Publicado

2012-01-01

Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza

Palabras clave:

Colombia, desesperanza, Evelio José Rosero, fenoménica, novela, violencia. (es)

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  • Iván Vicente Padilla Chasing
El artículo busca explicar, primero, la manera como su autor se introduce en el campo de la novela colombiana asumiendo una posición crítica frente a ciertos discursos con características de oficialidad (religión, medios, gobierno). En este tipo de resistencia resulta importante el tipo de novela (fenoménica) y el personaje entendido, no como un abstracción, sino como un sistema de correlaciones cronotópicas y dialógicas. En este sentido, la novela Los ejércitos es leída como un espacio que propicia un acercamiento a espacios, visiones de mundo, tiempos de una realidad cultural muy heterogénea.

LOS EJÉRCITOS: NOVELA DEL MIEDO, LA INCERTIDUMBRE Y LA DESESPERANZA

Iván Vicente Padilla Chasing 

Universidad Nacional de Colombia – Bogotá, Colombia 

ivpadillac@unal.edu.co 


El artículo busca explicar, primero, la manera como su autor se introduce en el campo de la novela colombiana asumiendo una posición crítica frente a ciertos discursos con características de oficialidad (religión, medios, gobierno). En este tipo de resistencia resulta importante el tipo de novela (fenoménica) y el personaje entendido, no como un abstracción, sino como un sistema de correlaciones cronotópicas y dialógicas. En este sentido, la novela Los ejércitos es leída como un espacio que propicia un acercamiento a espacios, visiones de mundo, tiempos de una realidad cultural muy heterogénea. 

Palabras clave: Colombia; desesperanza; Evelio José Rosero; fenoménica; novela; violencia. 


LOS EJÉRCITOS: A NOVEL OF FEAR, UNCERTAINTY AND DESPAIR 

This paper seeks to explain, first of all, the way in which the writer inserts himself into the sphere of the Colombian novel, assuming a critical stance in relation to certain discourses which can be characterized as official (religion, the media, the government). From the standpoint of this kind of resistance, the type of novel adopted (phenomenal) and the character understood, not as an abstraction, but as a system of chronotopical and dialogic correlations, takes on considerable importance. In this sense, Los ejércitos is interpreted as a space enabling us to better understand spaces, world views, times belonging to a very heterogeneous cultural reality. 

Keywords: Colombia; despair; Evelio José Rosero; novel; phenomenal; violence. 


Hubo doce muertos. Fueron doce. Y de los doce un niño. No demoran en volver, eso los sabemos, ¿y quiénes volverán?, no importa, volverán. Evelio José Rosero Los ejércitos, 160 

La novela Los ejércitos se estructura alrededor del tema de la violencia irracional, arbitraria y absurda producida por la guerra. Sin excepción, todas las problemáticas tratadas en ella están atravesadas por la idea de que en “San José”, lugar ficcional donde se desarrolla la acción, se vive una guerra no declarada, pero no menos real y dañina. Sin embargo, a diferencia de la llamada novela de la violencia inspirada en los hechos derivados del 9 de abril y el bogotazo de 1948, centrada en la barbarie desatada por el bipartidismo político, Evelio Rosero excluye la dimensión objetiva que eventualmente lo conduciría a un análisis sociológico y, por lo tanto, sin dimensión literaria: en su novela se excluyen las descripciones patológicas y las explicaciones políticas y sociales necesarias para exponer las razones del conflicto armado en Colombia. Con respecto a Los ejércitos, no se puede decir, tal como lo hace Pablo González Rodas al referirse a la novela colombiana de las décadas de los años cincuenta y sesenta, que se trate de una obra de “valor literario y sociológico” (González, 15)1. Por encima de la pura representación de la guerra, Rosero representa el estado mental, la forma de sentir, la manera como viven los colombianos la guerra. 

En esta perspectiva, Los ejércitos puede ser leída como una valoración estética, un análisis literario, de los efectos de la guerra, mas no como un examen conceptual sobre el conflicto armado o la manera como afecta a los colombianos. Aunque el lector perciba los estragos de la guerra, el autor abandona la dimensión objetiva y prefiere adentrarse en los vericuetos de la conciencia de su personaje (protagonista-voz narrativa) para dar cuenta de la forma como la guerra afecta la conciencia humana. Esta opción ratifica el carácter literario de su novela y elimina toda intención o pretensión de objetividad. Al concebir una novela de perfil impresionista, en la cual la acción aparece como vivencia verbalizada, dicha desde el interior, fenoménica, Rosero afirma, sin hacerlo explícito, el carácter ficcional de su novela. 

“San José” un pueblo en pena en algún lugar de Colombia 

El tipo de novela adoptado exige al autor espacializar el fenómeno en un lugar y un momento determinados. En la medida que la intención es significar una situación existencial, denunciar un mundo intolerable, degradado, en el que el sujeto ha perdido el control sobre su vida y, por razones ajenas a su voluntad, en medio del azar, es lanzado en un caótico proceso de destrucción, Rosero se permite introducir aspectos del horizonte cultural colombiano: los procedimientos violentos de una cultura de la violencia y los religiosos. Dichas intenciones, como dice Husserl en “Expresión y significación”, se vinculan a unas expresiones lingüísticas, unidades fenomenológicas de intenciones (1982, 606-622)2, que concretizan un estado de zozobra, miedo y desesperanza. En esta perspectiva, para que se entienda la relación con los signos, el objeto nominado precisa de un referente. De esta manera, en Los ejércitos la guerra se ubica en Colombia y se da a entender que los habitantes de “San José”, nacidos en un prolongado conflicto, acostumbrados a vivir en la zozobra y en la incertidumbre (simbólicamente los colombianos) han acumulado, temporalmente, únicamente, recuerdos de la guerra. La guerra está siempre presente en sus mentes, la perciben en cada cosa que los rodea, en todo acto de sus coterráneos. 

El cronotopo de esta novela (entendido aquí en el sentido bajtiniano como algo que al concretizarse en el nivel formal de la obra de arte literario permite al escritor juzgar o evaluar estéticamente, en estructura profunda, el tiempo, el espacio y el sujeto históricos (Bakhtine 1978)) ya no es el del idilio, microuniverso autosuficiente donde la felicidad en el amor es posible (María), el de la naturaleza exuberante (La vorágine), el de elementos mágicos (Cien años de soledad) ni el de las urbes posmodernas con todos sus problemas (Rosario tijeras, Scorpio city): en Los ejércitos, el espacio-tiempo es el de la guerra, el del desplazamiento forzado, el del secuestro, el de las masacres, el de la barbarie en todas sus manifestaciones. Es decir, un espacio-tiempo en el cual desfilan “los desplazados” de muchos pueblos y donde, por lo general, se ven “filas interminables de hombres y niños y mujeres, muchedumbres silenciosas sin pan y sin destino” (116). En el cronotopo de Los ejércitos han desaparecido todos los valores modernos (fraternidad, igualdad, tolerancia, justicia, libertad en todas sus formas) y religiosos: los habitantes de “San José” (13), pueblo ubicado en algún lugar de las áreas rurales de Colombia, han sido lanzados al vacío. Se trata de huérfanos, abandonados de Dios y del Estado, sin posibilidades de encontrar nuevos ideales o fundamentos para su existencia. 

Sin embargo, a pesar de exhibir un profundo “sentido de lo real” (Dubois 2000, 28) y ostentar el deseo de abarcar la realidad cotidiana de los colombianos de hoy, en Los ejércitos, el detallismo del sociológico del realismo descriptivo está ausente, su autor decide abandonar las estrategias narrativas tradicionales (narrador omnisciente, narrador observador en tercera persona, primera persona del narrador protagonista, o una voz narrativa impersonal que a menudo concede la palabra a sus personajes, entre otras practicadas en sus novelas anteriores)3. En esta novela, Rosero deja que el lector perciba que el mundo representado está relacionado con la conciencia de un personaje que actúa y piensa en él, pero sobre todo, que experimenta aquello que verbaliza. Al decidirse por una novela de dimensión fenoménica y focalizar el relato desde el interior, Rosero busca no solo permitirle a su lector conocer los pensamientos, los sentimientos y las sensaciones de su personaje, sino también ofrecer una visión total del conflicto armado en Colombia. Al ausentarse del relato como narrador- autor, o simplemente como una voz que focaliza desde el exterior el mundo representado, y unificar la información a través de una sola subjetividad, se tiene de primera mano, la intimidad del personaje, las causas del problema tratado, el estado anímico, la vivencia del tiempo, etc. En Los ejércitos, esta elección es importante para entender el significado estético e ideológico del texto. 

Esta novela se concentra, entonces, en la relación establecida entre el protagonista y la guerra, y no exclusivamente sobre esta o aquel: no se trata de describir o explicar el acto psíquico o la guerra como tal, sino de revelar, en el plano hipotético de la novela, la relación dialéctica establecida entre la conciencia (el ser) y aquello que aparece ante ella (apariencia-guerra) como una situación existencial. En Los ejércitos el lector no se enfrenta al conocimiento estadístico de la guerra, sino a lo pensado sobre ella, a la experiencia-conocimiento adquirido por el protagonista. Esto explica por qué Rosero configura un personaje, septuagenario profesor pensionado, dotado de una conciencia lúcida, con valores, íntegro a su manera: de hecho, Rosero concibe un personaje moderno en todo el sentido del término. El viejo profesor no solo es moderno porque haya adoptado una actitud crítica ante todas las instituciones sociales, el Estado y la Iglesia4, en particular, sino, y sobre todo, porque aparece como un libre pensador que ha decidido elaborar su propia ética y ajustar su naturaleza humana, sus deseos e intereses, a una ética individual, independiente de los valores religiosos. Esto hace de él un personaje con vida interior. Se trata de un personaje cuyo voyeurismo, por ejemplo, no le preocupa; mientras que en el pensamiento de su mujer esto aparece como un comportamiento vergonzoso, digno de ser conversado con el cura del pueblo (19-20), él se muestra indiferente frente a la reconvención de su mujer y frente a la ayuda espiritual que su exalumno pudiera brindarle (24-26). 

