Publicado

2014-07-01

Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada

DOI:

https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47216

Palabras clave:

Luis Tejada, poema en prosa, crónica, modernismo, Gotas de tinta. (es)

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Autores/as

  • Santiago Gallego Franco Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín
El presente ensayo sobre Luis Tejada representa una aproximación a la obra literaria del autor colombiano. Sin una intención de exhaustividad, en un principio se hace una síntesis biográfica del escritor; luego se establece una discusión sobre el género literario de las crónicas, a partir de lo dicho por Vidales, Cobo Borda, Loaiza Cano y Galán Casanova. Se propone un acercamiento desde el denominado género del poema en prosa, y se observan algunas de las características de las denominadas “crónicas” de Tejada.

https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47216

UNA POÉTICA JOVIAL: APROXIMACIÓN OBLICUA A LA OBRA DE LUIS TEJADA

Uma poética jovial: aproximação oblíqua à obra de Luis Tejada

INTEGRAL DERIVATIVESA Jovial Poetic: an Oblique Approach to the Work of Luis Tejada

Santiago Gallego Franco
Universidad Pontificia Bolivariana – Medellín, Colombia
gallegoyfranco@googlemail.com

Artículo de reflexión.
Recibido: 08/03/13; aceptado: 13/11/13.


El presente ensayo sobre Luis Tejada representa una aproximación a la obra literaria del autor colombiano. Sin una intención de exhaustividad, en un principio se hace una síntesis biográfica del escritor; luego se establece una discusión sobre el género literario de las crónicas, a partir de lo dicho por Vidales, Cobo Borda, Loaiza Cano y Galán Casanova. Se propone un acercamiento desde el denominado género del poema en prosa, y se observan algunas de las características de las denominadas "crónicas" de Tejada.

Palabras clave: Luis Tejada; poema en prosa; crónica; modernismo; Gotas de tinta.

O presente ensaio sobre Luis Tejada representa uma aproximaçâo à obra literária do autor colombiano. Sem uma intençâo de exaustividade, num princípio se faz uma síntese biográfica do escritor; em seguida, estabelece-se uma discussâo sobre o gênero literário das crônicas, a partir do dito por Vidales, Cobo Borda, Loaiza Cano e Galán Casanova. Propõe-se uma aproximaçâo que parte do denominado gênero do poema em prosa e observam-se algumas das características das denominadas "crônicas" de Tejada.

Palavras-chave: Luis Tejada; poema em prosa; crônica; modernismo; Gostas de tinta.

This essay on Luis Tejada represents an approach to the Colombian author’s literary work. Without intention of thoroughness, initially, a biographical summary is made of the writer, followed by a discussion of the literary genre of the chronicles, from what Vidales, Cobo Borda, Cano Loaiza and Galan Casanova said. An approach from the so-called genre of prose poem is proposed, and some of the characteristic of the so-called "chronicles" of Tejada are observed.

Keywords: Luis Tejada; prose poem; chronicle; modernism; Gotas de tinta.

¡Yo quisiera escribir el poema de las pequeñas llamas misteriosas
que alientan un instante a nuestro lado, o pasan intermitentes y fugaces a lo largo de nuestra vida! Luis Tejada, "Las llamas"

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La obra de Luis Tejada vive en el seno de pequeños círculos de lectores que le rinden venal admiración. El completo olvido le ha sido negado gracias al obstinado propósito ocasional de algún poeta o biógrafo encargado de recordar a un autor que se autoproclamó, con cierta humildad, cronista, y al que le hace más justicia el título de escritor o poeta. Añadir un episodio más a esta dilatada historia de decidida obstinación es el propósito de esta nota.

La vida de Tejada fue breve e intensa. Nació en el pueblo de Barbosa el 7 de febrero de 1898 y murió en Girardot el 17 de septiembre de 1924. A sus veintiséis años había vivido en Barranquilla, Medellín, Pereira y Bogotá. Había publicado un libro (Libro de crónicas) y sido padre de un hijo que murió prematuramente. También había militado en el Partido Comunista Colombiano, junto al poeta Luis Vidales, contraído las muy literarias y decimonónicas enfermedades de la sífilis y la tuberculosis, y no sin exceso retórico lo habían nombrado "príncipe de los cronistas colombianos". Vistos con más detalle, algunos eventos de su vida ayudan a entender la formación intelectual de este alegre pastor industrial.

Su padre era Benjamín Tejada Córdoba, educador, periodista y vibrante orador de vocación liberal. Juan Gustavo Cobo Borda cuenta la anécdota irresistible de un Tejada Córdoba comprometido en cierta campaña antialcohólica que llegó a tener sesenta y seis sociedades y 82.000 socios en contra del "funesto vicio": "La tradición oral recuerda el hecho de que sus beligerantes conferencias eran celebradas, posteriormente, con copiosas libaciones de aguardiente" (Cobo Borda 1977, 15). Comerciante en bancarrota y fecundo fundador de colegios, Tejada Córdoba murió en Bogotá, un año después que Luis, siendo profesor de la Universidad Libre "y en la misma forma como había vivido y como vivió su hijo: en la mayor pobreza" (17). La madre de Tejada era María Isabel de las Mercedes Cano, familiar de Fidel Cano, fundador del diario liberal El Espectador. Allí Tejada escribiría la mayor parte de sus notas.

La acostumbrada biografía de los escritores casi siempre coincide en hablar de sus genialidades o excentricidades prematuras. Así, se cuenta que a los once años Tejada leía vorazmente las obras de Sir Arthur Conan Doyle, de quien heredó quizás su perdurable vocación de detective trascendental, y que a los catorce ingresó a la Escuela Normal de Varones, donde se hizo a la malquerencia profesoral por leer el Emilio de Rousseau. En su reglamento de 1910, la Normal disponía: "[se prohíbe] tener en el establecimiento discusiones sobre política o novelas de cualquier género que sean, o aun ocuparse en su lectura" (Galán Casanova 1993, 42). Para graduarse en el instituto presentó una tesis titulada Métodos modernos, donde defendía las nuevas pedagogías que comenzaron a aplicarse en algunos centros educativos del país, como en el Gimnasio Moderno de Bogotá. Monseñor Rafael María Carrasquilla, desde el púlpito del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, advertía por entonces con tufillo censor y católica mojigatería usual: "Poner en manos de los jóvenes que se educan para maestros toda clase de obras católicas y heterodoxas, sanas y venenosas, para que ellos formen su criterio es, para usar de la frase más suave que encuentro, una gravísima imprudencia" (45). No es difícil preverlo: al final de sus estudios el novel progresista no obtuvo su título de maestro y en adelante se consagró a una suerte de periodismo poético que en breve discutiré.

