mayoría de ellos se establecen o se leen como autores definitivos. Estoy pensando en Germán Espinosa, por ejemplo. A mediados de los sesenta había publicado su primer libro de cuentos, posteriormente una novela, Los cortejos del diablo y luego La tejedora de coronas, en 1982, que fue leída veinte años después. Esta, además, fue reconocida por Ángel Rama debido al "reingreso" que invita a "revisitar la historia". También hablo de R. H. Moreno Durán, quien con su trilogía Fémina Suite y su obra posterior marcó un hito dentro de lo que, en la literatura y en narrativa colombiana, se reconoció como contestataria. El mismo Rama lo ubicó dentro de "los contestatarios del poder" por sus ficciones irreverentes, juguetonas, irónicas, experimentales. Hablo también de Rodrigo Parra Sandoval, quien, en un tono y unas formalizaciones semejantes, desde finales de la década de los setenta fusiona preocupaciones intelectuales, formales y culturales de un presente marcado, digamos, por lo que serían las ciencias sociales. Pienso también en las parodias de Fanny Buitrago y las experimentaciones de Alba Lucía Ángel, con toda su carga crítica. Y también reconozco, aunque se da a conocer después de los anteriores, a Fernando Vallejo, quien no solo ha recuperado la oralidad, sino la escritura mordaz y la diatriba. Pienso incluso en autores que establecen hitos con su escritura de tránsitos de lo provinciano a lo ciudadano o lo cosmopolita o metropolitano, o de las tradiciones y las renovaciones: cabría tener en cuenta a Fernando Cruz Kronfly y Marvel Moreno, a Helena Araújo, Óscar Collazos, Darío Ruiz Gómez, Nicolás Suescún y en su momento Humberto Valverde. Son autores de una conciencia de ruptura clarísima a quienes no les interesó el discurso hiperbólico y los mundos maravillosos de García Márquez, sino que al aceptar su existencia y sus aportes, procuraron tomar conciencia de los debates e inquietudes de su presente, de la ciudad y de la exigencia de nuevas formas de expresión y de lenguaje. 

En esa búsqueda de nuevas formas de escritura y pensamiento que logre transmitir lo esencial de la ficción narrativa, es importante también Arturo Alape, quien, en su narrativa testimonial, explora de otra manera en los recovecos de la historia social y política. Él y otros autores como Espinosa, Marvel Moreno y R. H. Moreno Durán han muerto y han dejado no solo una obra en marcha, sino un vacío intelectual y literario. No cabe duda de que sus muertes han sido una pérdida para el país. Si estudiamos lo que significó su conciencia crítica y analítica expresada en esas nuevas escrituras, en sus relaciones con el mundo intelectual, en sus vínculos con la tradición, con la sociedad o con determinado compromiso histórico y con el deseo de estar a tono con las dinámicas de su tiempo. Pienso que toda esta promoción, en la que incluyo también a Luis Fayad y a Roberto Burgos Cantor, como a todos aquellos que continúan con una actividad productiva que ha sido fundamental, pues han cumplido un notable papel iluminador: relatar lo que ha pasado en las últimas décadas del siglo XX y cómo se recibe el siglo XXI. Sus obras dan clarísimo testimonio de procesos históricos e ideológicos, de los cambios contemporáneos a nivel nacional y mundial; se trata de una literatura y unos autores muy receptivos a todo, con propuestas muy claras y coherentes; repito, conscientes de su tiempo y de la construcción de nuevos lenguajes, de ese renovar permanente en el que todo tiene un propósito. Su literatura está marcada no solo por la creación de ficciones, sino por lecturas de distinta índole: de ficción, de filosofía, de ciencias humanas y sociales, de política, de sociología… Están alimentándose permanentemente. Lo que se percibe en cierto diálogo de textos que subyace en las ficciones de algunos de ellos, ligada a una constante indagación del ser, de la ciudad, de la historia social y política del país, de Latinoamérica y del mundo contemporáneo. Si en estos autores se encuentran temas en la calle y en seres cotidianos, en otros se perciben hondas preocupaciones intelectuales, culturales, históricas, existenciales y sociales. En términos más amplios, son autores que hacen de la literatura el vehículo para buscar explicación del presente o del pasado. Como he afirmado en otras ocasiones, es con ellos que se entiende que tanto las ciudades como sus habitantes exigen nuevas expresiones, nuevas maneras de ser narradas; que la historia también requiere ser contada de otras formas, que indague sobre el pasado por sus efectos o por las consecuencias del desastre del presente, y que ello es posible ironizando y burlando la llamada historia patria y sus héroes. Así mismo, que la palabra, la escritura, debe ser portadora del espíritu del tiempo del autor, lo que significa que reclama estructuras distintas a las convencionales. 