Ismael Pasos es un personaje que ha entendido, o más bien que parte del principio de que la felicidad y el sentido de la vida no existen por sí mismos y que, por lo tanto, no están dados. De su actitud se deduce que se trata de algo que se construye: esto explica el hecho de que haya sido capaz de construir también un oasis (jardín donde fisgonea a su vecina mientras recoge naranjas), espacio interior, en el sentido literal y figurado del término, en medio de la guerra: “¿dónde he existido estos años? Yo mismo me respondo: en el muro asomado” (42). Ismael Pasos es también moderno en la medida que entiende que su existencia está sometida a la contingencia del mundo y que, por lo tanto, su felicidad es efímera. Razón por la cual, paradójicamente, al desconocerse en algunos de sus actos, en medio de la destrucción de su oasis, desmitifica el mito de la razón: 

    Me llevo las manos a la cabeza, todo gira alrededor, y en mitad de todo alumbra la casa de Geraldina, frente a mí, sin muro: es una gran ironía este boquete, por donde puedo abarcar en su total extensión el jardín de Geraldina, la terraza, la piscina redonda; y no solo contemplar, podría pasar al otro lado, ¿en qué estoy pensando?, en Geraldina desnuda, Dios. (103)

Este aspecto hace que la conciencia del personaje sea abarcadora y permita, a través de ethos moderno, evaluar estéticamente, además de la naturaleza absurda del conflicto, el espacio y el momento donde se desarrolla la acción: su punto de vista, su subjetividad determina toda la axiología del texto. Su espíritu moderno, crítico, cuestiona, como veremos, todo tipo de discurso hegemónico (medios, religiosos, político oficial, etc.). Este modo de focalización, autoriza al autor a eliminar lo descriptivo y configurar el espacio como “horizonte” de la “conciencia en proceso de funcionamiento”, organizado según las categorías “cognoscitivas, éticas y prácticas” del personaje, y no como “entorno” u objetos que lo rodean. En Los ejércitos, el cronotopo aparece representado como objeto de la actitud “vital”, “del acto-sentimiento, del acto-pensamiento, del acto-palabra, de la acción” (Bakhtine 2005, 90-91) del personaje. Así, sin grandes detalles, Rosero configura “un pueblo en un país en el suplicio” (60): 

    ¿A qué seguir tendido? Amanece y salgo de la casa: vuelvo otra vez sobre mis pasos, hasta el acantilado. En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otras, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años, antes de Otilia, me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de mi vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra —el narcotráfico y ejército, guerrilla y paramilitares— solo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por primera vez no lo soporto, ha cambiado todo, hoy —pero no como se debe, digo yo, maldita sea. (61)

El material verbal y los códigos semánticos utilizados por Rosero ubican al lector en un momento y un espacio determinados de la historia nacional. El niño abandonado o asesinado al nacer, el sicariato, el narcotráfico, el paramilitarismo, el niño reclutado para la guerra, la guerrilla, la bala perdida, el paisaje sembrado de coca, la niña secuestrada antes de nacer, el secuestro extorsivo, la mujer víctima de abuso sexual y convertida en trofeo de guerra, la mina quiebrapatas, el desplazado, la falta de alimentos y transporte, los “corredores” que dividen el territorio nacional, más que temas, son elementos cargados de historicidad que, por el hecho de haberse convertido en aspectos de nuestro horizonte cultural, garantizan la recepción de la obra. Sin embargo, en su función narrativa, “ideológicamente saturado […] como una opinión concreta” (Bakhtine 1978, 95), dicho lenguaje organiza unidades de sentido que llevan al lector a entender que todo “hace que aquí aflore la guerra hasta por los propios poros de todos: de eso se habla en las calles, a horas furtivas, y se habla con palabras y maldiciones, risa y lamento, silencio, invocaciones...” (124). 

Sin romper la naturaleza ficcional del género, sin entrar en descripciones geográficas, Rosero alude directamente a algunas ciudades colombianas que ubican las percepciones y sensaciones del protagonista, Ismael Pasos, en un lugar específico. El compromiso del autor con la realidad colombiana, su toma de posición, adquiere forma a través de un realismo crudo que obliga al lector a entender que el fenómeno significado tiene lugar en Colombia y no en otra parte. Estos referentes geográficos, las alusiones a Bogotá (25, 122, 124, 133, 158), al Quindío (67), Neiva (88), Popayán (101, 135), Buga (122), Manizales (124), además de permitirle al lector entender que “San José”, pueblo imaginario o imaginado, se ubica en Colombia, y puede hacer referencia a cualquier pueblo sometido al conflicto, le sugiere, sobre todo, que dicho conflicto se despliega en las áreas rurales ante los ojos indiferentes de los habitantes de las ciudades, que las víctimas las ponen los civiles. En Los ejércitos, las ciudades colombianas aparecen lejanas, ajenas al conflicto, protegidas en su indiferencia: sus habitantes, tal como Ismael percibe a la periodista y su camarógrafo, parecen habitantes de “otro mundo”; sus sonrisas, su “rara indiferencia”, lo lleva a preguntarse “¿de qué mundo vienen?” y a constatar, en la medida en que “San José” es un caso más en la larga lista de pueblos atacados por los diferentes “ejércitos”, que en realidad tan solo “quieren acabar pronto” su trabajo (134-135). Ante la mirada “indolente” de la periodista, “San José” y sus habitantes son tan solo un elemento más de una noticia sensacionalista o motivo de una foto conmovedora (125-126). 

Para configurar el espacio ficcional de la acción, Rosero decide hacerlo utilizando referentes geográficos reales cuya función narrativa es establecer relaciones analógicas con el pueblo imaginario. En “San José, pueblo de paz” (13), en una admirable síntesis, acontece todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá, quién sabe por cuánto tiempo más, en diferentes pueblos del territorio colombiano: así, ante una nueva toma o ataque de un ejército indeterminado, con su “casco urbano” atrincherado, y ante la exigencia de “desalojar el municipio ‘para que los militares y la guerrilla encuentren vacío el escenario de la guerra’”, las cabezas del pueblo reconocen que tienen “‘...que solucionar este problema de raíz’” porque “‘ayer fue en Apartadó, en Toribío, ahora en San José, y mañana en cualquier pueblo’” (115-116). Al entrar en la conciencia de Ismael, el lector entiende que aquello que la afecta está estrechamente relacionado con su mundo, que no se puede entender la experiencia de la guerra sin aludir a ella. De este modo, sumido en el miedo, sin poder “ignorar la alarma recóndita por otro asalto inminente al casco urbano”, Ismael observa el fenómeno de la siguiente manera: 

    […] quien iba a suponer que también nos ocurriría a nosotros, dicen aquí, dicen allá, lo repiten: hace dos años, antes del ataque a la iglesia, pasaban por nuestro pueblo los desplazados de otros pueblos, los veíamos cruzar por la carretera, filas interminables de hombres y niños y mujeres, muchedumbres silenciosas sin pan y sin destino. Hace años, tres mil indígenas se quedaron un buen tiempo en San José, y debieron irse para no agravar la escasez de alimentos en los albergues improvisados. Ahora nos toca a nosotros. (116-117)

“San José, pueblo de paz” pero sin Dios 

Igual o más importantes resultan los referentes culturales tradicionales. El lector colombiano reconoce en Los ejércitos una serie de referentes de su horizonte cultural cuyo uso ha servido para caracterizar a Colombia pero que, al ser verbalizados en la conciencia del protagonista en tono irónico, dejan entender que han entrado en crisis o que están en desuso puesto que tan solo aparecen en la conciencia de algunos personajes como resultado de la costumbre, de un prolongado aprendizaje o repetición mecánica. De estos referentes, los más importantes son los religiosos: “San José”, a pesar de su nombre, es irónicamente configurado como un espacio abandonado por Dios, como un lugar en el cual los representantes de la Iglesia han sido anulados en sus funciones y donde, por lo tanto, orar o encomendarse a Dios no sirve para nada. A la pérdida o ausencia de los valores laicos, en un país de tradición católica, se suma la de los principios religiosos del credo católico apostólico y romano. Sin descartar la posibilidad de hablar de un problema de fe y reduciéndolo, tal vez de manera arbitraria, a una falta de valores religiosos (caridad, misericordia, humanidad, conmiseración), el fenómeno no solamente involucra a los grupos armados, sino también a los habitantes del pueblo: constatar que el pueblo ha sido atacado, que la iglesia se ha convertido en objetivo militar, que ni siquiera en la casa de Dios estaban a salvo cuando celebraban la “Elevación” un “jueves santo” (12), hace que, por lo menos, Ismael se afiance lucidamente en su irreligiosidad, en su incredulidad, en su escepticismo: 

    […] nosotros aquí seguiremos esperando a que esto cambie, y si no cambia ya veremos, o nos vamos o nos morimos, así lo quiso Dios, que sea lo que Dios quiera, lo que se le antoje a Dios, lo que se le dé la gana. (136)

Es significativo el hecho de que la primera referencia a la guerra sea dicha toma y la destrucción de la iglesia: esto se constituye en el recuerdo, experiencia o sensación del pasado, más inmediato, y, al mismo tiempo, en el generador de la aversión, el miedo y la incertidumbre a lo largo del relato. La masacre en la iglesia aparece como elemento configurador de un doble sentido: primero, como un episodio de miedo intenso que obliga a los habitantes de San José a vivir en la zozobra, a temer otro ataque y a contemplar la posibilidad de la muerte; y, segundo, como un factor que plasma la ausencia de valores y principios religiosos y, por ende, la generalización de la crueldad, de la saña, de la impiedad, de la intransigencia. 

