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2011-01-01

Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo

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  • Carlos Satizábal Universidad Nacional de Colombia
Este artículo describe cómo el poder usa la ficción ya no para desocultar lo que se oculta, sino para ocultar lo visible. La ficción es presentada como realidad y verdad. La vida, como ficción: lo que vemos cotidianamente son representaciones presentadas como la vida. El arte no pretende ser verdad ni niega la ficcionalidad de sus invenciones. Si se presentara la ficción como verdad y realidad, desaparecería la exploración de lo desconocido, de lo que cae en el olvido, de lo perdido. El arte pasa de la representación a la presentación, y se presenta como juego de ficción. El arte performático, que pretende no representar, tampoco se presenta como realidad o verdad; sólo crea representaciones de la presencia. Palabras clave: dramaturgia-literatura; espectáculo-sociedad; mujeres-teatro; presentación-representación; teatro colombiano; texto-presencia.

TEATRO Y PRESENCIA. NOTAS PARA UNA ESTÉTICA TEATRAL EN LA ÉPOCA DEL ESPECTÁCULO*

THEATER AND PRESENCE. NOTES FOR AN ESTHETICS OF THEATER IN THE AGE OF SPECTACLE

Carlos Satizábal
Universidad Nacional de Colombia — Bogotá
cesatizabal@yahoo.es


Este artículo describe cómo el poder usa la ficción ya no para desocultar lo que se oculta, sino para ocultar lo visible. La ficción es presentada como realidad y verdad. La vida, como ficción: lo que vemos cotidianamente son representaciones presentadas como la vida. El arte no pretende ser verdad ni niega la ficcionalidad de sus invenciones. Si se presentara la ficción como verdad y realidad, desaparecería la exploración de lo desconocido, de lo que cae en el olvido, de lo perdido. El arte pasa de la representación a la presentación, y se presenta como juego de ficción. El arte performático, que pretende no representar, tampoco se presenta como realidad o verdad; sólo crea representaciones de la presencia.

Palabras clave: dramaturgia-literatura; espectáculo-sociedad; mujeres-teatro;
presentación-representación; teatro colombiano; texto-presencia.

This article describe how the powers use fiction, not to uncover what is concealed, but to conceal the visible. Fiction is presented as reality and truth. Life appears as fiction: what we see every day are representations which are presented as life. Art does not claim to be true nor does it deny the fictional quality of its inventions. If fiction were presented as truth and reality, the exploration of the unknown, of what is forgotten or lost would disappear. Art moves from representation to presentation, and presents itself as a fictional game. Performative art, which claims not to represent, does not present itself as reality or truth either; it merely creates representations of presence.

Keywords: Colombian theater; dramaturgy-literature; presentation-representation;
spectacle-society; text-presence; women-theater.


Uno. Poesía y presencia escénica

Para la tradición teatral la presencia florece del entrenamiento físico del actor y la actriz. Pero en occidente la conciencia teórica de la necesidad de entrenar para conseguir un cuerpo predispuesto o preparado para la escena es reciente. Nace apenas a finales del siglo xix con el pensum del Teatro de Arte de Moscú y las investigaciones de Vsévolod Meyerhold y su invención de los ejercicios biomecánicos, y en el xx se multiplica con Antonin Artaud y Bertolt Brecht y sus hallazgos en los teatros orientales, con los ejercicios y las filosofías grotowskyana y barbiana y otras varias escuelas. Pero, aunque no tengamos otras teorías anteriores, a excepción de los tratados de los teatros orientales, de Zeami en Japón y del Natyashastra en India, y cuyos reconocimientos también son recientes, el entrenamiento del cuerpo y su preparación han sido siempre una necesidad del teatro y de las artes escénicas. La calidad de la presencia del actor y de la actriz y del cuerpo danzante es el tejido de oro que facilita la comunicación de la escena con el público. Puede ser que usted no entienda qué sucede o que lo entienda muy bien porque la escena imita un mito fundador de su cultura (como en el caso de la tragedia griega), pero usted quiere seguir viendo: está cautivado por esa presencia indescriptible, esa fuerza o ese encanto o ese desgarramiento que escapa a las palabras, que está antes y más allá de ellas, que obedece quizá a la antigua comunicación física, corporal y energética de los cuerpos y de los inconscientes, a los flujos de la animalidad o del dilatado campo de información del universo, que cantan los mitos indígenas y estudian las ciencias astrofísicas actuales. La presencia del actor y de la actriz es una afirmación del carisma inefable de la vida, afín, quizá, a aquella misteriosa fuerza que nos embriaga con la danza que celebra la felicidad de vivir o nos hace sentir la muerte de un ser querido, y aun presentirla así estemos a leguas de distancia. En la presencia se manifiestan el misterio de la vida, el secreto embrujo del histrionismo y el alma misma de la poesía escénica corporal. Es ella la que concede el interés presente a la representación, a la imitación, al trabajo de la actriz y del actor. Ángel, gracia, encanto, sabor, tumbao, salero, duende, estilo, energía, alma, flor son algunas de las palabras que en diversas tradiciones de las artes escénicas nombran la iluminación de la presencia de los cuerpos.

Esta presencia corporal iluminada, denuncia Nietzsche, huyó del drama teatral con la desaparición del coro y de la música y la idealización del diálogo, la trama y el concepto. El público griego no podía ser atrapado por la trama del mito, porque ya lo conocía:

Lo que constituye siempre para nuestros poetas dramáticos (hoy) el ancla de salvación es la novedad y, con ello, lo interesante de la materia que han elegido para su drama. Piensan igual que los improvisadores italianos, los cuales narran una historia nueva hasta llegar a su punto culminante y a la máxima tensión, y entonces están persuadidos de que ya nadie se irá antes del final. Ahora bien, el retener hasta el final mediante el atractivo de lo interesante era algo nunca oído entre los trágicos griegos: las materias de sus obras maestras eran conocidas desde antiguo, y, en forma épica y lírica, resultaban familiares desde la infancia a los oyentes. El despertar verdadero interés por un Orestes y un Edipo era ya una proeza heroica: pero ¡qué restringidos, qué arbitrariamente limitados eran los medios que era lícito emplear para suscitar ese interés! (1995, 204)

Así, encontramos la primera duda sobre el arte de la representación mimética en la muy antigua revelación —viva desde las procesiones ditirámbicas de la poesía lírica ritual que celebran el retorno de la golondrina o de la primavera en las fiestas anuales— de qué es lo que impacta y permanece en la imaginación del público: ¿acaso los hechos de la representación: la fábula? ¿O quizá son los actores y actrices mismos y el modo como presentan la fábula lo que causa impresión en los espectadores y se comunica con sus cuerpos? Si lo que en verdad pervive de una representación en la imaginación del espectador es el pasado representado, o son los gestos y las fuerzas que despliegan sobre su cuerpo expectante y presente los cuerpos de quienes presentan o encarnan la representación, los cuerpos de los actores y las actrices, y la verdad de su presentación: su presencia.

El maestro Santiago García, al presentar los resultados de la edición de nuestro Taller Permanente de Investigación Teatral de la Corporación Colombiana de Teatro, dedicado a la imagen teatral, plantea que uno de los principales aspectos de la imagen escénica es la performatividad, la cual se manifiesta en la calidad de la presencia corporal. Y narra, para ejemplificar este problema, una escena de la obra Misteries, del Living Theatre:

En medio del escenario aparecía un actor, casi desnudo, iluminado sólo por una luz cenital. Quieto, frente al público, allí permanecía durante casi cinco larguísimos minutos. Ante esa imagen, que no era sino eso: un hombre desnudo en la mitad de un escenario, el público de ese suburbio de Londres tuvo variadas reacciones, las cuales fueron desde el absoluto silencio hasta una protesta general con un gran escándalo y gritos; al final se produjo un profundo silencio, casi místico, dónde, estoy seguro, se logró una especie de reinvención de la imagen en cada uno de los cientos de espectadores sometidos a este arriesgadísimo experimento. Allí, la imagen del hombre solo, en medio del escenario dejó de ser únicamente eso y se transformó en la imagen del hombre en su soledad y desamparo. (2002, 68)

Quiero mencionar un último problema de entre los varios que plantea la reflexión sobre la presencia: el problema de la presencia considerada desde el punto de vista de la filosofía: el problema del ser, quizá el más antiguo problema mítico, filosófico, científico y artístico, porque en él late la pregunta por el origen, por el tiempo y los inicios del tiempo; pero, sobre todo, late la pregunta por la muerte y la nada: “¿Por qué hay Ser y no más bien Nada?”. O: “To be or not to be, that is the question”.