En segundo lugar, veo que, ya desde finales de los ochenta, durante los noventa y hasta nuestro tiempo, otros autores mucho más jóvenes —aunque algunos por edades puedan ser próximos a los anteriores— abren el abanico de otra manera. En muchos de ellos persiste la conciencia crítica, que se logra mediante la exploración en los efectos de la política o de la violencia en los individuos y la sociedad, como ocurre con Laura Restrepo y otros escritores que surgen en los ochenta, como Fernando Vallejo. Muchos de esos autores de mediados de los ochenta tienen hoy entre 50 y 60 años, Abad Faciolince y Evelio José Rosero, por ejemplo. Los antecesores deben tener entre sesenta y setenta años. Me resulta desagradable pensar en edades, pero eso me permite dar cuenta de lo que he llamado coexistencia de promociones. Creo que, si bien persisten algunas de las inquietudes y compromisos políticos y sociales, e interrogantes o preocupaciones sobre el lenguaje, también hay otras cosas en estos autores. Por ejemplo, podemos entender que más allá de la renovación de la oralidad y del posible regionalismo que algunos atribuyen a Vallejo, él tiene una actitud muy propia de algunos de sus contemporáneos, no solo escépticos sino rabiosos, digamos autores de una agudeza crítica implacable y demoledora, y de esos autores inclementes, terribles, como es el caso de Bernhard, con quien se le ha relacionado, que están, "desbaratando el establecimiento" a partir de unos recursos del lenguaje muy propios del establecimiento, que son capaces de poner en crisis a la sociedad bien pensante. Vallejo hace uso de un lenguaje oral, una escritura hablada que, sin embargo, no se aferra a las formas del contar los temas tradicionales, como la religión, la historia o la política. Él recupera la oralidad, pero no desde la cultura mítica a la que nos acostumbró García Márquez, sino desde la ausencia del mito. Vallejo destroza los mitos completamente, los hace trizas y arremete contra la historia y nuestra cultura. Le apunta a la distorsión de los valores. Por esta razón, cuando se le identifica con Bernhardt, se habla de su inclemencia al tratar los temas y ofrecer una mirada a través de un espejo que los deforma. 

Yo no veo en él a un autor resentido, sino a uno rabioso con la historia nacional y las instituciones. Eso es lo que percibo de su gesto de no dejar títere con cabeza. Temáticamente, eso está presente en muchos de los escritores inmediatamente anteriores, pero en él, ese sentir es muy particular, muy cargado de la violencia del lenguaje que vierte a la literatura y al cultivo de la gramática. Hay otro recurso fundamental que se debe reconocer en Vallejo: la autoficción. Su protagonista puede ser él mismo, y aunque eso también está presente en escritores anteriores, en Vallejo es muy contundente ese "hablar en nombre propio". 

En Vallejo hay una clarísima conciencia y conocimiento de la historia, que se percibe en su pentalogía y las ficciones posteriores. En ese recorrido que, de manera directa o alusiva, realiza a lo largo de la historia de Colombia del siglo XX no a partir de datos o de fechas, sino de las relaciones de personajes, políticos o gobiernos que atropellan, en lo que se evidencia un propósito fundamental: acusar y dar testimonio del derrumbe del país y su equivalencia en la ruina de la gramática. ¿Quiénes son los causantes de este país desbarrancado? Las instituciones, lo dice su personaje narrador. El país que antes se identificaba por el buen uso del idioma, el de la Atenas suramericana, es ahora el de la jerga de los sicarios, el del lenguaje roto y desquiciado, el de la muerte que no da tregua. 

Laura Restrepo se aproxima de otra forma a esta misma problemática. Sus preocupaciones han sido muy cercanas a las de Vallejo en cuanto a la actitud crítica. También se emparentan con las de Alfredo Molano, quien tiene una escritura híbrida entre el testimonio y la investigación. Molano escribe obras testimoniales, narraciones al estilo de la crónica, rescata memorias y las escribe de manera muy literaria, y mantiene, como Arturo Alape, respaldos fuertes en la historia real, pues se nutre de fuentes viva, de aquellas personas que le dan testimonio de sus experiencias de horror en la violencia y las consecuencias en el desplazamiento. Laura Restrepo es muy cercana a esto, con unos propósitos acordes con aquellos autores que creían en las utopías revolucionarias, esos escritores de los ochenta que he mencionado, que se pueden rastrear desde los sesenta y a lo largo de los setenta. Están marcados por las utopías que definieron nuevas búsquedas en América Latina, que leyeron con pasión las novelas del boom, que supieron de los compromisos a los que apelaba la Revolución cubana. Estos autores que acabo de señalar tienen la capacidad de aprovechar el testimonio… Lo que me hace recordar otras formas de testimonio de esta época, como ese tan bello: Señas particulares, escrito no hace muchos años por Burgos Cantor. Allí se refiere a su generación, a la vida universitaria, que constituye una suerte de testimonio intelectual, que al cotejarlo con otro posterior, tan hondo y catátrico para muchos de sus lectores, hace vivir otro momento de nuestra historia. Hablo de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, que corresponde no solo a su historia personal y familiar, sino al desgarramiento del país sumido en la violencia. No sobra recordar que mucha de la narrativa de Héctor Abad tiene elementos comunes a los de Moreno Durán y Parra Sandoval: el carácter experimental, la risa, la necesidad de retomar temas de la tradición clásica, del mundo burgués de la literatura del Renacimiento, de El Decamerón de Boccaccio; de rescatar, entre comillas, las formas, problemas y fórmulas de las literaturas medievales y ponerlas en contextos de la contemporaneidad. 