Al respecto, son reveladoras las páginas en las que el lector descubre la historia del padre Albornoz. A través de Ismael, el lector se entera de que la “vocación sacerdotal” del cura del pueblo proviene del aprendizaje del poema “Dios” de Rafael Pombo: derivado de las enseñanzas del maestro, aprendida de memoria por el cura, la estrofa de octosílabos, “‘Y esta magnífica alfombra, oh Tierra quién te la dio, y árbol tanto y fresca sombra, y dice la Tierra: Dios’”, es citada irónicamente instantes antes de la toma guerrillera (objeto de las páginas centrales del relato) para significar precisamente que dicha tierra ha sido abandonada por el Ser supremo. Enseguida, el lector se entera de que se trata de un sacerdote que, a pesar de estar convencido de su fe, de que su misión “es la obra de Dios”, “en medio de esta tristeza diaria que es el país”, vive en concubinato con una mujer con quien duerme “en la misma cama como cualquier matrimonio de la noche a la mañana en este pueblo de paz”; además, este cura es padre de una hija que debido a la violencia ha abandonado el pueblo (87-89). Esta situación, anómala desde el punto de vista de las exigencias de la Iglesia católica, aparece en la conciencia del cura como una culpa que necesita ser absuelta. Por el contrario, para Ismael, el hecho aparece como “una actitud sana y humana, tan distinta a la adoptada por otros sacerdotes en tanto países”: exhibiendo cierto tipo de libre pensamiento, el profesor se pregunta “¿no seguía siendo él, por sobre todas las cosas, un sacerdote de su pueblo?” (88). 

Como en muchos pueblos colombianos, en San José la fe ha sido apagada por el miedo, por la guerra. Como todos los habitantes del pueblo, el padre Albornoz es un ser atemorizado. Si se lo considera como representante de la palabra de Dios, se trata de una palabra silenciada por el miedo de convertirse en objeto militar, por el miedo de que le suceda lo que a otros curas: 

    […] y así nos acordamos, todavía en voz mucho más baja, del padre Ortiz, de El Tablón, a quien nosotros conocimos, al que mataron, luego de torturarlo, los paramilitares: quemaron sus testículos, cercenaron sus orejas, y después lo fusilaron acusándolo de promulgar la teología de la liberación. “¿Qué puede uno, entonces, expresar a la hora del sermón?” me pregunta el padre, las manos abiertas, los ojos desmesurados, “cualquiera nos puede acusar de lo que quiera, solo porque invocamos la paz de Dios”. (91) [Todos los énfasis en cursiva son míos]

Esta situación hace que en San José la Iglesia aparezca como una institución inútil y el discurso religioso como una diatriba sin sentido: aunque el cura constate que “la inseguridad reina en los corazones” y pregone que es la oportunidad para “poner a prueba nuestra fe en Dios, que tarde o temprano nos redimirá de todo” (90-91), la mirada lúcida de Ismael constata el vacío del discurso religioso y señala, incluso, la ausencia de fe: 

    […] el padre Albornoz replica abriéndose de brazos, ¿qué puede saber él?, les habla como en sus sermones, y tal vez tiene razón, poniéndose en su lugar: el temor de resultar mal interpretado, de terminar acusado por este o ese ejército, de indigestar a un capo del narcotráfico —que puede contar con un espía entre los mismos feligreses que lo rodean— ha hecho de él un concierto de balbuceos, donde todo confluye en la fe, rogar al cielo esperanzados en que esta guerra fratricida no alcance de nuevo a San José, que se imponga la razón.(93-94)

En tono aún más irónico, Rosero se permite introducir referentes históricos culturales directos, tal vez los únicos que señalen una autoridad y una tradición con nombres propios. Para consolidar la idea de vacío del discurso religioso y de la pérdida de fe, en la conciencia de Ismael aparecen “monseñor Rubiano” y el culto del “Divino Niño”, ambos aspectos desvirtuados por la crudeza del conflicto: 

    […] y monseñor Rubiano nos advirtió que el secuestro es una realidad diabólica, fe en el creador —nos exhorta finalmente, y eleva el dedo índice—: después de la oscuridad llega la luz, y, cosa realmente absurda, que nadie entiende de buenas a primeras, pero que todos escuchan y aceptan porque por algo lo dirá el padre, nos anuncia que el Divino Niño ha sido nombrado esta mañana figura religiosa nacional, que nuestro país sigue consagrado al Niño Jesús, oremos, insiste, pero, de hecho, ni él ora ni nadie parece dispuesto a corresponder con una oración. (94)

Si bien la afirmación de monseñor no revela una verdad desconocida y tampoco conforta, la alusión al Niño Jesús desvirtúa un símbolo sagrado nacional por excelencia. Es preciso recordar que se trata de un ícono que, al convertirse en un símbolo capaz de movilizar socialmente a los colombianos, trasciende el ámbito religioso. Al igual que el Divino Niño, ícono posmoderno de la fe colombiana, otras imágenes religiosas aparecen aquí impotentes ante las exigencias y las necesidades de los habitantes de San José: 

    Después de algunos rodeos me dicen que quieren comprar, para llevárselo de recuerdo, nuestro antiguo San Antonio de madera. “Es milagroso, y, en todo caso, nosotras se lo guardaremos a Otilia mejor que usted puede hacerlo.” “¿Milagroso?” les digo, “pues aquí se le olvidaron los milagros”, y les regalo el San Antonio de madera, “pueden llevárselo cuando quieran”. (133-134)

Aunque en el imaginario popular el Divino Niño aparezca como símbolo de esperanza, Rosero decide contraponerlo a la cruel realidad colombiana e integrarlo al malestar de un pueblo humillado, sometido y desesperanzado. La toma del pueblo elimina la eficacia salvadora y por lo tanto simbólica del ícono: a diferencia de muchos colombianos cuya fe los lleva a identificarse con la imagen y a exhibirla en tiendas, parques, taxis, estaciones de policía, etc., como símbolo de protección, los habitantes de San José parecen sordos ante la evocación de la figura angelical y majestuosa. En Los ejércitos, el Divino Niño ha perdido su capacidad integradora, su carácter de símbolo nacional. El modo como Rosero lo introduce en su novela empequeñece la sentencia “Yo reinaré” inscrita en la imagen del mundo sobre el cual se posan los pies del Niño Jesús y, sobre todo, invalida las oraciones básicas de su culto (la oración para verse libre de peligros, la súplica para los tiempos difíciles y la plegaria para obtener la serenidad). Como decíamos, el universo de Los ejércitos es un mundo sin Dios: esta percepción es verbalizada, significada, hacia el final del relato cuando en medio del caos producido por la última toma vivida por el protagonista, en el umbral de la muerte y ante la posibilidad de que llueva, en tono suplicante, como en un último intento por reconciliarse con Dios, este pide que, a la manera del mito bíblico, la potencia divina envíe un diluvio que lo limpie todo, incluso su alma deliberadamente ajena a las creencias del culto: “‘Es posible que llueva’, pienso: ‘si lanzaras un diluvio, Señor, y nos asfixiaras a todos’” (181). No obstante, el ruego del viejo profesor logra lo contrario: “el diluvio, Señor, el diluvio, pero cesan de inmediato las gotas y yo mismo me digo Dios no está de acuerdo, y otra vez la risa a punto, a punto, es tu locura, Ismael, digo, y cesa la risa dentro de mí, como si me avergonzara de mí mismo” (186). 

La sensación de desarraigo y desamparo absoluto se consolida cuando, convertido en objeto de burla de los atacantes, el tono blasfemo de los soldados, guerrilleros o paramilitares, le ratifica a Ismael que Dios se ha retirado del mundo hace mucho tiempo: 

    —¿Oíste? El muerto habló. —¿No lo dije?, un santo, un milagro de Dios. ¿Tendrá hambre? ¿No quieres un pedazo de pan, santo? Pídele a Dios. Se van. Creo que se van. ¿Dios, pan? Comida de gusanos. (187)

El mismo grito de desesperanza se escucha cuando, en medio de la masacre una madre, “increpando a los esbirros” que asesinan a su hijo, “desquiciada”, les grita que “‘Les falta matar a Dios’”, a lo que responden: “‘Díganos donde se esconde madrecita»’” (198). Esta forma de significar el desarraigo y la perennidad de la guerra en Colombia, irónicamente, recuerda a los lectores, primero, que hasta la reforma constitucional de Colombia en 1991, el país estuvo consagrado al Sagrado Corazón de Jesús5, y, segundo, que siempre, en situaciones de conflictos, se ha recurrido al elemento religioso para poner en marcha procesos de desarme y reintegración. Del mismo modo, el autor significa la inutilidad del recurso puesto que a pesar de consagraciones, tratados y diálogos recientes de paz no se ha puesto punto final a la sangrienta y prolongada guerra. 

Evelio Rosero hace parte de una generación de escritores, nacidos en los inicios o durante los periodos más cruentos de violencia, que constatan que un siglo después del fin de la llamada “Guerra de los Mil días”, la situación en el país es tan y aún más grave que en 1902: los efectos de los diferentes conflictos internos siguen siendo funestos y las víctimas las sigue poniendo la población civil. En la mayoría de los casos, esta generación6, por lo menos los aquí citados, denuncian la complacencia, la nulidad y la responsabilidad de la Iglesia y el Estado. De ellos, el más radical ha sido sin duda Fernando Vallejo quien, en La virgen de los sicarios, en una de frase lapidaria de tono blasfemo, sintetiza de manera irónica este aspecto de la historia colombiana: 

    A él [el sagrado Corazón de Jesús] está consagrada Colombia, mi patria. Él es Jesús y se está señalando el pecho con el dedo, y en el pecho abierto el corazón sangrando: goticas de sangre rojo vivo, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén. (Vallejo, 7-8)7

El tiempo o la esencia de la guerra 

La valoración estética del conflicto colombiano en Los ejércitos es, en una perspectiva fenomenológica, conciencia de algo y no copia o reflejo desprovisto de intencionalidad. Al entrar en la mente de Ismael, la temporalidad aparece como acumulación del momento o momentos anteriores e, inevitablemente, como algo que fluye hacia el final, hacia la muerte. La historicidad de la violencia producida por la guerra en Colombia se revela en la conciencia del personaje. A la manera de un fenomenólogo, buscando significar el miedo, la zozobra, la incertidumbre y la desesperanza, Rosero hace que la temporalidad del mundo y la de Ismael Pasos coincidan. Con la intención de representar las relaciones esenciales establecidas entre los hechos (la guerra, el desplazamiento forzado, el secuestro, la desaparición, etc.) y la manera como se proyecta en la conciencia, Rosero indaga en la imaginación, la sensación y la memoria de su personaje, y de los habitantes de su pueblo imaginario. 