El ser se manifiesta como presencia en los entes o seres de la vastedad del mundo: decimos de cada cosa o cada ser singular que es: del sol y de la piedra y del amor y del pájaro, que son; cada uno es. Pero el ser no se reduce a vivir o estar presente sólo en la existencia singular de las cosas. Qué es el ser, en sí mismo, se nos escapa al considerarlo como representado en los entes singulares. Y considerar el ser sólo en su presencia o su manifestación en los entes individuales de la vasta diversidad de lo existente es lo que ha llevado a la metafísica occidental al olvido del ser, a su ocultamiento y al oculta-miento del sistema del olvido. La tarea del arte y de la filosofía es trabajar para el desocultamiento del ser, para revelarnos su presencia y la verdad de su olvido, el olvido del olvido. Esa presencia es, en sí misma, la vida, pero lograr desocultarla requeriría del sutil trabajo de la poesía. La verdad de la presencia del ser no se desoculta en la mitad de la luz, pues su resplandor nos cegaría, como canta Emily Dickinson en uno de sus poemas:

Dí toda la verdad más dila al sesgo,
El arte en lo oblicuo reposa.
Tan brillante para nuestro débil goce
La Verdad es alta sorpresa,
Como aliviar del relámpago a los niños
Con una explicación cualquiera.
Haz que la verdad deslumbre gradualmente
No sea que su luz nos ciegue.1 (1975, 506)

En su Libro de los viajes y las presencias (1959), el filósofo colombiano Fernando González reflexiona sobre la necesidad del arrobo contemplativo para acercarse a la presencia del ser. Dice, de su personaje Lucas Ochoa, que “miraba los charcos sin verlos”, y en este contemplar oblicuo está quizá una clave para el desocultamiento del ser. Esa contemplación de lo otro, que no está aquí directamente sino en Otraparte, como diría Fernando González, es lo que le permitiría a las artes vivas, a la danza, a la música y al teatro abrir las puertas de la otra realidad por el sendero que abre el lenguaje oblicuo de la presencia, para dejarnos ver eso inefable que escapa a la reflexión conceptual pero que se desoculta en el canto y en el arrobamiento, en la otra comunicación que nos entrega la experiencia de la presencia. (Estos problemas han sido debatidos largamente por la filosofía y aquí sólo intento acercarme a ellos en un leve roce de su dificultad y hondura en cuanto tocan el pensar de la presencia).

Dos. Literatura escénica, liturgia teatral y presencia

Con el advenimiento de la catolización del Imperio romano, el teatro fue uno de los principales instrumentos de evangelización. Roma era una gran ciudad imperial festiva, plena de espectáculos, de teatros, circos, odeones, stadiums y fiestas: casi la mitad de los días del año eran festivos. Así que los cómicos, tragafuegos, mimos, contorsionistas, saltimbanquis, payasos, danzarines, músicos, cuenteros, griots y teatreros de todos los rincones del vasto Imperio llegaban a ella: allí había trabajo en medio de tanta festividad y holganza: Panem et circences, como dijo Juvenal en su famoso poema. La revisión de los calendarios y festividades romanas revela que “Roma gozaba de uno o dos días feriados por cada día de trabajo” (Carcopino 1944, 324)2.

Pero una vez empezó la cristianización del Imperio, todas estas fiestas comenzaron a morir o a transformarse en festividades católicas. De celebrar la existencia de multitud de diosas y dioses se pasó al monoteísmo, a la creencia en un solo dios. Y junto con esa mudanza, los oráculos y templos de dioses y diosas antiguos fueron saqueados y derruidos y sus pitonisas y sacerdotes asesinados o desterrados. Los cómicos y teatristas renovaron su diáspora; muchos, probablemente, se sumaron a la tarea de la evangelización: a la construcción de las llamadas mansiones o casas de teatro de plaza que representaban al cielo, al purgatorio y al infierno, con sus fuegos y relámpagos, con sus disfraces y máscaras, con los trucos y efectos atesorados en la máquina teatral. El teatro sirvió para mostrar el misterio del ascenso de María en cuerpo al cielo: la actriz que hace de María sube a la granada o arca coeli que por medio de una polea es ascendida al cielo perdiéndose con ella más allá de la cúpula del templo. Un ejemplo de esta parateatralidad aún se celebra en Elche, ciudad española.

Pero, a pesar de los esfuerzos por establecer la nueva fe monoteísta en Roma y en el vasto Imperio, la mudanza de las fiestas paganas imperiales en la celebración de los misterios religiosos cristianos precisó de un período de tiempo muy largo. Al celebrarse las nuevas fiestas sagradas en las mismas fechas de las antiguas fiestas paganas, el viejo carnaval popular siguió perviviendo junto a la fiesta religiosa y en muchas partes necesitó de varios siglos para desaparecer, y en otras, incluso, aún permanece. Tal es el caso de las diabladas o fiestas de los demonios de los Andes que se celebran durante la Semana Santa como parte del drama teatral de las fiestas sagradas: coros de demonios, con sofisticadas cornamentas y trajes que revelan el bulto de enormes penes bajo las telas, irrumpen en la iglesia el viernes santo, luego de la muerte de Cristo, gruñendo como bestias y exhibiendo ante los fieles pinturas, dibujos e imágenes obscenas: muñecos o parejas copulando e imágenes de revistas pornográficas comerciales. Esto sucede en la semana santa en los pueblos y parroquias cercanos a los valles de la ciudad de Quito, en los Andes ecuatoriales. Equivalentes de estas fiestas del demonio, que resurge al morir Cristo, perviven en muchos otros lugares. Son fiestas de la lucha entre la luz salvífica del dios de la cruz contra las fuerzas infernales del mal representadas por los coros de demonios obscenos carnavalescos. El domingo de resurrección Cristo y sus fieles ganan esta lucha teatral. Cuelgan un muñeco vestido del diablo mayor en una horca levantada al lado de la máquina teatral —especie de arca coeli popular— por la que ascenderá el resucitado al cielo, ante los ojos de la multitud que ve restaurada, en la representación de esas dos acciones, el ahorcamiento del demonio y el ascenso de Cristo al cielo, la potestad del dios y de la religión.

En el primer capítulo de La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Mijail Bajtin analiza las imágenes de la risa y la fiesta carnavalesca popular y su presencia en la literatura de Rabelais; y descubre que la fiesta carnavalesca popular en la Edad Media es una doble vida o un segundo mundo que sucede al lado de las celebraciones del poder, del Estado y de la Iglesia:

Los festejos del carnaval, con todos los actos y ritos cómicos que contienen, ocupaban un lugar muy importante en la vida del hombre medieval. Además de los carnavales propiamente dichos […] se celebraban también la ‘fiesta de los bobos’ (festa stultorum) y la ‘fiesta del asno’; existía también una ‘risa pascual’ (risus paschalis) muy singular y libre, consagrada por la tradición. Además, casi todas las fiestas religiosas poseían un aspecto cómico popular y público, consagrado también por la tradición. Es el caso, por ejemplo, de las ‘fiestas del templo’, que eran seguidas habitualmente por ferias y por un rico cortejo de regocijos populares (durante los cuales se exhibían gigantes, enanos, monstruos, bestias ‘sabias’, etc.). La representación de los misterios acontecía en un ambiente de carnaval. (1987, 7)

Bajtin concluye que “todos estos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica [...] parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida” (8). Y señala igualmente que esta dualidad no sólo es propia de la cultura popular medieval. Es una herencia de períodos arcaicos de la vida colectiva:

En el folklore de los pueblos primitivos se encuentra, paralelamente a los cultos serios (por su organización y su tono), la existencia de cultos cómicos, que convertían a las divinidades en objetos de burla y blasfemia (risa ritual); paralelamente a los mitos serios, mitos cómicos e injuriosos; paralelamente a los héroes, sus sosías paródicos. […] Este rasgo persiste a veces en algunos ritos de épocas posteriores. Así, por ejemplo, en la Roma antigua, durante la ceremonia del triunfo, se celebraba y se escarnecía al vencedor en igual proporción; del mismo modo, durante los funerales se lloraba (o celebraba) y se ridiculizaba al difunto. Pero cuando se establece el régimen de clases y de Estado, se hace imposible otorgar a ambos aspectos derechos iguales, de modo que las formas cómicas —algunas más temprano, otras más tarde—, adquieren un carácter no oficial, su sentido se modifica, se complica y se profundiza, para transformarse finalmente en las formas fundamentales de expresión de la cosmovisión y la cultura populares. (1987, 8-9)

Ha pervivido, entonces, en la vida de la cultura popular, un doble juego de la representación: la festiva, carnavalesca, burlona y lúdica y la representación hierática de las imágenes y ceremonias de la nueva religión y de los rituales del poder. El primero, por su carácter mismo, festivo, burlón, iconoclasta y risueño, es un uso abierto que facilita la exploración de lo oculto, de lo invisible, de lo desconocido, de lo que cae en el olvido, rasgos propios de la creación artística en la representación ceremonial. En cambio, la exploración de lo desconocido, de lo oculto, de lo que cae en el olvido, no tiene posibilidad en las ceremonias litúrgicas y del poder. En la representación ceremonial todo está organizado para que suceda sólo lo que la liturgia ha preparado. Sólo se hace presente lo conocido, lo esperado, lo que la liturgia prescribe y que la fe en el ritual realiza: la presencia del dios, su ascenso al cielo, la transubstanciación de su sangre y su carne en el vino y en el pan, o el triunfo o ascenso del poderoso.

En los lugares donde pervive la cultura carnavalesca popular junto a las ceremonias religiosas y del poder, lo carnavalesco trata de ser sometido al orden de la liturgia del ritual, como en los carnavales populares andinos de las diabladas de Semana Santa, que teatralizan la risa y la burla durante las breves horas de la muerte de Cristo, y cuelgan al diablo mayor el domingo de resurrección. En algunos lugares, esta breve irrupción de la risa carnavalesca durante las horas en que el dios está muerto ha sido perseguida. Hace unos años, algunos sacerdotes ordenaron quitar a los diablos de las celebraciones de la Semana Santa de los pueblos de los valles de Quito. Los indígenas no hicieron entonces a sus demonios, pero durante todo el año no volvieron a las iglesias. Los curas entendieron y se restauró la tradición de los diablos; en ella cada danzante hace su propia máscara y su propio traje: la liturgia de la risa pide la irrupción de lo personal, de la inventiva y de la presencia del danzante; cosa imposible en el ritual religioso: la mediación para la presencia del dios no puede ser un día una y otro día otra o estar al capricho de cada sacerdote mediador.