Evelio Rosero, contemporáneo de Héctor Abad, se encuentra en este grupo. La escritura de Rosero es muy fina, muy tradicional desde el punto de vista de la escritura, y la problemática también tiene que ver con muchos elementos que lo aproximan a las inquietudes de Restrepo, Alape y Molano: el problema de la violencia, el despojo y el abandono. Veo también muchas otras líneas, y por eso tomo también, paralelamente, a Tomás González, Roberto Rubiano y Julio Paredes. Pienso que hay varias preocupaciones en Rosero: la violencia, la ciudad y la sociedad se imponen como mundos muy en crisis. En él hay una clara noción de desamparo. Sin embargo, cuando paso a González, encuentro un desamparo muy distinto, de tipo existencial. En él está todo el pensamiento o, mejor, el espíritu del budismo Zen, y eso lo hace excepcional con respecto a los escritores anteriores, que están muy conmovidos y afectados por la crisis, por los cambios, el vértigo con el que suceden todas las cosas, por la violencia. Eso también lleva a Tomás a construir mundos idílicos, muy interiores, aún dentro del desamparo. Pero no pasa lo mismo con Evelio Rosero. Él siempre está metiendo el dedo en la llaga. Muestra unos mundos muy atormentados, unos personajes muy solos, unas ciudades muy perseguidoras, unas sociedades caóticas, y la violencia, de una u otra manera, siempre está presente. Es por eso que se me ocurre ponerlo cerca a los antes nombrados, pero destacando su concepción diferente. Restrepo, Alape y Molano tienen un compromiso ideológico de izquierda. Me parece que a Rosero no le interesa esto, pues la suya es una generación del desencanto que lo conduce al escepticismo. Esto lo acercaría a los autores que posteriores, pues dicho sentimiento es común a todos ellos, mientras que en los anteriores —la promoción de Restrepo— se muestra el desencanto aunque se siga creyendo en distintas utopías. Quienes asistieron a Mayo del 68, luego tuvieron que ver la caída del Muro de Berlín y los grandes relatos que esta produjo. El abanico se abre más en aquellos que escriben desde el desencanto pero con escepticismo, y ahí es donde caben Mario Mendoza y su visión apocalíptica, Santiago Gamboa y otros autores que empiezan a publicar principalmente en los años noventa. 

Yo diría que esto de las ciencias sociales carece de importancia para Mario Mendoza, Santiago Gamboa, Juan Carlos Botero y Jorge Franco, y mucho menos a quienes les siguen inmediatamente después. Tal vez la realidad inmediata los atropella (no diría lo mismo sobre Botero, que es más alegórico). Para ellos hay una afán de contar su época. Aparentemente, se han precipitado en la escritura de sus ficciones gracias a los medios de comunicación, que promueven sus textos. Nosotros tenemos toda esa invasión y amenaza del mundo de los medios, pero estos últimos escritores son mucho más receptivos con respecto a lo que entregan los medios y a la velocidad con que suceden las cosas. En la mayoría de estos autores, está presente el deseo de aprehender lo inmediato para fijarlo, y no solamente porque se trate de los temas de moda, sino porque estos son los temas que los agobian. Sin embargo, en esa misma década, hay autores que representan un quiebre, como Enrique Serrano, quien busca hacer una literatura filosófica, para lo que recurre a un pasado histórico. Pablo Montoya, por su parte, vuelve a lo ancestral, no necesariamente lo nacional. En general, los demás están muy marcados por lo nacional y la truculencia global. Sin embargo, sería necesario analizar obras e individualidades. 

A. J. A Juan David Correa también lo entrevistamos para este dossier de entrevistas y él decía que le parece que en los autores que empiezan a publicar en el inicio de este siglo hay una búsqueda de lo íntimo, mientras que los anteriores tenían una preocupación más sociológica. ¿Cómo lo ves tú? 

L. M. G. Sí y no. Solo si pensamos que lo íntimo es lo autorreferencial. Yo creo que la cuestión íntima se ha dado de manera ocasional, como podemos ver en la narrativa de Tomás González, quien desde los ochenta hasta hoy ha mostrado determinadas formas de la intimidad a través de sus personajes, una especie de nuevo existencialismo muy profundo; como una exploración de lo más íntimo del ser humano que busca ir más allá de las sensaciones y lo encuentra en lo esencial, en el silencio, en la quietud. En el caso de Gamboa, Franco y Mendoza, pienso también en Sergio Álvarez —en general en esa promoción de los nacidos entre los años sesenta y setenta—, veo la truculencia del presente contemporáneo concentrada, particularmente, en el caso colombiano: se hace referencia al dolor, a la guerra, a la violencia, todo eso que nos marcó, y que de todas maneras se ha convertido en un referente que ya no podemos borrar. Todo eso, que se está volviendo televisión, cine, literatura, es una marca indeleble que refleja lo que no hemos podido superar; todavía llevamos el fardo de la violencia de los cincuenta y pasamos al de la violencia del conflicto armado. 

En los autores recientes hay un afán por mostrar el presente y, en determinados casos, conectarlo con el pasado. Sin embargo, impera el hoy. En Sergio Álvarez, Antonio Ungar y Juan Gabriel Vázquez, especialmente en sus más recientes novelas, se habla de ello: ataúdes, muertos, degradación permanente. Los títulos son significativos y, desde un principio, están relacionados con guerrilla, narcotráfico, paramilitares. Se narran con la velocidad de la metralleta que Vallejo recrea en alguna de sus ficciones o que Restrepo muestra en la intimidad de sus desplazados o Alape en la de sus "enmontados". Si Mendoza se refiere al mal que asecha como una maldición y se revela en lo criminal, estos otros autores muestran diversas cadenas de muerte. 