Si bien el sentido de la vida, la “única explicación” para “seguir vivo” de Ismael Pasos reside en fisgonear a su vecina (34) y su felicidad solo es posible en su jardín interior, se entiende rápidamente que todos los actos de su conciencia están relacionados con la guerra. Todo se derrumba cuando la guerra sucede en la “propia casa” del personaje (110). Su presente, su pasado y su futuro están relacionados con la violencia producida por el conflicto armado: al reaccionar frente al momento histórico, Rosero concibe un modelo humano, símbolo del hombre colombiano de hoy, cuya vida se ha desarrollado en circunstancias de violencia generalizada. Ismael representa a un ser familiarizado con la violencia, compenetrado con la muerte absurda. 

Sin excepción, todos los recuerdos de Ismael están relacionados con la muerte. Incluso aquellos que implican cosas agradables: el primer encuentro con Otilia, su mujer (20-24); el recuerdo de un niño enamorado, muerto antes de los veinte años por una “bala perdida” en una esquina del pueblo (32) hasta la aflicción-sensualidad de Geraldina están marcados por el “peso enorme” de “la conciencia inexplicable de un país inexplicable”, de “una carga de doscientos años” de violencia (37). En el cronotopo configurado por Rosero, todos los actos de conciencia del personaje, percibidos en una perspectiva temporal (recuerdo del pasado, sensación del presente o imaginación del futuro), están relacionados con un recuerdo violento, y ligados a un sentimiento de congoja o de inquietud relacionado con un riesgo futuro o una amenaza. Al igual que Ismael, todos los personajes de Los ejércitos se enfrentan al problema de la muerte: todos viven en la zozobra y aparecen dominados por un sufrimiento o preocupación intensos provocados por la guerra. 

La conciencia de la guerra y de sus efectos hace que la configuración del tiempo aparezca en esta novela como algo agónicamente vivido. Si bien en la primera mitad del relato el tiempo es escasamente verbalizado y tan solo dos referencias temporales ubican el presente de la acción8, en la segunda mitad, después de la toma narrada en las páginas centrales, el tiempo es configurado en toda su densidad. Además de significar dicha toma de conciencia, las expresiones lingüísticas revelan también la vivencia del mismo. La desaparición de Otilia, mujer de Ismael, lo obliga a deambular por el pueblo y a entrar en una especie de delirio absurdo en el cual el tiempo se desdibuja para, paradójicamente, significar su conocimiento y su vivencia: 

    Bien, no fui capaz de preparar un café; apago la estufa, ¿y el tiempo?, ¿cuánto tiempo ha pasado?, no se escuchan más tiros, ¿cómo pasará el tiempo, mi tiempo, desde ahora?, el estruendo de la guerra desaparece: de vez en cuando un lamento lejano, como si no nos perteneciera, un llamado, un nombre a gritos, un nombre cualquiera, pasos a la carrera, ruidos indistintos que declinan y son remplazados por el silencio absoluto. (105)

Sin adquirir un carácter matemático y a pesar de que algunos términos indiquen su carácter cuantificable, el tiempo es vivido por Ismael de manera distinta: 

    Tres meses después de esa última incursión en nuestro pueblo, tres meses justos —porque desde entonces cuento los días—, llegó, sin que se supiera quién lo trajo, ni cómo, el hijo del brasilero a su casa (121).

A partir de entonces, en su soledad, el profesor, a pesar de su buena memoria, empieza a olvidar: 

    Vuelvo por el huerto hasta mi casa, a mi cama, de donde me sacaron, y me extiendo bocarriba, como si ya me dispusiera a morir, ahora sí, y solo, a plenitud, aunque maúllen a mi lado los Sobrevivientes [los gatos] encorvados encima de la almohada, “¿Qué día es?”, les pregunto, “perdí la cuenta de los días, ¿cuántas cosas han pasado sin que nos diéramos cuenta?”, los Sobrevivientes abandonan el cuarto, me quedo más solo que nunca, ahora sí definitivamente solo, es cierto, Otilia, perdí la cuenta de los días sin ti. (153)

De aquí en adelante, la experiencia del tiempo, su fluir será verbalizado de forma interrogativa (“¿Lunes?” (155), “¿Jueves?” (157), “¿Sábado?” (160), “¿Miércoles?” (161), “¿Martes?” (164)) para significar lo incierto de la espera, el miedo, la locura, la pulsión de la muerte, el no-sentido. Esta forma de percibir el tiempo, de vivirlo, de nominarlo, expresa el conocimiento de la guerra, la esencia del fenómeno: significa la crueldad de las leyes del conflicto. Estas expresiones significan la conciencia del conflicto. Esta forma de nominación se convierte en referencia consciente del conflicto armado, de la cosa nombrada, de la cosa misma. Al igual que las referencias espaciales, las temporales están íntimamente relacionadas con el conflicto armado: 

    En la primera curva de la carretera los veo desaparecer. Se van, me quedo, ¿hay en realidad alguna diferencia? Irán a ninguna parte, a un sitio que no es de ellos, que no será nunca de ellos, como me ocurre a mí, que me quedo en un pueblo que ya no es mío: aquí puede empezar a atardecer o anochecer o amanecer sin que yo sepa, ¿es que ya no me acuerdo del tiempo?, los días en San José, siendo el único de las calles, serán desesperanzados. (193)

Esta forma de representar el tiempo es, tal vez, uno de los grandes aciertos estéticos de esta novela. De manera original, por lo menos en la novela colombiana, Rosero logra significar el estado de tristeza vaga, profunda y permanente de los colombianos. Al entrar en un estado de melancolía, de profundo pesimismo, Ismael pierde toda iniciativa: la pérdida de la persona amada trae consigo la del interés por el mundo exterior y, por consiguiente, no solo el empobrecimiento de su yo, sino también la crítica del pasado y el presente colombiano. Ante la imposibilidad hacer el duelo, el mundo, San José, se vuelve vacío, estéril y moralmente despreciable. Ante tal panorama, como hemos visto, el personaje se denigra, se castiga hasta humillarse, deliberadamente, ante todos. A través de este delirio, Rosero significa la insignificancia moral de la Colombia de hoy: la desaprobación de Ismael, su insomnio, su desfallecimiento, su dejación, el rechazo del alimento son síntomas de la imposibilidad de aferrarse a la vida, pero, al mismo tiempo, de la necesidad de poner fin a una situación perpetuada, constantemente renovada, en Colombia. 

Los ejércitos o la concreción del miedo, la incertidumbre y la desesperanza 

Como ya se dijo, aunque el lector perciba los estragos físicos y psicológicos de la guerra, a Rosero le interesa dar cuenta de las vivencias del pensamiento y del conocimiento9 y no describir la guerra tal como se presenta en el mundo ni el acto psicológico en sí. En Los ejércitos tanto el análisis sociológico como el psicológico sirven para evaluar estéticamente una situación existencial: todas las unidades de sentido (términos, enunciados, objetos representados o simplemente esquematizados) exhibidas a través de la experiencia consciente de Ismael confluyen para representar el miedo y el grado de desconocimiento de la condición futura. El lenguaje utilizado en la representación de la experiencia subjetiva de este personaje es tomado de las condiciones históricas y culturales de los colombianos: al aparecer como un flujo de estados anímicos y contenidos de experiencia diversos, y, sobre todo, por el hecho de ser representado como un sujeto que se aprehende a sí mismo como unidad permanente en el tiempo, los razonamientos, verbalizados, de Ismael se exhiben como históricamente situados. Todas las categorías utilizadas para ordenar su mundo y estructurar su realidad hacen parte de las prácticas lingüísticas de los colombianos: en este sentido, el material verbal utilizado por Rosero no solo tiene el carácter empírico, resultado de experiencias históricas particulares, sino también trascendental en la medida que le permite evaluar estéticamente, irónicamente, la realidad colombiana: 

    El profesor Lesmes y el alcalde viajaron a Bogotá; sus peticiones para que retiren las trincheras de San José no son escuchadas. Por el contrario, la guerra y la hambruna se acomodan, más que dispuestas. Los cientos de hectáreas de coca sembradas en los últimos años alrededor de San José, la “ubicación estratégica” de nuestro pueblo, como nos definen los entendidos en el periódico, han hecho de este territorio lo que también los protagonistas del conflicto llaman “el corredor”, dominio por el que batallan con uñas y dientes, y que hace que aquí aflore la guerra hasta por los propios poros de todos: de eso se habla en las calles, a horas furtivas, y se habla con palabras y maldiciones, risa y lamento, silencio, invocaciones. (124)

En la dimensión fenoménica de Los ejércitos, el lenguaje es la condición ontológica de la realidad: a través de él se captan las diferentes percepciones del conflicto armado colombiano. De esta manera, Ismael Pasos se convierte en núcleo de análisis de los efectos de la guerra en la conciencia, sus vivencias aparecen como análisis fenomenológico de dicho conflicto: sus discernimientos y sensaciones, y, por lo tanto, su verbalización se convierten en la valoración artística, en el gesto “intencional” y “consciente” (Ingarden, 1998) que expresa, no tanto los deseos reprimidos, fantasías, frustraciones y búsquedas individuales del personaje, como ocurriría en una novela de la llamada corriente de la conciencia, sino un sentimiento colectivo que normalmente no se puede expresar con acciones o palabras. Si bien Rosero explora la manera como en la conciencia de su personaje se relacionan la esfera pública y la privada (la guerra y el erotismo-sensualismo de Ismael), el interés no se centra en los deseos o fantasías íntimos del personaje-individuo (ver e imaginar desnuda a Geraldina), sino en todos aquellos aspectos de la vida cotidiana que lo unen a sus coterráneos. Este deseo de totalización ratifica el valor estético de Los ejércitos: al concebir una estructura amplia, capaz de crear la ilusión de englobar una problemática social generalizada, a pesar de la focalización impresionista, Rosero elimina la posibilidad de que sus lectores interpreten la problemática de su novela como una de tipo individual o intimista. 