La generación a la que perteneció Tejada fue aquella conocida como la de "Los Nuevos". Generación preocupada por la búsqueda de la renovación poética y política en una república de gramáticos (que casi es lo mismo que decir "de conservadores"). Tanto León de Greiff como Luis Vidales, Jorge Zalamea, el caricaturista Ricardo Rendón y el mismo Tejada se despreocuparon por la preservación de moldes viejos, tarea que se había propuesto con ahínco Marco Fidel Suárez, un gramático que, con ignorancia deliberada de Nietzsche y decidido anacronismo, insistía fervorosa —candorosamente— en la comunión indisoluble entre belleza y bien moral, así como en la necesidad de que la Iglesia y el Estado fueran uno. A él se dirigió Tejada sin prescindir de la crueldad:

[…] los personajes a quienes se dirigen con naturalidad como si existieran realmente, son criaturas que desaparecieron hace muchos días; las ideas que expresan, son ideas que lógicamente pudieran haberse tenido hace cincuenta años; y cuando por casualidad mencionan un nombre o un suceso actual, lo hacen en una forma vaga y sibilina, como el que, en el siglo anterior, se hubiera puesto a profetizar lo que está sucediendo hoy. ("El resucitado", 119)1

Tartamudo, bohemio y conjeturador feliz, a Tejada lo afligieron múltiples penurias durante su vida, salvo la radical falta de confianza. Zalamea coincide con esto: "Pero él nunca dudó. Parece que fue la única prueba de los apóstoles que no tuvo que sufrir, porque el entusiasmo de su juventud no le permitía el escepticismo" ([1924] 1977, 398). Su temprana fe en la pedagogía dio paso a su fe en el comunismo; conservó siempre, pues, el deseo de creer. Ello explica su irritación frente a la ironía:

La ironía no es, como suele decirse, demasiado irónicamente, un síntoma de agilidad intelectual; es más bien una rigidez, una inercia, un estancamiento de la mente dentro del círculo reducido que afecta a la apariencia de las cosas, a su forma externa, a su superficie. ("Diatriba de la ironía", 169)

El último año de su vida lo concentró en su militancia política, que afectó notablemente el tono y tema de sus publicaciones en El Espectador. Se ocupó, en consecuencia, del salario de la mujer, las revueltas universitarias, los manifiestos nacionalistas de jóvenes conservadores y la necesidad de combatir el dogmatismo eclesiástico (Cobo Borda 1977, 20). En sus últimos días abandonó Bogotá por recomendación médica, para instalarse en las cálidas tierras de Girardot, donde al fin murió joven.

Un año después de su muerte, Alberto Lleras lo recordó desde Buenos Aires así:

Luis Tejada, diminuto y nervioso, barbudo, vibrante, ágil, elevando su voz de violín destemplado sobre todos sus compañeros de café o de redacción. Luis Tejada, aislado del ruido sordo de la maquinaria, escribiendo con dificultad pulimentadora y sintética notas breves sobre todo lo que giraba a su alrededor, con una unción franciscana y de agradecimiento hacia las cosas y los hombres, que me conmovía desoladamente. Luis Tejada, comunista, abandonando a sus ideas lo único que le quedaba por entregar de su personalidad y cambiando su vida de contemplativo, por una agitación permanente en que a veces yo quería buscar el gesto de demencia cuando solo podía haber la locura apostólica. Luis Tejada, un hombrecillo diminuto que tenía un alma tan grande, que no tenía miedo de venderla todas las tardes a la redacción del periódico y verterla en cuarenta líneas de linotipo. (Citado en Cobo Borda 1977, 19)

ii

Aunque colaboró con el semanario El Sol y con la revista Cromos, el grueso del trabajo de Tejada fue publicado en el diario El Espectador, donde el escritor tenía dos columnas: una titulada "Mesa de redacción" (que hacía parte de la sección editorial y trataba mayormente temas políticos), y otra llamada "Gotas de tinta", donde abordaba temáticas más amplias. Se trataban todas ellas, salvo unas pocas más extensas aparecidas en Cromos, de textos breves, bautizados por él mismo como "crónicas", y que rondaban las mil palabras.

Publicado el año de su muerte con el patrocinio del "doctor Villa Álvarez" (Cobo Borda 1977, 13), oscuro mecenas de quien no tenemos más noticia que la de sus apellidos, el Libro de crónicas reunió, en 130 páginas, cuarenta y siete textos publicados previamente por Tejada, quien hablaba así de él:          

Las ciento cincuenta páginas que formarán mi primer libro, mi Libro de crónicas, son todas contradictorias. Escritas en épocas distintas, bajo distintas impresiones, puestas allí sin orden alguno; la primera de esas crónicas puede estar rebatida en la que le sigue; esta en la siguiente, y así… Es un libro para gentes ocupadas, que no pueden, que no tienen tiempo de leer los grandes y famosos libros. Mi libro será un libro para leer en el tranvía; para entretener los ratos ociosos de las muchachas inteligentes. (Citado en Cobo Borda 1977, 26)

El libro se reeditó en 1961 (Ediciones Triángulo) y en 1997 (Editorial Norma). Una edición del Instituto Colombiano de Cultura (1977), titulada Gotas de tinta, reprodujo aquel primer y único libro de Tejada y añadió unas ochenta crónicas más tomadas de El Espectador (publicadas entre 1921 y 1924), otras del semanario El Sol y unas más de la revista Cromos. Una edición de 1989 (Mesa de redacción, Editorial Universidad de Antioquia) recopiló textos diferentes a los publicados en la versión del Instituto Colombiano de Cultura y, en 2007, la misma editorial de la Universidad de Antioquia publicó, a cargo del historiador Gilberto Loaiza Cano, una Nueva antología de Luis Tejada.

Alguna literatura sobre Tejada, sin ser abundante, ha aparecido en las últimas décadas. De 1993 es el trabajo monográfico del sociólogo John Byron Orrego, titulado Luis Tejada Cano y el inicio de la modernidad literaria en Colombia (Concejo de Medellín); de 1994, la biografía Luis Tejada: una crónica para el cronista, del poeta Víctor Bustamante (Editorial Babel); del año siguiente, el ensayo Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura, del ya citado Loaiza Cano (Tercer Mundo Editores), y de 2006, la biografía de afortunado título Luis Tejada: vida breve, crítica crónica, del poeta John Galán Casanova (Editorial Panamericana).

Podría decirse que Tejada estuvo sepultado en el olvido durante los cincuenta años posteriores a su muerte. Su amigo y compañero político Luis Vidales no economizó un par de neologismos al censurarle a Colombia, en 1976, esta negligencia:

El olvido, el estado letárgico parece ser la palabra de orden de esta sociología. Se trata de un entresueño, de un segismundismo, de un yacer soporífero, de un estado de catalepsia, de una condición hipnótica, de un sonambulismo, de una vagotomía vegetal. (Luis Vidales [1976] 1977, 410)

El que todavía hoy existan lectores fervorosos de Tejada en un país que carece de anticuarios compulsivos o de afanados nacionalistas demuestra al menos que su obra no es una vieja curiosidad del pasado. Sociólogos e historiadores han leído sus crónicas como documentos sociales y con ellos han reconstruido el proceso modernizador en las primeras décadas del siglo XX en Colombia; su calidad estética, en tanto, no ha envejecido, y de allí que Tejada siga interesando a los poetas. Y a todos, aunque de manera incidental (y está bien que así sea), les ha intrigado un mismo asunto: ¿qué son estas autoproclamadas "crónicas"?