Yo creería que en Ungar hay un intimismo epidérmico, muy personal y autobiográfico. Algo semejante podría decir de lo que leído de Juan David Correa, de Melba Escobar, de Pilar Quintana y Carolina Sanín. Todos ellos son intimistas, parten de unos personajes muy referidos a las vidas e historias de ellos mismos. A veces los siento muy yoicos. Sé que no les gustará que yo lo diga, pero me parece que ellos y ellas cuentan su historia personal como si no tuvieran más referentes. Sin embargo, esta inclinación es muy actual, tal vez está apoyada en la inmediatez y en una ruptura de los límites de la novela, en la cual la ficción deviene en autobiografía y viceversa. Ese no es tu caso, pues, al menos en lo que he leído, identifico una preocupación más honda, más social, o quizás más política y existencial. De todas maneras, aunque estos autores están apuntando a una literatura intimista, no se acercan a esa literatura del yo que se está escribiendo en muchos lugares del mundo, que reconoce que ese yo se ha roto y no permite una definición unidimensional. 

Lo anterior me lleva a recordar al chileno Alejandro Zambra, por ejemplo, quien pertenece a ese grupo de autores que crecieron en una época difícil en países truculentos. El caso de Zambra, sucede en Chile durante la dictadura de Pinochet. Al autor no les queda más remedio que contar lo que ha vivido y sentido; los referentes externos se diluyen para dar paso a su experiencia íntima. ¿Qué cuenta Melba Escobar si no es la vida, muerte y ausencia de su padre? ¿Qué cuenta Carolina Sanín en su novela medio experimental si no una serie de experiencias de la sensibilidad femenina? Sin embargo, son obras bien escritas y bien contadas. Ellos y ellas no hacen biografías de su vida personal, sino que esa vida es un gran tormento y, a la vez, un torrente de su creación literaria. Eso, por supuesto, también es válido. 

El caso de Juan Gabriel Vásquez se desliga de los anteriores: no es su yo quien se revela al contar su propia biografía, sino el que sale a recorrer escenarios e historias que seguramente lo marcaron y que ha investigado para recrearlos, como sucede con la novela que obtuvo el premio Alfaguara —en muchos aspectos cercana a Cartas cruzadas de Darío Jaramillo Agudelo, y a Delirio de Laura Restrepo, novelas que cuentan cómo las clases altas se fueron contaminando con el narcotráfico—. No me encanta la narrativa de Juan Gabriel, pero me parece bueno, determinante en su escritura, a veces con más estilo que alma. Sus historias son muy particulares, y creo que cada vez es más contemporáneo, más a tono con el presente. Ahora, al buscar particularidades en los autores más recientes, se puede encontrar que la mayoría tiene la necesidad de hallar ritos de iniciación. La novela de Juan David Correa, por ejemplo, está deliciosamente escrita, se deja leer muy rápido. A mí me recordó mucho Un mundo para Julius de Bryce Echenique: un niño que descubre el mundo al observar a los mayores; es un niño perplejo. Su ensayo, casi testimonio, que se lo debía a su mamá, también es muy bello. Esa destrucción de Armero, ese caos propiciado por una naturaleza abrupta, es también parte de la mirada de ese niño perplejo que no solo ve el desbarajuste del país, sino que ve la propia impotencia frente a la naturaleza. La novela de Correa no es confesional, pero sí muy yóica: los máximos referentes están en su entorno, en lo cercano, en su familia y amigos. Eso es válido hoy, repito. 

Si nosotros nos acordamos de lo que pasaba con los escritores jóvenes de promociones anteriores (Andrés Caicedo a fines de los setenta; Hugo Chaparro Valderrama y Rafael Chaparro Madiedo a comienzos de los noventa), reconocemos que trasmiten la visión de una época: la música, los medios, el cine, el resquebrajamiento de la sociedad y la apertura a otras formas de vida, en fin, tantas cosas que obedecen a sus respectivos momentos. Creo que, si bien los más recientes transmiten la época, parece que no han salido de su percepción de ahogo y perplejidad, que no han podido mirar más allá de sus narices, de ese haber sido aplastados por la historia del país, de no tener verdaderos referentes, de haber nacido en una época de desencanto que los llevó al escepticismo. En todo caso, me parece que escriben bien, y no creo que sus obras sean intentos fallidos. Sucede que no han podido salir de todo lo que el mundo contemporáneo les ha dado y dejado como huella. En la promoción anterior —Mendoza, Gamboa y Franco, por ejemplo— uno ve mucho de historia personal en su narrativa, pero esta historia personal se teje de tal manera que se convierte en la radiografía de su tiempo. A pesar de mis diferencias frente a determinadas escrituras, lo que me gusta de ellos es el hecho de que logran transmitir el espíritu de crisis del momento en que les tocó vivir su adolescencia, su juventud y su proceso de madurez. En los otros noto claramente una afectación que hace que al escribir tengan un estilo muy ágil y desenvuelto, pero no está construido todavía alrededor de la capacidad de crear un mundo complejo. Todavía está muy replegado en su historia personal. 

