Juego de damas y la celebración del desencanto
GRANDE SERTÃO: CORDILLERAS*
Bairon Oswaldo Vélez Escallón
Universidade Federal de Santa Catarina – Brasil
flint1883@yahoo.com.mx
Grande Sertão: Veredas (1956) y Pedro Páramo (1955) crean, en la misma instancia que interrumpen, figuraciones totalizadoras del ser y del mundo: así operan sus ficciones. Esa participación encuentra su máxima paradoja en la apropiación que, sobre esas obras, ha ejercido la crítica latinoamericana: como precursoras de obras posteriores o como consolidaciones de una literatura latinoamericana madura. ¿Esas obras aceptan sin tensiones o resistencias esa filiación? Este trabajo explora estos temas y problemas al menos en tres niveles imbricados y en extrema tensión: la acción, la narración y la transcripción o pasaje al texto.
Palabras clave: crítica latinoamericana; epopeya y novela; Juan Rulfo; Guimarães Rosa; literatura latinoamericana; mito y novela.
The Devil to Pay in the Backlands: Mountain ranges
The Devil to Pay in the Backlands (1956) and Pedro Páramo (1955) create figurations of a total being and a complete world at the same time that they break them off; this is the way these fictions work. This sort of participation faces its maxim paradox in the appropriation of these works by Latin American literary criticism, which has treated them either as forerunners of later works, or as consolidations of a mature Latin American literature. Do these works submit without resistance or tensions to such definitions? This paper explores these topics and problems on at least three levels, which overlap in extreme tension: action, plot and transcription, or the passage to the text itself.
Keywords: epic and novel; Juan Rulfo; Guimarães Rosa; Latin American criticism; Latin American literature; myth and novel.
Sempre gostei demais de estrangeiro
João Guimarães Rosa, Grande Sertão, Veredas
Grande Sertão: Veredas1 (1956) y Pedro Páramo (1955) construyen, a la vez que interrumpen, figuraciones totalizadoras del ser y del mundo. Puede decirse, de otro modo, que exponen sus finitudes singulares y abalan paradójicamente a los universos de ficción que constituyen. Eso, como se verá a lo largo del presente artículo, contrasta radicalmente con la apropiación que la crítica literaria, en sus más canónicas expresiones, ha ejercido sobre esas obras como paradigmas de la consolidación de una literatura latinoamericana “madura” o como realizaciones parciales dentro de un proceso de desarrollo lineal en una historia homogénea.
En las siguientes páginas se intenta una aproximación a esos temas y problemas. Se trata de una lectura de las novelas de Guimarães Rosa y Juan Rulfo concentrada en los procedimientos con que esos textos dan cuenta de su propia escritura2: a través de la interrupción de los cursos de la acción y la narración, y al hacer del lector singular una instancia constitutiva del sentido. A partir de la experiencia de todo lo que falta en esas inscripciones —principalmente de aquel “total” que en ellas se interrumpe—, de cómo ellas trabajan en los límites entre el autor y el lector, podrá pensarse una alternativa para la historia de la literatura entendida como un proceso homogéneo y/o ascendente.
Del título
En “Sobre el concepto de historia” (1940), Walter Benjamin advierte sobre la manera en que la concepción dogmática del progreso falsea los propios hechos históricos de que se apropia, colocándolos en una causalidad o perfectibilidad, infinita. Para el filósofo, toda crítica del progreso debería pasar por una crítica consecuente “de la idea de esa marcha” en un tiempo “homogéneo y vacío” (1993, 229). La alternativa, para Benjamin, estaría en la creación de un “verdadero estado de excepción” (226), es decir, en la construcción de una historia saturada de “ahoras” (229) que no obliterase el peligro de exponer su contingencia, en que la urgencia del momento presente no cesase de comparecer. Así, la reflexión se dirigiría a la redención del acontecimiento singular, o sea, de su capacidad de despertar incesantemente al sentido por exposición abierta —un acontecimiento claramente ceñido al momento de quien lo reclama, pero no asentado en absoluto—. En otras palabras, “lo que adquiere importancia histórica es siempre función del presente inmediato”, según la premisa de Carl Einstein, retomada por Georges Didi-Huberman (1999, 25). De ese modo, se hace necesario pensar que la alternativa a una concepción dogmática de la historia está en su comprensión en tanto imagen —algo que no cesa de producir sentido, no puede dejar de “tocar” a su observador, saturándose anacrónicamente de su origen, cuando es percibido—:
La verdadera imagen del pasado pasa, veloz. El pasado solo se deja fijar como imagen que relampaguea irreversiblemente, en el momento en que es reconocido […] Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como de hecho fue”. Significa apropiarse de una reminiscencia, tal como ella relampaguea en el momento de un peligro. (Benjamin 1993, 224)
El título de este trabajo quiere dar cuenta de la interrupción del curso de la voz representativa, de la ficción genérica, del mito, de la mimesis —en fin, del continuum de los discursos o figuraciones sobre el ser y el mundo que opera en los libros estudiados—. La cordillera era el nombre de la novela —nunca publicada— con que Rulfo engañaba a periodistas y críticos angustiados por su renuncia a la escritura3. El Grande Sertão es hoy el mayor enunciado con que cierta crítica totaliza4 una realidad nacional que no se agota en una proposición. Las cordilleras nacen del choque entre placas tectónicas, ellas evidencian que la tierra no es continua ni unitaria, que está toda hecha de interrupciones, de pedazos, de fuerzas subterráneas.
Suspensión de la voz sobre las márgenes de un trazado, ruptura (com)partida del otrora firme suelo paterno, hendidura en el mar épico del llano: Grande Sertão: cordilleras.
La experiencia de lo escrito desafía el presupuesto de una significación nuclear a la que sería reportada toda singularidad, así como la noción estática de una totalidad que se completaría como obra por la intervención del arte (Nancy 2001). De una concepción de la obra como portadora de verdad, pasamos a un punto de vista en que ella sale del lugar que le fue designado por la historia, historizándose en el devenir, como una pregunta activa que no puede ser absolutamente resuelta más allá de aquello que conmueve en el plano de la sensación: el sentido que reclama a partir del “objeto” y de su contacto con el “sujeto”, y no lo que ese sujeto sabe y le obliga a decir a aquello que define, dispensado de su obligación de tocar y de ser tocado (véase Didi-Huberman 2006).
Este trabajo se ocupa del movimiento de los textos estudiados. Ese movimiento es el de una disrupción constitutiva de la escritura, que será buscada —como dinamismo— en la cisión de aquello que opera como totalidad en las propias configuraciones ficcionales. Dado que lo que motiva el análisis es un cuestionamiento metacrítico, serán también brevemente convocadas y aproximadas algunas lecturas canónicas, sobre todo aquellas en que Grande Sertão: Veredas y Pedro Páramo aparecen como “obras seminales” o “síntesis” de un proceso de desarrollo literario entendido teleológicamente. Se adopta un abordaje diferencial en relación a las temáticas acometidas por esa crítica, pasando gradualmente de lo más general (la lectura comparativa) hasta aquellos abordajes en que lo épico (para Grande Sertão: Veredas) y lo mítico (en el caso de Pedro Páramo) configuran la interpretación e inscriben los textos en una tradición “orgánica” o “sistemática”. El objetivo es que el contraste entre esas lecturas y el movimiento de los textos a que se refieren no se precipite en una reducción demasiado simplista, sino que contribuya a tornar extraña su familiaridad, para pensar, más allá del consenso, en una comunidad de la diferencia.
Lo real como piedra o la pérdida de lo real
En los trabajos críticos que Luis Harss (1966) y Emir Rodríguez Monegal (1972) dedicaron al boom de la literatura de los años sesenta, lo real y su representación conforman un núcleo interpretativo. Eso se evidencia particularmente en la aproximación de las narrativas de Rulfo y Guimarães Rosa como las “dos piedras miliares” de las letras de América Latina de ese momento. La fidelidad representativa de los autores en relación a sus respectivos lugares de nacimiento hace que esa apropiación se efective hasta el extremo de casi anular las diferencias.