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Una dificultad elemental y hasta aquí inconfesada ha entorpecido la redacción de estas líneas. El lector atento ya lo habrá notado: me he referido mayormente a la "obra" de Tejada o a sus "textos" o "notas", vacilando en llamarlos "crónicas" (como él lo quiso, al bautizarlos así, en el título de su único libro). Todos aquellos que han escrito sobre él oscilan entre la justificación de esa denominación y un intento por redefinir el género de la obra. Sin querer agotar una discusión que no supera aquella inocua y extensa sobre el sexo de los ángeles, documento dicha polémica a manera de curiosidad y anécdota.

El poeta Cobo Borda ve inusuales características en la crónica. Dice: "La crónica, que es hasta cierto punto periodismo pero que es, ante todo, buena prosa, oscila entre el ensayo breve y la digresión aguda, y tiene a Luis Tejada como su más destacado exponente" (Cobo Borda 1977, 22). No sin aparente maldad y acertada intuición, Cobo Borda contrapone buena prosa y periodismo; su definición de la crónica, sin embargo, parece acercarse más a la del artículo de opinión o a la del ensayo tal como lo conoció y practicó Montaigne: "Ella [la crónica] ya no busca tanto la transmisión de novedades, como lo fue en sus orígenes; […] sino más bien […] glosar en un apunte breve, un comentario incisivo, una mirada al sesgo, la realidad entera" (22).

Simpático: García Berrío y Huerta Calvo (1995), en Los géneros literarios, casi hablan en los mismos términos sobre el ensayo, señalando que este posee una "prosa literaria sin estructura prefijada, que admite la exposición y argumentación lógica, junto a las digresiones, en un escrito breve sin intención de exhaustividad" (224). Y antes informan:

[…] en determinadas épocas ha prevalecido un concepto del mismo muy estetizante, hasta el punto de que los límites entre lo didáctico y lo ficcional han llegado a diluirse. Incluso en nuestros días, el artículo periodístico —por hablar de una forma simple— presenta en muchos de sus cultivadores un alto grado de intención artística. (218)

Todo lo cual aparece reiteradamente en las crónicas/ensayos de Tejada, donde los límites entre poesía, ensayo y crónica son difusos.

Por otra parte, la reacción del poeta Vidales frente al género de la obra de Tejada es enfática y está acompañada por una furia amena que siempre ha despertado en mí una sonrisa de íntima complicidad. Repaso brevemente esos énfasis. Dice Vidales: "No hay en la literatura de aplicación periodística del ciclo en que Luis Tejada se expresa, nada entre los cronistas de habla castellana […] que se le parezca ni remotamente" ([1976] 1977, 411). También se refiere a las "mal llamadas crónicas" (411) e insiste:

He dicho que la palabra "crónica", como designó Tejada sus producciones y como se suelen catalogar estas, no responde a la evaluación que hoy estamos en capacidad de hacer de esa obra, y es una subestimación, por tanto, de la misma. […] las crónicas de Tejada aparecen cada vez más puras, más vivaces, más alta poesía, más actuales y futuras y menos crónicas… (411)
Y termina concluyendo con soberbia sincera:
Por virtud de la esencia de cuanto escribió, su obra se sitúa en un plano de perennidad en el que el comején del tiempo no actúa. Me refiero al plano de la poesía, que es la única de las creaciones del ingenio humano que responde a cualidades implícitas del temperamento […], sin ayuda de materiales externos o de la muletería de las fuentes, documentos u otros papeles que requieren todas las otras manifestaciones de la labor intelectual. (411)

Una última conclusión que se suma al barullo general la emite Galán Casanova, quien no se resiste a glosar a Cobo Borda al describir la conformación híbrida de esos textos:

El valor literario de las crónicas de Tejada radica en su capacidad de condensar con fortuna cualidades propias de modalidades tan diversas como la narrativa, la poesía, el artículo periodístico o la crítica. La libertad que establece la crónica como género a medio camino entre el periodismo y la literatura impide que alguna de estas tendencias se apodere del texto, ajustándolo a sus convenciones específicas. (1993, 69)

La ambigüedad del género es, pues, una característica inherente a las crónicas/ensayos/poemas/textos/comentarios/notas breves escritas por Tejada hace noventa años. En ellas aparecen, sin embargo, varias declaraciones sobre sus intenciones y aspiraciones literarias; quizás en ellas se encuentre un hilo para salir de este laberinto en el que voluntariamente me he extraviado.

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Carme Arnau, hablando de un poeta catalán al que Tejada no conoció y que fue contemporáneo suyo, da una pista incidental para entender el propósito de la obra del colombiano. Refiriéndose al Glosari de Eugeni D’Ors, dice: "Pretenia essencialment de comentar l’actualitat barcelonina literària i ciutadana de manera que se’n desprengués una lliçó; així, a més d’assenyalar quines eren ‘lis palpitacions del temps’, tractava d’elevar l’anècdota a categoria" (Arnau citada en D’Ors 1992, 6). Es decir, tal como puede leerse en el Libro de crónicas y en el Glosari, tanto D’Ors como Tejada se interesaron por lo contingente, lo actual, lo momentáneo (materia de la que se sirve la "crónica"), intentando construir un tejido con ello, una forma perdurable en el tiempo (aspiración propia de la "poesía"). La dicotomía reconocida por Cobo Borda, Vidales y Galán Casanova no es otra que aquella aparentemente irreconciliable entre "periodismo" y "literatura". Una propuesta bautismal para estos textos mestizos podría ser, se me ocurre, la de "crónicas poéticas" o esta que me gusta incluso más: "poesías crónicas".