En la liturgia religiosa, ni el sacerdote ni los fieles son el dios invocado, ni lo representan ni se visten de dios; sólo lo invocan. Y el dios se hace presente en la hostia y el vino, comidos por el sacerdote y los fieles, que así se sienten purificados del pecado; un ritual con evidentes rasgos caníbales. El teatro religioso, al promover la fe en unos mitos y en un dios, diseña una liturgia que no puede ser cambiada por las inflexiones ni la inventiva ni la presencia del ejecutante del ritual ni por los fieles. Esa inventiva no cabe; aquí todo está pre-escrito. El teatro de evangelización es esclavo del texto y de la finalidad: de la palabra teológica y de una teleología que excluye la ironía y limita la participación del gusto del artista por presentar su mirada y por explorar lo desconocido. El nuevo mito es el inicio y el final y el objetivo: propagar la fe en ese mito.

Ahora bien, si se piensa que los dramas que tenían fines de evangelización buscaban recrear los mitos cristianos, ¿no cabe pensar que traían a escena la presencia divina que representaban? Y en esa medida, ¿no resulta concebible una coexistencia del texto y de la presencia escénica? Sí, sin duda: el propósito del teatro de evangelización, como del ritual de invocación, la misa, es hacer presente a la divinidad, presentar el nuevo mito y hacer creer en esa presencia a través del uso de la máquina y de los trucos teatrales: convencernos de la existencia del dios haciéndolo presente a través de la ficción: convierte una ficción mítica en realidad presente. Y para ello, en el caso del teatro litúrgico, se vale de los trucos de la máquina teatral y de la presencia del actor y de la actriz que encarnan a los personajes del mito. Es una mimesis. Pero una mimesis litúrgica y sagrada en la que no es lícito dar versiones del mito. En el antiguo teatro griego, en cambio, encontramos diversas versiones del mito de Edipo, cada dramaturgo hace su variación. No tienen una versión sagrada. El escritor allí no es el espíritu santo. Es Homero o Hesíodo o Esquilo o Sófocles. En el teatro evangelizador la única versión permitida es la canónica. Los cambios serían de inmediato calificados de heréticos o apócrifos, como los así llamados evangelios apócrifos. Al representar los personajes de estos dramas, el actor no podrá introducir ninguna ambigüedad ni ironía en su carácter sagrado. El juego con la presencia está normado, limitado, sometido a la liturgia. Por ello podríamos suponer que en el teatro religioso cristiano desaparece la exploración de lo desconocido, de lo que cae en el olvido, de lo perdido, asunto de lo más inquietante del hacer artístico, de la aventura de ese hacer. Como decía Picasso: “si usted ya sabe lo que va a hacer, para qué lo hace”.

En su uso evangelizador, el teatro parece ser devuelto a la antigua ritualidad hierática y musical en la cual la presencia de los cuerpos en situación de representación y los poderes escénicos de la máquina teatral son sometidos a los fines de la evangelización, de la propagación de la fe y de los misterios religiosos: la creencia en un solo dios, a la vez padre e hijo, un hijo hecho hombre para redimir las culpas y muerto en el cadalso de los bandidos, la cruz, para resucitar al tercer día. Su pasión, muerte y resurrección es el drama. O el nacimiento del niño dios: Nochebuena, circuncisión y Epifanía. O la difusión de los hechos de los profetas y los milagros de los primeros cristianos torturados y el hacer de su tortura espectáculo: circo para las masas romanas: Daniel en el foso de los leones. La representación de estos relatos bíblicos y evangélicos, como en el antiguo teatro sagrado ditirámbico, nace con la música, en forma de tropos dialogados que se realizan dentro del ritual de la liturgia, tropos dialogados en los que la voz de cada personaje es asumida por un solista y el coro responde; los tropos dialogados se estructuran en forma de secuencia3. El drama en tres actos nace aquí: pasión, muerte y resurrección. Pero también la sujeción de la música y de la escena al texto litúrgico, y de los cuerpos a la quietud hierática: los coros ya no podrán danzar y agitarse en arrebatos místicos ni pasionales. Aunque sin duda, sin la fuerza expresiva del cuerpo preparado, de sus dones presentacionales, tampoco tendría poder de convicción, fuerza para impresionar, para despertar en el público el sentimiento de la verdad religiosa, de la presencia divina.

El problema que trato de nombrar es, también, ético-filosófico, y no sólo técnico-estético o de la estética de la técnica teatral, del cómo usar las herramientas teatrales para hacer sentir la presencia de la divinidad o del Cristo. El problema no es el tipo de mito que el cuerpo del actor entrenado logra presentar, sino lo que ese mito logra invisibilizar. De un arte que busca desocultar, pasamos a un arte que oculta. La pregunta de las filosofías preplatónicas, “por qué hay ser y no más bien nada”, queda resuelta con la respuesta monoteísta de la creación: Dios creó el mundo y la vida y al primer hombre y a la primera mujer de una de sus costillas, la mujer pedazo del hombre; ella lo sedujo a él a la desobediencia, quisieron ser más que dioses, y la culpa sedujo al hombre. Las preguntas fundamentales de la poesía y la filosofía quedan resueltas en la fe en el dios único creador que nos perdona las culpas: las preguntas por el ser y la nada, por el nacimiento y la muerte, por lo desconocido, por lo que aún no tiene nombre, por la tendencia humana a repetir, a aplazar, como Ulises, la angustia, la humillación, la ilusión, la felicidad. Todas las cuestiones vitales poético-filosóficas están resueltas en la presencia divina, creencia que tiene la ventaja de ahorrarnos la angustia de preguntar y de no tener respuesta.

La propagación de la fe, que utiliza al arte para su propaganda, desea servirse sólo de sus posibilidades formales y no de sus potencias corporales y filosóficas, aquellas que nos presentan el desocultamiento del ser, que abren las puertas de la otra realidad para dejarnos ver eso inefable que escapa a la reflexión conceptual pero que se desoculta en el canto y en el arrobamiento, en la contemplación de lo otro, en el lenguaje oblicuo de la presencia, en la otra comunicación que nos entrega la experiencia de la presencia. Nos preguntamos aquí de nuevo, ¿no sucede también esto con la experiencia mística de los artistas, en los arrobamientos de Santa Teresa, en la musical iluminación poética de San Juan de la Cruz en su dialogado y teatral Cántico espiritual?:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores, ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras. (1977, 25)

Dejo aquí este debate. Baste vislumbrar en él una gran historia dramática, una tragedia: la tragedia del despojo a la presencia, para elevar como único y gran asunto de la escena a la representación. Y un agón dramático: la frecuente imposibilidad de usar sólo las formas o las técnicas y la maquinaria del arte para hacer de una ficción religiosa una realidad presente. Al adentrarse en el trabajo de la invención e investigación artística con ostinato rigore, como pedía Leonardo, la revelación poética se hace inevitablemente presente y lleva incluso al más fiel creyente por los caminos de la duda, de la angustia, de la pasión, de la iluminación.

Sólo baste, por ahora, plantear la hipótesis de que la literatura litúrgica del teatro de evangelización inició una larga jornada de relaciones teológicas y teleológicas entre literatura y presencia escénica que llevó a una sobrevaloración del libreto. Incluso nuestra apreciación del antiguo teatro griego está enferma de esta herencia teológica. Nietzsche primero, en El origen de la tragedia y en sus Escritos preparatorios, y Antonin Artaud luego, en El teatro y su doble, han hecho resonantes críticas a esta elevación de la palabra por encima del cuerpo, de la música y de la presencia. Dice Nietzsche:

Yo afirmo, en efecto, que el Esquilo y el Sófocles que nosotros conocemos nos son conocidos únicamente como poetas del texto, como libretistas, es decir, que precisamente nos son desconocidos. […] Yo creo incluso que si alguno de nosotros fuese trasladado de repente a una representación festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo completamente bárbaro y extraño. (1995, 200)

Y para hacernos pensar de modo concreto en los dramaturgos de la Grecia clásica como hombres de la escena, como actores y organizadores de espectáculo, Nietzsche nos hace imaginar al público, los escasos dispositivos técnicos y la fuerza de la presencia del actor en la representación de una tragedia:

A pleno sol, sin ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más chillona realidad, veríamos un inmenso espacio abierto completamente lleno de seres humanos, las miradas de todos dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos muñecos de dimensiones superiores a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo a un compás lentísimo. Pues qué otro nombre sino el de muñecos tenemos que dar a aquellos seres que, erguidos sobre los altos zancos de los coturnos, con el rostro cubierto por gigantescas máscaras que sobresalen por encima de la cabeza y que están pintadas con colores violentos, con el pecho y el vientre, los brazos y las piernas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales, apenas pueden moverse, aplastados por el peso de un vestido con cola que llega hasta el suelo y de una enorme peluca. Además esas figuras han de hablar y cantar a través de los orificios desmesuradamente abiertos de la boca, con un tono fortísimo para hacerse entender por una masa de oyentes de más de 20.000 personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero de Maratón. (1995, 200)