Luis Harss, en Los nuestros (1966), por ejemplo, loa a Guimarães Rosa con palabras casi simétricas a las que usará para elogiar a Rulfo: afirmación vanguardista de la tradición, universalización de lo regional, representación de la esencia o “alma nacional”, entre otros (174-175). Compárese eso con el trecho dedicado al autor de El llano en llamas:
No es propiamente un renovador, sino al contrario el más sutil de los tradicionalistas. […] Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales […]. Con él la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folklore. Rulfo no filtra la realidad a través de la lente de los prejuicios civilizados. La muestra directamente, al desnudo... […] Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario. Está escrita con sangre. (315-316)
Rodríguez Monegal, cuya eclosión como crítico coincide mucho con la del propio boom, dice: “ya con Rosa estamos en pleno boom” (1972, 55). También: “Lo que es la novela de Rulfo para la nueva narrativa hispanoamericana, lo es la de Guimarães para la brasileña” (90). Desde esa perspectiva, es la fidelidad mimética lo que articula lo local y lo universal, ella hace que esos textos puedan ser considerados como puntos de inflexión en la consolidación de una literatura madura e internacionalizada.
Esas lecturas, sin duda, parten del sistema de análisis que ya en el ensayo “O homem dos avessos”5, de Antônio Candido, se sustentaba en la contradicción entre “el mito y el logos; el mundo de la fabulación legendaria y el de la interpretación racional” (1991, 309). Ese sistema se desarrollaría, en la obra posterior del importantísimo crítico brasileño, en la teorización de un superregionalismo latinoamericano (véanse Candido 1987 y 2002) —del cual serían ejemplares las obras de Rulfo, Vargas Llosa y Guimarães Rosa— que sintetizaría en sí las tendencias literarias y las temáticas locales y universales, a partir de una “consciencia dilacerada del subdesarrollo” (1987, 162). Se evidencia cómo en la versión de Candido la problemática histórico-social dialoga con la temática telúrica y se articula en una “universalidad de la región” (162), con lo cual la reflexión compone un núcleo, complejo, es verdad, pero que no deja de subordinar el sentido de los textos a una fuente absoluta —y por eso estática— de significación.
Al establecer la fidelidad de la representación, el discurso crítico pasa a la inserción de las obras en una tradición más grande, consensualmente universal, que, de alguna forma, dispense esas escrituras de un excesivo enraizamiento en lo local. La inserción en ese modelo de universalidad se da a través de la fórmula “novela mítica”, introducida por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal que, en El boom de la novela latinoamericana, habla de Pedro Páramo como “novela francamente mítica” (1972, 49) para contarla (junto a Grande Sertão: Veredas) entre las más destacadas exploraciones de los “grandes topoi de toda literatura” (92). Es evidente que donde Candido optaba por una lectura que perseguía el logos histórico-social, Rodríguez Monegal elabora —en la tradición de Octavio Paz (1967) y Carlos Fuentes (1969)— una lectura que busca la transcendencia de lo local en una supuesta universalidad del mito. De ahía la comprensión de esos libros como las “piedras miliares” de la literatura latinoamericana (del boom, finalmente) solo hay un paso6.
Estas lecturas, como se puede notar, participan de una determinada concepción de la historia y del propio papel que el arte literario desempeña en esa historia. Dígase: una dialéctica del progreso. Es claro que, concomitantemente, un paradigma de cultura está en su centro, y que es hacia el modelado de la producción latinoamericana según ese patrón que la crítica dirige sus esfuerzos. En el fondo, siempre se trata de un proceso crítico de naturalización de lo extraño, de domesticación o civilización de lo que aparece como una incontrolable profusión de sentido.
Probablemente, la alternativa crítica más productiva a esa tendencia sea el abordaje de Ángel Rama en La transculturación narrativa en América Latina (1983). No obstante, aunque ofrezca un marco de reconocimiento de la diferencia constitutiva de los textos, en una propuesta no por acaso cercana a la de Antonio Candido, vale decir que su concepción de lo específico cultural es una forma de lo que Derrida llama “metafísica de la presencia” o “modificación (ontológica) de la presencia” (1991, 352), es decir: una postergación de la concreción del texto que busca establecer un significado en un más allá de palabras apenas representativas. En ese caso, el centro es la identidad producida por la tensión entre instancias culturales diversas que, por su parte, son transformadas por esa identidad, lo que significa que la complejidad “viva y dinámica” de lo literario es comprendida como un desafío a las nociones de tercer mundo y subdesarrollo (Mignolo 1997, 543). No obstante, la singularidad textual continúa obliterada por la transmisión de un significado esencial o nuclear que no puede dejar de estar inmóvil para ser descrito7.
En términos generales, esos abordajes se componen de tres operaciones, imbricadas y complementarias: 1) La determinación de una realidad que el texto buscaría representar; 2) El montaje de esa representación en una línea de evolución literaria que contribuiría a la construcción de una realidad también determinada y 3) La incorporación al discurso crítico de concepciones de representación y realidad que, paradójicamente, no están para ser discutidas, es decir, que son absolutas o no están en crisis8.
¿Cuáles son las consecuencias de esos abordajes universalizantes, homogeneizadores o naturalizadores? Dos ejemplos: la lectura “épica” de Grande Sertão: Veredas y la lectura “mítica” de Pedro Páramo.
Una “epopeya” de la escritura
Un difuso componente épico, cierta intertextualidad entre la epopeya y Grande Sertão: Veredas se incluye entre los tópicos más destacados por la crítica literaria dedicada a la obra de João Guimarães Rosa, desde sus trabajos pioneros. De forma muy general, puede decirse que esa problemática ha recibido dos formas predominantes de tratamiento: una tendencia se ocupa de los orígenes culturales del género y orienta sus esfuerzos a la elucidación de las fuentes, motivos y estructuras de la epopeya y de sus transformaciones y correspondencias al interior de la obra (Proença 1958; Arroyo 1984); el otro abordaje, por su parte, se dedica a la revelación de la función representativa de lo épico, generalmente en los términos de un proyecto estético de superación de las profundas divisiones de una sociedad asimétrica y en plena construcción9.
Como este trabajo se restringe al movimiento de los textos estudiados, optamos por cambiar la pregunta por el significado de lo épico, por otra que indague por cómo ese “épico” —si existe— produce ahí sentidos. Eso lleva al cuerpo a cuerpo con el texto, a la experiencia de su actualidad. Esa actualidad, abordable solo como pasaje ilimitado de sentido, no es susceptible de determinación absoluta e interrumpe, cuando es expuesta, los mitos de la fundación y de la transcendencia que, como se sabe, informan el total épico, o al menos, su pretensión de verdad, de Homero (ix a. de C.) a la tradición elohista (viii a. de C.) (Hegel 1997; Lukács 2007; Bakhtin 1998; Auerbach 1996).
Esa recusación a la captura y a la imposición de una significación, de otra parte, sugiere un procedimiento a seguir, siempre en diálogo con la dinámica del texto. Si el acto es concebido como la materia épica, y se piensa que la acción que la epopeya relata contiene en sí los sentidos últimos de los pueblos (Hegel 1997), de una forma tan acabada y perfecta que no admite cuestionamientos (Bakhtin 1998), esa dinámica comenzará a aparecer. Grande Sertão: Veredas es la transcripción de una narración que se refiere a hechos de la juventud del protagonista, ahora distanciado de ellos. Es, entonces, la exposición concreta o escrita de una narrativa que se pretende consumada a partir del cuestionamiento de una acción pasada, orientada por un sentido “dado” o proveniente de los ancestrales. Una cosa dentro de otra que, a su vez, es contenida por una tercera, todas en extremo diferimiento entre sí.