Aun cuando cada texto de Tejada es una puesta en práctica de sus aspiraciones poéticas y de su filosofía estética, en lugares como "El teatro nacional", "Los versos", "Lo poético y lo prosaico" y "Las máquinas", se encuentran opiniones suyas que revelan sus concepciones sobre la escritura y el arte en general. Así, al renunciar a componer un detallado cuadro de costumbres —propósito común a la literatura que lo antecedió— Tejada escribe:               

Lo local es lo menos humano que hay en las cosas, y por eso, lo menos digno de llevarse al teatro. Y una obra que solo retrate tipos característicos locales de Bogotá, de Londres o de París, será siempre insignificante si debajo de la limitación local no se mueven elementos esenciales que hagan actual esa obra en todos los países y en todas las épocas. ("El teatro nacional", 246)

En "Lo poético y lo prosaico", a su vez, se perfila su posición estética, en la que no hay asuntos menos dignos que otros para la mirada, la contemplación y la enunciación. La exclusividad de la joven tuberculosa y de la rosa como objetos poéticos es, para él, cosa del pasado:

[…] los poetas están adquiriendo un concepto más general y más uniforme del universo; no han dejado, sin duda, de ser sensibles al valor poético de la rosa, pero principian a ser sensibles al valor poético de la zanahoria; han comprendido, al fin, que todo en el mundo es algo poético, inclusive el dinero. ("Lo poético y lo prosaico", 263)

Esta actitud le permite mirar la realidad de la naciente sociedad industrial colombiana sin parcelarla, de acuerdo con las viejas convenciones poéticas, entre las cosas admirables y las aborrecibles; incluso el dinero, el injuriado dinero burgués, es visto por él como un símbolo y es admirado como tal:

En la realidad de la vida moderna el dinero es el sustituto equivalente de las varitas mágicas, ¡tan poéticas! de los cuentos de hadas; con la misma maravillosa propiedad con que las varitas mágicas convertían a un patojo en príncipe o a una princesa en dragón, el dinero convierte una choza en castillo, un limpiabotas en millonario, o un poeta en comerciante. ("Lo poético y lo prosaico", 263)

En "Las llamas" también dice: "Para hallar algo verdadera y delicadamente conmovedor en la Naturaleza, hay que buscarlo en los matices efímeros, en los escorzos ligeros, en todos esos menudos hechos que nadie advierte, pero que encierran a veces una belleza extraña y sutil" ("Las llamas", 288). Pero si esta reconciliación con las cosas simples es novedosa y elocuente, pues indica la dirección hacia donde mira este poeta crónico, su concepción sobre las palabras que las cosas reclaman no es menos interesante. Porque no se trata de ver la zanahoria y disfrazarla de metáforas autorizadas por la tradición ni de arroparla con los trajes de las consabidas palabras "poéticas" (que casi son sinónimo de "extrañas", cuando no de "afectadas" u "oscuras"), sino de darle a la ennoblecida zanahoria "palabras nuevas" (las mismas palabras nuevas que reclamaba por esos días su contemporáneo Alberto Caeiro).

Tejada reniega, así, de los denominados "versos perfectos" y exige que los poetas se olviden de la tiranía de la métrica y de la música, reclamando lo ligeramente sorprendente e inesperado:

Quiero los versos un poco descoyuntados, pero vivos y que vengan formados de palabras, no exóticas, sino simplemente imprevistas; que envuelvan al mismo tiempo una idea o una imagen, no nueva, sino que apenas nos deje atónitos, un poco sorprendidos […]. ("Los versos", 283)

Aquí se aúnan, entonces, vida, imprevisión y sorpresa: pero contrario a lo que podría esperarse frente a cualquier tentativa de automatismo en la composición escrita de Tejada, para él existe una firme convicción sobre la naturaleza de su arte como trabajo, decantación y concreción. En "Las máquinas", por ejemplo, habla del afán del escritor por "sacar con limpieza su intención, pulir y concretar la frase inasible, embellecer y esclarecer el párrafo reacio" (192).

Sin embargo, y a pesar de esta vocación escultórica, su prosa logra la rara y anhelada virtud de la frescura y adquiere esa cualidad que Savater vio con justicia en Stevenson, pero que le negó a Mann: el encanto. Un encanto difícil de probar científicamente, cualidad que en Tejada se logra, me parece, gracias a su compleja y deliberada sencillez, que no deslumbra o intimida por la presencia de palabras exóticas, sino que emociona por el asalto de las imágenes, el ritmo envolvente de la prosa, la frecuencia de ideas aparentemente contradictorias o insólitas y también por su tendencia provocadora y buena, cara a Chesterton, de defender lo indefendible.

No hay mejor forma para entender la dirección de este camino andado por Tejada que recordar las palabras de Baudelaire sobre el artista en El pintor de la vida moderna, y que más de un siglo de teoría no ha podido terminar de oscurecer:

Il cherche ce quelque chose qu’on nous permettra d’appeler la modernité; car il ne se présente pas de meilleur mot pour exprimer l’idée en question. Il s’agit, pour lui, de dégager de la mode ce qu’elle peut contenir de poétique dans l’historique, de tirer l’éternel du transitoire. (1992, 354)

El artista moderno busca lo poético (lo eterno) en lo transitorio (lo histórico), y esa búsqueda ocurre durante la atenta observación de quien da un paseo. A mí me gusta imaginar a Tejada, como en un eco de mí mismo, caminando la ciudad con soledad nostálgica y con íntima alegría.

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Recuerdo el archiconocido y sincero anhelo de Baudelaire:

¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y dura como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia? Este ideal obsesivo nace, principalmente, de la frecuente visita a las ciudades modernas, del cruce de sus innumerables relaciones. ¿No ha intentado usted mismo, mi querido amigo, traducir en una canción el grito estridente del vidriero, y expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugerencias que ese grito envía hasta las buhardillas, a través de las más altas brumas de la calle? (1986, 46)

Ni la ya clásica Bernard (1959), ni Aullón de Haro (1979), ni Todorov (1983), y menos aún García Berrío y Huerta Calvo (1995), que toman los Poemas en prosa de Baudelaire como referencia obligada para sus aproximaciones conceptuales a este nuevo género decimonónico, son capaces de definirlo más allá de las anteriores palabras del escritor, a las que regresan siempre que se pierden en el bosque de sus propias especulaciones. Decir, por ejemplo, que "este nuevo subgénero se conforma, no solo en razón de criterios rítmicos o musicales sino también en el sentido de dar forma a esas nuevas relaciones del hombre con el medio urbano" (García Berrío y Huerta Calvo 1995, 166) no es falso, aunque ciertamente tampoco es rico, profundo o mínimamente esclarecedor del problema del género. Para entender la obra de un autor con frecuencia conviene alejarse de los manuales.

Y a falta de manuales sobre Tejada, en cualquier caso, no es impreciso señalar que sus pretensiones confesas son similares a las de Baudelaire, en lo que respecta a la atención sobre los aspectos inéditos de la realidad, así como a la composición fragmentaria y sinceramente sesgada de una literatura que desafía los convencionalismos formales de género. Los dos reclaman una renovación lírica. Pero hay, sin embargo, una notable diferencia histórica y de tono entre ambos: mientras Baudelaire construye la poética de una ciudad, de París, donde la democracia y la industrialización han dejado huellas tanto en el orden social como en la materialidad del espacio físico, Tejada es testigo de las incipientes transformaciones de unos pueblos que apenas comienzan a hacerse ciudades y donde cada vez son más importantes la industria y el comercio. En cuanto al tono, el título de la obra de Baudelaire —sobre el que quizás no se insiste con la suficiente frecuencia— es demoledoramente locuaz: El spleen de París. Esto es, la tristeza injustificada y duradera, el tedio en y de la ciudad. También la enfermedad de la metrópoli (la voz "spleen" es al mismo tiempo un órgano —el bazo— y la enfermedad del alma asociada a él: la melancolía).