Tal vez por esta razón, Rosero configura un viejo septuagenario, alguien consciente de que sus apetitos sexuales han disminuido o son imposibles de satisfacer, pero cuyo voyeurismo le permite compensar un deseo sin interactuar en una relación sexual propiamente dicha: “[…] no pido otra cosa a la vida sino esta posibilidad, ver a esta mujer sin que sepa que la miro, ver a esta mujer cuando sepa que la miro, pero verla, mi única explicación de seguir vivo” (34). Paradójicamente, a lo largo del relato, el voyeurismo de Ismael escoge como objeto de sus miradas sus propias reacciones y las de sus congéneres ante la guerra: es decir, su examen recae sobre la situación en la cual participa como agente social, víctima, y no a distancia como espectador. A diferencia de las escenas de vouyerismo en las cuales participa guiado por su deseo y no interactúa directamente con el objeto de su deseo, quien, entre otras cosas, permanece casi siempre ajeno a dicha observación, en la de la violación del cadáver de Geraldina se observa involucrado sin poder evitarlo, sin entender su lógica. Esta paradoja es magistralmente expresada al final de la novela cuando la sensual mujer, símbolo de la vida en la novela es convertida en objeto sexual de los actores de la guerra, última expresión de la barbarie y de la ausencia de todo tipo de valores: 

    Detrás de la ventana de la salita pude entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie, contemplando algo con desmedida atención, más que absortos: recogidos, como feligreses en la iglesia a la hora de la Elevación. Detrás de ellos, de su inmovilidad de piedra, sus sombras oscurecían la pared, ¿qué contemplaban? Olvidándome de todo, solo buscando a Geraldina, me sorprendí avanzando yo mismo hacia ellos. Nadie reparó en mi presencia; me detuve, como ellos, otra esfinge de piedra, oscura, surgida en la puerta. Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba —abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, era su cadáver, expuesto ante los hombres que aguardaban, ¿por qué no los acompañas, Ismael?, me escuché humillarme, ¿por qué no les explicas cómo se viola un cadáver?, ¿o cómo se ama?, ¿no era eso con lo que soñabas?, y me vi acechando el desnudo cadáver de Geraldina, la desnudez del cadáver que todavía fulgía, imitando a la perfección lo que podía ser un abrazo de pasión de Geraldina. Estos hombres, pensé, de los que solo veía el perfil de las caras enajenadas, estos hombres deben esperar su turno, Ismael, ¿esperas tú también el turno?, eso me acabo de preguntar, ante el cadáver, mientras se oye su conmoción de muñeca manipulada, inanimada —Geraldina vuelta a poseer, mientras el hombre es solamente un gesto feroz, semidesnudo, ¿por qué no vas y le dices que no, que así no?, ¿por qué no vas tú mismo y le explicas cómo? (201-203)

Esta intención explica el hecho de que Rosero decida que su personaje abandone el espacio del idilio donde ha construido su felicidad y, en el caos producido por la toma, deje de lado sus intereses personales y se lance en la búsqueda (errancia) de Otilia. Este aspecto del argumento le permite a Rosero referir la barbarie y, sobre todo, concretizar, gracias a las ventajas de la representación literaria, el miedo, la incertidumbre, el desasosiego. De aquí que a través de los actos de conciencia de Ismael percibamos, verbalizados entre comillas, sin recurrir a sueños, a ideas descoordinadas, a asociaciones de imágenes e ideas inusitadas, es decir, conservando la lógica del lenguaje, el discurso-pensamiento del otro. Ismael y sus coterráneos encarnan de manera ejemplar al ser que no puede adherir a la lógica de la guerra. 

Ya en las primeras páginas, si bien el lector no descubre su situación física, sí percibe la de muchos de sus congéneres, pero sobre todo descubre la situación mental de un personaje hipotético que le comunica qué significa vivir en el fuego cruzado de unos “ejércitos” indeterminados. Aunque las primeras líneas permiten pensar que “San José”, paradójicamente llamado “pueblo de paz” (13), es un pueblo al margen de los conflictos sociales, rápidamente se elimina cualquier amago idílico indicándole al lector que se trata de un pueblo víctima de ataques de no se sabe qué “ejército”, que sus habitantes viven atemorizados y que su único destino es la muerte, desaparecer en la indiferencia y el olvido absoluto. Rápidamente, la sensualidad del ambiente y de los personajes es cambiada por la atmósfera de la guerra, la paz es remplazada por el miedo, el erotismo por la violencia, la vida por la muerte: al mismo tiempo que revela sus apetitos sexuales, el viejo verde que fisgonea a su vecina y a la niña que despierta a la pubertad sugiere que evoluciona en un pueblo sometido al conflicto armado y bajo la amenaza continua de ataques: 

    Ella [Gracielita] era casi rolliza y, sin embargo espigada, con destellos rosados en las tostadas mejillas, negros los crespos cabellos, igual que los ojos: en su pecho los dos frutos breves y duros se erguían como a la búsqueda de más sol. Tempranamente huérfana, sus padres habían muerto cuando ocurrió el último ataque a nuestro pueblo de no se sabe todavía qué ejército —si los paramilitares, si la guerrilla: un cilindro de dinamita estalló en mitad de la iglesia, a la hora de la Elevación con medio pueblo dentro; era la primera misa de un Jueves Santo y hubo catorce muertos y sesenta y cuatro heridos [...] (12)

Esto ubica la acción de la novela entre un pasado marcado por el recuerdo de la “última” toma del pueblo (término que significa que no se trata de la única), un presente marcado por el caos de otra toma, narrada-vivida de manera prospectiva por el protagonista, y un futuro incierto, desesperanzador, que revela que tanto el personaje como el autor tienen conciencia de su propia finitud puesto que se deja entender que la guerra ha estado, está y estará ahí cuando Ismael, su personaje, y él ya no sobrevivan: 

    […] un día de estos voy a olvidarme de mí mismo, me dejaré escondido en un rincón de la casa, sin sacarme a pasear, los vecinos hacen bien —digo, lo repito—, cada vez hay menos en el pueblo, y con razón, todo puede pasar, y pase lo que pase será la guerra, resonarán los gritos, estallará la pólvora, solo dejo de decirlo cuando descubro que camino hablando en voz alta, ¿con quién, con quién? (85)

Independientemente de la anécdota, además de recordarle al lector una práctica generalizada de los grupos armados en las áreas rurales colombianas, de recordarle el caso particular de la masacre de Bojayá (Chocó)10, el primer comentario de Ismael (12), primero, lo ubica en detalles como la utilización de cilindros para bombardear y, segundo, establece, a mi modo de ver, la problemática central de la novela: el hecho de no saber quién los ataca, quién los mata, quién los obliga a desplazarse, quién los secuestra, quién los extorsiona. A partir de este momento el protagonista y sus coterráneos se preguntarán ¿qué ejército nos ataca? ¿La guerrilla, los paramilitares, los narcos o el ejército nacional? ¿“en manos de quién quedó el pueblo” (110)?, para reconocer, irónicamente, lo extraordinario del hecho: “Es extraordinario; parecemos sitiados por un ejército invisible y por eso mismo más eficaz” (124). En esta perspectiva, la primera observación remite explícitamente al título de la novela y se convierte en elemento configurador de sentido que hace de Los ejércitos, no una novela más sobre la violencia colombiana, sino la novela de la incertidumbre, de la zozobra, del miedo, de la desesperanza. A lo largo de la narración estás preguntas se verbalizan de diferentes maneras para significar estas percepciones, para representar la situación existencial de un pueblo que si bien identifica la causa de su miedo, intranquilidad y desasosiego, incluso de sus traumas, no puede identificar quién realiza los actos vandálicos, no sabe a quién culpar: 

    Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes, sin distinguir a qué ejército pertenecen, los rostros igual de despiadados, los sentimos transcurrir agazapados, lentos o a toda carrera, gritando o tan desesperados como enmudecidos, y siempre bajo el ruido de las botas, los jadeos, las imprecaciones. (101)

Lejos de ser una reacción neurótica11, es decir no relacionada con un peligro real, las diferentes maneras como se verbaliza esta situación existencial dejan entender que, en la medida en que todas las percepciones y actos de memoria de Ismael están condicionadas por la guerra, el miedo y la ansiedad provocados por la percepción de un peligro real o posible, se convierten en terror: 

    […] no hay viento, y, sin embargo, escucho que algo o alguien pisa y troncha las hojas, el chamizo. Me paralizo. Trato de adivinar entre la mancha de los arbustos. El ruido se acerca, ¿y si es un ataque? Puede suceder que la guerrilla, o los paramilitares, hayan decidido tomarse el pueblo esta noche, ¿por qué no? […] Los ruidos cesan, un instante. La expectación me hace olvidar el dolor de la rodilla. Estoy lejos del pueblo, nadie me oye. Lo más probable es que disparen y, después, cuando ya esté muriendo, venga a verme y preguntar quién soy —si todavía vivo—. Pero pueden ser los soldados, entrenando en la noche, me digo, para tranquilizarme. ‘Igual’, me grito, ‘me disparan igual.’ […] Algo me toca en los zapatos, me husmea. El enorme perro pone sus patas en mi cintura, se estira, y ahora me lame en la cara como un saludo. ‘Es un perro’, me digo en voz alta, ‘es solo un perro, gracias a Dios’, y no sé si estoy a punto de reír, o llorar: como que todavía quiero la vida. (43-44)