Para comenzar, se puede pensar en la acción propiamente dicha. Ese enunciado, “acción propiamente dicha”, impone entretanto una reserva —que se relaciona con una característica destacada del género que ahí quiere buscarse y que debe ser abordada con extremo cuidado para no distorsionar el texto—. Dada la absoluta verdad o la representación inmediata del ser y del mundo que el dispositivo épico pretende instituir, puede decirse que este no está para ser tocado, es decir, oculta su carácter de dispositivo y remite su significación hasta un pasado absoluto, con el que el devenir solo puede tener una relación sumisa, de acatamiento y fervor10. Delante de la luz ofuscante de la epopeya solo cabe cerrar los ojos, obliterar
o postergar toda problematicidad. O sea, el consenso es una premisa del género, los valores de su universo de representación son incontestables. De esa manera, se opera la totalización con que el dispositivo busca capturar lo existente: al negar o excluir la posibilidad de ser de elementos no interconectados con la concepción de mundo que sustenta. Se trata, entonces, de una perspectiva que suprime la posibilidad de otras perspectivas, una “perspectiva sin perspectivas”.Ahora, en Grande Sertão: Veredas no se está delante de eso. Es un cuerpo escrito, el registro de una narración en primera persona en que se medita críticamente sobre acciones pasadas, y lo que posibilita ese distanciamiento es que el narrador se ha posicionado en otro punto de vista, el cual le permite cuestionar su juventud como una fase ingenua de su vida:
[…] ¿el señor cree, haya algún hilito de verdad en ese parloteo, de que con el demonio se puede hacer un pacto? No, ¿no cierto? Sé que no. Hablaba de habas. Pero una confirmación no viene mal. Vender su propia alma… ¡pero qué invento más falso! […] Mal que en mi vida me preparé, fue en una cierta infancia en sueños, todo corre y pasa tan rápido… ¿será que hay lumbre de responsabilidades? Se sueña: ya se hizo… ¡Di terrones al jumento! Ajá. Pues. Si es que hay alma —y hay— es de Dios establecida, que ni que la persona quiera o no quiera. No se vende. (Guimarães Rosa 2009, 38)11
Esa barrera absoluta, más allá de la cual lo épico quiere aislarse, es rebasada en el mismo momento en que la narración acontece, su limitación e inviabilidad son expuestas por su transcurrir en esa práctica narrativa presente. De modo que, si hay alguna cosa de la epopeya en el texto estudiado, debe tratarse apenas de una ruina, aquello que resta cuando su consumación ya tuvo lugar. Ese resto de epopeya puede ser llamado “vestigio” e impide que la acción sea abordada simplemente como un conjunto de hechos objetivamente transmitido, pues si es en esa acción pasada y contada desde una perspectiva ajena que es posible buscar algún trazo de lo épico, no es, en oposición, viable una reflexión sobre la fábula que oblitere la mediación operada por el narrador. Un vestigio es el resto sensible de una ausencia que no conserva su causa o su modelo y que, paradójicamente, carga en sí los trazos de esas retiradas (Nancy 2008, 119-129).
En este caso, la narración de Riobaldo conserva en alguna medida algo de la acción de juventud en que se hizo yagunzo12. El bando yagunzo impone un compromiso sin matices, lo que quiere decir que participa de una figuración absoluta de mundo, una “perspectiva sin perspectivas”: también su universo de valores —y, entre ellos, principalmente el coraje—, ese universo axiológico, es incuestionable; también el yagunzo debe cerrar los ojos para vivir en el consenso, él tampoco puede tocar aquello que le es transmitido desde el origen. El mundo del yagunzo13 es, para sí, cerrado y perfecto, en él todo está listo, “dado”, y el destino de aquél que defiende sus valores está marcado desde su captación por el bando.
El guerrero o héroe sacrificado a un bien superior se fusiona con el bando y con la comunidad que representa, del mismo modo que la epopeya se realiza finalmente en la colectividad que en ella se reconoce. De ese modo, los cuerpos del héroe y de su relato, en su concreción temporal y espacial, no solo son negados. Deben ser efectivamente aniquilados. Capturado por un pacto de lealtad, o por un contrato “de palabra”, el yagunzo-héroe acaba entregando la vida para proteger la propiedad del señor de la tierra, soportando también una jerarquía social que solo continúa por el exterminio de quienes actúan en su defensa.
Ese cuerpo perforado y esa sangre derramada son las únicas atestaciones de posesión operadas por el pacto de palabra, la evidencia inerte de que una acción transcendente fue consumada. Eso toca, sin duda, al pacto demoniaco, que es también un contrato no firmado, como la misma epopeya, que es un género “mucho más viejo que la escritura y el libro” (Bakhtin 1998, 397). Ese pacto, en el caso del protagonista, también comporta una paradoja: para defender una razón transcendental al castigar a los Judas, Riobaldo debe sacrificar la propia transcendencia, debe entregarse a la muerte eterna para garantizar la eterna continuidad de los valores ancestrales. Por lo tanto, una falsificación es operada por los pactos (el social, el genérico, el demoniaco) y la verdad pura que representan solo puede ser defendida por ese que es apropiado y agotado bajo un nombre de guerra; por ese que es exclusivamente un instrumento o una cabeza más de ganado en el cuadro de la pecuaria extensiva, útil cuando es enterrado sobre el límite que expande y conserva las dimensiones del latifundio.
Es precisamente un sacrificio aquello que marca la conclusión de la acción del protagonista y el pasaje a la narración. El cuerpo perforado y desnudo de su amado Diadorim encubre el “cuerpo de una mujer, joven perfecta” (Guimarães Rosa 2009, 547). Escondiendo una forma, otra, como cuando se camina en la neblina. Ella —“María Deodorina da Fé Bettancourt Marins— que nació para el deber de guerrear y de nunca tener miedo, y sobre todo para amar intenso, sin goce de amor…” (553)— también hizo un pacto de género. La niña disfrazada de yagunzo es una pura manifestación de verdad ancestral, esa que desde los orígenes la suprime en su realidad de carne y hueso. Ese también es un punto de ruptura. A partir de esa muerte, Riobaldo deserta del bando y se transforma en lector de su historia, comienza a cuestionar los valores del yaguncismo y desconfía de que toda su acción heroica fuera orientada por el “Padre de la Mentira” (388). He aquí la razón por la cual pueden buscarse vestigios de la epopeya donde ella no parecería estar —en el pacto demoniaco—. Eso es lo único que resta cuando la epopeya se deflagró aún antes de integrar el texto. Pacto es el humo, o mejor, la neblina de un género no acontecido, lo que resta cuando la epopeya no tuvo lugar.
El narrador, después de la muerte de Diadorim experimenta el desmoronamiento de los valores de su juventud y busca restaurarlos a través del acto de contar. Se trata, precisamente, de la mirada que determina valores en un universo sin valores, en el “mundo de la prosa”, que acompaña el surgimiento del romance como manifestación secular de la epopeya (Hegel 1997). El “soplo épico”, remolino o su vestigio, llega hasta aquí. Aquello que antes fuera una visión total del mundo, deriva en totalización de la propia visión, en dependencia del pasado, los objetos y los seres a una única ley14 general que sustenta y exenta a quien la proclama. Riobaldo se asienta en su convicción, y su posición es el punto en que el “espíritu se alza a sí mismo en el pensamiento y en la praxis socio-estatal” como absoluto —ese punto “degradado” en que Lukács identifica el “mundo de la prosa” hegeliano (2007, 13-14)—. El subterfugio ingeniado por ese narrador para conseguir la religación, o restauración, de la unidad perdida es la negación de la existencia del diablo, una pregunta que tiene respuesta antes de su formulación. Eso, además, lo exonera de responsabilidades, fundamentalmente en la medida en que la nueva posición, alcanzada después de una exitosa escalada social, es ella misma incuestionable y está separada de la superstición de la juventud por una barrera intraspasable. Ese divisor de aguas es la muerte del ser amado: de un lado, resta el pasado en que el personaje se unió al bando y ensayó un pacto con el diablo; del otro, está el hacendado, inmovilizado en una ubicación central, segura, a partir de la cual la ley se pronuncia y el mundo se organiza.