Haciendo justicia a esa antiquísima tradición de la melancolía, cada sonrisa de Baudelaire es desdibujada por una amargura inocultable; incluso, su definición de belleza está atravesada por la herencia del siglo XIX sobre aquel "placer de estar triste", como lo llamó Víctor Hugo:

J’ai trouvé la définition de Beau, de mon Beau. C’est quelque chose d’ardent et de triste… Une tête séduisante et belle, une tête de femme, veux-je dire, c’est une tête qui fait rêver à la fois —mais d’une manière confuse— de volupté et de tristesse ; qui comporte une idée de mélancolie, de lassitude, même de satiété. […] Je ne prétends pas que le Joie ne puisse pas s’associer avec la Beauté, mais je dis que la Joie est un des ornements les plus vulgaires, tandis que la Mélancolie en est pour ainsi dire l’illustre compagne. (Baudelaire 1908, 84)

La ciudad de Tejada, en cambio, es el lugar de lo novedoso, vivo y palpitante; incluso cuando confiesa su tedio trascendental e incurable, lo alienta siempre el deseo de reír y de afirmar. Procura siempre, como recomendó Horacio, forjar una tenaz sonrisa.

Los títulos de los textos que componen su Libro de crónicas dan una imagen general de las temáticas que lo ocuparon e incluso permiten intuir algunas de las perspectivas tomadas en ellos. Algunos de esos títulos son: "El automóvil", "Los que lloran en el teatro", "Elegía a los perros muertos", "Antropofagia", "La cola", "Fantasía en madera", "Meditaciones ante una butaca", "Biografía de la corbata", "El sombrero, refugio del alma", "La ética del pantalón", "La tiranía de la higiene", "La apoteosis del vagabundo", "Los cordones", "Lo poético y lo prosaico".

Maldito, sifilítico y tuberculoso, esteta y predicador, Tejada renunció a la consabida salmodia cristiana según la cual la ciudad era la capital del pecado, discurso que en el libro del Génesis aparece desde el principio de los tiempos con ejemplos notables: baste recordar que el fundador de esta primera forma de perpetuar el pecado, a la que llamamos "ciudad", fue el fratricida Caín, y que en Sodoma y Gomorra un grupo de ciudadanos poco píos quería tener sexo anal con un par de ángeles desprevenidos, ganándose en breve una lluvia calurosa de ira divina. La ciudad, de acuerdo con esta larga tradición, se consume en sus propios vicios, mientras el paraíso perdido e imperturbable permanece en la distancia, florecido y lleno de monótonos árboles remotos.

Nada de ello se lee en Tejada. Y aun cuando fue temprano lector de Rousseau, como lo mencioné antes, no grita ridículos e insufribles lamentos frente a las fuentes y las flores, con un rictus característico de dolor artificioso, mientras anhela la vida silvestre o la infancia perdida. Prefiere conmoverse con los automóviles, las multitudes anónimas, la locomotora, las corbatas, los sombreros, los pantalones y los muebles de madera. Pero su genio, salvo en las ocasiones en que se maravilla con la guerra (la muerte prematura lo privó de ver las imágenes de la Segunda Guerra Mundial y no vivió la ininterrumpida guerra civil de Colombia durante los últimos sesenta años), nunca degenera en la sensiblería un tanto infantil de Marinetti, a quien leemos hoy con un premeditado gesto de indulgencia o con la lupa envejecida del anticuario.

Con su acierto característico, Cobo Borda advierte el reencuentro de Tejada con este paisaje nuevo, "[…] redescubierto en su desnudez, luego de idílicos cuadros de costumbres y empalagosa poesía lírica" (1977, 25).

vi

Hay una convicción central que alienta al deseo perdurable de Tejada de mirar la cotidianidad y celebrarla. La convicción de que existe un "misterioso sentido de las cosas" susceptible de ser desentrañado; una confianza trascendental en el poder del ojo que ve y de la palabra que revela y une.

La excusa del hecho noticioso, de tal modo, desata en él la imaginación feliz y le permite comentar, por ejemplo, el último título de Uruguay en un campeonato de fútbol, interesándole menos narrar o describir el evento que verlo como una "potencia de significación", si se me permite este título afrancesado y un tanto atroz. No es, pues, Santiago Gallego Franco el sumiso periodista notarial de los hechos diarios y banales, sino que se demora en ellos para decir algo más. Un algo más siempre matizado por la especulación un poco insólita y por las ganas de reír con gravedad postiza:

Por eso el triunfo en un concurso mundial de juegos de pelota es algo más que un suceso deportivo: es también la demostración de que hay un pueblo que posee en más alto grado que los otros la energía del espíritu y el don de la disciplina. ("El juego de pelota", 238)

La propensión a encontrar semejanzas entre personas y cosas, o entre personas y animales, fue una obsesión que compartió con su amigo el caricaturista Ricardo Rendón. Así, la noticia de una turba encolerizada, un poco en éxtasis, que lincha al automóvil que acababa de atropellar a un transeúnte, lo invita a reflexionar sobre el acto de imprevista violencia justificado por la incomprensión radical de los hombres frente a los vehículos que comienzan a poblar las calles de la ciudad. Y ello porque

todos los animales, menos el automóvil, tienen algo humano, un rasgo lejano, que puede hacerse resaltar y definir. Esa mosca que va sobre la mesa con las alas recogidas y sobándose una con otra las patitas delanteras ¿no se parece al abogado que se pasea por su despacho, de dorsay y sin sombrero, frotándose las manos con satisfacción después de haber ganado un pleito? Y una langosta, ¿no se parece a un caballero de frac? Y una vaca, ¿no tiene cierta semejanza con una señora robusta? ("El automóvil", 314)

Para especular sobre el desequilibrio que obliga al hombre a trabajos inútiles y a tristezas injustificadas, repara con curiosidad en la ausencia humana de una cola, bastión móvil que hace bueno al perro y al caballo. Habla entonces del "[…] significado profundo, con proyecciones espirituales, que ese apéndice carnoso y peludo tiene en relación con la vida de los animales superiores" ("La cola", 273). Compara la cola del perro con la vara que utiliza el equilibrista para no caer de la cuerda y añade:

Un perro sin cola es, además, el pequeño ser melancólico y chiflado por excelencia; ambulante y lleno de leves caprichos, parece que un eje secreto se ha roto en él, que falta a su vida una dirección precisa y ordenada […]. No me extrañaría que ese perro se hiciera misántropo y hasta que empezara a elucubrar teorías metafísicas y a preguntarse qué puede haber más allá de la vida y cuál es el principio y el fin de las cosas. ("La cola", 274)

Este absurdo verosímil, construido exponencialmente, culmina con la imagen del poeta que divaga por la calle y se percata de la soledad radical que acentúa su ausencia de cola:

[…] a veces en la calle pienso que todos los que van delante de mí, la llevan cuidadosamente enroscada debajo de la americana, y me asalta la extraña presunción de que soy el único que no la tengo, convirtiéndome por eso en el ser más desgraciado de la tierra. ("La cola", 274)

Pero el asunto no se queda —nunca se queda en Tejada— en lo anecdótico y trivial. Mira lo superfluo, que es cualquier cosa, y deriva de ello consecuencias intelectuales y poéticas. La presencia y ausencia de la cola, en este caso, es la excusa para reflexionar estoicamente sobre la melancolía humana:

La sabiduría y la perfección de los otros animales, sobre todo de los que tienen cola, está en el sometimiento inconsciente y maravilloso a su destino; el caballo, por ejemplo, nunca desearía dejar de ser caballo; tranquilo y feliz, vive sujeto a su sino, y no trata de salirse de la escala que le corresponde en la naturaleza; es perfecto. El hombre, en cambio, trata de modificarse a sí mismo, lleno de ansias infinitas, complicando su existencia cada día un poco más; solo en él se encuentra el descontento metafísico, la inconformidad trascendental; solo él no es feliz. ("La cola", 275)

En sintonía con Swift, nos convence de la suprema dignidad de los caballos, apelando a una progresiva acumulación de cualidades equinas:

Además, el contacto con el caballo, que es el ser más cordial y tierno que hay y ha habido en el mundo, lleno de humana calidez, bueno como una hermana, de aliento dulce y penetrante como el de una mujer amada, el contacto con el caballo da al hombre no sé qué propensión a la ternura, a la caricia, comunicándole quizás algo de su soberano poder genésico; el contacto con el caballo prepara al hombre para el amor. ("El hombre sobre el caballo", 265)

Pero, contrario al Deán de San Patricio, los caballos son para Tejada más apreciados como caballos en cuanto es posible observar en ellos una semejanza con el hombre; en cuanto es posible percibir su cordialidad, ternura, bondad, aliento dulce. El poeta deliberadamente le canta al hombre y a sus cosas, y le canta al mundo que le muestra un rostro humano. Nunca se propone, como el mal estoico o el soberbio cínico, dar lecciones sobre la templanza por medio de reproches furibundos.

El procedimiento contrario, el de ver la animalidad en el ser humano, también lo practica. Le sirve en este caso para descubrir la cualidad porcina del homo sapiens y observar, una vez más como Swift, que la carne humana ha de ser la más deliciosa entre la de todos los animales terrestres, sugiriendo malignamente que nos comamos los unos a los otros:

Y sin embargo, la carne del hombre civilizado debe ser sencillamente deliciosa. El hombre civilizado es un animal refinado y cuidadosamente cebado; se prepara durante toda su vida como para que se lo coman. El uso del traje y la selección especial de los alimentos, hacen de su carne algo tierno, blanco y verdaderamente suculento. Hay veces que, al ver, por ejemplo, las orejas pequeñas, vivas y rosadas de esa dama rozagante que encontramos, la primera impresión imparcial que sentimos es la del hambre; y pensamos cuán agradables serían esas orejas fritas o cocinadas en una roja salsa de tomate. ("Antropofagia", 267)

Las esmeradas sorpresas de Tejada aparecen también en sus tesis inéditas. En su alegato contra la ideología de la asepsia, propia de la modernidad, se propone hacer un elogio de "la buena mugre, tibia, densa y protectora" ("La tiranía de la higiene", 269), y advierte con ironía inofensiva que "bañarse hasta pecado será" (270). Todo ello antes de terminar con este sonoro do de pecho:

Que no nos quiten nuestra mugre, lo único que da color, sabor y espíritu a la ciudad, ni nos conviertan el agua dulce y bondadosa, en medicina insoportable, con olor a cosas enfrascadas de botica. Porque detrás de esas innovaciones vendrán otras y otras, hasta que se implante entre nosotros la tiranía de la Higiene con los caracteres odiosos y opresores que tiene en los Estados Unidos, por ejemplo. Empezarán a disminuir progresivamente las libertades individuales más amables y justas, como la de fumar, la de escupir, la de besar a nuestra mujer sin enjuagarnos antes la boca con dioxogen. ("La tiranía de la higiene", 270)

En "El humo" había coincidido con este llamado a la insurrección diciendo:

Para vergüenza y confusión de algunos amigos míos, que sin razón o con razón han resuelto dejar de fumar, voy a escribir este pequeño elogio del tabaco. ¡Ojalá que mis palabras los aparten del peligroso camino del ascetismo, que haría de ellos al fin esa cosa monstruosa y horripilante que llaman "hombre ejemplar"! ("El humo", 306)

Comparar lo trivial con lo sublime es otro procedimiento que le interesa, como si fuera una suerte de alquimista que busca las relaciones ocultas entre lo celeste y lo terreno. Así, quejándose del asesinato de los perros urbanos, delinea un retrato canino de santas proporciones, hablándonos del perro "[…] que transcurre a nuestro lado mirándonos calladamente, con una mirada más honda, más elocuente y más conmovedora que todas las palabras del mundo, aún las santas y terribles palabras de los profetas y de los niños" ("Elegía a los perros muertos", 261). Similar método le sirve para rodear a una decisión trivial, como la de no afeitarse, de una atmósfera grave: "He resuelto dejarme la barba. Dentro del nuevo proyecto de fisonomía que estoy meditando cuidadosamente para este año, incluiré la barba, como un atributo indispensable al hombre digno y bueno" ("Yo me dejo la barba", 222).

Tejada, con entusiasmo, buscó la reconciliación del hombre con la verdad íntima y un poco caprichosa de las cosas. A despecho de frases hechas, creó imágenes perdurables: vio en los errores tipográficos a microbios sutiles royendo los párrafos, el linotipo fue para él un eléctrico monstruo marciano obligado a realizar una labor ajena a su índole, y juzgó a la barba como a un vestido decoroso de la cara. En la rasurada diaria descubrió el esmerado proceso de ponerse una máscara acerada en la mañana, y temió con un poco de fe infantil que el escaparate fuera de pronto a rugir como un mastodonte. Nos mostró a los peces como menudos monstruos mitológicos y al hombre como a una caja de huesos ambulante que lleva consigo un cielo y un infierno. El taburete se convirtió, en sus "crónicas", en un pobre hombre paralítico y circunspecto; el lecho, en un cuadrúpedo dócil y apacible (un buen buey); los cigarros en sus cajas, en unos monjes severos, y el automóvil, tan odiado por la turba incomprensiva, en un ser sobrehumano con enormes pupilas encendidas. Nos persuadió de que los pantalones estaban desnudos sin sus dueños dentro y nos regaló la imagen de una calle populosa donde el sombrero era una alta torre de señales entre el mar borrascoso de la vía pública.

No hubo cosa que no se decidiera a ungir de vida. En adelante, el taburete tiene casi el aspecto de una persona seria, formal, silenciosa, que cruza los brazos y espera en la sala: "Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo" ("Fantasía en madera", 294).