Hay otro caso, muchos casos, como el de Ricardo Silva, por ejemplo, quien se mueve alrededor de la percepción de los medios, del cine, de lo banal que, me parece, refleja en sus diferentes libros de cuentos o novelas, búsquedas y problemáticas constantes. Esa es otra línea, la misma de Miguel Mendoza: aquí no se pierde el afuera ni el individuo, pero su tema fuerte es la banalización del sujeto a partir de la visión de los medios y las diversas sicosis. Este sería, pues, otro grupo. Es tal la proliferación de narradores, que yo diría no es fácil de abarcar en este momento. 

A. J. Tú has hecho un trabajo impresionante, por un lado, de recolección de escritores en antologías y, por otro, de crítica sobre su obra en ensayos, en los que muestras qué ha pasado con sus obras, cómo se han construido. Ante eso, ¿qué nos puedes contar de lo que significa hacer ese trabajo de seleccionar una serie de autores para hacer un ensayo o una antología? ¿Cómo se ha ido dando ese proceso dentro de tu visión de crítica literaria frente a la literatura colombiana y sus distintos procesos? 

L. M. G. Yo creo que hay dos cosas. Por una parte, la inquietud que se generó en mí cuando era estudiante de Literatura. Entonces, me enfrenté permanentemente al desdén por la literatura colombiana, pues muchos la consideraban mediocre o de poco valor. Cuando entré a trabajar la Universidad Nacional como docente, me seguí encontrando con profesores que creían que la literatura colombiana no merecía tanta dedicación. También tuve profesores magníficos, pero no tuve un solo curso, como estudiante de la Javeriana, de literatura colombiana. Yo aprendí a valorar y a reconocer nuestra literatura gracias a profesores y profesoras extranjeros, quienes venían a hablarnos de García Márquez y Mutis. Fue una profesora extranjera, Martha Canfield, quien nos hacía leer la poesía y la narrativa que iba saliendo aquí en Colombia en los años setenta. Así me encontré con Fayad, con Burgos, con Collazos, con Rojas Herazo, con Darío Ruiz y Fanny Buitrago. 

Cuando me enfrenté al papel de ser profesora en la Javeriana, cuando aún era muy joven, se organizó un congreso sobre cultura colombiana, y a mí me encargaron una charla sobre los hitos de la literatura colombiana para entender nuestra cultura a través de su literatura. Eso fue un reto para mí, porque me estaban pidiendo que hiciera un barrido, un recorrido, de la literatura colombiana, y yo no sabía qué era eso. Acepté ese reto porque los otros decían que eso era muy malo. Empecé por la narrativa, aunque pude haber inclinado con la poesía, ya que me habían enseñado que el nuestro era un país de poetas, aunque, a partir de todos mis estudios, ahora sé que somos un país de cuentistas, y que tenemos grandes narradores. Para este trabajo me entregué, pues, a la lectura de narrativa colombiana, con cierto temor, pues como decían que era muy mala, podía correr el riesgo de perder o dañar el gusto literario. Como estudiante a uno le da miedo eso. Era como una amenaza anunciada por algunos profesores que me rodeaban. Se partía de un principio: alguien que ha leído a Proust, a Faulkner, a los clásicos griegos y latinos, a los del Renacimiento, a los grandes vanguardistas, en fin, la gran literatura. Tras ese proceso, ¿como exponerse o literaturas menores? Debo reconocer que tenía pánico de leer a los colombianos y perder el gusto literario aprendido en los años de estudiante. 

Cuando empecé mi trabajo con las obras canónicas de la literatura colombiana, vi indicios de evolución y desarrollo, y noté cómo, en cada época, los autores lograban representar elementos de la cultura construyendo nuevos lenguajes. Eso me emocionó mucho. Cuando tuve la intervención que me habían solicitado, estaba muy nerviosa por mi ignorancia, pero al público de profesores de diversas universidades y facultades le gustó mucho lo que aporté, pues logré plasmar algunas reflexiones sobre los procesos de construcción del lenguaje narrativo en el siglo XX en Colombia. Luego, a comienzos de los ochenta, hubo un evento en la Universidad Javeriana, donde ya era profesora de literatura colombiana. Acababa de fundarse la Asociación de Colombianistas Norteamericanos, y se interesaron por el trabajo que yo había hecho. No olvido que muchos tildaban a esa asociación de mediocre. Por esa misma época, después de algún encuentro literario en algún lugar, Juan Gustavo Cobo Borda se me acercó y me dijo: "A usted le gusta estudiar la literatura de modo sistemático. Póngale cuidado a una serie de narradores colombianos nuevos. Tienen que ver con su generación, pero hay otros que son un poco mayores. No se le olvide que vamos a publicar próximamente a Andrés Caicedo, póngale cuidado; y también a Luis Fayad, a Ricardo Cano Gaviria y a Rodrigo Parra Sandoval". De jovencita, yo había leído cosas sueltas de Collazos, de Darío Ruíz Gómez, pero a partir del trabajo que me pidieron para el Congreso de Colombianistas y lo que me dijo Cobo, empecé a leer a todos estos autores, y encontré una literatura muy diversa, con vertientes diferentes a las que nos habían enseñado. Me pareció que había intereses y búsquedas inquietantes, y si en muchos escritores encontré una cercanía con el boom narrativo latinoamericano —pues encontraba elementos de experimentación—, encontré también otras propuestas que surgían de la necesidad de deslindarse de Gabriel García Márquez, de la literatura comprometida. Aparecía así la exploración en la ciudad, en la música, capté otros ritmos narrativos y me pareció que eso implicaba un reto importante. 