La invulnerabilidad del narrador solo se alcanza por una violenta instrumentalización de la alteridad, por una apropiación de la vida y la muerte de los otros que no es otra cosa que la realización en obra del dispositivo épico. Es muy difícil no presentir la epopeya y el demonio en el centro de cualquier clausura de sentido: “el Diablo en la calle, en el medio del remolino”. La obra de ese narrador es una obra de muerte; él sólo se constituye a partir de la destrucción del personaje y del potencial aniquilamiento de puntos de vista no concordantes con su condición presente. El consenso, entonces, no es más algo dado, sino algo para imponerse con la violencia que sea necesaria. De esa manera, puede decirse que la criticidad del narrador es ella misma sin crisis, que su mirada de medusa petrifica, de una vez por todas, todo lo que toca. Así, la posición del narrador, ahora hacendado y dueño de yagunzos, está dominada por una pulsión secular que invierte la antigua jerarquía, y mantiene sus fuerzas intactas. Los cuerpos de los yagunzos, sobre el límite de la propiedad, preservan a Riobaldo de la misma manera que el cuerpo de Diadorim lo aísla del pasado:
Resumamos, no crea que la religión debilita. El señor piense lo contrario. Visible que, en otros tiempos, yo prometía —greda que la bromelia levanta la flor. Eh, buen asunto… Juventud. Pero la juventud es la tarea para más tarde desmentirse. También, si me hubiese dado a pensar en vago en tanto, perdía mi mano de hombre para el manejo caliente, en medio de todos. Pero hoy, que raciociné, y pienso sin parar, ni por eso no doy por baja mi competencia, en una de fuego y hierro. A ver. Que lleguen y vengan aquí con guerra, con malas partes, con otras leyes, o con excesivas miradas, y yo todavía dispongo de incendiar esta zona, ¡ay, sí, sí! Es en la boca del trabuco, es en el ratatán. Y solisolito no estoy, había de estarlo. Para que no fuera así, es que puse a mí alrededor a mi gente. […] ¿Y no voy sumando? Les dejo tierra, de ellos es lo que es mío, cerramos que ni hermanos. ¿Para qué quiero ajuntar riquezas? Están ahí, con las armas arenadas. Enemigo que venga, cruzo un llamado y nos ajuntamos: es hora de un buen tiroteamiento en paz, para que prueben y vean. Le digo esto al señor, en confianza. También no vaya a pensar en doble. Lo que queremos es trabajar, proponer sosiego. De mí, persona, vivo para mi mujer, que se merece todo lo mejor, y para la devoción. El buenquerer de mi mujer fue que me ayudó, sus rezos, gracias. Amor viene de amor. Digo. En Diadorim también pienso, pero Diadorim es mi neblina… (Guimarães Rosa 2009, 37-38; las cursivas son mías)15
La neblina no respeta cercas. Su naturaleza es pasar. En el momento en que el narrador se asienta con la mayor violencia en su posición, esa neblina irrumpe en su discurso, sacándolo de su obstinación en mantenerse intocado: “pero Diadorim es mi neblina”, dice. La forma consumada en el cuerpo muerto del yagunzo no es solamente una barrera, ella encubre un cuerpo femenino. Cuando la figuración del héroe alcanza su fin otra forma aparece, y modifica todo lo que del presente y del pasado parecía seguro. Sobre el límite, ese cuerpo se levanta, se ilimita, demanda un cambio de valor, del presupuesto representativo a la exposición, que evidencia también que el sentido de esa existencia no la antecede y no puede ser impuesto desde una posición privilegiada porque la neblina reclama la dislocación del viandante, exige su aproximación y lo empuja algunos pasos al frente: allá donde la dislocación deberá, nuevamente, ocurrir. Así como el reconocimiento del cuerpo amado sacó a Riobaldo de la acción, la sobrevivencia de ese cuerpo como neblina puede sacarlo de su obsesión subjetiva y marcar el pasaje de la obra de muerte del narrador al texto en que ella se expone, se interrumpe y se desobra.
Todo lo que es completo se deshace cuanto se contorna su limitación. Pero, ¿cómo ocurre eso en Grande Sertão: Veredas? De un modo evidente: la narración aparece claramente enmarcada entre los shifters “-”, “∞”16. Así, esa escritura se muestra en su finitud, se demarca como puro corpus de letras, formas y relaciones, como colección de signos en que no cabe el mundo porque, simplemente, pasa en el mundo, como todos los otros cuerpos con que no se puede fusionar, ni subsumirlos en sí, ni agotarlos en ninguna significación. El pasaje, así, es el trazo de neblina que sobrevive en el acontecimiento mismo del texto, producido por la intervención de una práctica determinada: la escritura.
Por las referencias del narrador —Riobaldo— se sabe que alguien que no habla, un “doctor” de la ciudad (es decir, un extranjero), escucha su historia y la transcribe en una libreta: “El señor escriba en el cuaderno: siete páginas…” (460). Este doctor interviene solamente para evidenciar su mediación de escritura a través del propio acto de escribir. Sí hay, por tanto, un narrador y él, además, es el protagonista de aquello que es narrado, pero lo que está delante de los ojos, lo que se lee, es el producto de una transcripción de ese lacónico “doctor”. Ese es el evento específico de lenguaje en que tiene lugar Grande Sertão: Veredas. La diferencia entre narrador y narratario —este justamente aquél que transcribe, o sea, que escribe— hace, entonces, toda la diferencia. Remarcar esa diferencia y pensar la exposición de esas singularidades finitas es la alternativa frente a una domesticación del sentido siempre dispuesta a reeditarse.
Recusándose al registro de la respuesta a la pregunta retórica de si el diablo existe o no y, así, reproduciendo la no-realización de Riobaldo, la praxis del doctor-narratario no deja de firmarse, de marcar su lugar extranjero y su mediación, despojándose a su vez de la declaración de cualquier verdad que viniera a eliminar las contradicciones del mundo. Diacrítica y diaporética, esa transcripción es la cicatriz en que contrarios participan sin exclusiones ni fusiones y en que Riobaldo, Diadorim y el “doctor” llegan a tocarse sin, no obstante, deponer sus singularidades o representar una verdad superior a ser imitada.
Como corpus-neblina, es decir, como dispositivo que se expone en su instancia temporal y espacial de trazado, el texto se dispone al toque de los otros, es del contacto con ellos que se puede esperar alguna cosa como sentido. De ese modo, además, lo épico entra al juego del texto como ausencia, pero se contamina con el toque de unidades que están en extrema tensión con su pretendida totalidad: a saber, la narración y la transcripción. Entre una raya “–” y una lemniscata “∞”, la invulnerabilidad de lo épico queda entre comillas, apenas un resto, dispuesto al toque del otro. Género profanado, por tanto, la epopeya se interrumpe antes de tener acontecimiento, muestra su rostro de ruina cuando es narrada y transcrita, y se abre a nuevos usos (Agamben 2007).
Lo que en Grande Sertão: Veredas sobrevive como vestigio de la epopeya que insiste en no acontecer, o en interrumpirse antes de tener lugar, es el coraje. Ese otro coraje consiste en asumir el peligro de la existencia, su exposición permanente a una ausencia de sentido dado, el riesgo de enfrentarse con una totalidad que no se deja capturar en ninguna configuración original o final, que por lo tanto no es totalizable, y de la que el mismo corpus-neblina no posee ni quiere apropiarse del sentido absoluto. En el texto no se busca el reposo de ninguna consciencia en el consenso porque la inscripción se expone al contagio de otros en el “cada vez” del acontecimiento de lectura y reescritura, en el enfrentamiento permanente y no pasible de síntesis, ni de finalización, de formas que, en el límite, se entrechocan, se (con)mueven o se afectan en sus finitudes singulares. Manteniendo ese enfrentamiento —entre la epopeya y la novela, entre el diálogo que une y el diabolos que separa, entre el bien y el mal, lo humano y lo inhumano, la obediencia y la autonomía, lo masculino y lo femenino, o entre la voz y la escritura—, ilimitando los diferimientos: así Grande Sertão: Veredas se ofrece expuesto, participa de contrarios, pero sin pertenecer a ninguno de ellos.
De ese modo, también se evidencia la imposibilidad de que la existencia se pose en una condición que no sea el exilio —no hay como sentirse “en casa en todo lugar”—. Se acepta que el mundo es un lugar de paso —un asilo, no una prisión— y que en él no hay patria a la cual volver; su consistencia es ese mismo exilio; su sentido está en un errar sin retorno en medio de la neblina, una travesía sin destino o una odisea aventurada entre cuerpos que solo son unos con otros por el común sentido del tacto, y no por el consenso de un fin-final.
Grande Sertão: Veredas es un texto que se excribe o se narra como corpus y hace de ese acontecimiento una aventura llena de sentido. No es la representación de un mundo acabado y perfecto.