Artaud describe la decadencia del teatro occidental como determinada por la idealización del lenguaje escrito, del diálogo y del autor dramático que aspira a dominar la escena desde fuera de ella, desde su escritorio: “De tal manera que si el autor es quien ordena el lenguaje de las palabras y el director es su esclavo, hay aquí una simple cuestión verbal […]. [El director] no es más que un artesano, un adaptador, una especie de traductor eternamente dedicado a traspasar una obra dramática de un lenguaje a otro” (1999, 135). Como en el teatro litúrgico y propagandístico, este encadenamiento al previo libreto del autor limita al teatro vivo a ser mero repetidor o adaptador. Así, el teatro vivo, como lenguaje propio, es desvalorizado en sus dimensiones múltiples y polifónicas: sonoras, lumínicas, espaciales, plásticas. Las posibilidades del trabajo de dramaturgo del montaje y delegado de la audiencia propias del director quedan reducidas a la puesta en escena del texto previo. Pero ya Meyerhold, antes que Artaud, había señalado que él prefería tener al escritor a su lado porque siempre en el proceso de montaje terminaba despedazando el texto, de modo que, al final, el texto literario precisaba ser reescrito. Igualmente, el trabajo de invención y de propuestas de las actrices y los actores queda limitado fatalmente en sus posibilidades de invención corporal, gestual, vocal y sonora, de juego en el espacio, de movimiento y de los vectores de fuerza que se despliegan desde la posición en la escena de los cuerpos, de las intenciones y de las miradas, todas sus posibilidades de creatividad quedan subsumidas al deseo del escritor que desde fuera controla la escena. Pero esto no sólo ha desvalorizado la polifonía escénica y las potencias de la presencia viva de los cuerpos. También a la literatura misma, que, idealizada como el alma de la poesía, tiende a creerlo y a sentirse el centro de la esfera.

Pero, convengamos, al menos, que la historia, la fábula y la estructura del relato que inspiran un montaje dado son también vitales. Borges ha dicho en alguna conversación que el arte dramático de Shakespeare es tan poderoso que resiste al peor de los traductores. Esto es cierto para la lectura de Shakespeare. Pero es frecuente ver formidables dramaturgias malogradas por montajes y actrices y actores “chapuceros”, que sólo logran aburrir. Quizá una mala dramaturgia nunca atrape al lector, pero siempre podría ser salvada la noche por la presencia y la gracia de los actores y actrices que les toque en desgracia encarnarla.

Ezra Pound, al inicio de su notable ensayo “Lope de Vega”, dejó escrito sobre este crucial asunto lo siguiente:

El arte de la literatura y el arte del teatro no son idénticos ni con céntricos. Un arte dramático completo debe comprender una parte del arte poético, que no emplea más que palabras, y aquella otra del teatro que emplea hombres y mujeres que se mueven y hablan. Así, para que una pieza dramática sea buena es necesario que ella pase por la escena. Una composición tan delicada y sutil cuya ilusión sea destruida por la representación no es una pieza de teatro. Sobre la escena, las palabras, las más ordinarias, sacan su fuerza del comediante que las dice. Las palabras de un poema no precisan contar más que con ellas mismas. (1966, 263)4

Ahora bien, se preguntaría uno como escritor de literatura teatral o dramas que aspiran al goce de ser jugados en la escena: ¿y esta obra que resultó de nuestro trabajo de imaginación literaria dramatúrgica será la obra que sueño o deseo para darla al trabajo creador de la escena? Si a menudo al terminar de escribir casi siempre se siente un raro vacío, una distancia fantasmal con lo imaginado o presentido, ¿cuál será entonces la diferencia entre ese texto imaginado casi inalcanzable y el espectáculo que vemos palpitar en él? Escribiremos entonces para la escena advertidos de las trampas de la representación y de las aspiraciones totalitarias que palpitan bajo las fuerzas poéticas del logos, y conscientes de que la escritura literaria es apenas una de las dramaturgias que podrían estar implicadas en la escritura escénica del hecho escénico. Que incluso hay espectáculos teatrales donde no se requiere de la dramaturgia literaria como antecedente del espectáculo, y ni siquiera como consecuente: la evanescencia y esencia efímera del espectáculo descreen de esa aspiración a la permanencia que puede ser la letra. Ciertos hechos artísticos teatrales aborrecen de ella; igual que se trata a la letra en el antiguo proverbio: “la letra mata, el espíritu vivifica”. Es la pasión estética de la acción, que inspiró a los románticos europeos y a los revolucionarios americanos contra el colonialismo: en el principio fue la acción, como rezaba el lema de Goethe. La comprensión de que el lenguaje de la vida no es el lenguaje de la letra, que “el lenguaje literario es artificial”, como dice el poeta Novalis en La enciclopedia, porque piensa en “el lenguaje de los labios, del paladar, de la garganta, de la lengua” (1996, 320), en el estilo, en la música y en el ritmo, como los secretos del sentido del lenguaje literario vivo. Y esto, pensado desde la poesía del pensamiento, es muy cercano a la vida del espectáculo. Todo ello nos invita a que, en el momento de escribir para la escena, nos guíe la ilusión o el deseo de que en nuestra escritura la narrativa siempre ceda ante la fuerza de la poesía de la acción, que se guíe por ella. Si la palabra de la literatura dramática se hace acción poética escénica, entonces la palabra jugaría con la polifonía de los demás lenguajes que posibilitan el encuentro entre la escena y el público, nuevas celebraciones de la vida, la vida que es acción. En el principio de la vida fue la acción, no la palabra ni el espíritu. Así la vida se piensa como cambio. La ilusión de esta filosofía es que la acción poética dramática habría de mover a la acción definitiva a público y a artistas. Es la ilusión de que la acción poética dramática produce cambios y transvaloraciones culturales, o que al menos las vislumbra, lo cual es ya un cambio: hay una visión de lo posible, una utopía, un nuevo mythos. Aquí el concepto de acción pareciera tener varios sentidos: como concepto cosmogónico físico y filosófico, que se opone a la mirada teológica y teleológica de la vida: en el principio no fue el logos, la voz del creador; en el principio fue la acción. Pero esa acción cósmica es un ejemplo para el actuar de los humanos en la vida: puede inspirar la acción política revolucionaria (como sucedió en el mundo romántico) y llamar a la acción humana que transforma las realidades humanas. Puede también ser una concepción dramatúrgica que nos hace ver la realización de las tareas —a veces quiméricas— del personaje dramático y sus acciones transformadoras, como un ejemplo de que la realidad personal y colectiva son moldeables por la fuerza de nuestra decisión activa, así el horizonte de cambio hacia el que imaginemos avanzar sea apenas la bruma de un sueño. La acción, en su relación presencial con la audiencia, en la obra de arte dramática, otea o indaga en aquel horizonte de lo aún invisible o apenas brumoso. Esa acción es también el gran enigma de la acción poética del personaje dramático: delirante, mística o simplemente iluminada, aquello que mueve a Hamlet y mueve a Antígona: la acción poética cargada de ilusión, de espejismo, de afectos, de valoraciones personales, de cierta locura o visión, de cierto juego poético parabólico o metafórico profético. “Visions”, como dijo William Blake. “Iluminations”, como dijo Rimbaud. La verdad personal dicha al sesgo, in “circle line, in “slant, como sugiere Emily Dickinson. “Ítaca, la luz del regreso”, como dijo Ulises a Circe. “Sueño”, como dijo Calderón, repitiendo una tradición teatral primordial, iniciática.