Los ejércitos: una novela frente a la historia 

Antes de concluir es preciso considerar, aunque brevemente, el tipo de novela adoptado para evaluar la realidad colombiana, y entender la manera como Evelio Rosero “toma posición” (Bourdieu 1992)12, primero, ante la novela contemporánea anclada, en algunos casos, en la representación amarillista, gratuita y morbosa de la violencia producida por el narcotráfico, la guerrilla, el paramilitarismo, la descomposición social o los problemas urbanos; y segundo, ante la historia, puesto que, después de un recorrido poco reconocido de novelista, a pesar de algunos premios y de gozar de cierta reputación de escritor de cuentos para niños, se afianza definitivamente en el campo colombiano de la novela recordando el carácter “problemático” (Lukács) de la novela. Es evidente que para Rosero, en su naturaleza ficcional, la novela auténtica tiene el sagrado deber de ofrecer una reflexión crítica de la situación o problemas actuales del lugar donde aparece. En este sentido, desde mi punto de vista, Rosero se ubica frente al momento histórico ofreciendo una novela genuina, representando simbólicamente, sin delectación alguna, al sujeto colombiano de hoy, resistiendo al vacío y la desesperanza producidos por la guerra. 

Al ubicar al lector en la conciencia de Ismael Pasos, el autor dota su novela de una dimensión fenoménica que le permite captar la esencia del conflicto armado en Colombia, es decir, la manera como se relaciona con la subjetividad. Sin duda alguna, Rosero aspira a ir más allá de las apariencias sensibles de las cosas, no le interesa describir los hechos ni el caso particular de un municipio del territorio nacional. Al renunciar a puntos de vista y estrategias narrativas que crean la ilusión de objetividad, buscando desaparecer del relato, Rosero logra representar, de primera mano, sin detenerse en el carácter síquico del asunto, no tanto la situación de un pueblo en el fuego cruzado de varios “ejércitos”, sino las impresiones que la barbarie deja en la conciencia de sus habitantes. 

La adopción de esta estrategia narrativa permite afirmar que, para Rosero, la novela es un género cuya razón de ser es tratar, a través de la ficción, los problemas existenciales planteados por la relación hombre-mundo. Esta concepción de la novela elimina toda actitud romántica y, en el caso del campo de la novela colombiana, lo inscribe en una especie de “realismo crítico” (Pouliquen, 64), anti descriptivo, distinto del decimonónico, que, aunque abandone la perspectiva explicativa de lo social, aparece preocupado por aprehender la realidad de la condición humana de los colombianos, su fragilidad. Rosero se muestra escéptico, desencantado, más aun, exhibe una particular desesperanza: el autor de Los ejércitos cuestiona de manera radical un mundo en el cual los seres humanos han perdido no solo el derecho a realizarse como individuos, sino también el derecho a la vida, a la existencia. 

En este sentido, se puede decir que para Rosero escribir implica asumir una actitud crítica, ética y estética, ante el caos social, ante la degradación o ausencia absoluta de valores en la Colombia actual. Con Los ejércitos, Rosero no solo toma posición frente a las novelas amarillistas, seudofantásticas, esotéricas (Mala noche, Scorpio city, Satanás, entre otras) en las cuales la violencia, la descomposición social es el resultado de fuerzas sobrenaturales o de pandillas o sectas protagonistas de una especie de limpieza social, sino también frente a las versiones oficiales como la del entonces presidente Álvaro Uribe quien se permitió declarar ante el mundo que Colombia no estaba en guerra13. Sin pretender reducir la problemática de esta novela a aspectos extratextuales, es preciso entender la configuración de Ismael y de San José como signos a través de los cuales Rosero toma posición frente al discurso oficial del momento, produciendo un efecto de honestidad ante una actitud percibida como cínica, mentirosa, falsamente paternalista de dicho mandatario. El acto creativo de Evelio Rosero cobra sentido en estas circunstancias históricas: la estructura axiológica de Los ejércitos se relaciona con esta situación vital. Gran parte del valor estético de esta novela reside en la manera como, en calidad de autor, resiste al discurso de la mentada seguridad democrática. 

Ubicarse en la mente del personaje, sin caer en el tipo de novela de corriente de la conciencia, le permite al autor crear el efecto de una experiencia genuina de un colombiano en el fuego cruzado de la guerra. Este gesto ubica a Rosero dentro de un grupo de escritores cuyo espíritu crítico, entendido en el sentido moderno del término, afirma que, aunque dicha guerra no sea declarada, existe, señala los responsables y expone, por decirlo de alguna manera, el destino de su escritura. Con esta novela, reaccionando contra los discursos hegemónicos, irónicamente, el autor pregunta; si esto no es guerra, ¿entonces qué es? ¿Por qué muchos pueblos colombianos se encuentran en el fuego cruzado? ¿Por qué la gente ha perdido la esperanza de vivir en paz? ¿Por qué la gente abandona sus pueblos?: 

    Los contingentes de soldados, que apaciguaban el tiempo en San José, por meses, como si se tratara de renacidos tiempos de paz, han disminuido ostensiblemente. En todo caso, con ellos o sin ellos los sucesos de guerra siempre asomaran, recrudecidos. Si vemos menos soldados, de eso no se nos informa de manera oficial; la única declaración de las autoridades es que todo está bajo control; lo oímos en los noticieros —en las pequeñas radios de pila, porque seguimos sin electricidad—, lo leemos en los periódicos atrasados; el presidente afirma que aquí no pasa nada, ni aquí ni en el país hay guerra; según él Otilia no ha desaparecido, y Mauricio Rey, el médico Orduz, Sultana y Fanny la portera y tantos otros de este pueblo murieron de viejos, y vuelvo a reír, ¿por qué me da por reír justamente cuando descubro que lo único que quiero es dormir sin despertarme? Se trata del miedo, este miedo, este país, que prefiero ignorar de cuajo, haciéndome el idiota conmigo mismo, para seguir vivo, o con las ganas aparentes de seguir vivo, porque es muy posible, realmente, que esté muerto, me digo, y bien muerto en el infierno, y vuelvo a reír. (161)

En este sentido, Rosero dialoga con novelas de corte realista o hiperrealista14 cuyos autores han decidido expresar la intolerancia absoluta de la violencia producida por la guerra, cuestionar radicalmente su generalización. Independientemente de las soluciones formales-materiales que la ubicarían en cierto tipo de novela y no en otro, Los ejércitos se inscribe en la línea de obras como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, Asuntos de un hidalgo disoluto de Héctor Abad Faciolince, El cadáver insepulto de Arturo Alape o La caravana de Gardel de Fernando Cruz Kronfly, en las cuales sus autores evalúan abiertamente la disfunción social colombiana conservando el carácter ficcional de sus escritos. La novela de Rosero comparte con estos autores no solo la actitud crítica ante todo tipo de institucionalidad, sino también la visión de una sociedad colombiana apática, indiferente, acostumbrada a vivir en la violencia, familiarizada con ella. Para ellos, sin excepción, Colombia es un lugar parecido al infierno: para Fernando, el narrador de La virgen de los sicarios, por ejemplo, Colombia “se nos [ha] ido de la manos” y , “de lejos”, es “el país más criminal de la tierra y Medellín la capital del odio” (Vallejo, 10); del mismo modo, no duda en afirmar que sus “conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica”, que se trata de “una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad” (27-28). En el mismo sentido, el narrador de La caravana de Gardel, antes de que el protagonista, Arturo Rendón, inicie su viaje, advierte al lector que “corría diciembre de mil novecientos cincuenta, y para caminar por las veredas había que hacerlo sobre coágulos y grumos de sangre, como hasta hoy” (Cruz Kronfly, 20). De otra parte, para el “hidalgo disoluto” de Héctor Abad Faciolince, Colombia es “un país descuartizado por guerras idiotas e inútiles, por el abstracto fanatismo de unos grupos locos. Minúsculos dictadores guerrilleros, contrabandistas sin escrúpulos ascendidos a las alturas del dinero, políticos solapados y ladrones, militares incapaces y vengativos, terratenientes ávidos de reses y de tierras sin gente” (Abad Faciolince, 218)15. Y, para Arturo Alape, tal como lo indica el título de su novela, Colombia es un “cadáver insepulto”: en su análisis del carácter endémico de la violencia en la historia nacional, las diferencias entre conservadores y liberales hicieron 

    […] posible que sobre el territorio colombiano emergiese la figura de aquel cadáver insepulto, sin que nadie pudiera realizar el levantamiento legal y luego se practicara la autopsia reglamentaria. Un enorme cadáver pudriéndose, descomponiéndose convertido por la saña del tiempo en línea fronteriza de huesos dispersos: festín de oleadas de gallinazos hambrientos y millares de legionarias de batientes mandíbulas. Por razones de poder y políticas sectarias, se transfiguró la serenidad en el semblante del país y este cambió de pensamiento y pulso y forma de caminar, la muerte se despojó de su antiguo vestido que anunciaba la muerte natural. (Alape 2005, 108-109)

Esta visión de Colombia es compartida por Rosero quien, al representar un pueblo de muertos-vivientes, parecido pero distinto de Comala de Pedro Páramo, ya en el epígrafe, inspirado en un pensamiento de Molière, se pregunta si “¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?”16. Toda la organización de los elementos espacio-temporales y la “orientación semántica del héroe” (Bakhtine 2005, 123) de Los ejércitos configuran una postura escéptica, irónica, a través de la cual Rosero cuestiona el minimalismo y falta de humanismo del discurso de la seguridad democrática: en esta novela, el autor lo entiende como un ejercicio retórico vacío, normativo, nada objetivo, irresponsable y más bien persuasivo cuyo objetivo final es negar el conflicto y hacer, tal vez deliberadamente, que se prolongue. 