El mito es una piedra cayendo a pedazos
Como se dijo antes, hay una lectura mítica que, junto a un poco definido pesimismo de Rulfo, aparece recurrentemente en la fortuna crítica sobre Pedro Páramo (al menos tan insistentemente como la lectura “épica” de Grande Sertão: Veredas). Así, el mito y el fatalismo17 rulfianos configuran una lectura del libro que tiende a articularlo a la historia literaria con un carácter que cabe denominar escatológico. Sirva como ejemplo la siguiente cita de La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes18:
Al fin Juan Rulfo [procedió], en Pedro Páramo, a la mitificación de las situaciones, los tipos y el lenguaje del campo mexicano, cerrando para siempre —y con llave de oro— la temática documental de la revolución. […] No sé si se ha advertido el uso sutil que hace Rulfo de los grandes mitos universales en Pedro Páramo. […] todo ese trasfondo mítico permite a Juan Rulfo proyectar la ambigüedad humana de un cacique, sus mujeres, sus pistoleros y sus víctimas y, a través de ellos, incorporar la temática del campo y la revolución mexicanos en un contexto universal. (1969, 560-561; cursivas son mías)
Para Fuentes, como es evidente, se trata del fin “áureo” de una temática y de un tratamiento literario. Pedro Páramo sería, bajo esa óptica, la piedra de toque de la literatura latinoamericana renacida19 y, probablemente, también el documento del fin de una problemática20. El recomienzo, como parece obvio, debería ser estruendoso: un boom. Lo latinoamericano de exportación se procesa, en este caso, por la vía de una invocación a modelos de lo universal claramente anclados en una concepción etnocéntrica y eurocéntrica de la cultura. No es este el lugar para entrar en los detalles que hicieron que esa historia perdiera mucho de lo que sustentaba su credibilidad, pero sí para citar un fragmento del ensayo “Rulfo, el tiempo del mito”, de 1980, en que Fuentes continúa con su lectura mítica:
Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las “emes” que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte. […] Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya. Su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico. Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra. […] el mito es la identidad del lenguaje porque es la primera identidad con el lenguaje. (1997, 929-932)
El Boom, tendría en el mito de Rulfo su más contundente fundamentación y pretendería en esa apropiación disponer del “nosotros” de la cultura latinoamericana incluida en un contexto universal. Esa unificación ideal, sin embargo, tendría una suerte análoga a la del cacique que le da su nombre al libro: tarde o temprano caería a pedazos.
Teniendo en cuenta que nuestro interés se concentra en la disrupción de la figuración ficcional —en la articulación de la trama, la narración y la escritura— cabe ahora atender a los modos en que ese mito escatológico se interrumpe o cesa en la novela, lo que abala la lectura mítica habitual. Antes de eso, sin embargo, hagamos algunas consideraciones generales sobre el mito.
Una negación que se transforma en afirmación y que, a su vez, se vuelve una comunión o asamblea presupuesta sin fin es, para Jean-Luc Nancy, la secuencia de operación del mito21 (2001). Para el filósofo ese alcance es totalizador (o “totalitario”) al extremo de no permitir por su propia realización que su límite sea pensado: “la invención del mito es solidaria del uso de su poder […]. En este sentido, no tenemos ya nada que hacer con el mito” (88-89). Frente a esa totalización y a las tentativas modernas de suspenderlo para recrearlo, que caen incesantemente en la identidad opresiva del mito con el lenguaje, y por tanto con el sentido, Nancy propone una alternativa: “dirigirse a la interrupción del mito” (90). Si este opera solo por su radical separación con respecto a la actualidad del cuestionamiento, esa que impediría al mito continuar irrealizado, entonces puede decirse con Nancy que “está cortado de su propio sentido, sobre su propio sentido, por su propio sentido” o que “la tradición es suspendida en el momento mismo en que se realiza” (99-100). La interrupción del mito deviene de su realización.
Nuestro propósito es mostrar cómo Pedro Páramo realiza e interrumpe toda tentativa de totalizarlo o unificarlo como relato mítico. Antes de eso, y para pasar al análisis textual, pueden ser útiles otras precisiones de Nancy sobre el mito:
El mito es ante todo un habla plena, original, ya reveladora, ya fundadora del ser íntimo de una comunidad. El muthos griego […] se convierte en el “mito” cuando se carga de toda una serie de valores que amplifican, llenan y ennoblecen esta habla, dándole las dimensiones de un relato de los orígenes y de una explicación de los destinos. […] En el mito, el mundo se da a conocer, y se da a conocer a través de una declaración o de una revelación completa y decisiva. […] Supone un mundo ininterrumpido de presencias, para un habla ininterrumpida de verdades, […] una manera de ligar el mundo y de ligarse a él, una religio cuya proferencia es un “gran hablar” (Nancy 2001, 93-94).
Puede decirse que, ya al inicio de Pedro Páramo, un mundo ininterrumpido de presencias o verdades, así como la comunidad que se reúne alrededor de la “gran voz” que profiere los destinos y determina los orígenes, ese mundo total que fue Comala, está en los últimos estertores. De hecho, cuando Juan Preciado llega a la aldea buscando a su padre, ese mundo poco conserva la solidez soñada por él: “[...] se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala” (Rulfo 1997, 179). Antes que la satisfacción de esa esperanza, Preciado encuentra en el pueblo, otrora gobernado por el patriarca, solo escombros resecos, almas en pena, ruinas, pedazos de piedra bajo un sol canicular. Poco a poco, se percibe que el fracaso es la única cosa con la cual el personaje puede encontrarse, y que eso está relacionado con que él haya llegado con la visión fijada en el pasado, en la visión de paraíso transmitida por la madre:
[...] siempre vivió ella suspirando por Comala; por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: “Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche” (180)
[…] “... Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...” […] “... No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo.” (195)
La razón del fracaso de Preciado puede residir en que él no esté preparado más que para reconocer un mundo familiar. Eso hace que, paradójicamente, ese fracaso coincida con la satisfacción de su objetivo. No disponiéndose para ver y oír lo extraño, ni para concebir su propia extrañeza, su cualidad de intruso o extranjero, no puede sino sucumbir a la ley que informa a Comala, aquella proferida por Páramo cuando su ilusión personal de paraíso —así como la realidad transformada por su violencia— fracasaron, después de la muerte de Susana San Juan: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre” (296). Así, el núcleo original, aquél centro buscado por Juan Preciado, alrededor del cual se fue “formando un mundo” para él, es también el lugar de la “gran voz” que habrá de matarlo. Entrar en la esencia de Comala es entrar en la ley que la configura. Origen y destino coinciden en el mismo punto muerto porque ellos solo pueden ser proferidos como determinaciones absolutas, es decir, como verdades inconmovibles que recusan el movimiento, cualquier deslizamiento de sentido no prefijado, sin perspectivas alternativas de lo real. Finalmente, no sería equivocado pensar que la muerte de Juan Preciado es el cumplimiento completo de las expectativas que motivaron su retorno: aceptado en la familiaridad del origen él no puede sino cumplir su destino, morir, y así juntarse al ciclo fatal del lar paterno.
Desde el túmulo que comparte con Dorotea “La cuarraca”, Juan tendrá todavía una oportunidad: podrá testimoniar la irrupción de lo extranjero, su vertical, el levantamiento del cuerpo que profana y estremece tanto la ley paterna como la unidad del mito. La fuerza de la cordillera habrá de interrumpir la horizontal de la muerte (y también la lectura fatalista del libro, su constricción mítica). Vamos, por ahora, a dejar un poco más bajo tierra al personaje Juan Preciado, para continuar reflexionando sobre la figuración total, cuya disrupción se pretende describir.
Mientras que el lector acompaña, al inicio de la novela, el retorno de Preciado y va descubriendo con él que Pedro Páramo es “un rencor vivo” y que murió hace muchos años (182-183), así como que la actualidad de Comala difiere mucho de aquella mirada proyectada por Dolores, experimenta el ritmo sincopado de la narración en primera persona, cortada en pequeños trechos, hasta llegar repentinamente al séptimo fragmento, en que una voz diferente narra un episodio del más remoto pasado. De la narración del hijo se pasa a la del padre, Pedro Páramo, que evoca una escena de infancia: encerrado en el baño un Páramo niño, en una actitud que significativamente sugiere la masturbación, piensa en el amor de su vida, en el exacto momento de perderlo para siempre:
«Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. “Ayúdame, Susana.” Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo.”
»El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.
»Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío.» —Te he dicho que te salgas del excusado, muchacho. —Sí, mamá. Ya voy.