Tres. Releer a Aristóteles desde la presencia

También es cierto que casi siempre ha sido visible para el público, para las gentes del arte escénico y para las filosofías de la escena, que el teatro no es literatura sino acción escénica polimorfa y polifónica. A este respecto Aristóteles es elocuente cuando enumera, en el capítulo vi de la Poética (1450b), los seis elementos constitutivos de la tragedia. Entre éstos, la palabra, la trama, la fábula; el mythos es sólo uno, aunque, como dice allí el filósofo, la trama “es el principio mismo y como el alma de la tragedia” (2000, 10). Y así es, pero con la trama no se borran los otros cinco elementos: los caracteres (que hoy llamaríamos personajes), los pensamientos o ideas (intereses y puntos de vista que diferencian a un personaje del otro). Estos dos, junto con la trama, corresponden a lo que se representa, al mythos. Los tres elementos restantes parecen responder al cómo representar, a lo presentacional: la dicción o recitado (cómo se escancian los versos, cómo se ejecuta el ritmo de los pies métricos, la voz como poesía verbal), la música (la danza, el canto, el coro que rompe la representación para hablar directo al público una vez termina la escena del enfrentamiento entre los personajes, el agón), y el espectáculo (todo lo que corresponde a la máquina teatral, al diseño visual y sonoro, al vestuario, a la luz y el colorido, a los efectos). En la última estrofa del sexto capítulo, dice el filósofo respecto de la música y del espectáculo: “A las otras cinco partes de la tragedia las vence en dulzura la composición melódica. El espectáculo se lleva ciertamente tras sí las almas” (11). Pero cierra con la afirmación fatal, que es el nodo de los debates de las herencias estéticas y filosóficas que se reclaman aristotélicas o antiaristotélicas: “la virtud de la tragedia se mantiene aun sin certámenes ni actores” (11). Es la idealización del texto literario: aquí el filósofo reduce el placer, la edoné, al goce literario de la obra. Aunque ya nos haya hecho pensar que evidentemente él no filosofó sobre escritos, sobre libretos, sino sobre la materia viva del teatro: su reflexión es la de un espectador de los certámenes en que se presentan las obras. Aun así, el logos verbal lo guía y lanza la afirmación fatal: “la virtud de la tragedia se mantiene aun sin certámenes ni actores”. Es decir, la virtud de la trama como arte poética, como mimesis literaria del mythos y de los caracteres dignos de ser imitados. Pero inmediatamente concluye: “Aparte de que los artificios del espectáculo son más importantes que los del poeta mismo” (11). Estas oscilaciones de su análisis, que avanza como tanteando entre las dudas del pensador, no despertaron interés alguno en los herederos que se apresuraron a elegir la primera afirmación: “la virtud de la tragedia se mantiene aun sin certámenes y sin actores”. Como si no hubieran llegado hasta el verso final de la trama reflexiva sobre los seis elementos compositivos de la tragedia: “Aparte de que los artificios del espectáculo son más importantes que los del poeta mismo”. El logos representacional vuelve sobre su centro de poder y soslaya esa apreciación, y así soslaya la otra acción, la acción del canto y la danza reflexivos, que preguntan y tejen el hilo de continuidad entre el mito y la vida presente, soslayan la acción de la presencia. No es poca cosa lo así olvidado. Es soslayada la ruptura que hace el coro de la mimesis narrativa del mythos y del enfrentamiento dialógico entre los personajes, para hablarle directamente al público, para invitarlo a recordar y a reflexionar sobre la naturaleza de ese agón, de ese enfrentamiento que acaba de suceder en la escena, y para anunciar lo que viene. Un coro que danza, canta, filosofa y anuncia. Y rompe la línea del tiempo que se teje en la cadena de causas. Una detención de la trama que le hace a la linealidad temporal un agujero donde se incrusta el tiempo mítico de la fiesta, asociado con el tiempo político de la vida en comunidad. Los tiempos de la vida colectiva detienen el tiempo lineal para introducir las preguntas por el pasado que retorna, por el sentido del mythos y por los peligros con que la desmesura (hýbris) y el olvido de la prudencia (phronesis) amenazan la vida presente. La representación se detiene para introducir la fiesta reflexiva. Es esa dimensión de lo teatral presentacional la que cae en el olvido.

La idealización del logos literario cristiano fue llevada a su extremo en la Europa monárquica absolutista con el dogma de las tres unidades: pregoneros del rey, extrapolando ciertas expresiones de Aristóteles en la misma Poética, legislaron ese dogma, aunque Aristóteles sólo habló de la unidad de acción. Había que normar el teatro para someterlo a las necesidades del poder. En el parágrafo 443 de La Crítica en la Edad Ateniense, el sabio mexicano don Alfonso Reyes describe esta trama:

La teoría en cuestión (de las tres unidades) data del siglo xvi y procede de los preceptistas italianos Cintio, Segni, Maggi, y, sobre todo, de Minturno y Castelvetro. En Francia la acogerán Ronsard y Jean de Taille. En el siglo xvii, Chapelain, representante de todas las limitaciones académicas, formula dogmáticamente el cuadro de las Tres Unidades, gana a Richelieu a su punto de vista y arma con ello a la Academia Francesa. (1961, 285)

En el siguiente parágrafo, el 444, el maestro Reyes agrega que “es auténtica de Aristóteles […] la unidad de acción que forma cuerpo con su doctrina” (285). Y al pasar a la del tiempo, aclara:

Aristóteles confunde insensiblemente el tiempo práctico y el tiempo poético, cuando aconseja limitar la acción representada a una evolución solar más o menos. Pero estas palabras ocasionales, provocadas por la comparación entre tragedia y epopeya, no son más que una recomendación hecha de pasada. Tampoco es cierto que se funde en modelos de la tragedia ateniense. Entre una y otra escena del Prometeo, por ejemplo, pueden haber transcurrido millares de años. (285)

Y, sobre la supuesta unidad de espacio, dice en el parágrafo siguiente, el 445: “La materialidad del teatro ateniense no alcanzaba nuestros lujos de maquinaria escénica; pero siempre era posible sugerir algunos cambios de lugar” (286). A nosotros, bástenos recordar los dos templos de Las Euménides: el de Apolo, donde inicia la acción, y el de Atenea, donde se sucede el peregrino juicio a Orestes. También en Las Ranas hay al menos dos espacios: las puertas de una casa de la Ciudad y el Hades.

En la modernidad, el dogma de las tres unidades hereda el dogma medieval del teatro litúrgico como un arte de la representación de la palabra, donde el texto literario tiene la primacía sobre los demás lenguajes que conforman la polifonía escénica. El origen de esta preceptiva reside en necesidades externas al arte teatral: necesidades de orden político, de orden psicológico y teológico cultural: las clases sociales prominentes, primero la aristocracia monárquica y las jerarquías eclesiales, y luego la ascendente burguesía, requirieron de rituales propios para celebrar la exclusividad de sus poderes, y el teatro, normado bajo estos dogmas, se constituyó en uno de estos rituales. La escena se organizaba para la mirada del poder, para una silla llamada l´oeil du Prince.

Habría entonces que releer a Aristóteles hoy, de nuevo, desde otra perspectiva; ya no desde la utilización de los postulados aristotélicos por el poder, sino desde la valoración que hace Aristóteles del espectáculo en el capítulo vi de la Poética. Una relectura que valore la estructura teatral no meramente desde la linealidad de la trama que se expone en nudo y desenlace, sino que también tenga presente las pausas, los agujeros que en el desarrollo lineal de la trama hacen los coros al detener el agón y dirigirse directamente al público.

Cuatro. ¿Qué poesía hacer en la era de la sociedad del espectáculo?

Ahora, ¿para qué emplearíamos hoy la destreza corporal del cuerpo entrenado, su presencia y esa iluminación que produce en la escena? ¿Para sugerir qué? ¿Para contar qué? Si hoy todo lo que contemos ya está contaminado por la dramaturgia de la cultura del espectáculo, de la sociedad del espectáculo. Hoy, en la era de la cultura capitalista del espectáculo (y como lo temió Sócrates en los tiempos antiguos al expulsar de su república a los hacedores de pinturas, de historias, cantos y tragedias), la imitación espectacular se ha transformado en un instrumento de falsificación de la vida y de la felicidad y de alienación de la lucidez. El espectáculo ha sustituido esos dones humanos por su imitación representada en una imagen de noticiero, de propaganda, o de películas de entretenimiento. Como señala Guy Debord en el primer parágrafo de La sociedad del espectáculo: “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción, se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente se aleja ahora en una representación” (2008, parágrafo 1).

Para el trabajo del arte lo tremendo de este ascenso de la representación como instrumento de poder en la sociedad capitalista contemporánea es que la representación y la mimesis han sido como la nuez o el axis del lenguaje del arte, de la invención de metáforas, de poner una cosa por otra o la parte por el todo o relacionar lo más distante o lo que nunca se encontraría, a no ser en el juego metafórico de la invención poética, para revelar lo oculto, lo desconocido, para investigar lo misterioso, lo innominado. Hoy, al ser el axis de la falsificación de la vida de la sociedad del espectáculo, la representación se ha convertido, como temían Platón y su Sócrates, en una herramienta para el ocultamiento, para la mentira y el engaño. Se ha perdido lo que en verdad era el arte en la era socrática preplatónica: un canto que levantaba el velo que impedía ver la realidad, una mimesis desocultadora que nos ponía frente a la memoria de los hechos terribles del pasado, que hacía de la memoria mítica una memoria compartida, que hacía del mythos en escena una parábola del presente que preguntaba por el sentido y los peligros de la vida en comunidad, en la polis, al tiempo que desplegaba el placer de los goces de la presencia y de la representación, la edoné. El poder en la época de la sociedad del espectáculo ha transformada esa gozosa fuerza liberadora en una herramienta para producir lo contrario: anulación de la capacidad de pensar y actuar por sí mismos y, con ello, de gozar. El goce liberador de la antigua metáfora del teatro —y del arte— como espejo en el que podemos vernos y ver nuestros vicios y virtudes para pensar y reconocernos en ellos y en ellas y descubrir nuestras posibilidades, para que el conocimiento y el goce nos liberen, para que pensemos por nosotros mismos, como querían los antiguos romanos —sapere aude, “piensa por ti mismo”—, ha sido usurpado e invertido. Ahora el espejo de la representación no nos devuelve una imagen que crea un gozoso pensamiento liberador, sino un goce vacío, una imagen que agota todas nuestras fuerzas reflexivas en el goce hueco de ella misma, en el entretenimiento voyerista. El deseo de consumir se satisface en el consumo de las imágenes que podría ser satisfecho por algunos con la compra de la copia. Es una sociedad del simulacro. Pero el espectáculo obnubila, emboba y somete a la ciudadanía en la misma medida en que el sistema de la sociedad de clases ya nos ha sometido. La sociedad capitalista del espectáculo ha elevado el consumo de la mercancía-espectáculo a una religión masiva y sutil, casi invisible, que reproduce idealizada en sus imágenes toda la lógica del poder dominante: nos vende y da a nuestro goce voyeur un carrusel de imágenes que reproducen la vida del poder, sus excesos, sus privilegios. Así nos enferma, así domina:

El espectáculo, entendido en su totalidad, es a la vez resultado y proyecto del modo de producción existente. No es un complemento del mundo real, una decoración superpuesta a éste. Es la médula del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares: información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el modelo actual de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de una elección ya hecha en la producción, y de su consumo que es su corolario. Forma y contenido del espectáculo son, idénticamente, la justificación total de las condiciones del sistema vigente. (Debord 2008, parágrafo 6)

El espectáculo es una especie de nivel superior de la economía de la sociedad de clases actual: crea una sutil idealización mediática de esa sociedad y su orden y jerarquías. El poder, la guerra, el amor, la política, el sexo, la vida cotidiana son ahora espectáculos mediáticos: reality shows, que se exponen en las pantallas del consumo masivo ante los ojos embelesados de la ciudadanía; utilizan para ello la estructura lineal del drama clásico en tres partes: planteamiento, nudo y desenlace, y todas las estrategias compositivas de la ficción. La realidad es construida como una ficción representacional.