En 1995, alguien creyó que yo sabía mucho de literatura colombiana y me pidió que hiciera una antología de cuento colombiano. Estoy hablando de una agencia editorial que no logró dar frutos, La bicicleta invisible, dirigida por Anna María Rodríguez y Adriana Urrea. Yo no sabía tanto de literatura colombiana como para preparar una antología para una editorial de renombre, solo había leído a ciertos autores, pero otra vez me gustó el reto. De ahí salió la primera antología, que buscó recoger las nuevas propuestas de la cuentística más reciente. Yo estaba muy asustada porque no conocía a todos los autores, pero no me interesé solo por los consagrados, sino además por aquellos en los que había nuevas propuestas. Me encantó darme cuenta de la capacidad narrativa en Colombia. Esta antología iba a ser publicada en convenio con la Universidad Javeriana, pero se llegó a la conclusión de que en este país no interesaba el cuento y mucho menos el de autores nacionales, así que al final lo publicó el Fondo de Cultura Económica en 1997. Por esos años, además, se había generado un debate muy interesante en la prensa, en el que se cuestionaba la calidad del cuento escrito en Colombia. Se elogiaba la cuentística publicada entre los sesenta y setenta, y algunos participantes en el hablaban de promesas. Fue tan virulento el debate, que me puse en la tarea de leer a ver quiénes tenían razón para menospreciar algunas voces y anunciar nuevas. 

Luego me llamaron de Planeta y me dijeron que habían conocido mi antología de cuentistas, y que les gustaría una de mujeres. Eso fue en 1998. Empecé a preguntarme por narradoras contemporáneas. Alcancé a percibir que, en Colombia, la mujer había sido más próxima a la poesía que a la narrativa, pero empecé a buscar. Me propuse mostrar la evolución de la narrativa escrita por mujeres en Colombia. En la editorial aceptaron mi propuesta. Tuve dedicarme nuevamente al estudio, pero claro, yo ya llevaba un tiempo como profesora, y en mis cursos siempre me interesaba incluir colombianos y colombianas, así que ya tenía un poquito de trayectoria. Ese fue otro azar que me llevó a seguir profundizando y redescubriendo la literatura colombiana que había sido ignorada por muchos. 

Creo que la docencia permite hacer antologías personales a partir de los autores que uno incluye en sus cursos, a partir de la preocupación por determinados temas —aunque también hay que ser receptivo ante lo que se dice hoy, y lo que se ha hecho antes—. Luego, Alfaguara solicitó un concepto sobre los narradores más jóvenes, pues querían dar cuenta de la narrativa del fin de milenio. De esa forma, me acerqué a la narrativa escrita por autores nacidos en los sesenta y los primeros años de los setenta. 

Cuando me llamaron de nuevo del Fondo de Cultura, yo me había dado cuenta de que ya había adquirido eso que no tenía al comienzo: un barrido, un mapa de la literatura colombiana. Empezamos, pues, una nueva antología que quise comenzar con el inicio de la literatura en este país. Para ello, busqué asesorías en tradición oral y mitologías, en textos de la Colonia y el siglo XIX. Leí muchos mitos maravillosos para poder seleccionar alguno de las diferentes etnias y llamar la atención sobre el valor literario de esos textos sagrados y de cómo se vinculan a la tradición del contar en nuestro país. También logré percibir cómo se fue configurando el género hasta llegar a su plenitud y a la diversificación actual. En ese proceso, empezamos a involucrar a las narraciones marginales, como la literatura para niños y jóvenes, y lo que se conoce como minicuento. 

Ahora, aun con todo el trabajo que he realizado, no sé tanto de literatura colombiana como algunos creen. Conozco unos autores, pero no estoy actualizada, porque estos últimos años, después del fenómeno García Márquez, como ya he dicho, proliferó la necesidad de los autores de buscar caminos distintos. Se ha escrito mucho, se sigue escribiendo en este país de narradores. 

A. J. ¿Qué crees que está pasando en este momento en las universidades y en las editoriales en cuanto al trabajo de hacer antologías? ¿Qué está pasando ahora y en qué nos estamos quedando cortos frente a la literatura colombiana? 

L. M. G. Hace dos años me retiré de la docencia de tiempo completo, y en esos dos años me he dado cuenta de que, si bien las universidades tienen cursos de literatura colombiana, los egresados de estas carreras —y los estudiosos, además de profesores y profesoras— que están interesados en esta línea de investigación son muy pocos y ocasionales, aunque hay más que hace unos años, eso debo reconocerlo. En cuanto al trabajo de las editoriales, creo que se están dedicando a publicar a sus propios autores, como en el caso de Planeta. Alfaguara lleva un tiempo en crisis de autores nuevos. Entiendo que, tanto Planeta como Alfaguara, están en un momento de activación. Igual, pienso que la literatura colombiana, o mejor aún, la literatura en general, las artes, y lo cultural en el país, están muy adormecidos en muchas cosas. Las universidades también tienen que moverse en este tema. La maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia tiene una ventaja, que es la promoción de la escritura. Sin embargo, hay que preguntarse qué hacen las personas con sus manuscritos después de hacer la maestría. No solo debe promoverse la creación, sino también la circulación de nuestra propia literatura. Al volver a la Javeriana a dar clases, me dio mucho gusto darme cuenta de que habían creado el premio de Novela Breve. Esa es una manera de motivar la creación y de promoverla. No se trata solamente de premiar al ganador, sino también de hacer ruido, de darlo a conocer. Eso es un incentivo. 