«De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos
de aguamarina» (Rulfo 1997, 188-189)
Gestos de aire y de piedra. El movimiento de lo que huye y el agrietarse de lo estático. Después de la partida de Susana, en el octavo fragmento, la evocación de Pedro refuerza aún esta imagen doble:
«A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.» (189)
Comala queda como un lugar sofocante, sin aire y sin humedad. Roto el vínculo, Páramo, como un Heatcliff canicular, hará todo para reatar el lazo del amor infantil. Si Susana está con Dios, habrá que ser Dios y la Divina Providencia para estar con ella, alcanzar el poder máximo, mandar en la tierra y en el más allá para volver al paraíso o crearlo a la fuerza si es necesario. A partir del episodio recién citado, Pedro Páramo robará, expropiará, cooptará, asesinará, estuprará, falsificará; comprará las conciencias de todos así como sus cuerpos; pagará por la salvación del alma de su hijo Miguel (203); destruirá toda posible competencia; abandonará a su mujer embarazada de Juan Preciado para despojarla de su herencia; hará todo lo posible y lo impensable para hacerse poderoso, para finalmente decir con toda propiedad: “La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros” (217). De esa forma, la fuerza del Tlatoani (el “señor de la gran voz”, en náhuatl) pretende alcanzar a la muchacha perdida en su lejana morada y traerla para la aldea-hacienda después de comprar y asesinar al suegro Bartolomé San Juan.
Se sabe de toda esa historia por los fragmentos que se van yuxtaponiendo a los narrados por Juan y Pedro; las voces o murmullos22 sofocados de los habitantes de Comala que, desde sus sepulcros, hablan de su relación con el patriarca, de cómo aceptaron su ley y se entregaron al estupro en cuerpo y alma en función de sus propias ilusiones, de sus intereses particulares: el ambicioso Padre Rentería que vende la absolución de Miguel Páramo, aun sabiendo que él es el violador de su sobrina; Eduviges que arrendó su casa como lugar de torturas y ejecuciones; la empleada Damiana Cisneros y la agregada Dorotea que, en cambio de dinero y preferencias, engañan y cooptan muchachas, “puñadito[s] de carne” (287), para satisfacer las necesidades sexuales de los Páramo; el abogado Fulgor Sedano que ejecuta con artimañas legales y sicariato la expropiación de los vecinos de la Media Luna; Bartolomé San Juan que trata a su hija como esposa y la vende al latifundista; sicarios, yagunzos, víctimas, etc. Esas voces, pedazos que van del monólogo al trozo de discurso, de la narración en primera persona a la narración impersonal en tercera, pasando por el diálogo de muertos entre Juan y Dorotea (que domina la segunda mitad del libro); todos esos murmullos se suceden según una estructura de vinculaciones emocionales en que diversos episodios son evocados sin una ordenación cronológica lineal.
Esa variedad, sin embargo, no corresponde a una verdadera heterogeneidad temporal, en tanto es al pasado, en que los dueños de esas voces se adhirieron al mundo organizado por el señor de la gran voz, que todos se refieren. El tiempo es uno y solo uno: el tiempo del patriarca, de los orígenes perdidos, el tiempo de una memoria que fija los acontecimientos en una visión única, total, en que nada puede ser mudado o redimido. Del pretérito simple del hijo que vuelve, al pretérito imperfecto en que el padre evoca su amor de juventud, todo está en la temporalidad de la muerte, aquella decretada por el dueño de la tierra y los cuerpos, aquella en que todos no pueden sino sufrir como condenación la reminiscencia de sus vidas cedidas y el fracaso de las ilusiones por las que se entregaron. He ahí el tiempo del mito: tiempo de lo irremediable, de lo irredimible, de la culpa, de lo que no puede ser alterado y se sufre como una condenación comunitaria sin salida. La tierra del páramo cae sobre esos cuerpos sepultándolos, manteniéndolos en una horizontal que, en caso de no haber una disrupción, un levantamiento y un pasaje a la escritura, podría aceptarse bajo la denominación “novela mítica” de Fuentes, Rodríguez Monegal & Cía.
Cuando se descubre que la narración del regreso de Juan Preciado está enmarcada en el diálogo que mantiene con Dorotea, mientras ambos están enterrados, las condiciones de su muerte se revelan: “—Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas” (235). El sofoco del hijo reproduce la pérdida del padre, la ruptura de las “cuerdas” recuerda mucho la del hilo de la cometa “en los tiempos del aire” (citada anteriormente). La pérdida de la conexión con lo vivo equivale a la aceptación en el hogar familiar y en su tiempo, a la entrada del hijo en la horizontal de la sepultura. Volvamos a esa tumba, para escuchar con Juan y Dorotea cómo ese tiempo inmovilizado es interrumpido por una actualidad ineluctable, por el levantamiento de un cuerpo que se recusa a la constricción del mito, a la condenación formal del dueño de la tierra:
—¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
—¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?
—Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.
—¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La
de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro
lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre
el sueño. (255; las cursivas son mías)
Si Susana San Juan “habla sola” es porque su voz no se acompasa con el tiempo del mito patriarcal, porque ella es la única que nunca fue verdaderamente poseída por Pedro Páramo y, así, lo precipitó al “desmoronamiento”. Susana es la memoria de la expropiación inmemorial, en su ausencia sobrevive todo lo que no es apropiable: la creación, la feminidad, la fecundidad. Como Diadorim, ella retira con su ausencia aquello que un sujeto ideal en auto-producción necesitaría para reproducirse 23 . Recusando, en resistencia inoperante, la posesión de Pedro Páramo, de la misma forma que recusa la paternidad de Bartolomé San Juan y la autoridad espiritual del Padre Renteria; viviendo en la rememoración de su amado Florencio —“Tengo la boca llena de ti, de tu boca” (279)—; negando la existencia del propio Dios que no preservó a su amado de la violencia del latifundista (279), Susana San Juan es la imagen viva de la rebelión, del cuerpo que no acepta la sujeción del mito ni su ley. Si Susana es para Pedro Páramo “Una mujer que no era de este mundo” (287) es porque ella se recusa al estupro, se resiste a toda apropiación y vive en una actualidad permanente, un tiempo que el Tlatoani no puede compartir.
La técnica narrativa reproduce ese gesto, le permite al lector sentir la ruptura del tiempo homogéneo por una rememoración presa al presente inmediato; a la experiencia del cuerpo que se sabe inerte por una imposición y prepara su levantamiento como el más significativo de los eventos. Del pretérito de la comunión de las voces en el mito, de ese mundo ligado y religado por la ley e inmovilizado por su identidad con el lenguaje, se pasa abruptamente, en el último tercio del libro, a un monólogo en primera persona del presente. En esa locución de Susana, el pensamiento, finalmente, prepara su liberación de la muerte impuesta como fatalidad. Juan Preciado (desde su sepulcro) escucha las palabras de Susana:
Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. [...] Creo sentir la pena de su muerte...Pero esto es falso. Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada solo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. Siento el lugar en que estoy y pienso... (253; las cursivas son mías)
Así como Diadorim fue neblina, interrumpiendo en su pasaje todo lo que el hacendado quiso inmovilizar con su narración, Susana San Juan es aire y humedad: el agua que le falta a la piedra de que está hecho Pedro Páramo para no resecarse y caer a pedazos:
Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra.
Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. (297)
Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan. (303)
Susana es el agua que falta para que el mundo del mito no se caiga a pedazos. Sin embargo, cae. Después de la irrupción del monólogo de Susana, en el que ella dice de la muerte “Pero esto es falso”, declara no estar acostada “solo por un rato”, siente su lugar y “piensa” (ver citación arriba), todo se irá desmontando poco a poco, hasta la escena final en que Pedro Páramo “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (304).
Queda, aún, un acontecimiento, el último, si el lector acepta el desafío de rearmar la cronología de los fragmentos que componen el libro. Después de la muerte de Páramo, cayendo en pedazos tras ser apuñaleado por el único entre sus hijos que no puede oír su voz ni reproducirla24, Comala acaba lentamente. Cuando Juan Preciado regresa sólo quedan algunos sobrevivientes. Después él muere, es enterrado con Dorotea y escucha el monólogo de Susana. Así como el evangelista, ese Juan tendrá que entrever —o escuchar— el evento de superación de la muerte: el levantamiento del cuerpo que, tectónicamente, desafía la homogenización plana de la tierra y se eleva como una cordillera de sentido sobre el mar mítico del llano. Lo que se escucha no es más una conversación sobre los orígenes y los destinos, sino la lucha de esa que “no era de este mundo” por liberarse, la irrupción de aquella extrañeza que se resiste a ser sepultada por el mito:
—Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas.