¿Qué teatro y qué arte podemos hacer en este mundo donde la representación ya no libera sino que obnubila el deseo y la conciencia y así también pervierte los sueños y oculta a la presencia (comose le ha llamado al ser desde los antiguos tiempos griegos)? Ésta es una antigua pregunta que la poesía se ha hecho desde siempre, antes incluso de la transformación angustiosa de la representación en instrumento de alienación, a la que asistimos a diario frente a las pantallas del consumo masivo de espectáculos y de la realidad invertida, de la ficción convertida en la realidad.

En su muy comentada conferencia de 1946 ¿Para qué ser poeta?, publicada en su libro Caminos en el Bosque (o también Sendas Perdidas) y leída con motivo de los veinte años de la muerte del poeta Rainer Maria Rilke, el filósofo Martín Heidegger comienza diciendo “¿[…] y para que ser poeta en tiempos de penuria? [...] pregunta Hölderlin en la elegía Brod und Wein. En la actualidad apenas comprendemos ya la pregunta. ¿Cómo vamos a comprender la respuesta que le da Hölderlin?” (1960, 222). La elegía “Pan y vino” comienza por describir el final de la jornada, cuando la ciudad cae en la noche y sus gentes van al reposo:

Colmados de las alegrías del día van a sus casas a descansar los hombres.
Y ganancia y pérdida sopesa una cabeza reflexiva satisfecha en el hogar.
Vacío de uvas y flores y de las obras de la mano descansa el industrioso mercado.5

La pregunta del poeta Hölderlin es la misma que nos hace hoy la imposibilidad casi completa de recurrir a las antiguas potencias poéticas de la imagen representacional para cantar o poetizar nada, porque yacen confiscadas por el espectáculo. Este reposo del día en la noche, con el que inicia su canto la elegía “Pan y vino”, hoy, en cada casa de las ciudades del mundo, es asaltado con las representaciones de la masa mediática de espectáculos. Si hacemos uso de la poesía de la imagen representacional, quizá nada de lo que deseamos decir, de lo que se precise cantar, sea escuchado. No se produciría diferencia alguna. Nuestro canto sería absorbido por la masa de lo mismo, porque la representación es ahora utensilio de uso contrario. El medio, la herramienta, se convierte en el mensaje. Y por ello, quizá, la representación ya no es útil a la iluminación poética para su búsqueda, que, como ha sugerido la poesía misma en muchas de sus encarnaciones, es el desocultamiento de la verdad poética y de la presencia. Ese desocultarse de lo oculto y ese develar qué lo oculta, nos deja, como dice Heidegger, “otear el camino hacia el cambio”: “¿Y para qué ser poeta en tiempos de penuria?”. Hölderlin contesta tímidamente por boca de Heinse, el amigo del poeta, a quien se dirige (en el poema): “Pero son (los poetas) —dices tú— cual santos sacerdotes del dios del vino, que corren de tierra en tierra en la sagrada noche”, (1960, 224). Y agrega el filósofo:

Poetas son los mortales que, cantando con seriedad al dios del vino, sienten la huella de los dioses que han huido, permanecen en su huella y de esta suerte otean para los mortales afines el camino del cambio. […] Lo sagrado es la huella de los dioses huidos. […] Ser poeta en una época de penuria significa: […] que el poeta diga lo santo en la época de la noche del mundo. […] De ahí que los poetas en tiempos de penuria tengan que cantar la esencia de la poesía […] una poesía que se amolda al destino de la edad del mundo. (1960, 224-225)

¿Y por qué el tiempo es indigente? ¿Por qué se vive en tiempos oscuros, como dice en otro poema otro poeta, el autor dramático Bertolt Brecht? Comentando uno de los sonetos a Orfeo de Rilke (el poeta de quien Heidegger quiere recordar con su conferencia al pensar la pregunta ¿Para qué ser poeta en tiempos de penuria?), afirma el filósofo: “El tiempo es indigente porque falta el desocultamiento de la esencia del dolor, la muerte y el amor” (1960, 227).

Cinco. Literatura y teatro: un lector y un espectador poeta

Con sencillez y lúcida claridad, en varias de sus conferencias, Jorge Luis Borges recuerda que un libro no es más que un objeto entre los objetos, que la poesía sólo sucede al leerlo. Así también, una pieza escrita para ser representada en el espacio de la escena sólo produciría sus efectos poéticos de dos modos: como texto literario, al ser leída por un lector imaginativo, lo cual la mantiene en el ámbito de la literatura; o como teatro, al ser presentada y vista por el público, que es ya otra cosa, pues allí la palabra escrita, la literatura, no tiene el privilegio del centro. Si queremos un centro, si el centro nos sigue concediendo algo de certeza o un poco de seguridad, así esté en todas partes, como quiere hacernos ver la metáfora de la esfera de Pascal, el centro de la poesía escénica estaría en el flujo de energía que circula entre la escena y el público, entre cada espectador y los cuerpos en la escena y su singular polifonía gestual, verbal, de movimientos, de intenciones, de miradas, de silencios. En ese fluir e intercambio entre escena y público, el espectador, como el lector de poemas, se hace poeta. Kant, en su Crítica del Juicio, argumenta que el filósofo acude al arte cuando no le sirven los conceptos de la razón, cuando está frente a algo innominable6. Aristóteles decía que la poesía busca el goce estético: la edoné. Podríamos decir entonces, provisoriamente, que el particular goce que nos deja la elaboración estética, artística, de un tema, de un problema o de un conflicto humano, es un goce sensitivo e intelectual a la vez: toca al sentimiento, a la pasión, a la imaginación y a la inteligencia comprensiva. El goce estético revela el entramado de causas y efectos de un asunto humano, pero con imágenes y metáforas, sin interpretar, sin explicar, dejando la inquietud, las preguntas, invitando a inventar. Al maestro Santiago García le he escuchado insistir en que en el arte teatral buscamos una imagen compleja y polifónica que sucede en la escena pero que aspira a dejar una imagen en el espectador. Entonces la imagen y el goce estéticos son resultado de una especie de imagen y goce en colaboración. Igualmente, la imagen estética y el goce teatrales suceden en el diálogo vivo entre la escena y el espectador. Son una imagen y un goce en colaboración: el espectador también es creador; no es un consumidor de seducciones o mensajes o verdades reveladas. Una imagen que el espectador, fuera ya del teatro, pensativo, en solitario o en la conversación, renueva y reinventa, como un soñador que sigue soñando al pensar su sueño. La revelación que produce la escena teatral, por cuanto nos invita a ser partícipes del goce de la invención estética, de la poesía, nos hace preguntas, nos problematiza y nos puede hacer cambiar de mirada y llevarnos a actuar. Nos hace público poeta que puede actuar porque siente y comprende. Algo cercano a como actúa Antígona, o al proceder de Hamlet: llevados por la certeza ética y poética, por el amor, por cierta locura que desafía a la muerte.

Seis. Presencia y autorreferencia

¿Qué poesía escénica debemos hacer en estos tiempos? La poesía ha buscado cantar y presentar en la escena este tiempo oscuro, levantando el velo que oculta lo que precisa cambiarse y ser cantado, para que sea visible a lo ojos del espectador que se entrega y que se hace poeta al participar en ella. Y lo hace bajo la voluntad de hacer poeta al lector y al público. Lo ha hecho, también, soslayando o esquivando la representación, para presentar la presencia del otro que es el poeta, al elaborar el canto del sí mismo: “I celebrate myself, and sing myself ”: “Me canto y me celebro a mí mismo”, dice Whitman. “Nel mezzo del cammin di nostra vita!” / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita”, dice Dante al inicio de su Comedia.

En el teatro y la literatura se juega con el sí mismo como autorreferencia para escapar a las trampas de la representación. La literatura, que aspira a ser poesía escénica y se inventa inspirada sobre la teatralidad del sí mismo, tantea la imaginación literaria en busca de la esquiva frontera que une al arte con la vida, para acercarse a la vida propia en la escena teatral. Es una poesía que trabaja su invención entre el presentar y el representar, entre la ficción y lo teatral cotidiano o el teatro de la vida o el sueño de la vida que se agita en la escena. Un trabajo poetizador que explora la delgada línea entre la vida y la ficción, que husmea y sobre esa línea fronteriza entre la invención y lo vivido hace tambalear al poeta que lo inventa y al público que se hace poeta al reinventarlo desde su lugar de espectador, desde la imagen que él, en cuanto público, inventa.