Hay otra cosa que sí me ha motivado —y que sé que se está moviendo mucho y con fuerza—: el mundo de las pequeñas editoriales. No tenemos que estar pensando solamente en las multinacionales, porque ellas publican lo que quieren leer algunos, obras o autores que en muchos casos son flor de un día. Hay que creer en el trabajo de crear nuevos lectores, preparar nuevos lectores a través de nuevas literaturas. Yo creo que las cosas están cambiando, y que hay inquietudes que son muy lindas, por lo menos en Colombia, que tienen que ver con la publicación y la circulación. Creo que hay que apoyar estos proyectos. Apoyarlos es llevar los manuscritos y decir: "Yo pago la edición". ¿Por qué no? No se trata de publicar cualquier cosa, sino de llevar los libros y someterlos a comités editoriales y, por supuesto, estar dispuestos a oír un sí o un no. Hay que pensar también en la calidad de las obras que se publican, no publicar solo promesas de momento. 

A. J. A propósito de ese mismo tema, en la entrevista que hicimos a Julio Paredes, él decía que esa proliferación de editoriales independientes iba a permitir el renacer de los editores. ¿Tú qué piensas al respecto? 

L. M. G. Yo sí creo que eso tiene que darse, y que es lo ideal. En ese sentido, eso sería una zancadilla total a las grandes editoriales, porque no puede ser que se tenga que fomentar el mal gusto creyendo que todos quieren leer lo mismo. Hay premios, sin mencionar nombres, que compran la primera edición de un libro ganador y, a la semana siguiente, lo publican con el letrero de "segunda edición" para que la gente corra a ver qué es eso que se está vendiendo tanto. Hay autores que se conforman con ganarse el derecho a la publicación pero, ¿por qué no pensar también en la promoción y divulgación? Si yo tuviera modo y tiempo, participaría de una editorial y no pensaría en qué tipo de libro vamos a publicar, sino en qué tipo de literatura vamos a proponer. 

A. J. Pensando no solo en el autor sino en las obras mismas, ¿cuáles serían las tendencias, los temas importantes de estos últimos veinte años, y cuáles son esos grandes hitos que están ahí presentes para las nuevas generaciones? 

L. M. G. No me interesan los temas de moda, sino las obras que tienen un trasfondo. Cuando hablo de esto, hablo de una densidad de pensamiento, de una concepción de historia o de vida y, asimismo, de literatura. Vaticinar es muy difícil. ¿Qué interesará leer en futuro a un lector ? Creo que una vertiente que va a quedar por lo menos consagrada es, con muy pocas obras en Colombia, la nueva novela histórica, la de pensamiento y reflexión. No tiene que ser la nueva novela histórica según los postulados teóricos de algunos autores. La contestataria, la irreverente, la que suscita risa, la que reinventa la historia y la cuenta con las coordenadas del presente, siempre respetando el pasado. Para eso creo que hay novelas que funcionan, y que han sido tenidas en cuenta en otros países. Hay otras que no han sido descubiertas aún. 

El carácter experimental de algunas obras también es importante. Hay autores que han experimentado a partir de la literatura, de la ficción como espacio para reflexión sobre el hecho creativo, y han establecido, o establecieron, una serie de parámetros con líneas experimentales desde la forma. No se trata de la experimentación como simple juego, sino como medio para poder contar la complejidad del mundo contemporáneo y de la vida en general. 

Me gustaría que quedaran para la posteridad algunas obras o tendencias en las que se muestre la densidad de la existencia. Me refiero a obras que no hablan solamente de los temas o de los problemas del momento en que el autor escribe, sino en las que esos temas y problemas trascienden el momento y se pueden relacionar con otras épocas y otras sociedades y culturas. Para mí, esas serían las tres tendencias o los tres factores que vale la pena resaltar en el presente: la historia, algo experimental y algo que tenga que ver con la renovación y la puesta en escena de la vida en movimiento, lo que requiere algo más que estructura llana. 

A. J. ¿Podríamos hablar del panorama de la poesía de estos últimos veinte años? ¿Cuáles son esos poetas que tú crees que valen la pena? 

L. M. G. No tenemos una poesía muy renovadora, aunque hay muy buenos poetas. Yo creo que a partir de la Generación sin Nombre hay algunos poetas que son definitivos: Giovanni Quessep es maravilloso en toda esa fusión de imaginarios, tonalidades y ritmos; lo constituye la renovación de la tradición modernista. Giovanni es anacrónico en su sentimiento y renovador en la sumatoria de ritmos. También resalto algo de Darío Jaramillo Agudelo, sobre todo, algo de su poesía amorosa y de su poesía crítica. Gómez Jattin, aunque no toda su obra. La exquisitez de José Manuel Arango es indudable. Cada nuevo libro de Juan Manuel Roca, indudablemente, es mejor que el anterior. Me resulta interesante Cobo Borda y su lírica escéptica de forma equilibrada. En el campo femenino está Piedad Bonnett con esa poesía cotidiana y desgarrada que puede leerse en su último libro. No se debe desconocer de ninguna manera a María Mercedes Carranza, hay que tenerla en cuenta por su ironía dolorosa, por el cinismo. Hay y ha habido muchos poetas, no cabe duda. 