Con la inteligencia de Berkeley y la imaginación de un niño, se preguntó:              

Ahora bien: ¿ese mundo fantástico de los muebles es verdaderamente inerte, como lo pensamos, o se burla de nosotros en nuestra ausencia? Yo no sé; pero a veces, al abrir una pieza, parece que los muebles acabaran de recobrar súbitamente sus posiciones habituales y conservan aún un leve aire de sobresalto y de encogimiento anhelante, como si hubieran estado haciendo alguna cosa mala, o entregados a una furibunda batahola. ("Fantasía en madera", 295)

vii

El universo se presenta suficientemente complejo y oscuro al entendimiento como para persistir en dicha oscuridad con barroquismos léxicos o sintácticos. La vocación de la claridad en la escritura puede ser un artificio literario, pero toda literatura es, por principio, un artificio. ¿No es una descortesía cruel perseguir con maligno desvelo la oscuridad? Tejada, a quien se ha señalado de "presuntuosamente humilde", logra siempre la claridad y la precisión en la expresión, lo que no le impide alcanzar toda su agudeza, originalidad y gracia a partir de los pequeños y continuos sobresaltos.

Su hipotético "misterio de las cosas" es una invitación, una consigna y también una llave; nunca una excusa para perderse deliberadamente en laberintos verbales o echarle cerrojo a las compuertas de la realidad. La pesquisa minuciosa de las palabras bajo la decisión de encontrar una sonoridad y un efecto concluye en una textura donde parece que nada sobra ni falta. Es la superstición de lo necesario e inobjetable, tan indispensable para la existencia de la poesía y la profecía. Así, Tejada nos conmueve a veces, casi sin que nos percatemos de ello, con su meditada adjetivación triple que logra efectos sonoros y visuales al mismo tiempo. Habla de una "belleza negra, recóndita y violenta" ("La que llevaba un niño", 205); ve la cara rasurada como una "armadura rutilante, agresiva e impenetrable" ("Yo me dejo la barba", 223); se refiere al aeroplano como una "cosa antinatural, rígida y violenta", y a un "transeúnte efímero, débil y desadaptado" ("Sobre la tierra", 206); mientras fuma ve cómo "asciende el humo recto, grave y silencioso", y añade luego que "el tabaco es cordial, fraternal, sencillo" ("El humo", 306); nos jura que "la ropa es una humanidad silenciosa, hueca y cálida" ("Biografía de la corbata", 340) y es contundente, inobjetable, al hablar de la "situación indecorosa, lamentable y vencida que adopta un taburete cuando se cae" ("Las transformaciones de la madera", 351).

Con frecuencia su prosa alcanza una envidiable musicalidad y ternura sin amaneramientos. Este párrafo casi se lee como un dulce conjuro:

Yo he soñado siempre con la posesión de una ligera barba penetrante, que oculte la debilidad incurable de mi alma y que se exhiba como una modesta protesta contra el mundo moderno poblado de rostros esterilizados infinitamente por el contacto frío de la navaja. ("Yo me dejo la barba", 222)
viii
Ha concluido Galán Casanova:
Al declarar sus enemistades y entusiasmos con respecto al progreso, Tejada pronunciaba su propia voz de modernidad, esa voz que Marshall Berman caracteriza por su "disposición a volverse contra sí misma, a cuestionarse y negar todo lo que se ha dicho, a transformarse en una amplia gama de voces armónicas o disonantes y a estirarse, más allá de sus capacidades, hasta una gama infinitamente más amplia". (1993, 52)

Algunos de estos entusiasmos y enemistades han podido leerse hasta aquí. Añadiré que la modernidad representó diversos cambios sociales en Colombia, y que tanto las campañas de las distintas sociedades de mejoras públicas como la rudimentaria publicidad de los años veinte proponían la necesidad de cuidar celosamente la higiene personal. A Tejada, de proverbial y piojosa pobreza, este nuevo credo no lo seducía:

Yo afirmo que la Higiene se está convirtiendo en una tiranía horripilante y absoluta, contra la cual va a ser necesario rebelarse en masa. Ya el pueblo, con su instinto inefable, desconfía de ella y la odia como a un insoportable soberano, como a un verdadero aniquilador de libertades y de tradiciones, que está haciendo del mundo, antes libre, bello y pintoresco, una aburridora máquina de matar microbios. ("La tiranía de la higiene", 268)

A continuación añadía que el consumo sistemático de bacterias podría llegar a ser el mejor escudo para defenderse de las enfermedades. "Aquí no necesitamos para nada de las combinaciones diabólicas de la Higiene. El agua de acueducto por dentro, y la mugre por fuera, nos guarden, gracias a Dios, contra todos los enemigos del cuerpo" ("La tiranía de la higiene", 269).

Contra el autocontrol, contra el ascetismo burgués y cristiano, contra la disciplina generalizada del cuerpo, contra la ética del trabajo: contra todos se rebela Tejada, quien advierte, frente a este último, que

en todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una quimérica palabra: Paraíso. Pero la primera condición que se requiere siempre para que ese Paraíso sea verdaderamente Paraíso es que no haya necesidad de trabajar en él. ("El trabajo", 308)

Esta verdad lo conduce a la pesquisa desquiciada de los últimos pro-hombres, que enumera así:

El vagabundo, el gitano, el mendigo voluntario, y algunos aristócratas de pura sangre, constituyen dentro del mundo actual los últimos conservadores de la gran dignidad humana y de la tradición del ocio como cualidad suprema, que nos dejó la civilización antigua. ("El trabajo", 309)

Pero los adelantos técnicos, los lujos de la sociedad industrial y las vitrinas comerciales lo seducen y obligan a la fabulación:

Cuando vemos en la noche un automóvil que avanza en la carretera solitaria, con las enormes pupilas encendidas ¿no nos da la impresión de un ser sobrehumano, de un animal vertiginoso y detonante que perteneciera a otro planeta, a otra fauna, ultramundana y distinta, y que se encontrara entre nosotros por casualidad? ("El automóvil", 314)

Su actitud frente a la moda no es distinta. Corbatas, sombreros, pantalones y zapatos no pasan desapercibidos frente a sus ojos. Con ellos sueña un mundo de símbolos en que cada pieza del traje revela un aspecto fundamental, íntimo y secreto de la personalidad humana:

Me obsesiona la idea de hacer, en un estilo expresivo y sincero, la biografía de esa humanidad silenciosa, hueca y cálida, que pasa la existencia colgada a los roperos, expuesta en las vitrinas […] o adherida a los hombres como una segunda personalidad envolvente; las ropas son un molde de humanidad o una humanidad vacía, que plagia y se asimila la vida y la forma de la otra humanidad: cada hombre tiene un segundo cuerpo en ese vestido completo que yace colgado en la esquina de la alcoba. ("Biografía de la corbata", 340)

A continuación hace de biógrafo al hablarnos de su propia corbata:

Mi corbata es una vieja tira de seda, que ha ido alargándose y puliéndose, haciéndose sutil y dúctil con el tiempo y con el uso; y el contacto continuo, la existencia perenne junto a un hombre, la ha espiritualizado un poco, le ha dado cierto calor de alma; podría decir que mi corbata casi vive. ("Biografía de la corbata", 341)

El sombrero, a su vez, es un "órgano específico, una cualidad esencial del hombre", y "exterioriza nítidamente toda esa suma confusa de sentimientos y de pensamientos que se llama espíritu humano. El sombrero es la expresión externa más pura y más gráfica de los aspectos íntimos y especiales que ese espíritu adopta en cada individuo" ("El sombrero, refugio del alma", 342). En tanto, los pantalones parecen aguardar en silencio voluntario una señal para rebelarse en masa: "¿Nadie ha pensado en que, despertados por una catástrofe, por un terremoto tal vez, todos los pantalones que yacen en los escaparates y los roperos, puedan salir algún día corriendo por la ciudad como una muchedumbre asustada?" ("La ética del pantalón", 344). Por último, y hablando del traje en su conjunto:       

Cambiar de traje es convertirse provisionalmente en un desconocido. Y eso entraña una especie de traición, una deslealtad insidiosa que cometemos con todos aquellos que esperan vernos a distancia: con el amigo íntimo, con el enemigo vigilante, con el acreedor, con la mujer que se interesa por nosotros. ("El traje del hombre débil", 349)

Las "Meditaciones ante una butaca" comienzan con una enumeración de las soñadas felicidades humanas. Primero la de los viajes ("unos creen que la felicidad está en los viajes y sueñan con poder salirse algún día por el mundo vasto y hundirse entre las abigarradas muchedumbres que pueblan las ciudades lejanas y los puertos llenos de color y sabor" ["Meditaciones ante una butaca", 298]); luego la del trabajo monótono y constante en algún lugar quieto del mundo  ("otros piensan que quizá la felicidad esté en dejar transcurrir la existencia apaciblemente detrás del mostrador pulcro de una tienda de telas o de una librería" ["Meditaciones ante una butaca", 298]); a continuación, la dudosa que se alcanza en la política, y por último la mítica de la vida campestre (vida bucólica de la que Tejada siempre desconfía, como lo expone en "Los caminos", "Diatriba de la vida campesina" y "En el pueblo"). Pero a estos ideales de felicidad el poeta contrapone el suyo, más esencial y modesto, más tímido, hijo también de la idea de comodidad vendida por el progreso:

Pero yo conozco un pobre y joven poeta cuyo ideal de felicidad es mucho más sencillo y más concreto que todos; porque él solo quisiera para su vida y para su muerte, como único don de la Fortuna […] una de esas butacas, bajas, abullonadas y episcopales que exponen en los escaparates de los almacenes de muebles [...] ¡No se concibe al hombre que piensa y sobre todo, al hombre que es feliz pensando, sino echado bocarriba sobre el seno fecundo, genitor de ideas y sueños, de esa butaca matronil que yo, pobre y joven poeta, ambiciono en vano! ("Meditaciones ante una butaca", 298-300)

Todo aquello que lo entusiasma y todo aquello que repudia lo convierte en un digno objeto literario. Objeto literario en el que se encarnan las contradicciones intuidas por Baudelaire, propias de la modernidad, y que Tejada vive con pasión bajo su soberano derecho a contradecirse.       

ix

En su último texto del Libro de crónicas, Tejada describe con elocuencia la lenta escritura de aquellas notas. Dicha confesión resume con una sencilla elegancia lo que he intentado mostrar a lo largo de estas páginas:

Habíamos ido haciendo ese libro en la mente con lentitud y con pasión, acumulando en él cada día una idea embriagante o una sensación singular, habíamos procurado infundir en él, con el júbilo cruel del creador, el alma múltiple del universo, como la comprendemos y la sentimos, reduciendo a ligeras palabras —carne viva y sonrosada— la alegría y el dolor de las cosas, las sombras abstractas y los violentos colores, la nostalgia trascendental que nos agobia y el ínfimo espectáculo sonriente de la calle; le habíamos dedicado las vigilias febriles, llenas de ímpetus impotentes en que alzamos los brazos desesperados en la noche buscando el ideal fugitivo y la anhelada forma. ("Interpretación sentimental del libro", 365)

Yo no sé si he podido persuadir a mi lector acerca del valor literario de Tejada, o si al menos algunas de sus líneas o las mías le han arrebatado un gesto de aprobación y agrado. No sé si mi aproximación oblicua a su obra, que también podría leerse como unas tardías Notas para entender al maestro Tejada, puede sumarse con éxito al catálogo de obstinados propósitos para recordar a este pastor de las cosas simples. Solo resta añadir que, cuando el azul cielo cóncavo me hacía sonreír mientras caminaba por las calles del Eixample, en Barcelona, pensaba con alegría en Tejada. Lo recordaba como se recuerdan a las personas que quieren la vida. Caminaba feliz.


1 Todas las citas de Tejada hacen referencia a la edición del Instituto Colombiano de Cultura (véase Tejada 1977). En adelante se mencionarán el nombre del texto citado y el número de página.


Obras citadas

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___. 1986. Pequeños poemas en prosa. Trad. J. A. Millán. Madrid: Cátedra.

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Zalamea, Jorge. (1924) 1977. "Luis Tejada". En Tejada 1977, 398-400.

Cómo citar

APA

Gallego Franco, S. (2014). Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada. Literatura: teoría, historia, crítica, 16(2). https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47216

ACM

[1]
Gallego Franco, S. 2014. Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada. Literatura: teoría, historia, crítica. 16, 2 (jul. 2014). DOI:https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47216.

ACS

(1)
Gallego Franco, S. Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada. Lit. Teor. Hist. Crít. 2014, 16.

ABNT

GALLEGO FRANCO, S. Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 16, n. 2, 2014. DOI: 10.15446/lthc.v16n2.47216. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/47216. Acesso em: 29 mar. 2024.

Chicago

Gallego Franco, Santiago. 2014. «Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada». Literatura: Teoría, Historia, crítica 16 (2). https://doi.org/10.15446/lthc.v16n2.47216.

Harvard

Gallego Franco, S. (2014) «Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada», Literatura: teoría, historia, crítica, 16(2). doi: 10.15446/lthc.v16n2.47216.

IEEE

[1]
S. Gallego Franco, «Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 16, n.º 2, jul. 2014.

MLA

Gallego Franco, S. «Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 16, n.º 2, julio de 2014, doi:10.15446/lthc.v16n2.47216.

Turabian

Gallego Franco, Santiago. «Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada». Literatura: teoría, historia, crítica 16, no. 2 (julio 1, 2014). Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/47216.

Vancouver

1.
Gallego Franco S. Una poética jovial: aproximación oblicua a la obra de Luis Tejada. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de julio de 2014 [citado 29 de marzo de 2024];16(2). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/47216

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