El deseo de inventar la metáfora escénica de la subjetividad personal animaría a la invención poética literaria, que aspira o sueña con la escena teatral, al juego de la autorreferencia. El primer Stanislavsky se propuso extraer de su memoria emotiva la psicología, las emociones y memorias que dieron vida a los personajes que interpretó: le dio pedazos de su sí mismo a sus personajes. En su composición, y en la vitalidad virtual de su goce y su reinvención por el espectador imaginario, un teatro y una literatura de la autorreferencia hacen una especie de inversión del proceder stanislavskiano, un desvío del uso artístico del sí mismo que prescribe el primer Stanislavsky a sus actores. La autorreferencia no usa el sí mismo para representar o presentar a otro, sino al mito del sí mismo: de mí mismo, la alucinación del yo, de la propia subjetividad. Es decir: se emplea la memoria personal para inventar el personaje que el o la poeta imaginarían ser. Algo parecido a lo que dibuja la célebre expresión freudiana: la novela familiar del neurótico. Aunque, en rigor, esto no tiene importancia literaria alguna, más allá de proclamar el deseo de inscribir el trabajo de la escritura de aspiraciones poéticas en la presentación, con la ilusión de esquivar así las trampas y servidumbres a que está sometida hoy, en la sociedad del espectáculo, la invención poética. Lo realmente importante sería que una escritura autorreferenciada, sea literaria o escénica, por su ritmo y su fuerza propias, por su poesía, atrape e interese poéticamente al lector o al espectador. La novela familiar se utiliza como fuente de la psicosis dramatúrgica o novela teatral del poeta o el autor dramático convertido en personaje de sí mismo. En la autorreferencia la mano que sostiene la pluma se mueve inicialmente a la escritura desde allí, desde la elección de episodios del mundo familiar, de la novela familiar que puedan ser convertidos en episodios de la vida del otro que el actor o la actriz es: su monstruo secreto: yo es otro. Varias de las más leídas novelas de iniciación y aprendizaje (El retrato del artista adolescente; Tonio Kröger; Las tribulaciones del estudiante Törless) son creadas a partir de un gesto parecido a ese giro o inversión del proceso stanislavskiano de dar vida al personaje.

El rodeo por el sí mismo no esquiva la ficción. Es, al contrario, un juego para recuperar la ficción usurpada por el poder y convertida en instrumento de alienación colectiva que ha sustituido la vida por representaciones en la era de la sociedad del espectáculo. Así, tanto la vida como la ficción han sido pervertidas, falsificadas. La ficción ha sido desnudada de su ficcionalidad: es presentada como la realidad. Pero la ficción no es la realidad, es un juego metafórico, una invención, que inventamos para explorar, para preguntar, para mirar de otro modo la vida, la realidad, y quizá así ver lo que se oculta, lo que no vemos, lo que cae en el olvido. Si en la creación artística trabajamos con el sí mismo, no lo hacemos como anécdota ni biografía, sino como ficción, como representación: “la representación de mi presencia”, como dice uno de los personajes de la obra A título personal, del Teatro La Candelaria. El juego autorreferencial con el sí mismo busca la perspectiva de la ficción poética para dar vida al encuentro del lector o el público consigo mismo. Exige una organización, la disposición artística de los materiales y el trabajo de la inventiva. Por ello no es ni autobiografía ni confesión ni testimonio ni anecdotario. Es ficción. Ficción pura.

El arte de la presentación que juega con el sí mismo no renuncia al juego de la imaginación mimética, al juego de la ficción, de la mentira, de la representación de lo otro o del otro. No puede vivir de la inmediatez, porque sólo accidentalmente hay arte en la anécdota, y se revela como arte porque el oído o la mirada artística descubren la poesía en ese accidente o en un feliz fragmento de conversación cotidiano escuchado en cualquier esquina de la ciudad: “ese Gardel, cada día canta mejor”. Al igual que al trabajar con los materiales de la imaginación o del mito, al trabajar con los sueños propios y con la memoria personal se requiere de una mínima elaboración para convertirlos en metáfora, en arte: para que aparezca la poesía. No necesariamente la poesía aparece en el solo juego de la presencia de los cuerpos, de sus verdades y convicciones, de sus fuerzas desplegadas. Se requiere de una mínima elaboración para que surja el placer de la poesía. Es lo que nos recuerda Freud al exponer la elaboración onírica: el sueño elabora sus materiales como un lenguaje de gran plasticidad y precisos juegos metafóricos. También nos lo reafirma Borges en su Arte Poética: “No hay placer en contar una historia como sucedió realmente” (2001).

Marcel Proust, acusado de haber escrito su inmensa novela, En Busca del Tiempo Perdido, en clave sobre su propia vida, tanto que el personaje principal también se llama Marcel, argumenta que “todo lector es, cuando lee, lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que él ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, el lector no podría ver en sí mismo. Y el hecho de que el lector reconozca en sí mismo lo que dice el libro es la prueba de la verdad de éste” (Kundera 2005, 125). Proust es enfático en afirmar que, aunque el personaje de su novela se llame Marcel, no hay en ella ninguna intención autobiográfica ni de confesión, “no la escribió para hablar de su propia vida sino para iluminar a los lectores la vida de ellos” (125).

Podríamos pensar que Proust —al mirar al arte de la lectura y a los libros que escribe el poeta como “instrumentos ópticos” para verse a sí mismo— recuerda y amplía la antigua metáfora romana del arte como espejo de la época —metáfora tan cara a Hamlet en sus consejos a los actores que representarán la obra de su situación personal, la pieza que le resuelva su duda mortal; duda que podríamos pensar así: “¿estoy loco viendo aparecer al fantasma de mi padre o en verdad hay algo podrido en Elsinor, y mi tío y mi madre son sus asesinos?”—. La metáfora del arte como espejo de la época podríamos verla hoy, en retrospectiva, como un eco griego, un reflejo de la teoría de la imitación: la mimesis del sí mismo: la representación de la presencia. Hamlet mismo es un ejemplo de la estrategia del dramaturgo autorreferenciado: se nos revela como el personaje que inventa su teatro con la materia de su más íntima y dolorosa duda. La autorreferencia del personaje es una muy rica veta. En la Odisea Homero elabora una versión: Ulises escucha de labios del aedo Demódoco cantar sus recientes hazañas. Y Cervantes otra: en la segunda parte de Don Quijote, en el famoso encuentro con los duques, el personaje se encuentra con sus lectores.

En el teatro, los personajes tipo, propios de la Commedia dell’arte, juegan frecuentemente con aristas posibles de lo autorreferencial: el famoso tema del hambriento que se devora a sí mismo puede ser un ejemplo. Hoy, en el mundo teatral de las capitales andinas, los grupos teatrales de más largo camino y arriesgado juego en sus búsquedas, como La Candelaria, el Yuyachkani o el Malayerba, cada uno a su modo, vienen explorando en sus últimos montajes la autorreferencia. Obras como A título personal y A manteles, los dos últimos montajes de La Candelaria, o Con-cierto olvido, del Yuyachkani, y varios de los trabajos del Malayerba exploran los conflictos entre persona y personaje, entre arquetipo o memoria del grupo y memoria de la cultura, entre memoria personal y memoria colectiva y ficción, para inventar, desde la autorreferencia, nuevas metáforas, en las que el grupo, al presentarse a sí mismo, deja los espacios, los faltantes para que el público y la sociedad se descubran a sí mismos en estas piezas y llenen esos huecos, concluyan las obras como si fueran propias. El sí mismo del grupo y los actores como punto de partida para abrir el sí mismo del público y de cada espectador. El otro gran teatro actual que trabaja con la autorreferencia y sobre el conflicto entre persona y personaje es el teatro de las mujeres.

Siete. El teatro de mujeres y las mujeres en el teatro: la otra presencia

En la vida de la sociedad del espectáculo se desliza permanentemente la idea falsificadora de que es “natural” que cada mujer reproduzca los roles que la cultura patriarcal le asigna a ese sexo. En realidad, son imposiciones culturales milenarias contra las que siempre han luchado las mujeres. El sistema de producción del arte, y del teatro en particular, no escapa a estas representaciones dominantes que pugnan por subordinar a las mujeres teatristas.

Estas representaciones pertenecen al corazón del sistema representacional del teatro, en el que son invisibilizadas la mirada y la creatividad propias de las mujeres, del mismo modo que en todas las esferas de la vida colectiva y privada de la sociedad patriarcal. Allí la palabra es masculina, es el logos del poder, la voz del padre. En el mundo del teatro se espera que las mujeres cumplan roles subalternos, que sean bellas, calladas y obedientes a la orden del señor director. Pero siempre aparece una rebelde de brazos blancos cargada de memorias, una Antígona, condenada a ser enterrada por sepultar a su hermano muerto, pero rebelde incluso en su muerte pues, para no morir encerrada en una tumba, se suicida. O una Okuni, inventora del kabuki con un grupo de mujeres, dirigido por ella, a quienes el edicto de un shogun les prohibiera seguir actuando por atentar contra la moral, así que fueron reemplazadas por hombres. La cultura patriarcal le ha entregado a los hombres la función dominante. Pero esa posición dominante es algo contra lo cual los hombres también tenemos que rebelarnos para intentar descubrir lo que significa ser hombre.