Rosero cuestiona este negacionismo y exige evidencias objetivas de la tan mentada seguridad: su actitud escéptica no solo reclama evidencias, sino que, al mismo tiempo, duda de la posibilidad de ofrecerlas haciendo observar la falta de sentido histórico de este discurso. Pues al afirmar que en Colombia no hay conflicto armado se niega la historicidad del problema real y, por tanto, existencial de los colombianos. Su visión artística del fenómeno profesa un desacuerdo absoluto y configura una actitud pesimista insistiendo en que no existen las certezas para afirmar cuándo y cómo se pudiera poner fin al conflicto armado. En este sentido, se puede afirmar que Rosero no cree en las instituciones religiosas y estatales, motivo por el cual denuncia el fracaso de los intentos de diálogos por la paz y afirma su fe solo en las posibilidades comunicativas que le ofrece un instrumento moderno, secularizado, como la novela. 

Consideraciones finales 

La orientación semántica del héroe y la interiorización de la intriga le permiten a Rosero configurar un escepticismo con características de desesperanza trágica, puesto que Ismael rechaza radicalmente la generalización de la violencia, reconoce lúcidamente la imposibilidad de apostar por la vida y prolongar su existencia en esas circunstancias. Rosero configura un héroe que ante el absurdo de la guerra y la orfandad de su condición decide que no tiene sentido ni conformarse ni lamentarse: 

    He salido por la puerta principal. Me dirijo a mi casa, avanzo por la calle tranquilamente, sin huir, sin volverme a mirar, como si nada de esto ocurriera —mientras ocurre—, y alcanzo el pomo de mi puerta, las manos no me tiemblan, los hombres me gritan que no entre, “Quieto”, gritan, me rodean, presiento por un segundo que incluso me temen, y me temen ahora, justo cuando estoy más solo de lo que estoy, “Su nombre”, gritan, “o lo acabamos”, que se acabe, yo solo quería, ¿qué quería?, encerrarme a dormir, “Su nombre”, repiten, ¿qué les voy a decir?, ¿mi nombre?, ¿otro nombre?, les diré que llamo Jesucristo, les diré que me llamo Simón Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez, creerán que me burlo y dispararán, así será. (203)

El escepticismo de Evelio Rosero tiene su origen en el conocimiento de lo real y claves antropológicas de primer orden: su formulación se funda en los conflictos colombianos y en la disfunción social generalizada. La idea de una seguridad democrática le parece, en calidad de representación mental, algo que no remite a la realidad colombiana: el autor deja entender que los términos y categorías de este discurso solo se relacionan entre sí y que, por lo tanto, constituyen, no tanto un error, sino un engaño. No obstante, es preciso notar que su escepticismo expresa también, la crisis de la razón, la imposibilidad de captar en su totalidad la lógica de un conflicto a todas luces absurdo. Tal vez por esta razón, Rosero decide que los lectores colombianos de Los ejércitos descubran inmediatamente elementos de su vida cotidiana, sus creencias, los conflictos de un país en guerra, los términos y expresiones que lo ubican en sus circunstancias sociohistóricas y que, a la vez, lo obligan a confrontarse con lo dicho. Cuando afirmo que el destino de la escritura de Rosero es evidente, me refiero precisamente al hecho de que, para recordarnos que nacimos y vivimos en la guerra, el autor haya decidido atacar nuestra indiferencia, la provocada por la costumbre. Al imaginar un pueblo en el que suceden todas las cosas que a diario se leen en los periódicos, se ven en los noticieros de televisión y se constatan en las esquinas y semáforos de las ciudades, y, al argumentar que los colombianos nos encontramos en el fuego cruzado de “ejércitos” movidos por el narcotráfico, Rosero nos recuerda que vivimos en el miedo, que vivimos en un país de nómadas, que vivimos secuestrados, que deambulamos sobre fosas comunes, que nuestros niños juegan con armas de verdad, que aunque vivamos refugiados en las ciudades todos somos rehenes. 

Si bien el lector percibe en esta novela un pueblo abatido por la guerra, más allá de la denuncia social o del puro deseo representativo o valorativo de los hechos sociales, del análisis político o del debate ideológico, y muy a pesar del tono político, a Rosero le interesa representar las vivencias de la guerra, no referirla de manera conceptual. Esto hace que el referente de la obra, tal como lo señala Mukařovský, no sea un hecho, acontecimiento o personaje concreto con “valor existencial” (2000, 92), sino la forma como, a través de elementos ficcionales, el autor interpreta el hecho de vivir en la guerra. En Los ejércitos, los elementos ficcionales (personajes, espacio, tiempo, argumento), los conceptos ideales, los signos verbales, las operaciones subjetivas, base óntica de las oraciones, más que impresión sicológica, fluir de la conciencia o puro texto impreso, constituyen los elementos formales relacionados con una situación existencial. De acuerdo con Ingarden, todos estos factores del objeto artístico hacen que el valor estético de la obra consiga, en el momento de la lectura, su unidad y presencia fenoménica (1998, 50 y ss.). 

Esta intención justifica la forma escogida: al decidirse por una novela de dimensión fenoménica, el autor explora la parte oculta, los aspectos no cuantificables de la guerra. La forma material de Los ejércitos obedece a la necesidad de explorar una realidad imperceptible y desconocida para muchos y no a un modelo preestablecido. Al adoptar esta forma, Rosero excluye la descripción del mundo exterior, el dato estadístico, y delimita la materia de su novela a lo percibido por la conciencia, al aspecto anímico de la guerra. No se trata, exclusivamente, de dar a conocer la guerra, sino de revelar que para muchos colombianos, todo acto de conciencia, toda sensación (expresión de alegría, deseo, miedo, incertidumbre, zozobra, incluso indiferencia) están relacionados con ella. A pesar de abandonar todo deseo aparente de objetividad, en Los ejércitos, Rosero capta los dos aspectos de lo social: desde el punto de vista objetivista, el tipo de relaciones que, independientemente de la conciencia y la voluntad de los agentes, los colombianos hemos establecido con la guerra; y segundo, desde el punto de vista subjetivista, los tipos de representaciones, percepciones y vivencias de los protagonistas de las prácticas sociales. 

Esta doble perspectiva, ontológica, permite entender que lo social-histórico existe o se percibe de dos maneras: en las cosas y en los cuerpos. Esta complicidad entre la costumbre y el campo social faculta la comprensión de la manera como los colombianos nos hemos relacionado con la guerra. La guerra se ha incorporado a nuestro ser, se ha institucionalizado en nuestro cuerpo: el espaciotiempo configurado, las costumbres, lo simbólico, los cuerpos, son el resultado de lo que hemos venido siendo en los últimos “doscientos años” (37). Frente a los interrogantes lanzados, ¿cómo entender las prácticas de la guerra en Colombia? ¿En qué momento de la historia Colombia se convierte en una cultura de la guerra? ¿Por qué triunfan los procedimientos violentos?, esta novela parece responder que la relación de poder establecida entre los autores del conflicto armado y el pueblo no puede ser explicada, reconocida, porque se desconocen o, simplemente, porque resulta imposible explicar los mecanismos de su funcionamiento. Tal vez para el sociólogo, el militar, el antropólogo sea evidente, pero para un sujeto común y corriente resulta imposible entender la lógica de esta guerra. 

De aquí que no pueda ser aceptada como legítima, con sentido, y por lo tanto, no podamos adherir a los principios de su lógica. Esta constatación simplemente suscita más interrogantes ¿Por qué se ha legitimado la guerra en Colombia? ¿En qué momento se institucionaliza? ¿Cómo entender su lógica? ¿Qué impide entenderla? ¿En qué momento de la historia perdimos incluso el derecho de culpar a los responsables? Tal vez por esta razón, al tomar posición, escépticamente, Rosero insiste en que no se ha dado cuenta del sentido vivido internamente desde la perspectiva de las víctimas. Al totalizar el problema en Los ejércitos, y aunque haya optado por desaparecer como narrador, no se ubica fuera de él: en cuanto agente del campo social referido (escritor-novelista), se muestra condicionado por él, afectado por él, su trayectoria social está marcada por las relaciones, directas o indirectas, que ha mantenido con la guerra. Al igual que todos nosotros, Evelio Rosero es producto de la guerra, la guerra y cuerpo de la guerra. 


Obras citadas 

Abad Faciolince, Héctor. 2000. Asuntos de un hidalgo disoluto. Bogotá: Alfaguara 

Abad Faciolince, Héctor. 2001. “El odiador amable”. Bogotá: Revista El Malpensante 30: 86-88. 

Alape, Arturo. 2005. El cadáver Insepulto. Bogotá: Editorial Planeta. 

Bakhtine, Mikhail. 1978. Esthétique et théorie du roman. Trad. Daria Olivier, París: Gallimard. 

Bakhtine, Mikhail. 2005. Estética de la creación verbal. Trad. Tatiana Bubnova. Buenos Aires: Siglo XXI editores Argentina S.A. 

Bakhtine, Mikhail. 1994. El método formal en los estudios literarios. Introducción crítica a una poética sociológica. Pról. Amalia Rodríguez Monroy. Trad. Tatiana Bubnova. Barcelona: Alianza. 

Bourdieu, Pière. 1992. Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire. Paris: Éditions du Seuil. 

Bourdieu, Pierre. 2009. “Sobre el poder simbólico”. Intelectuales, política y poder. Trad. de Alicia Gutiérrez. Buenos Aires: Eudeba. pp. 65-73. 

Cruz Kronfly, Fernando. 1998. La caravana de Gardel. Bogotá: Planeta. 