—Sí, yo también lo oigo. (278)
El lugar del extranjero es donde lo familiar se torna extraño. Ese levantamiento de Susana, que rompe el cajón negro al que parecía estar condenada, es tan sorprendente que aquellos que aceptaron vivir en la inmovilidad del mito difícilmente creen lo que escuchan:
—Yo. Yo vi morir a doña Susanita.
—¿Qué dices, Dorotea?
—Lo que te acabo de decir. (294)
Bajo el peso de la tierra, ese cuerpo, sin embargo, se eleva, desafía el límite, demanda para la existencia un cambio de valor: del presupuesto representativo del mito a la exposición de sus pedazos, los restos de aquello que parecía inquebrantable. Eso evidencia que el sentido de la vida y la muerte no puede ser impuesto por una sola voz, por más grande que sea, que su sentido es cesar. Así como la recusación del cuerpo amado resecó la firmeza del poder de Páramo y lo precipitó a la catástrofe, la sobrevivencia de ese cuerpo como escritura lanza un desafío al lector, lo saca de su obsesión con lo conocido y lo impuesto por la tradición, lo lleva a montar y desmontar los fragmentos en que aquel mundo se expone, se interrumpe y se desobra.
Todo lo que es completo se deshace cuando se expone su limitación. En Pedro Páramo eso sucede de una manera casi tangible: mostrándose en su finitud hecha de pedazos de narración, demarcándose como corpus de letras que forman monólogos, diálogos, pequeñas descripciones. Como colección de fragmentos arbitrariamente cortados y montados, ese libro manifiesta su incapacidad para contener el mundo porque, como Grande Sertão: Veredas, acontece en el mundo, como todos los cuerpos con que no puede fusionarse, ni subsumirlos en sí, ni agotarlos en una significación nuclear.
Como corpus-fragmento, es decir, como dispositivo verbal que se expone en su instancia de trazado, de cosa discontinua, Pedro Páramo se dispone al toque y reconfiguración del otro (el lector). En el intervalo de las pieles inconfundibles del libro y del intruso, apenas en ese contacto que los difiere infinitamente, y tras una consecuente demanda de creación, se puede esperar alguna cosa llamada “sentido”. De esa manera, además, el mito entra en el texto como aquello que debe ser descoyuntado por la contaminación disruptiva de lo extraño y por su juego con las unidades que lo componen: un rompecabezas narrativo, una cordillera de fragmentos amontonados, la ruina de un llano presupuesto absoluto y sin fisuras subterráneas. Narrada, escrita y desmontada, esa ruina exige actualización permanente, al mismo tiempo que se muestra inapropiable; diluye la fuerza mítica que la crítica anestésica habría intentado restablecerle a la novela en medio del remolino catastrófico de la modernidad. Pedro Páramo es la piedra de la novela total cayendo a pedazos.
El texto crítico puede ocupar su lugar de extranjero, lado a lado y en extrema tensión con las escrituras a las que se dedica. La alternativa a la normalización de lo latinoamericano existe y está en los libros estudiados, cada vez según sus singularidades, solo que nada tiene de teleológica ni consiste en erigir un ideal del mundo religado o unificado. No estrictamente forma, sino fuerza, gesto. Si la crítica quiere leer eso como fatalismo o escatología, cabe a la obra, o a su escritura en desobra, levantarse para interrumpir esa ley.
1 Para el presente artículo fue utilizada la 11ª edición de Grande Sertão: Veredas, publicada por la editorial José Olympio, en 1976. Las citaciones en español que aparecen en el cuerpo del texto fueron tomadas de la traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar, publicada por Adriana Hidalgo Editores en 2009. [N de la T.]
2 ‘Escritura’ se usa en proximidad a las nociones de iterabilidad, finitud, espaciamiento-temporalización, autoreferencialidad y, finalmente, différance con que Jacques Derrida intenta caracterizarla en varios de sus textos. (Véanse Derrida 1991 y 1995)
3 Rulfo escribió solamente el volumen de cuentos El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), además de algunos (pocos) artículos, reseñas, fotografías y guiones cinematográficos. Frente a la insistencia de sus comentaristas, Rulfo inventó La cordillera, título de una novela que el exescritor reconocería haber destruido poco tiempo después de comenzar a escribirla. Otra versión dice que ese libro no llegó a existir y que, cuestionado por la fecha de publicación, Rulfo respondió “No sale, ese libro no existe. […] Porque no tengo nada más que decir” (Rufinelli 1997, 558). Ese “no tener más nada que decir” ya hace parte del legado del autor. Algunos ejemplos: Jorge Rufinelli, en el ensayo “La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo” (1997), explora esa interrupción del trabajo del escritor con sus consecuencias y posibles implicaciones interpretativas. Por otra parte, Augusto Monterroso, en la fábula “El zorro es más sabio” (1969), hace un homenaje a esa renuncia. Enrique Vila-Matas, por su parte, en la novela Bartleby & Compañía (2001), hará de Rulfo un paradigma del síndrome de Bartleby, o sea, de la pulsión negativa que hace que algunos escritores, delante de la exigencia de la escritura, solo puedan decir: “I would prefer not to”.
4 En el estudio Grandesertão.br (2004), Willi Bolle lee Grande Sertão: Veredas como un “retrato del Brasil” que buscaría “contribuir para que el pueblo-nación pudiera formarse como sujeto histórico autónomo a partir de su autoconsciencia” (273). Para Luiz Roncari, por su parte, en el estudio O Brasil de Rosa (2004), la obra de Guimarães es la de un “intérprete del Brasil” que hace una “representación del país” en los niveles de vida pública y vida privada, correspondientemente transformados en ficción mediante los géneros de la epopeya y la novela (2004, 20-21). Para ese crítico, la reunión de los dos géneros hace que “el periplo del héroe deje de ser apenas el de un individuo, para sintetizar y alegorizar también el de un pueblo” (86). Con eso, la confluencia de los géneros deviene propuesta política o solución, también, de las contradicciones de la sociedad, en una “armonización de las fuerzas contrarias” o en una cierta “civilización brasileña” en que los opositores puedan convivir sin destruirse (23-24). [Las citaciones anteriores fueron traducidas para el español de las ediciones originales en portugués. N. de la T.]
5 Estudio pionero de Grande Sertão: Veredas, publicado en 1957.
6 Rodríguez Monegal desarrollará esa idea en el ensayo Narradores de esta América (1974).
7 Un ejemplo: “Con estas anotaciones sumarias sobre la asombrosa tarea artística de Juan Rulfo, buscamos ejemplificar dos cosas: la presencia activa en una literatura, no solo de asuntos sino de formas culturales específicas de una determinada región cultural americana y al mismo tiempo la tarea descubridora, inventiva y original del escritor situado en el conflicto modernizador. Edifica una neoculturación que no es la mera adición de elementos contrapuestos, sino una construcción nueva que asume los desgarramientos y problemas de la colisión cultural. Quizás no debamos olvidar nunca que el escritor es, ante todo, un productor” (Rama 1983, 116).
8 Para ver como ese tipo de abordaje es legitimado aún en el presente, revisar el artículo “Juan Rulfo e Guimarães Rosa: convergências” (Costa 2008).
9 Una vertiente derivada de ese abordaje, que con certeza elabora sus presupuestos a partir de la sospecha de Walnice Nogueira Galvão de que esas sobrevivencias del imaginario épico representan la crítica a una “verdadera célula ideológica” (1972, 52), ha intentado comprender esos elementos más allá del asunto y de la herencia literaria, es decir, leer aquel epos como un principio formal, que genera cierto desarrollo de significaciones dentro del corpus de Grande Sertão: Veredas, sobre todo a la luz de la historia brasileña y de las particularidades y la evolución de su estructura social. Entre esos trabajos, vale la pena mencionar “A epopéia de Riobaldo” (1988) de José Hildebrando Dacanal, O Brasil de Rosa (2004) de Luiz Roncari, y, Grandesertão.br (2004) de Willi Bolle. Llama la atención que esos abordajes elaboren sus propuestas de lectura crítica orientados por el sistema de oposiciones dialécticas de Antônio Candido, antes mencionado.