Qué significa ser hombre, qué es la masculinidad, es la pregunta más fuerte que como artistas y como seres humanos nos propone el teatro femenino en sus diversos encuentros y festivales. Los encuentros del Proyecto Magdalena, extendidos por el mundo desde hace 25 años, están entre los más inquietantes e influyentes. En Colombia, tenemos el Festival de Mujeres en Escena, que desde hace veinte años realiza anualmente en Bogotá la Corporación Colombiana de Teatro. A los hombres del teatro estos encuentros y festivales nos hacen la pregunta po-ética vital: “qué significa ser hombre en la era de la demolición del patriarcado”. Pregunta que también requiere ser elaborada desde el trabajo artístico de los hombres teatristas: en la escena, como actores, como dramaturgos, como directores, como compañeros de viaje. De las más vitales cuestiones del trabajo de la invención poética en los tiempos oscuros es el desocultamiento de estos dos problemas: la situación y el lugar que están inventando las mujeres artistas para lo femenino, esa habitación propia de la que habla Virginia Woolf —el desocultar su mirada— y la pregunta qué significa ser hombre7.

¿Cómo las mujeres creadoras del movimiento teatral de mujeres se han apropiado de las herramientas del teatro para poner en escena sus sueños y dialogar con los espectadores? En primer lugar, al hacer de la mujer teatrista la protagonista, la creadora, la actriz, la directora, la dramaturga, la poeta y la filósofa; al hacer que la creación propia de las mujeres sea el centro del encuentro con el público y entre ellas en sus encuentros y festivales. Que la mujer sea el centro invierte las tradicionales relaciones patriarcales de poder que han regido la historia humana casi desde la edad de piedra. Igualmente, al presentar las “demostraciones de trabajo de la actriz”, las Magdalenas han venido inventando una poderosa crítica del espectáculo y de la sociedad del espectáculo. La demostración muestra cómo se construye la presencia de la actriz, la demostración desmonta al personaje para dejar aparecer de un modo muy vivo y bello la presencia y la voz de la actriz, una voz en primera persona, autorreferenciada al proceso de invención de su personaje y del espectáculo, a su lucha con ese personaje, con el director, con el grupo. La demostración resulta así una íntima y riquísima fenomenología de la felicidad y las tribulaciones de la invención poética teatral. Pero, sobre todo, una puesta en juego de la irreductible presencia.

A esa relación compleja con el grupo y con la propia historia de vida, la poeta y teatrista Patricia Ariza la ha llamado “la recreación de la experiencia desde la autorreferencia”. El arte recurre a la autorreferencia porque la sociedad del espectáculo se apropió de la representación. Como ha señalado Guy Debord, el espectador contemporáneo “entre más contempla menos vive”, porque no vive la vida sino su falsificación, una representación que engaña, que ya no revela ni libera. La falsificación de la vida en la representación se ha hecho así el arma de dominación y de alienación por excelencia del poder. Y quizá la más antigua de las falsificaciones de la vida es la representación patriarcal de la mujer como bella, callada y obediente. Pero como dice el lema feminista: “las mujeres buenas van al cielo, las desobedientes a donde ellas quieran”. En las demostraciones de trabajo de las mujeres teatristas en los diversos Magdalenas, vemos cómo la actriz se rebela, siempre, contra ese deseo de dominio totalitario patriarcal, un deseo que Napoleón describió en una frase: “dirigir monárquicamente los recuerdos”. Esta frase bien podría ser el lema del sistema de producción teatral bajo la égida del director autoritario.

En su ensayo El Teatro y su doble, Artaud y la clausura de la representación, Jacques Derrida denuncia la primacía del texto escrito sobre la representación como sólo posible en la “escena teológica”, la escena donde la palabra del creador domina la escena desde fuera. Lo que aquí dice Derrida es tan importante que amerita una cita extensa:

La escena es teológica en tanto esté dominada por la palabra, por una voluntad de la palabra, por el designio de un logos primero que, sin pertenecer al lugar teatral lo gobierna a distancia. La escena es teológica en tanto que su estructura comporta, siguiendo a toda la tradición (occidental) los elementos siguientes: un autor creador que, ausente y desde lejos, armado con un texto, vigila, reúne y dirige el tiempo o el sentido de la representación, dejando que ésta lo represente en lo que se llama el contenido de sus pensamientos, de sus intenciones y de sus ideas. Representar por medio de los representantes, directores o actores, intérpretes sometidos que representan personajes que, en primer lugar mediante lo que dicen, representan más o menos el pensamiento del “creador”. Esclavos que interpretan, que ejecutan fielmente los designios provisionales del amo. El cual, por otra parte, —y ésa es la regla irónica de la estructura representativa que organiza todas estas relaciones— no crea nada, sólo hace la ilusión de la creación, puesto que no hace más que transcribir y dar a leer un texto cuya naturaleza es necesariamente representativa, guardando con lo que se llama “lo real” una relación imitativa y reproductiva. Y finalmente un público pasivo, sentado, un público de espectadores, de consumidores, de “disfrutadores” —como dicen Nietzsche y Artaud— que asisten a un espectáculo sin verdadera profundidad ni volumen, quieto, expuesto a su mirada de “voyeur”. (1989, 323)

Las potencias no verbales e inconscientes de la voz del padre se expresan y dominan la escena silenciosamente con la voz autoritaria del director, la reproducción en medio del trabajo de invención de los esquemas patriarcales de dominación en las relaciones entre director y actrices y actores.

En la comprensión de este problema vital, mis ojos se han ido afinando al participar en diversos festivales y encuentros de teatro de mujeres. Siento que cada vez veo las demostraciones de trabajo de las mujeres teatristas con más claridad. Mis ojos se abren: las veo a ellas. No a un tipo de teatro, sino a ellas mismas. Los encuentros de las mujeres de teatro y el teatro de las mujeres me han hecho comprender —de un modo que difícilmente podré hacer sentir con palabras porque es una experiencia inefable, vital, que sucede sólo en la obra viva— que en el teatro la presencia es el verdadero acontecimiento. Y que la presencia femenina es un asunto esencial en el nuevo teatro del presente. En el Transit II, organizado en el Odin Teatret por Julia Varley, participé con Rapsoda Teatro y la Opera Rap; Melissa Contento, la rapera, la breaker, la actriz, la mujer iluminada, nos dijo en su taller: “mi presencia es el mensaje”.


1 La traducción es mía.
Poem 1129
Tell all the Truth but tell it slant –
Success in Circuit lies
Too bright for our infirm Delight
The Truth’s superb surprise
As Lightning to the Children eased
With explanation kind
The Truth must dazzle gradually
Or every man be blind –
(Dickinson 1975, 506)

2 En La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio, Carcopino cita elcomentario de Dión Casio sobre Trajano (lxvi, 10): “el talentoso monarcajamás dejó de prestar atención a las representaciones del teatro, del circo y dela arena porque sabía […] que si las distribuciones de trigo y de dinero placenal individuo, se necesitan espectáculos para contentar a la masa popular” (324).

3 Véase Carrillo 2008.

4 La traducción es mía.

5 Traducción de Rafael Capurro. http://www.capurro.de/pan.htm (consultado el 26 de mayo de 2011).

6 “La idea estética es una representación de la imaginación asociada a un conceptodado, la cual está ligada a una multiplicidad tal de representaciones parciales,que no se puede hallar para ellas ninguna expresión que designe un conceptodeterminado. Deja entonces, por ello, (la idea estética), pensar, a propósito deun concepto, mucha cosa innominable, el sentimiento de lo cual vivifica lasfacultades de conocimiento y vivifica al lenguaje, en cuanto mera letra, al asociara él el espíritu... (Esto exige de genio). Genio que consiste, propiamente, en la felizrelación de descubrir ideas para un concepto dado y, por otra parte, encontrar la expresión para ellas, expresión a través de la cual pueda ser comunicado a otros eltemple subjetivo del ánimo, lo cual ninguna ciencia puede enseñar y por ningunalaboriosidad se puede aprender... Expresar lo innominable, en el estado del ánimoy a propósito de una cierta representación, y hacerlo universalmente comunicable—sea cualquiera la expresión que se utilice: lengua, pintura, plástica—, ello exigeuna potencia para aprehender el juego de la imaginación que pasa velozmente,y para unificar todo en un concepto (que es por eso mismo original, y abre, a lavez, una nueva regla que no ha podido ser inferida de ningún principio o ejemploprecedente)” (Kant 1991).

7 A este respecto, le debo a la participación en los festivales de Mujeres en Escena y en algunos encuentros del Proyecto Magdalena, el haber escrito y montado, con Franklin y Cristina Hernández, de Rapsoda Teatro, la pieza: “¿Nuevas masculinidades?: Una conferencia de actor”. Y también mi solo “Hombre que soñó parir una niña por el ombligo”.


Obras citadas

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Satizábal, C. (2011). Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo. Literatura: teoría, historia, crítica, 13(1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650

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Satizábal, C. Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo. Lit. Teor. Hist. Crít. 2011, 13.

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SATIZÁBAL, C. Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 13, n. 1, 2011. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650. Acesso em: 28 jul. 2024.

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Satizábal, Carlos. 2011. «Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo». Literatura: Teoría, Historia, crítica 13 (1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650.

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Satizábal, C. (2011) «Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo», Literatura: teoría, historia, crítica, 13(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650 (Accedido: 28 julio 2024).

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C. Satizábal, «Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 13, n.º 1, ene. 2011.

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Satizábal, Carlos. «Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo». Literatura: teoría, historia, crítica 13, no. 1 (enero 1, 2011). Accedido julio 28, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650.

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Satizábal C. Teatro y presencia. Notas para una estética teatral en la época del espectáculo. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de enero de 2011 [citado 28 de julio de 2024];13(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/23650

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