Dubois, Jacques. 2000. Les romanciers du réel. Paris: Gallimard 

Feher, Heller y otros. 1987. Dialéctica de las formas, el pensamiento estético de la Escuela de Budapest. Barcelona: Península. Colección Historia, ciencia, sociedad, 204. 

Goldmann, Lucien. 1964. Pour une sociologie du roman. Collection Tell. Paris: Gallimard. 

González R., Pablo. 2003. Colombia: Novela y Violencia. Manizales: Secretaría de Cultura de Caldas. 

Husserl, Edmund. 1982. Investigaciones lógicas. Vol II. Madrid: Alianza. 

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Ingarden, Roman. 1998. La obra de arte literaria. Trad. Gerald Nyenhuis. México: Taurus. 

Jandová Jarmila y Volek Emile (ed.). 2000. Signo, función y valor. Estetica y semiótica del arte de Jan Mukařovský. Bogotá: Plaza y Janés. 

Lukács, Georges. 1968. Théorie du roman. 1989. Trad. Jean Clairevoye; introduction de Lucien Goldmann. Paris: Denoël. 

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Rosero, Evelio. 2007. Los ejércitos. Barcelona: Tusquets Editores. 

Vallejo, Fernando. 1994. La virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara. 


PIE DE PAGINAS 

1 González contempla en su investigación a Eduardo Caballero Calderón y sus novelas El Cristo de espaldas (1952), Siervo sin tierra y Manuel Pacho (1964), Gabriel García Márquez y sus novelas La mala hora (1957) y Cien años de soledad (1967), Manuel Mejía Vallejo con Al pie de la ciudad (1958) y El día señalado (1963), Arturo Echeverri Mejía con Marea de ratas (1960), y Gustavo Álvarez Gardeazabal y su novela Cóndores no entierran todos los días (1972). 

2 Para Husserl, el sentido de la expresión verbal viene dado por la conciencia de que, al nominar la cosa que la afecta, expresa su intención significativa, dándole vida a términos y expresiones, como elemento fenomenológico (véase: Investigaciones lógicas). Considerando el tipo de novela escogido por Rosero, a lo largo de este artículo me apoyo en esta idea. 

3 Antes de Los ejércitos, premio Tusquets (2006), este periodista de origen bogotano-nariñense, publicó la trilogía novelística “Primera vez”, integrada por las novelas Mateo solo (1984), Juliana los mira (1986) y El incendiado (1988) (Premio Gómez Valderrama, mejor novela colombiana del quinquenio 1988- 1992), Cuentos para matar un perro y otros cuentos (1989), Señor que no que conoce la luna (1992), Las muertes de fiesta (1995), El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo (Cuentos infantiles, 1996), Las esquinas más largas (relatos, 1998), Plutón (2000), Los almuerzos (2001) y En el lejero (2003). 

4 Aunque este aspecto se percibe a lo largo de todo el relato, no está de más observar que el hecho es significado de manera simbólica, por supuesto, cuando al inicio del relato, ante la reconvención del “Brasilero”, en tono cínico, Ismael asume su voyerismo afirmando la superioridad de su lucidez y su autoridad en el pueblo: “—¿Qué quiere que diga? —pregunté, mirando al cielo—: Le enseñé a leer al que ahora es el alcalde, y al padre Albornoz; a ambos les tiré las orejas, y ya ve, no me equivoqué: todavía deberíamos jalárselas” (16). Estos personajes, más que esencias humanas representan instituciones sociales. [Cursivas mías.] 

5 Esta consagración viene desde la Constitución conservadora de 1886, se reafirmó el 22 de junio de 1902 cuando por iniciativa del entonces Arzobispo de Bogotá, Monseñor Bernardo Herrera Restrepo, y gracias al vicepresidente encargado, el Doctor José Manuel Marroquín, se erige en honor del Sagrado Corazón de Jesús el templo del Voto Nacional para pedir el fin de la llamada “Guerra de los Mil Días”. La decisión se consolida con el tratado de Winsconsin, el 21 de noviembre de 1902. La consagración fue eliminada en 1991 cuando, al deponer las armas, el grupo M-19 exige que se configure un país libre de todo tipo de lineamiento aleccionador; sin embargo, en el año 2008, en una ceremonia parecida a la de 1902, la consagración fue renovada. 

6 Consciente de que el grupo al cual me refiero puede dividirse en varias generaciones, incluyo en esta expresión, por comodidad, a los nacidos en las décadas del cuarenta y el cincuenta. 

7 Dicha percepción se ratifica en La puta de Babilonia (2007), ensayo histórico en el que Vallejo, con la intención de denunciar, según él, los crímenes del Vaticano, crítica al cristianismo y la Iglesia Católica. 

8 Me refiero a los “dos años” de la toma y masacre en la iglesia (13) y a los “cuatro años” que indican “la desaparición” de “Marcos Saldarriaga” (27, 46). 

9 Me apoyo en la idea de Husserl, para quien se trata de captar en su esencia o idea, en sus elementos constitutivos (y respectivamente en sus leyes), de comprender el sentido ideal de las conexiones específicas en que se documenta la objetividad del conocimiento. En Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, Husserl habla de la conciencia en dos sentidos: como vivencia singular (ya sea un acto de imaginación, recuerdo o percepción, etc.) y, en un sentido más amplio, para designar, en el sentido definido por William James, la unidad sintética del flujo de las vivencias, es decir la corriente de la conciencia. En esta estructura temporal, la unidad de las vivencias del ser tiene como base la continuidad temporal de la corriente de conciencia de cada uno. 

10 En esta masacre, perpetrada el 2 de mayo de 2002 en el interior de la iglesia, murieron, según el reporte de la Fiscalía General de la Nación de Colombia, 74 civiles como consecuencia de la explosión de un “cilindro bomba” o “pipeta” lanzado por miembros del bloque 58 del grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sin embargo, en contra de esta versión oficial, existen versiones que hablan de alrededor de 120 muertos. El suceso tuvo lugar en el marco de los enfrentamientos armados que este grupo tuvo en la región del Urabá chocoano y antioqueño con los paramilitares de las AUC, por mantener el control de la zona y el acceso al río Atrato, corredor estratégico para el tráfico de drogas y armas, la conexión interoceánica entre otros aspectos de interés para el narcotráfico. 

11 Aquí me apoyo en la diferenciación establecida por Sigmund Freud, en Conferencias de introducción al psicoanálisis, con respecto al miedo real y al miedo neurótico, básicamente a partir de la “Conferencia 25”. 

12 Al referirme y disponerme a comentar al “tipo de novela” y la actitud de Rosero ante la historia social y la historia de la novela colombianas, me apoyo en los conceptos de Bourdieu, “puesta en forma” y “toma de posición”, planteados en Las reglas del arte (1992), en el marco del amplio concepto de “campo literario”. Véase: “El punto de vista del autor” (pp. 298-390). De igual manera, en la medida que apunta a lo mismo, también tengo en cuenta la idea de reacción planteada por Bakhtine en El método formal en estudios literarios (1994). 

13 Véase el artículo “Sí hay guerra, señor presidente”, publicado el 6 febrero de 2005 en el cual se refuta no solo la doctrina de Álvaro Uribe, sino también la de José Obdulio Gaviria, ideólogo y asesor político del entonces presidente. Este último publicó para la misma época el libro titulado Sofismas del terrorismo en Colombia para explicar por qué no hay una guerra Colombia. Los argumentos expresados por el expresidente en diversos foros son los mismos: el primero, tal como se registra en el artículo, es que “no existe un conflicto porque Colombia es una democracia legítima y no una dictadura ni un régimen opresivo. Por lo tanto no hay justificación para que un puñado de violentos continúen en armas. Segundo, porque después de la caída del muro de Berlín las guerrillas colombianas ya no luchan por un ideal político sino que actúan como mafias vinculadas al narcotráfico y a la captura de rentas como la gasolina, la coca y el oro. En consecuencia, más que revolucionarios en busca de un nuevo régimen son bandas criminales con poderosos aparatos militares. Y por último, porque en su lógica criminal la principal víctima son los civiles. En síntesis, son simples terroristas que no respetan las normas humanitarias”. 

14 La expresión es de Héctor Abad Faciolince. Véase: “El odiador amable”, publicado en El Malpensante y dedicado en 2001 a El desbarrancadero de Fernando Vallejo. 

15 La primera edición es de 1994. 

16 El epígrafe es tomado de El enfermo imaginario, acto III, escena 11. 

 

 

 

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Padilla Chasing, I. V. (2012). Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Literatura: teoría, historia, crítica, 14(1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955

ACM

[1]
Padilla Chasing, I.V. 2012. Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Literatura: teoría, historia, crítica. 14, 1 (ene. 2012).

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(1)
Padilla Chasing, I. V. Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Lit. Teor. Hist. Crít. 2012, 14.

ABNT

PADILLA CHASING, I. V. Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Literatura: teoría, historia, crítica, [S. l.], v. 14, n. 1, 2012. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955. Acesso em: 29 mar. 2024.

Chicago

Padilla Chasing, Iván Vicente. 2012. «Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza». Literatura: Teoría, Historia, crítica 14 (1). https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955.

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Padilla Chasing, I. V. (2012) «Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza», Literatura: teoría, historia, crítica, 14(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955 (Accedido: 29 marzo 2024).

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I. V. Padilla Chasing, «Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza», Lit. Teor. Hist. Crít., vol. 14, n.º 1, ene. 2012.

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Padilla Chasing, I. V. «Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza». Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 14, n.º 1, enero de 2012, https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955.

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Padilla Chasing, Iván Vicente. «Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza». Literatura: teoría, historia, crítica 14, no. 1 (enero 1, 2012). Accedido marzo 29, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955.

Vancouver

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Padilla Chasing IV. Los ejércitos: Novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Lit. Teor. Hist. Crít. [Internet]. 1 de enero de 2012 [citado 29 de marzo de 2024];14(1). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/lthc/article/view/30955

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