10 Según Mikhail Bakhtin, el pasado épico “está aislado por una frontera absoluta de todas las épocas futuras y, antes que todo, de aquel tiempo en que se encuentran el cantor y sus oyentes. Esta frontera, por consiguiente, es inmanente a la propia forma de la epopeya y se percibe que ella resuena en cada palabra” (1998, 407). El dispositivo épico, entonces, es también genuinamente religioso: comienza por el sacrificio (que es la apropiación de un cuerpo ofrendado) y transcurre en la separación del propio relato del ritual en una esfera estructuralmente inaccesible, frente a la cual solo resta un papel de reproductor u oyente: “Destruir ese límite significa destruir la forma de la epopeya como género” (407). Si para Bakhtin, la epopeya es un género mucho más viejo que la “escritura y el libro” y su estudio es “análogo al de las lenguas muertas” (397), hablar aquí de una epopeya de la escritura y no solo escrita, no solo transcrita o compuesta de signos escritos, muestra toda su complejidad, y el contraste con el consenso crítico.
11 “[...] o senhor acredita, acha fio de verdade nessa parlanda, de com o demônio se poder tratar pacto? Não, não é não? Sei que não há. Falava das favas. Mas gosto de toda boa confirmação. Vender sua própria alma... invencionice falsa! [...] Mal que em minha vida aprontei, foi numa certa meninice em sonhos – tudocorre e chega tão ligeiro –; será que se há lume de responsabilidades? Se son-ha; já se fez... Dei rapadura ao jumento! Ahã. Pois. Se tem alma, e tem, ela é de Deus estabelecida, nem que a pessoa queira ou não queira. Não é vendível.” (Guimarães Rosa 1976, 22)
12 El sustantivo jagunço —que prefiero representar con la grafía usada por Ángel Crespo en su traducción— deriva de zaguncho, que es una lanza o pica usada en la conducción de ganado. Cuando un buey se sale del corral, o amenaza desviarse del recorrido marcado por el vaquero, es reconducido a la manada por una lanzada. Por lo tanto, el hombre recibe su nombre genérico de la herramienta con que gana su sustento, es él propio un hombre-herramienta, definido por su utilidad. [N. de la T.]
13 Nuestro abordaje del yagunzo proviene principalmente de los estudios de Franco, 1997; Nogueira, 1972 y Pasta Junior, 1999.
14 Para todas las ocurrencias de la palabra ley, este artículo se sustenta en la problematización que de ese concepto hace Jaques Derrida en algunos de sus textos y conferencias. Para este autor, la ley evidencia su carácter histórico en el mismo punto en que fundamenta su vigencia desde fuera de la historia, pretende una generalidad que está en relación con los casos singulares de su aplicación en la medida en que prohíbe acceder a ella, desborda lo finito desde la misma esfera de su universalidad absoluta: “For the law is prohibition/ prohibited [interdit]. Noun and attribute. Such would be the terrifying double-bind of its own taking-place. It is prohibition: this does not mean that it prohibits, but that it is itself prohibited, a prohibited place. It forbids itself and contradicts itself by placing the man in its own contradiction: one cannot reach the law, and in order to have a rapport of respect with it, one must not have a rapport with the law, one must interrupt the relation. One must enter into relation only with the law’s representatives, its examples, its guardians. And these are interrupters as well as messengers. We must remain ignorant of who or what or where the law is, we must not know who it is or what it is, where and how it presents itself, whence it comes and whence it speaks. This is what must be before the must of the law” (1992a, 203-204). De otra parte, Derrida denomina “ley” (es un homónimo) a una cierta juridicidad subversiva, propia de la literatura, que la hace participar —no pertenecer— de géneros, campos y convenciones que paradójicamente desvía o contorna, estremeciendo toda legislación posible acerca de lo literario (véase 1992b).
15 “Somenos, não ache que religião afraca. Senhor ache o contrário. Visível que, aqueles outros tempos, eu pintava – crê que o caroá levanta a flor. Eh, bom meu pasto... Mocidade. Mas mocidade é tarefa para mais tarde se desmentir. Também, eu desse de pensar em vago em tanto, perdia minha mão-dehomem para o manejo quente, no meio de todos. Mas, hoje, que raciocinei, e penso a eito, não nem por isso não dou por baixa minha competência, num fogo-e-ferro. A ver. Chegassem viessem aqui com guerra em mim, com más partes, com outras leis, ou com sobejos olhares, e eu ainda sorteio de acender esta zona, ai, se, se! É na boca do trabuco: é no té-retêretém... E sozinhozinho não estou, há-de-o. Pra não isso, hei coloquei redor meu minha gente.[...] E não vou valendo? Deixo terra com eles, deles o que é meu é, fechamos que nem irmãos. Para que eu quero ajuntar riqueza? Estão aí, de armas areiadas. Inimigo vier, a gente cruza chamado, ajuntamos: é hora dum bom tiroteiamento em paz, exp’rimentem ver. Digo isto ao senhor, de fidúcia. Também, não vá pensar em dobro. Queremos é trabalhar, propor sossego. De mim, pessoa, vivo para minha mulher, que tudo modo-melhor merece, e para a devoção. Bem-querer de minha mulher foi que me auxiliou, rezas dela, graças. Amor vem de amor. Digo. Em Diadorim, penso também – mas Diadorim é a minha neblina...”. (Guimarães Rosa 1976, 21-22; cursivas nuestras)
16 De acuerdo con la terminología de Giorgio Agamben en El lenguaje y la muerte (que proviene de la lingüística moderna), se comprenden esos signos como shifters: símbolos-índices, que son “unidades gramaticales contenidas en todo código [en este caso, Grande Sertão: Veredas], que no pueden ser definidas fuera de una referencia al mensaje” (2006, 42). Todo shifter tiene una naturaleza doble: por una parte, como símbolo se asocia al objeto representado por una regla convencional; por otra, como índice, se encuentra en una relación existencial como el objeto que representa. Si esos signos no pueden ser definidos fuera de una referencia al mensaje, si, además, ellos están en una relación existencial con aquello que representan, entonces es claro que pueden ser todo excepto marcas de un habla: son marcas de escritura.
17 Sobre el fatalismo rulfiano, véanse Coddou 1970; Blanco Aguinaga 1955;Verdugo 1982; González Boixo 1997; Rodríguez Monegal 1972 y 1969 yFuentes 1969.
18 La lectura que Octavio Paz hace de la novela es con certeza el más importante antecedente de este abordaje (véase 1967, 16-17).
19 Para ver la transcendencia de la concepción de Pedro Páramo como el fin y el comienzo de una nueva literatura latinoamericana, consultar: García Márquez 1997 y Rodríguez Monegal 1974.
20 Como en la versión oficilista del crítico Renato Molina Enríquez, que en 1955 escribía sobre Pedro Páramo como una recreación poética de los tiempos anteriores a la Revolución: “[...]antes de que la revolución lograra transformar los últimos vestigios de nuestro semifeudalismo agrario”. (Molina citado por Ruffinelli 1997, 590).
21 Para una comprensión cabal del presente abordaje del mito, consultar también Barthes 1982.
22 Los murmullos fue el primer título de la novela, antes de su publicación como Pedro Páramo.
23 Para Susan Buck-Morss, el sujeto que se genera y se produce a partir de sí mismo es el motivo del mito, alienante por excelencia, de la anestética moderna: “[…] la autogénesis, efectivamente uno de los mitos más persistentes de toda la historia de la modernidad […] Lo que en ese mito parece fascinar al ‘hombre’ moderno es la ilusión narcisista de control total. […] Sin embargo, la consciencia feminista actual de la academia reveló cuán temeroso puede ser ese constructo mítico del poder biológico de la mujer. […] Curiosamente, es en esta forma castrada que el ser es generado macho —como si, no teniendo nada de tan embarazosamente imprevisible o racionalmente controlable como el pene —susceptible a lo sensorial— el ser pudiese entonces afirmar ser el falo—. Tal protuberancia asensual, anestética, es este artefacto: el hombre moderno” (1996, 15-16).
24 Abundio Martínez, además de ser sordo y mudo, es el único contacto de Comala con el mundo extranjero.
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