A propósito, yo sí creo que la poesía colombiana es muy solemne, y en ese sentido muy tradicional. A la poesía colombiana le falta lo que a veces le sobra a otras, como la chilena, que es llena de rupturas, así como la peruana o la argentina. Por eso, ellos pueden tener tantísimos autores de tan diversas posibilidades expresivas. Para mí, estas que menciono son voces fundamentales, aunque sé que se me quedan muchos por fuera. Diría que, entre las voces más recientes, Andrea Cote promete. 

A. J. Terminemos entonces con una recomendación: ¿cuáles crees que son las quince novelas necesarias de estos veinte años, las que tú creas que nuestros alumnos deben leer, a las que todos debemos acercarnos para enamorarnos de ellas? 

L. M. G. Es tan difícil recomendar en un país que no cree en lo propio… Yo siempre he dicho que voy un poquito atrás, así que pienso en La tejedora de coronas, publicada ya hace treinta años, en La ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor, entre las novelas históricas. 

También recomendaría mucho los cuentos de Marvel Moreno, publicados en los ochenta. De Parra Sandoval me interesa la novela que ganó uno de los premios de Casa de las Américas, Faraón Angola. Es un viaje por la violencia que muestra esa necesidad de construir identidades en un país donde todo parece perdido. Esta novela no solo se relaciona con toda la obra de este autor, sino con sus comienzos en El álbum secreto del Sagrado Corazón. Diría que Fémina suite de R. H. Moreno-Durán es determinante a la hora de hablar de narradores del deslinde, como también lo es la novela teatral Cuestión de hábitos, que me parece juguetona y deliciosa de leer, rica en referentes. También está Sin remedio de Antonio Caballero y Los parientes de Ester de Luis Fayad, pues son definitivas para entender ciudades y épocas. Recomendaría los cuentos de Fanny Buitrago y Alba Lucía Ángel, los de Julio Paredes, que me parecen sustanciales. De Vallejo, La Virgen de los sicarios, por esa ecuación país y gramática en descomposición, y de esa línea me gusta mucho Rosario Tijeras, de Jorge Franco, por el dolor que transmite de manera acongojada y sorprendente. 

A. J. Yo defiendo mucho a Rosario Tijeras porque es un acto de duelo muy interesante. 

L. M. G. Yo no entiendo que la gente se moleste cuando uno confiesa que le gusta. Es, igual que La virgen de los sicarios de Vallejo, un constante cuestionamiento sobre los valores y, sí, un acto de duelo. De Mario Mendoza, me gusta La travesía del vidente, sus cuentos tenebrosos. De Collazos, me gustan sus libros de cuentos. Lina María Pérez es otra autora a la que no se le ha atendido mucho en este país, pero casi todos sus libros de cuentos han sido premiados a nivel nacional e internacional. Hay que leer a Pablo Montoya y sus novelas históricas, así como los cuentos de Enrique Serrano. Se me dificulta mucho recomendar las novelas premiadas por grandes editoriales, aunque me parecen buenas en determinados sentidos, pero considero que están más relacionadas con la imagen que tienen de nosotros después de Macondo: la del horror por la violencia. Hay un libro de cuentos de una escritora de Medellín que es muy sugestivo: Las tres pasas, de Ester Fleisacher. Reúne cuentos sobre judíos que han de ser de historias que ella oía de niña. También me parece atractivo El rumor del astracán, de Azriel Bibliowicz. Por otro lado, desde su visión muy clásica, recomiendo El inquilino, de Guido Tamayo, que ganó el premio de Novela Breve de la Universidad Javeriana. Ante los autores más jóvenes, prefiero esperar. Sé que dejo muchas obras por fuera. A veces la memoria selectiva comete sus injusticias... 

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Jaramillo Morales, A. (2012). Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes. Literatura: teoría, historia, crítica, 14(1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961

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[1]
Jaramillo Morales, A. 2012. Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes. Literatura: teoría, historia, crítica. 14, 1 (ene. 2012).

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(1)
Jaramillo Morales, A. Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes. Lit. Teor. Hist. Crít. 2012, 14.

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JARAMILLO MORALES, A. Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 14, n. 1, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961. Acesso em: 29 mar. 2024.

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Jaramillo Morales, Alejandra. 2012. «Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes». Literatura: Teoría, Historia, crítica 14 (1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961.

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Jaramillo Morales, A. (2012) «Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes», Literatura: teoría, historia, crítica, 14(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961 (Accedido: 29 marzo 2024).

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A. Jaramillo Morales, «Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 14, n.º 1, ene. 2012.

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Jaramillo Morales, A. «Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 14, n.º 1, enero de 2012, https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961.

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Jaramillo Morales, Alejandra. «Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes». Literatura: teoría, historia, crítica 14, no. 1 (enero 1, 2012). Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961.

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1.
Jaramillo Morales A. Entre la lectura y la vida:entrevista a Julio Paredes. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de enero de 2012 [citado 29 de marzo de 2024];14(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30961

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